la
improbable vida de bernard lafourcade y otros relatos
ilustraciones de oriol malet para textos de enrique mochales
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la
improbable vida de bernard lafourcade y otros relatos
ilustraciones de oriol malet para textos de enrique mochales
Diseño: Herederos de Juan Palomo Edita: Blur Ediciones, S. L. Abtao, 25 Interior Nave C • 28007 Madrid • T 91 434 81 78 • F 91 434 20 17 © de los textos: Enrique Mochales (www.mondomochales.com) © de las ilustraciones: Oriol Malet (www.oriolmalet.com) © de la presente edición: Blur Ediciones, S. L. Imprime: Gráficas Palermo ISBN: 978-84-612-1756-4 Depósito Legal: M-3.355-2008
La improbable realidad
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El improbable amor
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La improbable muerte
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La improbable vida
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La improbable realidad
Los dueños de los libros. Sánchez tenía en su poder libros
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ajenos. Miján conservaba, igualmente, libros de Sánchez. Es justo reconocer que las ocasiones para devolver un libro se cuentan con los dedos de la nariz. Pero tanto Sánchez como Miján sentían que una parte de su vida se hallaba en la estantería de otro. Decidieron cambiar los libros y para evitar despistes o trucos acordaron citarse en el puente D. La noche era fría y el viento tiraba de las bufandas como queriendo ahogar palabras. A en punto se encendieron simultáneamente sus siluetas de cartón. Sánchez caminó hacia el centro del puente y Miján hizo lo propio. Sus figuras temblaban en los residuos plateados y sus cabellos llameaban por el espíritu santo de las chimeneas. Avanzaron inexorablemente uno hacia otro, rebotando sus zancadas en la niebla rastrera, con su paquete de periódico, con sus gabardinas recogiendo el viento cual sucias banderas hinchadas. Cuando se encontraron las palabras fueron escasas como el aire. Intercambiaron los paquetes y se dijeron conformes con una nubecilla muda de vaho. Diéronse media vuelta y despegaron las espaldas, verificando al tacto el contenido del cambio mientras sus pasos iban por los charcos. Al llegar a casa, cuando los libros ocuparon sus antiguos huecos en la biblioteca, volvieron ambos a sentir un vacío. Es que les faltaban los libros del otro, aquellos que se habían acomodado a sus recuerdos como si fueran propios.
La araña en su prisión de plata.
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Por la mañana me apliqué HISTAMINOS y MUCOFLUÍ TRILUDANES mientras el pan se tostaba y el café se calentaba. Tragué un GELOCATIL con el café y tomé una LIZIPAÍNA para chupar. El gato también tenía dolor de garganta, así que le di una por si acaso. Quien tenga gato sabrá lo difícil que es hacer que se trague su LIZIPAÍNA. Luego miré la esfera de la luna clara, y la araña encerrada en su prisión de plata. Tenía los sentidos envueltos de lluvia y moho. Siempre tormenta en el corazón y el alma a trompicones, avanzando delicadamente por su tela. Su alma de araña, sangrando por el costado oscuro, no pedía ningún SUPOLAX. A esa araña no le pasaba nunca nada. No había estado enferma jamás. No era como los peces, que morían mientras se bañaban, a pesar de mis cuidados. La araña sobrevivía a todos los demás animales. La miré, encerrada en su prisión de plata, vi la luz en la esfera y toqué la tela con el dedo para hacerla vibrar. Ella no se dejó confundir y ni siquiera se movió. Abrí de par en par las ventanas por si se colaba una mosca en la habitación, y me marché después de beber un trago de CODELASA. La araña debía de tener hambre, porque a mi vuelta no encontré al gato por ninguna parte. Por suerte, tenía un VALIUM a mano que me hizo olvidar.
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Si las niñas silban, la Virgen llora. Sus recuerdos caseros eran grises. Las ventanas abrían a la oscuridad de los patios interiores, siempre mojados por charcas, donde entraba la lluvia y el granizo, pero no el sol. El colegio se destartalaba en una colina cercana al barrio. Durante los inviernos, el frío y la escarcha se balanceaban en los columpios roñosos. Para jugar con el frío quiso aprender a silbar, pero las monjas decían que si las niñas silban, la Virgen llora. Ella se puso pantalones cuando sólo se veían en los cabaretes. Sonrió a hombres que llevaban primavera en la mirada. Se dejó arrastrar por una resaca de noche eterna. Bebió de todas las copas. Pero siempre recordó que si las niñas silban, la Virgen llora. Un día perdió el autobús púrpura de la madrugada. Su pie era la piel de las estrellas. De su brazo colgaba la espina de la flor blanca. Su nombre sonaba con ritmo y se iba por las aceras. Y aunque iba silbando, no olvidaba que la Virgen llora si las niñas silban.
La perversión erudita. Como decía Tiberio al verdugo (“Los
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doce Césares”, Suetonio): “Si las antiguas leyes te prohíben estrangular a las vírgenes, viólalas primero y estrangúlalas después”. He aquí un claro ejemplo de lo que es hacer el mal sin contravenir las leyes, o, lo que es lo mismo, conservar un elevado sentido de la legalidad hasta en las malas acciones. En este difícil arte era experto Jack Simón Schweppes, abogado de la “Cossa Nostra”, hasta que cayó accidentalmente en el lago Michigan con un bloque de cemento en sus pies. Jack Simón Schweppes ganó nueve juicios a la defensa de ciertos capos de la legendaria mafia de Chicago, pero lo más interesante de su meritoria labor es que nunca estuvo presente en ninguno de dichos juicios, sino que dirigía una tropa de abogados como quien maneja los títeres de un guiñol. Sobre cómo utilizaba la ley hasta el punto de ser una especie de prestidigitador se puede afirmar que era debido a su gran memoria y su incuestionable pericia para anular de una u otra forma a los testigos molestos. El más famoso de sus casos fue sin duda el de John Fleisher, asesinado por el gang en 1932. Jack Simón logró demostrar que John Fleisher había sido un colono muerto en 1660, y en aquella época ni O´Bannion, ni Bugs Moran, ni Capone habían comenzado sus correrías por Chicago, porque, entre otras cosas, la ciudad de Chicago aún no existía. Acerca de la muerte de Jack Simón Schweppes, se cree que fue debida a su esposa, mujer de altas miras que echó la culpa a la “Cossa Nostra”, aprovechando plenamente las enseñanzas del marido para conseguir una viudedad instantánea y una calidad de vida envidiable.
El brazo derecho de Anselmo. A veces encuentro a
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Anselmo en un mugriento café de los alrededores apurando el último trago de una botella de cerveza. Anselmo cuenta de izquierda a derecha los caballos parlantes de un cartel de circo y luego cavila. Nunca le gustó que le llevasen al circo. Prefería el zoológico, o algo parecido. Recuerdo especialmente nuestras apuestas: aquel día Anselmo se arriesgó demasiado, no fue lo suficientemente rápido. Ahora siempre dice que volvería a meter la mano en la jaula. Y cuando bebe no le hacen falta los dos brazos. Lo que apostásemos no tiene importancia: el ganador fue él.
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Mermelada marga. Era invierno. Una triste madrugada de diciembre. – ¿Hay mermelada amarga? -pregunté. Tú contestaste: “No”. – ¿Te he contado alguna vez lo del hombre que dejó de esperar las promesas de la vida? -dije. – No -gruñiste tú. – Era un hombre perdido en calles de oro. Andando como una sombra tras de sí mismo, sin saber dónde ir, sintiendo que todo había sucedido en vano a su alrededor. Eso nos ha ocurrido a todos alguna vez. ¡Y este hombre tenía que recordar en qué momento dejó de esperar las promesas de la vida! -exclamé, abriendo mi mano y mirando dentro de ella-. ¡Sentía la tentación de rebelarse contra los recuerdos y de negar lo vivido! Empezaba a experimentar la atracción del vértigo. Porque todo era deliciosamente absurdo. ¡Había esperado TANTO, que ni siquiera recordaba lo que la vida le había prometido! – Ya -asentiste-. ¿Quieres una o dos cucharadas de azúcar? Entonces se me derrumbaron mis melancolías matinales, que, a pesar de su rareza, tienen perfecto derecho a ser derrumbadas. Así que unté dos rebanadas de pan con mantequilla para mojar en aquel espeso café con leche. – ¿Hay mermelada amarga? -pregunté.
El chico que quería sal. Un chico quería sal. Fue a la casa
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de un príncipe. – Yo te daré sal -le dijo el príncipe, y le pegó con una vara de oro y diamantes en las costillas. El chico, un poco más jodido que antes, siguió pidiendo sal. Fue entonces a la casa de un comerciante rico. – Yo te daré sal -le dijo el rico comerciante, y abrió una puerta por la que salió ladrando un enorme perro que le mordió sus partes pudendas. El chico escapó como pudo, pero estaba muy malherido. Cayó varias veces por el sendero embarrado, hasta que un viejo mendigo se encontró con él y le socorrió. – ¿Quieres un poco de sal? -le dijo le mendigo. Entonces el chico cogió una piedra y golpeó muchas veces con ella la cabeza del mendigo. Es que había aprendido que no era buena pedir sal, y mucho menos aceptar sal regalada.
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La poda generacional. Bulba Bentley tenía un orgullo en su jardín. Se trataba de un enorme árbol de frondosa rama cuya sombra había aliviado el calor a su propio tatarabuelo. En su tronco, a ocho metros del suelo, descubrió la huella del tiempo en una sesión de poda. Grabado en la corteza se leía: “William Bentley x Sara Holmes”; y entre los dos nombres un corazón atravesado. Bulba se sintió emocionado. ¡Sus propios bisabuelos! El cariño que experimentaba por el árbol aumentó. Se dedicó a podarlo con más amor que el Divino Jardinero y trepó a las ramas más altas. Allí estuvo recreando con su imaginación lo que el árbol habría visto durante su larga vida. Atardecía y el sol languidecía sobre los tejados. Ligeramente embriagado por la plácida calma de aquel crepúsculo, Bentley imaginó a sus propios hijos, cuando los tuviera (y eso habría de ser pronto), jugando bajo las hojas del mismo árbol. Luego decidió bajar. En ese momento algo crujió y su cuerpo cayó como un pelele golpeándose en mil ramas y descoyuntándose sobre la hierba diez metros más abajo. El árbol murió también, meses después, aquejado de invisible podredumbre.
Fe de ratas. Los dedos huelen a curry. Las manos y el cuerpo huelen
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a curry. Mientras escribo huele el curry y otro aroma en la habitación. Hay una mano azul impresa en la pared. L´aluz se apaga y el temblor de las volutas cesa. Por la brasa sé dónde puedo fumar. ¿Y escribir? A ciegaS. Como las escrituras cortadas a tijera. Que la palabra sea veneno o medicina me da igual. Por el camino voy de noche, tanteando el aire frío con la ounta del pie. Si las letras son ilegibles el espíritu estará. Cogeré al diablo que vive aquí, entre líneas. Ángel y oscuridad se unan entre las sílabas de sus nombres. Ambos son pereversos. Ambos on buenos. Flotan las olutas después de que la brasa se enciende y en los ojos del reloj brillan muchas unas. Hay una mano ezyl impresa en la pared. Cismna itmepdo temnsre uqe espraer. Rezaré a mi manera. Y vendrá la hora del sueño, por fin seré un hombre dormido.
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El libro imposible. Entre compañeros se conocía la existencia del libro imposible, pues había pasado por muchas manos sin perder el olor a nuevo de sus páginas. Un amigo me dijo que no había conseguido leerlo, pero que en las críticas no lo ponían mal, así que me lo prestaba. Tiempo después yo se lo pasé a alguien, aduciendo una total incapacidad para llegar a la página veinte, aunque se lo aconsejaba apasionadamente. No tardó este otro en prestar a su vez el libro imposible, que había ocupado su mesilla de noche durante un mes como una acusación. El nuevo pretendiente asedió el libro e intentó rendirlo por la constancia, pero a la segunda semana abandonó tal absurda pretensión. El libro imposible fue a parar a manos de uno y otro, tras lo cual, por fin, se perdió su rastro. Pero es de suponer que ahora forme parte de una decorativa biblioteca necesitada de compasión.
Un epílogo. Todo lo que antes soñé volveré a soñarlo, y los días serán
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más cortos. Es mi propio pasado el que ha de recuperarme. Juras para que te crean cuando les cuentas aquello del grano-de-arroz-que-germinó-dentro-de-la-oreja-del-campesino-chino, pero todos te miran con sorna, y algún gracioso cultiva caracoles en los zapatos, cuando todo el mundo sabe que los caracoles no anidan en terrenos pantanosos. Entonces apuestas la séptima camisa: ¿Conoces la historia? Por supuesto que no. Lo verídico nunca triunfa. Deberían enterarse de que yo no leo jamás. En mi cama, cada noche, llego a la misma conclusión: nadie quiere salvar a las ballenas. Yo mismo soy un asesino de ballenas. Antes pagábamos con creces nuestra dichosa inocencia. Ahora las verdades carecen de interés, un chino puede cultivar arroz en la oreja sin riesgo de ser tomado demasiado en cuenta. Ya no confiamos en los perros y nuestra piscina está llena de avispas. “Juventud, ¿a dónde vas?”, preguntan los folletos de la parroquia. Son azules, plastificados, de esos que brillan como las luces de navidad, luces rojas y violetas.
El vacío. Era la primera vez que posaba. El escultor era un hombre vigo-
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roso de pelo un poco cano, ojos luminosos, dientes marfileños y pecho poblado. Llegaba con aquel cincel y rompía la piedra. Aquel día vi la puerta por la que tantas veces iba a desaparecer. Semanas más tarde, cuando ya hubo un poco más de confianza, le pregunté: – ¿Qué hay detrás de esa puerta? – Vacío -dijo él. – ¿Vacío? ¿Y para qué lo utiliza? – Para guardar el vacío -contestó. Desde entonces sentí la irresistible atracción. No podía dejar de pensar el momento de introducirme en la habitación vacía. Siempre estaba cerrada con llave, seguramente para que el vacío no se escapase. Pero un día vi como el escultor dejaba la llave colgada en el vestíbulo, después de salir de la habitación vacía. – Voy a cagar -dijo-. Dentro de diez minutos empezaremos la sesión. Entonces cogí la llave y abrí la puerta de la habitación. Inmediatamente el vacío salió a mi encuentro, me atravesó como una ráfaga de luz negra y se mezcló con el aire y las esculturas. Eran cuatro paredes vacías, solo cuatro esquinas. Cerré la puerta y devolví la llave a su sitio antes de que llegase el escultor. ¿Qué iba a sospechar, qué iba a echar de menos en la habitación? Cuando volvió el escultor, le dije que ocupase su sitio en la peana. Me puse a esculpirle. Y rompí la piedra.
El último viaje de Miguel de Covadonga. En
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las crónicas de su tiempo, concretamente en el archivo de Indias, no existe ninguna referencia al viaje que Miguel de Covadonga emprendió, y, si algo se sabe, es por las huellas que dejó su ausencia. Es cierto que Miguel de Covadonga seguía a las carabelas de Colón en secreta misión de acompañamiento a distancia, pero no lo es menos que nunca volvieron a llegar noticias de la cuarta carabela, la “Trinidad”, a sus majestades Isabel y Fernando. Según supersticiones condicionadas por la falta de documentos es posible evaluar la posibilidad de que la “Trinidad” perdiera el rastro de Colón durante una tormenta. En ese caso Don Miguel de Covadonga abandonaría el rumbo del navegante genovés y se habría orientado siguiendo su propio criterio. Lo cierto es que nunca volvió. Su único recuerdo es una copla que cantaron los mendigos de la época y que, aún hoy, muchos mendigos tararean en las plazas sin gente. En ella, se dice: “Algunos encuentran tierra, otros el fin del mundo; no hay tierra pá Don Miguel, sólo el abismo profundo”. Los entendidos piensan que don Miguel y su tripulación fueron víctimas de la tormenta, la calma chicha, o, teoría más improbable, que murieran de frío en las costas de Groenlandia. Pero historiadores contestatarios se empeñan en sostener que Don Miguel de Covadonga descubrió el fin del mundo, la gran cascada, y eso aún está por ver.
El ambiente y la conversación. Llegó, vio y venció.
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La cafetería estaba hasta los topes, pero enseguida le hicieron corro. – Ésa es -dije. – No está nada mal. ¿La conoces? -preguntó mi amigo. – No, pero creo que es secretaria -dije yo-. Esos tacones de media aguja son la regla general esta temporada. Cierto, no tiene carreras en las medias, y el culo parece haber sido moldeado por una silla de oficina. Y esas solapas imitación piel de zorro plateado. Es secretaria. Seguro. – También podría ser abogado -aventuró él. – Jamás -dije yo-. Una mujer abogado es mucho más sobria en el vestir. En cambio las secretarias son más voluptuosas. Vulgarmente “sexys”. – ¿Tú crees que lleva ligas? -sonrió. – La verdad es que no podría jurarlo -dije-. Pero estoy seguro de que su ropa interior es negra o roja. Nada de blanco el fin de semana. Además, con este frío es posible que lleve un body. Un delicado body rojo. Que de seguro huele a Chanel no 5. ¡Qué delicia! – ¡Deducciones lógicas! -se choteaba mi amigo. – Algo más que hipótesis -dije yo-. Algún día se casará con alguien que conduzca un Opel blanco. Le va con el color de las medias. – Es lo más seguro -suspiró mi amigo-. Comprarán un perro de aguas. – Sí -dije yo-. Un bonito fox-terrier donde apoyará sus hermosos piececillos. En aquel momento, la mujer de las solapas imitación piel de zorro plateado salió por la puerta del concurrido café. Pero nosotros seguimos apurando las copas sin ninguna prisa, saboreando el licor con lujuriosa obscenidad, gozando del ambiente y la conversación.
La paloma. La pareja a la que me refiero vive en Barcelona. Por cues-
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tiones de dinero, permanecieron en la ciudad durante el mes de agosto, y allí, en su pisito urbano, vivieron su particular epopeya veraniega. Una mañana de muchísimo calor, él, recién levantado de la cama, se asomó al patio interior de su casa y descubrió que había una paloma posada tres pisos más abajo. Al principio pensó que se trataba de una paloma absolutamente normal, y apartó los ojos de ella para escudriñar el despiadado cielo azul que se extendía como un plástico sofocante sobre la ciudad. Y, no obstante, minutos más tarde volvió a fijarse en ella y comprendió que algo raro le pasaba a la plumífera. Cuando intentaba volar, la paloma no conseguía otra cosa que girar sobre sí misma como una peonza. Un examen más detenido por su parte le hizo constatar que el cuello del animal estaba anormalmente torcido, a consecuencia de lo cual la paloma parecía mirar constantemente al cielo, o acaso mirarle a él, implorando ayuda. Sin duda, el ave tenía el cuello roto. Apartó los ojos de aquella visión, se metió en la casa, pero no cerró la ventana. Hacía demasiado calor. No quiso decirle nada a su compañera, mas cuando ella se levantó de la cama repitió los mismos pasos que él. Se asomó a la ventana del patio interior, miró hacia abajo, examinó el cielo en busca de alguna nube sin hallarla, y retornó a observar a la paloma. Ambos se sentaron en el pequeño mirador que habían habilitado como invernadero, cuyas ventanas daban al patio interior donde se estaba desarrollando el drama. Frente al ventilador zumbón, que parecía negar hipócritamente el calor moviendo la cabeza de izquierda a derecha, ambos mantuvieron una charla. Bien. La paloma estaba ahí abajo, con el cuello roto. Bien. No había forma de llegar hasta ella, porque el restaurante chino por el que se accedía al patio interior estaba cerrado en agosto. Bien. No era factible alzarla con una cuerda provista de un gancho o lazo: probabilidad de éxito cero. En conclusión: imposible socorrer a la paloma. La pareja tenía una posición privilegiada de palco para contemplar la agonía de la paloma desde su ventana, la única ventana que parecía albergar algo de vida en la colmena vacía de agosto. Pero trataron de mirar lo menos posible hacia abajo, donde la paloma seguía girando sobre sí misma, para detenerse después y mirar en dirección a Dios. Sin embargo, la usual costumbre de asomarse por las mañanas para comprobar el azul del cielo volvió a desencadenar la catástrofe al día siguiente. La paloma seguía allí aunque ya no giraba, tan solo se limitaba a tropezar. Se mantenía en pie mirando al Creador con la cabeza torcida, mientras otras palomas sanas la observaban entre la indiferencia y la curiosidad. Él pensó en la remota posibilidad de pedirle a alguien un arma de aire comprimido para matarla de un perdigonazo y liberarla de su agonía. Ella, más cívica, propuso la
alternativa de llamar a la guardia urbana, o a la Sociedad Protectora. Pero quién les iba a ayudar por una simple paloma un fin de semana en agosto, en ese agosto asesino, que era malo hasta para morirse. Durante las horas que transcurrieron tras su segundo avistamiento, la agonía de la paloma se prolongó, ignorada en la medida de lo posible por ambos, que se prometieron no hablar de ello. Al día siguiente la paloma perdió movilidad, quedó quieta con todo su peso apoyado en el cuello torcido, aunque todavía se desplazaba. Seguía luchando por su vida. Un día más tarde pareció escoger un lugar donde morir. Por la mañana estaba inmóvil. Él no tuvo plena seguridad de su defunción hasta que su forma comenzó a cambiar. Ella no quiso mirar. Según el testimonio de su compañero, demasiado exhaustivo para almas sensibles, pero, al fin y al cabo, no carente de un interés científico, el cadáver de la paloma fue adoptando un aire heráldico. Extendió las alas, y también la cola, aplanándose y oscureciéndose. Un sello negro de putrefacción. “Descanse en paz”, dijeron ambos, zanjando el asunto. Pero a la mañana siguiente, ella se asomó de nuevo para mirar a la paloma. Se inclinó en la ventana y se quedó quieta unos minutos, examinando el patio. Y él no pudo menos que preguntarle: “¿Se mueve?”.
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La montaña de poemas. Mientras escribo estas líneas me hago responsable de la muerte de un pequeño bosque. No utilizo ordenador, sino que practico directamente sobre el papel, así que en toda mi vida me habré cargado más de una hectárea, sin exagerar. ¿Para qué? Pues precisamente para escribir tonterías, deberes, notas, declaraciones de la renta, mensajes, informes, cartas de amor... Toda esa clase de cosas que se hacen sobre un papel. Y, en fin, creo que hasta fui el responsable directo de la tala de un árbol que tenía grabado mi corazón. Y luego me limpié el culo con él, cuando lo vi en casa transformado en un rollo de papel higiénico, por una de esas terribles casualidades que se dan en la vida y te hacen sospechar que todo tiene un sentido... Las casualidades son Dios. Ese pequeño árbol con el cual me limpié el culo era Dios. Y yo ni siquiera me enteré.
La soledad de los animales domésticos.
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Francis Wike compartía su vida con toda clase de animales venenosos. Su serpiente esposa, Gilda, reptaba en su quehacer diario con el mismo sigilo que si no tuviera piernas. Su secretaria, Amanda, pinchaba como un pez tropical. Su jefe, el señor Vicks, tenía el mismo carácter que un escorpión pisoteado. Sus compañeros de trabajo escupían ponzoña como sapos y su círculo de amistades envenenaba todo lo que tocaba. Así que Francis Wike pensó que utilizar el mismo veneno en pequeñas cantidades le inmunizaría con la misma contundencia que un buen antídoto. Comenzó por administrar cianuro a su mujer, en pequeñas cantidades, claro, hasta su fallecimiento al cabo de dos meses. Continuó con el seños Vicks, al cual engañó en asuntos vitales del negocio hasta que la empresa fue devorada por un tiburón compinche suyo. Desde su nuevo puesto despidió a la gorda Amanda y seleccionó al resto del personal conservando a menos de la mitad. Como última medida, Francis hizo tragar a sus amigos el amargo veneno de la indiferencia. Wike prosperó y se convirtió en un verdadero hombre de negocios, llegando a poseer numerosas empresas de gran renombre y solidez. Pronto se le consideró un astuto tiburón capaz de devorar bocados suculentos de una sola dentellada. Volvió a casarse con una jovencita coneja: Bárbara. La boda fue multitudinaria. Allí acudieron las cucarachas vestidas de frac y las ratas envueltas de gasa, y bailaron todos al son de conocidas melodías. Y en el centro reía Wike con sus dientes de tiburón, junto a la inocente Bárbara y su nariz de conejita asustada. ¿Quién iba a pensar que Wike moriría un año después, atragantado con un hueso de pollo? Son desgracias que pasan.
Esclavo de la luz. El rayo de luz ha salido a la calle con el crepús-
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culo. Me refiero al rayo de luz noctámbulo, el que se pasea crepitando por el neón y titila en los anuncios luminosos. Atrae y no deslumbra, viste de todos los colores y engalana las calles, es artificial y frívolo, parlanchín y díscolo, promiscuo y vicioso. Promete muchas cosas con un solo destello. Está dispuesto a alumbrar el sueño de los justos, toma formas y colores caprichosos para atraer a los renegados. Es como un campo de estrellas caídas, marca el plano de la ciudad con fulgores impertinentes, enseña el camino a los que regresan a la oscuridad. Los demás sólo deben seguir confiadamente la luz. Les conducirá suavemente a uno de los palacios eléctricos donde es la soberana. Les llevará de la mano incorpórea, entre los cuerpos tintados y los reflejos espejeantes, hasta el corazón del resplandor. El corazón del resplandor no es luz ni oscuridad: está más allá de toda definición. La propia luz se configura, se adueña de un cuerpo y se vuelve material, casi tangible, cuando se humaniza y es capaz de transfigurarse en un beso, en un volumen o en un rostro. Niega sus propias facultades, se vuelve demonio, se transforma en luz negra, o se encierra en una urna de cristal. La caricia ha sido capturada, o mejor, el momento de la caricia. Pobre luz esclava. Pobre rayo de luz condenado por toda la eternidad a formar parte de un zoológico cromático. La luz que un día alumbró mis deseos está presa en el tiempo y el espacio, no es sol ni luna, ni estrella o agujero. Es tan solo ilusión de permanencia, juego de espejismos, escenificación científica. Parece pedir socorro desde su celda. Por eso me vuelvo a la ciudad iluminada, a la luz que envuelve los edificios, me pierdo entre los neones zumbadores y los anuncios luminosos que me apremian y me enseñan el camino. Me pregunto si es la luz mi esclava, o soy yo el esclavo de la luz.
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Tabú. En casa nunca decimos ESA PALABRA. Me imagino que ni siquiera la pensamos. Cuando era un niño LA PALABRA secreta me fascinaba. Era como una cerradura a través de la cual no se podía mirar. Cuando era necesario utilizar LA PALABRA en alguna conversación, se hacía un silencio en el lugar que correspondía, y se sustituía por un discreto gesto. Por eso muchas veces la sobremesa estaba socavada de silencios gesticulantes. Y, cada vez que el silencio desmembraba una frase, yo miraba en sus pupilas, e intentaba averiguar su significado. Aún hoy lo ignoro. He investigado sobre la lógica semántica de mis recuerdos y he intentado descifrar LA PALABRA por deducción. Pero me ha resultado imposible. Confío en que algún día aparezca ante mis ojos como un anuncio luminoso, y llene así el sinsentido de los cajones esotéricos de mi niñez. Quizás algún día la encuentre, y opte por no pronunciarla jamás.
La sombra en la esquina se explica.
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Hay una sombra en la esquina. Corta el metal la carne caliente y la sangre palpita fuera. Es sabor de vida huyendo el que tiene en la boca. La muerte es un visitante sorpresa. Siente su corazón partirse en dos, y se pregunta: “¿Esta sangre es mía?”. Mientras el metal corta y las entrañas se desparraman y nadie intenta recogerlas. ¿Y usted, quién es? Yo soy el que corta, muñeco. La sombra en la esquina. La sombra que te espera desde tu primer día. ¿Y qué quiere? Quiero tu corazón. Para meterlo en un cajón. Tú te mueres y yo vivo. Andas unos metros sujetando tus vísceras y por fin te desplomas, yo practico cinco cortes, sólo cinco. Me llevo el corazón y otras cosas de valor parecido. Lo demás se lo dejo a los mininos. Al llegar lo meto todo en una bolsa de hielo. Mañana pondré mi mercancía en un escaparate secreto. Soy el que corto, soy el buey Apis. La vida que arranco se la doy a cinco. Mucha gente sin corazón necesita uno. ¡Y eso no es cortar por cortar! Me explico: si te cojo, los órganos te quito.
Nicolás. Como dice la cábala número XII, “la piedra que devoró Saturno
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creyendo que era su hijo Júpiter”, Odelius tragó la piedra que le brindaba un ser alado que apareció en su último sueño, sueño magnífico de grandes palacios cristalinos y coros plateados, y luego la escupió y dio a luz al que había de ser su único hijo, Nicolás Dimegisto. “Tú naciste de una piedra”, solía decirle Odelius a su hijo cuando el pequeño preguntaba acerca de su madre, y del mundo exterior que a sus siete años no conocía, puesto que había sido recluido en una vieja granja aislada del Jura. Al pasar el tiempo, Nicolás comprobó su origen y supo que Odelius no había mentido. La única mujer que encontró en el despacho de su padre recién fallecido era una estatua de mármol, una venus pétrea en cuya peana se podía leer: “Ella es la musa de Odelius y la madre de Nicolás”. Aunque otros interpretaron las palabras de su padre para explicar el fruto de una mujer desconocida, Nicolás estuvo seguro de hallarse ante la piedra materna, aquella que le dio vida a cambio de siete años de infancia solitaria en una granja del Jura.
El edificio público. Hace tiempo que comenzó la construcción
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del edificio público. Los cimientos ocupaban una manzana de la calle, y de los hierros que plantaron allí, sobre el cemento, crecían las columnas babilónicas, y luego los arcos, y más tarde las bóvedas y los doseles, y después los obreros comenzaban otro piso, mientras los artistas ornamentaban lo construido con relieves y esculturas alegóricas. Todos los que vivíamos cerca del edificio público soportábamos pacientemente, incluso gustosos, aquel estruendo. Sabíamos que después tendríamos la edificación para nosotros, para admirarla, sentarnos en sus escaleras, citarnos en sus aledaños, y, por supuesto, solucionar nuestros papeles, nuestros pleitos y nuestros problemas de ciudadanos en su interior. Y además, nos habían dicho que nuestro edificio público iba a ser la envidia de otras ciudades. Al primer piso siguió un segundo y un tercero, y así continuaron las obras, durante decenios, y al cabo del tiempo perdimos de vista a los obreros, aunque sabíamos que continuaban trabajando, porque a veces alguna herramienta, que caía del cielo, mataba a uno de los que estábamos abajo.
La primera comunión de Dadá.
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Dadá había sido buena. Dadá había acudido con ilusión a su catequesis. Y, por fin, llegó el día de la primera comunión. Con su vestido inmaculado se veía igual que una princesa. En la iglesia, se sintió santa. Se colocaron todos para la foto, pero faltaba la tía Eulalia. “¿Dónde está la tía Eulalia?”, preguntó el padre de Dadá, con la cámara a media asta. Sin la tía Eulalia no se podía hacer la foto. Tío Pedro fue a buscar a tía Eulalia. Los demás esperaron. Tío Pedro no volvía, así que tía Angustias y tía Hermenegilda vinieron y dijeron que se había perdido. Tío Carmelo fue entonces a ver qué ocurría y en ese momento volvió tía Eulalia. Pero faltaban tío Pedro y tía Angustias. Tío Alberto y tía Juana les buscaron y encontraron a la tía Angustias, que no sabía dónde estaba la tía Hermenegilda. El padre de Dadá soltó el trípode y fue a buscar al tío Pedro para decirle que ya estaba la tía Angustias. Mientras tanto la abuela Pilar resoplaba, y los primos se arrastraban por el suelo. Tío Carmelo volvió con tía Hermenegilda y dijo que había visto al padre de Dadá que ahora venía. La abuela Pilar se sentó en la silla con un suspiro. Cuando llegó el padre de Dadá, gritó que no se moviese nadie. Colocó la cámara en el trípode, puso el automático y se situó junto a los demás. La instantánea salió bien. Quizás un poco movida. Dadá tenía cara de santa. ¿O era la tía Eulalia?
Deliberaciones en la postura más cómoda.
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“Pese al ingenio de Klein, que saltaba desde un segundo piso hasta la lona y luego trucaba las fotos para que ésta despareciese y crear la sensación del salto al vacío; pese a la mordaz socarronería de Vito Aconcci, que se mordía todo el cuerpo a sí mismo, luego aplicaba tinta de imprenta a los mordiscos y estampaba las marcas por las paredes del pasillo; pese a la ingenua precocidad de Burden, que convenció a un amigo para que le disparase con un rifle del veintidós, agobiado por la mortal pregunta: ‘¿Cómo puede uno saber lo que se siente cuando le disparan, si nunca le han disparado?’. Pese a los esfuerzos de muchos otros artistas por rizar el rizo con horquillas de performance y happenings excesivos, aún nadie ha logrado hacer nada efectivo por el arte en lo que va de este decenio, si es que hay algo realmente efectivo en este decenio, en arte o en cualquier cosa. Henos entonces otra vez en el dilema, Renato, volveremos a charlar cuantas veces quieras; pero esas ideas brutales e iconoclastas déjalas para otro año, estamos cansados ya de tanta modernidad, y los paraguas vuelven a encontrarse con las máquinas de coser, pero no sobre una mesa de disección, esta vez sobre una cama de agua, que es más cómoda. Ahora no solamente las obras discutibles nos ponen nerviosos y nos hacen sufrir de ansiedad, sino que nosotros mismos, los artistas, fumamos en pipa, por decirlo de alguna manera. Sí, Renato, tú mismo, con tu aire tranquilamente engreído y tus relaciones sociales, no es de extrañar que dediques tus poemas a las carpas rojas de la Mare de Saint James, que solo existen en tu pecera mental. Si Parr se corta un brazo con un hacha, ten la seguridad de que es un brazo falso acoplado al verdadero, que es enano y deforme. No exijas más autenticidad: es suficiente con la autenticidad de la prótesis, y lo mismo pasa con las ideas. Se podría tachar el conflicto entre artista y espectador de ser una especie de relación sadomasoquista: a uno le gusta golpear y al otro ser golpeado; por eso el problema no es real, Renato, ya que ambas partes suspiran de gozo. La dicotomía arte independiente-arte comprometido, la discusión arte burgués-arte marxista no existe, es sólo un espejismo dialéctico, una pastafrola, un panqueque con crema y chocolate y guinda roja, algo para despistar, ya me entiendes. La chispa del logos cósmico, Renato, no ilumina los cerebros de los que duermen, a no ser que sueñen. Quiero que reflexiones sobre la forma óptima de evidenciar tu crítica acudiendo a unos procedimientos menos terminantes, o mejor dicho, menos terminales. Cortar por lo sano no es aconsejable. De hacerlo, te aconsejo que llames previamente a una ambulancia. Así pues, espero que, recobrado tu sano juicio final, la pregunta: ‘¿Ha muerto el arte moderno?’, que tanto te inquieta, sea sustituida por otra similar: ‘¿Ha
muerto el arte mudéjar?’, que sea más razonable. Ese concepto morboso de la insolación, esa especie de sacrificio védico, abandónalo por el momento como forma de expresión. ¡Elige otro soporte que no sea tu cuerpo! Acuérdate de todas las noches que hemos pasado discutiendo asuntos similares al que ahora nos atañe, sin conseguir llegar jamás a una conclusión compartida. Si crees que vas a obligar a alguien a creer en ti a golpes de frente, estás muy equivocado. Vale más incendiar el museo del Prado. Piensa en la publicidad. Si a pesar de todo decides llevar a cabo tu acción, es mejor que lo hagas dentro de un museo de arte moderno, o de una galería de moda, para que tengan que pasar la bayeta por sus paredes, salpicadas de sangre de artista, que por lo visto es roja. Puede que de esta manera tu inmolación no sea tan vana como inconcretos sus propósitos; espero que no olvides llamarme por teléfono el día señalado, me pondré mis mejores galas y llevaré la ‘Nikon’ para captar tu creacióncadáver en una instantánea de recuerdo póstumo. Siempre tu amigo.”
El improbable amor
Recuerdo de la Pili. “Yo no era como vosotros. Yo trabajaba
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como un burro y me ganaba el pan. Y de bailar, mucho y bien. Porque yo no me he privado de nada, ¿eh?, que conste. ¡Uy, si yo os contara! Pero yo no era como vosotros”. Eso dijo el padre de la Pili. Pili era bajita con los ojos claros. Eso sí, tenía las tetas bien gordas. Y además era espabilada. Cuando salía del colegio “La Pureza” se ponía a charlar con nosotros y nos enseñaba la tira de su sujetador. Y a veces se le caía la carpeta al suelo. Pero un día ocurrió algo. No la vimos durante una semana. Se conoce que la cosa fue grave porque Pili huía de nosotros a la salida del colegio. Yo solo vi al padre de Pili aquella vez que fuimos a buscarla a su casa. Me pareció un hombre corriente, pero dicen que cuando se enfadaba le pegaba puñetazos en las tetas. Y no me extraña, con lo gordas que las tenía la Pili.
Los besos de Dios. En la clase reinaba el desconcierto. Una carta
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arrugada, entre las filas, había llamado la atención de la maestra de religión. Reclamó la carta que, según dijo, era de todos. Una vez más, la carta fue reclamada. El autor sintió la náusea del silencio, el horror de la asfixia. La profesora se iba a enterar de todo. El que la firmaba no había sido listo. El honor de la receptora del mensaje estaba en juego. Era una provocación. Los sentimientos, el suyo y el de su amada, estaban en el tapete. Se levantó de su asiento. Recogió la carta. Avanzó hacia la mesa de la profesora. Mientras caminaba rompía la carta en pedazos. Ella, airada, repetía la orden. El niño, con una expresión seria, entregó su carta rota. La maestra, enfurecida, picada por la curiosidad, pidió al niño que tomase asiento en un pupitre alejado. Deseaba que recompusiese la carta de amor. Durante la hora que siguió, el niño recompuso la carta de nuevo, censurándola entre sus dientes, comiéndose los pedazos que eran de su agrado.
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Un viaje al olvido. Cerré la portezuela. Primera clase. Tapicería imitación piel de sky transpirable. Lo mejor para mi único amor. ¡Quién podía detenernos ahora! Abrí la maleta e hice un recuento de mis cosas. Tú sonreías. Todo parecía estar allí: pasaportes, cheques de viaje, dólares, cepillo de dientes... Por instantes creí haber olvidado la espuma de afeitar. El tren salía como una aguja enhebrando túneles, y yo continuaba bastante inquieto a pesar de mi aparente disposición a interesarme por el paisaje. Vi mi cara reflejada en las ventanillas, como en las secuencias de un celuloide antiguo, mientras el tren atravesaba aquellos túneles. Era una cara preocupada. Cuanto más nos alejábamos de la ciudad el presentimiento se hacía más intenso, hasta el extremo de que tuve que volver a abrir la maleta para remirar su contenido. Nada. O mejor dicho, todo estaba ahí. Charlamos, rellenamos crucigramas, leímos, y bajo un atardecer de torres eléctricas y cables de alta tensión volvió a asaltarme la desagradable sensación de que olvidaba algo. Abrí la maleta otra vez. Tenía los calcetines. Y también el cepillo de dientes. Por un momento llegué a pensar que lo que había olvidado en realidad era el motivo de aquel viaje. El compartimiento se iluminaba con la luz de una nueva y desolada parada, y yo aprovechaba para buscar en mi maleta algo que no había recordado meter en ella. Tú dormías. O acaso fingías hacerlo.
El beso de la Luna en la noche negra y la mujer pantera. Conservaba sus labios marcados en el brazo dere-
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cho. Los labios de una puta. Labios de puta negra. En Sudáfrica las noches también son negras. Los labios eran lunares. Labios de noche negra. Ella le dijo “Do you like me?”, mientras otro esperaba. Y es que quería marcharse con él y ser su esclava. Sus ojos gritaban: “Bien, de acuerdo, seré tu puta negra”. Esperaba algo, y él deshizo flores en el aire: “You don´t like me”. Y mientras sus ojos sudaban sobre las formas sobadas y golpeadas y la mirada se le enfriaba en el mentón, él se dijo que era una fiebre, de seguro el beso de la luna. Y comenzó a sentir cómo se distanciaban las estrellas en la noche y se alejaban. Entonces pagó antes de nada, o mejor dicho: pagó por nada. Y salió sin mirar a la pantera que se había convertido en mujer. Las estrellas se cerraron en torno a la hembra cuyos ojos aún no eran completamente humanos, y cesó la fiebre, fiebre de luna llena. Un misterio es un misterio por esa precisa razón. Labios marcados y la cartera vacía. En Sudáfrica las noches también son negras, corre la fiebre de la luna llena.
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Nos casaremos en Las Vegas. “Nos vamos a las Vegas”, acordamos. “Nos casamos”. Aquél día lo pasamos en la carretera. Llegamos al hotel y nos desvestimos. Teníamos sueño. Amaneció y nos pusimos de nuevo en marcha. Viaje y más viaje. Piedras y pedruscos. Señales y buitres grises. Atardeció y llegamos de nuevo al motel. “Friedrich”, dije, “¿No acabamos de recorrer setecientos kilómetros hoy?”. Friedrich bostezó: “Sí”. “Entonces”, dije yo, “¿Por qué pasamos la noche en el mismo motel? Fíjate, el cuadro es el mismo, la alfombra, la cama, todo. Incluso el recepcionista me ha parecido el mismo que el del motel anterior”. Friedrich bostezó nuevamente: “Tranquila”, dijo, “yo sé lo que me hago”. Y nos dormimos. A la mañana siguiente reanudamos el viaje. Yo no decía nada. Pero estaba segura de que todos esos cactus los había visto antes. Y el paisaje no cambiaba nunca, y atardecía siempre sobre aquel bonito motel en el arcén de una carretera repetida. “Friedrich”, decía yo, “¿verdad que nos casaremos?”. “Sí”, contestaba él, “Cuando lleguemos a Las Vegas”.
El perro muerto. Las llaves estaban debajo del cadáver del perro,
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como siempre. Un día le pregunté: “Oye, ¿cuándo mataste al perro?” Ella dijo que no se acordaba, que el perro muerto siempre había estado ahí. “Me sirve de felpudo. Además siempre guardo las llaves debajo”. Yo le dije que muy bien, que era francamente original. En el salón tenía una piel preciosa junto a la chimenea. Nos sentamos allí, pero yo no podía dejar de pensar en el perro. “Pero, ¿qué te importa el perro muerto?”, decía ella. “No sé, podrías arrojarlo a la parte de atrás o meterlo en el contenedor”, insistía yo. Pero cada noche yo levantaba el perro aplastado y cogía las llaves. Y, por las mañanas, algún vecino me miraba y pensaba: “Ah, eres tú, el del perro muerto”. Esto me empezó a agobiar. Un día cogí el reseco pellejo del perro y lo arrojé por la ventana. En su lugar coloqué un bonito felpudo que me había costado quinientas pesetas, en el cual se leía: “Welcome”. Pero ella pareció no darse cuenta del cambio. Y, antes de marcharse, gritaba: “Adiós cariño, dejo las llaves debajo del perro”.
La pedrada. No tuviste más que decir. En realidad, yo no pude decir
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nada. Atravesaste el jardín y te fuiste. Yo me quedé sentado en aquel banco, mirando aquella piedra que había entre mis pies. Resulta extraño cómo se puede uno concentrar en una piedra. Examinar su textura, imaginar su composición, pesarla sin haberla tocado. Una vulgar piedra. ¿Cómo había llegado esa piedra hasta allí? ¿De qué cantera, de qué lugar la habían arrancado? ¿Y cuál sería su edad? La edad de una piedra se debería medir, lógicamente, al revés. Cuanto más pequeña sea la piedra, más vieja. Aunque puede que la erosión no tenga nada que ver. De todas formas, era una bonita piedra. Por sus bordes romos se podía deducir que era caliza. Como casi todas las piedras que hay en los jardines públicos. Y yo no sabía lo que hacía mirándola. Sólo que llevaba así un buen rato, llenando mi vacío con la contemplación de aquella piedra. Hasta que la arrojé lejos, en la dirección de tus pasos. No podía prever que volvías a mí en ese preciso momento con una sonrisa de reconciliación en tus labios. De todas formas, la cirugía plástica hace milagros hoy en día. Meses más tarde no quedaba ni rastro de la cicatriz. Ni siquiera quedaba rastro de ti.
Compañera de medianoche. Cuando las flores se duer-
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men, cuando la bóveda azul que aísla mi casa se funde al rojo y da paso a las tinieblas; en esos momentos me siento libre. Soy capaz de ordenar mi mente, incluso de tomar decisiones. Pero, horas más tarde, cuando la oscuridad se ha acostumbrado a su reino, mi ilusión de libertad desaparece y tengo miedo. Me convierto en un perro asustado. Sentado a la sombra del carillón leo cualquier tomo mientras escucho los segundos. Entonces las agujas del reloj se unen en el cenit de la blanca esfera. Suenan las horas con monotonía: una, dos, tres, cuatro..., yo las cuento mentalmente, siempre lo hago, hasta llegar a doce. He de abrir los ojos aunque la oscuridad me devore. A veces ella se retrasa y llega cuando duermo, porque si el sudor ha empapado las sábanas y no me queda otro remedio que arrojarlas al otro extremo de la cama, veo su cuerpo descubierto, intensamente pálido en las tinieblas, a mi lado. Al amanecer me despiertan las flores golpeando las ventanas. De ella solo me queda un fugaz perfume. Miro por la ventana y la ventana mira a través de mí, oigo estremecerse a los rosales, sus rosales, bajo los primeros rayos del sol. Nadie me creería si dijese que los cuadros me apuñalan, las rosas me espían y las paredes aparecen donde no debieran. Sólo durante el invierno el jardín calla y el frío aísla la casa. Entonces me propongo la huida, pero temo atravesar también en mi carrera el umbral de la locura. No quiero ni pensar que ella se sentirá sola en la casa si falto. Cada noche me doy cuenta de que la amo más que a mi libertad. Sentado junto al carillón escucho los segundos mientras hojeo cualquier libro. Entonces las agujas del reloj se unen en el cenit y suenan las campanas dulcemente; una, dos, tres, cuatro... Yo las cuento mentalmente, siempre lo hago, hasta llegar a doce. En ese instante oigo esa especie de susurro sobrenatural: “Ven a la cama. Que es muy tarde...”.
Amantes y asesinos. Me devora mi miedo devorador a ser devorado por tu miedo devorador a que te devoren. (Canción de Kiko Veneno)
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La ruta era una cinta blanca en el verdor del bosque. A lo lejos desaparecía en innumerables zig-zag. Mientras él conducía, ella tarareaba una canción de moda. Había desconectado la radio porque no funcionaba bien. Fue tras una curva cuando se materializó el viejo. Sucedió en pocos segundos. Su cuerpo recibió el impacto con un crujido sordo, voló por encima del parabrisas como un pelele y se estrelló en la carretera diez metros atrás. En lugar de frenar, él apretó el acelerador. – ¡Lo hemos matado! -aulló-. ¡Nos hemos cargado a un viejo! – Ya lo he visto, no hace falta que grites -dijo ella-. Sólo era un pobre viejecito. – Pero yo nunca había matado a un hombre, ¿te das cuenta de la sensación que produce hacerlo por primera vez? ¡Es como perder la virginidad! -exclamó-. Además, ha sido casual, en realidad no quería matarlo; ha sido un accidente. – Sí, claro, ha sido un accidente -repitió ella con sarcasmo. – ¿Qué pasa? ¿No crees que haya sido un accidente? ¡Encima que ese cabrón me ha rajado el parabrisas! – Simplemente creo que has acelerado en vez de frenar. Pero seguro que si hubiese sido una mujer en lugar de un hombre, la habrías repasado para rematarla y asegurarte de que estaba bien muerta. – No empieces con esas chorradas feministas. De un volantazo introdujo el automóvil en un sendero. Las zarzas golpeaban el parabrisas y toda la carrocería trepidaba. Condujo durante unos cientos de metros hasta que el camino desembocó en un prado, junto a un pinar. Se detuvo. El terreno estaba blando y el coche se hundía en la hierba. – Vamos. Quiero hacértelo sobre el capó. Ella salió del coche. Apoyó su trasero en la abolladura. Se quitó las bragas y recogió su minifalda. – Esas ligas en tus muslos -musitó él- me vuelven loco.
– Pues fóllame. Atrapó sus nalgas con ambas manos, las apretó y se frotó contra su regazo. Después agarró sus senos, los chupó y los manoseó. Él decía que sus senos tenían un volumen idéntico al de una pelota de balonmano, y que esa era la razón por la que le gustaban tanto. A ella le agradaba, a pesar de su gesto indiferente. La excelente amortiguación del automóvil soportó con un bamboleo elegante los envites. Gritó. Ella siempre lo hacía. –¿Por qué gritas? -preguntó, a pesar de que estaba acostumbrado a oírla. – No te preocupes, nunca sentiré un orgasmo, pero me gusta simularlo para darte placer. – Me encanta tu sinceridad -dijo él. El cielo estaba de color púrpura. – ¿No te parece romántico? Acabamos de atropellar a un viejo y aquí estamos, haciendo el amor sobre el capó. Fíjate qué atardecer. ¿Estás cómoda en la abolladura? – Me he manchado de sangre. He perdido la virginidad de nuevo. – No seas imbécil. Algún día te ataré a un árbol y te dejaré allí. Me estás quitando el romanticismo con tu estúpido sentido del humor. – No te enfades. ¿Sabes? Me gustaría que me contases algo muy bonito. Tan bonito que las estrellas brillasen más que nunca en el cielo. Quiero que esta noche sea la más romántica de mi vida. Hubo un silencio y se oyó un suspiro del viento entre los árboles. – Esta es la noche. ¿No te das cuenta de que tú y yo somos algo más que amantes? Somos asesinos. Sólo tú y yo sabemos que no ha sido un accidente. Ha sido un crimen, porque nos ha importado un comino haberle matado. Desde pequeño quise ser un asesino. Y tú eres mi cómplice. La cómplice más bella. A veces siento deseos de morderte. – Yo siempre deseo que me hagas el amor. Me gustaría estar siempre abrazada a ti. Callaron. Abrazados bajo el cielo púrpura. Sintieron que los árboles se mecían e inclinaban al suave empuje del viento nocturno, y escucharon el canto de un ave. – ¡Cuántas estrellas! – Tantas como almas unidas para siempre. ¿No sabes que las estrellas son almas de enamorados unidas en un fuego que no abrasa? Vámonos. Empieza a hacer frío y me estoy hundiendo. Se abrochó el pantalón mientras ella se metía en el coche. Luego entró a su vez, apartando las altas hierbas. La potente luz de los faros halógenos iluminó gran parte del bosque. El automóvil no consiguió moverse. Las ruedas resbalaban en el lecho de tierra blanda. Ella se pintaba los labios de carmín.
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– Mierda -masculló-. Vamos a tener que buscar unas maderas, o algo, para sacar el coche de aquí. ¡Qué porquería de terreno! – ¿Por qué no pasamos la noche aquí? -propuso ella-. ¡Es tan romántico! – Pero, ¿qué dices? ¡Puede cogernos la policía! – ¡Pero ha sido un accidente! – Y entonces, ¿por qué hemos huido? – Simplemente porque no hemos querido parar por un muerto. Yo estoy a favor de la eutanasia. – No seas imbécil. A veces te ataría a un árbol. – ¿Me quieres? – Sí. Hicieron de nuevo al amor. Varias veces. La bruma envolvió lentamente el automóvil. Se durmieron. El amanecer llegó bruscamente, como un marido celoso. Él despertó primero. Se percató de que no podía abrir las puertas ni salir por las ventanillas. El automóvil se había hundido. Estaban sepultados en aquel prado. La despertó. – Cariño -dijo-. Me parece que nos hemos hundido. Ella miró a su alrededor. Tardó unos minutos en reaccionar. – ¡No importa! -dijo-. ¿Acaso no nos queremos? Así estaremos juntos para siempre. Pero él no escuchaba. Pensaba que por lo menos había suficiente agua en el bidón bajo el asiento trasero como para resistir un mes. Cuando se acabase, se podía intentar llegar hasta el radiador. Miró las nalgas apenas contenidas por la minifalda, y descubrió las ligas desniveladas en ambos muslos. – ¿Has pensado qué vamos a comer? -preguntó, mientras calculaba mentalmente la cantidad de carne que se sentaba a su lado y le abrazaba.
La improbable muerte
Érase una vez en Salem. Antiguos documentos del muni-
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cipio de Salem refieren la existencia de un viejo caserón donde por lo visto nació y murió Eva Thunder Bennings, poseída por un diablo llamado Arkaronth. Su habitación está ahora completamente vacía, a excepción de una vieja estufa y unas baldas de madera podrida. Su ventana, roma en un extremo, se abre frente a un gran campo de avena y trigo. A un lado debió de estar el granero que ardió una noche de Abril de 1709, ante la alarma del vecindario. Coincide esto con la fecha de defunción de Zacary Johns, muerto a la edad de veinticuatro años. Escarbando entre los párrafos tenebrosos de las mohosas crónicas se dilucida que murió en un accidente, sin concretar cuál. Según los mismos papeles, la cosecha fue pésima aquel año, y los animales morían en sus cuadras. Cuentan cómo Eva Thunder fue el mensajero del demonio, o que se convirtió en el demonio mismo, y con su aliento fétido envenenó la leche, y con su paso espantó la primavera. Su padrastro, Abraham, viudo de su madre biológica, hubo de atarla a la cama para que no se mostrase desnuda y gritara a los desconocidos en un lenguaje que ella, y tan sólo ella, conocía. Un sacerdote intentó expulsar al maligno inquilino de su cuerpo, pero, como se lee en la crónica: “(...) éste había agarrado con sus uñas el alma de ella y no quería marchar”. Eva vivió el resto de sus días custodiada por su padrastro, hombre de reputación piadosa que dedicó toda su vida a su hijastra. Del joven Zacary, muerto el mismo día en que Eva fue poseída, no se sabe más. En el prado, justo frente a la ventana de Eva, donde se ubicaba el granero que ardió, se tropiezan los observadores con un enigmático túmulo de piedras redondas, que, si son desperdigadas por los cuatro extremos del campo, vuelven a estar juntas, al día siguiente, en el mismo lugar.
Mirar en el pozo. En el jardín de la vieja casona había un pozo.
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Estaba sellado desde que yo lo vi por vez primera. Siempre estuvo cerrado. Pregunté una vez al abuelo si podía mirar en él. El abuelo dijo no, si miras dentro verás cosas horribles. Una niña había caído allí dentro una vez, dijo. Nadie quería que eso volviera a ocurrir, y por eso habían cerrado el pozo. Era simplemente una invención para asustarme. Un día, encontrándome solo en el jardín, decidí abrir aquel pozo. Lo conseguí haciendo palanca en la chapa con ayuda del destornillador del abuelo. El súbito hedor de la podredumbre fue como un puñetazo. Tomé la precaución de taparme la nariz, y luego miré en el interior. Pocos metros más abajo se vislumbraba un círculo verduzco. Escupí en él, y segundos después percibí una ligera ondulación. Luego volví a cerrar el pozo. Estaba desilusionado. En el pozo no había más que agua podrida. Días más tarde, me decidí a revelarle al abuelo que lo había abierto y que había mirado dentro y que no había nada horrible allí. Por si acaso, le pregunté: abuelo, ¿cómo se llamaba la niña que cayó al pozo? Ángela, se llamaba Ángela, respondió él, con la mirada en otra parte, y añadió: no te acerques al pozo, ¿me oyes? Por supuesto que no le dije al abuelo que ya lo había abierto. Sin embargo, lo confieso, volví a abrirlo otra tarde solitaria de verano, y arrojé unas flores silvestres. Luego, al cabo de los años, construyeron en el jardín del abuelo, y el pozo desapareció.
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La llamada de la gloria. El viejo escritor está postrado en el lecho, rodeado de sus familiares más queridos. Su propia nieta, la más joven, la preferida, ha acudido a verle. El viejo respira con dificultad. Sobre la mesilla, el teléfono que pidió el enfermo continúa mudo. Las horas pasan como eternidades aplastadas por el tenebroso silencio de la espera, solo turbado por algún discreto cuchicheo. De pronto todos saltan en sus asientos. La familia del poeta, que espera una llamada desde Suecia o las congratulaciones de los altos cargos, le conmina a que coja el auricular. El viejo escritor descuelga el teléfono, y musita un débil “dígame”. Después sonríe y le pasa el teléfono a su nieta: “Es tu novio”. La carcajada le hace morir dulcemente.
La pesadilla. Oscuridad. Siento como si mis pulmones hubieran
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estallado. Apenas puedo respirar. Algo me está aplastando, algo me comprime por los cuatro costados, estoy completamente inmovilizado. A pesar de todo flexiono ligeramente los dedos. Rasco piel y tela. Tengo algo como hebras en la boca. Hilos muy finos, los siento en mi lengua, quizás cabellos. Intento mover los dedos de la otra mano. Toco algo blando y pequeño. Yo diría que es una nariz. He podido meter los dedos dentro de la boca y palpar los dientes. Sobre mi cabeza, aprisionando mi cara, sé que hay otro cadáver. Somos muchos. Estoy en la fosa común. Formo parte de un magma de cuerpos en descomposición. Pero me he acostumbrado a esta pesadilla, soy consciente de que estoy soñando. Me esfuerzo en despertar. Echar la siesta nunca me ha sentado bien. Sin embargo no puedo abrir los ojos. Eso me hace sospechar que se trata de un sueño diferente. Despego mis labios resecos y escupo los mechones de cabello. Un solo grito acude a mi pecho y no logra brotar. Acaso el sonido no se propaga en la materia muerta, en la masa de carne y huesos. Lo intento de nuevo. Quizás ahí arriba, donde los despiertos, alguien pueda ayudarme a salir. Y mis compañeros de fosa, mudos, fríos, sonríen, puedo notarlo, sonríen con el alma entre los dientes. Comprendo entonces que lo único que puedo hacer es resignarme a no despertar jamás.
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Esperando a la muerte. Sentada en su mecedora, la abuela esperaba a la muerte. Le habían dicho que llegaría de madrugada. Se lo habían dicho los ángeles de un sueño, cantando a coro. Aunque no tenía miedo, tenía pena. Tenía pena por las molestias que iba a ocasionar a la familia. Ella quería morir sin molestar a nadie, y desaparecer como un documento traspapelado, como una vieja fotografía, sin que nadie se percatase de que ya no estaba en la casa. Entonces decidió esperar a la muerte en otro lugar. Se puso el chal y bajó a la calle. Caminó hacia un parque cercano y se sentó en uno de sus bancos. El frío hizo estremecer sus músculos secos. Pasaba el tiempo y la muerte no llegaba. ¿Acaso no sabía dónde se hallaba? ¿Acaso no era capaz de encontrarla en ese parque? ¡Virgen Santa, qué muerte más poco seria era aquella! No tenía ninguna intención de vivir más. Se levantó y se dirigió de nuevo hacia la casa. Allí la muerte se balanceaba, sentada en su propia mecedora. “¡Hasta para morirse tiene una que caminar!”, le increpó la abuela; “¡Desde luego, qué muerte tan tonta!”. Y la muerte envolvió con su manto a la abuela, y se la llevó lejos.
La improbable vida
La compasión ciega de Isaías Levy. Isaías Levy era
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un hombre temeroso de Dios. Cada día elevaba sus plegarias al cielo y con frecuencia ayunaba y se autoinflingía suplicio para purgar las culpas de la Humanidad. Se le conocía por santo varón, piadoso y compasivo. Un buen día caminaba por la ciudad cuando su compasión se posó en un ciego que pedía limosna en una sucia esquina. Al ver tanta miseria en un solo hombre, se dirigió a Dios en pensamientos y le dijo: “Señor, señor, concédeme el privilegio de curar a este pobre ciego. Dale mi propia vista si es necesario”. Puso su mano sobre la cabeza del ciego e instantáneamente se veló la luz en sus ojos, al tiempo que escuchaba los gritos de júbilo del mendigo. “¡Dios mío!”, se dijo Levy, “¡Estoy ciego!”, y suplicó al mendigo que le ayudase, argumentando que él le había curado. Pero el mendigo le contestó: “No sé quién es usted. No le he visto en mi vida”; y se marchó. Lo que demuestra que aunque la compasión pueda curar a un ciego, no por haber estado ciego se ha de ser por fuerza imbécil.
El cuento infame de Fiona la milonguera.
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Famoso es el tango que dice verdades melancólicas con timbre porteño, ese triste y alegre a la fois. Como el de Fiona la Milonguera, escuchado por primera vez a miles de kilómetros de Buenos aires, y dicho sin ningún acento porteño, lo cual demuestra la universalidad del tango. En él se decía, si mal no recuerdo: Cuando te vi en el garito bailando la milonga Aquí se transluce la profundidad de este canto nostálgico. Fiona la Milonguera, aquella a la que todos recordaban de alguna fiesta, provocaba tangos y más tangos mientras pasaba por la vida. Era famosa su disposición para el baile inmóvil, y sus declaraciones a suela de zapato. “Para mí sólo eres un tipo que conocí en una fiesta, che”, decía a quien la asediaba, y se supone que el hombre de tal modo menospreciado se iba a dormir con mal regusto y obsesionado por una sola idea: matar en el arrabal. Querían hablar con Fiona y ella avisaba: “A buena entendedora pocas palabras bastan”. Preguntaban la hora a Fiona y ella contestaba: “La verdad es que los hombres no pensáis en otra cosa...”. Y eso era cierto, ni ella ni los hombres pensaban en otra cosa. Fiona se casó cuando creyó que era la hora y sigue siendo asediada en los clubes, pero un poco menos. Ya no provoca asesinatos en el arrabal. Porque los años no pasan en balde, ya lo dice el tango.
El triste vampiro vienés. En los palacios de la bella urbe
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comienzan a suceder hechos extraños. Se dice que un vampiro recorre las fiestas buscando hermosas jóvenes de las que beber. Domina el francés, se comporta como un auténtico hombre de mundo, conoce las reglas de la extinguida caballería, es guapo y elegante, baila el vals como un príncipe. Pero es un vampiro. Un triste vampiro vienés. En las mesas de juego sólo apuesta una vez, aunque lo haga fuerte. Casi siempre pierde. Por la bruma va cuando no puede gastar en carruajes, con su capa negra, su sombrero de copa, su bastón de empuñadura de plata y daga escondida. Cuando es anunciado en el inmenso salón la escarcha se ha fundido, ha mojado su rostro y le ha envuelto de una fresca aureola de juventud. Brillan sus ojos bajo las enormes arañas de cristal de Bohemia mientras ofrece su brazo a una linda muchacha. Sus pies se deslizan casi sin moverse sobre el suelo de mármol espejeante. Y el mundo gira cada vez más rápido para la inocente. Después la conduce a la gran terraza y muerde su cuello con dulces y melancólicas palabras. El beso. Las perlas se desprenden del blanco torso con una sonrisa de comprensión, acariciando con suavidad los pechos voluptuosos. El joven se niega pero ella insiste. Otro beso. Las luces dentro de la sala cambian de color. El Danubio nunca ha sido azul.
La obsesión de los monjes por conservar las cosas. En el monasterio de Rouny vivió Benedictus Obvius, acumu-
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lando cosas desde mediados del siglo trece hasta que bailó la danza de la muerte. Todos los poemas, todas las canciones, todos los libros eruditos los coleccionaba y almacenaba como quien compone el puzzle de una época. Las “cantiones profanae”, los cuentos eróticos, los poemas de taberna, los grabados obscenos ocupaban el lugar más oculto en el corazón de Benedicto, pero también era éste uno de los lugares más visitados de su biblioteca. Tonadillas alegres y paganas sonaban por los pasillos del monasterio cuando nadie estaba allí para escucharlas, excepto el propio Benedicto. Incluso, en una ocasión, había llegado a recoger las canciones de boca de los campesinos que volvían de sus tareas campestres, y encargado a un comerciante el pedido de unas ilustraciones orientales sobre indecorosas prácticas amatorias. Justificábase ante quienes pensaban que aquello no debería haber sido escrito nunca con un razonable argumento. Precisamente por ello en el monasterio todo ese material estaría más seguro, y las almas no se perderían. En cuanto a las canciones, incluso llegó a clasificarlas por temas. Todo ello, según decía, también era sabiduría popular digna de ser recogida como las otras formas del saber. Llegó a poseer un total de ciento veinte volúmenes de lecturas desaconsejables que no solo fueron apreciadas por su propia persona y que constituyeron la mayor biblioteca de la perversidad sexual del medievo. Alguno de estos incunables fue hallado, pero, por desgracia, el estado de sus páginas de pergamino era deplorable.
La perversión del orfebre. Hubo en la antigüedad, y aún
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siguen trabajando, diseñadores industriales que, como Fernando Pereira, imaginaron los más sofisticados instrumentos para producir dolor sin matar. Tales objetos se pueden observar en los museos medievales, y no dejan de poseer una perversa belleza, si es que es posible unir ambos adjetivos sin incurrir en una paradoja moral. Fernando Pereira, llamado justamente por sus coetáneos, “El Orfebre del dolor”, no sólo se preocupaba por dotar a sus instrumentos de una precisión lastimadora increíble, sino que arrancaba a sus hierros una belleza estética que hacía de su función algo secundario. En su colección, digna de ser expuesta entre las joyas de las coronas reales europeas, abundan las piezas de oro y las incrustaciones de piedras preciosas, los trabajos de relieves en maderas nobles, las fantasías de perlas y lacas, los minuciosos trenzados y arabescos, todo ello sin entorpecer el loable propósito de provocar el máximo sufrimiento de los torturados con el mínimo esfuerzo de los torturadores. Según Fernando Pereira, hasta un infante podía utilizarlos sin perder la gracia o la apostura y sin caer en lo soez del esfuerzo físico, ya que ingeniosísimos sistemas de muelles, resortes, roscas, contrapesos o poleas reducían al mínimo las incomodidades del operario. Se cuenta que príncipes, reyes y emperadores utilizaron sus exquisitos instrumentos de tormento simplemente por el placer de verlos funcionar y comprobar de primera mano la efectividad de sus bellísimos diseños ergonómicos, aunque abandonasen la tarea a medio hacer, todo hay que decirlo, a la vista de la sangre que solía acompañar a tan placentera, pero, al fin y al cabo, sucia labor. Desgraciadamente, Fernando Pereira murió antes de conseguir eliminar el desagradable derrame sanguinolento que jaspeaba de púrpura las gemas de sus utilísimas obras de arte.
El hombre en el mirador. Al otro lado de los cristales se
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cimbrean las copas retorcidas de esos árboles dolientes. También se oyen las risas y los gritos de los niños y se escuchan los timbres de las bicicletas y alguna que otra bocina. “Apolo”, el perro más feo que recuerdo haber visto en mi vida, ladra cuando percibe el ultrasonido de los radios de su bicicleta. Luego oigo sus pasos subiendo las escaleras. “Hola, ¿qué tal está usted hoy?”, dice mientras me besa dulcemente en la mejilla. En ese momento yo bajo la mirada hacia su escote. He de utilizar la mirada. Tan solo me quedan los ojos. Ella me lava y me limpia la casa. Cuando acaba vuelve a sentarme en mi silla. Me da de comer y deja preparada en el dosificador una papilla fría. Luego se marcha. “¡Hasta mañana!”, se despide alegremente. Escucho los ladridos de “Apolo” mientras se aleja su bicicleta. Me quedo sentado frente a las copas retorcidas de esos árboles recién podados que sufren el otoño tras los cristales. “Hasta mañana”.
Martín Alcázar o el arte es ciego. Más que la obra
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es a veces el artista y su vida. Martín Alcázar, de condición ciego, desafió su tara y decidió dedicarse a lo invisible. Ante la sorpresa de familiares y amigos anunció su deseo de ingresar en la academia de Bellas Artes y ser pintor. Intentaron disuadirle, pero la determinación del joven era inquebrantable. Renunciando a acatar otro que no fuera su punto de vista, superó el examen de ingreso con una controvertida calificación, y así comenzó su andadura por los ambientes artísticos. Inventó su propio método de reconocimiento del color basándose en el peculiar gusto de cada pigmento. Por ejemplo, el verde vejiga le daba gusto a pimiento y el ocre amarillo recordaba a las pizzas de microondas, o el rojo inglés tenía un perceptible aroma a aceituna y el negro humo parecía zumo de naranja. En cuanto a la forma no había problema: Martín Alcázar siempre se decantó hacia el abstracto. Su primera exposición causó gran revuelo en los círculos de las Bellas Artes, e incluso fuera de ellos. El artista salió retratado en todos los periódicos locales frente a sus cuadros, con la inquietante mirada fija en el objetivo. Se le atribuye la declaración: “Sí, soy ciego, pero no tuerto”. Fundó el movimiento “Art Aveugle”, del cual perdió el control a su muerte. Antes de fallecer prendió fuego a su propio estudio con la mayoría de sus pinturas en el interior. Los críticos insisten en calificarle como un ciego que pintaba. Probablemente sea Martín Alcázar uno de los pocos artistas modernos que quedaron completamente satisfechos con su propia obra, quizás porque no la vio nunca.
La revista Kich Revew. La revista Kich Revew, aparecida en
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los círculos periodísticos de Luxemburgo, en 1927, también subtitulada como “Kich Connection”, se anunciaba a sí misma como el primer vehículo de propagación del mal gusto, y decía querer defenderlo como una alternativa al buen gusto imperante. Para ello introdujo un nuevo ideario estético y filosófico que se proponía llegar al mayor número posible de hogares. “Nuevos proyectos, Nuevos conceptos, Nuevos materiales”, se convirtió en la consigna de la portada. En un principio su éxito y difusión se limitó a sectores cultos de la burguesía, pero más tarde la clase menos favorecida accedió a la ideología de la Kich Connection, con la cual podían empapelar su habitación, dado su escaso precio. Objetos Kich e ideas Kich invadieron su vida, y el movimiento se convirtió en corriente. Desgraciadamente, todos los ejemplares de la revista se perdieron durante la quema de libros en Baden-Baden, en abril de 1939. Pero muchos objetos de hoy en día conservan todavía su firma imperceptible. El palillo de dientes, la lámpara del salón, la manilla de la puerta, la tacita del café.
Mary Jane, ten cuidado con ese hacha. Era
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Mary Jane la más guapa del lugar. Sus ojos brillaban siempre detrás del trigo azul. Sus labios eran brasa, llama y sol. Su pelo se consumía en las luces de la pradera atardeciendo. Y, poco a poco, toda su imagen se ensombrecía. Era una silueta recortada en el cielo blue. Era una sombra crepuscular. Pero la sonrisa iluminaba su rostro. Empezaba a bailar. Siempre me pareció ridícula esa manía de bailar antes de hacer el amor. Pero yo la dejaba. “¡Baila, Mary Jane!”. Y si no había música, yo mismo cantaba. Agarraba la harmónica, y me ponía a soplar. ¡Frriiiuuu, frrriiiuuuu, frrrríííííín! Luego Mary Jane me la soplaba a mí. Se desencorsetaba lentamente, se quitaba las enaguas y la camisa de seda. ¡Dios mío, cómo me la soplaba! Yo miraba las estrellas reflejadas en su torso. Y el trigo me picaba los ojos. Ella se ponía de espaldas para no ver al negro Joe. Pero con el tiempo incluso empezó a mirarme. Aunque de noche no viera más que el blanco de mis ojos. Yo la inundaba de un licor más blanco que el de cualquier blanco. Y yacíamos durante unos instantes antes de volver a abrazarnos. ¿Cuántas veces? No podría decirlo. Cuando le revelé a Mary Jane que pensaba escapar al norte aquella misma noche, pareció enloquecer. Me llamó “sucio negro” y cogió el hacha que estaba clavada en un tronco. Yo le grité: “¡Ten cuidado con ese hacha, Mary Jane!”. Pero ella intentó partirme en dos y apenas tuve tiempo de esquivar el golpe. El hacha se clavó con un crujido en su propia pantorrilla. La pierna se le gangrenó. Tuvieron que cortársela, y desde entonces Mary Jane anda con muletas cuando yo no empujo su silla de ruedas.
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Imaginatrón. En aquellos tiempos, las “ponedoras” eran los funcionarios mejor pagados. Elena “La fértil” consiguió amasar una inmensa fortuna gracias a sus cuarenta y seis hijos. Su estatua en posición de parto se erigía en los parques y jardines de las principales ciudades. Y además, producía en un noventa por ciento encantadores niños rubios de ojos azules, los más cotizados en el mercado de adopción. La solución de las “ponedoras” logró mantener una horizontal relativa en el gráfico de crecimiento, pero decididamente el hombre se había convertido en una especie en vías de extinción. Profetas iluminados proclamaban la llegada del Nuevo Ángel, que “inmaculaconcepcionaría” a las mujeres jóvenes para que tuvieran trillizos. Mientras tanto, en los laboratorios, se intentaba impulsar artificialmente la evolución humana, partiendo del tradicional chimpancé. Nuevos experimentos demostraron que siguiendo una determinada línea de intercambios genéticos entre simios y humanos era posible conseguir el tipo de homínido deseado. Sólo hacía falta insertar al mono los genes adecuados de inteligencia y misticismo, así como arrancarles los tan molestos genes que les obligaban a trepar y chillar como animales. Por el momento sólo se había logrado avanzar hasta un australopitecus moderno y doméstico, que tenía como características intrínsecamente humanas la risa y un perfecto dominio del inglés. Quedaba aún muy lejos el nuevo hombre de Cromagnon, experto en informática y computadoras.
Aleccionando a un escritor. El célebre literato medieval
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Tyrelius Branzino popularizó allá por el año 1200 su “Scriptor Exultatione”, sistema mediante el cual afirmaba poder convertir en escritor a cualquiera, hombre o animal, con la sola condición de que aprendiera previamente el alfabeto. De una gallina de corral logró extraer, pues no hay otra palabra para definir lo que el sistema de Tyrelius conseguía, los tres volúmenes de “Ovum”, famoso por constituir uno de los primeros trípticos de la literatura universal empollados por una gallina. En dicha obra encontramos la mano de Tyrelius presente a la hora de recoger los huevos del día. Desgraciadamente, la sorprendente gallina escritora de Tyrelius moriría entre los afilados colmillos de una comadreja antes de finalizar su “Consaeptum Poética”, una serie de poemas que, de haber sido terminada, se hubiera convertido en un ejemplo de la llamada “poesía de corral”, como la bautizó el propio Tyrelius. El siguiente discípulo de Tyrelius fue el tantas veces mentado asno Aurelio. Asno Aurelio fue comprado a un mercader no-veneciano en una plaza no-italiana. Pronto comenzó a producir obras de gran profundidad y envergadura; “Inmensus”, “Imaginatio”; y algunas tragicomedias deliciosamente cortas, como “Cornucopia Mundi” o “Incestus Promptus”. Pero la desdicha parecía perseguir a los vástagos literarios de Tyrelius Branzino. Asno Aurelio fue robado de su cuadra y acabó probablemente sus días amarrado a un torno, sin poder identificarse jamás como el gran escritor que era. Los siguientes discípulos de Tyrelius se reparten indistintamente entre la fauna animal: un mirlo blanco, una coneja de cría, una carpa, una cabra, un caballo percherón, una tortuga de tierra, un escarabajo patatero, una culebra de campo, un mosquito e incluso una quimera. Todos ellos o bien acabaron su vida trágicamente o escaparon volando por la ventana en un descuido, dejando memorables obras que Tyrelius presentó al mundo con orgullo. Sin embargo, el reconocimiento no duró mucho para Branzino. Reputados preclaros afirmaban tener absoluta certeza de que las obras que otorgaba a sus discípulos fueron escritas por él mismo. En el año 1229, Tyrelius Branzino se suicidó.
El teatro de Günter Slugs. Günter Slugs introdujo en el
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teatro contemporáneo su nueva noción espacio-temporal, que él mismo denominó AGORAFOBIA. La AGORAFOBIA de Günter Slugs se basaba en la premisa de que la obra pierde parte de su interés cuando hay menos de veinte personajes en escena. Así mismo el tiempo de acción debe acelerarse al límite para provocar la deliciosa sensación que también bautizó como PRESTO E MOLTO, y que consistía en la frenética sucesión de diálogos a ritmo trepidante. Por ejemplo, en la escena cuarta de su “Dionisia mata”, el rey declaraba su amor a Dionisia en veintitrés segundos escasos, declamando hasta perder la respiración, mientras treinta monjes capuchinos miraban escondidos tras la cortina. Después, Dionisia ejecutaba la famosa danza del No-Quiero, y entonces los treinta monjes saltaban de su escondite y, dentro de una estética eminentemente operística, charlaban entre sí y reían jocosamente con expresivos gestos. Tras ello desaparecían corriendo y esto hacía obligatoria la entrada de, por lo menos otros veinte personajes en escena, pues de otro modo no se cumpliría el espíritu de la AGORAFOBIA. Estos nuevos conceptos otorgaban a su teatro un ritmo impetuoso y dotaban a sus personajes de una necesaria apariencia de fugacidad, lo cual producía el forzoso efecto de distanciamiento. Así mismo, las declaraciones en ráfaga y los diálogos histéricos conseguían absorber la completa atención del espectador desde el primer momento. Al final se instalaba totalmente el caos en el escenario, el asombrado espectador no sabía a dónde se había ido el rey Genimení, que desaparecía a grandes zancadas, los personajes se sucedían frenéticamente, los extras hacían su aparición en bloque, y todo el mundo corría de un lado para otro. Estrenada en París en 1926, no obtuvo todo el reconocimiento que se merecía. (Revista KICH, mayo 1927)
Veermor de Lagardere.
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Veermor de Lagardere se jactaba de no haber hecho absolutamente nada en la vida. Esta curiosa presunción le venía heredada de su abuelo, como todo lo demás. Dada su incalculable fortuna, Veermor de Lagardere tampoco tenía verdadera necesidad de hacer nada, excepto lo estrictamente fisiológico. Visitó la fábrica familiar en contadas ocasiones, pues no le gustaba el ruido de las máquinas. Inventó el deporte del pavoneo con bastón y la elegante indiferencia. Le llamaban Dandy y era respetado por todos a los que pagaba, y hasta querido por sus sirvientes. Existió feliz durante toda su vida y murió dulcemente en su propia bañera. De él se conserva un grato recuerdo y un magnífico retrato en el salón.
Revoluciones sobre papel Kodak.
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Ellos. Se reunían siempre en la cafetería. Conocían a otros matrimonios similares y bebían felices los fines de semana después del trabajo. Charlaban. Analizaban la situación del país. Del mundo. Se hacían bromas. Sabían que sobre sus hombros descansaba la nación. Ellos eran la base de la sociedad, y el mundo no iba a cambiar. Las revoluciones estallaban cuando uno era joven, y pasaban pronto. Luego llegaba el momento de pensar en el mañana. De incendiarios se volvían bomberos. Creían que debían encarrilar sus vidas para que el mundo continuase girando. Los álbumes estaban siempre a mano y con las fotografías recordaban las vacaciones. Luego conectaban el vídeo y pasaban la película de sus viajes a sus amigos, para que ellos tampoco olvidasen aquello que no habían vivido. Tanta felicidad se hacía hasta tal punto insoportable que pronto decidieron tener hijos. Y la semilla de las futuras revoluciones vanas creció en el vientre de otra madre feliz, mientras llenaban los álbumes de dichosos y memorables momentos sobre papel Kodak. Pensaban que aquello era inevitable.
La difícil elección de Virginia. Virginia era hermosa.
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Sus tetas torneadas eran famosas en el barrio. Su pelo, entre castaño y rubio, que teñía mensualmente, contrastaba con sus ojos color de avellana. Su boca era la pura sensualidad dibujada a plumilla. Por esa razón Virginia merecía un hombre especial. Pepe no era guapo, más bien feo, aunque tenía un Opel blanco y mucho dinero. A sus veintiún años Virginia no iba a conformarse con eso... No había imaginado un futuro así. Podía seguir buscando durante unos años más. Francis era guapo e inteligente, pero no tenía dinero. Era artista, y ya se sabe. Con él una no se aburría, eso había que reconocerlo, pero aquello de ir andando a todas partes y de pedir el dinero prestado a final de mes... ¿Dónde estaba el Opel blanco de Pepe? La inmortalidad que Francis podía ofrecerle dejó de tener sentido. Ella no había imaginado un futuro a tan largo plazo. Mario era muy atractivo, tenía dinero y pensaba dedicarse a la política en breve. Pero Virginia se aburría como una ostra. Demasiados compromisos, demasiadas seriedades, todo demasiado oficial. No, aquel tampoco era el hombre que le interesaba. Y por fin apareció Alberto. Era guapo, inteligente, divertido, de buena familia, y tenía dinero. Estudiaba arquitectura. Con él era imposible caer en la rutina: siempre tenía algo nuevo que hacer. Virginia se trasladó a un piso alquilado y vivió allí durante un año. Una noche él le dio la noticia. Se marchaba a estudiar a otro país. Virginia no lloró, aunque la nueva se le clavó en el corazón como una astilla de hielo. Quedó sola en la ciudad. Ahora llama de vez en cuando a Pepe, o a Francis, o a Mario, mientras piensa por quién decidirse.
La enfermedad romántica de Bertold. Bertold
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supo desde su adolescencia que estaba aquejado de un extraño mal. Le dolían los lugares por donde había transcurrido su vida, aquellos que tenían un especial significado para él. Al principio solo fue una sensación pasajera, pero muy pronto se incrementaron los ataques. Por ejemplo, cuando vio que habían construido en el solar ajardinado de sus primeros juegos, le dolió en la piel. Y, más tarde, una calle del casco viejo de su ciudad, en la que conoció a su primer amor, le provocó un punzante dolor en la ingle. Alguien se apoyó en una esquina y fue como una descarga eléctrica en el pecho. “No toques esa esquina”, dijo, “me duele”. Durante una visita al antiguo escenario de sus veraneos, el pueblo de Globs, se desmayó frente a la vieja catedral, en cuyos jardines posteriores había hecho el amor por primera vez. Alarmado por el progresivo aumento de las crisis, Bertold acudió al médico. Éste le recetó unas pastillas en un tubo transparente, en cuya etiqueta se leía: “Olvídate, Bertold”. Pero Bertold sigue subiendo en solitario, muy a menudo, a los despeñaderos de Globs, mira en la espuma del mar y le parece ver los rubios cabellos de su primer amor antes de desaparecer bajo una ola de viejos recuerdos.
El espantoso caso del espantoso Perkins.
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Perkins W. D. Wently tuvo la desgracia de escuchar desde el mismo momento de nacer que aquello era espantoso. Tenía el número correcto de dedos en sus manos y en sus pies, pero una parte íntima de su cuerpo había sido mal colocada por el Buen Dios. De su frente brotaba un perfecto pene que Perkins W. D. Wentley padre, mormón de Alabama, no quiso amputar a la hora de su nacimiento. “Si el Buen Dios lo ha querido así para él, que así sea”. Perkins creció con un gorro de lana calado hasta las orejas. A medida que transcurrían los años, ocultar aquel motivo de vergüenza se hacia cada vez más difícil. Como un monstruoso unicornio pasaba por la vida, sin poder librarse de cierto sentimiento de culpa, pensando que el Buen Dios no le amaba, pagando a sucias prostitutas borrachas para aliviar su tremenda soledad, hasta que el amor cambió su vida. Conoció a Eleonora Hoggan, y decidió someterse a una operación quirúrgica para extirpar aquello que le había señalado durante toda su existencia como un ser espantoso. En la actualidad sigue viviendo en Alabama, felizmente casado aunque sin hijos. Pesa ciento treinta kilos, pero es perfectamente normal.
La improbable vida de Bernard Lafourcade.
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En 1938 se publica en París un folleto titulado “Comme quoi Napoléon n´a jamais” existé, según el cual el personaje de Napoleón se trata en realidad de una alegoría histórica en torno al astro solar. El folleto se convierte en un bestseller que cubre de ridículo a los historiadores de la época, quienes son incapaces de demostrar la existencia de Napoleón. Dos años después, un muchacho enjuto de veinte años llamado Bernard Lafourcade sorprenderá en los círculos literarios al declararse autor del libro, que firmó con el seudónimo, aparentemente español, de J. Pérez-Pérez. Asimismo, anuncia la aparición en breve de un nuevo libro que podrá al descubierto los errores históricos del siglo dieciocho. En febrero de 1841 sale a la venta su nuevo ensayo, “La vraie historie du monde”, (La verdadera historia del mundo, París 1841) que revolucionará los sectores cultos de la burguesía francesa. En este libro se afirman, entre otras cosas: – Que los romanos y su imperio no son más que una creación literaria, la cual dio lugar a la construcción de monumentos y edificios “al estilo clásico”, por simple modernismo. – Que el famoso tenor Amilcar Romano no había existido nunca, sino que su maravillosa voz se debía a un ingenioso sistema de tripas de cerdo hinchables. – Que Cristóbal Colón era francés. – Que los chimpancés son la prueba viviente de la degeneración de la raza humana. – Que los negros son la prueba viviente de la degeneración de los chimpancés. – Que el universo es una gran bola de líquido azul en donde flotan los astros y los planetas (en total ocho mil astros y planetas) y que dicha bolsa de líquido azul (que él denomina “materia permanente”) flota en otra bolsa de líquido rojo, y esta a su vez en una bolsa de líquido amarillo y así sucesivamente formando una sucesión infinita y concéntrica de bolas de colores. – Que Casanova fue en realidad una mujer hombruna. Estas y otras muchas controvertidas afirmaciones convirtieron su libro en el más leído del año, pero también atrajeron las críticas de amplios sectores que se declararon enemigos a muerte del joven Lafourcade. Por aquél tiempo el investigador compartía su vida con la viuda del escritor Maurice Rénard, con la cual se estableció en la Islas Martinicas. A la sombra de un cocotero escribió su nuevo libro: “La discussion historique” (La discusión histórica, Martinicas 1843), que ponía en tela de juicio la realidad histórica de los viejos documentos apilados en las bibliotecas europeas. Estos documentos pudieron llegar a sus manos gracias a sus pocos amigos, ya que él no ponía el pie en occidente por miedo a las amenazas de muerte que se amontonaban en su casa de París.
En los cuatro años siguientes escribirá: “Hablemos de historia”, “La mentira de los doce césares”, “Suposiciones de un incrédulo”, y “Tratado de cocina tropical”. Curiosamente, su último libro se venderá como las rosquillas en Francia, hecho que le proporcionará grandes beneficios. A causa de una afortunada inversión en el negocio del contrabando, Bernard Lafourcade ve aumentar su pequeña fortuna con el paso del tiempo. Cuando solo cuenta treinta años es poseedor ya de una plantación de plátanos en las islas Molucas y de una flotilla de tres embarcaciones dedicadas al contrabando de tabaco en el Caribe. Así mismo funda el Centro de Estudios Lafourcade para la investigación arqueológica. A los treinta y ocho años viaja a Egipto, en donde es empleado por el gobierno británico para saquear los últimos tesoros de la época faraónica y transportarlos ilegalmente a Inglaterra. A cambio Lafourcade conseguirá la nacionalidad británica y una villa en Escocia. Llega a Londres acompañado de una joven egipcia que ha adquirido en El Cairo (la viuda de Rénard había muerto en las Martinicas a causa de un cólico de kiwis verdes) y se manifiesta orgulloso de su nueva nacionalidad. En su residencia escocesa escribe la que será su obra más importante: “La realidad del eclecticismo histórico”, en la que afirma que cada país posee su propia interpretación de la historia y la tergiversa por conveniencia o intereses, de tal modo que no se puede tener la seguridad de que ninguno de los episodios que marcan el desarrollo de la humanidad sean verídicos. Esto conduciría a la revisión de la historia del mundo suponiendo que todos los documentos están enrarecidos por los sucesivos regímenes con un carácter maquiavélico. Lafourcade se convierte en una torre agnóstica en medio de la tempestad científica que rodea sus declaraciones. En 1860 escribe una carta a Darwin manifestándole su admiración: “Su teoría de la evolución de las especies me parece interesante, aunque difiero en algunos puntos de la misma. Sinceramente, no creo que tirar del cuello de una gallina durante generaciones sucesivas produzca al cabo del tiempo un nuevo tipo de jirafa”. Su carta nunca tuvo respuesta. A pesar de la indiferencia de sus colegas, Lafourcade aparece para un reducido grupo de seguidores como el pilar del agnosticismo total, que resume en el manifiesto “What´s true?” (¿Qué es verdadero?, Londres 1861) en el cual proclama: “Dios está cansado. El mundo está cansado. La verdad está cansada. Los hombres estamos cansados”. Un año después, el agnosticismo total de Lafourcade cuenta con cinco mil adeptos en todo el Reino Unido, que instalan su cuartel general en un apartamento cerca de Picadilly. En las paredes de la recién inaugurada Sociedad Agnóstica Británica se leen consignas como “Solo
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sé que no sé nada”, “Dios eres tú”, o “El poder utiliza, la historia engaña y la ciencia confunde”. Todo ello comienza a preocupar al gobierno británico, que ve en la filosofía de Lafourcade un brote anarquista a todos los niveles. Una mañana de abril de 1862 Lafourcade ha salido de pic-nic por la campiña inglesa. Entre los refrigerios que lleva su mayordomo aparece un plum-cake que nadie recuerda haber metido en la cesta. A la sombra de un sauce, Lafourcade muere de indigestión. Delante de su casa londinense se agolpa la multitud, pero todo ha sido previsto por el oscuro brazo de los servicios secretos: en aquella casa nunca ha vivido ningún Bernard Lafourcade. Sus seguidores buscan inútilmente a la joven egipcia que fue su esposa, la cual ha desaparecido de la faz terrestre como si nunca hubiera existido. Por último, no se conserva ningún documento en los archivos británicos que demuestre la nacionalidad inglesa de Lafourcade, así como los franceses niegan que esté inscrito en el registro de nacimientos del Ayuntamiento de París. Algunos de sus más leales discípulos le seguirán buscando durante muchos meses hasta darse por vencidos. Dos años más tarde desaparece la Sociedad Agnóstica Británica y sus miembros se dispersan por Europa preguntándose si su líder habrá sido tan solo una fantasía de la Historia. “Molestadles”, había declarado Bernard en más de una ocasión, “y ellos os harán desaparecer, os tacharán sobre el papel”. Pero esto ya no interesa a las nuevas generaciones, para quienes Napoleón sigue siendo mucho más real que sus propias personas.
Este libro se acab贸 de imprimir en febrero de 2008