El huérfano
del prisionero, mi madre iba vestida de hombre. Aquéllos, que apenas podían tenerse en pie, que se apoyaban en sus lanzas y bastones para no caer al suelo, buscaban venganza. El olor de la sangre trasforma al hombre en una bestia. Me quedé allí sin moverme, paralizado por el miedo; ¿acaso podía hacer algo? Aquellas bestias gritaban sin parar, la sed de venganza y su frustración les había secado el Corazón. Vi acercarse a un soldado. Por su aspecto deduje que debía tratarse de un oficial. Parecía trastornado e inseguro; el hambre nos hace sentirnos así. Los soldados gritaban sin cesar, querían sangre y él se la daría; la sangre de mi madre. Comenzaron a empujarla, la derribaron, la escupieron y, finalmente la mataron. Una vez concluida su obra se marcharon. Yo me acerqué al cuerpo inerte de mamá temblando y muerto de miedo. La abracé y limpié sus heridas con un retazo de mi ropa y, allí permanecí, absorto en un inmenso dolor, un dolor lacerante que me penetraba y me hacía estremecer. Juré que vengaría la muerte de mi madre, ese maldito oficial había ordenado su asesinato y yo no descansaría hasta verlo muerto. Lo haría con mis manos, quería mirarle a los ojos, deseaba ver como su vida se esfumaba entre mis manos. Encontraría a mi padre y juntos nos vengaríamos. A veces, cuando el zorro sangriento huye de sus perseguidores y desea sobrevivir, lo mejor es ir disfrazado de perro. Me alistaría en el ejército, aprendería a luchar y me convertiría en un gran guerrero del ejército de Kemet. Pero aquello debía esperar, primero tenía que honrar a mi madre. Fabriqué unas parihuelas, puse a mi madre sobre ellas y arrastrándolas me encaminé al Sur a Tebas. Llegué a la ciudad a los dos días de marcha, en la oscuridad de la noche; avanzando entre tinieblas y evitando las aldeas y los campos sembrados. Tebas es una gran ciudad llena de gentes de toda clase y condición. Miraba en todas direcciones y no salía de mi asombro; todo tan grande, inmenso y lleno de vida. Esta ciudad es, ante todo, un juego de luces y sombras proyectadas por los grandes edificios monumentales. Sacerdotes, mercaderes, campesinos y soldados; los unos egipcios, los otros extranjeros. Yo andaba anonadado y perdido entre esta amalgama de gentes desconocidas. Buscaba una casa de embalsamadores, donde dejar el cuerpo sin vida de mi madre. Anduve durante horas, no recuerdo cuántas, sin rumbo ni sentido de la orientación; atrapado como un pájaro en una red. Finalmente, me tropecé casualmente con una 20 Boletín de la Asociación de Egiptología Iteru