NAVIDAD EN EL CORAZÓN - No 1

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Navidad corazรณn

en el

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bicicletas antiguas, las que tenía para chicas eran todas modelos de los años cincuenta. No eran el tipo de bicicleta que un niño escogería hoy en día. Cuando llegó la temporada navideña, Emily y yo fuimos a diversas tiendas para comparar precios. Ella encontró varias bicicletas menos costosas y pensó que tendría que conformarse con una de esas. Cuando íbamos saliendo de una de las tiendas, vio a un voluntario del Ejército de Salvación que hacía sonar su campanita pidiendo donaciones. —¿Podemos darle algo, papi? —preguntó. —Lo siento, Emily, no tengo cambio —le respondí. Emily siguió trabajando duro todo diciembre. Parecía que en efecto lograría su objetivo. Sin embargo, un día bajó a la cocina para contarle algo a su madre.

¿Coincidencia? Dad y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir. (S. Lucas 6:38).

Me sentía muy orgulloso de mi hija Emily. Tenía sólo nueve años, y había estado ahorrando el dinero que le dábamos cada mes y tratando de ganar un poco más realizando pequeñas tareas en el vecindario. Estaba decidida a conseguir suficiente dinero para comprarse una bicicleta de montaña. Hacía tiempo que quería una y desde el inicio del año comenzó a ahorrar diligentemente. —¿Cómo te va, mi cielo? —le pregunté poco después del Día de acción de gracias. Sabía que ella esperaba conseguir todo el dinero antes del fin de año. —Tengo cuarenta y nueve dólares, papá, no sé si lo voy a lograr —me respondió. —Has trabajado muy duro —le dije para animarla—. Sigue así. Claro que siempre puedes tomar una de las bicicletas de mi colección. —Gracias, papá, pero las tuyas son muy viejas. Sonreí para mis adentros. Ella tenía razón. Como soy coleccionador de

SUMARIO ¿Coincidencia? ................................. 2 La última pajita .................................. 4 Intercambio de regalos .................. 10 Zapatillas doradas para Jesús ........ 14 El explorador .................................. 15 El verdadero Santa Claus ............... 17

Relatos reproducidos por cortesía de Chicken Soup for the Christian Soul, por Jack Canfield, Mark Victor Hansen, Patty Aubery, y Nancy Mitchell; Health Communications, Inc.;1997. (Las publicaciones del Programa de Formación de Líderes Cristianos no tienen fines lucrativos y se distribuyen sin costo alguno.)

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sación de que también debía donar esa segunda bicicleta. Llegué a la conclusión de que si Emily podía hacer caso de las instrucciones celestiales, yo también podía. Así que regresé al garaje, agarré la otra bicicleta y me dirigí al concesionario. Cuando las entregué, el vendedor de autos me dio las gracias y añadió: —Está haciendo muy felices a dos niños, Sr. Koper. Estos son sus dos billetes. —¿Billetes para qué? —pregunté. —Por cada bicicleta donada, ofrecemos un billete para la rifa de una bicicleta de montaña para hombre nuevecita, con 21 velocidades. La rifa la hace un distribuidor local. Así que tiene dos oportunidades para ganar. La verdad es que no me sorprendió mucho que el segundo número fuera el ganador. —¡No puedo creer que ganaras! —exclamó Diana, riéndose. —Yo no gané —contesté—. Es bastante claro que fue Emily la que ganó. Tampoco me sorprendió mucho que el distribuidor de bicicletas accediera de buena gana a darnos una bicicleta de montaña para chica, en vez de la de hombre. ¿Fue una coincidencia? Quizás. Yo prefiero pensar que esa fue la manera

—Mamá —dijo con vacilación—, ¿recuerdas el dinero que he estado ahorrando? —Sí, mi amor —respondió Diana, mi esposa. —Dios me dijo que se lo dé a los pobres. Diana se arrodilló para estar a la misma altura que Emily. —Sería un lindo gesto, mi amor. Pero has estado ahorrando todo el año. Quizá podrías dar una parte. Emily sacudió la cabeza firmemente. —Dios dijo que debía darlo todo. Cuando nos dimos cuenta de que iba en serio, le dimos varias ideas de lugares a los que podría contribuir. No obstante, Emily había recibido instrucciones específicas. Así que una fría mañana de domingo, antes de Navidad, se acercó a un voluntario del Ejército de Salvación y le entregó sin fanfarria todos sus ahorros: 58 dólares. El desinterés de Emily me conmovió. Había un vendedor de autos que estaba recogiendo bicicletas usadas para repararlas y regalarlas en la Navidad a niños pobres. Me di cuenta de que si mi hija de nueve años era capaz de regalar todo su dinero, yo ciertamente podía regalar una de las bicicletas de mi colección. Fui al garaje y tomé una bicicleta para niños que estaba bonita, si bien pasada de moda. Mientras lo hacía, una segunda bicicleta parecía llamarme. ¿Debería regalar otra? No, bastaba con una. No obstante, cuando me disponía a entrar al auto, no podía deshacerme de la sen-

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hogar de los McDonald parecía faltarle el ambiente navideño. Esta debía ser una temporada de cariño y generosidad en la que el corazón está feliz. Para que reinara el espíritu navideño en el hogar no bastaba con paquetes bonitos o lucecitas en el árbol. ¿Cómo podía una madre convencer a sus hijos de que la preparación más importante para la Navidad era la bondad que se manifestaran unos a otros? A mamá sólo se le ocurría una idea. Años atrás su abuela le había relatado una vieja costumbre navideña que ayudaba a la gente a descubrir el verdadero sentido de la Navidad. A lo mejor daría buen resultado con su familia. No perdía nada con intentar. Reunió a sus cuatro chiquillos y los hizo sentarse en las escaleras, del más pequeño al más alto: Mike, Randi, Kelly y Eric. —¿Qué les parece si comenzamos una nueva actividad navideña este año? —preguntó—. Es un juego, pero sólo lo pueden jugar quienes sean capaces de guardar un secreto. ¿Ustedes pueden? —¡Yo puedo! —exclamó Eric, agitando los brazos. —¡Yo puedo guardar un secreto mejor que él! —gritó Kelly, saltando y agitando también su brazo. Si de un concurso se trataba, Kelly no quería perder la ocasión de ganarle a Eric. —¡Yo también! —dijo Randi, quien a pesar de no entender muy bien, no quería perderse nada.

en que Dios eligió recompensar a una niña que hizo un sacrificio propio de una persona mayor, y a la vez impartir al padre una lección de amor y del poder del Señor. —Ed Koper

La última pajita Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras (Hebreos 10:24).

Era otra larga tarde de invierno y la familia McDonald estaba encerrada en la casa. Los cuatro niños estaban discutiendo otra vez, molestándose unos a otros y peleando por los juguetes. En momentos así, a mamá le daba la impresión de que sus hijos no se querían, aunque sabía que no era cierto. Los hermanos de cualquier familia se pelean. Sin embargo, sus pequeños traviesos se habían estado tratando atrozmente, sobre todo Eric y Kelly, que se llevaban apenas un año. Parecían estar resueltos a pasar el invierno haciéndose la vida imposible el uno al otro. —Dame eso. ¡Es mío! —¡Claro que no, gordinflón! ¡Yo lo agarré antes! Mamá suspiró al oír otra discusión en la sala. Faltaba sólo un mes para la llegada de la Navidad y, tristemente, al

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—¡Y yo, y yo! —gritó Mike, el más pequeño, mientras saltaba. —Muy bien. Déjenme explicarles el juego —dijo mamá—. Este año vamos a prepararle una sorpresa al bebé Jesús. Para Nochebuena le tendremos lista la cama más suave del mundo. Vamos a construirle una cunita acá en nuestra casa, y la llenaremos de paja para que sea cómoda. Pero la cosa es esta: cada pajita que pongamos en el pesebre representará un acto cariñoso que hagamos por alguien desde ahora hasta el día de Navidad. Cuantas más cosas bondadosas hagamos, más paja habrá para el Niño Jesús. Lo del secreto es que no podemos decirle a nadie las cosas buenas que hagamos ni por quién las estamos haciendo. Los niños tenían una mirada confundida. —¿Cómo sabrá Jesús que esa es Su cama? —preguntó Kelly. —Él sabrá —dijo mamá—. La reconocerá por el amor que pongamos en ella, por lo suave que esté. —¿Y por quién vamos a hacer esas cosas? —preguntó Eric. —Es muy sencillo —respondió mamá—. Las haremos unos por otros. Una vez por semana pondremos todos nuestros nombres en este gorro, incluidos el de papá y el mío. Luego, cada uno sacaremos un nombre y haremos cosas lindas por esa persona durante una semana. La parte difícil es que no podemos decirle a nadie el nombre que nos salió esa semana, y vamos a tratar de hacerle todos los

favores que podamos a esa persona sin que ella se dé cuenta. Por cada cosa buena que hagamos en secreto, pondremos otro pedazo de paja en la cuna. —¿Y qué pasa si me toca alguien que no me cae bien?—se quejó Kelly. Mamá se lo pensó un minuto. —Quizá puedes poner una paja más gruesa por las cosas que haces por esa persona, porque va a ser más difícil. Imagínate lo rápido que se va a llenar la cuna con esos pedazos gruesos. Luego en Nochebuena, pondremos al Niño Jesús en su camita y esa noche dormirá en una cama echa de amor. Yo creo que le va a gustar, ¿no les parece? —¿Quién va a construir la cuna? —preguntó mamá. Como Eric era el mayor y el único de los niños que podía usar las herramientas, se dirigió hacia el sótano para tratar. Durante las dos horas siguientes se escuchó el sonido de martillazos y del serrucho. Luego el ruido paró por un largo rato. Finalmente, Eric subió las escaleras cargando el pesebre. —¡Aquí está! —dijo con una enorme sonrisa— ¡La mejor cuna del mundo! Y la hice solito. Todos estaban de acuerdo; el pequeño pesebre era la mejor cuna del mundo. Como era de esperarse, una de las patas se quedaba corta por un par de centímetros, y la cuna se mecía

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—respondió mamá. Esa noche durante la cena escribieron los seis nombres, cada uno en un papel distinto. Luego doblaron los papeles, los mezclaron en un viejo gorro de béisbol y comenzaron a sacarlos. Kelly sacó el primero y comenzó a reírse inmediatamente. Randi fue el segundo. Papá echó una mirada a su papel y se cubrió la cara mientras sonreía. Mamá no dio ninguna pista del nombre que sacó. El siguiente fue Mike, pero como todavía no podía leer, papá tuvo que decirle al oído el nombre de la persona que le había tocado. Eric fue el último. Cuando desdobló su papel se le frunció el ceño por un instante, pero se metió el nombre al bolsillo y no dijo nada. La familia estaba lista para comenzar. La semana siguiente estuvo llena de sorpresas. Daba la impresión de que la casa de los McDonald había sido invadida por un ejército de duendes invisibles. Por todos lados se veían los frutos de actos de bondad. Cuando Kelly entraba al cuarto para acostarse por la noche, se encontraba con que alguien le había preparado la cama y el camisón. Alguien recogió el aserrín de debajo de la mesa de trabajo sin que nadie se lo pidiera. Cierto día los restos de mermelada que había sobre la mesada de la cocina desaparecieron como por arte de magia cuando mamá salió a recoger el correo. Y cada mañana alguien entraba calladamente al cuarto de Eric y le hacía la cama mientras él se cepillaba los dientes, no era un trabajo perfecto, pero estaba hecha.

un poco. Sin embargo, había sido construida con amor —y unos cien clavos torcidos— y duraría mucho tiempo. —Ahora necesitamos paja —dijo mamá. Así que juntos se subieron al auto para buscar paja en los campos aledaños. Todavía no había caído nieve, por lo que había más probabilidades de encontrar algo que sirviera. Sorprendentemente, nadie se puso a discutir acerca de quién iría en la silla del frente ese día. Condujeron alrededor de los campos, buscando alguno vacío. Finalmente encontraron un lote desocupado en el que el pasto había crecido mucho durante el verano. Para entonces el pasto se había secado y sólo quedaban los tallos secos, que se veían igualitos a la paja. Mamá detuvo el auto y los niños salieron a toda prisa para recoger manojos del pasto seco. —¡Ya tenemos suficiente! —dijo mamá riéndose, cuando vio que la caja que había en el maletero estaba desbordándose—. Recuerden que es un pesebre pequeño. Una vez en casa, colocaron la paja cuidadosamente en una bandeja que mamá había puesto en la mesa de la cocina. Luego pusieron el pesebre encima y la paja cubrió la pata corta. —¿Cuándo vamos a escoger los nombres? —preguntaron los niños. —En cuanto llegue papá a cenar

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—¿Dónde están mis zapatos? —preguntó papá una mañana. Nadie parecía saberlo, pero antes de salir a trabajar, los encontró de vuelta en el armario, bien lustrados. Mamá se dio cuenta de que durante esa semana otras cosas también cambiaron. Los niños no se fastidiaban tanto entre sí ni peleaban tanto. Cuando comenzaba una discusión, de repente se detenía sin razón aparente. Hasta parecía que Eric y Kelly se estaban llevando mejor. Todos los niños lucían sonrisas y a veces se reían estando solos. Cuando llegó el domingo, todos estaban ansiosos por sacar nuevos nombres. Esta vez hubo aún más risas y diversión durante el sorteo. El único que no se divirtió fue Eric. Al igual que la vez anterior, desdobló su pedazo de papel y se lo metió al bolsillo sin decir una palabra. Mamá se dio cuenta, pero no dijo nada. Durante la segunda semana se produjeron otros sucesos asombrosos. Alguien sacó la basura sin que nadie se lo pidiera. Alguien vació la papelera de Kelly, que normalmente estaba llena hasta el tope. El montoncito de paja fue creciendo. Faltaban sólo dos semanas para la Navidad y los niños se preguntaban si la cunita hecha en casa sería lo suficientemente cómoda para el Niño Jesús. —¿Quién va a ser el Niño Jesús? —preguntó Randi durante la noche del tercer domingo, después de que todos hubieran sacado nuevos nombres. —A lo mejor podemos usar uno de los

muñecos —dijo mamá—. ¿Qué tal si tú y Mike se encargan de elegirlo? Los dos niños menores salieron disparados para traer sus muñecos favoritos, pero todos querían ayudar a elegir el bebé. Mike trajo de su cuarto a Bozo el payaso, y lo entregó orgullosamente aunque después lloró un poquito cuanto todos se rieron. Poco después Bruffles, el viejo oso de peluche de Eric, se unió a los muñecos y peluches que llenaban el sofá. Entre ellos se encontraban Barbie y Ken, la rana Kermit, varios perros y ovejas de peluche y hasta un adorable monito que los abuelos le habían mandado un año a Mike. Sin embargo, ninguno parecía ser el apropiado. La única posibilidad parecía ser una muñeca vieja, que casi se caía a pedazos, a la que llamaban Parlanchina. Claro que después de muchos baños enmudeció para siempre. —Se ve de lo más graciosa ahora —dijo Randi de la muñeca parlanchina, y tenía razón. Una vez que estaba jugando a ser peluquera, Kelly se cortó su propio pelo y le cortó el pelo a la muñeca, y las dos quedaron con un rapado disparejo. El pelo de Kelly creció otra vez, pero no el de la muñeca. Ahora los mechones rubios que le salían de la cabeza le daban una apariencia de estar perdida y algo olvidada. Pero todavía tenía los mismos ojitos azules y brillan-

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—Han hecho un trabajo estupendo. Deben de haber cientos de pajitas en nuestra cuna, quizás hasta lleguen a mil. Deben estar contentos con la cama que han hecho. Pero recuerden, queda todo un día. Todos tenemos tiempo para hacer un poquito más a fin de que mañana por la noche la cama esté aún más suave. Tratemos de que sea así. El gorro dio su última vuelta a la mesa. Mike sacó un nombre y papá se lo dijo al oído, tal como había hecho en las semanas anteriores. Randi desdobló su papel debajo de la mesa, le echó una mirada y encogió los hombros con una sonrisa. Kelly metió la mano en el gorro y se rió alegremente cuando vio el nombre. Papá y mamá sacaron cada uno un papel y luego le pasaron el gorro a Eric. No obstante, cuando Eric desdobló el suyo y leyó el nombre, se le amargó el rostro y pareció que iba a llorar. Sin decir nada, salió disparado del cuarto. Todos se pusieron inmediatamente de pie, pero mamá los detuvo. —¡No! Quédense donde están —dijo—. Déjenme hablar a solas con él. Mamá acababa de subir las escaleras cuando la puerta del cuarto de Eric se abrió de golpe. Se estaba poniendo el abrigo con una mano y en la otra llevaba una pequeña maleta. —Tengo que irme —dijo sollozando—. Si me quedo haré que todos pasen una mala Navidad. —¿Por qué dices eso? ¿Y adónde vas? —preguntó mamá.

tes, así como la sonrisa, si bien tenía algunas manchas en la cara que le habían dejado las manitas regordetas de varios niños. —Creo que es la ideal —dijo mamá—. Seguro que Jesús no tenía mucho pelo tampoco cuando nació. Apuesto a que le gustaría ser representado por una muñeca que ha recibido tantos abrazos. Se decidieron por ella y los niños comenzaron a confeccionarle nueva ropa al Niño Jesús: un pequeño chaleco de cuero hecho de trozos que encontraron por ahí y unos pañales de tela. Lo mejor de todo es que el Niño Jesús cupo perfectamente en la pequeña cuna, pero como todavía no era hora de que durmiera ahí, lo pusieron con cuidado en un armario del pasillo para que esperara la Nochebuena. Mientras tanto, el montón de paja no dejó de crecer. Cada día había sorpresas. Los duendecillos habían estado aún más activos. En el hogar de los McDonald se respiraba finalmente el ambiente navideño. El único que había estado más callado de la cuenta era Eric. El último domingo para sacar nombres fue justo la noche antes de Nochebuena. Cuando toda la familia estaba sentada a la mesa esperando a que la última tanda de nombres fuera repartida, mamá dijo:

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—Puedo dormir un par de noches en mi refugio de invierno. Vendré a casa justo después de Navidad. Lo prometo. Mamá comenzó a decirle que se iba a congelar, que estaba nevando y no llevaba guantes ni botas, pero papá, que estaba parado justo detrás de ella, la tomó del brazo y meneó la cabeza. La puerta del frente se cerró y los dos se quedaron mirando desde la ventana a la pequeña figura de hombros caídos que cruzaba la calle y se sentaba en un montón de nieve cerca de la esquina. No llevaba gorro y estaba muy oscuro y frío afuera. Unos cuantos copos de nieve comenzaron a caer sobre el niño y su maleta. —¡Se va a congelar! —dijo mamá. —Deja que esté solo por unos minutos —dijo papá—. Luego puedes ir a hablar con él. Eric ya estaba cubierto con un manto blanco para cuando mamá cruzó la calle 10 minutos más tarde y se sentó junto a él. —¿Qué pasa, Eric? Te has portado muy bien estas últimas semanas, pero sé que has estado molesto por algo desde que comenzamos con lo de la cuna. ¿Podrías decirme qué es, mi cielo? —Ay, mamá, ¿no te das cuenta? —sollozó—. He tratado, pero ya no puedo más, y ahora le voy a aguar la Navidad a todos. Diciendo eso rompió en lágrimas y se echó en los brazos de su madre. —Pero no entiendo —dijo mamá mientras le secaba las lágrimas—. ¿Qué es lo que no puedes hacer? ¿Y cómo es que nos vas a

aguar la Navidad? —Mamá —dijo el chiquillo entre sollozos—, es que no entiendes. ¡Me tocó Kelly las cuatro semanas! ¡Y ella no me cae bien! ¡Si hago algo más por ella me voy a morir! Yo traté, mamá, de veras que sí. Entré a escondidas a su cuarto cada noche y le arreglé la cama. Hasta saqué su feo camisón y se lo puse sobre la cama. Le vacié la papelera. Un día le presté mi carro de carreras, ¡pero ella lo estrelló contra la pared como siempre! —Traté de portarme bien con ella, mamá. Cuando me llamó estúpido porque una de las patas de la cuna estaba muy corta, no le pegué. Y cada semana, cuando sacábamos nuevos nombres, pensé que me tocaría alguien más. Pero hoy, cuando me salió otra vez su nombre, sabía que no podría hacer ninguna otra cosa linda por ella. ¡Es que no puedo! Mañana es Nochebuena. Les echaré a perder la Navidad a todos justo cuando vayamos a poner al Niño Jesús en la cuna. ¿Ves por qué me tenía que ir? Se quedaron sentados sin decir nada durante unos minutos. Mamá tenía el brazo apoyado sobre los hombros del pequeño. Lo único que rompía el silencio era un sollozo ocasional. Al cabo de un rato, mamá comenzó a hablar en voz baja.

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—Eric, estoy muy orgullosa de ti. Cada uno de tus actos de bondad debería contar por el doble porque tuviste que hacer un esfuerzo adicional para tratar bien a Kelly durante tanto tiempo. Aunque te costó, hiciste todas esas cosas lindas, una a la vez. Diste de tu amor aunque no era fácil. A lo mejor esa es la esencia del espíritu de la Navidad. Si dar no nos cuesta nada, quizás es que en realidad no estamos dando mucho de nosotros mismos. Las pajitas que tú añadiste son probablemente las más importantes. Deberías estar orgulloso de ti mismo. —¿Quieres poder añadir unas pajitas sin esforzarte tanto? Todavía tengo en el bolsillo el nombre que saqué esta noche y aún no lo he leído. ¿Qué te parece si cambiamos, ya que es el último día? Será nuestro secreto. Eso no es hacer trampa —dijo mamá con una sonrisa. Se secaron las lágrimas, se quitaron la nieve de encima y regresaron a la casa. Al día siguiente toda la familia estaba ocupada cocinando y arreglando la casa para el día de Navidad. Estaban envolviendo regalos de último momento y haciendo todo lo posible por contener su euforia. Aun entre toda la actividad y emoción, una nueva tanda de pajas llenó la cuna. Para cuando

llegó la noche estaba llena hasta el tope. Cada tanto pasaba alguien frente a la cuna y fuera grande o pequeño, se detenía para observarla durante unos instantes y luego seguía adelante con una sonrisa en los labios. Ya casi era hora de que fuera ocupada. ¿Estaba suficientemente suave? Una pajita la haría aún más cómoda. Pensando eso, mamá entró calladamente al cuarto de Kelly, justo antes de la hora de acostarse, para prepararle la cama y el camisón. Sin embargo, se detuvo sorprendida justo a la puerta. Alguien ya había estado allí. El camisón estaba puesto ordenadamente sobre la cama y junto a la almohada estaba parqueado un pequeño carro de carreras. Después de todo, la última pajita fue la de Eric. —Paula McDonald

Intercambio de regalos Quien alumbra la vida de alguien más no puede permanecer en la oscuridad. —Sir James Matthew Barrie

Me crié convencida de que la Navidad era una fecha en que sucedían cosas extrañas y prodigiosas, en que sabios y regios visitantes llegaban en camello, en que los animales conversaban a media noche en el establo, y a la luz de un astro fabuloso Dios venía a nosotros en forma de recién nacido. Para mí, la Navidad siempre ha sido una fecha mágica, y so-

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bre todo aquella en que mi hijo Marty tenía ocho años. Ese año me había ido a vivir con mis hijos a un acogedor remolque situado en un bosque cerca de Redmond, en el estado de Washington. Se acercaban las vacaciones, y estábamos todos llenos de una alegría, que no había logrado sofocar ni las lluvias de invierno que azotaban el estrecho de Puget, empapando nuestro hogar y embarrando el piso. Durante todo el mes de diciembre, Marty había estado más animado y ocupado que ninguno de los demás. Era mi hijo menor, rubio, bastante alegre y juguetón. Cuando se le hablaba, tenía la original costumbre de alzar la vista a quien le hablaba, inclinando la cabeza como un perrito. Esto se debía a que Marty era sordo del oído izquierdo, aunque nunca se quejaba de dicha molestia. Llevaba semanas observando a Marty. Sabía que tramaba algo y no me lo quería decir. Lo veía hacer la cama con presteza, sacar la basura, poner la mesa con cuidado y ayudar a Rick y a Pamela a preparar la cena. Veía también cómo se guardaba, sin decir nada, el poco dinero que le daba para sus gastos, del cual no empleaba ni un centavo. No tenía ni idea de lo que andaba planeando en secreto, pero sospechaba que tenía algo que ver con Kenny. Kenny era el amigo de Marty; los dos eran casi inseparables desde que se habían conocido la primavera anterior. Si se llamaba a

uno, acudían los dos. Tenían su mundo en la pradera, donde atrapaban ranas y culebras, donde buscaban puntas de flecha o tesoros escondidos, o se pasaban la tarde dando de comer maní a las ardillas. Nuestra pequeña familia atravesaba tiempos difíciles, y con las justas teníamos para vivir. Entre mi trabajo en la carnicería y una buena dosis de ingenio, nos las arreglábamos para vivir con elegancia y poco dinero. En cambio, la familia de Kenny era más pobre que las ratas, y su madre se las veía y se las deseaba para vestir y dar de comer a sus dos hijos. Era una familia buena y unida; pero la madre era orgullosa y tenía reglas estrictas. ¡Cómo nos esforzamos aquel año —al igual que todos los demás— por alegrar nuestro hogar para las fiestas! Nuestra Navidad estaba llena de regalos ocultos y de adornos caseros extendidos por todas partes. A veces Marty y Kenny se quedaban sentados a la mesa el tiempo suficiente para hacer una cornucopia* o tejer canastitas para el árbol de Navidad. Pero de pronto, uno le decía algo al otro al oído, y los dos salían y se deslizaban con cuidado por debajo de la cerca electrificada del terreno donde pastaban caballos que separaba la casa de Kenny de la nues-

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tra. (*Cesta en forma de cuerno y rebosando frutas y espigas, que representa la abundancia.) Una noche, poco antes de Navidad, yo estaba amasando diminutas galletas danesas en forma de frutos secos y con abundante canela, cuando Marty entró y me dijo en un tono que denotaba tanto felicidad como orgullo: —Mamá, le he comprado un regalo de Navidad a Kenny. ¿Quieres verlo? Enseguida caí en la cuenta de que eso era lo que había estado tramando. —Es algo que Kenny quería tener desde hace mucho tiempo, mamá. Se limpió bien las manos con un paño y se sacó del bolsillo una cajita. Cuando la abrió, vi la brújula que mi hijo había comprado con sus ahorros, una brújula para guiar a un aventurero de ocho años por los bosques. —Es un regalo precioso, Marty —le dije. Al decirle estas palabras, me asaltó cierta inquietud. Sabía lo que pensaba la madre de Kenny de la pobreza de su familia. Casi ni tenían para hacerse regalos entre ellos, y hacérselos a otras personas era algo impensable. Estaba segura de que la orgullosa madre de Kenny no permitiría que a su hijo le hicieran un regalo que no pudiera corresponder. Con tacto y delicadeza, hablé del

asunto con Marty. Él lo entendió. —Ya sé, mamá, ya sé, pero... ¿y si lo hago en secreto, y él no se entera de quién se la ha regalado? No supe qué responderle. No sabía qué decirle. El día de Nochebuena fue frío, gris y lluvioso. Los tres niños y yo estuvimos tropezando unos con otros y abriéndonos paso a empujones por nuestro diminuto hogar mientras dábamos los últimos toques a los secretos de Navidad y nos preparábamos para la llegada de los familiares y amigos que iban a venir. Cayó la noche. La lluvia continuaba. Miré por la ventana de la cocina, y me embargó una sensación de tristeza. Me daba la impresión de que sólo en noches claras sucedían cosas extrañas y prodigiosas, en noches en que al menos pudiera verse una estrella en el cielo. Volví la mirada y, mientras echaba un vistazo al pan y al jamón que tenía en el horno, vi salir a Marty. Se había puesto el abrigo encima del pijama y, estrechando una cajita cuidadosamente envuelta, se la metió en el bolsillo. Bajó hacia el empapado pastizal, se deslizó rápidamente bajo la cerca electrificada y se dirigió a la casa de Kenny. Subió las escaleras de puntillas, chapoteando un poco con los zapatos. Entreabriendo la puerta de tela mosquitera, colocó su regalo en el umbral, alargó la mano hasta el timbre y lo oprimió con todas sus fuerzas.

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Luego, volteándose con rapidez, bajó a toda prisa las escaleras y atravesó el pastizal corriendo frenéticamente para no ser descubierto. De pronto, chocó contra la cerca electrificada. El impacto de la sacudida le hizo tambalearse, y cayó aturdido en el suelo mojado. Sentía un hormigueo por el cuerpo y respiraba con dificultad. Poco a poco, sintiéndose aún débil, confuso y asustado, emprendió el penoso camino de regreso a casa. —¡Marty! —exclamamos cuando lo vimos entrar bamboleándose—. ¿Qué te pasó? El labio inferior le temblaba, y los ojos le lloraban. —¡Me olvidé de la cerca, y me dio una sacudida que me tumbó! Estreché su embarrado cuerpo contra el mío. Todavía estaba algo aturdido, y tenía una señal roja desde la boca hasta la oreja que estaba empezando a ampollarse. Le curé rápidamente la quemadura, le di una taza de cacao caliente para tranquilizarlo, y recuperó su buen ánimo de siempre. Lo acosté y, antes de quedarse dormido, me dijo: —Mamá, Kenny no me vio. Estoy seguro de que no me vio. Aquella Nochebuena me acosté confusa. Me parecía bastante triste que le sucediera algo así a un niño que estaba cumpliendo una misión navideña de lo más noble, que estaba haciendo lo que el Señor quiere que todos hagamos: dar, y encima en secreto. Aquella noche no dormí bien. Creo que en lo

más hondo de mi ser me sentía decepcionada por que hubiera llegado la Nochebuena y no tuviera nada de mágico. ¡Cuánto me equivocaba! Cuando nos levantamos, había escampado, y lucía el sol. La marca de la cara de Marty estaba muy roja, pero vi que la quemadura no era grave. Abrimos los regalos y, al poco rato, como era de esperar, Kenny tocó a nuestra puerta, impaciente por enseñarle a Marty su flamante brújula y contarle la forma tan misteriosa en que había aparecido. Estaba claro que Kenny no sospechaba en modo alguno de Marty. Mientras los dos conversaban, Marty no dejaba de sonreír. Observé entonces que, mientras los dos hablaban de sus regalos de Navidad, Marty no inclinaba la cabeza. Daba la impresión de que estuviera escuchando con su oído sordo lo que Kenny le decía. Semanas más tarde me llegó una nota de la enfermera del colegio en la que confirmaba lo que Marty y yo ya sabíamos: «Ahora Marty oye perfectamente con ambos oídos». El misterio de cómo recuperó Marty la audición y la conserva hasta el día de hoy sigue siendo eso: un misterio. Los médicos sospechan, lógicamente, que la sacudida eléctrica que recibió tuvo algo que ver con ello. Es posible.

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Sea cual sea la causa, sigo dando gracias a Dios por el excelente intercambio de regalos que tuvo lugar aquella noche. Así que continúan sucediendo cosas extrañas y prodigiosas en la noche en que conmemoramos el nacimiento de nuestro Señor. Y aunque no sea una noche clara, es posible ir en pos de una estrella fabulosa. —Diane Rayner

Zapatillas doradas para Jesús No sólo en las navidades, sino cada día del año, la alegría que a otros das vuelve siempre a tu regazo. John Greenleaf Whittier

Faltaban sólo cuatro días para Navidad. Aún no sentía el espíritu de la ocasión, a pesar de que el parqueadero de la tienda de descuentos estaba repleto. Dentro de la tienda era peor. Los carros de compras y los clientes de última hora causaban atascos en los pasillos. ¿Para qué vine hoy a la ciudad? Me pregunté. Los pies me dolían casi tanto como la cabeza. Tenía una lista de varias personas que decían no querer nada, pero yo sabía que se quedarían ofendidas si no les compraba algo. Comprar regalos no tenía nada de

entretenido para mí. Estaba comprando para gente que tenía de todo, y los precios eran exorbitantes. Llené mi carro de compras a toda prisa con esas cosas de último momento y me dirigí a las cajas. Escogí la que tenía la fila más corta, pero tendría que esperar al menos veinte minutos para llegar a la caja. Delante de mí había un niño y una niña. El niño tenía unos cinco años y la niña era un poco menor. Él llevaba un abrigo harapiento y unos tenis viejos y enormes que sobresalían debajo de unos pantalones que le quedaban muy cortos. En sus manos, que estaban muy sucias, tenía varios billetes de un dólar todos arrugados. La ropa de la niña se parecía a la de su hermano. Su cabeza era una maraña de pelo ondulado. En la cara se le veían restos de la cena. Llevaba en las manos un hermoso par de zapatillas doradas para la casa. Se oía música navideña en el equipo de sonido del almacén y la niñita tarareaba feliz y desafinadamente. Cuando llegamos a la caja, la niña puso los zapatos con mucho cuidado sobre el mostrador. Los sostenía como si se tratara de un tesoro. La cajera marcó la cuenta. —Son seis dólares con nueve centavos —dijo. El niño puso sus billetes arrugados sobre el mostrador mientras buscaba más en los bolsillos de su pantalón. Consiguió reunir 3 dolares con 12 centavos. —Supongo que tendremos que devolver-

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las —dijo valientemente—. Volveremos después, quizá mañana. En cuanto oyó eso, la niña dijo con un leve sollozo: —Pero a Jesús le habrían encantado esas zapatillas. —Bueno, volveremos a casa y trabajaremos un poco más. No llores, volveremos después —le aseguró su hermano. En ese instante le pasé tres dólares a la cajera. Esos niños habían esperado un largo rato en la fila, y a fin de cuentas, era Navidad. De repente un par de brazos me rodearon y una vocecita exclamó: —Muchas gracias, señora. —¿A qué te referías cuando dijiste que a Jesús le habrían gustado esos zapatos? —pregunté. El niño respondió: —Nuestra mamá está enferma y se va a ir al Cielo. Papá dijo que es posible que se vaya a vivir con Jesús antes de Navidad. La niña añadió: —En la escuela dominical, mi profesora me dijo que las calles del cielo son doradas, como estas zapatillas. ¿No le parece que mi mamá se vería hermosa caminando por esas calles con zapatos del mismo color? Los ojos se me aguaron al fijarme en la carita manchada por las lágrimas. —Sí —le respondí—, no me cabe duda. En ese momento le agradecí a Dios en silencio que se valiera de esos niños para recordarme lo que significa dar. —Helga Schmidt

El explorador Cuando haya en medio de ti menesteroso de alguno de tus hermanos en alguna de tus ciudades, en la tierra que el Señor tu Dios te da, no endurecerás tu corazón, ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre, sino abrirás a él tu mano liberalmente, y en efecto le prestarás lo que necesite (Deuteronomio 15:7-8).

A pesar de toda la diversión y las risas, Frank Wilson, de 13 años, no estaba feliz. Había recibido todos los regalos que quería. También le gustaban los encuentros familiares que celebraban cada Nochebuena —esta vez en casa de su tía Susan— con el objeto de intercambiar regalos y desearse lo mejor unos a otros. Sin embargo, Frank no estaba feliz, pues esta sería la primera Navidad que pasaría sin su hermano Steve, quien murió el año anterior atropellado por un conductor descuidado. Frank echaba de menos a su hermano y la estrecha relación que tenían. Frank se despidió de todos sus familiares y explicó a sus padres que se estaba yendo un poco antes porque quería visitar a un amigo, y que luego regresaría a pie. Estaba haciendo frío afuera, así que se puso su nueva chaqueta de tela escocesa. Ese era el regalo que más le gustaba. Los demás regalos los puso sobre el trineo que también acababa de recibir. 15


Luego salió a buscar al líder de su tropa de exploradores. Frank siempre se sintió a gusto con él. Sentía que él lo comprendía. Aunque era rico en sabiduría, su líder de tropa vivía en el sector pobre de la ciudad, y tenía que realizar diversos trabajos para sustentar a su familia. Para la desilusión de Frank, su amigo no estaba en casa. Mientras caminaba de vuelta a casa, observó los árboles y decoraciones que había en muchas de las pequeñas casas. Se detuvo frente a una ventana. Vio un cuarto viejo en el que había unos calcetines vacíos colgando frente a una chimenea también vacía. Junto a la chimenea estaba sentada una mujer llorando. Los calcetines le hicieron recordar que él y su hermano siempre colgaban los suyos el uno junto al otro. A la mañana siguiente siempre estaban llenos de regalos. De repente, se le cruzó una idea por la cabeza. Aún no le había hecho ningún favor a nadie ese día. Antes de que el impulso se desvaneciera, llamó a la puerta. —¿Sí? —inquirió la señora con tristeza. —¿Puedo pasar? —Como quieras —dijo ella viendo el trineo lleno de regalos. Suponía que estaba recolectando regalos—. Pero no tengo comida ni regalos para ti. No ten-

go nada, ni siquiera para mis propios hijos. —Es por eso que estoy acá —replicó Frank—. Por favor, tome del trineo los regalos que quiera para sus hijos. —¡Vaya! ¡Que Dios te bendiga! —respondió con gratitud la señora, que estaba asombrada. Escogió algunos dulces, un juego, el avioncito y un rompecabezas. Cuando tomó la linterna de explorador, Frank casi dejó escapar un grito. En unos instantes, los calcetines estaban llenos. —¿Cómo te llamas? —le preguntó a Frank mientras se despedía. —Me puede llamar el explorador navideño —le respondió. La visita conmovió al muchacho y encendió una inesperada llama de alegría en su corazón. Comprendió que su pena no era la única en el mundo. Para cuando salió del sector ya había repartido todos sus otros regalos. La chaqueta de tela escocesa cubría los hombros de un niño que había estado titiritando. No obstante, durante el trayecto a casa, a Frank le entró frío y se sintió incómodo. Había dado todos sus regalos y ahora no se le ocurría una explicación razonable que pudiera dar a sus padres. Se preguntaba cómo podría hacerles entender lo que hizo. —¿Dónde están tus regalos, hijo? —le preguntó su padre en cuanto entró a la casa. —Los regalé. —¿El avión que te dio la tía Susan? ¿El abrigo que te dio la abuela? ¿Tu linterna? Creí-

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mos que te habían gustado los regalos. —Sí, me gustaron mucho —respondió el muchacho de manera poco convincente. —¿Por qué fuiste tan impulsivo, Frank? —preguntó su madre—. ¿Cómo le vamos explicar esto a todas las personas que dieron de su tiempo y cariño para conseguirte esos regalos? Su padre replicó con firmeza: —Esa fue tu elección, Frank. No podemos permitirnos conseguir más regalos. Frank se sintió terriblemente solo. Su hermano ya no estaba con él y había decepcionado a su familia. No había esperado recibir una recompensa por su generosidad, pues sabía que el hecho de hacer un acto bondadoso debe ser la recompensa en sí. De otro modo, pierde su brillo. No obstante, se preguntaba si alguna vez recobraría el gozo que tenía antes. Le pareció haberlo recobrado esa noche, pero había sido una sensación pasajera. Pensó en su hermano y se quedó dormido mientras lloraba. Cuando bajó las escaleras la mañana siguiente, encontró a sus padres escuchando música navideña en la radio. De repente, el anunciador dijo: —¡Feliz Navidad! El relato navideño más bello que tenemos esta mañana viene del sector de los apartamentos. Un muchacho cojo tiene un trineo nuevo esta mañana, otro jovencito tiene una hermosa chaqueta y varias familias nos informaron que sus hijos están muy felices gracias a los regalos que les hizo anoche un joven que se presentó

simplemente como el explorador navideño. Nadie sabe quién es, pero los niños del vecindario afirman que era un representante personal del mismísimo Santa Claus. Frank sintió que su padre lo estrechaba entre sus brazos. Su madre sonrió entre las lágrimas. —¿Por qué no nos lo dijiste? No entendíamos lo que pasó. Pensamos que habías perdido tus regalos, o algo así. Estamos muy orgullosos de ti, hijo. Volvieron a sonar los villancicos en la radio llenado el cuarto de música. …Gloria al Dios de los Cielos, y paz a los hombres de buena voluntad. —Samuel D. Bogan

El verdadero Santa Claus Cuando recuerdes tu vida, verás que los momentos sobresalientes son aquellos en los que hiciste algo por los demás. —Henry Drummond

6 A.M., 23 de diciembre, 1961. Estoy escribiendo mientras viajo por avión de Nueva York a Los Ángeles. Mañana llegaré a Honolulu, que es donde vivo. Para entonces debo tener lista una historia de Navidad para relatar mañana a los niños del vecindario. Me han pedido que la titule:

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«¿Existe Santa Claus?» ¿Cómo puedo decir la verdad, y a la vez no desilusionar a un montón de niños que creen que en efecto existe? Espero que lleguemos a tiempo a Los Ángeles. Casi toda la gente a bordo tiene que hacer conexión con otro vuelo. 8:10 P.M. El piloto acaba de darnos malas noticias: Hay demasiada niebla en Los Ángeles. Tendremos que aterrizar en Ontario, California. En una pista de emergencia que no queda muy lejos de Los Ángeles. 3:12 A.M. 24 de diciembre. Luego de varios contratiempos, hemos aterrizado en Ontario, seis horas después de lo previsto. Todos tenemos frío y estamos exhaustos, hambrientos y de mal humor. Todos hemos perdido nuestras conexiones. Muchos no llegarán a casa para Nochebuena. No me hace ninguna gracia inventarme una historia acerca de Santa Claus. 7:15 A.M. Estoy escribiendo en el aeropuerto de Los Ángeles. Ha transcurrido mucho en las últimas cuatro horas. El aeródromo de Ontario estaba en caos. Varios aviones que se dirigían a Los Ángeles tuvieron que aterrizar ahí. Los pasajeros estaban con los nervios de punta —había más de mil— y querían avisar a sus familiares que llegarían tarde. Sin embargo, la ofici-

na del telégrafo estaba cerrada y había filas interminables frente a los teléfonos públicos. No había comida ni café. Los empleados del pequeño terminal estaban tan cansados y agitados como los pasajeros. Todo salió mal. El equipaje estaba todo amontonado en un mismo sitio, sin importar su destino. Nadie parecía conocer el itinerario de los buses ni la hora en que saldrían. Los bebés estaban llorando, las mujeres hacían preguntas a gritos, los hombres se quejaban entre sí y hacían comentarios sarcásticos. La multitud buscaba su equipaje empujando como un ejército de hormigas asustadas. Era difícil creer que el día siguiente era Navidad. De pronto, en medio de la conmoción, oí una voz confiada y tranquila. Resonaba como una enorme campana de iglesia, con gran claridad, calma y amor. —No se preocupe, señora –dijo la voz—. Encontraremos su equipaje y llegará a La Jolla justo a tiempo. Todo saldrá bien. Ese era el primer comentario amable y constructivo que había oído en mucho tiempo. Me di la vuelta y vi a un hombre que parecía haber salido directamente de una película sobre la Navidad. Era bajito y corpulento y tenía un rostro alegre. Llevaba una gorra que lo hacía parecer un guía turístico. De debajo de la gorra le salía el pelo blanco y ondulado. Llevaba botas de caza, como si hubiera llegado de un viaje por la nieve en un trineo jalado por renos. Tenía puesta una camisa de sudadera

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roja ajustada sobre su fornido pecho y rechoncha barriga. El hombre estaba parado junto a un carrito casero, hecho de una enorme caja apoyada sobre cuatro ruedas de bicicleta. En él llevaba café caliente y un montón de cajas de contenidos diversos. —Aquí tiene, señora —dijo el singular hombre de voz alegre—. Tómese un café caliente mientras buscamos su equipaje. Se dirigió hacia la montaña de equipaje empujando su carrito, deteniéndose solo por unos instantes para servir café a alguien más o para desearle una feliz Navidad a otra persona, o para prometer que regresaría a ayudar. Después de un rato encontró las posesiones de la señora. Las colocó en un carrito y le dijo: —Sígame, no más. La llevaremos al bus que va a La Jolla. Después de ubicarla, Kris Kingle (así lo comencé a llamar) regresó al terminal. Lo comencé a seguir por todas partes ayudándole con el café. Sabía que de todos modos mi bus no partiría hasta dentro de una hora. Kris Kingle dejaba un rastro de luz en esa deprimente situación. Algo en él hacía sonreír a todos. Al repartir café, sonarle la nariz a algún niño, reírse y cantar porciones de villancicos, calmaba a los angustiados pasajeros y los ayudaba a continuar su viaje. Cuando se desmayó una mujer, fue Kris

Kingle quien se abrió paso entre la multitud que no sabía qué hacer. De una de sus cajas de cartón sacó unas sales aromáticas y una cobija. Cuando la mujer recuperó el conocimiento, Kris le pidió a tres hombres que la llevaran a un sofá cómodo y les dijo que llamaran a un doctor por los altavoces. Me pregunté para mis adentros: Quién será este gracioso señor que hace que las cosas se lleven a cabo. Le pregunté: —¿Para qué compañía trabaja? —Hijo —me dijo—, ¿ves a esa niña de abrigo azul? Está perdida. Ve y dale esta barra de chocolate, y dile que se quede donde está, porque si se va por ahí, su madre nunca la va a poder encontrar. Seguí sus instrucciones y luego repetí mi pregunta: —¿Para qué compañía trabaja? —La verdad es que no trabajo para nadie. Me estoy divirtiendo, nomás. Cada diciembre dedico mis dos semanas de vacaciones a ayudar a los viajeros. Con lo agitada que es esta temporada, siempre hay miles de personas que necesitan que alguien les dé una mano. Fíjate en esa mujer allá. Había visto a una joven madre que lloraba con su bebé en brazos. Me guiñó el ojo, se ajustó la gorra y empujó

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su carrito hacia ellos. La mujer estaba sentada sobre su maleta, sosteniendo al bebé. —Bueno, bueno, hermana —dijo—. Tiene usted un hermoso bebé. ¿Qué dificultad tiene? Entre sollozos, la joven le explicó que hacía un año que no veía a su esposo. Se iba a encontrar con él en un hotel de San Diego. Él no sabría por qué se estaba demorando y se iba a preocupar. Para colmo, el bebé tenía hambre. Kris Kingle sacó una botella de leche caliente de su carrito. —No se preocupe, todo saldrá bien —le aseguró. La guió hasta el bus que iba a Los Ángeles —el mismo bus que yo iba a tomar— y en el camino anotó su nombre y el nombre del hotel en San Diego. Le prometió que le haría llegar el mensaje a su esposo. —¡Que Dios lo bendiga! —dijo ella, mientras abordaba el bus llevando en los brazos al bebé, que ya estaba dormido—. Espero que tenga una Navidad muy feliz y que reciba muchos regalos estupendos. —Gracias, hermana —respondió, levantándose el gorro—. Ya recibí el mejor regalo de todos, y fue usted quien me lo dio. —Oh, oh —prosiguió, al ver algo

de interés en la multitud—, hay un señor por allá que necesita ayuda. Hasta luego, hermana. Voy para allá a hacerme otro regalo. Se bajó del bus, y yo lo seguí, pues quedaban unos minutos antes de que partiera. Él se dio la vuelta y me dijo: —Tú vas a Los Ángeles en este cacharro, ¿no es así? —Sí. —Muy bien, has sido un buen asistente. Ahora quiero hacerte un regalo de Navidad. Siéntate junto a esa madre y cuida de ella y de su bebé. Cuando llegues a Los Ángeles —dijo sacando del bolsillo un pedazo de papel— llama por teléfono a su esposo en este hotel de San Diego. Avísale que su familia llegará tarde. Él sabía cuál sería mi respuesta, pues se fue sin esperar a que contestara. Me senté junto a la joven madre y tomé al bebé en mis brazos. Miré por la ventana y vi a Kris Kingle con su camisa roja desaparecer entre la multitud. El bus emprendió la marcha. Me sentí bien. Comencé a pensar en mi casa y en la Navidad. Conocía la respuesta a la pregunta de los niños de mi barrio: «¿Existe Santa Claus?» Yo me lo había encontrado. —William J. Lederer

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