Pulp Magazine
Núm. V Junio 2012 www.animabarda.com Ánima Barda es una revista literaria en español, de relatos y cuentos cortos de temáticas de terror, fantasía, ciencia ficción, policíaca, noir, aventuras de todo tipo, incluidas orientales y eróticas, héroes misteriosos, situaciones absurdas, relato social y de humor La revista es de publicación mensual y se edita en Madrid, España. ISBN 2254-0466 EDITADA POR J. R. Plana AYDT. ED. Y CORRECCIÓN Cristina Miguel ILUSTR, DISEÑO Y MAQUET. J. R. Plana
Relatos
7 LAS CHICAS DE JOE 16 LOS OJOS DEL DRAGÓN 23 ESPEJOS ROTOS - III 33 TÚNELES ALTERADOS 41 52 LA BANSHEE 58 FERGUS FERGUSON Nº4 65 TRÁGICO DESENLACE 69
LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS
Ana Gasull
Fantasía
J. R. Plana Noir
Víctor M. Yeste Fantasía
R. P. Verdugo Terror
Ricardo Castillo Espada y brujería
UN AMOR BAJO EL MISMO CIELO
Eleazar Herrera Ciencia ficción
Patricia O. Terror
M. C. Catalán Humor
Diego Fdez. Villaverde Aventura medieval
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PERGAMINO DE ISAMU IV Ramón Plana
Aventura samurái
El resto
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UNAS PALABRAS DEL JEFE
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HISTORIA DEL PULP
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Dediquemos un minuto a leer los pensamientos del editor
Elaboramos esta sección con el fin de acercar el maravilloso mundo del pulp a los lectores
BESTIARIO
Catálogo de las extrañas criaturas que alimentan estas páginas
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UNAS PALABRAS DEL JEFE
Unas palabras del jefe J. R. Plana Los proyectos en Internet son siempre difíciles. Salvo que tengas una idea brillante y novedosa que pegue el pelotazo, abrirte un hueco en condiciones en Internet es complicado, conlleva horas y horas de trabajo, de hablar con la gente, de pedir favores, de gastarte dinero... En resumen, conlleva horas de dedicación, tanto si es un blog como un foro o una red social, que al final no siempre dan resultado. A esto hay que añadir que, cuando se hace por afición o pasatiempo (y esto incluye a un gran porcentaje de todo lo que hay en Internet), tienes disponible mucho menos tiempo del que requiere. Es como un bebé chillón al que sólo le puedes prestar atención un par de horas al día. Os estaréis preguntando por qué narices suelto este rollo. Esperad unas cuantas líneas más y lo veréis. Este es el 5º número y estamos ya cerca del 6º. Medio año de Ánima Barda. Durante todo este tiempo nos han pasado muchas cosas: nos hemos encontrado con problemas y quejas de los escritores, con gente que nos anima y gente a la que le da igual, con una buena acogida en general pero con las lecturas que no terminan de subir. No os vamos a engañar, no está yendo todo lo bien que uno espera, aunque somos conscientes de que Internet lleva tiempo. De momento el número de lectores es bueno, aunque podría ser mejor. En el camino hemos hecho cambios y modificaciones: la web, versión móvil,
nuevos formatos... Sin embargo, lo que no hemos podido variar es la cantidad de trabajo que Ánima Barda nos echa sobre los hombros. Somos dos y hacemos esto por gusto y afición, sin otro objetivo que el placer de escribir y el orgullo de que otros lean, y por este motivo no podemos permitirnos el enfrentarnos a los problemas y al enorme trabajo que esto lleva. La creación, difusión y gestión de la revista nos acarrea más de un disgusto y mucho trabajo, y no sólo no hay suficiente tiempo sino que no queremos estar de una discusión a otra por algo que se hace por diversión. Suena a vagancia, pero el peligro de seguir así es que Ánima Barda se vaya al garete. Por eso en los próximos números introduciremos unos cambios que, esperamos, hagan más manejable y mejoren Ánima Barda. Pondremos otro formato para leerla además de los disponibles y haremos modificaciones en el contenido. Nos hemos hecho el firme propósito de mantener la revista mientras haya una persona (no familiar) que nos siga, y, aunque lo hagamos por afición, queremos ofrecer un mínimo de calidad para que no perdáis las ganas. Esperamos entretener mucho tiempo más. Gracias y a disfrutar la revista.
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Pulp Magazine
Historia del Pulp Weird Tales, una de las revistas clásicas entre los pulp magazines. Apareció por primera vez en marzo de 1923. Creada en Chicago por J.C. Henneberger, periodista con predilección del género de terror, Weird Tales es una revista pulp cuyos relatos entran dentro de los géneros de la ciencia-ficción, la fantasía y el terror. Su primer editor fue Edwin Baird, y su asistente ,Farnsworth Wright, le sustituyó en el número 15. Wright fue el “culpable” de publicar los relatos de H. P. Lovecraft. Además de Lovecraf, la revista Weird Tales contó con afamados autores como Robert E. Howard, Robert Bloch o Fritz Leiber. La revista ofrecía a los autores noveles la oportunidad de publicar y darse a conocer, especialmente durante la época de Wright. Con la llegada del cómic y de las novelas baratas, las revistas pulp empezaron a decaer y sufrir problemas económicos. Weird Tales cerraba en 1954, después de 279 números. En 1988 Weird Tales volvió a partir del número 280. Desde su relanzamiento, y al igual que ocurre con otras publicaciones parecidas, el éxito comercial ha sido bastante menor que el obtenido en sus inicios. Para los pulp magazines resultó complicado hacer frente a las modernas formas de ocio que nada tenían que ver con las existentes a principios del s. XX. Fueron, y son, peligrosos rivales la televisión, el ordenador y los videojuegos. En 2005, Weird Tales se vendió a la editorial Wildside Press, que empezó a publicar la revista en periodicidad bi-
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mensual. Wildside Press, especializada en fantasía, mantiene hoy en día la publicación de Weird Tales a un precio muy diferente del original (entre 7 y 8 $) y en formato de papel y digital. Weird Tales, que va ya por su número 360, sobrevive junto con otras publicaciones como el Sherlock Holmes Mystery Magazine, Forgotten Fantasy o Fantasy Magazine.
Ana Gasull - LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS
La guerrera de los Sueños POR ANA GASULL A pesar de lo sobreprotegida que está, la Princesa Aurora logra encontrarse con su prima en una torre abandonada, justo en la medianoche de su decimosexto cumpleaños. Allí, la espera una rueca y una maldición de su pasado. I Aurora miró a su alrededor para cerciorarse de que se encontraba sola en esa parte del castillo, se cubrió el rostro con la capucha y cruzó el patio de los rosales, apresurándose para llegar al otro lado. El suelo estaba mojado por la lluvia y los caracoles recién salían de sus escondites. En otras circunstancias se habría detenido un rato para recoger unos cuantos y guardarlos como mascota, pero tenía demasiada prisa y temía que la encontraran fuera de la cama a esas horas. A su padre no le gustaba que estuviera sin supervisión, ya que temía un ataque en cualquier momento; pero eso no iba a amargarle la aventura: era casi medianoche y, cuando dieran las doce, sería su decimosexto cumpleaños oficialmente. El rey había mandado organizar una enorme fiesta en su nombre, a la que habían sido invitados todos los nobles y los lugareños, y a la que asistirían, como invitadas de honor, las siete hadas de las gracias. Pero no era ese el motivo de su vigilia. Nastia la esperaba en la torre de música, donde hacía años que no ponía un
pie; específicamente, desde que había decidido ser una princesa guerrera en vez de una doncella. Oyó unos pasos que se acercaban y corrió a esconderse detrás de un banco de piedra. Amoth, el guardabosque, fue aproximándose hasta detenerse casi encima de ella, pero no dirigió la vista hacia el lugar donde se escondía. En vez de eso, levantó la lámpara de cristal hacia el cielo y suspiró. La vela titiló. - Ya debe de estar Nastia haciendo de las suyas de nuevo -susurró. Aurora miró hacia donde lo hacía Amoth y vio que había una luz parpadeante en una ventana de lo alto de la torre. Él bostezó y se giró para irse en dirección contraria, pero antes, con voz apagada, dijo: - Vaya con cuidado, Princesa: no es bueno pasearse tan tarde por el castillo. Aurora soltó el aire que había estado
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conteniendo y se relajó. Para cuando se dignó a salir de su escondite, Amoth ya se había difuminado en la oscuridad. Con el corazón latiéndole con fuerza y la sangre desbordante de adrenalina, se subió la falda del vestido hasta las rodillas y echó a correr. Los zapatos se le hundían en el lodo y se enganchaban, y era como caminar siendo un pulpo. Al llegar a la galería, se descalzó para no dejar rastro y escondió las elegantes bailarinas que había llevado en la cena en un cobertizo donde guardaban escobas y trapos. Descalza, con las finas calzas de verano apenas siendo una barrera entre el suelo y sus pies, se dirigió a la entrada secreta. El castillo estaba repleto de ellas y el Rey le había enseñado todas y cada una por si algún día debía huir. Esa era la mayor obsesión del monarca, que un enemigo atacara a su única hija, que, como heredera al trono, era el objetivo principal. Con los nervios a flor de piel, se escurrió por detrás de una enorme estatua de un guerrero y se agachó. Siguiendo unas casi imperceptibles marcas que había escritas sobre la piedra, contó los ladrillos hasta llegar al que buscaba. Con cuidado de no hacerse daño ni romperse las uñas para que nadie sospechara al día siguiente, fue tirando de una de las piedras más pequeñas hasta que la tuvo en sus manos. Entonces, introdujo el brazo en el agujero hasta que topó con una rosca del tamaño de su puño y la hizo girar en el sentido de las agujas del reloj. Poco a poco, las piedras fueron alineándose hasta formar un arco. Recogió la piedra que había sacado de su sitio y la encajó entre otras dos mucho más grandes. Luego, después de asegurarse
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una vez más de que nadie la había visto, se adentró en el pasadizo. La entrada se cerró a su espalda y una antorcha se encendió a su derecha. La siguieron otras, que iluminaron el pasillo con su fuego rojo y vibrante. Estaba nerviosa. Nastia era su mejor amiga, la única que tenía. Sus madres eran hermanas y habían nacido con seis meses de diferencia, por lo que habían crecido y se habían criado juntas. La oyó tararear a medida que se acercaba. Se le puso la piel de gallina con sólo pensar en lo que harían sus padres si descubrían que se iba a reunir con su prima en lo alto de la torre de música una noche sin luna para apreciar el descubrimiento que había hecho la mayor en una de sus escapadas. A Nastia le gustaba explorar el reino y el castillo de noche para sentirse libre de sus vestidos y sus conocimientos, y la noche anterior había encontrado un objeto extraño y único, con un pedal que hacía girar una rueda de forma hipnótica. Y, sentada tranquilamente, haciendo girar la rueda mientras iba cantando en voz baja, estaba una criada que se había lanzado a sus pies al verla. Cuando llegó al final del túnel, después de subir escaleras y tener que agacharse demasiado en algunos trechos, se detuvo frente a una pequeña puerta de madera. Tiró del pomo hacia sí, le dio una patada en la parte inferior y se abrió sin hacer ruido. Salió al exterior, donde el aire era más fuerte y le golpeaba en la cara sin remordimiento. Desde su posición, podía ver gran parte de la extensión del reino de Ímila, que dominaba todo el este y el sur del Continente. El cielo estaba vacío, carente de es-
Ana Gasull - LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS trellas, y la luna, que solía danzar por encima de sus cabezas preñada de luz, había desaparecido en el horizonte. Era un mal augurio con el que empezar su cumpleaños, pero no creía en la adivinación y lo dejó pasar. En vez de eso, se acercó al borde de la torre y miró hacia abajo. La torre era idéntica a la suya, y en el ventanal del cuarto más alto había un balcón por el que se podía entrar a la alcoba sin problemas. Sólo debía descolgarse con cuidado y aterrizar en el lugar adecuado. Se frotó las manos antes de atreverse a seguir. Luego, con muchísimo cuidado, saltó por encima del borde y quedó suspendida en el vacío. Le temblaban las rodillas a más no poder, al igual que los brazos, que del esfuerzo a duras penas tenían la fuerza suficiente para aguantarse firmes. Mantuvo los ojos abiertos en todo momento y, cuando lo estimó adecuado, se soltó de golpe y cayó rasgando el viento. Milagrosamente, logró no caer con los pies planos, pero aun así pudo notar como se le fracturaba el tobillo. Nastia acudió a su encuentro en cuanto oyó su lamento, seguida de una mujer mayor cuyos ojos negros como el carbón resplandecían en la oscuridad. - ¿Estás bien, Aru? - El tobillo... -murmuró mientras se incorporaba. La mujer se adelantó rápidamente. - Apártese, Doncella Nastia, debo ver ese tobillo inmediatamente. Princesa, por el amor de nuestro dios Emro, no se mueva. - Aru, esta es la vieja Mammie. Mammie apartó las innumerables faldas del vestido y rodeó su tobillo con los dedos. Sus manos eran grandes y ru-
gosas, llenas de llagas, pero se movían con delicadeza y suavidad por encima de su piel. - Quítese las calzas, por Emro. - Pero señora... - Haga lo que le digo, Princesa, o no podré curarla. Yo no sé qué os enseñan a las jóvenes hoy en día, pero está claro que no lo suficiente. ¿Cómo puede ser que no sepa usted curarse una fractura de nada? Y no estar al tanto de los protocolos... Sepa usted, niña, que no se pueden curar heridas con ropa de por medio, que absorben cualquier tipo de magia. - Lo siento, señora. - Su Majestad debería invertir más esfuerzos en su educación -sentenció al tiempo que le quitaba las calzas sin pudor alguno-. En los tiempos en los que su abuela era aún una moza, estas cosas no pasaban: las criaturas sabían valerse por sí mismas hasta el punto que la difunta doncella Mafma se salvó a sí misma la vida. Lo recuerdo muy bien. Aurora y Nastia la miraron atónitas. - ¿Estaba usted viva cuando la abuela Mafma era una niña? - ¡Por supuesto que estaba viva! ¿Es que no os enseñan nada en esa escuela de pacotilla? Mammie tensó los dedos alrededor del tobillo de Aurora y esta sintió un agudo pinchazo que le recorrió el pie y subió por la pierna hasta el muslo. Cerró los dientes para abstenerse de gritar. - ¿Qué debemos saber, Mammie? ¿Cómo podía estar usted viva en los tiempos en que la abuela era niña? -preguntó de nuevo Nastia. Nastia tiró del pie de Aurora y le untó un ungüento pastoso y amarillento con brío. La pastarada estaba tan fría que le
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caló hasta el tuétano de los huesos. - Nosotras, las hilanderas, vivimos mucho más que el resto de simples mortales, pues hemos sido bendecidas por la diosa Amza. - ¿Qué es una hilandera? Mammie miró a Aurora entornando los ojos. - Desde luego... Tendré que hablar con su madre, Princesa; no puede ser que sepa tan poco y sea la heredera al trono. Llevará este reino a la ruina si continúa así. Entremos -añadió mientras se cubría los hombros con un chal de color rosa con transparencias-, aquí fuera empieza a hacer frío. Vaya verano, que de noche enfría. Mammie se adentró de nuevo en la torre y Nastia ayudó a Aurora a levantarse. - Está loca -susurró la Princesa. Nastia se encogió de hombros y la ayudó a caminar hasta la silla más cercana. La estancia no se parecía en nada al cuarto de una princesa. Se trataba de una habitación circular, iluminada por antorchas que estaban continuamente encendidas y apenas parpadeaban y dibujaban sombras en las paredes. En el suelo había una alfombra vieja y sucia, que antaño parecía haber sido bonita, pero que en el presente se iba deshilachando poco a poco. No había camas ni tocadores, ni siquiera una pequeña fuente de la que brotaran las aguas cristalinas del río para poder asearse y refrescarse los labios. Era una parte del castillo que, en realidad, a duras penas conocía. - Mira, Aru, esto era de lo que te hablaba -anunció Nastia, apartándose los rizos pelirrojos que le caían por la fren-
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te-. ¿No es hermoso? Aurora se acercó con cautela, procurando no apoyar el pie en el suelo. El dolor iba mitigando, pero aun no se había recuperado del todo. Frente a ella se encontraba el objeto que Nastia le había descrito a la perfección durante las clases de costura. Se acercó un poco más y lo admiró a la luz de las llamas. - ¿Qué es? Mammie suspiró. - Una rueca, Princesa. - ¿Y para qué sirve? Nastia dio un salto en su sitio y aplaudió. - Eso es lo más interesante, Aru. Sirve para hilar. - ¿Hilar? -se extrañó. - Sí, exacto. ¿Puedes creer que con esto antes hacían las telas de los trajes? - ¿Y por qué ya no se usa? - Hay métodos más efectivos y rápidos -se lamentó la vieja señora. Nastia se sentó en el suelo e instó a Aurora para que hiciera lo mismo. Juntas, se alejaron un poco para tener mejor perspectiva. Mammie se sentó en un taburete que descansaba medio olvidado, pero que había ido adquiriendo la forma de sus posaderas. Estaba claro que la mujer pasaba allí todos los días de su vida. - Muéstrele a Aurora como funciona, Mammie. La rueda se puso a girar. Aurora no estaba segura de entender lo que hacía Mammie, simplemente la veía moverse, sujetar el hilo, luego hacer girar la rueda de la rueca con presteza, luego... No se fijaba, en realidad. Tenía toda su atención puesta en el movimiento circular de la rueda de madera, que no se
Ana Gasull - LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS detenía en ningún momento y creaba ilusiones, fundiéndose con la atmósfera hasta crear un círculo compacto que no hacía más que girar. Se desdibujaron los colores del arco iris a su alrededor, mientras Mammie seguía trabajando, demasiado concentrada para fijarse en los ojos emocionados y llenos de curiosidad de las niñas. - Es hermoso. - ¿Cómo lo consigue? - ¿Podemos probar? -pidió Aurora repentinamente. El movimiento de la rueda cesó. - ¿Queréis probar, Princesa? ¿De verdad? - Me encantaría -susurró, incapaz de apartar la mirada de ese objeto único. - Este no es trabajo para las doncellas. Si a Sus Majestades les llega... - Papá y Mamá no lo sabrán -le aseguró. - Es cierto -corroboró Nastia-, los tíos no van a enterarse. No tienen porqué hacerlo; seremos discretas. - Nunca se es lo suficientemente discreta, Princesa. Y las damas jamás deben mentir, y menos a sus padres. - Mammie, la corte está llena de secretos y mentiras. - Usted no es la corte -la regañó-, usted es la princesa heredera del reino y debe aprender a comportarse. Las chicas se miraron. - De acuerdo -aceptó finalmente Nastia-, no mentiremos. Pero déjenos probar, por favor; tampoco será mentir, mentir... Debería saber que ocultar la verdad no es mentir... - ... sólo preservar la intimidad. - Seréis mi muerte, criaturas -sentenció en un susurro ronco. Mammie se levantó y las invitó a sen-
tarse con un movimiento suave de los brazos. Aurora, sonriente y triunfal, empujó a Nastia. - Tú primero, prima. - ¿Yo? - Tú lo encontraste, tienes el derecho. Siguiendo las instrucciones de la sirvienta, se sentó en el taburete con elegancia contenida y se colocó tal y cómo había visto que hacía la anciana. Mammie le deshizo la trenza antes de que Nastia pudiera protestar y le amarró el pelo en la nuca con la cinta de cuero. - La cara siempre despejada, doncella: podríais resultar herida. - ¿Cómo? - Nunca se sabe con el huso, niña. Le dio la hebra de un hilo de algodón y le dijo dónde colocarlo. Aurora esperaba impaciente que la rueda volviera a girar. Era como un precursor de su destino... o una forma intrínseca que tenían los dioses de instruirla en las artes de la vida. Estaba confundida, lo oculto no se le daba nada bien. Una vez, cuando era pequeña, la Reina había querido que aprendiera a leer las cartas y había mandado traer al más ilustre Visionario, pero en su pequeño cuerpo de siete años no había ni una gota de talento para eso. - Esto es más difícil de lo que parece, Aru -hizo notar Nastia mientras movía las manos torpemente. La rueda se puso en movimiento, echando sobre el tablero los caprichos de la fortuna. Le pesaban mucho los párpados y el sueño se iba apoderando de ella. Tal vez debiera irse a la cama y volver a la noche siguiente. La voz de Nastia le llegó distorsionada. Tal vez había caído en el agua y era
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incapaz de regresar a la superficie luminosa y vivaz del castillo. - ¡No te duermas, Aru, esto es divertido! -logró oír que decía Nastia. Un destello de su melena pelirroja se perpetuó en la oscuridad hasta convertirse en una bola de fuego, que se fue apagando, transformándose en una llama de un triste color verde pálido. Alargó los dedos para poder tocarlo. - No se preocupe por la Princesa -la voz de Mammie era un murmullo en su conciencia-, estará aburrida porque aun no es su turno. Quiso gritar negándolo, pero estaba demasiado aturdida. Alargó la mano para alcanzar esa luz que se iba alejando de ella. - Aru, ¿qué estás haciendo? Sólo veía la rueca iluminada por la luz y una voz fría como un témpano de hielo se coló por las rendijas de su mente y le heló la sangre. - ¡Tócalo! Alargó la mano un poco más. - ¡Aru, no! La aguja pinchó su dedo. Una gota de sangre le resbaló por la piel hasta precipitarse hacia el suelo. La luz se desvaneció y volvió a encontrarse en el cuarto más alto de la torre, pero ya era demasiado tarde. Nastia se había levantado de un salto y permanecía inmóvil, a la espera de cualquier señal. Mammie estaba situada a su lado, sonriendo de oreja a oreja mientras veía como se desvanecía su mundo y el aire se le escapaba de los pulmones y se mezclaba con la noche de verano. La misma voz volvió a susurrarle: - Las ruecas se prohibieron para que no murierais, Princesa. El maleficio de Maléfica era ese...
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El frío había desaparecido y empezaba a hacer un calor sofocante. Se desplomó. Nastia se lanzó a su lado y chilló pidiendo auxilio. En la lejanía, uno de los perros de caza aulló, despertando al resto de la jauría. - Ya es demasiado tarde -dijo Mammie. Su rostro arrugado se estaba recomponiendo en el centelleante rictus de una mujer joven y hermosa. El cabello corto y canoso se desenvolvió en una melena larga y rizada, tan negra como sus ojos, las arrugas desaparecieron y sus labios se curvaron en una sonrisa letal, roja como el fuego de los infiernos. - ¿Quién sois vos? -exigió saber Nastia a la par que extraía un cuchillo de la capa de su prima, que yacía en el suelo pálida como una muerta. Su cuerpo había empezado a enfriarse. - ¿Yo? Yo sólo soy Maleficient. Mally, para mi madre. - ¿Tú eres...? - Puedes llamarme Maléfica, todos lo hacen. - ¡Socorro! - Nadie vendrá -la avisó, como si se tratase de un hecho obvio. - ¡Aurora ha muerto! Eso pareció surtir efecto. Se oyó un chillido a lo lejos, seguido por varios otros que sonaron aterrorizados. Pero por encima de todo el bullicio que se estaba armando, se oyó claramente a la Reina. - ¡Maléfica! - ¡Emro y sus barbas! -exclamó Maléfica mientras soltaba una carcajada-. Esa mujer tiene una memoria de elefante. No despertará, pequeña Nastia -dijo al ver que Nastia intentaba hacerla re-
Ana Gasull - LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS accionar sacudiéndola violentamente-. Y lo más gracioso es que todo esto lo he conseguido gracias a ti y a tu valiosa ayuda. ¿No es irónico? Nastia agarró el cuchillo con fuerza y se abalanzó sobre Maléfica, pero esta se echó hacia atrás con destreza y se envolvió en una horda de llamas verdes. Se desvaneció entre ellas antes de que pudiera hacer nada. La Reina entró en la estancia como una exhalación. La siguió el Rey, espada en alto. Al ver que Maléfica se había esfumado y la Princesa estaba tirada en el suelo, la Reina soltó una exclamación angustiada y corrió al lado de su hija. - Mi pequeña, mi Aurora... La estancia se iluminó con una luz dorada que abarcó toda la estancia. Junto a Aurora apareció una mujer más bella que Maléfica, cuyos cabellos plateados formaban un halo alrededor de su rostro. - No teman, Majestades, Aurora sigue viva, ¿recuerdan? - Las gracias... -murmuró el Rey. - Exacto. Dormirá en un profundo sueño hasta que reciba el primer beso de amor verdadero. Sus últimos recuerdos eran difusos. Incluían el rostro difuminado de una mujer ya anciana y los rizos pelirrojos de su prima haciéndole cosquillas en la nariz. Y había algo más. Un fuerte mareo que la había atacado de repente y la había arrastrado al fondo de un abismo sin fin. Podía sentir los cálidos rayos del sol acariciándole la piel. Suspiró, dispuesta a levantarse de la cama, cuando lo recordó todo. Los flashes de luz y recuerdos se sucedieron unos a otros a una velo-
cidad vertiginosa, que la obligó a permanecer quieta. Ahí estaba su prima, haciendo girar la rueca, su irrefrenable deseo de acercarse, esa voz metida en su cabeza... Y algo en lo que al principio no había reparado: un rostro guardado en algún recoveco de su mente, intemporal, enigmático, inclinándose hacia ella. El rostro de una mujer de ojos atormentados. Abrió los ojos con cautela, temerosa de lo que podía encontrarse, pero sobre su cabeza se alzaban árboles enormes y centenarios. Lo sabía porque podía respirar su vejez en el aire. Se dio la vuelta y se ayudó con las manos para levantarse. Estaba sucia de tierra de pies a cabeza. Miró a su alrededor. Estaba rodeada de árboles que se alzaban hasta el cielo y tapaban el sol, que se veía obligado a escurrirse entre las ramas y el tupido follaje del bosque. Se secó las manos sudorosas en la falda del vestido, pero no consiguió otra cosa que ensuciarse más. Respiró hondo. Estaba sola y perdida, pero confiaba en sí misma y sabía que podía salir de ese aprieto. Cerró los ojos y se concentró en el ruido del viento al pasar silbando y chocar contra los troncos de los árboles; oyó los pasos de los animalitos contra el musgo, alejándose de ella, pero manteniéndose lo suficientemente cerca como para ser capaces de observarla; sintió el olor penetrante de la naturaleza al crecer salvaje y a su antojo... Pero cuando alzó el brazo por encima de la cabeza y extendió la mano, no ocurrió nada. Volvió a intentarlo, pero era como si alguien hubiese taponado el compartimiento donde estaba guardada su magia y ahora no pudiera exteriorizarla.
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Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se las enjugó rápidamente: era una princesa guerrera, y sus maestros y sus progenitores siempre le habían dicho que las princesas guerreras no lloran, que eso era cosa de mortales. Caminaría. Con esa nueva determinación metida dentro de su espíritu, echó a andar hacia una dirección cualquiera. Mientras marcaba un árbol con una cruz, por si acaso se perdía y debía deshacer sus pasos, captó el leve ruido de un movimiento ondulante. Agua en movimiento. Con la esperanza palpitando en sus sienes, tiró la piedra que había estado usando y empezó a correr en la dirección de la que venía ese murmullo apagado. Era lo suficientemente lista como para saber que si seguía el curso del agua, llegaría hasta algún lugar habitado. Era algo con lo que ya estaba familiarizada, pero había estado tan preocupada por lo que había ocurrido y en cómo había llegado hasta allí, que se le había pasado por completo: había tenido que aprender a sobrevivir en diferentes medios como parte de su educación; daba gracias a su intuición por haberla obligado a dejar las clases de música y pintura. Para cuando llegó al arroyo, el sudor le goteaba por la frente y el cuello hasta llegar a la clavícula. Se acercó y bebió con ansias, antes de buscar otra piedra puntiaguda para marcar el árbol más cercano. En realidad, sentía como si se estuviese volviendo loca, pero mantenía ese pensamiento apartado a un lado mientras estaba perdida. No necesitaba más problemas ni más preguntas sin respuesta. Intentó colocarse bien el vestido, pero no sirvió de nada, así que
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empezó a seguir el curso del arroyo. El agua cristalina dejaba ver unos enormes peces de colores anaranjados y azulados, que se dejaban arrastrar por la corriente. Por lo menos, si no encontraba cobijo, tendría qué comer. No se sentía cansada, sólo un poco indispuesta, pero eso no le impedía seguir hacia delante. El bosque se terminaba de forma abrupta y dejaba paso a un prado cubierto de hierba que crecía furiosa y verde, y flores silvestres que se arremolinaban con el viento alrededor de piedras y los troncos de los árboles desperdigados por todas partes, mientras se amoldaban a las enredaderas. A lo lejos, una gran muralla se alzaba envolviendo una colina donde descansaba un castillo. No era el suyo. Como cuando corría por su propia casa al encuentro de Nastia, se recogió la falda y echó a volar en dirección a lo que parecía ser una ciudad fortificada. Iba tan deprisa, que cuando sus pies rozaban el suelo, la hierba se levantaba entusiasmada y se mecía a la par que el viento. El elaborado tocado que su aya le había hecho para la hora de la cena estaba totalmente deshecho y los tirabuzones, compuestos de tal forma que se asemejaban a caramelo líquido cayéndole por la espalda, le golpeaban en las mejillas y la nuca en olas doradas. Tenía el pelo grasiento y el cuerpo sudado; la frente brillante bajo los rayos del sol. Las puertas de la muralla estaban abiertas y la invitaban a entrar: unos brazos acogedores llenos de promesas de seguridad y compasión. Se obligó a acelerar el paso a pesar de no poder respirar por el esfuerzo y el miedo, has-
Ana Gasull - LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS ta que cruzó el umbral y se encontró dentro, rodeada de casas y tiendas y los habitantes del pueblo que caminaban tranquilos y sonrientes. Nadie se había fijado en ella aún. Avanzó por la calle principal hasta encontrar otra secundaria que no pareciese demasiado peligrosa. Temía que la viejecita la hubiese seguido hasta allí con la intención de terminar lo que había empezado. Porque no estaba muerta, eso lo sabía seguro. Su padre se lo había contado al cumplir diez años y después de que le hubiese preguntado por qué se empeñaba en protegerla tanto: sobre ella pesaba un maleficio que provocaría que cayese dormida para siempre. Pero jamás habría imaginado que eso ocurriría al pincharse un dedo; parecía una forma estúpida de morir, o entrar en un coma profundo. Lo único que no lograba comprender era cómo había terminado en ese lugar. Tal vez sólo se tratase de un sueño, una realidad alternativa que su imaginación había creado para evitar que entrase en estado de shock. Sin embargo, los objetos estaban demasiado definidos y los colores eran extremadamente vívidos. Se apartó el pelo del rostro mientras se detenía a admirar los enormes pasteles que se exhibían en una vitrina. No se había dado cuenta de lo hambrienta que estaba hasta que no sintió como se le contraía el estómago y este rugía con fuerza. Se rodeó con los brazos y dejó que, finalmente, las lágrimas rodaran por sus mejillas, furiosas y asustadas. - ¿Qué te pasa? Aurora alzó el rostro y se giró en la dirección de donde había venido la pregunta. Una chica morena, con el pelo rizado hasta la cintura y los ojos del co-
lor de la miel, se acercó a ella, sonriendo dulcemente. Era de estatura media y constitución pequeña, de apariencia delicada, y cuando se acercó, sus pasos eran pequeños y rítmicos, como si se moviera al son de la música que sonaba solamente en su cabeza. - Me quiero ir a mi casa -sollozó. - ¿No eres de por aquí? - No sé donde estoy. - Esto es Amel -dijo, abarcando todo a su alrededor con los brazos extendidos. - ¿Amel? ¿Amel, capital del reino de Guinna? - Sí, claro... ¿Y tú de dónde eres? La chica se acercó más y la agarró del brazo con suavidad y tiró de Aurora hacia sí. Luego la obligó a caminar y la condujo por diferentes calles y callejones repletos a rebosar de gente. - Yo soy Dahlia Ma-Ze, encantada -añadió cuando vio que estaba demasiado asustada como para contestar. Se mordió el labio inferior y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. - Yo soy de Ímila. Me llamo Aurora. Dahlia se detuvo frente a una casita de dos pisos de madera, anexa a una sastrería, donde se exponían telas y tejidos ostentosos y exóticos, lujosos, espléndidos y radiantes. - ¿Aurora? ¡Como la princesa de Ímila!
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Las chicas de Joe POR J. R. PLANA
Joe tiene las mejores chicas de la ciudad. Y también las más peligrosas. La puerta se abre, dejando pasar un fino rayo de luz que ilumina brevemente el local. Una figura baja y ancha entra con parsimonia, observando el ambiente del interior. El sitio está en penumbra, alumbrado únicamente por los fluorescentes de la barra y los focos rojos que apuntan a las bailarinas. Dispersos por la sala hay varios hombres, manchas negras cuyos rostros se encienden de cuando en cuando con el brillo de un cigarro. En los escenarios, agarradas a barras de acero, un par de chicas animan sin mucha gana al personal. Es pronto, y lo más duro está aún por llegar. El hombre de la puerta se dirige a paso cansino hacia el camarero y dueño del local, Joe Scruber, un tipo de edad indefinida que siempre ha estado igual de delgado, igual de calvo e igual de arrugado. Por el camino se relame al
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pasar junto a una de las chicas, que le provoca al son de la música. - Diablos, Joe, Gina es todo un bombón –dice dejando caer su enorme trasero sobre uno de los taburetes-. Uno no se cansa de mirarla. Roger Slobber es un hombre de negocios local. Gordo y violento, se hizo un hueco a puñetazos en la pequeña ciudad cuando llegó desde el norte del país quince años atrás. Ahora dirige un negocio de importación y exportación al tiempo que controla varios chanchullos de mercancías ilegales. - Sí, es una buena chica –contesta Joe, bebiendo un trago corto de algo que parece whisky-. Y una buena inversión. - Ya lo creo. Anda, viejo, ponme lo de siempre. -Roger deja resbalar la vista por el local mientras Joe saca una botella de debajo de la barra-. Si me aceptas
J. R. Plana - LAS CHICAS DE JOE un consejo, Joe, no dejaría fumar aquí a esos capullos. Como te pille alguno de los polis de Hayes te va a caer una buena, créeme. Te cerrarán el local. - ¿Y qué quieres que haga? El único motivo de que esto se me llene por las noches son las chicas y el tabaco. –Pone un vaso vacío sobre la barra y deja caer un largo chorro de la botella que tiene en la mano-. Si les quito lo segundo se irán seguro al garito de Billy Raimi. - Billy es un capullo, pone demasiada agua en la bebida. ¿Por qué iban a ir allí? –Roger pega un buen trago. - Está más cerca. Y además deja que la clientela se pase un poco con sus chicas. - Bah, las tuyas están mejor. –Roger se pone de espaldas a Joe, con los codos en la barra-. ¿Y esa? ¿Es nueva? –pregunta señalando con el vaso a uno de los escenarios. - Sí, llegó la semana pasada. Se hace llamar Samara. Es muy joven, dice que tiene veintidós pero sé que me miente. –Joe se encoge de hombros-. Lo cierto es que me da igual, se mueve muy bien ahí arriba. Y no hablo solo del escenario. - Y además tiene un cuerpo de infarto. ¿No te dará problemas? - Nunca se sabe, pero parece fiable. Y si te refieres a su edad, no está registrada en la base de la poli y tampoco tiene licencia de conducir, así que no creo que lo podamos saber. Samara, sin dejar de bailar, dirige su mirada hacia los dos hombres, como si pudiera oírlos. Es rubia, de pelo moreno y rizado, y cuelga de la pole como si hubiera nacido para ello. Los hombres de alrededor la miran con la boca abierta, incapaces de apartar la mirada de su cuerpo semidesnudo, joven y voluptuoso.
- La chiquilla promete –dice Roger sin quitarle los ojos de encima-. ¿Me la dejas ver de cerca cuando acabe? - Si me pagas, sí. - Maldito viejo avaro… Aún está por llegar el día que me invites a algo. - Y seguirás esperando. Si quieres caridad vete a la parroquia. Roger suelta una carcajada y se gira de nuevo hacia la barra. - Basta de cháchara, Joe, hablemos de negocios. Qué pasa con el envío que te dije, ¿podrás repartirlo por aquí? - Estoy muy mayor para esas cosas, Roger. Tienes un montón de camellos jóvenes y ambiciosos deseando que un yonki con mono les meta una bala en la cabeza, ¿para qué me quieres a mí? - Confianza, Joe. Confianza y reputación. Es la base del negocio. Te conozco de hace mucho tiempo y funcionas bien, la gente te respeta, saben que no les vas a engañar. Antes te comprarán a ti que a cualquiera de los chavales de las calles. Además ellos tratan de engañarme. Se piensan que no lo sé, que soy un gordo idiota, pero lo cierto es que estoy esperando para ajustarles las cuentas. - No puedes seguir así, vas a acabar mal. - Joe, te lo he dicho mil veces: en nuestro mundo, la violencia es la base del respeto. - Sabes que no estoy de acuerdo, hay otras formas de hacer las cosas. Roger bufa con desagrado. - Sí, claro. Así de bien me fue con Julie y Sara. - Con Julie y Sara hubo errores por ambas partes, pero has de reconocer que no supiste hacerlo bien. - Joder, ¿me lo vas a estar recordando toda la vida? Julie fue una puta des-
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agradecida conmigo y se merecía lo que le pasó. Punto. - ¡Por todos los santos, Roger, era tu mujer! ¡Y la mataste! Lo único que hizo fue pedirte el divorcio. Te excediste, ¿Cuándo lo vas a reconocer? –El gordo hombretón baja la mirada hacia su vaso, casi avergonzado-. Y la pobre Sara… La dejaste huérfana y en la calle. Así no se hacen las cosas. - No era hija mía. Que se hubiera marchado con el motero borracho, que para algo es su padre. - Mira, dejémoslo –suspira-. Volviendo al otro tema, en serio, Roger, no quiero más líos. Ya bastante tengo con cuidar de mis chicas. - Joder, ya te he dicho que la gente te respeta, te tienen miedo. Llevas aquí toda la vida, estabas antes de que llegaran los mejicanos, incluso antes de que aparecieran los putos irlandeses. Conoces a todo el mundo, nadie se atreverá a darte problemas. Joe sostiene la mirada a Roger durante unos segundos. El ruido de la puerta abriéndose le hace romper el contacto visual para echar un ojo por encima de su amigo. El viejo maldice. - Intenta explicárselo a esos –dice Joe señalando a la puerta con la cabeza-. Los jóvenes no temen a los viejos, no respetan a nadie. Roger se gira a medias, mirando por encima del hombro. Al local acaban de entrar cuatro tipos. Son jóvenes y fuertes, y destilan imprudencia. Se pasean por allí como si fueran los reyes del mambo, entre risas y empujones, acercándose a las chicas y haciendo apartarse a los hombres solitarios que estaban antes de ellos. - Esos mierdas me espantan a la clien-
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tela, Roger. Uno de ellos señala a Samara y todos se sientan alrededor de su escenario. Los chicos empiezan a jalearla, acercando las manos más de lo debido. Dan voces y se animan los unos a los otros. - ¿Te vas a quedar ahí quieto? –pregunta Roger. - Mientras no se pasen, sí. Son jóvenes y están borrachos, no quiero tener problemas. Cielo santo, si ni siquiera son las once, no son horas de andar con peleas. Roger se gira de nuevo hacia ellos, no muy satisfecho con la decisión de Joe. Los chicos comienzan a gritar, cada vez más alto. A uno de ellos se le sube la euforia a la cabeza y decide que es una buena idea subir al escenario junto a Samara. Ella trata de pararle dándole un empujón, pero el tipo hace oídos sordos y la agarra, atrayéndola hacia él y empezando a bailar moviendo las caderas. Pensará que no hay mujer que se le resista, y menos una puta. O eso cree él. Unas manos lo agarran por los hombros separándolo de Samara. Antes de que tenga tiempo de reaccionar, un grueso puño se estrella contra su cara, partiéndole la nariz e hinchándole los morros. - No se toca sin permiso a las chicas de Joe. Roger aporrea con fiereza la cabeza del muchacho. Alterna puñetazos en la cara con un par en el estómago, y acaba lanzándolo contra sus amigotes, que ya hacen amago de subir. Uno de ellos consigue esquivarlo y llega hasta Roger blandiendo una navaja automática. Lanza un tajo, dos, y luego trata de pincharle. Roger, en contra de lo que pueda parecer por su tamaño, se mueve
J. R. Plana - LAS CHICAS DE JOE con soltura, esquivando las cuchilladas antes de que le rocen. El joven se aplica, furioso porque un maldito obeso pueda plantarle cara. Hace un par de amagos y se lanza contra su enemigo con la navaja por delante en lo que en esgrima se llamaría una estocada a fondo. Roger, que es perro viejo y de navajas se las sabe casi todas, aparta la panza en el último momento, aprovechando su volumen para pegarse al muchacho y bloquear cualquier modificación del rumbo que pretenda hacer. Con una mano le agarra el mango del cuchillo y con la otra le coge del cuello. Tiene muchas formas de acabar con la pelea, pero ese día se siente salvaje y opta por barrer al joven y estamparle de bocas contra el suelo. De una patada le quita el cuchillo de la mano y con un par más en la cabeza le disuade de seguir peleando. Por otra parte, el resto de sus amigos ya se han recuperado del batacazo, y mientras dos tratan de despertar al muchacho que les ha caído encima, otro se sube junto a Roger mientras saca un pequeño revólver de cañón corto. - Mejor no, hijo. Deja la pistola –dice Roger. - Te voy a matar joputa –le suelta el otro. - No empeores las cosas –trata de convencerle-. Suelta el arma, recoge a tu amigo e iros de aquí. - ¡Y una mierda! Todo pasa en centésimas de segundo. El chico alza la pistola para apuntar a Roger, éste echa mano debajo de su chaqueta y un poderoso estruendo hace volar por los aires medio brazo del muchacho, con pistola incluida. - ¡Nada de armas en mi local! ¡Lo dice claramente en la puerta!
Joe apunta su escopeta por encima de la barra. No le gusta hacerlo, pero cuando el tema se pone feo no queda más remedio. Roger, medio encogido por el susto, se recompone y termina de desenfundar su arma. - ¡Vamos! ¡Largo de aquí! –dice apuntándoles. Los chicos han perdido el color. Sin decir ni mu, recogen el brazo y se llevan en volandas al del revólver, que está completamente inconsciente. Joe suspira, guarda la escopeta y se pierde en una puerta al lado de la barra. - ¿Estás bien, Samara? –pregunta Roger. - Creo que sí. - Genial. ¿Y los demás? ¿Todos bien? Los clientes, aún con los ojos muy abiertos, asienten al unísono. Roger baja del escenario y Joe sale con una fregona en la mano. - La casa invita a una ronda por las molestias–grita-. Y a ti te tendría que dar un tiro en el culo, por gilipollas –le dice a Roger acercándose con el cubo-. Mira en lo que hemos acabado. - Eh, Joe, no seas injusto -contesta Samara-. Me estaban molestando y Roger les ha bajado los humos. - Le duele más tener que invitar que haber arrancado el brazo de ese capullo –se ríe Roger-. Samara, ¿seguro que te encuentras bien? La chica está un poco pálida y no parece muy estable. - Se mueve todo un poco –dice Samara-, pero creo que estoy bien. - Venga, Joe –dice Roger-, deja que la chica descanse un rato. - Está bien –dice Joe refunfuñando-. Súbete, échate agua a la cara y te tum-
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bas hasta que se te pase. Tienes suerte que haya poca gente aún, si no… - Bah, no hagas caso al viejo. Nunca le ha gustado fregar sangre. Ven, te acompañaré arriba. Roger coge a Samara del brazo y se alejan juntos hacia las escaleras. - Bueno, Samara, aún no nos han presentado. Yo soy Roger Slobber. - Samara Vines, encantada. - ¿Qué te trae por la ciudad, Samara? La chica mira hacia abajo, fingiendo que se concentra en subir los peldaños. El pelo le cae, ocultando su cara a la mirada de Roger. - Nada en especial… Deambulaba por el estado y este sitio me pareció lo suficientemente bueno para quedarme un tiempo. Roger mira a la chica con suspicacia. Es bueno pillando a los mentirosos, y sabe que esta jovencita le está ocultando algo. - ¿No tienes familia o algún novio? ¿Alguien que cuide de ti? - Qué va. –La chica levanta la vista-. Mis padres murieron y no tengo ningún familiar cercano. Creo que había una tía lejana por Mississippi, pero nunca la he conocido. Y de novios prefiero no hablar… - ¿Los chicos te dan problemas? - El último sobre todo. –Samara se pasa el pelo por detrás de la oreja-. Creo que él tiene la culpa de que esté aquí. - Está bien, tú no te preocupes. Ahora tienes a Joe, él cuidará de ti. –El hombre pone su mano sobre la de la chica, dándola un ligero apretón-. Y yo también cuidaré de ti. No dejaremos que te pase nada. Samara sonríe, tímida, y vuelve a mirar al suelo. Agarrados del brazo reco-
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rren los últimos metros hasta llegar a la habitación que tiene asignada Samara. Ella no duerme allí, únicamente la usa para atender a los clientes. Aún así la tiene pulcramente ordenada e incluso ha puesto un cuadro de arte moderno, una pequeña maceta y unas cortinas rojas en la ventana que da a la calle. - Vaya, la has puesto bien bonita –se sorprende Roger. - Gracias. -Los dos se miran. La luz suave, que tiene un ligero tono rojizo, les crea sombras marcadas en la cara-. Voy a echarme agua al baño, siéntate mientras en la cama si quieres. - De acuerdo. Roger se deja caer a los pies de la cama mientras la chica desaparece por la puerta junto a la ventana. La cama está cubierta únicamente por las sábanas, y le llama la atención ver que son suaves y están limpias. Lleva mucho tiempo viniendo al local de Joe y no recuerda haber visto nunca unas sábanas en condiciones. - Oye, Samara –pregunta en voz alta. ¿Las sábanas las has puesto tú o son cosa de Joe? - Las compró él –la oye decir desde el baño. - Pues son muy buenas. La puerta del baño se abre y aparece Samara. Se ha quitado su ropa de bailarina y se ha dejado una pieza de sugerente lencería que haría aplaudir a cualquier hombre. - Son un capricho. Un regalito de Joe para mí –contesta. - Joder… -dice Roger boquiabierto. No está acostumbrado a que las chicas de allí vayan vestidas tan sensuales. La sutileza allí brilla por su ausencia, y Joe valora más un pecho al aire que un su-
J. R. Plana - LAS CHICAS DE JOE jetador de rejilla-. Madre mía, Samara, ¿qué haces? La chica se mueve por la habitación con marcados bamboleos de cadera. Se acerca hasta una cómoda donde hay una mini cadena y pone música lo suficientemente alta como para que no les oigan desde afuera. - Ahí abajo me has salvado de esos orangutanes, y tengo que agradecértelo en condiciones –lo dice con la voz melosa-. ¿Me vas a decir que no? -Llega hasta el hombre y lo empuja sobre la cama. - Vamos, Samara, no es necesario… - Sí que lo es. Sé que querías probarme. –Le besa en el lóbulo de la oreja-. Y no hagas mucho ruido, más vale que Joe no se entere. Roger intenta hablar de nuevo, pero ella le pone un dedo sobre la boca. Se sube a la cama y se queda de rodillas, con una pierna a cada lado, mientras desnuda lentamente a Roger. Él sonríe, pues, aunque pretenda serlo, no tiene nada de caballero, y que le cuelguen si no disfruta de esta ocasión. Samara le abre la camisa y recorre su abultado abdomen dándole besos. La mano se recrea con el botón del pantalón, jugando con él pero sin llegar a desabrocharlo. De repente, Samara se detiene. - Antes de seguir –dice mirando juguetona a Roger-, vamos a poner una regla. - Como quieras –contesta él sonriendo como un idiota. - Nada de tocar –coge unas esposas del cajón de la mesilla y añade-: al menos tú. La sonrisa de Roger se ensancha por toda su cara. Le ha dado en el punto flojo, siente debilidad por los juegos con las manos atadas.
- Te lo ha dicho Gina, ¿verdad? –pregunta-. Ella sabe que me encantan. - Ah… Secreto profesional. Venga, sube las manos. La cama tiene un cabecero de barrotes de metal. Roger pasa las manos entre dos de ellos y Samara le engancha las esposas y vuelve a ponerse a horcajadas sobre él. - Ahora sí que no me voy a ir. –La voz de Roger suena con un matiz lascivo. - Desde luego que no. Y tras decir esto, saca un chuchillo de la almohada y se lo clava en la garganta, justo en la nuez. Los ojos de Roger se abren y la sangre empieza a salir de su boca. Intenta gritar, pero entre el shock y el cuchillo no emite más que gimoteos que quedan apagados por la música. La sangre empieza a manchar todo. - Gordo cabrón –dice Samara-. Llevo planeando esto tanto tiempo. No tenía que ser así, pero no me has dejado otra opción. Roger sacude las piernas, se agita sobre la cama. Pero eso de nada le sirve, sólo le proporciona más dolor. Mientras, Samara se enciende un cigarrillo. - El plan era que los idiotas de antes acabaran contigo con el pretexto de una pelea. Yo los contraté. Pero ya ves, eran una panda de inútiles. –Exhala el humo hacia la cara de Roger-. Les está bien merecido. El hombre empieza a mostrar signos de debilidad, cada vez se mueve menos y casi ni puede respirar. Samara le mira con la cabeza inclinada. - Aún no me has reconocido, ¿verdad? –Niega, enfadada-. Tantos años de borracheras y putas te han vuelto aún más tonto que antes. Aunque, claro, por aquel entonces sólo tenías tiempo para
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las piernas de mi madre, yo no te importaba ni medio cojón de mono. Una luz se enciende en los mortecinos ojos de Roger, un destello de reconocimiento de un rostro que creía olvidado. Luego, el terror se refleja en su rostro al saber que no va a escapar de allí con vida. - Ahora sí –asiente Samara-, ya sabes quién soy. Esta noche, por un momento, creí que me reconocerías. Pero luego me di cuenta de que sólo me estabas mirando el culo. Cerdo desgraciado. Da gracias por que tenga que irme rápido. Si por mí fuera, me pasaría aquí horas y horas, arrancándote cada capa de piel. Pero tengo prisa, he de salir antes de que Joe suba a ver qué pasa. Samara se levanta de la cama y comienza a vestirse. Se quita la lencería y se pone ropa interior cómoda y discreta. Después, unos pantalones holgados, una camiseta de tirantes y unas zapatillas de deporte. Del armario saca una bolsa de gimnasio medio llena, que cierra tras meter un par de prendas más. Se la cuelga al hombro y se acerca a la cama. - Bueno, Roger, me tengo que ir. Ha sido un placer volverte a ver. –Estira la mano y arranca con violencia el cuchillo. La sangre mana con más fuerza y salpica alrededor-. Esta es por mamá. Espero que lo esté disfrutando desde la tumba. La chica acuchilla a Roger una vez más. Se lo clava en el lado izquierdo, buscando el corazón. Dedica unos segundos más a mirar al que fue su padrastro, al maldito hijo de perra que convirtió su vida y la de su madre en un infierno, superando así a su verdadero padre. El charco de sangre se extiende,
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manchando las únicas sábanas nuevas y limpias del local de Joe. Una lástima. - Hasta la vista, Roger. Ojalá te pudras en el infierno.
Víctor M. Yeste - LOS OJOS DEL DRAGÓN
Los ojos del dragón POR VÍCTOR M. YESTE Ser Gant, caballero de la Orden de los Siete Vientos, se dirige a Threstilian en busca de la gloria que le traería vencer a un dragón que aterroriza a la ciudad. Sin embargo, se enfrentará a algo incluso más terrible todavía. La armadura amenazaba con abatir sus hombros, como si un par de martillos lo empujaran hacia el suelo, vibrando, susurrando palabras de desánimo. Llevaba días sin despegarse del metal, pero no era su protección lo que ansiaba, sino el reconocimiento de quienes le veían al pasar. Era por ello que debía ser fuerte y mantenerse erguido, mostrando su superioridad. Los hombres alzaban sus manos a la frente, protegiendo su vista del incansable sol. Las doncellas reían con un nerviosismo palpable, admirando sus músculos, el fulgor en sus vestimentas, el tamaño de sus alforjas. Algunos vitoreaban su llegada, preguntaban su destino e incluso pedían su ayuda para sus problemas domésticos. Gant rio en su interior. Su espada no había sido forjada para arreglar los contratiempos del simple populacho. Los ignoraba. Levantaba la barbilla y proseguía su camino, con la vista fijada en el horizonte, allí donde el sendero se unía con el firmamento. En su mente sólo existían dos cosas: su próxima misión y la gloria que arrebataría a la misma muerte si la cumplía con éxito. Tantos días de viaje habían dado su fruto. Una luna entera desde que acabó con el líder de un grupo de mercenarios que había sembrado el terror en los
bosques meridionales. Por fin había llegado a Threstilian, ciudad de nobles y mendigos. Urbe mercantil, con un puerto antaño memorable pero que ahora pocos barcos se atrevían a concurrir. Pues, según los rumores que corrían en todo el reino, era frecuentemente atacado por una criatura de inmensas proporciones y aun más grande longevidad. Se decía que, cuando los dioses crearon la sierra cercana, lo concibieron también a él para salvaguardarla. Otros jurarían que fue el castigo de un brujo muy poderoso cuando, eones atrás, fue rechazado por una princesa. Sea cual fuere la causa, la consecuencia la sufrían con demasiada asiduidad. O eso se juraba en las habladurías. Pero, como dicen las viejas, cuando el río suena… Cruzó con su caballo los portones de la muralla. Había un mercado a ambos lados de la calzada, pero todos callaron al ver su dorada armadura y su esbelto corcel. Gant no pudo obviar el aspecto de los lugareños: sucios, harapientos… incluso más asquerosos de lo que normalmente eran. Sin embargo, lo más preocupante era la mirada vacía de sus ojos, un fuego apagado cuyas cenizas levantaron alguna chispa con su presencia. Hizo avanzar a su caballo en un an-
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dar pausado, dejando que todos los presentes admiraran su apariencia. Ignoró el nauseabundo olor de la plebe y, para evitar fruncir los labios, sonrio con confianza. Él era un caballero de la Orden de los Siete Vientos, curtido en batallas, famoso por sus gestas en todo territorio conocido por los dioses. Su espada, Esmeralda, había probado la sangre de trolls, quimeras y algún que otro incauto sin educación. Nadie rivalizaba con su destreza a la hora de manejar el arma. Ellos no lo sabían todavía, pero aquel que curaría los tormentos de sus almas había llegado. La trompeta sonó por la inmensa sala con cristaleras de dibujos cada cual más original. Todos mostraban escenas de batallas, la misma diadema en diferentes cabezas, liderando variados ejércitos hacia la guerra. Pero si algo llamó la atención del caballero fue, precisamente, la ausencia de monstruos y bestias. Quizá ya tenían suficiente con el que les visitaba a menudo como para ir pintando otros en sus vidrieras. Avanzó por el empedrado, acercándose a los asientos del fondo de la estancia, labrados en simple roble. Apreció poca ostentosidad y riqueza aun incluso en el salón de audiencias. Los ropajes de los consejeros del noble no destacaban ni en color ni en tejido. El mismo patricio, cuya barba canosa cubría gran parte de su pecho, tenía el dorado del oro sólo presente en la diadema, cuya forma no era igual a la de los ventanales. Una vez a una prudente distancia, Gant se detuvo y agachó ligeramente la cabeza. - Bienvenido, mi valiente caballero.
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Bienvenido la ciudad de Threstilian. - Agradezco su hospitalidad, mi señor Lemmat. He venido de tierras lejanas pues me han contado que precisáis una ayuda urgente. - Sí… así es. –Agachó la cabeza, apesadumbrado-. Urgente, aunque siglos han pasado desde que somos víctimas de una criatura infame, cuya sed de sangre parece no tener fin. - ¿Puedo preguntar de qué se trata? - Por supuesto. –Le observó fijamente el noble, como queriendo comprobar su reacción-. Un dragón. –Calló un momento y continuó-: Con el paso del tiempo cambia de color de piel, incluso de tamaño, según la comida de la que disponga o la época en la que se encuentre. Pero sigue acudiendo a nuestra ciudad, destruyendo nuestras cosechas. - ¡Un dragón! –exclamó a su vez Gant, arqueando las cejas. Nunca había visto una leyenda así hecha realidad. Su abuelo le había contado cuando era tan sólo un niño que, en tiempos ya olvidados, los dragones dominaban grandes porciones de tierra, matando a todo aquel que se acercara a sus dominios. Las leyendas decían que les encantaba reposar encima de tesoros inconmensurables. Riquezas robadas y almacenadas con la paciencia que sólo un ser vivo tiene cuando carece de una vejez mortal. Gant se llevó las manos a las caderas y sonrio. Afortunadamente para los hombres, con la constante mejora de las armas, era posible acabar con la vida de un dragón. Y eso era lo único que importaba ahora. Lemmat parpadeó con perplejidad al ver la sonrisa de éste y frunció el entrecejo.
Víctor M. Yeste - LOS OJOS DEL DRAGÓN - ¿Acaso no me creéis? - Por supuesto que sí, mi señor. Y es por ello que mi corazón palpita con gran alegría. ¡Pues por fin me enfrentaré a un enemigo merecedor de mi acero! Uno de los que se encontraban cerca del noble se adelantó al resto. Estaba ataviado con una armadura de acero, cota de malla, guardabrazos y guanteletes plateados. - Estamos cansados de supuestos héroes que aseguran poder acabar con cualquier mal. Todos los que han venido antes que tú han perecido como perros. ¿Qué te hace pensar que hallarás el éxito allí donde otros no han encontrado más que la muerte? Gant rio con fuerza. Siempre la impertinencia. El mundo estaba lleno de gente que no sabía tener la lengua atada cuando más le convenía. - ¿Quién eres tú, que hablas cuando no se te ha dado permiso? - Ser Artim, capitán de la guardia de Threstilian. - Perdone a mi leal… -intentó excusarse el noble. - Oh, no se preocupe, mi señor. Y he de asumir -continuó Gant, acercándose un par de pasos –, que te crees el mejor espadachín de la ciudad, ¿no es así? Por un segundo ser Artim dudó pero, finalmente, asintió con complacencia. - Si no, Lord Lemmat no me habría otorgado tal puesto. - Entonces, me pregunto, oh, gran capitán, ¿por qué, si tal es el dolor que sufre este lugar, no has tratado todavía de matar al dragón? - ¿Y qué te hace pensar que no lo he intentado? –inquirio Artim. - Porque, de ser así, estarías muerto y no importunando a los demás –contestó
Gant, encogiéndose de hombros. El rostro de ser Artim se tornó del escarlata del vino. - ¡Mi señor, solicito la oportunidad de enseñarle modales a este desvergonzado! Lemmat, que hasta ese momento se había quedado callado, carraspeó y cambió la posición en la que estaba sentado. - Ser Artim, sabes bien que cada vez quedan menos aventureros que se atrevan a luchar contra la bestia. Si permito que… - Oh, no se preocupe, no le haré daño a su oficial –añadió Gant, sonriendo ampliamente-. Es más, si lo venzo, vendrá conmigo a matar al dragón. - Será un placer. ¿Y si eres tú el que pierde? –señaló Artim. - Si consigues vencerme –continuó el otro-, te daré mi espada, Esmeralda, lo que más aprecio en este mundo y mi compañera en todas mis hazañas. - ¡Lo segundo que más aprecias, querrás decir! –exclamó Artim. - ¿Y cuál crees que es la primera? - Tu vanidad. Gant entrecerró los ojos y, poniéndose serio, dirigió de nuevo la mirada al noble. - Si nos concede el permiso, demostraré mi valía y por qué debería confiar en mis cualidades y lo que ha escuchado sobre mí. Lemmat asintió con pesadez y se levantó. - Afuera, pues, y veamos si podemos sacar algo de provecho de esta desavenencia. –Agitó levemente la cabeza mientras bajaba los escalones y murmuró–: Al menos espero que sea divertido…
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El viento soplaba con fuerza y las primeras gotas de una tempestad repiqueteaban en las armaduras de los dos contrincantes. A su alrededor los cercaban numerosos guardias formando un círculo, manteniendo a distancia a la muchedumbre curiosa que se estaba aglomerando en el patio de armas. Pues, por muy pobre que uno sea, siempre busca el entretenimiento. Y si incluye algo de sangre, todavía mejor. Gant desenvainó el arma y la alzó, mostrándola al público. Éste rugió con furor, llenando de adrenalina al caballero. Se encaró al capitán, quien lo observaba muy atentamente, y adoptó una posición defensiva. - Vamos, valiente, demuestra de lo que eres capaz –le dijo Gant, mordiéndose el labio inferior. Ser Artim gritó con furia y se abalanzó hacia su oponente. Los metales entrechocaron, lanzando chispas a su alrededor. El viento, el griterío de la multitud, todo sonido abandonó la mente de Gant y fue sustituido por un silencio interior. Gant se apartó a un lado, buscando desequilibrarlo aprovechando su embestida, pero Artim era un luchador bien instruido y, apoyándose en el pie contrario, se impulsó para dar una estocada a la rodilla. Gant saltó y la esquivó. Sin molestarse en contraatacar, dio un paso hacia atrás y esperó. Artim dio varios tajos a ambos lados, pero Gant los paró sin aparente esfuerzo. De esto pareció darse cuenta su rival, pues cambió velozmente de postura y trazó un arco con su espada hacia la cabeza de Gant. Éste contuvo la arremetida pero, en
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vez de esperar el acostumbrado giro y golpe de mango en la cabeza, avanzó un pie y le dio un rodillazo en la entrepierna a Artim. Éste aulló de dolor y se cayó de espaldas. - Sucio… rastrero… - musitó entre dientes. - Si eres lo suficientemente ingenuo como para creer que sólo puedes valerte de tu espada… mejor abandona y mantén algo de tu honor. Artim se incorporó y cogió la espada con ambas manos. Sin intercambiar más palabras, gritó y saltó hacia Gant, descargando un golpe con todas sus fuerzas. Éste dio un salto a un lado, dejando que su espada rozara la punta de la de su adversario, y dio un giro sobre sí, golpeando con el pomo del arma en la espalda de Artim. El perjudicado avanzó un par de pasos hacia adelante, recuperó el equilibrio y se dio la vuelta, jadeando. - La furia nubla tu juicio –le indicó Gant. - No necesito tus lecciones, forastero –le espetó Artim y escupió en el suelo, cerca de sus escarpes. Gant sacudió la cabeza y miró a los que presenciaban la lucha. - ¿Queréis que Esmeralda baile por fin? Un grito unánime le animó a ello. Gant sonrio e inspiró hondo. Señaló con la espada a su contrincante y corrio hacia él. Con movimientos más veloces que pegasos en plena huida, su acero cortó el aire y silbó una canción estremecedora. En un instante se encontraba intentando morder al enemigo en la pierna y al siguiente era el hombro con-
Víctor M. Yeste - LOS OJOS DEL DRAGÓN trario. Artim apenas podía parar los espadazos. Retrocedió hasta que careció del espacio suficiente para ello y, de improviso, descargó un puñetazo en el riñón a Gant. Aprovechó el momento de distracción para amagar el siguiente golpe y volver al centro del círculo. Gant gruñó, tocándose la zona dolorida. - Se acabó. Arremetió con saña, descargó varios tajos a ambos lados y, aprovechando uno hacia el lado izquierdo de la cabeza de Artim, dio una patada en la rodilla derecha de éste. El capitán se arrodilló con la espada en alto. Gant dio un sablazo en su arma, rodeó a su rival y posó el filo en el cuello de Artim. Un hilillo de sangre comenzó a emerger del lugar donde apretaba su piel. - Dime una razón por la que no debería acabar con tu vida –murmuró Gant. - El… acuerdo… -consiguió articular Artim. Gant frunció el ceño. Miró a su alrededor, volviendo a ser consciente del lugar y el público que los rodeaba. Suspiró y apartó el arma con presteza. Los aplausos y los gritos de alegría no se hicieron esperar. Saludó a algunos aldeanos al azar, hizo una reverencia y giró la cabeza hacia su contrincante, quien seguía arrodillado. - Veremos si eres capaz de ser de alguna utilidad frente a una criatura milenaria. Aunque sea de distracción… -le murmuró, y se alejó en dirección de Lord Lemmat. Se sentó en la silla situada a la derecha del noble y observó las vituallas
que ocupaban los numerosos platos. Lemmat pareció notar su mirada, pues inclinó la cabeza y susurró: - Perdonad la humildad de nuestro banquete, Ser Gant. –Cogió un trozo de carne y se lo llevó a la boca -. Debe comprender que nuestra persistente lucha contra unos más que constantes ataques incendiarios no permiten que aumente nuestro tesoro. - Eso no impedirá que, cuando acabe con el animal, reciba una recompensa interesante, ¿no? - Por supuesto, y nuestro agradecimiento de por vida. Siguieron comiendo durante unos instantes, cada uno sumido en sus propios pensamientos mientras el resto de comensales conversaban. El tema más recurrido era, por supuesto, el duelo que se había producido no hacía más que una hora. - ¿Por qué no se van a un lugar menos… peligroso? –preguntó él, reprimiendo una palabra que bien podría haber parecido insultante. - Es la tierra de mis ancestros –le explicó Lemmat, arqueando las cejas-. Si la abandonara a su suerte, mis antepasados se levantarían de sus tumbas y me maldecirían de por vida. “Como si no lo estuvieras ya”, pensó Gant, bebiendo algo de vino. Sus ojos se cruzaron con los de Ser Artim, que se encontraba a varios asientos de distancia. - Su mujer y su hijo murieron en el último embate de la bestia –comentó el Lord. - ¿Disculpe? - Ser Artim. Perdió a toda su familia la última vez que el dragón salió de su guarida. Me pidió que le permitiera dar
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un final decente a su vida intentando matarlo. –Se detuvo un momento para echarse guisantes de un cuenco cercano-. No se lo concedí. Tiene muchos años por delante, y siempre ha sido un buen oficial. - Comprendo… pero un trato es un trato. Si se negara ahora, dañaría su honor. - Lo sé – admitió Lemmat con voz grave-. Lo sé… Pese a la ausencia de exquisiteces, todos cenaron hasta que no pudieron almacenar nada más en el estómago. - Lord Lemmat, ¿me permitiría decir unas cuantas palabras para dar por finalizada la velada? Éste asintió, por lo que Gant se levantó y pidió silencio a los presentes. - Señores, deben saber que sus días de hastío han finalizado. Desde que fui nombrado caballero, nunca he sido derrotado y mañana no será la primera vez. –Sonrio y se cruzó de brazos-. Me encargaré de vuestro dragón y os traeré su cabeza. ¡Mañana será un día que pasará a la historia, lo prometo! Todos arrancaron en un aplauso entusiasta y lo vitorearon. Todos menos uno. Ser Artim bajó la mirada a su plato y siguió comiendo, como si nada hubiera ocurrido. Gant y Artim salieron del establo montando a caballo. Cuando tomaron el camino que iba hacia la salida de la urbe, mucha gente se reunió a ambos lados y los animaron en un clamor que llenó el corazón de Gant. - ¡No temáis más, pues en mi retorno ya nunca tendréis que pasar penurias! –exclamó. Una señora se acercó a su montura
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cuando pasaba a su lado. - Por favor, mi señor, acepte esta hogaza de pan y estas manzanas para el viaje –le dijo, mostrándole una bolsita de piel-. Ojalá tengáis suerte en vuestra empresa. - Gracias, ponla en esta alforja –le señaló Gant, sin mirarla ni dejar de saludar a los ciudadanos. “Como si fuera a probar la basura a la que la plebe llama comida…”, se jactó en su interior. - Ser Gant, no debería haberle aceptado la ofrenda –le dijo Artim un poco después-. Quizá se haya quedado sin más para todo el día. - ¿Y que parezca un desagradecido? No cuestiones mi comportamiento, ignorante, pues nada sabes de cómo tratar al populacho. - Yo mismo pertenezco a él, pese a mi título– replicó con odio Artim. Gant se rio con fuerza y saludó un poco más. Cuando vio que ya había cumplido con su labor, levantó al caballo por las patas delanteras, desenvainó a Esmeralda y galopó hacia la entrada de Threstilian. Oyó los cascos de su compañero un poco atrás y supo que, pese a su reticencia, le había seguido en su espectacular salida. Envainó la espada y fijó su mirada al frente, en la montaña en la que vivía el supuesto monstruo. Ahora comenzaba el juego de verdad. Subieron por pendientes cada vez más empinadas durante horas y horas hasta que los caballos no pudieron avanzar más. Cuando su jadeo se volvió peligrosamente estridente, los ataron a un par de árboles y Artim empezó a coger sus pertenencias.
Víctor M. Yeste - LOS OJOS DEL DRAGÓN - Está oscureciendo –advirtió Gant, observando el horizonte que asomaba por encima de una arboleda cercana-. Aprovecharemos para montar el campamento y seguiremos mañana. - Apenas nos falta un rato de cabalgada más. ¿Por qué no atacamos de noche? - ¿Quieres luchar contra una fiera gigantesca, habituada a la oscuridad de su gruta, con sólo el resplandor de la Luna de tu lado? –inquirio Gant con un resoplido-. Adelante. De todas formas no te necesito. Artim no contestó, pero sacó un par de mantas e improvisó un lecho encima de varios matorrales. Gant sonrio, moviendo la cabeza de un lado a otro, e hizo lo mismo. Cuando hubo acabado, se acostó y contempló las estrellas, el mejor techo para un aventurero. - ¿Por qué le das una importancia tan extrema a la gloria, Gant? - Porque hasta que averigüe el secreto de la inmortalidad, si es que existe… al menos me aseguraré de que me recuerden muchos años después de mi muerte. Artim se quedó callado, observando con mirada ausente el olivo al que había atado su montura. - Hay otras maneras… -murmuró-. Tener una familia, perdurar en el tiempo a través de tu descendencia… - Sí, como que a ti te ha servido de mucho –se jactó Gant. Al instante supo que se había pasado de la raya. Artim se dio la vuelta y no volvió a hablar. - Lo que quiero decir es que… la familia puede morir, abandonarte, desaparecer… pueden robártela incluso –continuó-. Y aunque tengas hijos, nie-
tos… ¿acaso te acuerdas del nombre del abuelo de tu abuelo? –Calló un momento, y prosiguió-: No, mi vida no habrá pasado en balde. No lo permitiré. Sólo el silencio, ocasionalmente roto por el zarandeo de las ramas al son del viento, contestó a su declaración de intenciones. Artim siguió de espaldas a su compañero, pero a Gant no le importó. No necesitaba su beneplácito para aquello a lo que había jurado dedicar su vida desde que no era más que un simple escudero. Dio una suave patada en el costado de Artim. La luz del Sol hacia un rato que iluminaba aquellos parajes y los caballos habían tenido toda la noche para reparar su extenuación. - Vamos, gandul, levántate de una vez o me iré sin ti. Artim gruñó, estiró los brazos y se levantó. Al sacar los víveres para comer un frugal desayuno, éste eligió comer los que la campesina les había regalado en Threstilian. Gant, en cambio, devoró los que les habían dado en el castillo de Lord Lemmat. Una vez acabaron, retomaron la marcha y se dirigieron a una abertura en la roca gigantesca. A distancia no parecía tener una forma natural, algo que confirmaron cuando pudieron observarla de cerca. La piedra era tan negra como el carbón, lo cual indicaba que había sido abierta eones atrás con fuego. Y sólo un fuego era capaz de vencer a la roca de esa manera: el espirado por un dragón. Artim se detuvo, contemplando con el corazón encogido tamaño espectáculo. - ¿Pensando en echarte atrás? –se bur-
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ló Gant, girando el caballo hacia él. - Nunca. –El semblante del otro caballero retomó su seriedad. Bajaron a tierra y sujetaron los caballos a unos árboles en un recodo del camino. Desenvainaron las espadas y se asomaron a la cavidad. Se prolongaba hasta sumergirse en una oscuridad que no presagiaba nada bueno. Se dieron la señal y entraron corriendo, escondiéndose cada cierto intervalo de tiempo en los peñascos que sobresalían del irregular suelo. Conforme avanzaban, la temperatura ambiental subía a marchas forzadas, provocando regueros de sudor que sobrepasaban sus cejas. Cuando el calor que acusaban amenazaba con hacerse insoportable, vislumbraron una luz titilante en la pared de un recodo. Se aproximaron de puntillas y asomaron con cuidado la cabeza por el borde del orificio. Las paredes de la cueva a la que daba estaban repletas de madera ardiendo. Las sombras que arrojaban los incontables fuegos se unían las unas con las otras formando una amalgama de escenas inconexas y horripilantes. Destacando entre los colores agrestes de las vetas de minerales pudieron contemplar maravillados la piel de un gigantesco dragón. Las escamas brillaban y refulgían aparentando una luz propia. La criatura no se movió ni hizo señal de haberse percatado de su presencia. Estaba enroscado sobre sí mismo cual serpiente, con las alas plegadas por encima de su cuerpo. Gant entrecerró los ojos y se fijó en el suelo en el que se posaba. No había tesoro. El único dorado de la estancia era el del fuego, demostran-
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do que esa leyenda no era cierta. A Gant no le sorprendió. Muchas de ellas no lo eran. Es más, varias de sus gestas se las había inventado él mismo. Hizo un gesto a Artim y se fueron acercando paso a paso al monstruo. Un ataque rápido y certero y Gant conseguiría una gloria que narraría con detalles excepcionales. CRACK. Artim pisó una ramita que había en el suelo y unos colosales ojos se abrieron de par en par. Las pupilas del dragón se posaron en los visitantes, quienes se detuvieron, paralizados. Acto seguido, abrio las fauces y una llamarada salió disparada hacia los dos, que se echaron cada uno a un lado y la evitaron por los pelos. - ¡Ríndete, bestia inmunda! –bramó Gant corriendo hacia él, espada en mano. Antes de que se acercara, el dragón le lanzó otra llamarada y tuvo que tirarse a un lado. Artim aprovechó para aproximarse todavía más y lanzó un tajo a su pata, pero el dragón la paró de un zarpazo, abriendo una profunda herida en su brazo. El reptil rugió con furia y desplegó sus alas, que cubrieron la gruta de lado a lado. Gant tomó carrerilla, saltó encima de un canto rodado y se propulsó contra una de sus alas, rasgándola con la espada de arriba a abajo, pero sin conseguir atravesarla. Tal era la dureza de su piel. El grito del dragón resonó por toda la montaña, haciéndola temblar. Dio un pequeño salto y despidió fuego en todas direcciones, obligando a Gant a retroceder para salvaguardar su vida. De repente, una voz resonó por las
Víctor M. Yeste - LOS OJOS DEL DRAGÓN concavidades de la roca. - ¡Mataste a toda mi familia, maldito! –farfulló Artim, saliendo del lugar donde se había guarecido y corriendo hacia el lagarto-. ¡Acabaré contigo aunque sea lo último que haga! No podía desaprovechar aquella oportunidad. Gant corrio también hacia el dragón, esquivando alguna de las ramas ardientes que caían de las alturas. Una zarpa se aproximó con una velocidad mortal hacia su cabeza, pero se tiró al suelo y se dejó arrastrar por la inercia de su carrera. Consiguió levantarse a tiempo para volver a esquivar la extremidad del dragón y alcanzó a Artim, cruzándose el uno con el otro y dirigiéndose a las patas opuestas. Con un grito que sólo podría surgir de quien lucha por su vida, levantaron sus espadas y arremetieron contra las patas traseras de la bestia. Ésta se desplomó hacia atrás, provocando tal temblor que, por un instante, temieron que la montaña se derrumbara encima de ellos. El dragón los observó con ojos repletos de furia y, apoyándose en sus garras, retomó el equilibrio a duras penas. Los dos caballeros se colocaron enfrente de él, sin perderlo de vista ni un instante. - ¿Alguna idea? –jadeó Artim. - Sí… una –contestó Gant. Agarró de la cota de malla a Artim a la altura del hombro y lo lanzó hacia delante, justo en la línea de las fauces del dragón. El alarido del hombre no evitó que el dragón tomara aire y expulsara una bocanada de fuego que achicharró a su víctima. Su voz pronto desapareció conforme su cuerpo se convertía en una masa informe y ennegrecida.
Gant aprovechó la distracción para correr hacia el dragón. Cuando éste se dio cuenta de su peligrosa cercanía, ya era demasiado tarde. Gant se impulsó con todas sus fuerzas y la espada Esmeralda se hundió en el gigantesco pecho hasta el mango. El animal rugió de dolor y se cayó hacia atrás. Incapaz de retirar el acero, Gant se soltó y cayó al suelo de espaldas. El golpetazo arrancó el aire de sus pulmones, y aspiró fuerte. El aire, repleto de cenizas, le provocó una violenta tos. Para cuando pudo recuperarse, se incorporó y vio que el dragón había estado intentando alcanzarle. Pero, agonizante, se había dado por vencido y simplemente le miraba con algo que parecía regocijo. Una voz de ultratumba resonó en toda la cueva. - Lo has conseguido, humano. - ¿Hablas? –consiguió articular Gant, sorprendido-. ¿Cómo es posi…? - Me has derrotado. Muchos han sucumbido al poder de mis llamas… pero tú no. Arrogante, avaricioso, astuto… fuiste capaz de sacrificar a tu amigo para conseguir la victoria. - No era mi amigo. Y la victoria sólo me pertenece a mí. No iba a sobrevivir a esta contienda… de una manera u otra –afirmó el caballero, sonriendo. El dragón gruñó y se retorció de dolor. - ¿Es gloria lo que buscas, entonces? Ser recordado por toda la eternidad. Gant afirmó con la cabeza. Esto provocó, para su desconcierto, una risotada en la criatura, cuyo sonido rebotó contra las paredes y se multiplicó en la lejanía. - Pobre iluso. Serás recordado, pero
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no como crees. –Su voz perdió parte de su fuerza, pero continuó-. Yo, como tantos otros antes de mí, también sucumbí a mis propios aires de grandeza. Es la maldición de la vanidad. Tarde o temprano acaba por consumirte. - ¿A qué te refieres, bestia? La voz se tornó en un gruñido que, pese a su debilidad, siguió siendo inteligible. - Quien mata a un dragón, se convierte en uno. Volvió a reírse, esta vez con la potencia que su cercano fallecimiento le permitía. - ¡Embustero! –le acusó Gant, horrorizado-. ¡No puede ser! ¡No es cierto! - Gracias por darme una muerte digna… El dragón calló, sumergiéndose en las eternas tinieblas de la muerte. El corazón de Gant, por un instante, dejó de palpitar. Consternado, se miró las manos y los brazos y vio como su piel se iba tornando de un irónico verde esmeralda. Corrió hacia el cadáver del dragón y localizó el mango de su espada. Tras un angustiado forcejeo, consiguió arrancar el metal y lo sujetó en sus manos, cuyos dedos se estaban convirtiendo en garras. Gritó con todas sus fuerzas y arremetió sin parar contra la piel del monstruo. Desesperado, comprobó que todo daba vueltas y acabó soltando el arma, que rebotó en el suelo. Se llevó las manos a la cabeza. Un dolor lumbar le avisó del crecimiento de una cola, mientras todo el cuerpo le ardía como si un fuego interior le estuviera consumiendo poco a poco. Su garganta se desgarró en un grito
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atormentado. Un grito por lo que nunca podría obtener. Un grito porque ya nadie le recordaría por quién era… sino por qué era. Un grito despavorido, demencial, pues sólo sería el próximo dragón en una maldición milenaria. Una maldición que, en su caso, había llevado consigo siempre. El crujido de una ramita acabó con el silencio del crepitar de su hogar. Abrió los ojos. Unos ojos ambarinos, de pupilas verticales. Fríos, oscuros, sombríos, inhóspitos. Dos caballeros le observaban con una mezcla de fascinación y terror. El rostro del dragón se contrajo y algo parecido a una sonrisa transformó sus fauces. Ahora comenzaba el juego. El juego de verdad.
R. P. Verdugo - ESPEJOS ROTOS - III
Espejos Rotos - Capítulo III Cólera Nuevas personas y nuevos acontecimientos golpean la vida de Jack y la del psiquiátrico de Huntsville. Adéntrate para descubrir cuáles son, pero... ¿podrás salir?
POR R. P. VERDUGO La luz fría proveniente de aquella inmensa luna llena que flotaba en el cielo impregnado de mil estrellas se colaba por las enormes cristaleras de la cafetería. El rostro de Eva quedaba parcialmente iluminado por aquella blanquecina luz, inspiradora de leyendas y temor no hacía mucho tiempo atrás. Su mente divagaba, saltaba de pensamiento en pensamiento sin apenas darse cuenta. De repente, tres minúsculos sonidos brotaron de la oscuridad, proveniente de un reloj que había colgado en la pared, indicando la llegada de la medianoche. “¿Tres horas ya?”, pensó. “¿Ya llevo tres horas mirando el rosal…?”.
Después de un rato, como si el sonido del reloj la hubiera despertado de una hibernación mental, Eva apartó la cara de la mano, donde había permanecido apoyada. En su rostro ahora se encontraba una pequeña zona enrojecida, fruto de la presión. Agarró su taza de café a medias y se la bebió de golpe, como un borracho hubiera hecho con un chupito de tequila. Dejó la taza en la mesa, donde antes se encontraba, y recogiendo su abrigo apoyado en una de las sillas, se dirigió a la salida. La cafetería se encontraba en penumbra, la única luz que conseguía iluminar el interior era la tétrica luz lunar. Entonces, Eva descubrió una silueta que se alejaba de tener forma de mesa o silla. Se trataba de una persona.
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Se trataba de Ella. La niña dio un paso al frente, situándose bajo la tenue luz. El sonido de sus zapatitos negros retumbó como lo hubiera hecho en el silencio de cualquier museo. La niña la miraba con aquellos hipnóticos ojos azules, aunque estos no irradiaban odio u omnipotencia, tampoco se trataba de una mirada desafiante. Se trataba de miedo. La niña miraba a Eva con miedo. Eva le devolvió la mirada con aquellos brillantes ojos azules, penetrando en la niña como un punzón de hielo ,y, entonces, la niña desapareció. “Tranquila, Catherine. A todo cerdo le llega su hora”. Ahora la mirada de Eva podría haber sido capaz de atravesar un muro de hormigón. Las venas de su cuello de cisne comenzaron a hincharse, casi convertidas en diminutas cañerías. Su tez blanca y aterciopelada enrojeció rápidamente. De repente, la taza de café que había dejado encima de la mesa comenzó a flotar en el aire. Todas las mesas del recinto se pusieron a temblar salvajemente, como si se tratara de un terremoto. Miles de platos y tazas de porcelana salieron de sus estanterías, flotando ingrávidos en el aire y moviéndose en todas direcciones como movidos por hilos invisibles. Los cubiertos bien guardados en sus cajones también se unieron a aquella anómala manifestación. La respiración de Eva era agitada, como si se tratara de un caballo de carreras, y fue entonces, y solo cuando el reloj de la pared marcó las 00:13 con sus diminutas manecillas, cuando todo terminó. Eva lanzó un monstruoso y gutural grito a la oscuridad, como intentando desafiar al mismísimo príncipe de la
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sombras. Las paredes devolvían el grito, intensificándolo todavía más. Toda la habitación temblaba como si debajo de aquellas mismas baldosas se encontrara el epicentro del terremoto y entonces, todo estalló. La taza, los vasos y los platos comenzaron a romperse en mil pedazos, esparciendo los afilados fragmentos en todas direcciones. Los cuchillos y los tenedores surcaban el cielo como pájaros enfurecidos y se clavaban en paredes y mesas. Poco a poco, el suelo iba cubriéndose de los miles de pedazos rotos que antes constituían la vajilla, como si se tratara de nieve. Entonces cesó el grito. Los objetos que aún permanecían suspendidos en el aire terminaron cayendo al suelo. De la nariz de Eva brotaba una espesa gota de sangre que caía sobre la blanca porcelana del suelo, rompiendo aquel aspecto inmaculado. La cólera había acabado. II Jack caminaba tranquilamente hacia la cafetería. Aquella noche no le había hecho falta tomar una ración de cloroformo para poder conciliar el sueño y se había despertado cuando aquel reloj digital, que le había acompañado durante toda su aventura universitaria, marcó las ocho. Lo único que deseaba ahora era una gran taza de café, sentir la cafeína activar su cerebro como un chute de adrenalina y poder permanecer sin ningún percance otro día más. La sorpresa fue mayúscula al escuchar el enorme murmullo y el colapso de gente que había a las puertas de la cafetería. “Espero que no sea siempre así, esto parece un mercadillo en rebajas”, pensó. Entre la gente veía las caras
R. P. Verdugo - ESPEJOS ROTOS - III de doctores y enfermeras que no reconocía, solo algún rostro familiar del incidente con aquel paciente la primera noche y poco más. La puerta de la cafetería estaba tímidamente abierta y lo que parecía un batallón de limpieza entraba en su interior. En la puerta, como si se tratara del mismísimo can cerbero, se encontraba el doctor Tucker. - Por favor, guarden silencio y presten atención. –La gente prácticamente calló de inmediato, consolidando todavía más el poder de Tucker para Jack–. No sé qué demonios ha pasado esta noche, pero la cafetería queda temporalmente clausurada. Algún interno ha escapado y lo ha destrozado todo. Los chicos de seguridad están repasando las cintas de vigilancia, así que tengan localizados o visiten a sus pacientes asignados durante la mañana, a ver si conseguimos sacar algo en claro. Así el desayuno queda trasladado al pabellón C. Muchas gracias. El murmullo volvió a desatarse casi de inmediato. Todos especulaban quién podría haber sido el causante de todo. “Seguro que ha sido el grandote de McMurphy”, susurró una. “Pues yo creo que ha debido de ser ‘El Irlandés’. Ese hombre es pura maldad”, comentó otra. Entre aquel cúmulo de alborotado gentío sintió como alguien tocó insistentemente su hombro, llamando su atención. - Hola chico. Tú debes de ser Jack, ¿verdad? Dante, un placer. –El joven alargó su mano y Jack se la estrechó. Aquel hombre le recibió con un rígido apretón, como si intentara romper los delicados huesos de su mano–. ¿Qué tal si nos vamos de aquí?
III Ambos se encontraban en el patio principal, estaban tumbados sobre el césped bajo un gran árbol que proporcionaba una fresca sombra para soportar el caluroso día. Aquel momento le trajo un bonito recuerdo: el olor de la hierba fresca, aquel tiempo espléndido y el piar de los pájaros le transportaron por un instante atrás en el tiempo, hasta el campus de su universidad. - ¿De dónde eres, Jack? - De Birmingham, Alabama. - Estás lejos de tu casa, chico. Yo soy de aquí, de Huntsville. Nací, crecí, he intentado reproducirme y moriré entre estas paredes. –A Jack le intrigaron mucho sus últimas palabras. - ¿Cómo has dicho? ¿Naciste aquí? - Sí, bueno. Es un poco raro dándote solo mi nombre, ¿no crees? Creo que voy a re-presentarme. Hola, me llamo Dante Tucker. –Los ojos de Jack se abrieron mostrando un rictus de incredulidad. - Eres… ¿Eres el hijo del doctor Bill Tucker? –Dante alzó la mano e hizo un gesto como si accionara una palanca invisible de una tragaperras de Las Vegas, imitando también su sonido. - Ding, ding, ding ding ¡Premio al caballero! Y responderé también a tu siguiente pregunta: NO, no estoy aquí porque mi “papi” sea el director. Estoy aquí por méritos propios - No he dicho lo contrario… - Tampoco serías el último en pensarlo. Ya sé que mi padre y yo nos parecemos como un huevo a una castaña. - Ciertamente –terminó por concluir Jack. Hubo un momento de silencio en el que cada uno comenzó a divagar brevemente por los laberintos de su mente.
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Jack dirigió la mirada hacia la puerta principal de entrada a la casa, donde no muy lejos de ahí, se encontraba la cristalera de la cafetería y el rosal; aquel rosal donde la vio por primera vez. Sintió un tremendo impulso de preguntarle por Ella. “Pensará que estoy loco”, terminó por determinar. - ¿Qué crees que ha pasado en la cafetería? –dijo Jack. - Dudo mucho que se haya escapado uno de esos tarados. Todo esto es a prueba de fugas - ¿Y entonces…? - Dime, Jack ¿Crees en lo paranormal? –Jack se sintió como si de repente alguien le hubiera sacudido un golpe en la cara. - Últimamente ya no sé en qué creer. –Dante se levantó, se sacudió los pantalones y el trasero para eliminar los pequeños brotes de hierba que se habían quedado adheridos a su ropa. - Ten los ojos bien abiertos, amigo. Ahora he de irme, tengo cita con un paciente. Nos vemos. Contemplando como su nueva amistad se dirigía con paso fatigoso hacia la entrada, él meditaba sobre su pregunta. Aquella pregunta retumbó en su cabeza durante todo el día. IV Olor a mueble viejo. Ese fue el olor que le recibió en su nuevo despacho nada más entrar. Este era un calco al del doctor Tucker aunque mucho más modesto. Un spray automático disparó su fragancia al pasar por delante de él, dándole un susto que poco tardó en desaparecer. A la derecha del colosal escritorio se encontraba un moderno diván que, junto al ambientador automático y
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el ordenador, rompían completamente la estética antigua de la sala. Jack agarró los papeles perfectamente ordenados que habían dejado sobre su mesa. Sobre estos, en una pequeña notita de papel, garabateado con una escritura de delicados trazos, se encontraba un escrito: “Me he tomado la molestia de traerte el ‘planing’ de tu día. Para la próxima vez tienes que recogerlos en secretaría, nada más entrar en el edificio principal. De nada. ¿Nos vemos esta noche de nuevo en la cafetería y me lo agradeces con un café? Un beso, Eva”. Se quedó dubitativo mirando el manuscrito. Aquella persona había entrado tan rápidamente en su vida y de una manera tan fuerte que apenas se había percatado de ello. Sin darse cuenta, sonrió. Su reloj de muñeca de repente dio unos tímidos pitidos, signo de que acababa de pasar una hora, despertándole de su ensimismamiento. Lo miró: marcaban las diez de la mañana. Consultó la hoja y vio que una tal ‘Señora Smith’ estaba citada a esa misma hora. Apenas unos segundos más tarde escuchó unos nudillos contra su puerta. V La señora Smith rondaba los cuarenta y se conservaba como una mujer que rozaba los treinta; su cabellera rubia estilo vintage y aquel aire coqueto y divino le recordaba a una ya desaparecida Marilyn Monroe, aunque aquella mujer era todo un elemento. En el informe detallaba sádicamente como había descuartizado a su marido y luego se lo había dado de comer a sus hijos. Más tarde dijo escuchar la voz de su marido bro-
R. P. Verdugo - ESPEJOS ROTOS - III tar de las entrañas de sus hijos, recriminándole sus actos y acabó destripando a sus hijos para acallar la voz. Ella dice no recordar nada, aunque su mirada y sus ojos vidriosos la delatan cuando habla de sus pequeños. Al principio Jack se sentía incómodo con los tics nerviosos que sufría la señora Smith tumbada en su diván, aunque ahora ya se había acostumbrado a ellos. Miraba su reloj de pulsera exactamente cada veinte segundos, y, como si ella llevara la cuenta mentalmente, sufría un tic, una especie de pequeña descarga eléctrica que ponía en tensión todos los músculos de su cuerpo. Ahora hasta le resultaba gracioso. - Me gusta estar aquí dentro, doctor Mauler. Usted me inspira más confianza -Tic nervioso– que el joven Tucker. Ese solo hace como si me atendiera, pero lo he pillado más de una vez mirándome ahí… - ¿A dónde se refiere exactamente al decir “ahí”? - Ya sabe… –Tic nervioso– a los bultoscochinos. - ¿Disculpe? –dijo Jack, aturdido e incrédulo. - ¡A los bultoscochinos! –dijo esta vez mientras se agarraba con ambas manos los pechos–. No es que él sea mala persona –Tic nervioso– pero lo veo demasiado centrado en el sexo, aunque no creo que esté en la posición de decir quién padece qué. - Señora Smith, no creo que… –De repente su discurso fue interrumpido por la vibración de su teléfono móvil–. ¿Me disculpa un segundo? Jack cogió el móvil y observó que tenía un nuevo mensaje, en él estaba escrito:
“Ey tío, acabo de hablar con ‘el capo’ de mi viejo ¡Mañana nos vamos de excursión a la piscina municipal de Huntsville! Prepárate para ver cosas como estas”. En el mensaje habían adjuntas unas cuantas fotografías. Una de ellas era de una mujer joven que trabajaba en el servicio de la limpieza del psiquiátrico, estaba agachada recogiendo un objeto del suelo y sus generosos pechos se veían a través de escote de la camisa. Otra de las fotos las había hecho desde un piso superior, fotografiando a un par de mujeres que no supo identificar su procedencia. También podía verse sus pechos asomar por el escote. La última de ellas era en el comedor asignado a los pacientes, se trataba de la señora Smith. - ¿Es algo importante? –preguntó la señora Smith preocupada. - Tranquila, es publicidad de la compañía telefónica –dijo mostrando una falsa sonrisa. - Esas es una de las miles de cosas que no echo de menos del exterior. –Ambos rieron, ella más que él. - Finalizamos la sesión por hoy, señora Smith. Dígale al siguiente que pase. VI Sus pasos retumbaban entre los estrechos pasillos amplificándose enormemente. Casi parecía que un enorme gigante atravesara aquellos pasillos recubierto de copias de grandes obras de arte. Cada día, Jack descubría una nueva que no había visto el día anterior. “¿Seguro que no hay nadie que cambie los cuadros?”, llegó a pensar. Ahora mismo pasaba de nuevo junto al cuadro de American Gothic. La mirada de aquel granjero parecía seguir
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sus pasos como si esperara un descuido para clavarle aquel afilado rastrillo en la espalda. Al pensarlo un escalofrío recorrió su cuerpo. Llegó a la puerta de la cafetería. El pasillo estaba anegado por la oscuridad y tuvo que tantear a ciegas hasta que por fin sintió el tacto frío del pomo en su mano. Lo giró e inmediatamente la blanca y fría luz de la luna le recibió. No olía a café, ni tampoco a bollos recién hechos como la última vez que estuvo allí dentro. Sin embargo podía percibir un olor. Este era agradable como una caricia con un guante de seda. Era embriagador. Era el olor de una rosa. Desde que comenzó su particular aventura dentro de aquel monumento a la locura –y nunca mejor dicho– su experiencia con las rosas solo le habían traído sustos y problemas. Pensó en Ella. De repente escuchó una risa juguetona seguida de una ligera y fresca brisa. El olor a rosas había desaparecido. - ¿Jack? –dijo la oscuridad. - ¿Quién anda ahí? - Tu peor pesadilla. Los pelos de Jack se erizaron como lo hacía cuando de pequeño acercaba el brazo a su enorme televisor de tubo. Una sacudida dentro de su cerebro lo dejó inmóvil, incapaz de mover un músculo. De repente la oscuridad comenzó a reírse. - No te lo has tragado, ¿verdad? –La luz de la luna iluminó la figura y el rostro de Eva. - Dios…no. Tranquila. - No mientas. Puedo oler como te has cagado en los pantalones. Anda, pasa. - ¿Por qué estás a oscuras? –dijo Jack mientras dirigía sus pasos hacia ella.
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- La cafetería está temporalmente clausurada –dijo imitando la voz del doctor Tucker–, así que no creo que les haga mucha gracia ver que estamos aquí dentro, ¿no? - Es verdad ¿Qué demonios ha pasado aquí? –dijo mientras miraba en todas las direcciones intentando encontrar algo fuera de lugar. Todo estaba igual que la última vez que estuvo allí–. Yo lo veo igual que antes… - Uno de los que están en la jaula de los leones se escapó y arremetió contra todo. Fue Trece. - ¿Cómo lo sabes? - Porque está muerto Jack palideció. - ¿Co…cómo? - ¿No lo sabías? Anoche entró aquí y comenzó a destrozar toda la vajilla. Se ve que se cortó con uno de los trozos de porcelana, se asustó al ver tanta sangre y resbaló, dándose con la cabeza contra la barra. –Eva señalaba la barra de hierro donde los doctores, enfermeros y cualquiera que no estuviera internado por problemas psiquiátricos apoyaba sus bandejas con suculentas y recalentadas comidas–. Por eso el doctor Tucker no quería que nadie entrara. No quería que nadie se encontrase con el cadáver de aquel desgraciado –mintió Eva. - No sé qué decir. Eva se levantó de la silla y acercó su rostro al de él. - No hace falta que digas nada. –Jack no se dio cuenta de que acababa de tragarse un nudo. Podía notar el aliento fresco de Eva en la cara y podía oler el perfume que suspiraba su cuello. Era olor a rosas. - Esto… ¿Un café? –Eva sonrió pícaramente.
R. P. Verdugo - ESPEJOS ROTOS - III - Vale. Jack se levantó casi de un salto. No podía creer lo que estaba pasando. Sus pensamientos de que todo iba demasiado rápido se acentuaban y agobiaban, como una soga al cuello que cada vez se vuelve más tensa. Apretando pero sin ahogar. Se dirigió al interior de la barra buscando el dichoso café, aunque ni tan siquiera sabía dónde se encontraba, o si lo encontraba, tampoco sabría prepararlo. ¡Maldita sea! -dijo entre dientes. Notaba algo apretados los pantalones y cuando quiso darse cuenta ya era demasiado tarde. Una erección deformaba visiblemente su pantalón. Si hubiera habido luz suficiente podría haberse distinguido perfectamente como Jack pasaba de su tono claro de piel a un rojo intenso. “Solo espero que Eva no se haya dado cuenta”. Para cuando pensó eso ya era demasiado tarde. De repente sintió una dulce presión sobre la entrepierna de su pantalón. - Vaya. Parece que te alegras de verme, campeón –dijo Eva en un tono sensual y erótico. - Esto…esto no es lo que parece –se disculpó él rápidamente. - Vamos, tranquilo vaquero. Que no muerdo. Al menos, no siempre. Eva lentamente bajó la cremallera del pantalón de Jack y se agachó. Cuando él quiso darse cuenta ya notaba la cálida y húmeda bienvenida de su boca. Intentó resistirse, aunque solo fue durante una millonésima parte de segundo y en un inhóspito rincón de su mente. Todo iba demasiado rápido. Todo iba… Eva se levantó y le miró a los ojos. Aquellos hipnóticos y salvajes ojos azul turquesa. Aquella mirada ya la había
visto antes. Le recordaba a la de alguien, pero no la reconocía. Aunque en aquel momento no hubiera reconocido ni a su mismísima madre ni aunque la tuviera delante. Ella le agarró la camisa y él la levantó impulsivamente. Apoyó su trasero en la fría encimera de mármol. Como poseído por una fuerza superior, Jack alzó la falda de la mujer y la despojó de su ropa interior. Y esta vez fue ella la que notó una cálida y dura bienvenida. Él embestía una y otra vez. Sus respiraciones se aceleraban hasta parecer un tren de vapor a marcha forzada. Ella le agarró por la espalda y clavó sus uñas. En vez de sentir dolor alguno eso le incitó a aumentar el ritmo. Le gustaba, y mucho. No recordaba la última vez que había estado con una chica; es más, solo se había acostado con otra chica más y fue en la universidad. Estaba tan borracho que ni tan siquiera podía acordarse del el rostro de la chica, para él aquella vez ni tan siquiera contaba. Eva jadeaba cada vez más rápido y más fuerte. Su vientre se encogía y estremecía cada pocos segundos. Jack sabía que iba a llegar al momento y notaba como ella también. Como calculado al milímetro y mientras sus cuerpos se unían en uno solo, el reloj de la cafetería marcaba las 00:12. Ella le susurró entre jadeos: “Más fuerte. Más fuerte”, y él, sin decir nada, cumplió sus órdenes, como un esclavo con grilletes invisibles. Entonces ambos llegaron al momento. Y el reloj marcaba las 00:13. Eva se agarró fuertemente la espalda de Jack mientras aquella descarga de placer que era el orgasmo recorría todo
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su cuerpo. Su boca se quedó con la perfecta forma de una O mientras notaba como aquel cálido líquido como un proyectil de placer brotaba de Jack para entrar dentro de ella. Y entonces fue cuando pasó. Sus ojos se abrieron de par en par mientras su boca seguía con aquella forma lanzando un grito de placer a la
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oscuridad. Fue entonces cuando todos los cristales de la vidriera comenzaron a rajarse y resquebrajarse. Jack estaba aún mecido en la cálida cuna del clímax cuando todos los cristales de las enormes vidrieras estallaron de repente. Era una magnífica forma de acabar aquel tercer día.
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TÚNELES ALTERADOS POR RICARDO CASTILLO
Alric y Godert están cada vez más cerca de su presa. Sin embargo, se trata de una ilusión que muy pronto verán desvanecerse ante sus propios ojos. I Cuando mi madre me contaba las gestas de los grandes héroes del pasado, no podía evitar pensar en lo maravilloso que sería volverme uno de ellos; yendo por el mundo de un lado para el otro, combatiendo a criaturas fantásticas y sobrenaturales, encontrando tesoros y reliquias perdidas. Lo que mi madre no describía, igual que no lo dice ninguna canción, bardo o cuentacuentos, son las penurias e incomodidades del camino. Caminar durante horas con los pies en carne viva, dormir al raso, pasar días comiendo mal y poco, sin bebida, con los nervios a flor de piel y temiendo un ataque mientras descargas entre los matorrales… Una larga lista de incon-
venientes que, de saberlo antes, me hubieran hecho replantearme las ganas de salir de aventura. Era tarde ya para eso. Ahora mi preocupación se centraba en no dejarme atrapar por las raíces de los árboles que me salían al paso, tratando de agarrarme las piernas. Alric y yo corríamos como gamos acosados por el bosque. Nuestra persecución del Ser sin Luz nos había llevado hasta el bosque que había entre las montañas del sur y el mar interior. Seguimos su rastro durante todo el día, y al caer la noche decidimos detener la marcha y acampar en un claro, con la mala suerte de haber elegido un día en el que los espíritus del bosque estaban
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de mal humor. Debía de ser cerca de media noche cuando Alric me despertó, en una mano la espada y la otra en mi boca, haciéndome callar. Estaba alerta, oteando la penetrante oscuridad que nos rodeaba. No tuve tiempo de levantarme y coger mis cosas cuando una rama apareció de la nada directa a la cabeza de Alric. El mercenario, diestro espadachín como era, la cortó de un tajo antes de que pudiera llegar a tocarle. Y esa debió de ser la señal que el resto del bosque estaba esperando para atacarnos. Tardé unos segundos en asimilar que lo que venía hacia mí saliendo de entre las sombras no se trataba de un árbol o de una mujer, sino que era una ninfa del bosque, también llamada dríade, dispuesta a arrancarme el corazón y abonar el suelo con él. Estaban por todas partes, lanzando bufidos como si fueran gatos y arrinconándonos el uno contra el otro. Alric las mantenía a raya, haciendo barridos con la espada de un lado a otro. Yo aún no tenía claro que hacer, pues no parecía que las flechas fueran muy útiles contra ellas: a pesar de tener el torso y el rostro de mujer, la piel era pura corteza, y los brazos y las piernas acababan en múltiples y afiladas ramas que simulaban manos y pies y que usaban como si fueran cuchillas. - ¡Tu hachuela, Godert! ¡Usa tu hachuela! –me gritó Brewersen. - ¡Es verdad! Mientras Alric barría con la espada a mí alrededor para apartar a las mujeres árbol, que no terminaban de animarse a atacar, yo guardé el arco y eché mano del cuchillo y el hacha. - Abriremos un hueco en su línea y echaremos a correr –me susurró Alric
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entre espadazo y espadazo. - ¿Seguro? ¿Vamos a correr por el bosque de noche? –La idea no terminaba de gustarme. - No dejarán de salir, y probablemente se calmen si ven que queremos huir de sus dominios. - No me parece un buen plan. –Mi voz sonó muy temblorosa, exactamente tal y como me sentía. - Pues no hay otro, ¡vamos! –Y con un rugido se lanzó contra la fila de dríades, partiendo a una por la mitad. La acometida las pilló por sorpresa, haciéndolas retroceder mientras emitían sus gruñidos roncos y lanzaban sus ramas hacia nosotros. Alric cortó un par de miembros que se aproximaron demasiado y apretó a correr. Yo salí tras él, procurando que el hacha no se me quedara enganchada en ninguna dríade. Íbamos casi a ciegas, pues aunque había luna llena, el espesor de las copas de los árboles impedía que pasara la luz, y las dríades parecían no necesitar ningún tipo de iluminación para perseguirnos. Y, como si no tuviéramos bastante con las ninfas asesinas, los árboles se unieron a la caza. Ramas y raíces cobraron vida y empezaron a atacarnos. Unas caían balanceándose y otras salían del suelo para hacernos tropezar. Mientras tanto, el bosque parecía no tener fin. - ¡Alric! –grité jadeante-. ¿Hacia dónde vamos? - ¡En dirección sur! ¡A las montañas! Brewersen se paró en seco, haciéndome chocar contra sus espaldas. - ¿Qué ocur…? Delante, formando una fila que nos impedía el paso, una línea de dríades de ojos brillantes nos esperaban desa-
Ricardo Castillo - TÚNELES ALTERADOS fiantes. Oí ramas detrás y me giré para hacer frente a la otra amenaza. El bosque se retorcía, vomitando dríades de los troncos de los árboles. - De nuevo rodeados –dijo Alric. - No podremos con ellas, son demasiadas. - Eso habrá que verlo. En las canciones sobre épicas gestas siempre suele haber un momento en el que los héroes se ven superados. Es esa ocasión suelen ocurrir dos cosas: o bien reciben una ayuda inesperada que les salva de la muerte, o bien sacan fuerzas de donde no las hay y, cabellos y capas al viento, se enfrentan gloriosos a la amenaza. En nuestro caso ocurrió lo segundo, aunque poco tenía de épico o glorioso. Alric vociferaba como un poseso, lleno de arañazos, con la capa rasgada, babeando de furia y soltando maldiciones. Se estampó literalmente contra las dríades, y se hizo hueco a base de hacer molinetes y giros con la espada. Las ninfas poco podían hacer contra semejante torbellino asesino, que, de habernos enfrentado a enemigos con sangre en vez de sabia, habría teñido el bosque de rojo. Los espíritus del bosque contraatacaban, alcanzando a Brewersen de vez en cuando para caer cortados por su frenética tala. Las criaturas que se encontraban a nuestra espalda decidieron unirse a la refriega y yo, encontrando poco recomendable acercarme a la ira ciega de Alric, me enfrenté a las dríades para distraerlas. Al fin y al cabo, provenía de un pueblo maderero, y estaba más que acostumbrado a cortar árboles y ramas. ¿Qué peor enemigo que yo, dejando al margen a Alric, podían encontrarse aquellos seres?
Bueno, quizá un piromante y sus trucos de fuego. La primera dríade en llegar hasta mí lanzó dos fuertes zarpazos que me hubieran arrancado la cabeza. Yo esperé a que lanzara el segundo para pegarme a ella y lanzar el hacha en un tajo horizontal que separó la cabeza del torso. O mejor dicho, del tronco. Dos dríades más siguieron a ésta, usando sus ramas para trincharme como si fuera un conejo. Esquivé haciéndome a un lado y a otro y corté sus manos con sendos golpes de hacha. Antes de que pudieran recomponer el ataque, clavé el cuchillo en la cabeza de la que estaba adelantada y, protegiéndome con su cuerpo de los golpes de la otra, hundí el hacha en el cuello de la segunda. Cuatro criaturas más salieron a mi encuentro y me preparé para luchar a la desesperada. Estaba aguardando la primera carga cuando una mano me agarró del hombro y me arrastró hacia atrás. Tropecé dos veces antes de poder darme la vuelta y correr yo solo. Alric, que había convertido en astillas a la imponente línea de ninfas de alguna manera que jamás entenderé, me llevó a la carrera y tirando de mi hombro hacia las lindes del bosque. Podía ver a través de los troncos el terreno despejado bañado por los rayos de luna que había entre las montañas y el bosque. La densidad del sotobosque fue disminuyendo y los troncos empezaron a estar más lejos unos de otros. Cuando dejamos atrás la oscuridad de los árboles, el ruido de las raíces retorciéndose y los gruñidos de las dríades cesaron bruscamente. Miramos para atrás y nada salió de entre las sombras. Exhaustos por el esfuerzo, nos dejamos
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caer en el suelo. - ¿Por qué nos han atacado? –pregunté. - Ni idea –respondió Alric entre resoplidos-. Pero ahora que hemos salido del bosque no volv… - ¡Alric! ¡Ahí vuelven! - Mierda. Los espíritus del bosque volvían a la carga, surgiendo de los troncos y corriendo hacia nosotros. Bramaban y agitaban sus ramas al aire, apareciendo cada vez más y más. De nuevo tocaba poner pies en polvorosa. Sin perder un segundo, barajamos las tres opciones de huida: o bien íbamos hacia el este, entre el bosque y las montañas, o bien hacia el oeste, igual que el anterior pero girando después para el norte, o bien en dirección a las escarpadas cumbres, con la esperanza de encontrar un paso que nos alejara de allí. Como las dos primeras nos mantenían demasiado cerca del bosque y las dríades salían de todas partes, optamos por la única que no nos dejaría ensartados: atravesar las montañas. No era una opción muy segura, pues íbamos completamente a ciegas y sin saber si encontraríamos o no alguna entrada en la roca, pero dadas las otras alternativas en ese momento parecía lo más aconsejable. Corríamos entre los brezos, poniendo cuidado en no torcernos el tobillo y echando de vez en cuando la vista atrás. Las ninfas nos rodeaban poco a poco, saliendo sin parar del borde del bosque. Eran un mar de bramidos, ramas afiladas y piel dura como la corteza. La voz de Alric me sobresaltó. - ¡Godert, mira! ¡Entre las rocas! Brewersen se paró en seco, con los ojos muy abiertos. Yo me detuve tam-
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bién, repentinamente nervioso por lo que pudiera haber visto Alric, y dejé de prestar atención a las dríades para otear el pie de la montaña. No me costó mucho tiempo localizar lo que señalaba el mercenario. Allí, en lo que parecía la entrada de una cueva, se encontraba el Ser sin Luz. Era fácil de ver porque surgían llamas de sus manos que iluminaban el principio de la gruta como si de un faro se tratase. Miraba en nuestra dirección, hacia el bosque, y tenía los brazos estirados con las pequeñas lenguas de fuego crepitando. A su lado estaba Rainer el sacerdote, flotando inconsciente. De repente, viendo lo que hacía el Ser sin Luz, todo encajó en mi cabeza. Eché la vista hacia atrás y, como el terreno empezaba a elevarse, pude ver el techo del bosque. - Lo está haciendo él… -Hablé bajito y empecé a subir la voz progresivamente-. ¡Lo está haciendo él, ha empujado a las dríades hacia nosotros, las está azuzando! –Y señalé hacia los árboles. Lo que primero se veía eran dos columnas de humo aún más negras que el cielo nocturno, para luego distinguir el resplandor de las llamas entre los árboles. - Ha prendido fuego –constató Alric-. Por eso las dríades están furiosas. - ¿Está jugando otra vez con nosotros? –pregunté. - No ha dejado de hacerlo. Vamos, debemos llegar hasta él antes de que desaparezca. Alric se ajustó bien el cinturón de la espada, agarró ésta con fuerza y emprendió la carrera hacia las montañas conmigo siguiéndole de cerca. Íbamos más rápidos que antes, saltando entre los arbustos y con el ejér-
Ricardo Castillo - TÚNELES ALTERADOS cito de dríades acercándose cada vez más. Un par de ellas llegaron por el flanco derecho y se abalanzaron sobre nosotros. Brewersen, sin bajar el ritmo de la carrera, lanzó un tajo ascendente que seccionó la cabeza de una. La otra se interpuso entre Alric y yo tratando de cortarme el paso, pero antes de que pudiera hacer nada más yo le había lanzado mi hachuela, que se incrustó de lleno en su frente. También sin parar de correr, recuperé mi arma al pasar junto a ella. El Ser sin Luz estaba cada vez más cerca, ya casi podíamos distinguir los rasgos de Rainer. La oscura criatura bajó repentinamente los brazos y se quedó mirándonos. Acto seguido, se dio la vuelta y se internó en la gruta, con el sacerdote flotando detrás de él. Por fortuna para nosotros, llegamos entre resoplidos a la entrada de la caverna antes de que se perdiera el resplandor rojizo que emanaba el Ser. Eché un rápido vistazo atrás y vi como las dríades se iban parando a cierta distancia de la montaña. No pasaban de ahí, como si temieran o respetaran esas montañas. Pronto se formó un grueso muro de dríades furiosas, que bramaban y se agitaban pero no avanzaban. - No siguen –le dije a Alric. - Mejor –contestó sin volverse-. Ahora tenemos otros asuntos aquí delante –dijo internándose en la oscuridad de la cueva. Dejando a las dríades en su éxtasis de furia, fui tras el mercenario. II El rozar de la espada de Alric contra la roca resonaba por toda la cueva. Íbamos prácticamente a oscuras, guiados
sólo por el leve resplandor rojizo que desprendía el Ser, y éste se alejaba cada vez más. No alcanzábamos a verle, pero sabíamos que estaba cerca, más adelante, avanzando entre los recodos y vueltas que daban las tripas de la montaña con Rainer levitando tras de él. Brewersen tanteaba lentamente el terreno con su arma para evitar caer en una sima o tropezar con algún obstáculo. Nos habíamos separado de la pared porque se perdía a nuestros lados, alejándose del rastro del Ser y perdiéndose en las negras profundidades de piedra. De vez en cuando, a lo lejos, se oían los ecos de la caída de una gota de agua. Eso, junto con el roce, nuestras pisadas y respiraciones, eran todo el sonido que se escuchaba ahí dentro. Pasamos varias esquinas y bajamos por lo que parecían unos escalones. La luz se empezaba a desvanecer cada vez más y ahora los sonidos nos llegaban más apagados. - La cueva se ha ensanchado –dijo Alric. Habló en un susurro y, aún así, el sonido reverberó por la enorme y ominosa caverna. - El suelo parece liso. –No tenía nada que ver con el piso que habíamos dejado atrás, lleno de rugosidades y pequeñas piedras. Este estaba pulido. - Hemos entrado en una cámara. Espera –se detuvo de golpe-, ¿lo oyes? - No oigo nad… - Ssshh… Escucha. Afiné el oído. Parecían pasos, botas corriendo. - Sí, ya lo oigo, ¡viene alguien! - Y no viene sólo. Aquel detalle me alarmó, pues yo sólo había oído un par de botas. Presté más atención. Mi respiración se volvió
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casi ensordecedora, imponiéndose a cualquier ruido del exterior. Y entonces lo oí. - ¡Patas! –exclamé. - ¡Corred! ¡Corred! –Las botas se materializaron en una figura oscura que venía hacia nosotros. - ¿Rainer? –dijo Alric extrañado. - ¡Vamos! El sacerdote llegó hasta nosotros y nos empujó para ir por donde habíamos venido. - ¿Qué son? –pregunté. - No lo sé, pero son muchos y van muy rápido –contestó Rainer. - ¿Por dónde vamos? –dijo Alric. - ¡Por allí! –exclamó Rainer-. ¡Parece que hay luz! Delante de nosotros se percibía un ligero resplandor que dejaba entrever un estrecho pasillo de roca lisa. Corrimos por él como locos, oyendo cada vez más cerca y fuerte el golpeteo de un millar de patas contra el suelo. La luz fue cobrando intensidad. Cada vez se veía más y mejor las paredes que nos rodeaban, que nada tenían que ver con la roca viva de antes. Todo estaba pulido, aumentando por eso la luminosidad de la gruta. De repente, el angosto pasaje se abrió a una gran sala de altas y gruesas columnas, cuyos laterales se perdían en la oscuridad. - ¡La salida! –gritó Rainer-. ¡Allí está! En el lado opuesto, entre los titánicos pilares, había una enorme entrada con un marco de piedra lleno de grabados y, al otro lado, se veía el exterior. - ¿Por qué es de día? –pregunté. El sol iluminaba un cielo azul con alguna que otra nube blanca. - ¡Tenemos compañía! –bramó Alric. De la izquierda, entre las columnas,
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aparecieron tres de nuestros perseguidores. Eran criaturas que no había visto nunca. Eran una parodia del centauro, pero en vez de caballo la otra mitad era de araña gigante. Tenían seis patas, que se movían a la velocidad del rayo, unidas a un torso de arácnido acabado en aguijón. La piel del cuerpo era negra y brillaba como el caparazón de un insecto, y en las manos portaban toscas cuchillas. - ¡Godert, encárgate de uno! –gritó Alric. Y se lanzó a la carga. Blandió su espada con un molinete que seccionó la cabeza de uno de ellos. Luego se trabó en combate con el otro, parando golpes y retrocediendo. Antes de que el tercero interviniera en la lucha me lancé contra él. Estaba más preocupado por la peligrosa espada de Alric, así que casi no me vio llegar y le alcancé por el flanco izquierdo. La hachuela se hundió en su cuello antes de que pudiera girarse del todo, y lo rematé clavándole con saña el cuchillo en la cabeza. Mientras sacaba las armas de su cuerpo, alcancé a ver como el mercenario bloqueaba la cuchilla del hombre araña y, haciendo un giro, le quitaba el arma de las manos. Brewersen hundió su espada en la boca de la criatura y el combate terminó. - ¡Vamos! –nos apremió Rainer. Guardé mis armas y eché mano del arco. Recorrimos a grandes zancadas el trecho que nos quedaba hasta la entrada. Por todos lados se oían las patas aproximarse a la carrera, y en alguna ocasión me pareció ver de refilón sombras que venían por los lados. Alcanzamos la puerta y la luz del exterior nos cegó unos instantes. Cuando
Ricardo Castillo - TÚNELES ALTERADOS recuperé la vista, el paisaje que teníamos delante me dejó confuso. No quedaba nada de los altos y helados picos de mi tierra, nada de los altos bosques de coníferas, nada de la nieve y el frío. Nos hallábamos en lo alto de una colina, con la montaña a la espalda. A nuestros pies se extendía una planicie que no tenía fin. Miraras a donde miraras se veía un mar de hierba y las suaves ondulaciones del terreno. El sol brillaba en un cielo de azul intenso, nada que ver con el tono gris del norte. - ¿Dónde estamos? –dijo Alric. - No lo sé… -contestó Rainer. El correteo de los hombres araña a nuestra espalda nos devolvió a la realidad. Sin pensárnoslo dos veces, bajamos corriendo la ladera. Un poco más adelante, al final del desnivel, alcancé a ver unas cuantas casas y una empalizada. - ¡Hacia allí! ¡Hay un pueblo! –grité. Redoblamos nuestros esfuerzos ayudados por la inclinación del terreno. Eché la vista atrás justo a tiempo para ver como la montaña vomitaba un enjambre de negros hombres araña que gritaban amenazantes y bajaban a toda velocidad. Un cuerno de guerra sonó a lo lejos. - ¡Viene del poblado! –dijo Rainer apenas sin resuello-. ¡Vamos! Las criaturas de la cueva iban demasiado deprisa para nosotros y algunas se acercaban peligrosamente. A la carrera, cogí una flecha y la disparé hacia ellos. Dio de lleno en uno, que se derrumbó haciendo tropezar a los que venían detrás. Alric se giraba haciendo barridos con la espada para mantenerlos a raya. El cuerno de guerra volvió a sonar. Los últimos pies los recorrimos lan-
zando flechas y espadazos a los que se acercaban demasiado. Delante teníamos una empalizada de madera del tamaño de dos hombres con gruesas puertas. Antes de llegar a la entrada, una treintena de arqueros se asomaron por encima y descargaron una andanada sobre nuestros perseguidores. Tres hombres armados con picas nos esperaban junto al portón urgiéndonos a entrar con gestos. Rainer fue el primero en llegar, y tras él entramos nosotros, acosados por los hombres araña. En cuanto hubimos pasado, las puertas se cerraron a nuestras espaldas y sonó el cuerno de guerra. Un hombre de barba blanca y porte imponente empezó a dar órdenes. - ¡Bloquead la entrada! ¡Todo el mundo a la empalizada! Debían ser, al menos, unos cincuenta hombres. No eran soldados regulares, ya que iban ataviados con algunas armaduras de cuero y con armas elementales y baratas. Me llamó la atención un hombre especialmente alto, más incluso que Alric, con un bigote que le caía a los lados de la boca y el pelo largo y castaño. Portaba una enorme alabarda. Nos encontrábamos en la calle principal del pueblo, que lo recorría de punta a punta. Las casas eran bajitas, construidas en madera clara, y en el centro de la calle se veía un pequeño promontorio que debería marcar la plaza mayor. - Os daría la bienvenida, forasteros, pero traéis la muerte a mis muros –nos dijo el de la barba blanca desenvainando una espada-. Si sobrevivís ya tendremos tiempo de presentaciones. - ¡Están trepando! –gritó alguien. - ¡Bajad todos! Los recibiremos en el suelo –ordenó el de la barba.
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Entre flechazos, los hombres fueron bajando de la muralla. En algún punto se veía aparecer la cabeza de un hombre araña, que desaparecía rápidamente al recibir una flecha o un golpe de pica. - Necesito un arma –nos dijo Rainer. - Mira en la herrería –contestó el hombre de la alabarda, que estaba cerca de nosotros-. Está allí, junto al pozo. Rainer salió corriendo a toda prisa en esa dirección. Los hombres habían formado una línea que ocupaba toda la calle. En primer lugar estaban los que iban equipados con espadas y toscos escudos. Detrás las picas y por último los arqueros. Alric se puso en primera fila en un lateral y yo me coloqué justo detrás. Entonces llegaron los hombres araña. Trepaban por el muro con sus patas de araña, y alcanzaban el otro lado lanzando bramidos y blandiendo al aire las espadas cortas. No esperaban y, según aparecían, cargaban contra nosotros. Las flechas paraban a muchos, pero llegó un momento en el que fueron demasiados. Las espadas y las picas aguantaron el embate de las primeras criaturas, que caían ensartadas por las lanzas y rematadas por el afilado acero. Yo disparaba flecha tras flecha, apuntando, eligiendo a los objetivos más vulnerables y disparando contra las partes más blandas. Se oyó un crujido y la puerta se partió en dos. Una oleada inmensa de hombres araña inundó la calle y se lanzó contra la fila de hombres. Eran demasiados y la formación se rompió. Los arqueros soltaron sus arcos y echaron mano de lo que llevaban encima para defenderse. Los hombres combatían a las arañas de dos en dos, tratando así de compen-
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sar la rapidez de éstas al moverse. Vi al jefe de la barba blanca, que luchaba cerca del hombre con la alabarda. Eran feroces guerreros; el primero blandía la espada con agilidad y destripaba arañas con puntería certera, el segundo trazaba arcos de muerte que segaban todo lo que se encontrara en su camino. Alric luchaba solo, con la espada larga en una mano y la corta en la otra, parando, bloqueando y lanzando cuchilladas asesinas. Vi que las arañas usaban también el aguijón del final para atacar y cómo un par de hombres cayeron entre convulsiones al ser alcanzados por éstos. Un hombre araña me miró y embistió contra mí. Le esquivé por poco, haciéndome a un lado. Frenó su carrera y empezó a acosarme, lanzando cuchilladas y haciendo amagos y fintas. Era muy rápido y mi hacha era demasiado corta para alcanzarle. Una cosa era combatir en estrechos pasillos o cogiendo por sorpresa, pero en una lucha cara a cara llevaba las de perder. Trató de clavarme el aguijón con un rápido giro de cintura y no lo hizo por muy poco. Una ráfaga de estocadas veloces siguió al aguijonazo, y en una de esas trabó mi hachuela y me la quitó con un golpe. La araña lanzó un grito de victoria y me empujó con las patas delanteras. Caí al suelo de espaldas, viendo como mi enemigo se alzaba sobre mí, con la espada en alto. Me preparé mentalmente para reunirme con mis antepasados. Entonces un martillo le aplastó la cabeza, salpicándome de sangre morada de araña. El cuerpo cayó inerme y desmadejado, descubriendo a Rainer detrás del hombre araña blandiendo a dos manos un enorme martillo de herrero. El sacerdote me tendió la mano y me ayudó a
Ricardo Castillo - TÚNELES ALTERADOS levantarme justo a tiempo para ver venir dos arañas hacia nosotros. - ¡Vienen más! Rainer me hizo a un lado de un empujón para recibir con un poderoso mazazo a la primera de ellas. Estampó su arma contra el costado de la criatura en un golpe que era imposible de parar o esquivar. Se oyó un crujido y el ser se dobló por la mitad y mordió el polvo. El que venía detrás acosó a Rainer con estocadas rápidas, que éste las evitó echándose para atrás. Levantó el martillo por encima de su cabeza y descargó con todas sus fuerzas sobre el hombre araña. De nuevo la brutalidad de la maza venció a huesos y tendones, rompiendo como un melón la cabeza del ser. Rainer desincrustó el martillo y me miró. - ¿Estás bien? -Asentí con la cabeza-. Perfecto. Toma, coge esto y vamos a ayudar a Alric. Me lanzó una espada llena de sangre y polvo que recogió del suelo. Provisto del acero y de mi cuchillo, seguí a Rainer a través de la batalla. Avanzaba imparable, repartiendo muerte y huesos rotos a ambos lados. Yo iba cerca, rematando y acuchillando a aquellos que se quedaban por el camino o querían coger a Rainer por la espalda. Llegamos hasta Alric. Como siempre, se encontraba en medio de la peor de las matanzas. Estaba lleno de la sangre morada de los hombres araña y a sus pies tenía al menos quince cuerpos mutilados. Ahora se defendía a la vez de tres criaturas, sangrando por un puñado de cortes menores y con el rostro contorsionado por la ira. A su espalda se encontraba el gigante de la alabarda, que
no tenía nada que envidiar a Brewersen. Ambos luchaban como colosos, cercenando, atravesando y destripando oleada tras oleada. Rainer, deseoso de más sangre, se unió a la refriega. Entró avasallando, trazando arcos con la maza y reventando todo lo que se encontraba a su paso. Exultante y contagiado por el frenesí asesino de mis compañeros, cargué contra las arañas con la espada por delante. Fueron momentos de confusión y muerte. Mis brazos y mis piernas se movían solos, respondían a mis impulsos homicidas, y todo parecía ir a cámara lenta. Maté y maté, manchándome con la sangre de mis enemigos, combatiendo codo con codo con Alric, Rainer y el gigante. A veces nos alcanzaba algún filo, haciéndonos sangrar, y nosotros lo devolvíamos atravesando de punta a punta, cortando brazos y patas, aplastando cabezas. El tiempo dejó de tener sentido y sólo existía la batalla. Comprendí que todo había terminado cuando los hombres gritaron al unísono, respondiendo a la voz de victoria de alguien. Yo estaba sobre una araña, acuchillándola una vez tras otra. Vi que estaba muerta y entonces paré. Me incorporé como pude y miré a mí alrededor. Alric estaba a mi lado, agarrando únicamente la espada y con un corte profundo en el brazo izquierdo. Recorría la calle con la vista, buscando más enemigos vivos o moribundos. Rainer se encontraba a unos metros apoyado sobre el martillo, exhausto. El gigante, por su lado, remataba a una araña hundiéndole su alabarda en el estómago. Habían muerto muchos hombres, quizá demasiados. Vi que el jefe de la barba blanca había caído. Su cuerpo, a
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unos pasos de mí, estaba ensartado por cinco cuchillas de los hombres araña y en la mano todavía tenía agarrada la espada, rodeado de múltiples cuerpos mutilados de estas criaturas. Sólo quedaban quince hombres vivos sin contarnos a notros. Todos estaban heridos, pero sólo tres de ellos de manera grave. Poco a poco, se fueron recuperando, atendiendo las lesiones y retirando los cadáveres de los muertos. Rainer, Alric y yo nos acercamos. - ¿Alguna herida grave? –preguntó el sacerdote. - Pregúntale a ese –contestó Alric señalando a una araña. Y se echaron a reír. El gigante vino hasta nosotros. - Sois fieros guerreros, forasteros – dijo, tendiendo la mano a Brewersen, que se la estrechó-. Soy Ben el Grande. - Alric Brewersen. - Rainer, sacerdote del Dios Helado. - Godert Iverson, de Norringe. - ¿Norringe? Estás muy lejos de casa, amigo Godert, ¿qué te trae a la llanura? - ¿La llanura? –pregunté. - Mierda -exclamó Alric. - Sí –dijo Ben-. Los pastos antes del gran desierto, las llanuras de los poderosos jinetes. Aquí os encontráis. - ¿Cómo puede ser? –pregunté al aire. - Creo tener una idea de lo que ha pasado –dijo Rainer-. Desde que salisteis tras nosotros, el Ser sin Luz ha estado usando su magia para complicaros el camino, alterando las cosas a su paso para haceros más difícil todo. - Eso ya lo hemos visto –masculló Alric. - Estoy seguro de que ha sido él. Sin embargo, si hubiera querido mataros, habría podido hacerlo. Prendió fuego al bosque y os echó a las dríades encima,
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pero os dejó entrar en la cueva en vez de cerrarla con su magia. - ¿Y a ti? ¿Por qué te soltó? –pregunté. - No lo sé –contestó-. Me dejó en mitad de la oscuridad y elevó sus llamas al techo, despertando a las arañas. Pero me dio tiempo para salir corriendo y encontrarme con vosotros. - Ha estado jugando con nosotros – dije, repitiendo las palabras de Alric. Ben miraba a uno y a otro con expresión perpleja. - Pues esta vez casi no lo contamos – señaló Alric. - Esa criatura ha usado su magia para alterar la montaña. –Rainer hablaba pensativo, mirando al suelo-. No hay túneles que conecten el norte con las llanuras, están demasiado lejos. Y aún menos que nos permitan llegar en tan poco tiempo. Por algún motivo, nos ha traído hasta aquí. - ¿Librarse de nosotros, quizás? – apunté. - No lo sé. Lo único que he podido averiguar mientras me tenía prisionero es que posee un enorme poder. La realidad se altera bajo su voluntad. No sé cuál es la naturaleza de este ser, pero jamás había visto una cosa igual. –Se calló unos instantes antes de continuar-. Cuando os fuisteis a enfrentaros al reto de los dokkalfar, estuve ojeando un libro que hablaba sobre los inicios de esta tierra, antes de que los hombres llegaran a ella desde el norte. Las leyendas más primigenias hablan de un dios que vino desde más allá del mar para reclamar esta tierra, acompañado de poderosos magos de sombra. El libro dice que estos hechiceros eran figuras oscuras capaces de doblegar el mundo a la voluntad del dios. –Rainer cogió aire y
Ricardo Castillo - TÚNELES ALTERADOS lo soltó en un resoplido-. No os voy a mentir, la descripción concuerda bastante, pero eso no son más que leyendas y folclore. Además, tampoco se contaba nada que nos pudiera ser de utilidad. Alric y yo nos quedamos en silencio, mirándonos. - ¿Y ahora qué? –pregunté. Brewersen se encogió de hombros. - Pues seguiremos buscándole –contestó-. Trataremos de dar con alguien que sepa algo y de recuperar el rastro. Y sin no lo conseguimos, pues ya veremos. - Creo que os puedo ayudar –dijo Ben. Conozco a un mago en la Ciudad de los Jinetes, casi tan viejo como el mundo y mucho más sabio que cualquier otro. Él sabrá que hacer ya que conoce todas las leyendas y las historias de esta tierra. - ¿Está muy lejos? –pregunté. - ¿Y eso que más da? –dijo Alric-. ¿Tienes prisa? Rainer se echó a reír. - No, claro que no… -dije avergonzado-. ¿Cómo podemos llegar, Ben? - Yo os guiaré. - ¿Y tu pueblo? –preguntó Alric-. Aquí necesitarán tu ayuda. - No te preocupes –contestó Ben-. No soy de aquí, y esto no es un pueblo como tal. La Ciudad de los Jinetes pone puestos avanzados y autosuficientes de milicia en todas las entradas a su reino. Ahora enviaran más hombres desde cualquier sitio cercano y recompondrán las murallas. Después de la masacre no creo que los hombres araña estén en disposición de atacar muy pronto. –Rió sonoramente y añadió pasándose una mano por el bigote-: Yo sólo soy un aventurero que estaba de paso, ofreciendo mi trabajo por un poco de comi-
da y un techo, así que nada me ata a este lugar. Seré más útil a vuestro lado. - Oh, en ese caso… -dije yo. - Perfecto entonces –dijo Alric-. ¿Y tú Rainer? Rainer también se encogió de hombros. - Mi pueblo y mi templo fueron arrasados. No tengo a donde ir, ni dinero para volver. ¿Vosotros tenéis suficiente para el camino? - De momento sí –contestó Brewersen. - Entonces me apunto. Siempre os vendrá bien un guía espiritual. - ¡Por no hablar de tu martillo! –exclamó Ben. Y se echó a reír de nuevo-. No sabía que los sacerdotes del norte fuerais tan diestros con el martillo. - Ni yo –dijo Rainer. - Bueno, ya habrá ocasión para verlo de nuevo. –Alric miró al sol-. No es ni mediodía… ¿A cuánto está la Ciudad de los Jinetes, Ben? - Cerca. Cogeremos prestados unos caballos y en menos de un día estaremos allí. - Bien –dijo Alric-. Pues ayudemos un poco a estos hombres y salgamos cuanto antes. Ahí fuera hay una criatura que está pidiendo a gritos que la maten.
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Un amor bajo el mismo cielo POR ELEAZAR HERRERA Pablo no ha tenido mucha suerte en el amor. Sus últimas relaciones han sido un desastre y se siente más solo que la una, así que recurre a una agencia de contactos entre galaxias. Al otro lado de la pantalla, años luz de la Tierra, un curioso extraterrestre recibirá un correo con el perfil de un ser humano que podría ser el amor de su vida. ...O más le vale. De: Agencia de contactos Intergaláctica Universal Asunto: Perfil encontrado Buenos días, Con motivo de su reciente registro y posterior elaboración del Test de Compatibilidad, hemos dado con alguien de sus mismas características. A través de este hilo de mensajes podrán ponerse en contacto entre ustedes y entablar amistad. La Agencia de contactos Intergaláctica Universal no guardará ningún historial ni espiará en livestream sus conversaciones: privacidad es nuestro segundo nombre. Antes de empezar a chatear, les recomendamos la guía para nuevos usuarios con las preguntas más frecuentes y el protocolo de presentación según el planeta y raza de ambos interlocutores. Reciban nuestros mejores deseos en nombre de la compañía. Un saludo, Agencia de contactos Intergaláctica Universal Por favor, no responda a este mensaje. Ha sido generado automáticamente desde el servidor.
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(Dos días después) De: Pablo de Gracia Asunto: Hola Hola, buenas tardes. Supongo que soy el primero, ¿no? Encantado de conocerte, E-AmenSut. Tienes un nombre muy bonito. He recibido el e-mail de la agencia y he decidido saltarme las presentaciones de rigor. Nadie lo hace, ¿no? ¿Y para qué molestarnos con frivolidades? No es que me parezcan mal, pero dejemos la burocracia para los burocráticos. Aquí estamos para encontrar el amor. Ah, el amor. El amor es increíble, ¿no te parece? ¡Hace unas décadas esto habría sido imposible! ¿Una red de contactos entre varios planetas, con sus razas, sus tradiciones y todo ese rollo? Sí, suena genial. Y aquí estamos, disfrutando de la idea de un genio que hace tiempo que murió. He estado viendo las estadísticas de la agencia. Han creado más de cinco millones de parejas en el primer siglo. Parecen unos datos muy positivos, y creo, espero, o simplemente sueño, que puedan aplicarse una vez más. Gracias por tu tiempo. Espero tu e-
Eleazar Herrera - UN AMOR BAJO EL MISMO CIELO mail. Un saludo, Pablo (Cuatro días después aproximadamente) De: E-AmenSut Hadartajk Asunto: Hola Buenos días en mi sistema solar. Hay un fuerte jet-lag entre nuestros planetas así que espero que los e-mails no te lleguen en horas intempestivas. Antes que nada, decirte que estoy utilizando el traductor online de la agencia y es posible que cometa algunos errores, así que lo siento de antebrazo. ¿Tú como lo haces para hablar mi idioma? ¿Sabías algo de nosotros, los Hadares? Hablas muy bien, así que debes ser muy listo. Yo también espero encontrar el amor. Después de tanto tiempo intentándolo por medios convencionales, necesito algo de aire fresco. Mis últimas relaciones han sido un desastre. Oye, he visto tu perfil en la web. “Carismático, emprendedor. Me encantan los rollitos de primavera.” Eh… esto… ¿Cómo la cocináis? Reconozco que no he investigado nada sobre tu planeta de residencia, es decir, voy un poco a ciegas en cuanto a la agencia se refiere, pero eso no quita que tenga interés en ti. Perdona por si te he ofendido. Debería haberme leído el protocolo del M4333. Lo siento. Lo siento otra vez. Un saludo, E-AmenSut (Un día después) De: Pablo de Gracia Asunto: No he entendido nada ¡Hola! El caso es que ha debido de haber un error con el servidor o algo
porque no he entendido nada de lo que me has puesto. Está en símbolos raros y es sospechoso porque en mi perfil pone que soy de la Tierra… Bueno, supongo que nadie es perfecto. Un saludo, Pablo (Dos días después) De: E-AmenSut Hadarakj Asunto: Lo siento Hola. Siento lo del correo, había leído el perfil equivocado y… bueno, un lío. Esto de conocer a varios seres a la vez tiene sus desventajas. Pablo, ¿verdad? ¿Cómo se pronuncia? Se me hace la lengua un lío. Las vocales son muy difíciles de pronunciar, por eso en mi perfil pone que busco gente de un lugar llamado Islandia. Tienen nombres y apellidos muy fáciles para mí. He visto que tú eres de España y me pregunto cómo es ese lugar. Si estás interesado en Zghknart (mi país) puedo hacerte una descripción o enviarte una foto. Es sobrio pero bonito. Un saludo, E-AmenSut (Tres horas después aproximadamente) De: Pablo de Gracia Asunto: Lo siento Adjunto: hierbajosdebarrio.jpg, toromoribundo.jpg ¿Así que estás conociendo a más personas? Bueno, extraterrestres… o lo que sea… Pensaba que era el único para ti y no puedo evitar sentirme fatal. Yo estaba dando todo en esta relación… En fin, estás en tu derecho y en la agencia no hay ninguna cláusula al respecto, así que tendré que apechugar con ello. El
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que no corre, vuela. Supongo. Me gustaría mucho ver Zghknart (¿cómo demonios se pronuncia eso, a todo esto?), y más concretamente tu casa o tu habitación. Yo te puedo pasar una foto de Badajoz, que es donde vivo, pero la verdad es que es un poco árido. Eso sí: en los anuncios sale todo el verde que no se ve en la realidad. Mira la foto. En nuestro país hay un montón de tradiciones absurdas, como las peleas de gallos o matar toros a base de espadazos. Es curioso porque al mismo tiempo se intenta concienciar a las personas para que no abandonen ni maltraten a sus mascotas. Claro que nadie tiene un toro como mascota, pero no es excusa. Esta doble moral se extiende a casi todos los ámbitos de nuestro país, donde se recorta en cultura y educación para poder darle dinero a un banco, que es al mismo tiempo la institución que nos está arruinando. Es peor que un mal sueño. ¿Sabes? Por una parte me encantaría saber cómo se gobierna en tu país, pero por otra no quiero hablar de política. No es un tema ideal cuando conoces a alguien porque podría herir sensibilidades. Y así no se liga una mierda. Un saludo, Pablo de Gracia (Quince horas después) De: E-AmenSut Hadartajk Asunto: Pues aquí Adjunto: jikpprZghknart.jpg Todo es raro según como se mire, aunque reconozco que nunca he tenido una relación con una ‘mierda’. El traductor dice que son ‘desechos en forma de excremento que expulsa el ser humano por razones biológicas’. No lo entiendo porque se supone que no estás ligando
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con nadie, sino con algo que sale de ti, así que ¿no sería como ligar con uno mismo o enrollarse con uno mismo? ¿Y eso no es… desagradable? Aunque el traductor también añade que ‘mierda’ puede significar ‘expresión de disgusto’ y que sirve como un ‘calificativo despectivo’. Supongo que hay cosas que un traductor no puede entender. Me encanta Badajoz. Es un lugar minimalista y original. ¡Nunca había visto tierra de color amarillo! Jikppr es bastante parecido, solo que de un color más chillón. Ah, estoy conmocionada. El universo es increíble. La verdad, me encantaría visitar tu tierra y pasar unos días allí. Sería muy emocionante, y además podríamos vernos de verdad. Los e-mails se me hacen lentos. Todo lo que me cuentas es muy interesante, aunque no dejo de pensar en la de cosas extrañas que suceden en España. En Zghknart tenemos unas máquinas muy útiles que hacen la contabilidad del país, y a través de unos algoritmos deciden qué medidas son necesarias para impulsar o arreglar el país. Lo llamamos Entelequia y funciona bien, aunque eso no quita que haya otras cosas horribles como el Efecto Natural. Se trata de un exceso de flora que poco a poco va extendiéndose a la ciudad, tragándose cualquier construcción, robot o personas que haya a su alrededor. Por eso nos gusta tanto los paisajes como Badajoz. Un abrazo, E-AmenSut PD: La fauna de tu entorno es muy interesante. (Un día después) De: Pablo de Gracia
Eleazar Herrera - UN AMOR BAJO EL MISMO CIELO Asunto: Un pequeño paso para el hombre Tengo que proponerte algo, pero antes querría aclarar lo de la mierda. Es una frase hecha que se dice por aquí y significa ‘no ligar nada’. Esto de no hablar el mismo idioma a veces es… confuso… Bien, a lo que voy. Ya llevamos un par de semanas hablando. Encuentro muy cómoda tu compañía a pesar de la virtualidad y me gustaría dar un paso adelante. Es decir, podríamos enviarnos mensajes de vídeo o incluso utilizar la videollamada (no sé si tendrá interferencias por eso de estar tan lejos). Tengo muchas ganas de ponerte cara, cuerpo, sonrisa; saber a quién dedico las horas muertas de mi pensamiento. Además… bueno, llevo unos días haciendo ejercicio para que me encuentres agradable. También, por una vez, he seguido la recomendación de mi madre y me he afeitado. Cuando abro la bandeja de entrada, espero ansiosamente que aparezca un correo tuyo. Si lo hay, mi corazón palpita fuerte y me entran arcadas. Arcadas de amor. Por eso quería saber tu opinión antes de mandarte mi mejor foto. Un besazo, Pablo de Gracia (Un día después) De: E-AmenSut Hadartajk Asunto: Un pequeño paso para el hombre Acepto gustosamente tu proposición, pero creo que es un poco precipitado mandarnos vídeos. Lo único es que puede que no estés acostumbrado a ver muchos Hadares y quizás te resulte chocante. No me gustaría sentirme re-
chazada. Un beso, E-AmenSut (Dos horas después) De: Pablo de Gracia Asunto: Eres preciosa No digas tonterías, E-AmenSut. Estoy seguro de que eres el ser más bello que he visto nunca. ¡Además, así eres exótica! Y hoy en día no está mal visto relacionarse con extraterrestres. Espero ansioso tu foto. Te mandaré la mía de vuelta. Y de verdad, confía en mí. No soy precisamente un ‘Hugo Boss’. Un besazo, Pablo (Una hora después) De: E-AmenSut Hadartajk Asunto: Eres preciosa Adjunto: E-AmenSut.jpg ¡Allá va! Espero la tuya de vuelta. Me siento muy halagada por todo lo que estás diciendo. Un abrazo, E-AmenSut (3 días después) De: Pablo de Gracia Asunto: Fotos Adjunto: erpablikohreshulón.jpg Es chocante, lo reconozco. Quiero decir, ¿a quién no le chocaría que seáis totalmente circulares, sin extremidades y con aspecto gelatinoso? Es una visión inquietante, desde luego… Ahí te mando la mía. Un saludo, Pablo (Quince minutos después) De: E-AmenSut Hadartajk
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Asunto: Fotos Hola, Pablo. Tengo sentimientos encontrados. Pensaba que los humanos erais grandes y simétricos, antropomórficos en cualquier caso… Pero tú no eres como los modelos de Internet. Eres redondo y de baja estatura, lo cual no me hace sentir tan extraña. Veo cada vez más parecidos entre nosotros. Quizás podríamos intentarlo. Sabes a lo que me refiero, ¿no? Podríamos vernos. Primero por vídeo, claro, pero luego… quién sabe… Un besito, E-AmenSut PD: puedes llamarme Sut ♥ (Dos semanas después) De: Pablo de Gracia Asunto: Fotos Verás, Sut. Igual estamos yendo un poco rápido. Ambos hemos tenido malas experiencias con esto del amor y no me gustaría equivocarme de nuevo. Espero que no te moleste si rechazo la oferta, pero podemos seguir hablando con total normalidad. Me pareces una compañera muy agradable. Un saludo, Pablo (Cinco horas después) De: E-AmenSut Hadartajk Asunto: ¿Por qué? Estoy confundida, Pablo. ¿A qué se debe este repentino cambio de opinión? ¿Qué hay de esas palabras tan bonitas que me dedicaste apenas tres semanas atrás? Es por el físico, ¿verdad? Pensé que estabas por encima de todo eso. Un saludo, E-AmenSut
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(Tres semanas después aproximadamente) De: Pablo de Gracia Asunto: Fotos Adjunto: ositosabrazándose.jpg Me precipité. Lo reconozco, pero las cosas han cambiado. No te ofendas, pero eres muy diferente a como te había imaginado y no estoy seguro de querer dar el paso. Espero que me entiendas y que no te enfades, pues lo último que querría en esta vida es lastimarte. Un saludo, Pablo de Gracia (Un mes después aproximadamente) De: Pablo de Gracia Asunto: ¡Hola! ¿Sut? Hace como mil años luz (¡ja, ja!) que no sé nada de ti, justo después de aquel desafortunado e-mail. ¿Cómo te va la vida? ¿Hay alguien importante en tu corazoncito? O lo que sea que haya entre esa masa de plastilina que tenéis como piel (no te ofendas). A mí personalmente me va genial. He conocido a una mujer de mi planeta y de momento la cosa va viento en popa. Deseo lo mismo para ti, mi querida compañera de viaje. Un caluroso abrazo, Pablo (Una semana más tarde) De: Agencia de contactos Intergaláctica Universal Asunto: Nuevas condiciones y términos de uso Buenos días, estimado usuario Pablo de Gracia. Debido a las intenciones de guerra declaradas hacia su planeta de residencia, la Tierra, y el planeta atacante, Hadar,
Eleazar Herrera - UN AMOR BAJO EL MISMO CIELO hemos cerrado la comunicación entre la usuaria E-AmenSut y usted, así como la relación entre los aliados de ambas contiendas. Para seguir utilizando los servicios de la Agencia de contactos Intergaláctica Universal necesitará firmar el Acuerdo de las Partes que le adjuntamos a continuación, que alude a la intención pacífica para con la agencia y sus usuarios. Léalo atentamente y si desea seguir dentro de nuestra comunidad mándenos tres copias con su refrendo. Le agradeceríamos que a partir de ahora utilice el protocolo entre razas para evitar encuentros de este calibre. Con todo, reciba nuestros mejores deseos en nombre de la compañía. Un saludo,
Agencia de contactos Intergaláctica Universal Si desea recibir más información, no dude en personarse en alguna de nuestras sedes cerca de su localidad. Si desea darse de baja, acceda al apartado de su perfil ‘Anular cuenta’. Si desea dejar de recibir información sobre eventos multiculturales en su país, acceda al apartado ‘Plan alternativo’. Si desea recibir información de otro tipo, como perfumes, cosméticos, alimentos, calcetines o falsificaciones cerca de su localidad, acceda al apartado ‘Información adicional’. Por favor, no responda a este mensaje. Ha sido generado automáticamente desde el servidor.
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La Banshee POR PATRICIA O.
El lamento de la Banshee atrae a los incautos hacia una muerte segura. El invierno había llegado más frío que nunca a la vieja aldea. Si bien no nevaba en esa zona del planeta, el frío era tal que calaba los huesos. Lían caminaba presuroso por las húmedas calles de adoquines, resguardado bajo la caperuza de su abrigo de piel de zorro; su apuro no sólo se debía a la sensación térmica reinante, sino a que apenas había gente por los alrededores, a pesar de que no era tan tarde. Y realmente eso no le agradaba. Había estado todo el día a la intemperie, ayudando a su tío con el rebaño de ovejas; habían recorrido muchos kilómetros para hallar un sitio con clima agradable, donde las pasturas no estuvieran quemadas debido a las heladas, para que los animales pudieran alimentarse sin problemas. Su pariente no tenía hijos varones que lo ayudaran en las tareas del campo, así
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que empleaba al hijo de su hermana a cambio de un escaso salario que le servía para vivir dignamente su madre y él. El muchacho solo deseaba llegar a casa donde seguramente su madre lo estaría esperando con una sopa caliente. Se sopló las manos con el vapor de su aliento tibio para hacerlas entrar en calor al tiempo que aceleraba el paso. Con esas temperaturas no había abrigo que valiera. Pasaba por la vera de un descampado cuando le pareció oír un llanto, semejante a un lamento. Trató de atisbar a la luz de la media luna que esa noche apenas alumbraba, y le pareció distinguir una figura sentada en uno de los troncos, que se encontraban diseminados por el lugar -debido a la actividad de los leñadores durante el día- debajo de unos sauces llorones.
Patricia O. - La Banshee Desde lejos pudo adivinar el temblor que sacudía los hombros de la persona que allí estaba, producido por el angustiado llanto. A pesar de que Lían era un muchacho joven, apenas contaba con veintitrés años, era muy susceptible a las emociones ajenas. No lo pensó dos veces y se acercó con cautela. No sabía si era producto de la ansiedad pero percibía, a medida que se aproximaba, una extraña luz iluminando la escena. Poco a poco, y gracias al resplandor de la luna, fue descubriendo que se trataba de una mujer joven de indescriptible belleza, vestida con una capa oscura cuya caperuza estaba echada hacía atrás mientras ella cepillaba su frondosa y castaña cabellera. La imagen era muy irreal, la joven mujer se peinaba al tiempo que lloraba con inigualable tristeza. Lían no pudo resistir la curiosidad, pronto se vio sentado a su lado para observarla; ella parecía no haberlo visto. - ¿Por qué lloras? -la preguntó suavemente. - Porque alguien va a morir esta noche -le respondió con una voz muy dulce y sobrenatural. - Eres muy bella -le dijo el muchacho embelesado. Ella pareció al fin reparar en su presencia, dejó lo que hacía por unos instantes y luego lo miró. El mismo extraño resplandor que emanaba de ella le permitió al muchacho distinguir sus ojos infinitamente claros, y fue como ver el mismo paraíso. - No creas en todo lo que ves -le advirtió ella. - Quédate conmigo -le suplicó él tomando su mano, suave pero fría. La mujer lo miró, al parecer sin com-
prender lo que le estaba pidiendo ese apuesto muchacho de piel trigueña y ojos color miel. El joven se aproximó más para besarla, ella retrocedió al principio, pero luego se dejó seducir con una extraña sonrisa. Cuando despertó estaba solo, recostado sobre la húmeda hierba del descampado, bajo el frío rocío y la luna llena que se dibujaba en el cielo negro. Recordó el encuentro con la bella mujer, a la que había desnudado y había dado vida con su calor y su pasión; la calidez de sus manos, en un principio frías, y el llanto que había sido sustituido por suspiros de amor en sus labios. En un primer momento pensó que se había tratado de un sueño, pero cuando se levantó para irse vio que un cepillo con algunas hebras de cabello castaño habían quedado junto a él. Lo tomó lentamente y se lo guardó en la alforja. Se fue de allí con la incertidumbre de no saber si lo que había visto y vivido había sido verdad. Cuando llegó a su casa, su madre estaba siendo atendida por unos vecinos. Al parecer se había puesto enferma de repente y esperaban a que el médico llegara para evaluarla. Estuvo grave muchos días, cada noche Lían acariciaba el cepillo y le rogaba a Dios por su madre. A pesar de la gravedad de su estado, al fin la buena mujer pudo recuperarse y salir adelante. Un día, cuando el encuentro con la extraña y la enfermedad de su progenitora habían quedado muy atrás, ésta se topó con el cepillo que su hijo custodiaba con adoración. Le pareció extraño
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que nunca le hubiera mencionado que había conocido a una muchacha o que tenía una relación. - Hijo, ¿a quién pertenece ese cepillo que tiene algunas hebras de cabello? -le preguntó un día con curiosidad. Lían se mostró reacio a contarle la historia pero, debido a su insistencia, al final narró lo sucedido la noche en que la enfermedad la aquejó de repente. Cuando terminó, su madre lo miraba con horror. Ese día se enteraría de que la mujer de la que se había enamorado no era otra que una Banshee, un hada que anuncia la muerte mediante lamentos. - Hijo mío, ¿por qué te acercaste a ella? -le preguntó con profundo dolor-. Al parecer, el sentimiento que despertaste en su corazón fue la causa de que me perdonara la vida; evidentemente ella te anunciaba mi muerte. Pero no lo hizo por nada, al dejarte ese elemento que le pertenece ha creado un lazo contigo que la hará volver por ti el día menos pensado. Esa noche las palabras de su madre quedaron dando vueltas en su cabeza, en el fondo deseaba que así fuera para volver a verla y estar con ella por siempre. Cada vez que sus ocupaciones se lo permitían, se acercaba hasta los sauces llorones a la misma hora que la vio esa noche con la esperanza de hallarla; pero el tiempo siguió pasando y él sólo se conformaba con acariciar el cabello que había dejado en su cepillo o en aspirar el aroma sutil que imaginaba en él. A veces soñaba con ella, la veía tan bella como esa vez pero sin llorar; lo miraba con una sonrisa misteriosa y el deseo brillando en sus ojos. Sus noches
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eran agitadas, la veía desnudándose para él, dejando al descubierto la blancura nívea de su bello cuerpo para que él la besara y amara como esa noche. Lían despertaba sobresaltado, jadeando y sudando como un condenado; la cama revuelta le hacía creer a cualquiera que lo viera que allí había tenido lugar un encuentro amoroso muy apasionado. La madre del muchacho tenía miedo, ella conocía esas historias y sabía de gente que había fallecido viendo a los pies de la cama a una Banshee. No había sido su caso por que evidentemente la ayuda llegó a tiempo; además, el hada de la muerte había recibido un regalo más bello y en algún momento volvería para llevárselo. Angustiada se persignaba, se culpaba por no haber advertido a su hijo de estas extrañas mensajeras de la muerte; jamás se imaginó que se cruzaría con una de ellas, y mucho menos que ésta le despertaría tales sentimientos. Pasaron los días, los meses y los años y Lían se convirtió en un hombre fuerte y trabajador que pronto contraería matrimonio con una muchacha del pueblo. Luana cumpliría los veinte años, él ya contaba con treinta y dos, era una muchacha muy bella y se adivinaba que bajo sus ropas poseía un cuerpo que enloquecería a cualquier hombre. Él lo había imaginado hasta ahora, pues ella quería casarse virgen y que él fuera su primer y único hombre. Eso no impedía que tuvieran sus jueguecitos, escondidos en los recovecos del viejo granero, acurrucados detrás de las pilas de heno. Él era un hombre apasionado y la necesitaba, aun no sabía cómo había hecho para aguantar tantos años espe-
Patricia O. - La Banshee rando que la chica fuera mayor de edad; teniendo en cuenta también que ella era muy provocativa a la hora de insinuarse a solas. En ese momento, arrodillado entre sus piernas abiertas descaradamente, mientras deslizaba sus grandes manos por la blanca piel bajo las enaguas del vestido, ella lo observaba mordiéndose el labio inferior. Sabía que Lían estaba ardiendo, lo notaba en el bulto que se percibía bajo su pantalón; y ella ya no podía aguantar más, lo deseaba de la misma forma obsesiva que él. Lentamente comenzó a bajarle las bragas y ella se dejó al tiempo que mantenía los ojos fijos en la media sonrisa pícara que se dibujaba en el rostro masculino. Luana sonrió provocativa cuando lo vio desabrocharse lentamente el cinturón, y ella abría uno a uno los botones de su blusa floreada. Sin dejar de mirarla a los ojos, se perdió en sus senos blancos y de pezones rosados, los cuales comenzó a besar suavemente mientras se acomodaba con mucha delicadeza sobre ella. Comenzaron a besarse y a acariciarse con desesperación, entre gemido y jadeos que anunciaban que esa noche el acto sería inevitable. Ya se había acomodado entre sus piernas, a punto de ingresar por fin en esa mujer que le pertenecería para siempre, cuando repentinamente ella dio un grito y lo apartó de sí; sus ojos atemorizados estaban fijos en una de las ventanas próximas. Lían miró hacía allí pero no había nadie. - ¿Qué pasa Luana? -preguntó realmente preocupado al verla con tanto miedo. - Allí, allí había alguien -le respondió ella, señalando hacía el lugar y acurrucándose temerosa tratando de cubrir su
semi-desnudez. De inmediato él se acomodó las ropas y salió para investigar, pero no halló a nadie por allí. Ya estaba anocheciendo así que trató de tranquilizar a la joven y la acompañó a la casa, lamentaba lo sucedido pues realmente estaba enamorado de ella y la deseaba con locura. De regreso a su casa meditaba sobre la posibilidad de contarle a la muchacha lo sucedido aquella lejana noche en el descampado, cuando él era aun muy joven. No sabía a quién había visto Luana, pero un extraño presentimiento le decía que lo sucedido en el granero tenía mucho que ver con aquella hermosa mujer. Esa madrugada, durante el sueño, volvió a encontrarse con la misma joven misteriosa que muchos años atrás lo había cautivado con su belleza y su llanto lastimero. Nuevamente le fue imposible no sucumbir a esa atracción que lo atrapó desde el primer momento en que la vio. - ¿Me has olvidado? -Su voz dulce lo iba envolviendo a medida que ella se quitaba lentamente el largo vestido. - Jamás he podido -respondió él sin poder apartar los ojos de la mujer, como si se hallara bajo un extraño influjo. - ¿La amas? -le susurraba al tiempo que se le acercaba completamente desnuda. - Nunca como a ti -gimió sobre esos labios rojos, sensuales y fríos como la misma muerte. Pero en esos momentos, a Lían no le importaba morir si esa muerte eran tan sensual y atrayente como la mujer que le estaba robando el aliento.
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En el mismo instante Luana despertó sobresaltada gritando su nombre; había tenido una pesadilla en la que lo veía en la cama haciendo el amor con la mujer que esa tarde vio en la ventana espiándolos. Era una pesadilla muy vívida, pues la veía acercándose también a ella, rozando su cuello, quitándole la ropa y excitándola de una forma casi obscena al tiempo que lo miraba a él, que observaba la escena como hipnotizado, incapaz de hacer o decir algo. Luego de convencerse de que solo se había tratado de una pesadilla logro conciliar nuevamente el sueño. A unas cuantas casas de ella, también Lían despertó bañado en sudor y con la piel fría como el mismo hielo, apenas podía respirar; haciendo un gran esfuerzo se levantó y alcanzó a desplazarse hasta el dormitorio de su madre, que despertó en el momento justo que lo veía caer pesadamente al suelo. Varias horas le llevo a la pobre mujer hacer que recuperara la temperatura normal del cuerpo, poco a poco su piel volvió a tener el color canela que siempre lo había caracterizado. Recuperó la consciencia asustado, sabía que algo fuera de lo común le había sucedido; aun podía sentir los besos y las caricias frías de esa mensajera que estaba determinada a llevarlo con ella. Cuando se restableció del todo se dirigió sin pérdida de tiempo en busca de su novia, quería contarle su secreto, lo que le había sucedido hace muchos años y durante la noche. Presentía que si no hacía algo pronto no viviría mucho tiempo para contarlo. Fue inmenso el terror de la muchacha al enterarse de que la visión que tuvo
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no había sido solo un sueño, al parecer el vínculo que ambos tenían lo había salvado cuando ella despertó esa noche gritando su nombre. El amor que sentía por él había sido capaz de llegar hasta ese sueño aterrador que estaba a punto de llevárselo. Sin perdida de tiempo se dirigieron a la casa de una poderosa hechicera del pueblo con quien Luana tenía amistad a escondidas de sus padres, pues le tenían prohibido relacionarse con semejante gente. Ésta realizó una serie de hechizos para protegerlo durante las noches y les recomendó quemar el cepillo que contenía parte de la esencia de la Banshee; le aseguró que solo de esta forma podría deshacerse de ella. Aunque no confiaba mucho en esa mujer, que había oído se dedicaba a la magia negra y a charlar con los demonios, aceptó poner la vida en sus manos para tratar de terminar de una buena vez con el asunto. De modo que hizo lo que ella le pidió y a partir de allí ya no volvió a tener esos sueños seductores y mortales. El tiempo continuó pasando y al fin contrajeron matrimonio tal como habían deseado; refugiado en esa piel que tanto amaba y deseaba, él ya no pensó en esa mujer que solo quería verlo muerto. Al fin marido y mujer pudieron dar rienda suelta al deseo que venían postergando desde hacía tanto tiempo por diversos motivos. Lían fue efectivamente el primer hombre de Luana, a pesar del ardor y la pasión no le pasó desapercibido tal hecho; supo ser lo suficientemente delicado como para hacerla feliz, partícipe de la misma pasión y deseo. Varios años después y de improviso,
Patricia O. - La Banshee el padre de Luana, un hombre fuerte y que jamás había sufrido ni siquiera un resfriado, se puso grave y ya nada se pudo hacer por él. A pesar del dolor que lo embargaba, pues había llegado a sentir verdadera estima por su suegro, Lían agradecía no haberse topado con ningún fenómeno sobrenatural. La familia aguardaba a que diera el último suspiro que pusiera fin a su agonía y le permitiera descansar en paz. En vista de que no se sabía cuándo podía suceder eso, acordaron con Luana que se turnarían para acudir a la casa a darse un baño y descansar un poco; como ella quería permanecer más tiempo con su padre, decidieron que iría primero él. Al otro día la noticia de la mejoría repentina de ese hombre que ya era dado por muerto se esparció como pólvora, sin perdida de tiempo la muchacha se dirigió a la casa en busca de su esposo para contarle la buena nueva. Allí se encontró con la madre de este que lloraba a mares. Un extraño presentimiento la embargó al tiempo que sentía que se le erizaban los vellos de la nuca. - Se lo llevó… Ella se lo llevó - repetía sin dejar de llorar y elevando los brazos al cielo. - ¿Quién se lo llevó? -la interrogaba Luana desesperada y con voz temblorosa, intentando hacerla entrar en razón. Pero solo logró que señalara hacía el dormitorio que compartía con él. Sin decir palabra y conteniendo el llanto se dirigió precipitadamente a la alcoba temiendo lo peor. Quedó petrificada en la puerta de la recamara. Este yacía allí blanco como el papel y frío como luego pudo comprobar; a su lado
encontró el cepillo con las hebras de cabello rubio que en su momento habían quemado juntos. La locura se apoderó de ella y emitió un angustioso e interminable grito cuando comprendió que nunca se habían librado de esa maldición. Esa extraña mujer solo había aguardado a que se diera la ocasión, engañándolos todo ese tiempo. La Banshee volvió a por lo que quería, a por su amado Lían. *** A pesar de que no le hacía ninguna gracia dejar a Luana en un momento así, sabiéndola tan consternada ante el lamentable estado de salud de su padre, era necesario para su bienestar físico y mental. Llevaba trabajando arduo, desde que se habían casado, para poder liquidar al fin la hipoteca sobre su pequeña casa y el desvelo de la noche pasada lo tenía a mal traer. Por un lado se alegraba de que su mujer le hubiera permitido ser el primero en ir a la casa para asearse y descansar. Con un gran suspiro de satisfacción se sumergió en la bañera, cuya agua tibia su madre se había encargado de tener lista para él; luego de permanecer un buen rato aspirando el aroma tranquilizador de las hierbas aromáticas, que le auguraban un sueño placentero y relajado, se dispuso a dormir profundamente. Mientras se vestía y terminaba de secar su cabello mojado con la toalla, a Lían le pareció escuchar un ruido proveniente de la puerta de entrada. - ¿Luana, eres tú? -preguntó tranquilo. Quizá al final ésta hubiera reconsi-
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derado la idea de permanecer toda la noche junto a su moribundo padre. Sin embargo, cuando se giró, se dio cuenta que no era su mujer quien se encontraba en la habitación mirándolo fijamente. Se sobresaltó en un primer instante, pero luego sucumbió como siempre a esa mirada y esos labios rojos que sabían muy bien como imponerse sobre él. - Por favor, déjame vivir en paz con Luana -le suplicó con apenas un hilo de voz, aun encontrándose ya bajo su influjo. - Ven -le susurró ella extendiéndole
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sus manos-, cumpliré tu deseo; estaremos juntos para siempre. -Sonrió sin apartar sus ojos de él, llamándolo como si lo estuviera dejando en trance-. Nadie te amará como yo; además, tú me perteneces -oyó cuando ya tenía sus labios rojos tan cerca-, y hoy he venido a llevarte conmigo. La Bashee lo besó largamente, quitándole el entendimiento y la cordura, volviéndolo su prisionero, sin voz ni voto. Lían ni siquiera intentó resistirse, sabía que lo que decía era cierto. Además… ella era tan seductora…
M. C. Catalán - FERGUS FERGUSON Nº4
Fergus Ferguson nº4 ¡Muerte morirás! POR M. C. CATALÁN ¿Qué tiene Poe en común con un chico de 25 años del 2012? Ambos escribieron en la misma revista y, tras un desafortunado accidente, Fergus se ve atrapado en la casa victoriana de la redacción, rodeado de todos los escritores muertos que participaron en ella. Fergus diría después que se le heló la sangre cuando escuchó el nombre de Anne, pero lo cierto es que simplemente se atragantó con su propia saliva. Tragó con un desagradable sonido gutural y, con la voz de una borrega en celo, soltó: - ¿Cómo ha dicho? - Ya lo has oído, chiquillo. No es tan difícil. Una prenda suya, un trozo de tela de nada, a cambio de un poder sin igual: el de aparecer y desaparecer a tu antojo. Cuando a las ocho menos cinco minutos de la pasada noche llegó volando al lúgubre cuarto de las calderas que el poeta del siglo XVII, John Donne, se había agenciado como despacho, Fergus no las tenía todas consigo. Si su repentina muerte y la posterior aparición de varios escritores tan famosos como fantasmales ya le parecían acontecimientos harto improbables, el hecho de que ahora pudiera tocar objetos a su voluntad contando sólo con un cuerpo en formato ectoplasma se le antojaba de locos. “Eso es, debo de estar loco. Seguro que estoy en coma y que todo esto no es más que un mal sueño”. Pero como
en varios días no había tenido visos de despertarse, decidió seguir con aquel juego que más se asemejaba a un “feliz no cumpleaños”. - ¿Y dice que, además de tocar objetos, podré hacerme visible siempre que quiera? –preguntó el joven haciendo hincapié en cada palabra, con la intención de dejar claras todas las partes del trato. El fantasma asintió con solemnidad. - Siempre y cuando hagas lo que te he pedido. Te doy mi santa palabra. -Y no le faltaba razón. Según las iglesias evangélica y anglicana, John Donne era todo un santo. “Un santo atrapado en un agobiante cuarto de calderas y obsesionado con un descanso que nunca podrá alcanzar”. Fergus reprimió una carcajada ante lo paradójico de la situación, reprendiéndose a sí mismo cuando lo invadió, por primera vez, una oleada de compasión hacia aquel hombre. Pero, pese a la apariencia sencilla de aquél favor, lo que le estaba pidiendo era complicado incluso para él. - ¿Por qué justamente ella? –pensó en voz alta. Donne respiró hondo, cerró los ojos
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con afectación –Fergus notaba perfectamente cómo estaba tratando de crear expectación– y comenzó a relatar con voz teatral: - Verás, allá por el año 1601 Anne lo era todo para mí. Yo era solo un zagal de 29 años, más o menos como tú, pero más guapo –Fergus arqueó una ceja–. Sí, era realmente apuesto. Por eso no era de extrañar que alguna que otra joven fijara su atención en mí –“Sigue soñando”, susurró Fergus–. Pero hubo una, una entre todas, que hizo de mí algo insignificante. Al aposento traje un corazón pero de él salí yo sin ninguno. Era la nieta de un cargo importante de la corte, Sir Thomas Egerton, y por aquel entonces yo trabajaba para él, así que traté de vivir sin corazón y continuar con mis planes de labrarme un futuro como escritor en la corte. Pero aquella preciosidad seguía, día tras día, atormentándome. Una mirada fugaz tras una puerta, un pestañeo accidental cuando venía a visitar a su abuelo, miles de sonrisas regaladas y aquella hipnotizadora forma de moverse. >>Y el final, inevitable. Dos manos que se unen escondidas tras los estantes de una gran biblioteca y un “Haz tu voluntad entonces; entonces objeto y grado, y fruto del amor. Amor, a ti someto”. >>Acabamos casándonos en secreto a finales de ese mismo año. Y cuando su abuelo se enteró, no tardó nada en despedirme y encarcelarme, paralizando durante buen tiempo mi labor literaria. Pero nada de aquello importó, porque yo amaba a Anne… Fergus lo detuvo. - ¡Espera, espera! ¿Anne? ¿Qué tiene que ver esto con mi compañera?
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En efecto, la joven y dulce Anne Evans a la que Fergus había estado enviando poemas anónimos vía teléfono movil –al menos hasta que lo arrollara el camión de reparto –no era sino la mujer que se sentaba a su lado durante la jornada laboral. La misma que lo había ayudado a ser contratado en la revista Mesmerize. Y la nieta de su jefe, el señor Evans. Un momento… ¡La nieta de su jefe! ¡Ahí estaba la conexión con la historia de Donne! - No fastidies… -susurró. Fergus ya sabía desde el día en que la conoció que aquello era imposible. Las chicas bonitas nunca se fijaban en un rarito larguirucho pegado a una libreta y a una mochila tan épica como vieja. Y más cuando su abuelo se convirtió en su jefe. Y más aún ahora, que estaba muerto. - Venga, hombre…. ¡Esto tiene que ser una broma! –Y el chico hubiese llorado si hubiera podido; si sus lágrimas no se convirtieran al instante en vapor de agua. - En efecto, es una broma, chico. –Le dijo el poeta con un halo de compasión en la voz–. Una broma del mundo y del destino. Una ley más vieja que el amor y que las almas. “La fuerza que a cerrar el círculo me lleva y me hace terminar donde empecé. Como son los dos brazos del compás; tu alma el brazo fijo, detenido, que sólo si anda el otro, va detrás. Y cuando en el centro sea, cuando el otro se aparta en lejanía, tras él gira, se inclina y forcejea, para alzarse al sentir su cercanía”. Esos somos Anne y yo; Anne y tú. Y sólo espero que lo que te pido sirva para cerrar el círculo. Pero antes… John Donne señalo a Fergus un dibujo
M. C. Catalán - FERGUS FERGUSON Nº4 marcado con tiza sobre el oscuro suelo, y lo instó con un gesto de cabeza a que se situara encima. El joven se fijó en que estaba pisando una de las líneas del blanco entramado que se encontraba bajo sus pies y se situó en su interior con un pequeño saltito. Al echar un vistazo a su alrededor, se fijó en que se había metido de lleno en lo que parecía un gran pentáculo rodeado por numerosos y extraños símbolos mortuorios: calaveras, cruces invertidas, cayados, hexagramas y cabezas de cabra. Y, por si eso fuera poco, la silueta exterior de todo aquel cuadro macabro estaba delimitada por una barrera de huesos –Fergus esperaba que no fueran humanos. “Este tío es todo un friki de la muerte”, pensó el joven con el miedo atenazando su garganta. - Veo que lo tienes todo bien preparado –se forzó a decir, agravando su voz, para tratar de ocultar al menos la décima parte del pánico que sentía. “No seas gallina”, se tranquilizó.“No puede pasarte nada demasiado malo. Ya estás muerto”. - Y, a todo esto, ¿para qué tanto dibujito? –Adiós a la compostura. Había soltado un buen gallo. Pero al chico no le dio tiempo a escuchar la respuesta porque una nube de humo iniciada por un estallido comenzó a ocultar la figura de un John Donne que ahora se acercaba hacia él lentamente; mano izquierda levantada, los tres dedos centrales doblados y el pulgar y el meñique en alza, a modo de curioso saludo hacia alguna presencia que Fergus no podía –ni quería –ver. - ¡Muerte no te enorgullezcas! –gritaba el hombre como si intentase aplacar-
la–. “Aunque algunos te llamen poderosa y terrible, puesto que nada de eso eres; porque todos aquellos a quienes creíste abatir no murieron, triste muerte, ni a mí vas a poder matarme, esclava de lado, la fortuna, los reyes y los desesperados”. Y como si de una lluvia refrescante se tratase, el malestar de las últimas horas se fue evaporando con cada palabra del poeta, al mismo tiempo que el espectro de Fergus se hacía un poco más pesado. Manos, pies, todo atraído por la familiar y reconfortante fuerza de la gravedad que el chico había comenzado a echar de menos. - “Si con veneno, guerra y enfermedad y amapola o encantamiento se nos hace dormir tan bien y mejor que con tu golpe, de qué te jactas, tras un breve sueño despertamos a la eternidad y la muerte dejará de existir” ¡Muerte morirás! ¡Muerte! ¡Morirás! Y al caer al suelo, preso de una inmensa flojera, Fergus sintió dolor; el dolor de sus rodillas impactando contra el suelo. Y no pudo sino recibirlo como a un viejo amigo. Cuando alzó la cabeza, emocionado por sentirse un poco más humano, sin serlo, vio como el rostro impasible de Donne le decía: - Una promesa es una promesa. Ahora debes pagarme. Y aunque al chico le llevó unos segundos darse cuenta de a lo que el escritor se estaba refiriendo, dio un respingo en el suelo al recordar lo de la estúpida prenda que debía robarle a su amiga Anne. A su amor… Y una de esas oleadas de ira incontrolable, más poderosa de cualquier sentimiento o conjuro, amenazó con apoderarse de él.
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- ¿Y por qué no la coge su amigo Poe, eh? ¿O usted mismo? ¡O algún que otro fantasmita del infierno que haya deambulando entre estas malditas paredes! –Y respiró hondo para casi escupir- ¡No os necesito! La respuesta vino en forma de amenaza cuando la negra figura se abalanzó sobre él y lo atravesó, colándose como el mismo frío de la muerte en lo más hondo de sus entrañas. Los brazos y las piernas del muchacho, que tan renovadas y suyas había notado hacía unos segundos, comenzaron a moverse fuera de control, haciendo payasadas y golpeándolo. - ¡Maldito rarito emo! –gritó el chico, aun a sabiendas de que él no era mucho más normal-. ¡Deja de jugar conmigo!
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Y no fue hasta que Fergus se quedó ronco de lanzar improperios, que Donne decidió abandonar la posesión y regresar riendo sibilinamente hasta la tranquilidad de su despacho. - Puede que no nos necesites, niño, pero el caso es que harás lo que te diga. Poe tiene entre manos asuntos mucho más importantes en lugares mucho más importantes que este. Y, más aún, ¿nos imaginas a él o a mí, reputados escritores de nuestra época, caminando entre los mortales? ¡Maldita sea la hora en que se inventaron las fotografías y los retratos! –sentenció mientras se desvanecía en la oscuridad del lúgubre cuarto de calderas. Y a Fergus no le quedó otra que hacer de tripas corazón y tragar saliva.
Diego Fdez. Villaverde - TRÁGICO DESENLACE
Trágico desenlace POR DIEGO FDEZ. VILLAVERDE En Avarittia convive todo tipo de escoria deleznable, pero, si uno destaca entre todos ellos, ese es Roberto, el misterioso escritor y director de teatro que encandila por igual a ricos y pobres. La cuestión es, ¿de dónde obtiene el teatro el dinero suficiente para mantener la costosa parafernalia? Las puertas del Patio de las Musas se abrieron, y la multitud de personas que habían esperado varias horas no se anduvo con delicadeza. En cuanto pagaban el precio de entrada, la gente se abría paso a empujones y maldiciendo, mientras se acusaban los unos a otros de colarse. Hoy era día de estreno, y nadie quería perderse el evento que estaría en boca de todo el mundo: la nueva comedia de Roberto Villani. Se había vuelto toda una celebridad en el mundo del espectáculo, y muchas mujeres suspiraban al verle pasar. Era alto, de mediana edad, tenía una melena castaña y unos preciosos ojos grises, y se había dejado un fino bigote y una perilla. Muchos de sus actores se burlaban de ella, pero al le encantaba atusársela para pensar. El patio estaba formado por una primera planta rectangular, en la cual, en uno de los extremos, se encontraba el escenario, con su escenografía y sus mecanismos. En el otro extremo del escenario se encontraba un pequeño palco de butacas, reservado a mujeres que se podían permitir gastar un poco mas de dinero y que no querían mezclarse con el resto del público, el cual veía la obra de pie en el espacio entre el palco y el escenario. Por otra parte, el balcón del primer piso se había dividido con biombos
para formar unas tribunas destinadas a los espectadores más ricos. Muchas familias nobles siempre reservaban estos asientos para aparentar riqueza, aunque estuvieran en la bancarrota. Roberto se asomó por detrás del telón. No sólo era el escritor de la obra, también era el director de la compañía y dueño del patio. La llegada de tanta gente hacía mucho tiempo que había dejado de ponerle nervioso. Lo importante no era la cantidad de público al principio de la obra, sino los aplausos del final. Buscó quiénes de las celebridades de la ciudad habían venido a ver su obra, y descubrió que muchos nobles habían bajado de La Colina para disfrutarla. Que las familias más importantes de la ciudad vinieran al Barrio Blanco le llenaba de orgullo. En los mejores asientos estaban los Leone, liderados por su matriarca Isabella. Tanto ella como sus tres hijos vestían prendas de color púrpura, que era el color de su escudo y el tinte más caro del mercado. Los Leone podían presumir no sólo de ser de las familias más antiguas de Avarittia, sino también la más rica, y lo hacían siempre que podían. Cerca de ellos también estaba el palco de Antonio Rivero, con su mujer Juana y su hija Leticia. Antonio era mucho más
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joven que Isabella Leone, a la que ya se le empezaba a clarear su pelo moreno. Él aún conservaba un buen físico de veterano de guerra. Tenía un pelo castaño oscuro corto y una abundante barba, y tanto él como su mujer y su hija vestían sencillas prendas de color gris. Desde que llegó su familia a la ciudad hacía cincuenta años, jamás habían demostrado ningún tipo de exceso, pese a ser dueños de varias minas de oro y hierro. Era bien sabido que la rápida expansión de los Rivero había sentado muy mal al imperio comercial de la familia Leone, y desde entonces habían tenido varias riñas entre ellos. En el ultimo acontecimiento entre las dos familias, el hijo de Antonio acabó en la cárcel al saberse que era el cabecilla de diversos saqueos de los almacenes Leone. Era tal el odio que se procesaban, que Roberto tuvo que separar sus tribunas porque en más de una ocasión se pusieron a discutir en medio de una función. -Ya estamos preparados, Roberto -le dijo uno de los tramoyistas. -Pues levantemos el telón -respondió con una sonrisa. -Mucha mierda, maestro. -Mucha mierda. La comedía la había titulado “La joven Narcisa”. Se trataba de una historia muy sencilla: la joven Narcisa era una hija de un poderoso noble que la protegía tanto que nadie sabía cómo era su aspecto. Pese a su aislamiento, dentro de su casa tenía varios idilios con el mayordomo, el mozo de cuadras y el escudero de su padre, mientras su institutriz, que lo sabía todo, era la encargada de hacer las bromas más picantes. La escena favorita de Roberto transcurría en el desenlace, cuando van a ver a Narci-
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sa sus tres amantes a la habitación y al mismo tiempo, y tiene que esconderlos del resto. Al final, el padre descubre el pastel y les echa a todos a punta de espada, y cuando le pregunta el porqué a Narcisa ella responde: “Tejer es muy aburrido, ¿qué querías que hiciera todo el día dentro de casa?” Él publico estalló en aplausos, y los seis actores se pusieron delante del publico dándose la mano y se inclinaron para agradecer el halago. Tiraron flores a la actriz principal y corearon el nombre de Roberto para que saliera al escenario. Tras seis éxitos consecutivos, se estaba acostumbrando a la fama. Apareció en escena, hizo una gentil reverencia y dio la orden de bajar el telón. Esperó unos momentos en silencio, para oír lo que decía la gente de. Parece ser que en general les había gustado: aún la gente reía y repetían los chistes de la obra. - ¡Maravilloso, maravilloso! -exclamó Roberto emocionado-. Habéis estado todos perfectos. Carla, has bordado el papel de la institutriz, cómica y sabia a la vez. Flavio, aunque al principio te has atascado, luego has sabido recuperarte. ¡Y Francesca! –Se acercó a su actriz principal, la agarró de los hombros y la dio un fuerte beso en la mejilla-. ¡Que miradas de picardía has lanzado al público! ¡Soberbia, soberbia! - Al final me lo voy a terminar creyendo, Roberto –le respondió Francesca un poco sonrojada. Francesca era su musa. Sólo tenía diecinueve años y llevaba dos en la compañía, y ya actuaba cómo las grandes actrices profesionales. Sin embargo, fuera de los escenarios era bastante tímida. Era morena y se recogía el pelo en una gran trenza que llegaba casi a la cintura. Sus ojos eran casi tan ne-
Diego Fdez. Villaverde - TRÁGICO DESENLACE gros como su pelo. - Querida, me sorprende que aún no tengas el ego por las nubes. -Tras sonreír a Francesca, dio unas palmadas en el aire para llamar la atención de todos-. ¡Señores, ya sabéis lo que tenéis que hacer cada uno! Somos pocos y todos tenemos que poner nuestro granito de arena. Los actores fueron a cambiarse y volvieron para retirar el atrezo del escenario. Los carpinteros de Avarittia habían hecho un gran trabajo con los decorados, pero Roberto aún seguía buscando maneras más rápidas de ponerlos y retirarlos y aún no se le había ocurrido el modo. Mientras barría las flores que Francesca no había recogido se le acercó Guido, un niño mofletudo de pelo rizado que, una vez explorando la ciudad, se coló dentro del patio y desde entonces era su recadero. - Señor Roberto, el señor que da miedo me ha dicho que le de esto. -Guido le entregó un papel doblado al dramaturgo –.También me dijo que me diera dos monedas de cobre. - Dudo mucho que ese agarrado de Lucio te haya dicho eso, y te he dicho mil veces que no le llames así. -Sacó una moneda de cobre de un bolsillo y se la dio a Guido-. Hala, no te lo gastes todo de una vez. - ¡Gracias! -gritó Guido, que no pareció entender la broma. Para un niño de familia pobre esa moneda podía ser un tesoro. Roberto desdobló el trozo de papel, sabiendo perfectamente lo que pondría: “hay trabajo”. Le pidió a Flavio que terminara de barrer por él y se dirigió al pequeño cuarto en la zona de los camerinos donde habitaba la más triste y
aburrida de las criaturas de la ciudad, Lucio el contable. Abrió la puerta y allí lo encontró escribiendo en el cuaderno de cuentas con su vieja pluma a la poca luz que le entraba por una pequeña ventana, rodeado de saquitos de monedas. La habitación estaba llena de armarios, donde guardaba sus botes de tintas y cajones con cerraduras a prueba de ganzúas que hacían de cajas fuertes. Lucio tenía unos pocos años más que Roberto, pero aparentaba muchos más, tanto en cuerpo como en espíritu. Tenía un pelo corto completamente canoso, unos severos ojos castaños y, en toda su vida, Roberto jamás había visto un pelo en el rostro de su administrador. Era una persona cuidadosa y maniática y, para él, el tiempo era oro. - ¿Qué tal la mañana, Lucio? No te he visto entre el público. ¿Tus redondas y metalizadas amantes requerían tu atención? -El tono burlón de Roberto no le hizo nada de gracia a Lucio, y menos cuando se puso a pasarse por los dedos una moneda de oro que había cogido de su escritorio. - ¡Deja eso! -Lucio agarró la moneda con velocidad y la volvió a dejar donde estaba-. Alguien tiene que cuidar de que nuestra empresa no se desmorone mientras vosotros jugáis a princesas y señores delante de esos bobalicones. - Oye, que esos bobalicones son nuestro público, y por tanto, clientes. –Roberto se apoyó en la pared del despacho y se cruzó de brazos. Ya sabía cómo iba a acabar esto. - ¡Oh, nuestros amados clientes, que pagan una miseria por entrar! Con lo que sacamos con las entradas apenas llegamos a pagar este establecimiento. ¡Por los santos, el Teatro Grande cobra
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siete veces más que nosotros! - Sabes de sobra que esto no lo hago por el dinero. Lo hago para que todo el mundo pueda acceder a la cultura. - Bah, sólo lo haces para poder alimentar a tu enorme ego. Si no fuera por nuestro segundo negocio no podríamos mantener este ritmo de gastos. Hablando de lo cual… -Lucio se levantó de su asiento y movió la mesa, revelando una trampilla secreta. Había hecho este movimiento tantas veces que ya era capaz de realizarlo sin que se le cayera nada de la mesa-. Hay un cliente esperando. Roberto abrió uno de los armarios, y sacó una capa larga negra y su máscara personal. Era una pieza de madera ligera que le cubría toda la cara con dos agujeros para poder ver. Era completamente negra, excepto por el contorno de los ojos, que era de un rojo carmesí. - ¿Quién es el cliente? -preguntó Roberto, mientras se ponía su disfraz. -Manuel Tena, un comerciante del puerto. Habéis quedado en el almacén. Lucio abrió la trampilla y Roberto bajó por las escaleras hacia el sótano. Tras él, la trampilla se cerró dejándolo en la más absoluta oscuridad. A Roberto no lo importaba. Se conocía estos pasadizos como la palma de su mano, hacía mucho que no necesitaba de un mapa o de una antorcha. El subterráneo fue construido hacía siglos por los primeros habitantes de Avarittia, como método de escape contra los frecuentes ataques de piratas. Aunque la mayoría de las galerías se habían derrumbado por los usuales temblores de la zona, aún se podía recorrer la ciudad bajo tierra si se conoce el camino. Había varios puntos por los cuales se podía salir, y uno de ellos esta-
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ba cerca de un almacén abandonado en el puerto, que era uno de los múltiples lugares que Roberto utilizaba para hablar con sus futuros clientes. Para poder contratar sus servicios, Roberto tenía a informantes en varios puntos de la ciudad, que contactaban con Lucio y éste le trasmitía la información a Roberto. El dramaturgo reconoció el lugar como los túneles que estaban debajo del sitio acordado, buscó la trampilla de salida y la abrió sigilosamente. El almacén estaba prácticamente a oscuras, ya que todas las ventanas estaban tapiadas, y la única luz que entraba era por un agujero en el techo, donde su cliente esperaba. Era un hombre joven, de pelo moreno y barba recortada, que vestía una camisa granate y un chaleco y unos pantalones de cuero oscuro. Junto a él, había dos guardaespaldas que miraban de un lado a otro intranquilos. Le gustaba mucho esta ubicación, ya que la persona que estaba debajo de la luz no podía ver de dónde salía y le daba a la escena un toque misterioso. Se preparó para hacer su entrada estelar. - ¿Manuel Tena? -preguntó Roberto con voz autoritaria, mientras se acercaba al comerciante. - ¿Quién va? -dijo uno de los guardaespaldas, mientras desenfundaba su espada. Roberto siguió caminando hacia la luz y dejó que su máscara respondiera esa pregunta. - Santos, entonces las leyendas son ciertas -dijo Manuel, sorprendido-. La Mirada Roja… ¿es real? - Puede -respondió Roberto-. O puede que sólo sea sea un pobre diablo con una máscara parecida a la suya. - ¿Es cierto que mataste a cien hom-
Diego Fdez. Villaverde - TRÁGICO DESENLACE bres cuando el príncipe atacó la ciudad? -preguntó el otro guardaespaldas, con el tono de admiración que un aficionado del teatro tiene cuando le hace un pregunta a uno de los actores. - He venido aquí por negocios, no a contar batallitas. - Dejadnos solos -ordenó Manuel y esperó a que se fueran sus hombres del almacén para continuar la conversación-. Quiero que muera alguien. - Eso es obvio, sino no estaríamos aquí hablando. ¿De quién se trata? - Isaac Levi, un prestamista. Me retrasé unos días en los pagos, y ahora nadie me… - No necesito saber el porqué le quieres muerto -le cortó Roberto. Las justificaciones y excusas por las cuales un hombre contrataba a un asesino no le importaban-. Sólo necesito que me diga cómo quiere que muera. - ¿Hay… alguna diferencia? -Manuel parecía nervioso, - Aparte de cuestiones éticas, hay diferencias económicas. -Roberto se sabía esta línea de memoria, como un sacerdote recitando el sermón-. Cuanto más difícil y más peligroso sea un trabajo, más le costará. Por ejemplo matar a un persona en mitad de la calle, a la vista de todo el mundo, puede ser bastante fácil, pero el asesino tiene bastantes posibilidades de ser capturado. En cambio, si quiere que parezca muerte natural podemos colarnos en su casa y envenenarle. Eso puede ser menos arriesgado pero un veneno así es muy caro. También hay que tener en cuenta el objetivo. Le saldrá más caro matar a un rey rodeado de su guardia que a un pastor rodeado por sus cabras. - ¿El asesino? -Manuel parecía con-
fundido, demasiada información en tan poco tiempo-. Pensé que le estaba contratando a usted - Si quiere contratarme a mí le saldrá aún más caro. Tengo a muy buenos hombres a mis órdenes, con menor precio de contratación. - No, no. Necesitó la certeza de que nada va a salir mal, ¿comprende? Y también que parezca muerte natural. - Un trabajo de estas características le costará setecientas monedas, que tendrá que pagar al cuarto día después de la muerte de su objetivo. -Lucio había obligado a Roberto a memorizar su lista de precios, como si fuera un vulgar tendero. - ¿Setecientas monedas por matar a una persona? ¿Está loco? - Ya le advertí que yo era muy caro. Ofrezco servicios de la más alta calidad, señor Tena. Me he forjado una reputación en esta ciudad, jamás he fallado un encargo y nunca he sido capturado. -Roberto acercó su brazo a Manuel, esperando un apretón de manos-. ¿Tenemos trato o no? Manuel miró la mano extendida, pensativo. - ¿Nadie va a saber que ha sido asesinado? -preguntó el comerciante, dubitativo. - Nadie -sentenció Roberto. - Trato hecho. -Manuel selló el trato con un apretón de manos. - Al cuarto día un hombre llegará a su casa pidiendo un pago por unas estatuas. No se retrase. Roberto esquivó la espada del guardaespaldas en el último momento y le propinó un puñetazo en la barbilla que le hizo perder el equilibrio, resba-
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lándole la espada de su mano. Roberto la recogió del suelo y se la clavó en el pecho, cayendo el escolta sobre el suelo del vestíbulo mientras un charco de sangre manchaba las botas de Roberto. Lucio estaba muy cabreado con Roberto. Le había llamado poco profesional y descuidado, además de decirle que esta situación la había visto venir de lejos y que era demasiado teatrero como para llevar un negocio serio, que debía de investigar un poco antes de actuar. Lucio era la única persona del gremio que alguna vez le había hecho frente. El encanto natural de Rodrigo hacía que sus subordinados creyeran que era el mejor patrón del mundo. Quizás por eso había contratado a Lucio. Había formalizado demasiado el negocio, pero ciertamente necesitaba que alguien le pusiera los pies en la tierra. Otros dos guardas bajaron por las escaleras del vestíbulo. Roberto desenfundó uno de sus cuchillos arrojadizos del cinturón y avanzó hacia el primero de ellos. Con ayuda del cuchillo, desvió el tajo de su oponente, le agarró el cuello con la mano libre y clavó su arma en la arteria, manchando de sangre la pared al retirarla. Apartó al hombre de un empujón y, antes de que el segundo guarda le alcanzara, le lanzó el cuchillo directamente al corazón. Su último rival se tambaleó mientras se dirigía hacia él y se desplomó a sus pies. Roberto le dio la vuelta al cadáver y sacó el cuchillo de la herida. Lucio le había dicho que siempre que usara un cuchillo intentará recogerlo, no sólo para no dejar evidencias sino que tampoco quería estar comprando cada dos por tres cuchillos nuevos. Levantaba demasiadas sospechas y era un gasto innecesario. Roberto miró a su alrede-
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dor. Dos de los guardaespaldas estaban muertos y el tercero intentaba no desangrase apretando su mano en el cuello, pero por la cantidad de sangre que le chorreaba por el brazo no parecía que lo estuviera consiguiendo. Subió por las escaleras, en busca de su objetivo. En el pasillo de la segunda planta, por el haz de luz de debajo de una puerta, distinguió la silueta de un hombre. Se pegó a la pared y agarró el picaporte, haciendo cómo si fuera a abrir. Un segundo más tarde sonó un chasquido y astillas de madera saltaron por los aires y una saeta se clavó en la pared. El tirador tardaría mucho en recargar la ballesta, así que abrió y descubrió que era su objetivo quien la empuñaba. Se acercó a él, agarró la ballesta por el extremo y la arrojó con fuerza al otro extremo de la habitación. - Hola de nuevo, señor Tena. He venido a cobrar por mi trabajo -dijo Roberto mientras desenfundaba un cuchillo con su brazo derecho. Manuel Tena estaba aterrado. Se habría despertado cuando Roberto forzó la entrada en la casa. Solo llevaba unos calzones puestos, que chocaba con la elaborada indumentaria de Roberto. El traje de su alter ego, Mirada Roja, aparte de la máscara y la capa negra, lo formaba una armadura de cuero negro y un cinturón del que colgaban sus dos dagas largas y varios cuchillos arrojadizos. Una línea carmesí recorría la pechera desde el cuello a la cintura, que había añadido simplemente por motivos estéticos. Manuel se dio la vuelta intentando llegar a la ventana de su dormitorio, pero Roberto le agarró del hombro y con un fuerte tirón lo derribó al suelo, cayendo de espaldas. El asesino enton-
Diego Fdez. Villaverde - TRÁGICO DESENLACE ces puso el pie izquierdo en el pecho de su víctima, evitando la huida. - Tiene una casa muy bonita. La decoración es un poco anticuada para mi gusto, y las visitas inesperadas no son tratadas con especial atención. Pero hablemos de negocios. ¿Dónde está mi dinero, señor Tena? -le preguntó Roberto. - Re…Reunir esa cantidad de dinero en cuatro días me resulta imposible… necesito más tiempo, por favor -suplicó Manuel, y Roberto vio como se le formaban unas lágrimas en los ojos. - ¡Oh, vale! Le diré a sus guardaespaldas que se levanten, que me pasaré de nuevo la semana que viene -dijo Roberto mientras apoyaba su brazo del cuchillo descuidadamente sobre el pecho del comerciante y se acercaba al rostro de su víctima-. No, señor Tena, su tiempo se ha acabado. Ya han pasado seis días desde que maté a mi objetivo y usted debe pagar. - No… tengo el dinero… - No, claro que no lo tiene. ¿Y sabe qué? Tengo la sensación de que nunca tuvo ninguna intención de pagarme, ¿verdad? - Roberto soltó una carcajada seca-. Un trabajo muy limpio el de Isaac Levi. Todo el mundo cree que murió mientras dormía debido a su avanzada edad. Un trabajo limpio. Envenené una botella de vino que siempre bebía antes de acostarse. Lo más difícil fue volver a por la botella esa misma noche, no queremos que nadie más se envenene, ¿verdad? Manuel estaba paralizado de miedo, y no sabía si tenía que responder a esa pregunta. - Cuando el hombre que mandé a por la recompensa volvió con las manos vacías no me lo podía creer. ¿Qué le dijo
exactamente? ¡Oh, sí! Que se negaba a pagar mis servicios sin ninguna prueba, que bien podría haber muerto de viejo y no haber hecho yo nada. Que necesitaba pruebas. -Roberto pisó con fuerza el pecho del hombre, al que se le escapó un gemido de dolor. Su tono jocoso del principio había desaparecido y fue suplantado por uno lleno de furia y crueldad-. ¡Qué valor tiene, señor mío! Pero de la clase de valor que sólo tienen los tontos. Llevo cuatro años forjándome una reputación en esta ciudad para evitar que esto pasara. ¿Quién en su sano juicio osaría insultar así a la persona de la que se dice que puede matar a media ciudad sin que la otra mitad se entere? - Yo… Yo… - ¡Exacto, usted! Y lo peor fue soportar la bronca de mi contable. Oh, santos, parece que estuviera casado con él. Lo que menos necesitaba es que un imbécil como usted cometiera la estupidez de no pagarme para poder darle alas a ese cuentamonedas -dijo Roberto mientras le apuntaba con el cuchillo a los ojos-. Ha estado investigando, ¿sabe? Al parecer ha descubierto que usted es la persona más insolvente de la ciudad y que todas sus deudas las poseía ese tal Levi. Aunque sus deudas hayan desaparecido, ¿de donde iba a sacar tanto dinero para pagarme, señor Tena? - ¡Déjeme vivir, se lo suplico! ¡Venderé todo lo que tengo! ¡Le pagare el doble! - Aunque consiguieras esa suma de dinero, cosa que francamente dudo, sigue estando el hecho que no puede dejarle marcharse por las buenas. Además, tengo que mandar un mensaje a esta ciudad. Este cuchillo será mi pluma y usted mi papel.
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- No… ¡NO! -gritó Manuel Tena por última vez, mientras Roberto le clavaba varias veces el cuchillo en el corazón. Lo hizo con fuerza, necesitaba descargar su cólera. Cuando se tranquilizó, suspiró e hizo una serie de corte en su pecho en los cuales se podía leer “moroso”. Con la sangre de la herida del corazón, dibujó dos ojos rojos debajo de su mensaje a modo de firma, abrió la ventana del dormitorio y arrojo el cadáver a la calle,
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con la esperanza de que por la mañana todos vieran su mensaje. Roberto salió de la casa por la puerta trasera y se dirigió a la entrada del subterráneo más cercana. “Este cuchillo será mi pluma y usted será mi papel”. Le había gustado cómo había sonado. Quería llegar a su casa para apuntar la frase, para usarla más tarde en alguna obra de teatro. Nunca se sabe de dónde puede venir la inspiración.
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El pergamino de Isamu - IV El grupo de Atsuo se encuentra ya en Edo. Con su señora a salvo y habiendo enviado hombres para rescatar a los que se quedaron atrás para despistar, Atsuo acude a reunirse por fin con el afamado herrero Isamu.
POR RAMÓN PLANA
VII Los primeros rayos de sol que iluminaron la ciudad encontraron a Atsuo sentado en un rincón del jardín de la elegante y amplia casa del clan. Los trinos de los pájaros y el olor de las plantas, húmedas por la brisa del mar, le producían una agradable sensación de paz. El entrenamiento monástico que había seguido en su juventud en las montañas le enseñó a valorar la quietud espiritual y la meditación. El camino de la espada era absorbente, y requería grandes sacrificios; como le decía su maestro, Shiotani Ichiro, “el cuerpo no debe ser el centro de atención, es como una herramienta más que hay que cuidar, pero no debemos dejarnos llevar por sus deseos”. Controlar el sueño, el cansancio, el hambre y el dolor era otra asignatura imprescindible en el camino del samurái. Sin pretenderlo, su mente se fue a las últimas horas desde que acabara con la vida de Ebizo. Después del combate con los mercenarios y los ninjas de Gensai, la caravana quedó muy mermada de fuerzas, no podrían resistir otro ataque. Nobu, Michiko y Benkei trajeron el mensaje del daimio de cambiar de ruta a una más segura, desviándose por otros senderos y prolongando el viaje en un tiempo aún sin determinar. Irían a parar a la casa que el clan
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Akashi, amigo de Katsuro, tenía en las montañas. Una finca fortificada para resistir los frecuentes ataques de los bandidos. Allí estarían a salvo, podrían curar a los heridos y descansar el tiempo que necesitaran para reponerse. Luego partirían de nuevo hacia Edo. Pero a Matsushiro no le gustaba la propuesta que mandaba el jefe del clan. Argumentaba que si lo hacían así, darían tiempo a que los ninjas del clan Gensai se recuperasen también y lo intentasen de nuevo, con fuerzas más numerosas. A cambio, proponía dejar a los heridos con un retén en la casa del clan Akashi, y utilizar el Paso Kamikaza para cortar entre las montañas y llegar a Edo por el norte. Significaría ir a marchas forzadas por un terreno difícil, pero podrían entrar en la ciudad en la noche del día siguiente. - Pensad en ello –dijo Matsushiro–. Alejaríamos a los Gensai de los heridos. Una vez en Edo organizaremos una caravana para volver a recogerlos, mientras, aquí estarán a salvo. Esta casa está bien preparada para la defensa. - ¡Pero entonces los Gensai irán detrás de Yoko! –dijo Fujio con inquietud. - Claro que sí, joven amigo. Pero no saben que ruta habrá seguido, ni cuantos la acompañamos. Eso hará que dividan sus fuerzas para buscarnos, y no serán bastantes para atacar la finca del
Ramón Plana - EL PERGAMINO DE ISAMU - IV clan Akashi. - Debemos ser un grupo pequeño – dijo Atsuo–, no más de una docena. Y partir enseguida con ropa de abrigo y alimentos. - Además, aún no saben dónde estamos. Tendrán que encontrarnos antes para poder planear el siguiente ataque –comentó Nobu con animación–. Así ganaremos tiempo. - Así es. –Matsushiro miró a Yoko–. Perderán mucho tiempo buscándonos por las montañas y, cuando sepan que nos hemos separado, ya estaremos en las puertas de Edo. Yoko asintió con la cabeza. - Me parece bien, iremos por el Paso Kamikaza como propones. No quiero que tengamos más bajas. - Señora, si os parece bien, yo me quedaré para cuidar de los heridos –propuso Benkei. - Como siempre, querido amigo, os adelantáis a mis deseos. Mi gusto sería contar con vuestra compañía, pero hacéis más falta aquí. Os lo agradezco. –Se volvió hacia Matsushiro–. Me acompañará una de mis doncellas. - Sí, señora. Además vendrán Nobu, Michiko y un par de mis samuráis, ¿os parece bien Atsuo-san? –preguntó Matsushiro, siempre atento al protocolo. - Estoy de acuerdo. Yo iré también y me gustaría llevarme a Saburo, Aiko y Fujio, no quiero separarme de ellos. Son jóvenes y aguantarán bien la marcha. - Como os parezca. Entonces seremos once. Voy a dar las órdenes y partiremos en un par de horas. El grupo se puso en movimiento y al cabo de un rato emprendieron el camino. El viaje fue duro, intenso, con poco descanso, temperaturas bajas y parán-
dose lo justo para reposar un par de horas cada vez y reponer las fuerzas. Pero esa noche entraron en Edo. En la casa ya se los esperaba, gracias a un aviso de Shinzo Kaito. Él mismo les precedió en la marcha a través del paso, hasta Edo, sin dejarse ver, siempre vigilando la ruta para evitar encuentros casuales con mercenarios, bandidos o gente del clan Gensai. La llegada de Matsushiro al jardín cortó los pensamientos de Atsuo. - Disculpa Atsuo-san, no quiero molestarte. Si prefieres puedo venir luego. - No querido amigo, no me molestas. Me alegro que podamos hablar tranquilos. Sonrió el viejo samurái ante las palabras del preceptor. Sin decir nada se sentó sobre los talones cerca de Atsuo y esperó respetando su silencio. - Matsushiro, te estoy muy agradecido por la extraordinaria labor que has hecho en la dirección de la caravana. No creo que nadie en el clan lo hubiera podido hacer mejor. - Atsuo-san, eres muy amable –dijo sorprendido y confuso–. Sabes que daría mi vida por el clan. - Lo sé, y me alegro de que estés con nosotros. Eres un hombre valiente, frío y juicioso. Y también discreto –dijo Atsuo con una sonrisa. - ¿Discreto? ¿Me permites preguntarte por qué? - Porque en el bosque has visto que nos ayudaban, pero no lo has comentado con nadie. - Verás Atsuo-san, pensé que si había oídos indiscretos podía comprometer la seguridad de la caravana. Me figuré que era cosa del clan de Shinzo Kaito, y lo confirmé cuando los vi aparecer en el
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último ataque. - Por todo ello, además de tu valor y tu entrega, te estoy agradecido. Ahora necesitaré que me sigas ayudando para poder cumplir las órdenes de nuestro jefe Katsuro. - Cuenta con ello. Dime qué he de hacer. - Lo primero es organizar un perímetro de seguridad para la defensa de la finca, ya que es seguro que nos atacarán y debemos estar preparados. Lo segundo será traer a Benkei y los heridos cuanto antes, aquí se recuperarán pronto y necesitamos a todos nuestros hombres cerca. Y lo tercero, formar una guardia personal para Yoko y los chicos, tendrás que elegir a sus componentes. - Me pondré a ello Atsuo-san. Para traer a Benkei y los heridos, si te parece, mandaré a Nobu con varios carros y una fuerza de samuráis y alabarderos. El muchacho es listo y me inspira mucha confianza, además ya conoce el camino. - Me parece bien. Quizá necesitemos buscar refuerzos para la defensa de la casa. - Veré con qué fuerzas contamos, y si son pocas, tengo parientes en Edo que nos podrán ayudar. - En ti confío Matsushiro. Yo necesito tener libertad de movimientos para descubrir qué ocurre y quién está detrás de estos ataques. Debo cumplir las órdenes de Katsuro. Matsushiro se incorporó y partió hacia el pabellón de los samuráis a evaluar las fuerzas de que disponían para defender la finca y a organizar la caravana para traer a los heridos. Atsuo se concentró en la respiración durante unos momentos. Luego generó
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energía con la espiración y la concentró en el hara (zona vital situada tres dedos por debajo del ombligo). Notó el calor distribuirse por sus brazos, y se sintió invadido por una agradable sensación de vitalidad. Luego se incorporó y se fue a sus habitaciones para cambiarse de ropa. Tenía que hacer una visita. Una hora después se dirigía hacia el sur de la ciudad, buscando el barrio de los artesanos. Iba vestido con un elegante traje en tonos azules, en la mano derecha llevaba una funda de katana hecha de lino blanco con dibujos de batallas y unas cintas grises sujetando la tela a la espada. Dos o tres pasos detrás de él caminaba Fujio sujetando su bokken con firmeza, iba orgulloso y desafiante en su papel de guardaespaldas. Siguieron la calle durante un rato internándose en el barrio hasta llegar a una pequeña fuente redonda en la que desembocaban cuatro vías. Las indicaciones les dirigían por la correspondiente al oeste. Por ella siguieron hasta llegar a una zona donde las casas eran nuevas, parecían bastante amplias y estaban separadas por pequeños callejones. Todas las casas estaban valladas. Un poco más adelante llegaron a una bonita casa de tipo medio, rodeada de árboles, entre los que asomaba la larga chimenea de un horno. En la puerta, un cartel indicaba que era la casa de Okamoto Isamu, más conocido como “el armero de Edo”. - Puedes volverte a casa Fujio. - Creo que debería esperarte Atsuosan. - No hace falta, prefiero que veles por la seguridad de Yoko. No sabemos cuando la volverán a atacar y debemos estar preparados.
Ramón Plana - EL PERGAMINO DE ISAMU - IV - Como digas, maestro. Volveré a casa y estaré alerta. –Se dio la vuelta, sujetó el bokken en el obi y se fue silbando por el camino. Atsuo contempló la casa, apreciando la variedad de árboles cuyas copas aparecían por encima de la tapia. Un suave perfume indicaba la afición de sus habitantes por el cultivo de las flores. Una pequeña anilla hacía de llamador y, al tirar de ella, sonó una campanilla en el interior. Unos pasos ligeros se acercaron y una bonita muchacha abrió la puerta mirando sonriente al visitante. - Buenos días, quería hablar con Okamoto Isamu. Soy Gonnosuke Atsuo y vengo en nombre de Saito Takeshi. La muchacha le miró fijamente durante un momento, luego se apartó abriendo la puerta para dejarle pasar. - Es usted bienvenido a nuestra casa. Pase por favor. Tenía una voz musical y su tono resultaba agradable. Atsuo se inclinó cortésmente y cruzó el umbral, pasando a la zona inmediatamente detrás de la puerta, el genkan. Éste era un espacio reducido con un pequeño escalón para poder descalzarse. Allí dejo sus zoris, orientados hacia la puerta, y se quedó con los tabis. Ella le acercó unos zoris de material fresco reservados para las visitas. La muchacha le guió a través de un pasillo hasta llegar a la pieza central de la casa. Era una habitación amplia, compuesta de un piso de madera de cedro rojo con detalles de madera de paulonia. Varios tatamis componían un rectángulo en el centro, unos cuantos cojines o zabutones estaban dispersos por los tatamis para sentarse sobre ellos. La
habitación estaba fresca y ventilada. El olor de las flores de un pequeño macetero se mezclaba con el olor característico de la paulonia, creando un ambiente muy natural. - Le ruego que espere un momento, iré a avisar a mi padre –dijo inclinándose ceremoniosamente, luego retrocedió y cerró el panel de shoji. Atsuo se sentó sobre uno de los tatamis y miró a su alrededor. Los colores de los elementos de la sala, el olor de las plantas y la madera, junto con el trinar de unos pájaros y el murmullo de agua en el jardín, contribuían a crear una atmósfera que le serenó el espíritu. Relajó su respiración y disfrutó de la armonía que le proporcionaba el momento. VIII El roce de unos pasos ligeros atrajo su atención, abrió los ojos y miró. El shoji se descorrió suavemente dejando pasar a un hombre alto y delgado, de edad avanzada y anchas espaldas. Su pelo blanco era escaso en la frente; un bigote y una barba cortos, también blancos, enmarcaban su cara dándole un aire de dignidad. Los ojos eran grandes y penetrantes, y la mandíbula fuerte. Una cintura estrecha y unas piernas largas le conferían elegancia a sus movimientos. El hombre se aproximó a él, se detuvo a unos pasos y le miró fijamente con una leve sonrisa bailándole en los labios. Atsuo se incorporó, y ambos se saludaron con una inclinación. - Disculpe mi mala educación haciéndole esperar, soy Okamoto Isamu –dijo el anciano–, esperaba su visita con mucho interés. - No tengo nada que disculpar Isamusan. Es un honor para mí que me haya
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recibido en su casa. Soy Gonnosuke Atsuo del clan Hirotoshi. - Lo sé –afirmó con rotundidad poniéndole la mano en el antebrazo-, sé quién es usted. Y por favor apeé el tratamiento, nada de cortesías, Atsuo. Tenemos asuntos muy serios que tratar y muchas cosas de que hablar –continuó–. Pero antes, creo que me ha traído algo que llevo esperando mucho tiempo, ¿no es así? -preguntó mientras se sentaba en el tatami. - Sin duda se refiere a la katana que me entregó Takeshi para usted. Atsuo levantó el envoltorio de la katana con las dos manos, se lo llevó a la frente con una inclinación y se lo ofreció a Isamu con la mano derecha y la parte del filo hacia dentro. El armero lo cogió con reverencia y lo depositó en el tatami. Sus dedos, fuertes y ágiles, deshicieron el nudo con sumo cuidado dejando al descubierto la katana de Takeshi. Con los ojos fijos en ella, Isamu se reclinó sobre los talones, suspiró hondo y se relajó. La sonrisa apareció de nuevo en sus labios, quizá recordando otros tiempos. Luego cogió con delicadeza la katana y desenroscó una pieza de la empuñadura, presionó dos pequeñas gemas opuestas y un panel quedó libre basculando y dejando al aire una oquedad. De allí extrajo un trozo de papel enrollado. Levantó la mirada hacia Atsuo. - He descubierto, ante usted, nuestro secreto. - ¡Vaya! Así se pasaban la información entre ustedes. El armero se echó a reír. - En efecto, ¿quién se lo ha contado? - Lo principal me lo contó Takeshi el día antes de partir, y Shinzo Kaito me
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contó las habladurías que circulan por ahí, en la noche que nos atacaron. - ¡Ah! Otra vez aparece Kaito, entonces el clan Gensai no estará lejos. - No sabía que tuviesen relación –dijo Atsuo mirando con sorpresa al armero. - Mi querido joven, tengo que ponerle al día y no tenemos mucho tiempo. Pero antes tomemos un refrigerio. –Tocó las palmas un par de veces y la muchacha entró seguida de una joven sirviente. Según pudo ver Atsuo, había cambiado su kimono por otro más elegante, apropiado para una ceremonia del té. - Quizá me quiera acompañar a la casa de té del jardín, querido amigo – dijo Isamu–. Debe perdonar las manías de un anciano que procura disfrutar de los escasos placeres que nos ofrece la vida. - Me agradará mucho –dijo Atsuo sonriendo–. Últimamente no he tenido tiempo para nada placentero. - Pues no se hable más. Mi hija Hanako nos hará los honores. El armero se incorporó precediendo a Atsuo, descorrió un shoji y le guió a través del jardín por un sendero hasta una pequeña cabaña. Cerca de ella, una fuente de piedra cubierta por una techumbre les permitió lavarse las manos mientras disfrutaban del frescor de los árboles. Cuando terminaron, rociaron el sendero con el agua sobrante, representando la eliminación de las impurezas de la mente antes de la ceremonia. El siguiente paso era dejar fuera la arrogancia, para lo cual se entraba de rodillas en la diminuta cabaña. Luego, una vez acomodados en el tatami, Hanako comenzó a disponer los objetos con elegancia y arte. Así, los cinco elementos
Ramón Plana - EL PERGAMINO DE ISAMU - IV que representan el mundo material del taoísmo estaban presentes en la ceremonia y reunidos entorno al fogón. El fuego, el agua, el metal representado en la tetera, la madera en el carbón y la tierra en la cerámica. Durante tres horas degustaron distintos tipos de té, acompañados de diversos manjares y dulces, mientras charlaban sobre caligrafía, dibujo, cerámica y otras artes tradicionales. A media tarde, Isamu llevó la conversación hacia la situación en Edo. - Hay mucha tensión en la ciudad – dijo con gravedad-. La milicia está tomando iniciativas que no le gustan a algunos consejeros, pero otros sí las apoyan. Es sabido que el shogun no tomará partido hasta conocer las fuerzas de cada grupo; por eso uno de esos grupos está intentando minar la fuerza del clan Hirotoshi. - ¿Ese grupo es el que está organizando los ataques? - ¡Sí! - Entonces, es cierto que hay una intriga contra el clan Hirotoshi. Me figuro que estará formado por Takayama y los ninjas del clan Gensai. Pero, ¿quién está detrás? Alguien los tiene que apoyar en el palacio. - Un hombre muy cercano al shogun: Matsumura Hiroto. Da la casualidad que es familiar lejano de una de sus concubinas y muy amigo del viejo Takayama Sora, padre del actual señor del clan Takayama. - ¿Cómo sabemos de qué se hablaba en el consejo del shogun? - Por uno de los consejeros que conozco hace mucho tiempo, también lo conoce Takeshi. Se llama Sinzaemon Simada. –La mirada de Isamu se perdió
con los recuerdos por unos momentos–. Hace muchos años hicimos amistad tres samuráis: Simada, Shiotani Ichiro y yo. Vivimos un tiempo iniciándonos en el camino de la espada. Luego se nos unió Takeshi como discípulo. Fue una época muy bonita; al final tomamos senderos diferentes, pero nuestra amistad perdura. - ¡Eres samurái! –dijo Atsuo con un deje de sorpresa–. Y en tu juventud conociste a Ichiro, mi maestro. Pensé que eras un artesano, un armero… Ahora le tocó sorprenderse a Isamu. - ¿Shiotani Ichiro es tu maestro? ¡Bendita sea Amaterasu! Esto sí que es una sorpresa. –Rió con fuerza mientras golpeaba sus rodillas con las palmas de las manos–. Una vez más se cierra el círculo. Tendremos que charlar muchas tardes Atsuo, y serán charlas muy sabrosas – dijo, riéndose aún–. Ahora tenemos que pensar en una estratagema para buscar información. He oído que tienes que ilustrar un libro para el shogun. - Sí, es un trabajo que me ha encomendado Katsuro. Consiste en una mezcla de caligrafía y dibujo de algunos lugares y personajes populares de Edo, para la edición de un libro de tipo histórico. Se lo quiere regalar al shogun. Tengo un permiso para caminar por la ciudad sin trabas, puedo mirar y dibujar aquello que considere interesante. - ¡Estupendo! –dijo el armero–. Así te moverás por Edo sin levantar sospechas. Es importante que tengamos los oídos abiertos, pero nadie debe conocer hasta donde sabemos. Sólo así podremos anticiparnos y evitar las intrigas a las que nos vamos a enfrentar. - Pero, ¿cuál es el origen de ese encono?
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- Empezó en la época de Takayama Sora, el padre del actual jefe del clan, Kaoru. Hubo un conflicto entre los dos clanes a consecuencia de unos títulos sobre unas tierras que ansiaba el padre de Sora, el shogun en aquel momento se los concedió al clan Hirotoshi por su valor en la batalla. El padre de Sora intentó arrebatárselos, pero murió en el empeño, y el joven Sora juró vengarse y conseguir los títulos y las tierras. Ahora es un anciano enfermo y desequilibrado, pero su hijo Kaoru es ambicioso y sigue pensando que las tierras deberían ser suyas. Con sus intrigas lo que quieren es eliminar al clan Hirotoshi y quedarse con todas sus propiedades, no solo con aquellas que originaron el conflicto. Es la segunda vez que lo intentan, debemos pararlos y acabar con ellos de una vez. - Pero se les puede desenmascarar ante el shogun. - No surtiría efecto. Iemitsu es un hombre de carácter complicado, nunca se opondrá abiertamente a los deseos del clan Takayama, y menos si los apoya un consejero como Matsumura Hiroto. Esperará a ver qué ocurre. - Entonces, debemos defendernos sin miedo a las consecuencias. - Por lo que sé, ya habéis empezado a hacerlo –constató Isamu con una sonrisa-. Sólo hay que ver las bajas que habéis ocasionado en nuestros enemigos. - Ahora tendremos que dar la batalla también en el palacio del shogun. Debemos conocer los planes de nuestros enemigos. - Cierto, conocerlos y anticiparnos a ellos. Así podremos neutralizar sus ataques y esperar la oportunidad para descargar el golpe y eliminar al clan
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Takayama. Si le demostramos al shogun que sólo les guía su ambición lo tomará como una guerra de clanes a las que está tan acostumbrado, y cuando venzamos nos tendrá que dar la razón. Pero necesitamos tener pruebas. - Bien Isamu, pues vamos a decidir qué hacer. - Pienso que lo primero es proteger a Yoko. Luego obtener información, ver y oír; tú serás nuestros ojos y nuestros oídos. Creo que por eso te ha conseguido Katsuro el permiso para pasear por Edo con libertad. También deberás visitarme, tendré que informaros de nuestros avances en palacio y tú pasarme la información que hayas conseguido en tus paseos. - Bien. Pero antes aclárame una cosa, ¿por qué te implicas en esta guerra de clanes? El armero miró al jardín a través de la pequeña ventana antes de contestar, luego fijó sus ojos en Atsuo. - En esta guerra de clanes ya me impliqué hace mucho tiempo por amistad con el padre de Katsuro; ahora Takayama Kaoru quiere hacérmelo pagar. - ¿Te ha amenazado? - De manera velada, sí. Su hijo ha pretendido a mi hija Hanako, y ella lo rechazó. Ahora intenta que trabaje sólo para su clan, y, como me he negado, quiere arruinarme y quedarse con mi casa. - Pero tú puedes trabajar para quien quieras, ¿no? - Sí, pero él no me deja. Sus hombres patrullan alrededor de mi taller, amenazando y ahuyentando a los posibles clientes. Así llevamos casi un año. Si no pago los impuestos, me arrebatarán la casa y la subastarán, así la podrá com-
Ramón Plana - EL PERGAMINO DE ISAMU - IV prar por poco dinero y utilizarla para obligarme a cumplir sus deseos. - Ese hombre es un miserable. - Es ambiciosos y no tiene escrúpulos. Si no me deja trabajar y me quita todo lo que tengo, tendría que trabajar para su clan. Así también podría casar a su hijo con Hanako, y además tendría acceso al pergamino de mi familia. - ¿El pergamino de tu familia? –preguntó Atsuo–. Algo he oído sobre él, pero poco. No me hago una idea de su contenido. - Pronto te hablaré sobre él. Más adelante. Ahora tenemos que conocernos, hablar sobre las artes marciales y diseñar una estrategia. También espero que me hagas el honor de cruzar tu espada conmigo. - Será un auténtico placer, y más sabiendo que has sido compañero de mi maestro. - Bien, seguro que te pica la curiosidad –bromeó el armero-. Podemos vernos otra vez pasado mañana, en mi casa sobre la misma hora. Trae tu katana con el pretexto de dejármela para arreglarla, y te diré lo que acontece mañana en el palacio. Tú me traerás la información de si ves alguien con aspecto de comerciante en los alrededores de la casa de Takayama. - ¿Quieres que el primer día ronde por allí? –sonrió Atsuo, mirándolo con sorpresa–. No les gustará. - Por eso, quiero que estén intranquilos y forzarles a dar un paso en falso que podamos utilizar en su contra. Pero ten mucho cuidado y que alguien te cubra las espaldas. Nunca te atacarán de frente. –Se volvió hacia la pequeña puerta y tocó las palmas dos veces-. Ahora vamos a probar unos dulces hechos por
Hanako. Luego le mandaré unos cuantos a Yoko, es muy golosa y le encantan –comentó con mirada pícara. El resto de la tarde transcurrió placenteramente. Encendieron unos farolillos de aceite y a su luz comentaron algunas técnicas de espada. Atsuo comprobó con sorpresa que los conocimientos de esgrima de Isamu, eran más que notables. Esperaba con interés y agrado el momento de cruzar su katana con él, intuía que podría llevarse una sorpresa con el anciano armero. La tarde llegó a su fin y la oscuridad empezó a adueñarse de la ciudad. Ambos quedaron de acuerdo en conseguir información y volver a verse en dos días, para compartirla y meditar el siguiente paso. Atsuo se despidió de Hanako, y el armero lo acompañó hasta el genkan. - Ten mucho cuidado Atsuo –dijo el anciano–, utilizarán sus malas artes contra ti. - Gracias Isamu. Tendré cuidado. Ha sido un honor conocerte y pasar la tarde en tu casa. - El honor ha sido mío. Nos veremos en dos días. La puerta se cerró suavemente. Atsuo comenzó a caminar por el callejón que llevaba a la fuente; recordaba que en ella desembocaban las cuatro vías principales. La tenue luz de la calle provenía de lámparas de aceite situadas en las tapias cada cuatro o cinco metros. Por fortuna no hacía viento. Apenas llevaba caminando un momento cuando tres sombras se separaron de la tapia de una casa y se pusieron en medio del camino. - ¡Eh, tú! –le interpeló una de las sombras, cerrándole el paso y poniendo la
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mano sobre la empuñadura de su katana con gesto bravucón–. No debes volver a casa del armero. ¿Entiendes? Si lo haces me lo tomaré a mal. - No creo que deba preocuparme por eso –comentó Atsuo variando su posición para que no le rodearan. - ¡Espera! –dijo otra de las sombras–. Le conozco. ¡Es el preceptor! ¡Él mató a
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Ebizo! - ¡Maldito sea, acabad con él! Las dos sombras restantes intentaron rodearle, mientras Atsuo vio por el rabillo del ojo a otra sombra llegar corriendo por el callejón. Sonrió y con un golpe de muñeca desenvainó la katana.
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Ánima Barda -
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Bestiario Revisión en rima de las extrañas y retorcidas criaturas responsables de las desgracias de esta publicación. Recomendamos leer imaginando el tañido de una lira. Nada escapa a su filo, Y si mal está decirlo, ¡Pobre de ti! Si te pilla, Con su afilada cuchilla.
Diego F. Villaverde Verdugo - @LordAguafiestin
Si algo no le gusta o agrada, No duda en liarla parda. Noble y fiel como un Stark, Pero si le enfadas te vas a enterar. Así que cuidadito has de tener, Si al verduguito no quieres ver.
Víctor M. Yeste Consejero - @VictorMYeste
Importante es su profesión Aunque esta no es la cuestión A Kvothe le tiene presente, Como él en su venganza, es persistente. A su misión concentrado y entregado. A su vida un poco despistado. Pero tal es su corazón, Que sirve de compensación.
Apasionado en gente reuniendo, Mejor alrededor de una mesa comiendo. Placeres banales, diréis. Con los que regocijo sentiréis. ¡Ay de ti! Si te habla de su obsesión, No te soltará hasta que te dé el tostón. Y si de madrugada un finde despierto estás, ¡Corre!, ¡huye! Mejor la radio esconderás. Cuentos de terror y cuarto milenio, Sus preferencias después del silencio.
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J. R. Plana Posadero - @jrplana
BESTIARIO No va con mallas, A su lado te callas. Dotado de humor e ingenio, En sus historias pone empeño.
Ramón Plana Juglar - @DocZero48
Si de entretener se trata, Una velada con el pacta. Mas difícil luego callarle es, Y perdido en las nubes te halles.
Si acudimos a ella siempre nos ayuda, Sea la hora que sea sin ninguna duda. Encontrarla, o no, esa es otra historia; Viaja por mundos de manera notoria.
M. C. Catalán Curandera - @mccatalan
Fiel y dedicada, a todo pone esfuerzo, Pero si la enfadas perderás el pescuezo. Katniss en Panem, Marta en Valencia, Las dos con el arco apuntan con vehemencia. Mas en ella dulzura también hallas, Querrás su compañía donde vayas.
Cris Miguel Pregonera - @Cris_MiCa
Enfadada siempre parece, Pegando su rabia enriquece. ¡No sólo a esto se dedica! Su odio contra el universo predica. Escritora es, luego pregonera, Si no haces lo que quiere, busca la correa. Caza sombras y vampiros también, Cuidado has de tener, para no cazar su desdén.
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テ]ima Barda -
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Ana Gasull
@sumalignidadimperial
Eleazar Herrera @Sparda_
Patricia O.
karinitapatri@gmail.com
R. P. Verdugo @RP_Verdugo
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