SUPLEMENTO CULTURAL - HP 592

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El humor mestizo

El Suceso Guadalupano

En los tiempos de Joaquín Fernández de Lizardi, el humor era una cosa seria. En su obra emblemática, "El periquillo sarniento", los léperos ocupan un lugar central

El Nican Mopohua y Juan de Zumárraga, testigos de una historia que, tal vez, tenía que ser. Para muchos, México nació el 12 de diciembre de 1531 Enrique Serna Pág.7

Juan L. Simental Pág. 8

VIERNES 11 DE DICIEMBRE DE 2015

SUPLEMENTO CULTURAL

Comunicante El Mal de Bartleby. El laberinto del No

Renunciar a la posibilidad de la palabra escrita, un alto precio que algunos han querido pagar Por: Juan L. Simental

Págs: 4 y 5

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Elena Garro: “mi enemigo es Paz”

L

a vida y la obra de Elena Garro encarnan la leyenda más asombrosa y problemática del tiempo literario mexicano. Casada en 1937 con Octavio Paz, con quien vivió un turbulento matrimonio que terminó legalmente en 1959, Garro desarrolló una relación paradójica con las luces y las sombras del poeta. Paz es la amenazante hipóstasis del mundo para Garro. Por un lado, sus cuentos y novelas dependen de una fan-

tástica persecución encabezada por su exmarido; por el otro, sin el apoyo material de Paz, que se extendió hasta el final de sus días, la difícil vida de Garro y de su hija Helena Paz habría sido, si cabe, aún más desdichada. En una entrevista concedida en los últimos años de su vida, Garro ratificó la vigencia de su vastísima querella existencial: “Yo vivo contra él, estudié contra él, hablé contra él, tuve amantes contra él, escribí contra él y

defendí a los indios contra él. Escribí de política contra él, en fin, todo, todo, todo lo que soy es contra él. En la vida no tienes más que un enemigo y con eso basta. Y mi enemigo es Paz”. El trasfondo biográfico es indispensable para entender el genio de la autora, precisamente por la manera en que se operó una transubstanciación entre el sufrimiento y la literatura. Ninguna locura tiene tanto método como la de Garro, capaz de

distanciarse de sí misma de una manera sardónica y cruel. La grandeza de Garro estuvo en la sublimación de su sufrimiento. Por sus novelas, sus cuentos, por su teatro, Elena Garro fue, en mi opinión, la gran escritora mexicana del siglo pasado, la única cuya obra pudo redimir con creces la amargura y el caos de una inteligencia errabunda. (“El asesinato de Elena Garro”, de Patricia Rosas Lopátegui; Christopher Domínguez Michael, Letras Libres; octubre de 2006).

“La vida no es como en las películas... es más difícil”, Carlos Gardel. (Nació el 11 de diciembre de 1890).

Nomás por hablar de algo

La Efeméride El 8 de diciembre de 1976, The Eagles publicaron uno de los discos más vendidos de toda la historia: “Hotel California”. Según la banda, la canción es una alegoría acerca del hedonismo y la autodestrucción de la industria de la música en el sur de California. Don Henley afirmó: “es una canción sobre el lado oscuro del sueño americano y sobre el exceso en Estados Unidos”. El Hotel es símbolo de California, mostrada en un estado de putrefacción ética y moral. Otros dicen que el tema esconde una íntima y secreta relación con el satanismo. ¿Será? Director Editorial / Juan Lorenzo Simental

Dámaso Pérez Prado fue expulsado de México en los cincuenta. Hay dos versiones acerca de la causa. La primera apunta a que violó la Constitución al pretender grabar el Himno Nacional a ritmo de mambo; otros dicen que la causa fue una rivalidad de amores con un expresidente. El Rey del Mambo nació el 11 de diciembre de 1916.

Editor / Ricardo Bonilla VIERNES 11 DE DICIEMBRE DE 2015

Diseño / Grupo Editorial HADEC


3 Satín y Seda

Desde morir de tuberculosis en Nochebuena, hasta dejar manuscritos peludos Por: Nadia Bracho

¡¿Qué hace un helicóptero en el Conde de Montecristo?!

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¿Ya dejaron la carta al Niño Dios? –pregunto a los niños que están viendo la telenovela de las... ¡¿dije telenovela?! ¡Pero cómo, cuándo, dónde! ¡En esta casa jamás se han visto telenovelas! ¿Hasta dónde hemos caído? ¿Y la vecina? Estoy segura que ya hizo un informe detallado para mandarlo al “Concilio de Padres Conscientes hacia el Tercer Milenio”, en el cual yo no voy a ser requerida por este detalle. Después de tal “diarrea mental”, ni remotamente se habían dado cuenta que yo estaba a punto de sacar el flagelo y darme con él para que entendieran la dimensión de sus actos. Si fuera por hacerme entender mientras toso, bien pudiera morir de tuberculosis dieron de inmediato y me voltearon a ver y ellos ni pestañearían. Por lo tanto, me fui como si me acabaran de conocer. derecho y sin cautela. -Bien, preguntaba por las cartas para -¿Se podría saber qué están viendo en la el Niño Dios. No las he visto en el árbol y televisión cuando es hora de hacer tareas? -¿us- ya el tiempo está encima. Tiene muchas ted ha escuchado a un grillo cantar? Porque en cartas por recoger y todos los niños -me ese momento era un concierto el que estaba en detengo al ver a las dos niñas mayores la recámara, ante el silencio evidente que rei- bostezando y arreglándose las uñas. naba a excepción, claro está, del diálogo que se -En fin, quiero las cartas en el arboestaba llevando a cabo en la pantalla. lito. Es una orden - el niño sacó de in-¡Vuelvo a repet...! mediato lápiz y papel y papel y papel y -Es el Conde de Montecristo -me interrum- más papel… hasta que me acerqué y le pe uno de ellos. ¿Conde de Montecristo? La dije con dulzura que era una carta no novela clásica de Alejandro Dumas, escrita en un manuscrito de ocho tomos. De in1844 y que a menudo se incluye en la lista de las mediato asintió, mejores novelas de todos quizá creyendo que la Mi mente se quedó por los tiempos. ¡Santos sepapalabra “manuscrito” era radores! Mis hijos no son un momento en blanco y una cosa grande, peluda cualquier cosa. De inmedespués como iluminada y con colmillos verdes. diato mi atención se cenLas niñas se dijeron entró en el aparato para ver por un rayo… pudiera ser el tre sí: las capas, las carrozas, los -Yo ya dije que quiede la estrella de Belén ropajes pesados, el heliro un Ipod -afirma la de cóptero junto al Mercesecundaria-. A mí me des Benz, los caba... ¡¿helicóptero?! gusta un celular 78986364 con 34 funciones, -¡¿Qué hace un helicóptero en el Conde de un rayo láser... Montecristo?! -grito estupefacta. -Permítanme un momento, yo no sé lo que -Es del mero mero mamá, tiene muchos ne- es un Ipod, y yo no sé cómo en un celular rayo gocios y viaja por todo el mundo. Está bien bue- láser, funciones de no sé qué, un cuerno de china la novela -dicen sin voltear siquiera. vo, batería de cocina y qué se yo. ¿No pueden -Me apagan inmediatamente ese aparato ser como toda niña normal, que pide una bolsa, antes de que lo meta al horno junto al pavo re- un perfume y un reloj de pulsera? Pueden inlleno de la cena de Navidad -el grito causó que cluir una muñeca y un alhajero musical… -casi me sentara a tomar aire y evitar así un desmayo me lanzan trompetillas. por el esfuerzo. -Bueno, podría pedir una depilación definiNo sé si fue mi grito feroz o el espíri- tiva -dice una-. Yo quiero un cambio de imagen tu de la Navidad, pero los niños enten- -dice la segunda-. ¡También me gustaría ir de VIERNES 11 DE DICIEMBRE DE 2015

“En fin, quiero las cartas en el arbolito. Es una orden”

“shopping” para renovar el guardarropa!-. Bueno, yo quisiera visitar un lugar exótico por una semana. Me quedé viendo a las dos niñas, quizá en un descuido (una ida a las tortillas o cuando me fui a cortar el pelo) les hicieron una lobotomía o por lo menos una sesión de hipnosis. Estaba segura de que no eran mis hijas. Lo que tenía enfrente era el producto de una campaña minuciosa y estudiada de mercadotecnia. -¿Y bien, mamá? ¿Dónde ponemos la carta del Niño Dios? -preguntan las dos adolescentes. Mi mente se quedó por un momento en blanco y después, como iluminada por un rayo (pudiera ser el de la estrella de Belén), hablé sin dejar que me interrumpieran: -Bien, se quedan aquí sentadas, no ha pasado nada, es como si yo nunca hubiera estado aquí. Me platican lo que pasó con el Conde de Montecristo y su helicóptero; yo me voy sin hacer ruido. ¡Ah! Recuerden que las quiero mucho. Cerré la recámara y salí huyendo de ahí. -Mamá, ¿y las cartas de mis hermanas? -pregunta el niño al ver solo la suya. -Las de ellas no entran hijo, son un par de manuscritos, peludos, grandotes y con colmillos verdes.


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Quizá en algo, todos lo

El Mal de Bartleby.

Por Juan L

I. ¿Soy un Bartleby?

La verdad es que no quisiera serlo y quisiera tener argumentos para demostrarlo, quisiera que ciertos dichos populares, como aquel de “querer es poder”, fueran verdad. Pero a veces dudo aquello de vox populi, vox Dei; hay veces que más parece la del ángel caído que todos cargamos en el hombro izquierdo, ese que nos susurra lascivias y concupiscencias. Cuántas veces han dicho de mis letras: que si escribo muy bonito, que debiera intentarlo porque tengo cierta gracia, que un libro me vendría muy bien; que el tiempo pasa y la vida se me va en la contemplación de la espera. La vida tiene que estar en otra parte. ¿Soy un Bartleby? Quizá es que todos lo hemos sido un poco. Recuerdo un día, tendría cinco o seis años, no más, y ya sabía reconocer el vacío del hueco que nunca se llena, aquel de las viejas leyendas de Apocalypto, del hombre que quería ser una cosa y, una vez que lo era, entonces quería ser otra y luego otra más… y nunca lograba llenar su propio abismo. Tendría cinco o seis años tan solo y ya el ángel de la melancolía me había besado en la frente; me sentía triste. Ese día dibujé árboles azules, pero de un azul oscuro, casi negro. Contento con el resultado, fui con una de esas buenas tías que siempre hay en cada familia y le dije: “mira; dibujé unos árboles”. Al mirarlos, sonrió condescendiente y luego dijo: “los árboles no son azules”. Yo sabía que los árboles no eran azules, claro que lo sabía. Pero estaba triste y quería que los árboles dijeran por mí lo que no me atrevía. Y, sin embargo, no dije nada. Guardé mi cuaderno y mis colores de madera y jamás volví a dibujar. Entendí que ir por la vida explicando mis razones era una tarea ardua. Desde entonces he preferido el silencio. Pero quizá es que ya se me murió mi tío Celerino y es por eso que las historias se me acabaron.

Renunciar a la posibilidad de la palabra escrita

van por la vida con las palabras guardadas; que han ensayado, una y otra vez, el comienzo de una historia, una más entre las muchas que ensanchan el archivo de las tantas páginas urdidas en la oscuridad. Cuántos más a los que, simplemente, se les acumulan hojas en blanco, vírgenes mustias que pierden el fervor, en la espera de un arranque febril que desborde el caudal de sus afanes de escritor. Decía Juan Rulfo que no creía en la inspiración, pero que cuando esta aparecía siempre lo encontraba trabajando. García Márquez, en sus consejos a los noveles escritores, aconsejaba escribir veinte cuartillas cada día y, al final de la jornada, revisar; echar a la basura diecinueve, que serían paja, y conservar solo una. Al día siguiente repetir la suerte: escribe veinte cuartillas y tira diecinueve… y así hasta completar una veintena de páginas que valga la pena conservar. Trabajo, trabajo, trabajo. Y es que, mientras hay tantos que aguardan la inspiración en la lluviosa tarde, en la noche estrellada o en el rojo del crepúsculo del día que muere en las aguas del mar –mirando al horizonte en espera de las musas-, los días se van. Rulfo cargó años enteros con la historia de Pedro Páramo en las entrañas, masticando y tragando, regurgitando, cada una de las palabras de los muertos que habitaban Comala. Cuenta que llevaba papelitos de colores en los que anotaba, a mitad de la calle o en la oficina o en el desayuno, las ideas que se le iban ocurriendo, “como si alguien me las dictara”. Luego, un día compró “un cuaderno escolar” en el que vació de corrido el primer capítulo de la historia que lo consagraría para siempre entre los virtuosos de la palabra. Sin embargo, Rulfo dejó de escribir. En 1953 recopiló los II. No creo en la inspiración Afirma Enrique Vila-Matas que hubo alguien que cuentos que harían “El llano en llamas”; en el 55, dijo que un no creador tiene más poder que un con “Pedro Páramo” conoció la fama –y las maldicreador y es que, teniendo la capacidad de crear, decide no hacer uso de ella. Pero una cosa es poder y otra, muy distinta, no poder. Porque no es igual no hacerlo sabiendo que se puede, que no hacerlo porque se carece de la capacidad. El drama reside en reconocer si es una impotencia de esas que paralizan o es que no se quiere, por alguna personal razón, el paso de la potencia al acto. En el campo de las letras, cuántos no hay que

“Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias”, Rulfo

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Con apenas diec Rimbaud nun

ciones que trae consigo llo de oro”, que pasó sin volvió a escribir. Agobi hacían todos, “maestro Rulfo contestaba invar murió el tío Celerino, las historias”. Arthur Rimbaud, el de sus maestros había mina de esa cabeza, s genio del bien”; ese al “Shakespeare niño”; es enfant terrible”… publi de sus obras emblemát infierno”; luego, a los d Nunca más lo haría otr ¿A cuántos se nos and

III. Bartleby, el des

Era solo un oscuro ofici visto leer ni escribir na que abundan. De él no Además, nunca salía d rócrata, tan solo como gos. “Cuando se le pre encarga un trabajo o s sobre él, responde siem hacerlo’”. Es Bartleby, e Es uno de los relato blicó en 1853 en “The cuentos con los que in que un día tuvo. Pero n de Melville se apagaba En el principio de s de “Moby Dick” tuvo un tos en los que las histo centrales. Pero Melvill


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lo hemos sido un poco

El laberinto del No

L. Simental

a, un alto precio que algunos han querido pagar

cinueve años de edad, nca volvió a escribir

o-; y en el 58 terminó “El gan pena ni gloria. Nunca más iado por la pregunta que le o, ¿por qué ya no escribe?”, riablemente: “es que se me que era el que me contaba

poeta francés del cual uno dicho: “nada ordinario gerserá un genio del mal o un l que Víctor Hugo llamó el se “auténtico arquetipo del icó a los dieciocho años una ticas, “Una temporada en el diecinueve dejó de escribir. ra vez. da muriendo ya el tío Celerino?

stino de Melville

inista. Nunca nadie lo había ada; era uno de esos tantos se sabía nada más que esto. e su solitario rincón de buo él, ni siquiera los dominegunta dónde nació o se le se le pide que cuente algo mpre diciendo: ‘preferiría no el escribiente. os que Herman Melville pue Piazza Tales”, un libro de ntentó regresar a las glorias no pudo hacerlo; la estrella a y nunca volvería a brillar. su carrera literaria, el autor n éxito notable con sus relaorias en torno al mar fueron le quería convertirse en un

escritor de mayor calado y comenzó a experimentar con la novela, como cuando presentó “Mardi”, un texto “bastante ilegible”, que dejó pasmados a sus lectores habituales. Luego, en 1851 la historia de la ballena (gracias a la que hoy aún se le recuerda) “alarmó a casi todos los que se tomaron la molestia de leerlo”. Después fue “Pierre o las ambigüedades”, condenado acremente por sus críticos. En 1853 vino “The Piazza Tales”, en el que incluye “Bartleby el escribiente: una historia de Wall Street”, que le mereció el silencio total. A raíz de su fracaso, a los 34 años de edad, Melville deambuló de empleo en empleo en el afán de mantener a su familia. Cuatro años después fue el último de los intentos: “The confidence man”, “un catálogo bárbaro de imágenes ásperas y sombrías”. En 1891, olvidado de todos, Melville murió como un oscuro burócrata en una oficina anónima y destartalada de Nueva York. Melville acabó siendo la encarnación de su propio personaje.

IV. Soy yo; somos tantos

La historia de Melville o Bartleby, o ambos –alter ego el uno del otro-, es el relato de una suerte que se repite todos los días. Tantos son los que han renunciado, los que un día dijeron, y continuarán diciendo, basta. Tantos son, y serán, los que han dejado el sueño –soñado con los ojos abiertos- de ver –o de volver a ver- en las librerías una portada en la que sus nombres revelen la identidad del autor. Solo quien lo ha vivido sabe del precio de la renuncia y del alto costo de la satisfacción de Borges: “cuántos hay que se enorgullecen de los libros que han escrito. Yo me enorgullezco de los libros que he leído”. Y es que vivir para leer las palabras de los otros, palabras que “fueron escritas como yo lo hubiera hecho”, igual que decía Paranoico Pérez, aquel a quien Saramago le robó todas sus histo-

Hay un día en el que solo leer es nunca bastante

rias, para algunos ya no es vida. No solo de leer vive el hombre. Hay un día en el que solo leer es nunca bastante. A esos tantos los hermana la renuncia: o nunca habrán de escribir o nunca volverán a escribir; es el Mal de Bartleby. Es el laberinto del No. Y los motivos existen, desde el más prosaico –ese de la falta de inspiración-, hasta el más íntimo: pudiendo hacerlo, decido no hacerlo; desde el más pueril –aunque comprensible, temor al fracaso-, hasta el más complejo: las palabras ya no abarcan toda la verdad. Llega un momento en el que las palabras ya no dicen. Luego están los bartlebys que van más allá: escribir impide la vida; el que empeña su tiempo en la escritura deja la vida para después. Es la Náusea de bartlebys como Kafka, para quienes la revelación de la palabra es la revelación del Abismo. En el extremo de los extremos, están aquellos a los que el arte mismo les parece apenas un remedo de lo que pudo ser. “El arte es una estupidez”, dijo Jacques Vaché, y luego se disparó en la sien. ----¿Soy un Bartleby? La verdad es que no quisiera serlo y quisiera tener argumentos para demostrarlo. Y quisiera también volver a dibujar árboles azules y no tener que explicar por qué mis árboles son azules. Y terminar aquella historia a la que tantas vueltas he dado: -Nunca me dejes –dijo ella con la angustia del náufrago que se hunde y no se quiere hundir. -Nunca te dejaré –respondió él y luego la besó, como se besan los náufragos, condenados a hundirse en el mismo mar.

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6 “Voy a vivir hasta que muera”

Por qué importa Sinatra, de Pete Hamill Por Claudio Isaac

En su música, Sinatra dio voz a todos aquellos que creían que una vida más intensa comienza a medianoche

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n algún momento a finales de la década de los sesenta, Frank Sinatra le propuso al joven periodista Pete Hamill que le “redactara su autobiografía”. Aquello nunca se concretó pero Hamill conservó en la memoria, con precisión de reportero e intuición de escritor, las profusas conversaciones que sostuvo con el ídolo durante sus diversos encuentros casuales a lo largo de varias décadas. Hamill tiene el recato de advertirnos: “no éramos amigos íntimos, nunca fui a su casa y él nunca fue a la mía.” Sin embargo, se deja ver una empatía profunda entre los dos hijos de emigrados, ambos luchadores a su modo. No niega al energúmeno o al rijoso, razona que no en balde hubo a su muerte tantos testimonios sobre brutalidad explosiva, arrogancia y atropellos, pero a él no le tocó presenciar ese lado, aunque pudiera adivinarlo: “Era maravilloso con los niños, incluidas mis dos hijas. Era gracioso. Era vulnerable.” La sagacidad lo lleva a agregar, especulativo: “Quizás sólo se ponía una máscara en mi presencia, mostrándole imágenes a un escritor para que este las memorizara de cierta manera, como una especie de representación.” Aunque siempre sutil, el libro es un alegato tan envolvente que, de manera rotunda, le devuelve a Sinatra un halo de nobleza, belleza heroica y misterio a los ojos de una generación que lo conoció –si acaso– en decadencia irrebatible: un reaccionario mofletudo de peluquín, autoindulgente y grosero, que insistía en cantar “My Way” hasta que la rutina vaciara de sentido las palabras de la canción, o, más precisamente, las dotara de un significado opuesto al original: de un canto de insumisión pasó a ser el himno de los frustrados. Con unos cuantos trazos certeros, Hamill diagrama un contexto político y social en que enmarca a su Sinatra, nos deja claro en qué medida es un producto puro de la era y cómo influyen en su ascenso el puritanismo reinante, la prohibición (por tanto también la mafia), la gran depresión económica y, más tarde, la guerra. Una vez definido este cuadro, el autor se concentra en el perfil del cantante que moldeó un estilo a partir del reconocimiento de que ningún baladista poseía la elocuencia y hondura de Billie Holiday; el individuo con una herencia monumental de melancolía que lo abisma y deja postrado por temporadas enteras; el enamorado herido de muerte, quebradizo ante su deidad personal: Ava Gardner. Por lustros se ha tratado de describir las características

A lo largo de cinco décadas, grabó al menos mil 300 canciones para cuatro compañías discográficas

de “La Voz”; aquí más bien se estudian sus efectos y la complejidad de quien la emite: “El hombre que les cantaba a los solitarios del bar estaba en nuestra mesa. Mejor dicho: nosotros estábamos en su mesa. Cada vez que Frank Sinatra se sentaba en una mesa, esta se volvía su mesa [...] Durante décadas, Sinatra había definido el glamour de la noche urbana. Se trataba de un tiempo y de un espacio a la vez; habitar la noche, volverse una de sus inquietas criaturas, era un pequeño acto desafiante, una compartida declaración de libertad, una negativa a acatar todas las reglas convencionales que insistían en que los hombres y las mujeres se levantaran a las siete de la mañana [...] En su música, Sinatra dio voz a todos aquellos que creían que una vida más intensa comienza a medianoche [...] Si uno amaba a alguien que no le correspondía, siempre se podía meter en una cantina, dejar su dinero sobre la barra y escuchar a Sinatra”. La labor de traducción de Jorge F. Hernández logra transmitirnos lo que es la distinguida y sonora prosa en inglés de Hamill, que en este libro, quintaesencial entre los suyos,

“El único cantante masculino que he visto además de mí mismo, y que sea mejor que yo, es Michael Jackson” alcanza momentos deconcentración poética. A través de las atmósferas y los detalles que revela, el autor nos convence de la riqueza mítica de un pasado reciente, y deja que nos seduzca un hombre de leyenda. Más allá de eso, se preocupa por puntualizar que es la calidad de Sinatra como músico, como vocalista, la razón central de su trascendencia. Así, la atención deja de recaer en la noción moderna de celebridad y se le restaura peso cabal a la dignidad del personaje como artista en el sentido más amplio de la palabra.

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“Yo a esa mierda de música llamada rock and roll, no le doy ni cinco años de vida”


7 Los léperos son los personajes más inquietantes del Periquillo

El humor mestizo Por Enrique Serna

En los tiempos de Fernández de Lizardi, el humor era una cosa seria

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asta hace poco, el humor español había tenido una fuerte proclividad a la deformación grotesca de las pasiones humanas, en particular las que la Iglesia cataloga como pecados. La tradición que va del “Libro de buen amor” a los caprichos de Goya, de la poesía satírica de Quevedo a los esperpentos de Valle Inclán, establece un paralelo entre las flaquezas del cuerpo y la suciedad del espíritu, con una saña moral que a veces raya en la escatología. Pero es evidente que bajo el pretexto de sermonear, el Arcipreste de Hita, Fernando de Rojas, Quevedo y muchos otros talentos obscenos se deleitaban con el morbo y la procacidad como cualquier pecador. Más aún: su actitud moralizante era un subterfugio para escribir literatura licenciosa, o en el caso de Goya, para plasmar la belleza plástica de la locura y el mal. El humor a la mexicana es un producto del choque entre la rispidez verbal del conquistador y la suavidad eufemística del indio. Entre los pueblos nahuas el sarcasmo soez y directo estaba proscrito por una larga tradición de mesura en el trato social. Según Jacques Soustelle, “el ideal de la nobleza azteca era una gravedad completamente romana en la vida privada, en las palabras, en la actitud, y si algún senador decía chascarrillos o palabras de burla, perdía su cargo y se le ponía por nombre tecuecuecuehtli, que quiere decir truhan”. ¿Significa esto que los primeros mexicanos no tuvieron sentido del humor? Sería muy difícil que hubieran podido sobrevivir sin él. Las figuras sonrientes de los dioses totonacas indican que para algunos pueblos prehispánicos el sentido del humor era un atributo divino. El carácter juguetón de Hunahpú e Ixbalanqué y su torneo de bromas pesadas en el Popol Vuh revelan la existencia de una camaradería jocosa entre los dioses de la mitología maya. Aunque los humoristas aztecas tuvieran una deplorable reputación, hubo entre ellos un tipo social, el bufón chocarrero, que según los informantes de Sahagún “es suave y gracioso en su hablar y sabe decir muchos donaires”. De manera que incluso ese comediante o truhan era apreciado por su tersura, no por su estridencia.

Aunque los humoristas aztecas tuvieran una deplorable reputación, hubo entre ellos “el bufón chocarrero”

La colisión de la delicadeza autóctona con la aspereza española fue tan violenta que hasta la fecha el pueblo la sigue resintiendo. Consumada la Conquista, la cortesía del indio se convirtió en un arma de resistencia contra la insolencia frontal de los nuevos amos. El sustrato náhuatl del español novohispano se reflejó de inmediato en los diminutivos, las súplicas imperativas y las fórmulas de respeto empleadas por las primeras generaciones de mestizos y criollos. En particular, los “léperos” (vagabundos envueltos en una manta que bebían pulque en las plazas públicas) desarrollaron un lenguaje críptico lleno de claves secretas, para entenderse entre ellos sin revelar sus intenciones a la “gente de bien”. Nuestra novela picaresca nació con tres siglos de retraso, en plena guerra de Independencia, cuando se aflojaron los controVIERNES 11 DE DICIEMBRE DE 2015

les inquisitoriales y José Joaquín Fernández de Lizardi pudo publicar “El periquillo sarniento”, una crónica novelada de la vida cotidiana en México a principios del XIX. Sin duda, los léperos son los personajes más inquietantes del Periquillo. Conocidos también como “gente de la chichi pelada”, llevaban “echada la sábana o frazada sobre el hombro izquierdo y terciada bajo el brazo derecho, dejando al descubierto la teta derecha”, pero en ocasiones podían compartir la sábana con algún compañero de farra a quien llamaban “su valedor”. Desayunaban un jarro de pulque o un trago de aguardiente, se dedicaban al juego, al robo, a las riñas callejeras, a la copulación con las “leperuzcas” y escandalizaban a la buena sociedad por las obscenidades escandalosas que proferían. De manera que en vez de aceptar sumisamente la injusta sociedad de castas, los léperos eran rebeldes marginales que libraban una guerra pasiva contra el orden colonial. Sin embargo, la mención de sus “obscenidades escandalosas” refleja una ruptura con la proverbial delicadeza del indio, como si en la disyuntiva de elegir la identidad que más les cuadraba, los ancestros del pelado y el naco hubieran tomado partido por el temple bravucón de la casta superior. (Letras Libres; abril de 2014. José Joaquín Fernández de Lizardi nació el 10 de diciembre de 1776).

Como los “nacos” de ahora, los léperos eran “gente de la chichi pelada”


8 12 de diciembre de 1531, el día que México nació

El Suceso Guadalupano, de alguna manera tuvo que ser Por Juan L. Simental

El Nican Mopohua, de Antonio Valeriano, y Juan de Zumárraga, testigos de la historia

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uenta el relato que era un sábado, muy de mañana. Cuauhtlatoatzin (que en náhuatl quiere decir “el águila que habla”), un indio chichimeca piadoso, se apresuraba porque pronto sería la hora del catecismo con los frailes; luego, la misa. A paso veloz, atravesaba el cerro al que nombraban del Tepeyac. Entonces escuchó una voz que lo llamaba: “Juanito, el más pequeño de mis hijos; yo soy la siempre Virgen María…”. Era el 9 de diciembre de 1531. La primera referencia histórica se encuentra en el Nican Mopohua, atribuido a Antonio Valeriano y publicado la primera vez por Luis Lasso de la Vega, diecinueve años después del acontecimiento del Tepeyac. Entre las presencias notables –y necesarias- que dieron testimonio resalta la del obispo Juan de Zumárraga, principal entre todos, y es que se podía dudar de la palabra de un indio, pero dudar de la palabra de un alto dignatario de la Iglesia era impensable. La historia es conocida. Fueron en total cuatro las apariciones de la Señora del Cielo, “la más pequeña de mis hijas”, como alguna vez también la llamó Juan Diego, y desde el principio ella hizo una petición principal: “quiero que me construyan un tiemplo”. Pero “el águila que habla” –aunque lo hiciera con la misma Madre de Dios- era “poca cosa, escalerilla, cola”, como él mismo decía de sí. Por eso un día se atrevió a sugerir a la señora Tequatlasupe: “manda a otro más importante”. Pero todo sería tal como estaba escrito. El final del relato, impensado para todos… El día 12, Juan Diego, que rehuía en encuentro con la Virgen, da un rodeo, pero ella lo sorprende y le dice que no tema, que su tío Juan Bernardino ya sanó. Luego le ordena que vaya y corte unas rosas de castilla de un lugar en el que estas no nacían. Después de presentarlas a la Señora del Cielo, esta lo envía con el obispo De Zumárraga. Al llegar, además del franciscano, había otros ante los cuales Juan Diego despliega su ayate. Entonces sucede el milagro. (J.J. Benítez, en su libro “El misterio de la Virgen de Guadalupe”, publicó el estudio científico de las siluetas de diversas personas que aparecen grabadas en los ojos de la imagen, como sucede en el ojo real, al momento en que ella “ve” a los presentes). Más allá de la polémica en torno al origen de la imagen impresa en el ayate de Juan Diego, aunque por diversos medios, todos científicos, ha

“Quiero que me construyan un templo”, pidió la Señora del Cielo Un día fue la Revolución del Pensamiento; el hombre aprendió a pensar

sido imposible encontrar una “causa humana”, quedan el relato de Antonio Valeriano y el testimonio del propio Juan de Zumárraga. Entre todas las preguntas que se han planteado en torno al acontecimiento guadalupano, existen dos que vale la pena proponer. La primera es la pregunta ética: ¿para qué? La segunda, tal vez, tiene más que ver con un cierto recurso retórico, pero que da luz a la posibilidad: ¿por qué no? En torno a la primera pregunta, para abreviar y sin que esto demerite en argumentos ni sea sinónimo de simplismo, baste decir que son muchos los que ven en el acontecimiento guadalupano la ocurrencia de un hecho providencial (providencial en el sentido del fruto obtenido), pues la presencia de Guadalupe logró lo que no pudieron las espadas: la integración de españoles y naturales y el nacimiento de la que luego sería la nación mexicana. El Dr. Eduardo Chávez Sánchez, postulador para la causa de Juan Diego, afirma sin rodeos: México nació el 12 de diciembre de 1531. Para responder a la segunda cuestión, hay que echar mano, como una referencia válida, de la historia que narra Yuval Noah Harari en su libro genial “De animales a dioses”. En los tiempos primeros en los que se forjaba la humanidad, distintos grupos de prehumanos convivían en espacios relativaVIERNES 11 DE DICIEMBRE DE 2015

mente comunes. Entre ellos resaltaban los neandertales, físicamente dotados para la sobrevivencia: más altos, más fuertes, más resistentes a las inclemencias del clima; sin embargo, desaparecieron. Había otros, menos equipados para la sobrevivencia, que perduraron en el tiempo: los homo erectus. Entre ambos grupos hubo una diferencia fundamental que hizo distintas las suertes: en los últimos se dio la Revolución del Pensamiento; aprendieron a pensar. No solo se organizaron para cazar –y de paso arrasar con la subsistencia de los grupos ajenos- y protegerse, sino que desarrollaron creencias y se unieron en torno a ellas. Un día, en el máximo desarrollo –o atrevimiento- del pensamiento, el homo sapiens forjó la idea del Trascendente, aquel que estaba más allá de toda realidad experimentable con los sentidos. Harari lo resume de un modo que provoca a más de uno: “el secreto fue seguramente la aparición de la ficción”. Esas ficciones –sistemas de creencias- dieron la ventaja definitiva a los primeros humanos. A la luz de lo anterior, cabe una tercera pregunta: de no haberse dado el Suceso Guadalupano, ¿se habría gestado la nación mexicana, mezcla de ambas razas? ¿Habría sido de otra forma o se habría perdido la oportunidad? Hacer teoría de lo que no fue es otra manera de la ficción. Sin embargo, el Suceso Guadalupano fue, ahí están los testimonios. Esto es lo que, a final de cuentas, ha trascendido al presente y, seguramente, lo hará también con el futuro.

Dos preguntas pertinentes: ¿para qué? y ¿por qué no?


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