La isla de los pájatos Iris

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uando en la hora del crepúsculo Alma subió a la azotea para tender la ropa, no habría podido imaginar que se encontraría con aquella presencia. Pues arriba nunca subía nadie. Pero lo que Alma ignoraba era que aquella jovencita no había llegado allí a través de las escaleras. Al verla echada sobre las tejas, tan pálida, con los cabellos rubios color llama escurriéndose por la cornisa, pensó que era una adolescente desesperada, cansada de la vida. –¿Qué haces aquí? ¿Te encuentras bien? Tranquila, no te muevas, yo te cogeré. La joven permaneció inmóvil, serena, pero con la expresión triste, como un pajarillo herido. –No tengas miedo, me llamo Alma. Estoy aquí para ayudarte. ¿Cómo te llamas? –Asteria. –¡Que nombre más bonito! Dime, Asteria, ¿por qué estás tan triste? –Me he perdido. Y ya no sé cómo volver. Una lágrima plateada rodó por sus mejillas mientras miraba el cielo rojizo. –Vamos a ver, Asteria, ¿de qué azotea vienes? –Vivo allí arriba, en lo alto, donde resplandece Adália, mi hermana mayor. –¿Quieres decir que eres una estrella? –Eso es. –¿Y te has caído del cielo directamente a mi azotea? ¿Te has hecho daño? –Estaba jugando antes de hacerme visible, quería hacer una voltereta en una nebulosa y he perdido el equilibrio. Por suerte, un banco de viento ha parado la caída. –Entonces, ¿no eres una estrella fugaz? –Nací hace seis lunas. Estaba aprendiendo a volar. Alma intentó consolarla acariciando su cara llena de lágrimas.


–No te preocupes, encontraremos tu camino, Asteria. –Solo tengo esta noche de tiempo. Si el sol me ve aquí abajo me apagaré. –Déjame pensar … aquí abajo sólo los pájaros conocen los caminos hacia arriba. –He preguntado a unas palomas, me dijeron que ellas por la noche duermen. –Pájaros nocturnos… tenemos que preguntar a un pájaro que no duerma por la noche. Tal vez Galileo sepa algo. Casi nunca duerme de noche, conoce gaviotas, murciélagos y búhos. –¿Galileo? ¿El astrónomo? –Galileo es mi loro. Es muy listo, puede recitar „La Odisea“ de memoria. –Pregúntale, pues no me queda mucho tiempo. El cielo se oscurecía, absorbiendo las nubes violáceas. Junto a la estrella Adália aparecieron Anthea, Ylya y otros cuerpos celestes.

*** Alma volvió a la azotea al cabo de un rato, con una jaula pidiendo silencio con el dedo índice. –Todavía duerme, es un loro nocturno. Debe ser por el calor, él dice que la noche le inspira más. Galileo era un loro de Polinesia. Su especie ya se había casi extinguido. No obstante, a veces en la ciudad se veían familias revoloteando en las palmeras. Loros que se habían escapado y se habían apareado con otros pájaros tropicales. Lo que distinguía a Galileo de los otros loros era su extraordinaria memoria retentiva y una expresión marcadamente melancólica. Sus plumas no llamaban la atención por sus vivos colores, al contrario, el verde oscuro eucalipto y su inmovilidad cuando dormía, le convertían en poco más que una sombra.


Al abrir sus grandes ojos como telescopios, enfocó la mirada hacia la desconocida muchacha y la observó durante unos instantes, como si fuera una maravilla. Las plumas de la cola se abrieron mostrando el anverso fucsia, y dando un saltito, levantó sus alas como si se dispusiera a emprender el vuelo hacia Asteria. Antes de romper el silencio, se dirigió con la mirada a Alma, como si pidiera consentimiento para empezar a recitar: –Háblame, musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el Ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria . . . –Querido Galileo, esta noche no tenemos tiempo para escuchar La Odisea. Ella se llama Asteria, es una estrella que se ha perdido y te quiere preguntar por el camino hacia arriba.


–¿Una estrella? Esta sí que es buena. ¿Y dices que no ha venido para escuchar el canto primero? ¿Para qué dices que está aquí? ¿Para preguntar cómo se vuelve al cielo? –No ha venido para preguntarte, querido Galileo, se ha caído aquí mismo en mi azotea. –¿Y por qué tendría yo que saber tal cosa?


–No os ofendáis–interrumpió Asteria–me han hablado mucho allí arriba del inimitable tono homérico en vuestra forma de recitar, y de vuestra sabiduría y conocimiento de pájaros mensajeros. Se nos ha ocurrido, que tal vez vos podríais conocer acerca de las cuestiones de esta índole. Cuando Galileo oyó la voz de Asteria, escuchó fascinado sin pestañear, como si estuviera siendo hechizado por una flauta india. Alma añadió, colgando la jaula en una antena que se contorneó ligeramente: –Solo tiene tiempo hasta el fin de la noche. El sol no tiene que enterarse que ella está aquí abajo. –Veamos…dejadme pensar. En La Odisea no se hace ninguna mención sobre los caminos ascendentes. Los Dioses del Olimpo no lo permitirían. Y respecto a los pájaros mensajeros…he conocido a unos cuantos. Algunos estaban perdidísimos, cruzando fuegos de guerras, tormentas y terremotos. Pero, cielo arriba nunca se perdió nada. –Piensa querido Galileo, en lo que te haya podido decir un búho, una gaviota o un murciélago. Siempre te oigo charlando hasta las tantas de la madrugada. –Nadie sabe acerca de las cosas de esta naturaleza, salvo los seres celestes. Un momento … se me acaba de ocurrir algo. ¿Qué une el cielo y la tierra en pocas ocasiones? –No tenemos tiempo para tus enigmas, querido Galileo. –Arcos. –¿Qué quieres decir Asteria? –Cuando llueve y hace sol… –¡El arco iris! –Efectivamente queridas, el arco de colores es un puente entre los dos mundos … Hay un pájaro en una isla de Oriente que vuela hasta el fin del arco. Ellos deben saber cómo llegar más allá de las nubes. –¿Cómo se llama esta isla? –La isla a la que debemos dirigirnos se llama „Isla de los Pájaros Iris“. –¿También vais a venir conmigo? –Tú sola nunca encontrarías la isla. Está en el centro de un lago del archipiélago. Hay miles de islas. Yo me crié en la región, y tú Alma, nos puedes ayudar a tratar con el barquero. –¿Qué barquero? –No tenemos más tiempo que perder. La noche se mueve sin demora. Alma abrió la jaula y se puso a Galileo en el hombro. Se agarró fuerte a la cintura de Asteria, que levantó el vuelo como un rayo ascendente hacia el cenit.


*** Mientras volaban entre las nubes, Asteria nombraba a sus hermanas más cercanas, constelaciones, planetas y sus satélites. Alma mostró a la estrella y a su loro las ciudades de Europa, Oriente medio y los vastos desiertos sin luces. Galileo se emocionó al ver las regiones visitadas por Ulises. Según se iban acercando, las guió entre las islas iluminadas por la luna llena, donde pasó su infancia. –Ya se puede ver La isla de los Pájaros Iris. Es la que tiene forma de mujer dormida. –¿Cómo puede ser que aquí también sea de noche? –Hemos volado hacia el otro extremo del planeta. En este periodo del año los días aquí son muy cortos. Asteria inició el descenso hacia la playa. El mar en calma parecía una cabellera plateada. ¡Es preciosa la isla, Galileo! Mirad la arena, ¡qué blanca! Y las barcas de pescadores en el horizonte con sus farolillos … ¿Vive alguien en la isla? –No, la isla es muy pequeña. Sólo el barquero que nos ayudará a cruzar el lago y los pájaros iris. Vamos, el tiempo apremia. Galileo las condujo en los adentros de la jungla con los ojos muy abiertos sobre el hombro de Alma. En la espesa selva se oían cantos de pájaros que parecían responderse los unos a los otros. Se podían percibir miradas entre los arbustos y las palmeras cubiertas de enredaderas. Alma cogió la mano de Asteria, que también parecía impresionada por la misteriosa vida de la isla. De repente, apareció un mono sobre la rama de un gran árbol. Los observó tocándose un rostro que parecía de porcelana. ¡No les miréis! Es un Bunguil. Se trata de unos primates muy peligrosos, se fabrican máscaras para ahuyentar a los intrusos. Poco a poco, iban asomándose más y más monos, todos con aquel rostro petrificado. –Pues si lo que pretenden es asustar, lo están consiguiendo. –Ya nos acercamos al lago. Caminad sin mostrar el miedo..




El camino se fue volviendo menos espeso. Un resplandor atrajo sus miradas entre las cortinas de vegetación que descendían de los árboles. En el lago, sereno como un espejo, se proyectaban las estrellas y la luna con tanta quietud que se podían confundir ambos cielos. Justo en medio del lago, había una isla que tenía exactamente la misma forma de mujer recostada durmiendo. –Este lugar es maravilloso, Galileo. ¿Es aquí donde tú naciste? –No, pero no muy lejos, en otra isla más al sur. Aquí veníamos a jugar y a hablar con los pájaros iris. –¿Y ahora qué hacemos? ¿Dónde está el barquero? –Tenemos que encender la vela que hay en el embarcadero. Cuando él vea la luz nos vendrá a buscar. Alma encendió la vela con una cerilla, y su silencio se fundió con el de Asteria, que contemplaba pensativa la belleza de aquel paraíso.

–Qué curioso… –¿El qué, Alma? –El hecho que las dos islas, la que contiene el lago y la isla dentro del lago, tengan la misma forma. –Para mí nunca lo fue, veníamos tan a menudo…toda maravilla se convierte en algo común con la costumbre. Asteria rompió su largo silencio. Como si hubiera encontrado el momento de decir algo que en ninguna otra ocasión hubiera encontrado oportuno: –Escuchad Alma y Galileo, el universo es un símbolo: como esta isla dentro de la isla. Como una dama durmiendo dentro de sí misma. –Alma interrogó a la estrella como si lo hubiera entendido a medias: –¿Un símbolo de qué? –Tu eres esta isla.

***


Una barca se iba acercando lentamente, rompiendo el espejo lunar. Sentado en la parte trasera con los brazos cruzados y la espalda muy erecta, los escrutaba un hombre maduro. De lejos parecía un anciano, pero a medida que se iba acercando, era como si su edad fuera retrocediendo hacia la mitad de una vida. Tenía los ojos rasgados y arrugas en su frente pensante. Miraba con una cierta tristeza, pero la sonrisa con que los recibió podía hacer olvidar toda pena. Sus largos cabellos blancos eran recogidos haciendo una espiral por una pequeña caña de bambú. Una vez se hubo detenido la barca en el embarcadero, esperó a que el lago recobrara su forma de espejo, y habló con voz pausada: –Veo que esta noche alguien me ha llamado de verdad. Galileo puso un semblante serio y buscó con esmero las palabras adecuadas, que parecían sacadas de un canto homérico: –Siempre que os veo, estimado barquero, me haceis pensar en Caronte, aquel que conduce las almas de los muertos hacia el Averno. ¿Decís que no pocas veces os llaman en vano? –Esos monos del demónio… encienden la vela sólo para hacerme la puñeta. Ya no soy tan joven, venir hasta aquí me supone un gran esfuerzo. –Pero apreciado barquero, ni un dedo habéis movido en el tránsito. Ni remos ni pértiga llevan esta barca.


–Faltaría más. Después de tantos años, la barca ya ha aprendido el camino; solo le tengo que decir al lago con el pensamiento que me lleve a la orilla. Decidme, ¿qué os ha traído a la isla? –Esta dama es Alma, de la ciudad de las azoteas de mármol. Y junto a ella, Asteria, estrella del primer círculo. Tenemos la urgente necesidad de interrogar a los pájaros iris sobre el camino de retorno a su cielo. –Mal asunto. Lamento decir que los pájaros iris ya se han ido. –¿Cómo? ¿Queréis decir que han abandonado la isla? –Han volado como es costumbre, después de las lluvias hacia el polo norte. Volverán en unas pocas lunas. –¿He oído bien vuestras palabras? No puede ser, ¿desde cuándo emigran hacia el frío? –Desde que un verano se perdieron y encontraron el oráculo en el hielo. –¡Maldita sea! ¿Ahora qué haremos? Sólo tenemos unas horas de tiempo. –Es posible que un pájaro se haya quedado en la isla, no puede volar. Y me temo que tampoco puede hablar. Dudo que os pueda ser de alguna ayuda. Todos se quedaron mirando a Asteria, interrogándola con la mirada. Ella miraba la isla con una cierta inquietud: –Tengo que ver al pájaro, es la única esperanza. No tenemos tiempo de ir al polo norte. ***


Galileo se dirigió a Alma guiñándole un ojo. Alma no entendió el significado de la señal. –Tienes que pagar al barquero, Alma. –¿Yo? ¿Y eso por qué? No llevo ni un céntimo. –Nadie ha dicho nada de dinero. Un beso es suficiente. –¿Qué? ¿Un beso? El barquero esbozó una media sonrisa y se sonrojó como un niño. Alma se acercó a él entrando en la barca y besó con timidez su mejilla. Galileo saltó al hombro de Asteria y subieron también a la barca. El barquero, que había perdido la orientación durante un largo instante, ordenó poner rumbo a la isla con un pensamiento. La barca se deslizaba entre los nenúfares y los lírios de agua: los únicos astros que parecían reales en la disolución del espejo. Alma contemplaba con asombro las flores abiertas, que oscilaban en tonalidades blanco refulgente, morado y rosado claro. Al advertir su admiración dijo el barquero: –Si os fijais con detenimiento, podréis ver las flores levantando la mirada. Galileo tomó la pose de un rapsoda griego y dijo: –Son rostros alados nadando en el cielo. La isla se acercaba, mostrando su perfil de mujer, atrayendo a los visitantes hacia su sueño. Alma se dirigió al barquero, el cual se agarraba a las cañas de bambú para poder atar la barca. –¿Vivís aquí solo entre tanta belleza? –Solo a mi pesar. Contigo compartiría todo lo que tus ojos dulcemente animan. Alma, sorprendida ante tal sincera respuesta, se quedó sin palabras. Cuando pusieron los pies sobre la isla, el barquero les aconsejó pisar con cuidado y no dar voces para no despertar a la isla. Les indicó el sendero que conducía al hogar del pájaro iris y aguardó en el antiguo puente de madera.




Alma tuvo la sensación, solo llegar a la isla, de haber estado ya en aquel lugar. No por el hecho de que ésta fuera exactamente igual a la otra. En realidad no lo era. A pesar de tener la misma forma, esta isla era menos hostil. Se sentía más segura y todo le era muy familiar, como un recuerdo. Se adelantó con paso firme entre los árboles de la espesa selva. Un silencio absoluto reinaba en la jungla. Mas se oía un contínuo ruido de fondo si el oyente se concentraba. Parecía la respiración de alguien durmiendo. Entre las gigantescas hojas de los árboles, se advertía un cambio en el tono azul oscuro del cielo. De repente, la isla se movió. Un temblor en la tierra hizo caer los cuerpos de los visitantes al suelo. Temieron el despertar de la isla. Se agarraron con todas sus fuerzas a ramas de helechos. Afortunadamente, la calma fue reinstaurada y el ritmo de la respiración retomó su cauce. Aceleraron el paso andando de puntillas hasta encontrarse delante del árbol más alto de la selva, justo en medio del camino. Alma se detuvo con la certeza de haberlo encontrado. –Es aquí donde vive el pájaro iris. Date prisa Galileo, vuela a su encuentro y dile que se asome. Galileo levantó el vuelo y desapareció en el follaje arbóreo. Alma abrazó a Asteria para tranquilizarla, y mirando el cielo le dijo que pronto volvería a estar en casa. Galileo bajó como una flecha y miró hacia arriba sin decir nada. De repente, apareció el pájaro iris abriendo su plumaje circular tapizado de vivos colores. El ave tenía el rostro blanco con una cresta de plumitas rígidas. La cabeza, el largo cuello y el pecho eran de un azul como de mar encendido. Las plumas de la cola eran de color verde y dorado iridescente. Y en medio de cada pluma se distinguía una mancha oval luminosa. Sus alas eran plateadas como un rayo de luna en el agua. El pájaro iris se los quedó mirando como si estuviera fuera de sí, en otro lugar muy lejano. Asteria se acercó al árbol para poder ver sus plumas con mas nitidez. Una pluma cayó lentamente, cual hoja dorada. Asteria la tomó y volvió su mirada hacia el ave para agradecer su gesto. Después de obsevarla con sumo cuidado, Asteria enseñó la pluma a sus compañeros de viaje:


–Es un criptograma del camino hacia el cielo. Vamos, empieza a clarear. Andaron por el camino hasta llegar a otro lago. La incipiente luz del amanecer se vertía en la superfície. Las estrellas todavía se reflejaban en las aguas. La luna se hundía en la selva enmarcando en círculo al pájaro iris que yacía en el árbol. Alma y Galileo comprendieron que había llegado el momento de despedirse de Asteria. –Amigos mios, me voy, pero estoy con vosotros allí arriba. Abrazó a Alma, la cual lloraba y sonreía al mismo tiempo. Galileo saltó encima del hombro de Asteria y recitó unas palabras de Homero: –Nuestras cabezas se mantienen fijas sobre el cielo. Asteria besó a los dos y agradeció la ayuda prestada, llorando una lágrima plateada. Alma tomó a Galileo y se lo puso en el hombro. Le dio la mano a Asteria por última vez y dijo esforzándose por dejar de llorar: –No caíste en mi azotea por casualidad, ¿verdad? Gracias a ti también por haberme mostrado el camino. Asteria cerró los ojos e hizo un salto hacia atrás, precipitándose en el lago. La estrella se desvaneció en la abundante espuma de las profundidades. Cuando la quietud volvió a la superfície, se pudo apreciar en el reflejo del firmamento, un punto luminoso ascendiendo. Levantaron la mirada y vieron a Asteria volando en lo alto del cielo. –¡Mira! ¡Asteria! –¡Si, es ella! ¡Adiós, Asteria!




El pájaro iris entonó una exclamación de alegría. Asteria se convirtió en un astro más en la clara bóveda celeste. Alma y Galileo se despidieron del pájaro iris y se reencontraron con el barquero en la orilla de bambúes flotantes. El alba tornó las aguas del lago en un cristal translúcido. Navegaron entre las flores de loto y los peces de color ámbar unos instantes, antes de que la isla se despertara. Cuando se volvieron, vieron a la isla desaparecer como un espejismo. –La isla ha desaparecido. ¿Lo ves Galileo? –Tienes razón, como si se hubiera hundido. –Claro que ya no hay isla, se ha despertado. –¿Y adónde va la isla cuando se despierta?–preguntó Alma escrutando el lago vacío. –Al mismo lugar que tú cuando te duermes–contestó el barquero. Alma y Galileo se quedaron con el barquero en la isla para siempre, contemplados por las titilantes estrellas.





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