Todo comenzó por borrar la memoria. Por tal razón, el eje del pacto de La Habana fue la tergiversación de la historia de Colombia con el fin de maquillar para las nuevas generaciones la razón de ser política y el actuar criminal de las Farc. De entrada se ignoró el hecho histórico que logró la paz de Colombia: el acuerdo de los dos grandes partidos para poner punto final al desangre. Mediante una fórmula audaz se acordó en 1957 el Frente Nacional. Se logró, en las palabras del presidente Darío Echandía, que en Colombia fuese posible “volver a pescar de noche”. Me cuenta una amiga cercana a los hechos que la fórmula fue inspirada por los enfrentados católicos y protestantes de la canadiense y pescadora provincia de Nueva Escocia -en Halifax, precisamente- en la que sus ciudadanos resolvieron alternar el poder de común acuerdo para poner fin al conflicto religioso que hacía su vida y su futuro imposibles. La noticia del inusual arreglo habría llegado a manos del expresidente Laureano Gómez, quien eventualmente pactó en Sitges y Benidorm el Frente Nacional con su contendor Alberto Lleras Camargo sobre un modelo similarmente heterodoxo. Cuando los residuos de la violencia partidista fueron asumidos por el comunismo para darles forma de guerrillas, Colombia era un país en paz. Un país que había pactado, firmado y ratificado su paz, unánime y transparentemente en las urnas, mediante un plebiscito multitudinario. En este entorno de concordia las Farc le declararon la guerra a la Colombia que dejó atrás el conflicto para emprender nuevos caminos de justicia social y desarrollo. La Colombia que estrenaba la conciliación y apenas la celebraba fue agredida por las Farc porque al naciente castrismo no le gustaba la paz reinante en Colombia puesto que la democracia era el obstáculo a sus propósitos continentales. La respuesta del país a este grupo, sanguinario desde sus orígenes, fue apenas en defensa propia. Y lo cierto, lo que la historia oficial de las Farc y el gobierno de Santos pretenden hoy ignorar, es que el Frente Nacional entregó en 1974 un país en paz y progreso, con empleo abundante, ahorro, vivienda y desarrollo agrícola. Un país el que durante los últimos cuatro años del experimento político duplicó el número de aulas escolares construidas en su 150 años como República. En esa Colombia, al 1
cierre del Frente Nacional, el enfrentamiento partidista estaba marcado por la discusión, planteada por el gobierno entrante, de si la economía estaba creciendo al 7% o al 9%. Dicho sea de paso, el país estaba creciendo al 9%, como se demostró posteriormente. Las Farc, el Eln y el M19, prácticamente inexistentes en 1974 como fuerza militar y política, sin ninguna base popular, habrían de surgir con fuerza después del Frente Nacional como mafias de secuestro, extorsión, terrorismo y narcotráfico. Esas guerrillas, tan sui generis y minúsculas en el Frente Nacional, llegaron a prácticamente doblegar al estado y generar como reacción el infame paramilitarismo. “Señor Presidente: estamos perdiendo la guerra”, fueron las primeras palabras que oí del nuevo comandante de la FF.AA. en mi primer consejo de ministros como jefe del estado en 1998. Sin embargo, poco antes, yo había viajado como presidente electo al campamento de Manuel Marulanda, alias Tirofijo, en busca de abrir un camino hacia la paz. Hace poco me encontré por coincidencia una vieja cinta de video que contenía un registro histórico que creíamos perdido cuando no funcionó nuestra cámara: la versión paralela lograda por una guerrillera de mi primera conversación con Marulanda, en la que le advierto que voy a construir unas nuevas Fuerzas Armadas y de Policía “para la paz o para la guerra”. “Usted decide”, le dije a Tirofijo. La constancia histórica del momento está hoy disponible en mi página web. La simultaneidad del diálogo y el Plan Colombia garantizaron la pronta y efectiva respuesta a la mala fe de las Farc en el Caguán. El país que recibí resignado a la disyuntiva de guerrilla o paramilitarismo, recuperó el monopolio de la fuerza en manos del estado. Y la guerrilla, diezmada y doblegada, retornó eventualmente a la mesa en la que habría de resucitar.
Tal vez en calidad de testigo he sido invitado a este foro para abordar el tema de la implementación a la fuerza de un acuerdo rechazado por el pueblo colombiano en la urnas. En acto sin antecedente en nuestra historia, se ha dado un golpe de estado en consonancia con la subversión. En ese marco no debería caber discusión alguna puesto que se trata del robo descarado de una elección popular. Todo lo que de allí se desprenda es, por lo tanto, 2
igualmente ilegal y antidemocrático. Como colombiano, como demócrata, como expresidente de la República no puedo menos que condenar, como lo he hecho insistentemente, ese vergonzoso acto totalitario que desafía lo poco que queda en pie de nuestras instituciones y nuestra tradición de libertad y democracia. Sin embargo, he accedido a contribuir a este diálogo con algunas reflexiones sobre el presente y el futuro de una democracia a la que un extremista extranjero le ha superimpuesto una nueva constitución que acaba con el democrático equilibrio de poderes, con la Justicia y con el Parlamento para habilitar dictatorialmente al Ejecutivo y a un seudotribunal de justicia. El momento no puede ser más oportuno para el análisis de un país marcado por la corrupción. El acuerdo de La Habana es un acuerdo corrupto pactado por un gobierno corrupto con una guerrilla corrupta. Nada bueno para el país podía salir de esta combinación funesta rechazada por el pueblo colombiano. Aquí entre nosotros seguramente se encuentran ciudadanos británicos, italianos o estadounidenses que pueden dar fe de que en sus democracias el voto se respeta. Que los resultados se pueden discutir posteriormente con vehemencia, pero nunca se niegan. Eso no se le pasa por la cabeza a ningún demócrata de latitud alguna. Excepto por la cabeza del estado colombiano. Esto, lo que hoy discutimos democráticamente, seguramente no lo veremos mañana en muchos medios de comunicación de Colombia, sometidos por los miles de millones de dólares en publicidad que el gobierno Santos les ha inyectado para comprar su silencio y sus aplausos. Aquí, en esta mesa, tenemos un testigo de excepción de ello: el comisionado encargado de dispensar buena parte de los dineros del estado a los medios. He sido invitado a hablar sobre la implementación de unos pactos que poco tienen que ver con las zonas de distensión y entrega de armas. La verdadera implementación de los acuerdos rechazados por los colombianos en las urnas es el diario y constante desmonte de las instituciones democráticas de Colombia. Hoy, Colombia está sumergida en un escándalo que ha puesto a toda la contratación pública en entredicho. La corrupción de Odebrecht compromete hasta ahora, de una u otra forma, a cinco 3
ministros y exministros de este gobierno, a un ex secretario general de la Presidencia, al jefe de la campaña Santos 2014, a los asesores de imagen y al secretario privado del Presidente. Solo para hablar del inmediato entorno presidencial. Vendrá más adelante el escándalo de la refinería de Cartagena, la que costó más que la ampliación del Canal de Panamá gracias a los más de ocho mil millones de dólares marcados por la corrupción desmesurada del proyecto.
La corrupción del Congreso es evidente tanto en las cifras presupuestales como en sus actuaciones anticonstitucionales, doblegadas al Ejecutivo y la chequera del presupuesto nacional. La Justicia, mientras tanto, ha sido despojada de sus herramientas por un seudotribunal elegido por un sospechoso comité extranjero. A partir de esa instancia incontrolada, concebida por un comunista foráneo, Colombia será una nación sin Corte Suprema de Justicia, sin Corte Constitucional, sin Fiscal, sin Procurador, sin justicia ordinaria. Hoy, en esta mesa, seguramente veremos cómo los amigos y funcionarios del gobierno pretenden defender este engendro con trucos retóricos que apelan a lo que ellos consideran los sentimientos de paz por encima de todo. Paz sin instituciones, sin leyes, sin justicia. Apelando a lo visceral sin fundamentos jurídicos que coincidan con los principios y garantías universales del derecho. Veremos cómo la única defensa posible del gobierno y las Farc es y ha sido “el fin justifica los medios”. Nos dirán, seguramente, que la Corte decidió en consonancia con el Ejecutivo que la voluntad popular no es el voto del pueblo sino el sometimiento del Congreso. Alegarán que dos párrafos hacen un nuevo acuerdo. Que en el África central han hecho experimentos jurídicos superiores a las instituciones de nuestra vieja República. Dirán cosas que ni siquiera Hugo Chávez se hubiese atrevido a afirmar. Dirán –de una u otra forma- que por lograr la firma de las Farc, todo vale. Y dirán que desconocer un resultado electoral democrático, también vale. Porque para Santos y las Farc, para el Congreso que desmonta la Constitución de afán, para la Justicia que le levantaron la venda, “el fin justifica los medios”.
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Basta analizar el proceso de La Habana para darse cuenta de que lo que buscó el gobierno fue un acuerdo a cualquier precio. Que las Farc no cedieron un milímetro en sus pretensiones y que el gobierno no obtuvo nada. Que el gobierno entregó las instituciones, las salvaguardas constitucionales, a cambio de nada. Aquí tenemos como testigo de excepción a quien ha debido negociar algo pero entregó todo. Las Farc fueron amnistiadas como cartel, obtuvieron la protección de sus cultivos gracias a la no fumigación, guardaron sus dineros, mantienen sus rutas, no reparan a sus víctimas, no devuelven a los niños que secuestraron para convertirlos en asesinos, imponen al Congreso su voluntad, obtienen territorios y feudos políticos intocables, curules parlamentarias, cadena de emisoras. Pero, ante todo, desmontan la justicia y la sustituyen por un seudotribunal, escogido por un comité extraño y extranjero, omnipotente y omnímodo, sin control y sin límite en el tiempo, afín a sus convicciones y propósitos. En esta mesa me ha correspondido hacer la presentación de los mecanismos de ratificación del golpe de estado de Juan Manuel Santos y las Farc. Lo que el gobierno eufemísticamente llama ‘implementación de los acuerdos’. De los pactos con las Farc rechazados por los colombianos, de los acuerdos impuestos a la fuerza pretendiendo el engaño de una ilusión de paz sin instituciones democráticas que no es más que una bomba de tiempo. Colombia vive el drama de la autocracia y el golpe de estado permanente. Ante este drama, la discusión no debe centrarse en la tendencia del gobierno y o la de quienes lo enfrentan sino en la manera de garantizar la solidez de las instituciones democráticas en los vaivenes del péndulo de la alternación en el poder y las ideas. La más reciente edición de la revista Atlantic trae una reflexión sobre los peligros en Estados Unidos de una autocracia y las deformaciones institucionales y abusos del poder que pueden estimularla. El autor no se refiere a Colombia cuando analiza el fenómeno de orden global, pero sus reflexiones indudablemente traen un eco de la realidad colombiana. Particularmente cuando se muestra el paso de la autocracia a la cleptocracia -el gobierno de los ladrones- en las naciones que concentran todos los poderes en el Ejecutivo a costa de la mutilación o anulación efectiva del 5
Congreso y la Justicia. Es así, por razón de sus desmanes y los de su entorno, que el gobierno de Santos no sería comparable con Estados Unidos o Francia sino más bien con los regímenes cleptocráticos de Jacob Zuma en Suráfrica o Hugo Chávez en Venezuela. El país así lo entiende y las encuestas confirman el descontento general, semana tras semana. Únicamente con los poderes concentrados del Ejecutivo y el desmonte de la justicia y el parlamento pactados con las Farc puede mantenerse impune la predominante cleptocracia que saquea el presupuesto nacional al ritmo de 20 billones de pesos anuales. Solamente con la implementación de los pactos que el gobierno rechazó se garantiza el florecimiento impune de la industria del narcotráfico. La razón es muy sencilla: los pactos fueron hechos a la medida de un cartel mafioso y de sus intereses. Esos pactos de impunidad que se ajustan perfectamente a los intereses de los carteles de la contratación y el saqueo de las entidades públicas. Lo que hemos de discutir aquí, entonces, es si la paz es posible en un país sin instituciones efectivas, sin equilibrio de poderes, autocrático y profundamente corrupto. Si la democracia es posible tras el desconocimiento de un proceso electoral y en medio del robo continuado de $20 billones de pesos anuales de las arcas del estado. nos debemos preguntar si la eventual victoria por la Presidencia en las urnas de quienes vencimos en el plebiscito será garantizada en 2018 o será birlada de nuevo. Pero más allá, la preocupación de los colombianos en las próximas elecciones no debe centrarse en la disyuntiva de Paz o guerra. Lo que está en juego es la democracia liberal y participativa cuando vemos la paja en el ojo ajeno de los vecinos pero no la viga en el propio. Porque la concentración del poder en el Ejecutivo se ha convertido en la herramienta para garantizar la impunidad de la corrupción. La verdadera implementación de la paz se dará en Colombia tras las elecciones de 2018 en las que dos puntos de vistas habrán de enfrentarse: el de la ilusión de paz en la corrupción, sin Constitución efectiva y sin instituciones legislativas y de justicia. O la opción de la paz real y duradera sustentada sobre las instituciones democráticas 6
sólidas con pesos, contrapesos y garantías democráticas. Esta última triunfó en 2016 para rechazar lo que hoy se pretende implementar y su victoria le fue rapada por el régimen. Pero esa Colombia, cuya mano tendida el presidente Santos rechazó tras el plebiscito en aras del golpe contra la Constitución y las leyes con las Farc, ha de volver renovada en 2018 para liderar un gobierno sin exclusiones, para todos los colombianos. Muchas Gracias
Foro Concordia , Metropolitan Club , Febrero 21, 2017
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