ALMA
ALMA Mario Pons
Alma - Mario Pons
Todos los derechos reservados Diseño: Andreína Morales
se utilizó la tipografía Palatino para textos y títulos. <andreinamorblan@gmail.com>
Impreso en Uruguay - 4 tintas Juan Carlos Gómez 1440
Dedicatoria Abby*
A modo de prólogo
Marcelo Pons Cuando se me propuso la idea de realizar el prólogo de este primer libro me sentí arrasado por la necesidad de replantearme la idea del alma y me sumergí en el mundo de las letras, hecho que me indico que el camino era correcto. El Alma, entendida como el principio vital primero y como principio de conocimiento luego, coincide y resuena con esta obra, pues la veo como un principio lleno de vida y de conocimiento aprendido tras mucho andar, soñar y desear. Pero lo escrito hasta aquí me alejó de lo importante: el autor y su obra. Tengo el enorme agrado de presentar esta obra, cuyo autor no solo es un Hermano (así, con mayúscula) si no el amigo de toda una vida. Aprecio el trabajo realizado por este hombre que con una humildad enorme y con un sentido de la introspección innato, se lanza mucho tiempo atrás, a la vertiginosa aventura de dar a luz a “El tipo del espejo”. “Alma” es una obra que pueden disfrutar grandes y chicos, incluso una buena excusa para conocer a este nuevo escritor. Confío que este libro pasará a ser el inicio de un camino donde prime el disfrute del movimiento y, finalmente, el destino deje de importar. Un camino que nos conecte con la herencia que el alma indique, dejando atrás otras herencias.
Tengo la certeza que hay verdad en cada frase que nos ofrece este artista. Agradezco el espacio para compartir con los lectores la alegría que me genera la publicación de esta obra y felicitar al escritor por su excelente trabajo y constancia. Espero que disfruten de la lectura y de conocer a este narrador tanto como yo he disfrutado conocer a la enorme persona que hay atrás. Bienvenidos, pues, a este principio, disfruten de este escritor, disfruten su Alma .”
Marcelo
ALMA
13 ·
a l m a
El timbre del apartamento sonó estridente, acelerando el pulso de Andrés. Tenía asimilado el llamado del portero eléctrico, pero el timbre lo tomaba desprevenido en todas y cada una de las pocas ocasiones en que era utilizado. Que no sea la veterana del piso de arriba otra vez, con la bendita reunión de consorcio. Bajó el volumen del televisor a cero y cansinamente, mientras se rascaba la crecida barba de cuatro días, dio los ocho pasos que lo depositaron frente a la mirilla. Escudriñó a través de aquel diminuto óvalo de vidrio por un par de largos segundos, pero no se fio de lo que le pareció distinguir. No puede ser. Se apresuró a dar las dos vueltas de llave, accionó el picaporte y tiró hacia atrás. El movimiento se detuvo violenta y torpemente. La corta cadena soldada al marco aún seguía calzada en la ranura metálica incrustada en la puerta. Taa madre. Entrecerró la puerta lo suficiente para destrabar la cadena y luego sí, la abrió de par en par. —¿Lucía? Lucía apretó los labios al tiempo que levantaba las cejas y ladeaba la cabeza expresando un «Y… sí» no verbal, pero evidente. Luego de un breve instante de desconcierto, Andrés logró hablar: —¡Qué sorpresa! Mil años sin vernos.
14 · m a r i o p o n s
—Desde que éramos niños, adolecentes. Sí, mil años sin vernos —contestó ella en un tono más melancólico que el de él. —Bueno, mil años para mí. Para vos no deben de haber pasado más de doscientos cincuenta… Estás igual —dijo intentando sonar gracioso. —Bue, Andrés, «estás igual». Tengo treinta y nueve. —Bueeeno, es una forma de decir. Estás bárbara… —Sí, hice un pacto con el diablo. Andrés dejó escapar una risa nasal y bajó la mirada. Tuvo una poderosa sensación de déjà vu. Otra vez volvía a ser aquel que intentaba impresionarla pintando exageradas fantasías y ella aquella chica sarcástica que lo bajaba a tierra. Recién en ese instante, mirándose los pies, cayó en la cuenta de su aspecto. Ojotas Rider, de las que separan el dedo gordo del resto de los dedos. Short Nike azul, tipo básquetbol. La camisa celeste del uniforme de la oficina, aún con los puños abrochados. Nuevamente se sentía un niño, con la cara ardiendo de la vergüenza. —¡Pah! Mirá cómo me agarrás. —Tranquilo, Andrés, todo bien. Nos conocemos de hace una vida, ¿no? —Sí, eh… Es que apareciste así de improviso y… —¡Uy!, nene, aflojate. Después de veintipico de años vengo a visitarte y te ponés así de acartonado. Quiero saber cómo estás, quiero saber de vos… Después me podés contar del tipo importante y serio que sos hoy. Andrés volvió a reír nasalmente. —¿Ves? Estás igual. Siempre dejándome como un pelotudo. —Esta vez la risa de Andrés fue un convulsivo ha, ha, ha, de boca abierta, mucho más descontracturado y franco—. Pasá, pasá, Lucía —dijo amenamente mientras daba un paso al costado—. Qué sorpresón, ¿eh?
15 ·
a l m a
Lucía pasó por su lado y en forma distendida lo saludó con un beso en la mejilla y un «Qué bueno encontrarte, Andrés». El leve roce de la piel y el perfume que lo envolvió lo tomaron completamente desprevenido y una leve electricidad relampagueó en su estómago. No nos habíamos saludado. Me dio un beso y ni el cachete le ofrecí. Definitivamente estoy pasando por pelotudo. Hasta ese instante su atención había estado absorbida por sus ojos, siempre misteriosos, siempre profundos. Más allá del color —marrones claros con pequeñas pintas amarillentas que los hacían tomar un tono verdoso—, esos ojos tenían algo que no sabía cómo explicar, que lo deslumbraban. Perdido en ese embrujo, le había parecido estar mirando a la misma muchacha que había dejado de ver hacía más de veinte años. Pero ahora el hechizo se había roto y Andrés apreciaba en todo su esplendor a la mujer que, a paso seguro, se adentraba en su apartamento. La primera diferencia evidente era ese par de elevaciones que se balanceaban —tanto como el sostén se lo permitía— bajo la blusa verde oscuro. El morral de tela marrón, cruzado desde su hombro izquierdo hasta su cadera derecha, pasaba por el medio de ellas haciendo que lucieran aun más sugerentes. El negro y brillante pelo le caía en una larga cola que llegaba hasta media espalda. Un ceñido jeans localizado cumplía satisfactoriamente la función de resaltar y poner todo en su sitio. Los suecos de plataforma —del mismo color que la blusa— parecían complementar la tarea de los jeans. Tenés razón, no estás igual… Estás hecha un infierno. Bajó la vista y observó su propio aspecto. Inspiró profundo y contuvo el aire como escondiendo panza. Taa madre —liberó el aire y la panza—, no tiene caso.
16 · m a r i o p o n s
Ella giró y otra vez aparecieron esos ojos que mentían con descaro, que decían que el tiempo no había pasado. Esos ojos que aseguraban que seguían siendo aquellos chicos que hoy jugaban a disfrazarse de adultos. Lucía apretó los labios y levantó las cejas. Ese gesto tan característico de ella volvía a instalarse en su rostro y Andrés se terminó de convencer de que su último pensamiento era correcto. No tenía caso. No tenía por qué preocuparse por fingir lo que no era. Esa mujer lo conocía en esencia, el resto eran simples accesorios, incluso su panza y su desalineada figura. —¿Y cómo es que después de una vida sin vernos, un buen día, te aparecés así? Quiero toda la historia —dijo jocosamente mientras cerraba la puerta y le daba dos vueltas de llave. —No hay mucha historia, Andrés. Me volví hace un par de meses y no sé, me pegó la nostalgia, llamé a tu casa, mejor dicho, a lo de tu vieja y pregunté por vos. —Cuando decís me volví… —Ahí sí hay mucha historia. El resumen es que estoy por acá otra vez. Un dejo de tristeza se había colado en el semblante de Lucía. —¡¿Hablaste con mamá?! —preguntó divertido Andrés, dejando para otra ocasión los temas escabrosos. —Sí —contestó Lucía con una sonrisa—. Pero no me di a conocer. Igual cuando pregunté por vos, sin ningún reparo me dio tu número de celular, tu dirección. —No cambia más mi madre. —Y sí… Un amor tu madre. Buena de corazón, igual que vos, Andrés, y la gente así es difícil que cambie. —Otro cosquilleo en su interior y Andrés inconscientemente se rascó la nuca entre incómodo y halagado—. Eso. Me decidí a venir sin previo aviso. Cuando llegué abajo, justo salía una pareja del edificio y
17 ·
a l m a
entré sin necesidad de llamar al portero. Recién cuando escuché que girabas la llave para abrir la puerta, me percaté que por ahí podía incomodar o comprometerte. —No, no. Todo bien, Lucía. Había quedado un poco desconcertado por la sorpresa, pero nada más. Y no me comprometés para nada, hace poco que estoy… —Separado —completó ella. —¡¿Te dijo mi madre?! —No. Pero tampoco se necesita ser un CSI para darse cuenta. Andrés paseó la vista por su living como redescubriéndolo. Taa madre. Ella tenía razón. En el rincón más alejado, junto al ventanal, una mochila del hombre araña tirada en el piso junto a una pelota de fútbol número cinco eran custodiadas por una bicicleta rodado dieciséis con rueditas. El televisor sintonizaba un canal de deportes de frente a un sillón de tres cuerpos que acumulaba el pantalón del uniforme, las medias con las que había trabajado y una bolsa sin abrir del lavadero. En medio del televisor y el sillón, una mesa ratona lucía atestada por un par de cajas de pizza vacías —los restos de muzzarella adheridos a la caja evidenciaban más de un día de añejamiento—, un rollo de papel de cocina, una bolsa de papas chips abierta y un vaso de whisky que contenía apenas un resto de hielos derretidos. —Tranquilo, Andrés —sonreía ella—. Ya te dije. Soy yo. No tenés nada que esconder. Él asentía con la cabeza mientras miraba distraído la mesa de madera con dos sillas a cada lado, que, junto al viejo aparador, terminaban de poblar el living. Ni siquiera la toalla y el calzoncillo que puse a secar en el respaldo de las sillas. —Un desastre lo mío. Pero tenés razón, Lucía, ¿te tomás una cerveza y charlamos? —Dale.
18 · m a r i o p o n s
—Impecable. Ponete cómoda, donde encuentres lugar — dijo mientras levantaba del sillón la bolsa del lavadero y se dirigía hacia las sillas–tendedero. Lucía se dejó caer en el sillón. Miró a su izquierda —contemplando los juguetes junto al ventanal— y luego a la derecha. Observó a Andrés, que le daba la espalda al cruzar la puerta de la cocina y encendía los tubos fluorescentes. Se dio cuenta que había sido un acto reflejo, ya que la luz artificial aún no era necesaria. Los tubos dieron tres fogonazos antes de quedar encendidos. Andrés se detuvo un instante, dubitativo. Se había deshecho de la bolsa con ropa limpia y ahora tenía la toalla y el calzoncillo hechos un ovillo entre sus manos. Miró a un lado y al otro para luego alzar los hombros fugazmente y dejarlos encima de la heladera. Al tiempo que ponía dos vasos sobre el fogón, escuchó a Lucía preguntarle con voz lo suficientemente alta para hacerse oír. —¿Cuántos hijos tenés? —Un hijo. Cumple ocho años en agosto. Un indio el gordo —respondió mientras sacaba una botella de la heladera. Sus palabras sonaban distraídas, pero a la vez llenas de amor. Lucía lo vio cruzar nuevamente la puerta, esta vez de frente, con la botella de cerveza en una mano y los dos vasos en la otra—. ¿Y vos? Contame de vos —preguntó Andrés concentrado en dejar los vasos en el poco espacio libre que quedaba en la mesa ratona. —¿Yo? Le vendí el alma al diablo, Andrés —negaba con la cabeza—. Le vendí el alma al diablo. Ay, Lucía, Lucía. No cambiás más. A su entender, era en esencia la misma Lucía que recordaba de su adolescencia. Por un lado, despreocupada, natural, sencilla y, por otro, trágica y espiritual. Se le venían a la mente las épocas en que acampaban
19 ·
a l m a
en la chacra de los padres de su amigo Pedro. Aquellos añorados tiempos en que Lucía, Agustina, Pedro y él montaban dos carpas a diez metros de la casa. Para la frondosa imaginación de niños un poco crecidos, aquello significaba hacer supervivencia en el medio de la nada. Lucía era la que siempre racionalizaba todo. La que le sacaba dramatismo. La que hacía que todo fuera sencillo, agradable. Ella se encargaba de que los engranajes encajaran con delicadeza y de que todo fluyera. Pero siempre, entrada la noche, llegaba el momento en que uno de esos engranajes se zafaba dentro de Lucía y todo se volvía oscuro, místico, terrible. Ahora que volvía a escuchar ese tono solemne y tremendo en su voz, le parecía que volvía a verla siendo una muchacha, sentada dentro de la carpa, abrazándose las rodillas. Le parecía volver a contemplar las lágrimas rodando por sus mejillas a la tenue luz de un farolito a batería y diciendo: «Todos tenemos nuestro destino puesto en un número. La ruleta está girando. Es solo cuestión de suerte. La pelotita se detiene marcando un número y ¡zaz!, vos también te detenés, para siempre. Es tan injusto, tan injusto». Con la cabeza a medio camino entre aquel pasado y el presente, Andrés servía los vasos y preguntaba sin mucho afán: —¿Tan terrible, Lucía? —Tan terrible, Andrés. Haciendo caso omiso al comentario, Andrés se dejó caer pesadamente sobre el otro extremo del sillón haciendo balancear la lámpara de pie que se erguía junto a este. Se inclinó un poco hacia delante, lo suficiente para rescatar el pantalón negro sobre el que se había sentado. Lo dobló torpemente, lo puso sobre el posabrazo y se volvió a acomodar apoyando el codo sobre él. «Me hiciste acordar a las acampadas en lo de Pedro», dijo.
20 · m a r i o p o n s
Indefectiblemente la charla derivó hacia los tiempos compartidos en la juventud. Añoranzas, risas y cerveza. Ingredientes necesarios para entrar en ese estado de ensoñación donde la realidad pierde los límites. Sin ser del todo conscientes, la cerveza había fluido tan rápido como el tiempo. Andrés se aprestaba a servir lo que quedaba en la botella: medio vaso para cada uno. —Qué locura —comentó divertido Andrés, que parecía plácidamente perdido en rememoraciones. Con movimientos lentos, Lucía giró y contempló nuevamente la bicicleta, la mochila y la pelota. Luego buscó los ojos de Andrés. —¿Qué pasó? Las risas cesaron por completo. Andrés dio un largo suspiro. —Es largo de contar. Viste cómo es. El trabajo, el ser padres, las obligaciones… Lucía volvió a buscarlo con la mirada. —¿Qué pasó? —repitió, pero esta vez con un tono más empático. Andrés se quedó mirando distraídamente a través del ventanal, donde la oscuridad se iba apoderando del cielo y la primera estrella se hacía notar con un brillo intermitente, inseguro. Alzó los hombros fugazmente. —Conoció a alguien más. Sin dejar de mirarlo, Lucía achinó los ojos. —Hija de puta. Esta vez la ráfaga de electricidad que experimentó le provocó sensaciones menos agradables que las anteriores. —Bueno… Yo qué sé… Es la madre de mi hijo… Ella volvió a entrecerrar los ojos cual si fueran dos ranuras horizontales en su cara y repitió: —Hija de puta. —Andrés bajó la mirada, como cavilando.
21 ·
a l m a
Sus ojos quedaron fijos en el par de mocasines que redescubrió bajo la mesa ratona—. Puede doler —argumentó ella— pero es la realidad. Por más que la quieras dibujar con atenuantes, la realidad es esa. Sos demasiado bueno, Andrés, por eso no la ves así. Taa madre, tiene razón. Lucía siempre había ejercido una particular influencia sobre él. Había sido así en la infancia y acababa de comprobar que esa situación se había mantenido intacta a pesar de los años. Frente a ella no necesitaba esgrimir esa forma de ser que había ido madurando a través de los años, sentía que podía abrirse, ser él mismo. Podía ser el alcohol que comenzaba a hacer efecto, pero muy en lo profundo sabía que también era algo más. Era una certeza que se había instalado en él desde la niñez. Ella era su… Nunca había encontrado la palabra, ¿amor? No creía. Era algo más puro, más inocente que el amor. Era una conexión que no tenía que ver con lo físico. Era una especie de burbuja que los envolvía cuando estaban juntos y los hacía vivir —por lo menos a él— en un lugar donde los males se debilitan y donde se respiraba un aire diferente, embriagador. —El día que me estaba yendo, Luquitas entró al cuarto y me vio llorisqueando mientras hacía las valijas. —¡¿Te fuiste vos?! —Sí… ¿Sabés que me dijo mi hijo? —No sé si quiero saberlo. —Con siete años, me dijo: «Yo pensaba que eras invencible, papá. Ahora tengo que pensar otra cosa». —Andrés… —Igual creo que con el correr del tiempo fuimos amoldándonos a la nueva realidad y hoy en día volví a ser una especie de héroe para él. —Ella sonrió de medio lado y él prosiguió—: Por
22 · m a r i o p o n s
suerte estamos en buenos términos con la madre. Lo tengo a Lucas casi todos los fines de semana. —Mientras ella la pasa bomba con su nuevo novio. La inmovilidad que embargó a Andrés evidenció que nunca lo había pensado de esa manera. —¡Auch! —dijo lentamente y sin expresión. Hubo un par de segundos de silencio y luego los dos estallaron en carcajadas. No le importaba mostrarse vulnerable. Con Lucía siempre se había sentido seguro, a salvo, y esa noche no era la excepción. Sus defensas estaban bajas, no había poses. Con ella no tenía que defender ningún personaje. Se sentía auténtico. Era una sensación que casi había olvidado. —Soy un tremendo pelotudo —exclamó entre risas. Ella recuperó la compostura aunque sus movimientos un poco torpes y algo en su forma de hablar delataban que la cerveza la había afectado. —No sos un pelotudo, Andrés. Sos demasiado bueno, ya te dije. Vas por la vida con el alma al aire. —Y vos estás hecha una desalmada. —Él rompió a reír nuevamente, pero ella recurrió a su expresión marca registrada. Apretó los labios y levantó las cejas—. Ya sé. No me digas. Le vendiste el alma al diablo —Andrés dijo esto último como quien repite algo hasta el hartazgo. Ella mantuvo su expresión y asintió lentamente con la cabeza dos veces. —No sé cómo pude llegar tan lejos —dijo visiblemente compungida—. Lo que sí sé es cómo comenzó. —Hizo una pausa como buscando la punta del ovillo en su mente—. La crisis de los cuarenta me llegó temprano, supongo. Me sentía vacía, frustrada. Sentía una especie de exasperación con mi forma de ser, con mi vida. No sé cómo explicarlo… Crisis existencial, esos clics que hacemos en algún momento. No sé, llamalo
23 ·
a l m a
como quieras. Lo cierto es que empecé una búsqueda, un camino hacia adentro. —Otra pausa, pero esta vez más corta que la anterior—. El problema fue que quise iniciar mi búsqueda interior en Google. Me llené de información, de luminosas palabras que no me servían para nada. Estaba desesperada. La cabeza se me llenó de ruido. El camino hacia lo profundo de uno mismo se puede volver un laberinto… La elección incorrecta en una bifurcación, el atajo equivocado pueden llevarte por caminos oscuros. Y el camino se torció. Filosofías excéntricas, religiones paganas, gurúes espirituales, pócimas, rituales ocultistas. Así de torcido estaba mi camino. En ese instante Andrés cayó en la cuenta de que la penumbra sigilosa y progresivamente se había abalanzado sobre ellos. La iluminación únicamente provenía de la claridad de la luna llena que ingresaba por el ventanal, el resplandor del televisor y la luz de los tubos fluorescentes de la cocina. Mierda. En aquella tenue y distorsionada claridad, los brazos de Lucía se le antojaron demasiado finos, desgarbados. Las sombras en su cara parecían hundir sus ojos en unas profundas ojeras que se asemejaban a círculos negros. Daba la impresión de estar demacrada, demasiado demacrada. Aquella espectral ilusión óptica hacía que aparentara más años de los que tenía, unos cientos de años más. Andrés notó que la forma de hablar de Lucía había cambiado. Sonaba más solemne, utilizando palabras que no parecían de ella. Como si estuviera escuchando un dictado y reproduciéndolo. Cuando ella siguió hablando, el cambio se hizo más evidente. —Y el mal está ahí. A una distancia prudencial. Pero siempre está ahí. Se convierte en tu sombra, en el acompañante paciente de tu camino. Espera el tropiezo, la duda. De tanto en tanto
24 · m a r i o p o n s
susurra cosas en tu oído. Hurga en tu fe, encuentra la llaga y aprieta. Y empezás a reconocer los lugares, te descubrís andando en círculos, cayendo en las mismas trampas, los mismos pozos. Los pasos se hacen inseguros, azarosos. Las sombras te van alcanzando, se van metiendo en lo profundo de vos… Y no pude soportarlo. Me rendí. Quise salirme. Quería la paz, la salvación eterna, el fin del desasosiego. Y ahí lo vi. —Miró a Andrés directo a los ojos—. Al diablo… Lo vi ahí, en el espejo… y tenía mi cara. Puta madreee. Lucía había estado hablando como una autómata, moviéndose inquieta en su sitio, gesticulando con las manos. La danza de luces y sombras en su rostro hacían que Andrés por momentos distinguiera las facciones, un poco tristes pero familiares, de la Lucía que había conocido. Pero por momentos un extraño sombreado le mostraba un rostro siniestro, algo parecido a la expresión atenta de una criatura a punto de atacar. El cansancio de la larga jornada laboral, el whisky que había tomado previo a la llegada de Lucía y la cerveza que habían compartido podían estar jugándole una mala pasada. Sí, era muy probable. Pero de lo que no había dudas era de que Andrés experimentaba un miedo que se asemejaba a esos terrores infantiles, inmensos, devastadores. —¿Entendés lo que digo? Mi compromiso con la búsqueda era total, pero lo que encontré… —Sí —intervino él cortando el relato y captando la atención de Lucía—. Hay una gran diferencia entre estar implicado y estar comprometido. —Andrés hizo una pausa y levantó levemente las cejas antes de seguir—: Huevos fritos con panceta. —¿Qué? —exclamó ella desconcertada. —Huevos fritos con panceta. La gallina implicada, el cerdo comprometido.
25 ·
a l m a
Andrés intentó soltar una carcajada, pero en cambio bajó la cabeza sumiso y temeroso cuando Lucía estalló. —¡¿Me estás prestando atención?! ¡¿Estás tomando en serio lo que te estoy contando?! Sí, carajo, sí. Es que estoy cagado hasta las patas, la puta madre. —Sí, Lucía, sí. Es que estaba intentando distender un poco. —Es que no entendés. Nunca entenderías los motivos. A decir verdad, hoy en día yo tampoco los entiendo. Pero hice el pacto, pagué el precio. Al momento de decidir, de cara al espanto, di un paso al frente. Lucía gesticulaba con las manos al hablar y Andrés no podía controlar su febril imaginación. Veía unos dedos finos, fibrosos, con unas uñas demasiado largas y puntiagudas, como garras. Intuitivamente comenzó a inclinarse hacia atrás y se topó con la lámpara de pie. En un acto reflejo, estiró la mano hacia su espalda, alcanzó el interruptor y encendió la luz. Lucía alzó la mano para cubrir su vista ante el sorpresivo fogonazo de luz. No pudo tener una certeza real, pero a Andrés le pareció ver, justo antes de que la palma de la mano de Lucía se interpusiera, un dejo rojizo en el centro de aquellos ojos. «Perdón», dijo él. Se sentía un poco mareado. Tiene que haber sido el alcohol. Bajo la furiosa luz de aquella lámpara todo volvía a ser normal, todo volvía a ser terrenal. Ahí estaba nuevamente Lucía. Esa que en su preadolescencia había despertado el sentimiento más puro y sano que pudiese recordar. Ésa que ahora sin el cobijo de la oscuridad volvía a hablar con una voz insegura, que transmitía angustia y desazón. —No sé, en una de esas. Me fui a los dieciocho. Nunca pude hacer pie allá. Me casé con un tipo que pensé que me salvaría y terminé descubriendo que no me respetaba, que… Así y todo me quedé con él, por comodidad. Así de patético. La negación
26 · m a r i o p o n s
era el precio por tener una vida acomodada, sin sobresaltos económicos y llena de caprichos. Quedé embarazada, llegó mi hija… y no puede sostener la farsa. Me desplomé, me hundí, me ahogué. Yo pensé que la depresión posparto era un cuento de madres holgazanas y —los ojos se le llenaron de lágrimas— llegué a negar a mi hija. Ahí fue cuando comenzó toda esta locura. —Y ahora te volviste, ¿cómo fue eso? —indagó Andrés intentando armar el rompecabezas. Ella levantó los hombros. —Me quedé sin alma. Llegó un momento en que no lo soporté más y me volví para ver si puedo recuperarla. —Recuperar ¿tu alma? ¿Tu hija? —Una cosa lleva a la otra. —Él asentía con la cabeza—. Ahora ella está con el padre —acotó Lucía. Andrés achicó los ojos imitando el gesto que había esgrimido Lucía hacía unos minutos y dijo entre irónico y divertido: —Hijo de puta. Ella sonrió. —No, no. La decisión de venir sola fue mía. Ellos no entendieron nada, pero les pedí que me dieran un tiempo. Les dije que me había metido en algo espantoso, pero que quería revertirlo. Quería recuperar mi alma. ¡¿Otra vez con eso?! —Cuando decís alma… —Andrés puso las palmas de las manos hacia arriba, al costado del cuerpo, no lograba captar la idea. —El alma, Andrés, no está acá como todos piensan —dijo y le puso la mano en el pecho. Una nueva descarga eléctrica le cosquilleó en el estómago. Cuando ella retiró la mano, todavía podía sentir una cálida sensación en la zona donde lo había
27 ·
a l m a
tocado—. El alma nos envuelve, es como nuestra miniatmósfera. Tiene climas, hace que uno se sienta de determinada manera. Hay quienes tienen un alma más limpia y otros un alma más tóxica. Uno ve la realidad a través de ella. El del alma limpia verá las cosas más claras, luminosas; el que la tenga más turbia, verá todo más oscuro. Cuando te acercás realmente a otra persona, tanto que las atmósferas se mezclan, su alma te contamina o te reconforta. Andrés se dejaba arrastrar por las palabras de Lucía. Al igual que en sus acampadas, cuando la escuchaba hablar así, se sentía transportado. Por momentos apenas a diez metros del mundo real, por momentos se dejaba llevar mucho más profundo. La carpa había mutado en un apartamento, la tenue luz del farol a batería, en la iluminación de la lámpara de pie. Pero aquella adolescente y esta mujer hablaban y se preocupaban por lo mismo: lo intangible. Andrés sentía una sensación agradable que tenía reminiscencias de aquellos tiempos perdidos. —Pero cuando uno pierde el alma, pierde ese filtro que amortigua el impacto de la realidad y uno ve la vida con demasiada crudeza. Estaba embelesado con la charla de Lucía. Ella nuevamente parecía estar en trance, pero esta vez no había nada de siniestro en aquello. De lo onírico a la tragedia, así era como recordaba que devenían todas las ensoñaciones de Lucía y esta no era la excepción. —Al no tener esos climas, uno sencillamente no sabe cómo sentir, se vuelve indolente. —Hizo una leve pausa antes de seguir—: Interiormente lo único que se puede distinguir es angustia. Angustia porque uno sabe que ama a sus seres queridos, que ama a su hija, pero no lo siente, le es imposible sentir.
28 · m a r i o p o n s
Andrés la miraba absorto. Un poco maravillado al comprobar que lo platónico de aquel sentimiento de antaño podía convivir con los impulsos físicos que comenzaba a experimentar. —Andrés, ¡¿me estás mirando las lolas?! Taa madre. —Eh… No, no, te estoy escuchando y… —¿De verdad me estás escuchando? —Sí, sí… Hay algo que no me queda claro —dijo Andrés cambiando de tema rápidamente—. ¿Cómo es eso de venderle el alma al diablo? A ella se le llenó la mirada de decepción. —Lo que se obtiene a cambio deja de tener valor en el mismo instante en que perdés el alma. No me aclara nada. —No sé si entiendo lo de perder el alma, Lucía. Decís que venís acá a recuperarla. Entonces, ¿hay forma de recuperarla? —Sí. Pero para recuperarla se tiene que ofrecer… —Otra alma a cambio —completó Andrés con un dejo de tedio y fastidio en su voz. —Sí, dicho en términos de película de clase B, sí. Pero en alguna medida no dista mucho de la realidad. Para salvar un alma perdida, alguien se tiene que sacrificar por vos. En cuerpo y alma. —Entonces… —intervino Andrés como incitándola a ser más concreta. Lucía se le acercó y lo miró directamente a los ojos. —Entonces vine acá por tu alma, Andrés. Porque en toda mi vida no he conocido un alma más bondadosa. La declaración lo tomó por sorpresa. Quedó inmóvil contemplando a Lucía y una vez más fue vulnerable a su encanto. Se perdió en sus ojos. Su perfume inundó sus sentidos. El cora-
29 ·
a l m a
zón le latía con fuerza y sentía la sangre correr por sus venas, pero no sabía cómo reaccionar. —¿Estarías dispuesto a sacrificarte en cuerpo y alma por mí? —susurró Lucía. Estaba dispuesto a desatarle el pelo, a besarla apasionadamente y dejar que sus manos se deslicen por su espalda. Estaba dispuesto a muchísimo más. Estaba dispuesto a creer en amores imposibles, en pactos eternos. —Sí. El sí casi que cayó de sus labios. Acercó levemente su rostro al de ella. Volvía a ser un adolecente lleno de nervios, lleno de ansiedad, temeroso de que el contacto físico pudiera romper la esencia de aquel amor. Pero no había vuelta atrás. Estaba de pie frente al abismo y se disponía a dar el salto. El celular de Lucía sonó, pero en el magnetismo de aquel momento ese sonido resultaba lejano. Tan lejano como la realidad. Volvió a sonar y la distancia pareció menor. Una vez más y Andrés detuvo por completo su avance. Cuando sonó nuevamente, estaba de vuelta en el mundo real. Lucía apretó los labios y levantó las cejas. Esta vez Andrés no supo interpretar la mueca. Ella revolvió su morral —recién en ese momento él se percató de que nunca se lo había descolgado— y sacó el celular. Miró quién llamaba y frunció el ceño. —¿Hola? El rostro se le contrajo en una mueca de sorpresa y tensión. Se paró repentinamente, visiblemente alterada. Se alejó caminando nerviosa, dándole la espalda a Andrés, que se había recostado pesadamente en el sillón. Qué boludo que soy, Dios mío, qué boludo que soy. Andrés se revolvía el pelo con una mano, que luego hizo bajar lentamente por todo su rostro. Se sentía cansado, mareado
30 · m a r i o p o n s
—ahora sí, oficialmente afectado por el alcohol—, decepcionado y, por sobre todas las cosas, angustiado. Escuchó que ella decía entre sollozos: «Sí, quiero recuperarla… No quiero más esto. Quiero volver a mi antigua vida». ¿Quién me manda a creer en imposibles? Ella caminaba otra vez de frente a él con el celular apretado en su pecho y las lágrimas corriendo por sus mejillas. —Era él. Era… Andrés levantó la mano con la palma extendida hacia ella indicando que no siga. —«Quiero recuperarla. No quiero más esto. Quiero volver a mi antigua vida.» Lo escuché todo. No tenés nada que explicar. —Perdón —atinó a decir ella. Andrés levantó la mano una vez más, Lucía estalló en lágrimas. Lloró como Andrés no había visto llorar a nadie en su vida. Lloró tanto que ya casi no lograba distinguir a aquella niña de la que se había enamorado alguna vez. Ella intentó hablar nuevamente, pero no lograba contener los accesos de llanto. Entonces fue Andrés quien habló con voz firme. —Lucía, no quiero que me digas nada más. Es tu decisión. Hacé lo tengas que hacer. Ella comenzó a inhalar profundamente y a exhalar lentamente intentando calmarse. A duras penas pudo recomponerse lo suficiente para decir. —Tenés razón. Ya me voy. Pero antes ¿me permitís pasar un instante a la cocina? Él cerró por un segundo los ojos y los volvió a abrir sin ninguna intención de ocultar su desconcierto y su frustración. —Eh… Sí, sí.
31 ·
a l m a
Andrés se paró trabajosamente del sillón mientras ella entraba en la cocina. Definitivamente el whisky, la cerveza y esa seguidilla de sacudones emocionales lo tenían aturdido y parecían haberle consumido las fuerzas. Quería que todo terminara lo antes posible. Miró curioso lo que hacía Lucía. Ella revolvió su morral y sacó una libreta y una lapicera. Arrancó una hoja. Apoyó la libreta y la hoja en blanco encima del fogón y comenzó a escribir. Encima me va a dejar algo escrito para revolverme el puñal en la herida. Luego de terminar la nota, volvió a hurgar en su morral. Sacó un paño con extraños bordados que oficiaba de envoltorio de algo que a Andrés ya no le interesaba. No, Andrés no quería saber nada más. No quería seguir siendo testigo de cómo la realidad, en un par de horas, había destrozado con saña aquel inocente sentimiento que por años había acunado en sus más preciados recuerdos. Cruzó los brazos sobre el pecho, le dio la espalda y caminó cansinamente hacia el ventanal. A cada paso el cielo se mostraba más y más grande. Un abismo de oscuridad donde una infinidad de estrellas brillaban lejanas, indiferentes. Durante un tiempo que no supo especificar, permaneció abstraído, mirando la luna y con la mente en blanco. Lo que rompió aquel trance fue un murmullo. Como un extraño balbuceo que provenía de la cocina. ¿Qué está haciendo ahora? Andrés giró y desde esa distancia lo primero que vio fue el paño con extraños bordados extendido sobre el fogón. Luego dirigió su mirada hacia lo que Lucía sostenía en su mano izquierda. Una artesanía en vidrio de unos diez centímetros compuesta por dos partes. La base era una especie de esfera donde se apreciaba un impactante tallado en relieve: los ojos y la boca abiertos de una amenazante serpiente. De la parte
32 · m a r i o p o n s
inferior de esa esfera se elevaba ondulante un fino tubo que terminaba en un orificio. ¿Una pipa? A medida que daba pasos en esa dirección, su duda se disipaba por completo. Sí, es una pipa. Lucía mantenía la llama de un encendedor haciendo contacto con la parte inferior de esa pipa de vidrio semejante a una extraña y deforme serpiente, haciendo que algo en estado gaseoso remolineara furioso en el interior, como si el espíritu del reptil hubiese entrado en ebullición e intentara escapar. Incrédulo, la observó con la pipa entre sus labios. Lucía dio una calada, dos, tres. Luego retiró la cabeza hacia atrás para exhalar un humo extraño, espeso y de un color entre el blanco y el gris. Sus ojos estaban abiertos de par en par, pero su mirada estaba vacía. Ella no parecía estar presente. Aquella nube que surcaba el aire en cámara lenta descendía sobre el rostro de quien, hasta hacía unos minutos, había representado su amor idealizado. Antes de volver a poner la pipa sobre sus labios, repitió una especie de mantra ininteligible. —Araj amun namit. Las palabras no llegaban claras a oídos de Andrés. No interesaba. Con lo que veía tenía suficiente. Las fichas comenzaban a encajar en su mente. Se detuvo a medio camino entre el sillón y la cocina. Le vendí mi alma al diablo. —Araj amun namit —repitió una vez más Lucía. Hija de puta. No podés hacerme esto. No podés venir a mi casa y destrozar así el recuerdo más sano que tengo. Esa Lucía que conocí en la infancia, de la que me enamoré en la adolescencia, hoy está en mi cocina, drogándose en mi propia cara. —Araj amun namit. —¡Lucía! —dijo Andrés exasperado, al borde del llanto. Ella se sobresaltó, lo miró con ojos irritados y sin más apagó
33 ·
a l m a
el encendedor y comenzó a acondicionar nerviosa y torpemente los implementos con intención de guardarlos. Él no pudo soportar aquella escena. Bajó la vista al suelo y apenas unos centímetros por delante de sus pies vio estrellarse la solitaria lágrima que escapó de sus ojos empañados. Permaneció en esa posición hasta que Lucía se acercó. Vio los suecos verde oscuro de plataforma de frente a sus ojotas, la lágrima derramada oficiaba de frontera. —Perdón —comenzó ella—. Fue el diablo quien… —Andate, por favor —la cortó Andrés, con la vista todavía fija en el piso y una sincera angustia en su voz. Ella lo besó sobre su sien izquierda. Luego dobló en cuatro el papel que antes había escrito y lo introdujo en el bolsillo de su camisa. Él escuchó los pasos de Lucía alejándose en dirección a la puerta, después, el ruido de la llave al girar dos veces, el chillido de las bisagras cuando la puerta se abrió y el sonido que provocó al cerrarse. Mantuvo unos instantes más la mirada en el suelo. Todavía sentía un leve cosquilleo en el lugar donde lo había besado Lucía. Caminó hacia la puerta sintiendo que los pies le pesaban una enormidad. Intentó girar la llave por tres veces sin éxito. Estaba totalmente aturdido y desorientado. Antes de efectuar un nuevo movimiento, puso toda su atención en la mano que sostenía la llave. Descubrió que la estaba girando en la dirección equivocada. Taa madre. Parecía ser que el cansancio, el alcohol y lo vivido en el último par de horas habían tenido un efecto devastador. Pasó llave, apoyó la frente en la puerta y cerró los ojos. Se sentía quebrado, pero un repentino e intenso dolor de cabeza —de una intensidad que no recordaba haber experimentado— reclamaba su atención. No lograba pensar con claridad. A duras
34 · m a r i o p o n s
penas logró llegar hasta el sillón, sintiendo a cada paso que las piernas le iban a fallar y se desplomaría en el suelo. Se sentó, puso las manos en su estómago, recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. El malestar era generalizado. Descubrió que el cosquilleo que había notado no estaba instalado únicamente en su sien, abarcaba gran parte de su mejilla y descendía haciendo que sintiera dormidos el brazo y la pierna izquierda. Tranquilo, carajo, tranquilo. Su respiración se había acelerado y todo su cuerpo estaba empapado en transpiración. Mierda, necesito ayuda. Instintivamente se llevó la mano derecha al bolsillo de su camisa y el papel que le había dejado Lucía crujió en su interior. Tal vez hubiese dejado su número de celular. No debía ir muy lejos, si la llamaba, estaría con él en un instante. Sacó el papel del bolsillo con gran esfuerzo —había perdido control sobre su motricidad— y lo desdobló. Su respiración se aceleraba cada vez más. Su situación se volvía crítica. Por momentos se le nublaba la visión, así que agudizó su vista para intentar distinguir lo que estaba escrito. «Gracias» era lo primero que se leía. «Gracias por sacrificarte en cuerpo y alma por mí.» Con mano temblorosa, Andrés alejaba y acercaba el papel para que las letras no se le confundieran unas con otras. «Necesitaba contarte mi historia, que sepas que me había arrepentido y de alguna manera tener tu consentimiento —¿Mi qué?—. Era él en el celular. Sí, era el diablo, diciéndome que se había terminado el tiempo, que tenía que decidir —¿El diablo?—. Y decidí. Como escuchaste, le dije que quería recuperar mi alma, que quería recuperar mi antigua vida.» Tuvo que parpadear con fuerza dos veces porque sus cejas ya no lograban contener la transpiración que caía por su frente. «Lo que voy a hacer», esto último estaba tachado y continuaba
en el siguiente renglón. «Lo que hice en tu cocina fue romper el pacto.» Con la poca cordura que le quedaba repitió mentalmente las palabras que había escuchado de Lucía. Para salvar un alma perdida, alguien se tiene que sacrificar por vos. En cuerpo y alma. «Ya sabés cuál era el precio por romper el pacto.» Hija de puta. «Si estás leyendo esto, te deseo de todo corazón que todo se desarrolle lo más rápido posible.» Hija de puta. Andrés se apagaba segundo a segundo. Casi sumido en las tinieblas, logró leer el último párrafo justo antes de apreciar que una zona chamuscada crecía en medio del papel. Cuando centró su atención en esa creciente mancha oscura, una llama brotó desde su centro. Los mínimos reflejos que le quedaban hicieron que soltara el papel en el instante en que era consumido por el fuego. Mientras Andrés se extinguía, su mente reprodujo la voz de Lucía susurrando la última frase que estaba escrita en el papel. «Los médicos dirán que fue derrame cerebral. Vos, donde sea que te encuentres por el resto de la eternidad, sabrás que fue algo más.»
35 ·
a l m a
GIO