(2010) Lo que queda de la infancia

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RELATO EN UN SOLO ACTO Por: Alberto Martínez Boom

Muy pocas veces en mi vida, por no decir que nunca, me había puesto en la tarea de escribir sobre mi pasado personal, mucho menos sobre la escuela donde pase mis primeros años de estudio. Ahora que lo intento empiezo a entender que las huellas de antaño en un lugar como Sampués no desaparecen jamás y que por el contrario, su presencia constituye un tejido de fragmentos dispersos cuya operación no termina de armarse. Habría por tanto que reticular mi escritura con la de otros para lograr jugar a lo que Barthes llamaba “registro personal de carga".

La antigüedad de Sampués (Sucre), mi pueblo que en época de infancia hacia parte del Departamento de Bolívar, hace alusión a un cacique indígena senú que añadió su nombre a ese caserío que poblaba antes de la llegada arrasadora de los españoles. Lo recuerdo lejano, en el fondo del tiempo, al que traigo a la memoria no por sus atractivos turísticos, que los tiene muy pocos, sino por la solicitud de un amigo argentino que me propuso escribir sobre mis años iniciales de escuela y no puedo hablar de ella sin nombrar aquel espacio borroso, más grande en mi imaginación de lo que muy seguramente era. Como lo expresara alguna vez Borges: afortunadamente el copioso estilo de la realidad no es el único, existe también el recuerdo, cuya esencia no es la ramificación de los hechos, sino la perduración de sus rasgos aislados. Lo cierto es que la vida de cualquiera no es algo que aparece de modo coherente y sistemático, miles de días de los que ya no se recuerda nada, zonas empañadas que crecieron y mutaron a invención, existencias que ameritan la duda de si valen la pena o no de ser contadas.

Lo que voy a hacer para superar este impase es articular con cierta ilación algunos fragmentos de aquella vida y pensarlos no desde el pasado propiamente dicho sino desde el presente para tratar de encontrarle algún horizonte a lo que escribo. Además es cierto que llevo muchos años investigando la emergencia de la


escuela en mi país, sus contornos, sus tiempos, sus formas y producciones. Sin embargo, atribuyo al azar con lo que tiene de exactitud impecable, esta circunstancia de tejer notas y remembranzas de mi propio periplo escolar. La verdad es que no tengo mucho que decir, salvo que podría asegurar que las arenas del tiempo extraviaron las huellas y que el retorno no es un puerto seguro. Cuando leí por primera vez “Cien Años de Soledad” descubrí que García Márquez desempeñaba en su prosa el oficio de buen notario. Las historias de Remedios la bella, las anécdotas del hielo, la desolación tenaz de mis mayores fueron durante mi infancia en Sampués un asunto cotidiano que no establecía límite entre la ficción y la realidad. En este punto se deshace la anécdota, como el agua en el agua y se dibujan escenas que parecen imposibles: la tía Cica, que administraba nuestros juegos en la extensión del patio familiar, advertía sobre lo que nos ocurriría si nos comportábamos como niños malcriados: les pasa como a una niña que por manejarse mal las sábanas del patio la envolvieron y un remolino se la llevó por los aires y nadie la volvió a ver. Semejante horror en la imaginación infantil lo encontré, años más tarde, en la prosa de Gabo: “cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”. Así era Sampués, un pueblo macondiano cuyas historias encerraban otra velocidad, otras formas y otros colores.


Un segundo escenario que media lo que puedo compartir con ustedes de mi experiencia escolar pasa por la familia. El nexo es marginal y su descubrimiento prefigura otro orden. Con dolor entendí que la escuela no se llevaba en la sangre que ingresar en ella era para mí un esfuerzo inmenso que implicaba romper con la casa, con los suyos, con las personas con las que has compartido la vida. Me costó mucho amañarme en la escuela, incluso creo que nunca lo hice del todo, mi escándalo afectivo mostraba que aquel sitio era un lugar de depósito temporal.

Tales eran mis deplorables sensaciones de la época, me encantaban los sábados por la tarde porque precisamente no tenía que volver a ese espacio que hoy se me ocurre inhóspito y si algo rememoro, con mucha desazón, eran los lunes en que me embargaba una sensación de desasosiego, que aun taladra mis sueños, dada la exigencia de tener que retornar. Tal vez por eso acepte como una bella revelación el trozo de Deleuze: "ya no estas en la casa”. Y a pesar de eso, más escolarizado para donde.

He anunciado mi familia porque siempre me agitó colocarme en su frontera. Sorprende constatar como se transforman algunas cosas de un lugar a otro, no es por perogrullo pero lo familiar me era realmente familiar en tanto lo escolar adquiría un rostro extraño, poco significativo, tanto como para creer que me vengo de aquel sentimiento haciéndolo público. En la familia las fabulaciones podían ser mágicas, no por un esfuerzo descomunal, sino porque simplemente lo eran: mi abuela Marque intercalaba sentencias de sabiduría vital con malabarismo lógicos que se desprendían de sus gestos estoicos. Tanto su soledad como su buen pasar conquistaban nuestra atención cuando relataba los episodios de las libras esterlinas, que traía papalito de sus negocios, que se secaban al sol luego de padecer la humedad en aquellos largos viajes en las alforjas de los caballos, o ese episodio de la tía Cica bendiciendo el arroz que luego se multiplicaría en los platos de una pléyade de comensales.


Diría que estas escenas agotan deliberadamente las posibilidades del lenguaje. Atenuarlas equivale a destruirlas. Cuando la abuela decía “niño como si me dijeran Cartagena” era porque buscaba exhibir distancia pero al tiempo dar cuenta de lo singular y de un humor capaz de conjeturar materialidad. Estéticamente era como un castellano viejo que soporta con tenacidad la inclemencia del clima, que se pone a distancia de los excesos afectivos, que hace suya la adustez y el equilibrio: “las mujeres no pueden ser ni tan alborotadas ni tan entremoja”. En fin, una familia conformada por muchos primos y sobre todo, por varias tías abuelas que heredaron la tarea de soñar, es decir, una vida más allá del horizonte, orgullosas de sus apellidos que resultaban más significativos que el dinero, la gloria o el tormento. Nada nos veda imaginar que quien se asocia con lo noble termine por enraizarlo.

De aquellos rasgos aislados recuerdo la calle en donde nací, Real se llamaba y se sigue llamando, quedaba a dos cuadras de la iglesia, pueblo abajo. El camino a la escuela pública era largo, su entrada ondulaba entre el barranco y el callejón, mi hermana Carmen era la maestra y debo confesar que el Tom Sawyer que llevo dentro desplegó una y otra vez sus inquietas travesuras. Detrás de estas impresiones subsiste una concepción infantilizadora de la infancia, que es condición necesaria de la escolarización de masas y constituye también su pieza esencial.

Por asuntos de anarquismo infantil tuve que estudiar en dos escuelas, una que tenía por nombre el apellido de su dueño, la escuela del profesor Ospina, la otra tenía el nombre de un médico de la región se llamaba Dr. Luís Gonzaga Portacio. Bajando hacia el poniente estaba aquella primera escuela a la que asistí pintada de un amarillo intenso como muchas casas del pueblo. Mis primeras imágenes escolares están asociadas al abandono, reitero que siempre pensé que allí me depositaron para deshacerse de mí. Creo que en Sampués había tres escuelas, una publica la otra privada, esta última hasta el segundo de bachillerato y una para señoritas que llevaba el nombre de su directora y dueña, la Seño Fermina Daza,


que coincide con aquel personaje usado por Gabo como protagonista del amor en los tiempos del cólera.

Casi siempre me ha conmovido ese gesto que transforma en impreciso lo que antes aparecía como claro y luminoso. He trabajado apasionadamente los últimos treinta años de mi vida la cuestión de la escuela y de los maestros para poder llegar a un momento de retorno en donde es la escuela lo que se pone en interrogación, no para pedirle algo -a veces se espera demasiado de ella- sino para encontrar su rareza y cuestionarla, sin otra meta que abrir camino, generar pensamiento. En ese trayecto escarbe en los archivos históricos de Colombia, España y Venezuela esas fuentes documentales que hablan de las primeras escuelas de este país a través de los planes que fundan sus características, su disposición como deposito, su sentido de rareza, y me quedé desde entonces con sus misterios más contingentes.

Evocar la escuela me lleva a rememorar aquel día en que llegaron las vacunas. Las conexiones resultan a veces misteriosas. Era evidente que no se hacia la campaña de vacunación ni en la calle, ni de casa en casa, sino a través de la escuela, su eficacia higienizadora dota aquel lugar de una contingente fuerza civilizatoria. Lo cierto es que preferí no enterarme y huí, me escape y evite ser vacunado. Mi confesión es de tono político: no participe de aquel juego general.

Otros episodios me llevan a las retóricas de la amistad. El pupitre escolar era compartido con “pelo e´ pita”, es decir, mi primo Gustavo que me prestaba su pupitre para apoyar, aunque a veces también me sacaba del mismo, ocasión que aprovechaba para gritarle “burro blanco”. Viví también conflictos, peleas con compañeros que tensionaban aun más mi hostilidad con aquel lugar.

Finalmente me queda una trama que quisiera contar. Mi madre me había llevado de viaje a Cartagena a visitar a su sobrina la Mona Silva. La primera vez que observaba una ciudad. Cartagena y sus murallas. Cartagena y sus luces


nocturnas. El ascensor del apartamento donde nos quedamos, todo ese movimiento suscitó sensaciones de felicidad. Mis nociones de causa y efecto se bifurcan, en todo caso retornar al pueblo y a la escuela fue un dolor incomprensible. En Sampués había chivas a determinadas horas y yo había visto el transporte público de la ciudad, los buses y su dinámica ruidosa en la calle. Y de un momento a otro la quietud. Ese acto me lleno y me sumergió en la perplejidad.

No hay en estas notas una ruta racionalista hacia mi infancia. Entreveo mejor un desorden de impresiones en las que no hay algo por encontrar. Sólo son fantasmas de un mapa personal que se ha marchado.


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