Ánima Barda Nº10 I Aniversario

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La revista de relatos de ficción

Ene. 2013 La revista es de publicación bimensual y se edita en Madrid, España. ISSN 2254-0466 Editor J. R. Plana Ayudante ed. Cristina Miguel Ilustración, diseño y maquetación J. R. Plana Ánima Barda es una publicación independiente, todos los autores colaboran de forma desinteresada y voluntaria. La revista no se hace responsable de las opiniones de los autores. Copyright © 2013 Jorge R. Plana, de la revista y todo su contenido. Todos los derechos reservados; reproducción prohibida sin previa autorización. Búscanos en las redes sociales @animabarda www.facebook.com/ AnimaBarda Anima Barda (g +)

Ciencia Ficción AVENIDA COURIER Nº7 • Eleazar Herrera UNFORGETTABLE • Carlos J. Eguren LAWLESS TOWN • Cris Miguel

Terror EL ÁTICO • J. R. Plana EL CUADRO DE LOS BRADBURY • Ramón Plana HISTERIA • Rubén Pozo Verdugo HAMBRE, COMIDA, SILENCIO. • Cris Miguel

Espada y Brujería HISTRIÓN • J. R. Plana EL MERCENARIO • Ricardo Castillo Western - Guerra ARENA, VAPOR Y MISERIA • Carlos J. Eguren

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Núm. X

abarda.com Noir UN DETECTIVE EN NAVIDAD • Carlos J. Eguren RELACIÓN COMERCIAL • J. R. Plana DESCONTROL • J. R. Plana

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La revista es de publicación mensual y se edita en Madrid, España. ISSN 2254-0466 Editor J. R. Plana Ayudante ed. Cristina Miguel

Erótico VERDE ELÉCTRICO • Cris Miguel LA MANSIÓN RICHFIRE • Cris Miguel CARLA Y LAURA • Cris Miguel

Aventuras VICTORIA #2 • Cris Miguel ROY BURTON SIEMPRE DICE... • J. R. Plana DETENIENDO FLECHAS CON BALAS • Juanjo de Goya EL PROMETIDO HUIDO • Diego Fdez. Villaverde MENTA CON HIELO • Eleazar Herrera EL PERGAMINO DE ISAMU • Ramón Plana LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS • Ana Gasull

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Ilustración, diseño y maquetación J. R. Plana Ánima Barda es una publicación independiente, todos los autores colaboran de forma desinteresada y voluntaria. La revista no se hace responsable de las opiniones de los autores. Copyright © 2012 - 2013 Jorge R. Plana, de la revista y todo su contenido. Todos los derechos reservados; reproducción prohibida sin previa autorización. Búscanos en las redes sociales @animabarda www.facebook.com/AnimaBarda Anima Barda (g +)


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UNAS PALABRAS DEL JEFE

Cumpleaños feliz J. R. Plana Quién nos lo iba a decir a nosotros, hace tan solo un año, que por estas fechas íbamos a seguir en pie tras haber pasado tantos buenos momentos y haber conocido a tantas buenas personas. Y que sólo por un pelo, por unas insignificantes decenas de horas, no íbamos a compartir aniversario con el famoso y neonato Milan (con acento en la i). Por poco, por muy poco. Apenas cuatro días. Waka waka. En fin, aquí estamos, tras un par de lavados de cara, algunas cosas nuevas y otras cosas que han quedado por el camino, y el horizonte no podía ser más prometedor. ... Oh, venga, vamos, estaréis de broma, ¡dejad de asentir! ¡Claro que podía ser más prometedor! ¿Habéis perdido el juicio? ¿Qué hay de los millones de lectores (y por lo tanto de euros)? ¿Qué hay del alcance mundial? ¿Y de las descargas kilométricas, de la compra de Amazon y de la lanzadera espacial con nuestro logo? ¿Dónde están todas esas promesas, eh? ¿Dónde el dinero para nuestros autores, dónde el dinero para poder dedicarnos a la cultura? Bueno, supongo que en el mismo sitio que Amy Martin, ya sabéis. Probablemente sea ella la que se ha largado con los millones que la gente se iba a gastar en revistas y libros en una de esas misteriosas y oportunas furgonetas blancas. Quizá los haya metido en un sobre, camino de Suiza, las Islas Caimán, la Tardis o vaya usted a saber dónde. Aunque, claro está, emplear el dinero en cultura —y no hablo de esa guisote oficial que pretenden endosarnos como intelectualidad y cultura, esa en la que se invierte la pasta sobrante, la que ya pasó por todas las manos amigas, para obtener opiniones exaltadamente vacuas, que no piquen, suscriptores ideológicos, pensamientos generalizados y menguados, esa, la cultura de la vanidad y la bolsa— es una pérdida de tiempo y oportu-

nidades, puesto que la cultura no renta, tiene (supuestos) principios y no se deja sobornar, no hay apretones de manos, acuerdos por lo bajini, ni guiños de ojos. Tampoco hay bolos, ni patrocinios de Lo Monaco a quince mil euros los veinte segundos, ni gente repitiendo frases hechas igual que parvularios en clase de inglés. No, la cultura es un rollo. No mola. ¿Qué mierda de utilidad podría tener sacar adelante a gente con capacidad de crear nuevas ideas al servicio de ningún interés, ya sean propias o revisiones anteriores? ¿Qué pedazo de idiotez es esa de que la gente aprenda a tener criterio? ¿Y ahora, explicadme por favor, de qué coño sirvieron Poe y Lovecraft, si ambos murieron prácticamente en la más absoluta miseria? ¿Dónde están sus rentas, dónde sus estelares herencias? Seamos lógicos, si no se ayudaba a la cultura antes, ¿por qué se iba a hacer ahora, con gobiernos democráticos, prácticos y modernos? Por favor, un poco de seriedad, amigos, que ya tenemos una edad. Indig-teces (por tod)a(s)parte(s), la revista va bien, y esperemos que a mejor en los próximos 365 días. Ojalá. Esto suena un poco derrotista, pero lo cierto es que lo único que pedimos es seguir teniendo el tiempo suficiente para no tener que renunciar a esto. Oh, maldita era moderna, qué amante tan exigente y caprichosa. No me extiendo más, que luego me acusan de plasta pedante. Pero es que me pongo a pensar y se me encienden las ideas... Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz...

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AVENIDA COURIER Nº7

AVENIDA COURIER Nº7 por Eleazar Herrera Nº4 Mayo ‘12

VENICE es un androide que habla el lenguaje de las flores. Su tarea es arreglar los jardines de toda la ciudad y atender pedidos a domicilio. Cuando Talía recibe la primera rosa el día de San Valentín, no imagina quién puede ser su admirador secreto. VENICE sí.

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in, don. La puerta se abre con un cálido chirrido y una joven aparece en el umbral. Registro sus rasgos en un segundo para identificarla en los próximos encargos. Tiene los pómulos marcados y ligeramente coloreados, el mentón partido en dos suaves curvas y las cejas repasadas con lápiz. Pese al exceso de maquillaje que oculta su verdadera edad, reconozco en la línea de su cintura los signos de la adolescencia. Guardo una fotografía mental de la destinataria y le tiendo una flor. Es una rosa lavanda sin espinas, con un lazo plateado en la base del tallo. Ella me mira, enarcando el ceño. —¿Quién me envía esto? —El remitente prefiere permanecer en el anonimato. —¿Y no tiene ninguna tarjeta para mí? ¿Solo una flor? ¿Esta flor? —La jardinería Eménez le desea un feliz San Valentín —recito automáticamente. Me giro sobre los talones y echo a andar, resuelto, hacia el siguiente encargo. Me llamo VENICE. Soy de los primeros androides creados por el ser humano para trabajar. Hemos sido creados únicamente para trabajar sin descanso, al principio en núcleos industriales, minas o cualquier campo que requiera nervios de acero. Ahora, un siglo más tarde, todas las familias tienen derecho a un androide personal que aporte un sueldo más en el hogar. Las tres leyes de la Robótica nos impiden desobedecer cualquier ley bajo pena de desactivación. Pero no es algo que nos ocupe: ninguno podría saltarse la ley porque no existen conflictos de intereses en nuestro interior. No pertenezco a nadie en concreto; soy público, del estado, y trabajo para él. Mi única empresa Ánima Barda - Pulp Magazine

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ELEAZAR HERRERA particular es cuidar de las flores y recoger pedidos a domicilio que cualquiera puede solicitar por teléfono. Como no necesito alimentarme, ni me canso, ni «nada en general», puedo recorrer la ciudad varias veces al día. Por las noches vuelvo al cobertizo en el que vivo y preparo los encargos del día siguiente. Y así siempre. La rutina no es molestia, porque la molestia no existe para VENICE, suele decir Perkins, el gerente de la floristería. Los androides no pueden sentir nada en absoluto, pero si frecuentamos compañía humana somos capaces de empatizar con ellas y entender —a través del análisis— lo que ocurre dentro de sus cabezas. Ese es nuestro límite. El sentimiento es terreno vetado para la mente acerada de un androide. El sonido de la música me conduce hasta el remitente de la última flor del día. Subo las escaleras de la entrada ordenadamente, encajando el pie en la anchura del escalón, y toco el timbre. Se impone el silencio, quizás el rumor del viento, y unas pisadas se aproximan al exterior. —Talía ha recibido satisfactoriamente la flor —informo en cuanto la nariz aguileña de Viktor traspasa el umbral. Él asiente, sin dejar de mirar la chapa con mi nombre. VENICE brilla en azul. —¿Sospecha de alguien? —No. —¿Y qué dijo, exactamente? —Preguntó si aquello era todo. Dijo, «¿esta flor?». Esperaba una tarjeta. Viktor rellena el talonario a toda prisa; entiendo que no está prestándome atención. Escudriño su grafía, curvada y empalagosa, y deduzco, basándome en la tesis de grafología científica de Crépieux—Jamín, que es un hombre pícaro, ordenado, optimista, mentiroso y con grandes aspiraciones en la vida. Deslizo mis ojos por el nudo simétrico de la corbata y admiro la perfecta armonía del conjunto de oficina. Pocas personas pueden presumir de un estilo impecable, aunque eso signifique un gran complejo de inferioridad.

Cuando Viktor me da el talón, nuestras manos se rozan un momento. La piel del empresario es demasiado suave para ser de un hombre de negocios, y por el tacto viscoso sé que utiliza una crema especial para manos secas. Viktor se aparta rápidamente. —Esta es la lista de flores que quiero que le lleves cada viernes —Me enseña una cuartilla y memorizo el contenido—. Después de cada ramo, vendrás aquí a confirmarme que lo ha recibido. No tienes permiso para decirle quién soy, ¿entendido? Me aseguraré de que te desactiven si lo haces. Viktor se despide con un leve cabeceo y cierra la puerta. Sus muecas hablan por él: no le gustan los androides ni la inteligencia artificial, pero ve en ella una oportunidad para encubrir sus propios asuntos. Basándome en ciertos axiomas, —no se plantea escribir una tarjeta a mano o utilizar un holograma con reconocimiento de voz— prefiere que lo recite yo mismo para no dejar rastro. Es un hombre inteligente; sabe que nadie puede hacer hablar a un androide, ni siquiera a la primera promoción, que fue destinada al servicio público por contener demasiados errores en la interpretación y análisis de un entorno determinado. Cada semana tengo un encargo de Viktor, a cual más estrafalario. Le encantan las flores con redes y envoltorios estampados recargados. He tenido que reorganizar mi calendario de pedidos para poder conseguir las flores que necesito; incluso he sido obligado a pedir flores a otra floristería. Esta noche es la penúltima de mi contrato con él y sin querer, sin deberlo, pienso en los motivos de su correspondencia floral y los significados que ésta encierra. Sacudo la cabeza. No debo pensar. A la mañana siguiente vuelvo a la Avenida Courier número siete y le entrego el ramo de flores. Los ojos de Talía se agrandan para poder abarcar el océano de rosas. El placer de sentirse deseada es inmenso y la colma, pero no va más allá. Sus rasgos se endurecen de pronto cuando busca una tarjeta y no la

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AVENIDA COURIER Nº7 halla. Está molesta. —¿Por qué no hay tarjeta? ¿Es que nunca voy a saber quién es? —El remitente prefiere mantenerse en el anonimato. —¡Eso ya lo sé, imbécil! —exclama, ofendida. He insultado a su inteligencia, pero no comprendo que es lo que desea oír en estas circunstancias. No puedo saltarme las normas—. Bien, ¿y tiene algún mensaje para mí? Niego. Ella eleva el mentón y me apunta con el dedo índice, enfadada. —Pues puedes marcharte y decirle que no vuelva a traerme nada. Toma —estampa las rosas contra mi pecho. Son como un colchón natural—. Ya no las quiero. —Le ruego que acepte el presente, señorita. —«Le ruego que acepte el presente, señorita» —me imita, sátira—. Pues no pienso hacerlo. No sé quién es, pero dile que puede dejarlo estar. Estoy muy agradecida y todo eso. —Todo regalo posee un mensaje, y no siempre debe estar explícito —le explico como dato adicional. La conversación parece relajarla, creo que me encuentra más humano. Prosigo—. Así como en un libro las premisas son mucho más complejas e intervienen factores del tipo intelectual, las flores son el correo por excelencia. El mensaje permanece oculto a primera vista y solo alguien que hable el lenguaje de las flores podría averiguar el secreto que encierran. —Oh —musita solamente. —Su anónimo siente una profunda admiración por su belleza, también excitación. —Señalo ambos colores: el amarillo del coqueteo y del juego, y el rojo de la pasión—. El lazo hacia la derecha habla de que estos sentimientos que manifiesta se refieren a usted. Como ve, ha retirado las espinas de los tallos, lo que significa valentía a la hora de mandarle este ramo. Talía parece impresionada y, corroboro, más tranquila. Nos miramos en silencio. —Voy a traerte todas las flores que me ha regalado para que me digas lo que significan.

—Si no recuerdo mal se tratan de una rosa lavanda, una altea, un clavel doble, una rosa azul y el ramo de rosas rojas y amarillas en intervalos de una semana. Significan una gran belleza, persuasión, amor pasional, amor imposible y excitación respectivamente. Si se fija en la progresión, pasa de ser un simple detalle a emociones más intensas y propias del ser humano enamorado. Pero la rosa azul, que alude a la obtención de un amor imposible, parece vaticinar un desenlace fatal. El remitente sabe que nunca va a estar con usted, pero sigue insistiendo porque es lo que le dicta el corazón. »Son cinco pedidos en cinco semanas. En numerología, el cinco suele estar asociado con un temperamento cambiante, decisiones precipitadas, magia, aventura y abuso de los sentidos. »Las personas dicen mucho de sí mismas cuando van a regalar. Piensan en ellas, en la persona regalada y en la clase de relación que mantienen. De la misma manera que puedes adivinar quién ha escrito algo por el lenguaje que utilice, puedes averiguar qué es lo que se esconde tras una flor. De nuevo, el rumor del viento. Quizás haya hablado demasiado. La luz de VENICE se vuelve anaranjada para expresar mi inquietud, pero Talía sonríe. —¿Has adivinado todo eso en un ramo? Asiento sin darle la más mínima importancia. Las personas suelen perderse en detalles insignificantes para obviar lo verdaderamente importante. A veces incluso a propósito. —¿Te veré la semana que viene? Asiento. —¿Y no podrías decirme quién es ni aunque te pagara un millón de euros? —Un millón de euros no podrían romper la cláusula de privacidad. —Hasta la semana que viene, entonces. Asiento por tercera vez, y de esa forma voy avenida abajo. El último encargo se compone de tres tipos de flores que por suerte trasplanté hace unos meses. Se trata de un botón de rosa con mir-

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ELEAZAR HERRERA to, una globularia enroscada en la base y un nardo. Viktor está proponiendo un encuentro furtivo como si de dos amantes se trataran, pero Talía lo rechazará. Ella solo quiere flirtear. Pese al compromiso, las personas disfrutan con el coqueteo porque necesitan sentir que siguen siendo los mismos, que ninguna otra persona puede marcarlas lo suficiente como para volver a empezar. El miedo es el peor mal de amor, y lo peor del mal es que uno se acostumbra a él. O eso dicen. Me adentro en la periferia de la ciudad en busca del cobertizo. Los hogares de los androides se ubican lejos del centro, lejos de la humanidad, y solo los familiares pueden vivir cerca de ellos. Los demás vivimos en bloques de viviendas blancas. Es correcto. El blanco es el color que nos unifica. Llego al pequeño cobertizo y giro la manivela hacia la derecha. Después tecleo la contraseña de cuatro dígitos y con un ligero chasquido, la puerta se abre. Las luces se encienden automáticamente, dibujando con precisión la estancia. Me dirijo directamente a la mesa de herramientas para trabajar. Hay algo siniestro en el mensaje de Viktor. No es algo que pueda percibir; las evidencias están ahí, junto a las flores. La combinación que me ha encargado podría despertar en ella emociones tales como la angustia y el miedo. Si mis deducciones son ciertas, y rara vez suelo equivocarme —no estoy pecando de vanidad: he sido creado para no errar—Talía podría verse en peligro de nivel tres. VENICE se tiñe de gris. Me asaltan las dudas. ¿Qué debería hacer? La cláusula de privacidad es clara: cualquier información sobre el cliente es confidencial y bajo ningún supuesto podemos sacarla a la luz. ¿Ni siquiera cuando la vida de alguien corre peligro? Reviso el archivo de las excepciones mentalmente, buscando algún resquicio legal para ordenar mis ideas, pero no encuentro nada sobre el tema. Al fin y al cabo, nosotros somos androides, no personas, y no debemos tomar decisiones por nosotros mismos fuera del ám-

bito profesional. Las personas nunca entran dentro del ámbito profesional de los androides. Aunque todo depende de la perspectiva que escoja. Elecciones. Ni siquiera un androide puede librarse de ellas. Din, don. Me recibe Viktor al pie de las escaleras. Sonríe, pero percibo su inquietud. —Aquí traigo el ramo tal y como me pidió —le informo con voz neutra. Viktor abre los brazos y se lo entrego para que lo vea. La flor violácea de la globularia describe un círculo perfecto alrededor del tallo de la rosa. Un cordel plateado une las flores del nardo con el mirto y sujeta la globularia desde un extremo. No estoy capacitado para apreciar la belleza de una pieza floral, pero está bien elaborada y eso es todo lo que cuenta para mí. —Vas a llevarle el ramo de flores junto a esta tarjeta —Viktor ondea un sobre verde pálido—. Tocarás el timbre y te irás corriendo. No debe verte. Ya te pagué por adelantado, así que en cuanto termines no hace falta que vuelvas. —¿No quiere que se lo entregue en persona? —Eso es, no quiero. —¿Podría preguntar por qué? —Aquellas palabras brotaron de mi boca sin que me diera cuenta. Viktor me dirige una mirada indescriptible. Sus facciones se han contraído en una mueca suspicaz, pero enseguida recupera la compostura. —Limítate a hacer lo que te digo. —Me devuelve el ramo junto al sobre—. Adiós. Y cierra la puerta. Actuar como un sospechoso no le convierte en uno de ellos, pero las evidencias hablan por sí solas. Estoy un 92% seguro de que el sobre contiene una dirección para verse en persona, pues el nardo le advierte de esta intención. «Quiero ser tu amante, por las buenas o por las malas» es lo que estas flores sig-

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AVENIDA COURIER Nº7 nifican. Creo que quiere secuestrarla. Me encamino, sin prisa, hacia la puerta de Talía. Apenas me quedan unos metros y tengo mucho que analizar. Los androides no suelen actuar si no están totalmente seguros de su decisión, pero pueden arriesgarse en contadas ocasiones si los hechos les remiten a una misma respuesta. El seguimiento, las flores, sus significados y la forma en que me ha despachado Viktor hoy me llevan a pensar en el peligro que podría correr la joven Talía. Pero no estoy convencido. Los humanos tienen motivos estúpidos y alejados de la realidad para justificar sus actos. Este podría ser uno de ellos. O no. Y en cualquier caso, ¿qué puedo hacer para impedirlo? ¿Debería espiarles? VENICE se vuelve naranja. He llegado a la puerta. Dejo las flores y la tarjeta y miro a mi alrededor. La calle se encuentra tranquila, como en tantos viernes. No luce sospechosa —¿podría hacerlo?—. Son las once y cinco de la mañana y el sol está casi en lo alto. La iluminación es perfecta. Los criminales no suelen delinquir a plena luz del día. No hay razón para estar preocupado. Toco el timbre y me escondo en los arbustos de la esquina para ver cómo se suceden los acontecimientos. No es Talía quien abre la puerta, sino un hombre mayor. Su progenitor recoge el ramo y la tarjeta, observa que no hay remitente, y vuelve al interior. Talía aparece fugazmente en el umbral de la puerta. Sé que me busca. Ahora, las posibilidades de que Viktor cometa una imprudencia aumentan un 5%. Talía nunca aceptaría las flores si supiera lo que significan, y sin mí no tiene forma de averiguarlo. Permaneceré escondido hasta que Talía salga de casa. La seguiré solo para asegurarme de que está bien. Sé que no es correcto meterme en asuntos ajenos, pero la probabilidad sigue ahí y no puedo dejarlo estar. El tiempo no es problema para mí. Espero cuatro horas y veintitrés minutos antes de que Talía salga de casa envuelta en un abrigo gigante y gafas de sol. Trata de esconderse.

Inevitablemente pienso en la cita y en un hipotético desenlace. Talía dobla una esquina y yo la sigo sigilosamente. Las mujeres jóvenes con un alto grado de belleza son blanco fácil para hombres que no se sienten realizados. Proyectan en ellas todos sus rechazos —sentimentales, laborales, sociales—para sentirse fuertes y ganadores. Talía se detiene en una cafetería y entra. Me detengo a unos metros de ella y me apoyo en la pared. Unos minutos después vuelve a salir con dos cafés para llevar. Su cita es Viktor. Lo sé, pero no puedo explicar por qué. Continúa la caminata hacia el parque Besterfield, conocido por el anillo verde que lo rodea. A partir de aquí tendré que prestar más atención para guardar mis pasos del ruido. No solo tengo que evitar que Talía me vea; Viktor puede aparecer en cualquier momento. Por una parte, eso confirmaría mi teoría y podría actuar a pleno rendimiento. Por otra, no quisiera tener que hacerlo. Significaría demasiado Ella se detiene en el cartel de información. Puede que haya quedado en reunirse allí o esté mirando una dirección en concreto. No tengo que esperar para divisar la figura de Viktor aproximándose hacia ella. Lleva una camisa azul medianoche que le marca los músculos del pecho y hombros, a juego con un pantalón vaquero. Luce como si no hubiera tardado nada en decidir el conjunto. Parecer informal le ha costado horas. La sorprende por detrás con un cosquilleo en la cintura. Talía se vuelve y le mira de arriba abajo. Se muerde el labio, excitada por el peligro, no por la pasión. Viktor hace una lectura que no puedo descifrar y le ofrece el brazo con galantería. Ella se sonroja. Es joven e impresionable. Los hombres de su edad no la tratarían así. Se internan en el bosque, y yo voy tras ellos. La hilera de sauces refresca el lugar y dota a este instante de cierta armonía, como si nada malo fuera a ocurrir. El viento que tanto me ha acompañado durante estos días ha desaparecido. Solo se oye la quietud y algún que

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ELEAZAR HERRERA otro piar desenfadado. Unos metros más allá, las pisadas de Viktor y Talía arrugan las hojas caídas. Mis pies apenas rozan el suelo. Sé que Viktor está atento a cualquier movimiento en el aire. Desconozco si porta un arma, pero la utilizará si me descubre aquí. Solo ha de dispararme en la cabeza para desactivarme. Luego no tendrá más que enterrarme o llevarme al desguace más próximo. No le hará falta una explicación; nadie lamenta la muerte de un androide. Quizás este método sea más violento que la desactivación manual, pero la vida, aunque artificial, se apaga de la misma manera. A lo lejos distingo una mesa de piedra. Viktor ha colocado un mantel y ha preparado una merienda un día tan gélido como hoy. Sin duda, el tiempo perfecto para que en un determinado momento ella se acurruque junto a él. Se sientan uno frente al otro. Viktor saca dos platos de comida caliente y un termo. Mientras meriendan, Talía ríe sus comentarios. VENICE parpadea. Me encuentro ligeramente exaltado ante lo que pueda ocurrir. He de permanecer oculto entre los árboles. La campa no me permite avanzar más sin ser visto, así que no puedo escuchar la conversación. Mi única opción es guiarme por lo que no dicen. Ambos parecen estar pasando un buen rato. El frío invade poco a poco el parque. He aquí la oportunidad que Viktor estaba esperando. Talía se frota los brazos. Viktor le ofrece su chaqueta, oferta que ella rechaza por cortesía. Como un relámpago, Viktor cruza la mesa y la atrae hacia sí. Ella corresponde al abrazo apoyando la cabeza en su hombro. ¿Por qué? No lo comprendo. Talía ni siquiera se siente atraída por él, pero accede a refugiarse en sus brazos. Tampoco retrocede cuando Viktor agacha la cabeza para besarla, aunque su mandíbula se tensa. El beso es non grato. Cuando se separan, Viktor acaricia su mejilla con la mano izquierda. Los labios de Talía se curvan en una mueca que pretende ser alegre. Susurra algo. Él le muerde la ore-

ja, ella reprime un escalofrío desagradable y frunce el ceño, arrepentida de encontrarse allí. El juego se ha vuelto en su contra y la placentera sensación de peligro ahora le provoca un fuerte tembleque. Quiere marcharse, pero Viktor la retiene con la mano derecha y mueve los labios, a lo que Talía niega con la cabeza. Entiendo que está en un apuro. ¿Qué debo hacer? No, ¿qué debería hacer? Sé lo que ocurrirá si intervengo. Y aún existe un 1% de probabilidades de que me equivoque y tenga alguna absurda explicación humana. ¿Es eso posible? Sí. ¿Es eso probable? No. ¿Qué es lo correcto? Basándome en la cláusula de privacidad, huir es lo correcto; basándome en la ética y moral humana, arriesgar mi vida. Una provocará mi desactivación, la otra me mantendrá con vida. ¿Pero a cambio de qué? ¿De una muerte inocente? Ha oscurecido sin casi percatarme de ello. Viktor comienza a besarle en el cuello mientras sisea algo, y Talía gimotea de angustia. Cuando él comienza a desatar los botones de su blusa, las probabilidades desaparecen. Viktor va a violarla. VENICE resplandece de amarillo, el color de la energía. He tomado una decisión. Quizás no sea humano, pero me crearon a su imagen y semejanza. Y esto es lo que uno de ellos habría hecho. Echo a correr y embisto a Viktor, quien solo ha podido verme como un único fotograma. —¡Corre! —grito a Talía. No necesita escucharme dos veces. —¡No! —farfulla Viktor, mirándome como por primera vez. Es muy posible que acabe en la cárcel por mi culpa. O gracias a mí—. Sabes lo que te espera, ¿verdad? Provocará mi desactivación, sí. Pero alargaré el desenlace hasta que Talía esté a salvo. Si no, nada habrá valido la pena. Para cuando Viktor desenfunda su arma, un revólver de calibre 36, yo corro campo abajo en busca de Talía. Oigo un disparo, pero no hago sino correr más rápido. Soy un androide y puedo alcanzar los 60 kilómetros por hora,

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AVENIDA COURIER Nº7 algo que solo puede conseguir un galgo. Encuentro a Talía en el suelo. Se vuelve con aprensión hacia mí, pensando en su asesino, pero suspira al reconocerme. Se levanta a duras penas, congelada y llorando. Me quito la chaqueta y se la echo por encima con precisión. —Vamos. ¿Estás bien? Ella no contesta. Nos cogemos de la mano y echamos a correr con los disparos de fondo. Uno me alcanza la pierna y doy un traspié, soltando a Talía. —¿Estás bien? Asiento. No duele. —Estoy llamando a la policía —le informo, señalando la placa que llevo en el antebrazo. Es un pequeño ordenador de a bordo para llamadas de emergencia. Seguimos corriendo mientras explico nuestra situación a la policía. Reprimo las ganas de decirles que Viktor está a tan solo unos metros de nosotros, que deben darse prisa. Si lo hiciera, no sería prudente. Talía podría darse por vencida y no dejaré que eso pase. Salimos a la carretera principal, pero ningún coche nos asiste. Talía grita cada vez que gira la cabeza y ve a Viktor apuntándonos con la pistola. Una bala silba en mi oído. Ha estado demasiado cerca. La siguiente será certera. Me detengo de golpe, sintiendo el tirón de Talía y su mirada de súplica. Ella no entiende. Debo hacer tiempo hasta que llegue la policía. Extiendo los brazos para protegerla. A un metro escaso, Viktor sonríe. —Te has dado cuenta de que es imposible huir, ¿verdad? Vas a morir, androide. Y contigo hablaré después, preciosa —añade lascivamente. Talía estalla en lágrimas, aterrada. Cree que va a morir. —Estúpida chatarra. ¿Cómo te atreves? ¿Es que te crees humano? Deberías haberte limitado a hacer tu trabajo. ¡Mira lo que has conseguido! —exclama, con una nota dramática. El silencio enfurece a las personas, así que

debo contestar. —La violación es un acto sexual no consentido y está penado por la ley. No entiendo cómo un humano puede saltarse una ley dirigida expresamente hacia él. —Es lo mismo que estás haciendo tú, estúpido. Pero no importa: se acabó jugar al superhéroe. La paradoja me confunde, e intento encauzar mis pensamientos hacia otro sitio. —Baja el arma. —¿O si no qué? —Baja el arma. Con toda respuesta, Viktor apunta a mi otro pie y dispara. Caigo de rodillas. Talía chilla de terror, tapándose el rostro con las manos. —No duele, tranquila —susurro para que mantenga la calma. Viktor se aproxima y coloca la boca del cañón en la sien. —¿Tus últimas palabras? ¿Cuáles serían mis últimas palabras si fuera humano? ¿Tendría miedo de morir? ¿A quién echaría de menos? ¿Por qué ahora, al borde del final, empiezo a imaginar una vida? ¿Y está mi imaginación programada, y por tanto limitada? ¿Podría haber evitado esta situación? ¿Alguna vez fui libre? Una sirena rasga el silencio. —La policía ya está aquí. El rostro de Viktor se deforma en una mueca iracunda y aprieta el gatillo. Una corriente eléctrica atenaza mi cuerpo. Me deslizo hasta el suelo sin poder ver nada. —¡Alto, policía! ¡Baje el arma! ¡Queda usted arrestado! ¡Cualquier cosa que diga será utilizada en su contra…! Oigo ruidos, pero no soy capaz de descifrarlos. «Gracias», dice alguien cerca de mí. ¿Qué…? Es la voz de una joven. ¿Quién es? VENICE se apaga.

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J. R, PLANA

EL ÁTICO Nº8 Oct. - Nov. ‘12 por J. R. Plana

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l hombre terminó de empujar el sillón contra la puerta y se miró las manos; estaban llenas de sangre. La derecha estaba atravesada por un profundo corte en la palma, por el que se entreveían los tendones y el hueso, y sangraba profusamente. La izquierda tenía un mordisco. Y no era animal ni humano. Ahora que la entrada al ático estaba bloqueada con varios muebles, corrió al salón. Las luces no funcionaban, así que tuvo que ir con cuidado para no abrirse la cabeza contra alguna puerta. Allí, alumbrado por la luz de la luna, se arrancó un jirón de túnica para improvisar una venda mientras

por Nombre Apellido Apellido

sentía como el miedo atenazaba sus manos. ¿En qué habían fallado? ¿Dónde estaba el error? No alcanzaba a entenderlo. Supo que algo iba mal cuando el sótano se quedó a oscuras, iluminado únicamente por el resplandor púrpura de las líneas dibujadas en el suelo. Un agudo grito de terror rasgó el mutismo y el Maestro se retorció, arrastrado a las sombras de un tirón. Él no esperó a ver más, tiró el cuchillo ceremonial al suelo y salió corriendo, abandonando a su suerte a los otros cuatro iniciados que, apenas empezaron a chillar y suplicar por su vida, fueron silenciados con chasquidos y gorgoteos demenciales. Casi no llegó al ascensor, a medio camino unas mandíbulas se cerraron sobre su pulgar y tuvo que

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EL ÁTICO patear a esa cosa con fiereza para lograr que le soltara sin llevarse el dedo. Con la herida taponada, comenzó a pensar en una salida. Los nervios de la huida le habían traicionado, y había pulsado el botón que llevaba al ático en vez de salir en la primera planta y correr a la calle. Ahora estaba atrapado allí arriba, con la única entrada bloqueada y a treinta y dos plantas del suelo. Un ruidito amortiguado le llegó del otro lado de la puerta. Cliiiink. Mierda. Han encontrado el ascensor. No corrió, ni siquiera se movió del sitio. No podía. Sólo era capaz de mirar horrorizado la entrada, con los muebles apiñados y manchados de sangre. Sus músculos reaccionaron bruscamente cuando la puerta se convulsionó y agitó, como si la hubieran embestido, pero sin emitir ni un solo sonido. Permaneció un instante parado hasta que volvió a pasar, y entonces huyó hacia la terraza. Esos bastardos la tirarían abajo en completo silencio. Venían a por él. Corrió la puerta de cristal y se asomó al exterior. Los edificios estaban demasiado separados y no había ninguna cornisa por la que poder escapar. El viento soplaba a rachas violentas, con esa potencia que sólo se encuentra en las alturas. La luna llena y amarillenta parecía burlarse con muecas desde el cielo estrellado, disfrutando de su desliz e insignificancia. Agarrado a la barandilla, echó un vistazo por encima del hombro. La puerta seguía vibrando, cada vez más combada. Personalmente, prefería una muerte de treinta y dos plantas que una eternidad con ellos. Con lágrimas en los ojos y pulso tembloroso, tomó fuerzas y pasó las piernas de un salto al otro lado, soltando las manos en cuanto estuvo en el aire. El viento lo azotó, agitando su túnica, y sintió vacío el estómago cuando bajo su cuerpo solo tuvo aire. El suelo lo encontró rápido. Fue un golpe seco, crudo, de plano, como cuando te das un planchazo en la piscina, y sintió dolor en la cara, en las manos, en el torso y en las piernas. Y le dolió aún más cuando su corazón siguió latiendo y su cabeza funcionando. Abrió los ojos. Seguía vivo.

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J. R. PLANA No se había desmembrado ni sus intestinos estaban repartidos por la acera. Estaba… Estaba en la terraza del ático. Seguía en la condenada terraza, sólo que él había saltado hacia la calle y ahora estaba dentro, sobre el suelo de gres. ¿Cómo demonios…? Dirigió sus ojos hacia la puerta, justo a tiempo para verla saltar por los aires en completo silencio, destrozando los muebles apilados y desperdigándolos por la entrada. No se lo pensó dos veces, se puso en pie de un brinco y volvió a pasar por encima de la balaustrada, precipitándose de nuevo al vacío. Vio algunas personas que paseaban por la calle, pequeñas almas noctámbulas, diminutos puntos sobre el asfalto. Sin duda, lo que menos esperaban es que un hombre vestido con una túnica y las manos heridas se despedazara contra el suelo a altas horas de la madrugada. Y por segunda vez besó el gres, y esta vez le dolió el doble, no solo por el golpe, sino porque tomó conciencia al instante de dónde se encontraba. Sin levantarse, miró dentro del piso. Se veían al fondo las astillas de la puerta, que colgaban desmadejadas del marco de la entrada. Uno coro de sombras desiguales, grandes y pequeñas, se recortaban en el salón, observándolo, con maliciosos puntos rojos por ojos. Algunas sombras tenían más de dos. La sangre se le apelmazó en las venas y la saliva se convirtió en arena. Empezó a temblar frenéticamente, casi con convulsiones, y sintió el calor de la orina mojándole las piernas. Algo lo arrastró al interior, con una violencia que casi le arranca los brazos. Las sombras le rodearon y, sin emitir un solo ruido, se lanzaron sobre él, sumiéndole en un mundo de oscuridad y ojos rojos. Lo había intentado, pero nadie podía escapar de ellos.

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VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS

Victoria #2: Con un poco de ayuda por Cris Miguel de mis amigos Nº2 Marzo ‘12 Victoria y Manuel pertenecen a una organización que protege a los humanos, concretamente a los humanos de Madrid. Ambos lucharán contra las criaturas sobrenaturales que se encuentren en su camino y por lograr una credibilidad que aún no han podido demostrar.

L

leva otra cerveza al salón. Ha invitado a los tres, y se están tomando unas cañas en lo que terminan de hacerse las pizzas en el horno. —...porque no me cuadra. Ya te digo que es muy raro —está diciendo Manuel. —¿Cómo puedes ser tan pesado? ¡Todavía sigues con lo mismo! —le increpa Victoria, sentándose en el sillón junto a Gonzalo. —¿Qué pasa? —contesta poniéndose a la defensiva —.Tú también lo piensas. Su compañero, Manuel, llevaba semanas dando vueltas al mismo molino. Desde el incendio en el polígono no se habían producido ataques, y esa cuestión es la que le parecía extraña. “¿Por qué han cesado de repente?”, se preguntaba una y otra vez. Victoria estaba harta de divagar sobre el mismo tema, pero tenía que darle la razón, no había respuestas satisfactorias. —Cambiemos de tema —dice Gonzalo—. Pues… yo sigo igual con Eva, por si os interesa. —No te hace ni caso, ¿no?—bromea Nacho. —Pufff… —resopla Gonzalo—. Sí… no… Depende… —Eso se traduce en “sólo como amigos”, vamos —sentencia Victoria. Gonzalo y Nacho también trabajan para la Organización, pero no a pie de calle como Victoria y Manuel. Gonzalo se encarga de la informática, especializado en los gadgets y en demás artilugios de utilidad. Nacho, por su parte, trabaja en el departamento científico: analizando muesÁnima Barda - Pulp Magazine

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CRIS MIGUEL tras, buscando indicios, perdiendo el tiempo en el laboratorio… Por fin se sientan a la mesa y durante los quince minutos en “modo devorador” nadie dice nada. Nacho trae el postre que ha preparado él mismo: una tarta de queso. —Hmm… ¡Qué buena pinta! —comenta Manu. El dulce lo toman con calma. —¡Por cierto! Vosotros que estáis más con él, ¿cómo va Ernesto con el reclutamiento? — pregunta Manu. —Pues… —Gonzalo traga antes de contestar—, creo que bien. Ya sabéis que no es muy conversador, pero he oído que ya le ha echado el ojo a un posible candidato. —¡Ah! ¿Y en qué facultad está? —En teleco —contesta Nacho. En las pocas semanas que lleva en Madrid, Ernesto no ha parado ni un minuto. Está en un área distinta a la de Manu y Victoria, y además se está dedicando intensivamente a la labor corporativa y no tanto a la caza, como hacía antes. Por mucho que haga o que aparente, para Victoria y Manuel siempre va a ser un rival en todos los aspectos. —¿En teleco? ¿Nos faltan técnicos o ingenieros? —pregunta Victoria antes de meterse el último trozo de su porción en la boca. —Ni idea, pero allí está. La conversación decae a partir de ahí, y a las doce y media los tres se van a sus respectivas casa. Al fin y al cabo es martes, y mañana hay que madrugar. Manuel llega a su barrio con relativa rapidez. Gonzalo le ha dejado a unas manzanas para no tener que desviarse demasiado. De todas maneras, a Manuel le gusta pasear. Siente el frio en su cara y se sube el cuello del abrigo. La noche es fría y, al ser entre semana, no hay ni un alma por la calle. Cruza el paso de cebra y oye un pitido. El transmisor. Manuel se pone alerta. Lo saca del bolsillo de dentro del chaquetón. Pero el ruido no se repite, y la luz tampoco está encendida. Le da unos golpecitos. Nada. Sea lo que sea lo que provocado el ruido, ya está lejos. Continúa su

camino. En esa zona de Arturo Soria sólo hay casas y urbanizaciones de pisos, no se mueve nada en la calle. El parque de enfrente está oscuro, y el pequeño bulevar que lleva hacia él no es más que un pasillo de tierra coronado por árboles que siembran todo de sombras. Manuel sostiene el transmisor por si acaso. No le falta mucho para llegar. Cuando va a girar a la derecha para dejar atrás el parque, oye un ruido. Un ligero roce entre los matorrales. Se pone en tensión, intenta discernir algo, pero las farolas apenas desprenden un halo pequeño de luz solitaria. Cruza la calle y entra en el parque. El viento se levanta, y eso hace más difícil prestar atención a los ruidos. Mira el transmisor y éste no emite ni un destello. Si hay algo acechando, tiene que ser medio humano, sino el aparato estaría prácticamente echando humo. Muy despacio, con el brazo a media altura para percibir el posible parpadeo del led en caso de captar un rastro leve, inspecciona el parque atentamente, escrutando cada rincón. Se detiene en el centro. Silencio, sólo silencio. Pero Manuel sabe que no son imaginaciones suyas, ahí, en algún rincón, hay algo. Un pequeño destello le indica que el transmisor ha detectado algo. Manuel, alarmado, lo observa y sigue la dirección que le marca. A lo mejor no es tan humano… Sale del parque, acelerando el paso. El aparato comienza a emitir un pitido, que se hace cada vez más intenso. Sube una pequeña cuesta. El sonido se vuelve casi continuo. Llega a la rotonda y el transmisor se apaga de nuevo. Manuel no puede ocultar su tensión. “¿Qué está ocurriendo?”, piensa. El transmisor no puede fallar: o detecta a un demonio o no lo detecta, pero no puede quedarse a medias. Mira a su alrededor, sólo hay pisos y más pisos. En la esquina izquierda ve un edificio blanco, que identifica como la iglesia de la zona, una de esas de diseño modernista que se confunden con el paisaje urbano. Se dirige ahí, a paso ligero, en mayor estado de alarma ante el sinsentido de la situación. Rodea el edificio, y no encuentra nada. Durante un segundo le pa-

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VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS rece percibir un pequeño destello de luz en el transmisor, pero se extingue en cuanto dirige su mirada hacia él. Se aproxima a la puerta principal e intenta entrar. Cerrada. Por unos instantes, pierde la noción del tiempo. Mira a un lado y a otro, y después al transmisor, esperando ver algo. Nada. Está claro que ha perdido el rastro, un rastro extraño y errático. Permanece unos minutos aguardando, de pie en las escaleras de la iglesia, vigilando en una y otra dirección. Después decide emprender el camino de vuelta. El desacierto y el desánimo lo acompañan, junto con una peculiar sensación. Se siente observado, y por el camino se gira varias veces para comprobar su espalda y los alrededores. Por supuesto, en ninguna de ellas ve nada raro. Sin embargo, algo se oculta en las sombras, burlando de alguna manera el transmisor, escondido a la su vigilante mirada. Y Manuel lo sabe. No está solo. A la mañana siguiente se levanta pronto. Ha quedado en ir a recoger a Victoria. Así aprovecha el trayecto para hablar de lo ocurrido la noche anterior. Tras desayunar brevemente, se va. Le resulta imposible evitar el atasco de todas las mañanas, y tarda prácticamente media hora en llegar a casa de Victoria, muy próxima al centro. Ella le está esperando en la calle. Se sube, se quita el abrigo y lo deja en los asientos traseros. —Poco más y me congelo —se queja Victoria. —Ya sabes, el agradable tráfico matinal — responde sarcásticamente. —¿Qué pasa, de qué querías hablar? —pregunta Victoria frotándose las manos. —Alguien me siguió ayer al llegar a mi barrio. —¿Cómo que te siguió? —Sí, al principio creía que era algo sobrenatural, porque el transmisor pitó —se para en el semáforo y aprovecha para mirarla—. Pero luego el sonido cesó, aunque lo que fuera seguía ahí. Pude sentirlo.

—¿Cómo que lo que fuera? A ver… si el transmisor se apagó tenía que ser humano, ¿no? — Sí, eso pensé yo… —Se pone en marcha mientras sigue dudando—. Aunque si hubiera sido humano, lo hubiera visto, lo hubiese encontrado. Esta cosa se movía demasiado rápida para ser una persona. —¿Y si el transmisor no es tan infalible como pensamos? —No lo sé… Es más, ¿quién lo sabe? Si es que apenas hemos tenido ocasión de probarlo en condiciones —se lamenta Manuel. —Ya… pero supuestamente en EEUU sí que han tenido muchas ocasiones, y si fallara lo sabríamos. —Puede… —Se me está ocurriendo… ¿Y si estás sugestionado y te lo has inventado todo? —esboza una sonrisa pícara—. Puede que algo te sentara mal. ¿Te duele el estómago? ¿Has dormido bien? —Tranquila, mamá. Ya soy mayorcito, ¿no? —Manuel mira a Victoria alzando una ceja. Entonces se vuelve a poner serio—. Fue muy extraño, Vic, y sé que era sobrenatural. Resopla y pone el intermitente hacia la derecha en la rotonda. Ya casi han llegado. —Hablaremos con Gonzalo, que eche un vistazo a tu transmisor. Y si no ve nada, pues estaremos alerta —le intenta tranquilizar Victoria. —¡Qué remedio! —¡Oye, no te quejes! Ayer en la cena te lamentabas de que no había habido más ataques, ahí tienes tu señal conspiranoica —sigue tomándole el pelo. —Sí, pero me conformaba con un demonio tonto, o con algún indicio de la ContraOrganización. Pero persecuciones entre las sombras mientras estoy volviendo a casa… Qué mal gusto. —¡Anda! Si fuera una acosadora no te quejarías tanto... Pronto tendremos alguna explicación, ya verás. Pero hasta entonces, vale ya de lamentaciones. ¡Vamos! —le apremia mientras se bajan del coche y se dirigen al

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CRIS MIGUEL trabajo, al centro de la Organización. La Organización es la versión corta, su verdadera denominación es “Organización de Seguridad para el Combate de lo Antinatural”, aunque están en trámites de cambiarse el nombre porque más que antinatural era sobrenatural, y el nombre en sí es excesivamente largo. Por el momento, algún lumbrera ha propuesto ya usar el acrónimo OSCA, y, a falta de una idea mejor, la gente está empezando a cogerle el gusto. Entran en el edificio y cogen el ascensor para llegar a la tercera planta, la suya, donde se encargan de las posibles apariciones, los crímenes, la regulación de las criaturas… Obviamente, no todas eran una amenaza. Y aunque en España, y más concretamente en Madrid, la población de criaturas sobrenaturales no era muy grande, cada vez aumentaban más, desde la “revelación”, las criaturas que venían a España de vacaciones. Se puede decir que su planta era como un pequeño departamento de policía dentro de la Organización. Se dirigen al despacho. La estancia que comparten no es más que un habitáculo con dos escritorios, una gran ventana y una pecera encima de la estantería. Victoria odia ese recipiente con agua, pero a Manuel le encanta, porque le relaja contemplar cómo nadan los cuatro pececillos que tiene. Se sientan cada uno en sus respectivas mesas y encienden el ordenador. Dejan la puerta abierta, les gusta estar en contacto con el resto de compañeros, aunque a esas horas sólo han llegado dos chicas que se encargan básicamente de la investigación y obtención de datos, ya que todavía no han terminado la instrucción en la Academia. A mitad de la mañana suena el teléfono. Lo coge Manu. Cuando cuelga, Victoria le mira inquisitivamente. —Era la policía… Me han dicho que les ha llamado una mujer muy asustada porque cree que su hijo está poseído o en un raro trance —la informa Manu escépticamente. —¡Qué bien! ¿Ahora somos Constantine?

No sabía que también hiciéramos exorcismos —bromea Victoria. Manu se encoge de hombros. —La mañana está tranquila, no perdemos nada por acercarnos, ¿no? —Manda a otros —contesta Victoria, desentendiéndose. —No. ¡Venga! Sabes que no me gusta estar encerrado. —Bueno… Pero como lo único que le pase al hijo es que esté drogado me invitas a comer —le reta Victoria, cogiendo el abrigo. El edificio es uno más entre miles. En una zona ni buena ni mala, ni cara ni barata. Suben al piso de la mujer, que les está esperando impacientemente. Les invita al salón y los tres se acomodan en los sofás. La señora pasa los cincuenta años y parece que está buscando algo en la habitación o repasando el polvo de todos los rincones, porque su mirada oscila de un lado para otro. Sin embargo, su lengua no se mueve, y se sumergen en un silencio incómodo que Victoria decide romper. —La policía nos ha dicho que cree que su hijo está en trance o poseído, ¿qué le hace pensar eso? —Pues… Verá… Apenas sale de su habitación, ya casi no habla. Él… no es el mismo… —contesta nerviosa la mujer. —¿Y desde cuándo está así? —interviene Manuel. —Va a hacer prácticamente un mes. Yo pensaba que estaría disgustado por alguna muchacha, pero sigue igual y… —¿Sabe si toma algún tipo de drogas? —interrumpe Victoria. —¡¿Mi hijo?! Por supuesto que no —responde tajante—. Nunca lo ha hecho, ni se ha metido en líos. —¿Podemos verle? —pregunta con cautela Manuel. —Sí, vengan. Rápidamente, la mujer se levanta y encara el pasillo. Se vuelve a mirarles para asegurarse que la siguen. Se detiene en la segunda puerta. Llama. Victoria y Manuel se quedan unos segundos esperando, hasta que final-

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VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS mente la mujer se hace un lado y les permite entrar. Victoria pasa delante. El joven que se encuentra en la habitación tiene la mirada perdida. Está sentado en la cama contemplando la pared de enfrente; ni se inmuta con su presencia. —Hola soy Victoria y él es mi compañero Manuel, trabajamos para la Organización… ¿Me escuchas? —el chico no hace ningún signo de asentimiento. —Déjenos solos con él —le dice Manuel a la señora, que asiente y cierra la puerta tras de sí—. Muy bien chaval cuéntanos que te ocurre. Silencio. —Estamos aquí para ayudarte, pareces asustado. ¿Qué te da tanto miedo?—pregunta Victoria, acuclillándose delante de él. El chico fija su vista en ella. —¡Mira! Empieza a reaccionar —comenta Manuel. —Dinos qué te pasa —el joven la mira fijamente, pero vuelve a bajar la vista—. Está bien —dice Victoria levantándose—, no vamos a perder más tiempo. No sé qué coño te ocurre, pero no somos tus psicólogos. Supongo que sabes a qué nos dedicamos, sino míralo en Internet. Ten mi tarjeta —el chico alarga el brazo y se la coge—, si cambias de idea y quieres hablar con nosotros, estaremos encantados de volver a intentarlo. ¡Hasta luego! —con una zancada llega hasta la puerta, y sale de la habitación seguida de Manuel. Se van a comer cerca del trabajo. Aunque es más pronto de lo habitual, apenas dejan algo en sus platos. Comparten impresiones sobre el muchacho sin llegar a ninguna conclusión válida. Su comportamiento es extraño, pero no hay pruebas de que tenga nada que ver con la su especialidad. Manuel dice que igual hubiera sido buena idea pasar el detector, por si apreciaba algo fuera de lo normal. Victoria aprovecha entonces para retomar sus burlas sobre la manía persecutoria nocturna de Manuel. Así continúan hasta que acaban, y después vuelven a la oficina. Al llegar se encuentran su piso vacío. Ellos

se han adelantado a la hora, así que deducen que estarán todos en el comedor del edificio. Se sientan en sus escritorios y disfrutan del ambiente silencioso, que incluso los ordenadores respetan, haciendo el mínimo ruido. La tarde avanza despacio, pasando desapercibida. De repente, el teléfono rompe el silencio, hasta ahora gobernante absoluto de la habitación. —¿Sí? —contesta Victoria—. Ajá… ¿Dónde?... Está bien, dame la dirección —apunta los datos en un papel y cuelga –. Ha aparecido un hombre muerto, Ernesto va para allá. A nosotros nos toca su casa —informa a Manuel, al tiempo que se levanta para ponerse el abrigo. El sitio está cerca del Paseo de la Castellana. Tardan algo más de lo habitual en llegar, ya que son pasadas las seis y prácticamente todos los componentes del sistema laboral de la zona intentan volver a la comodidad de sus casas. Finalmente encuentran la calle en cuestión. Enseñan la placa para que el portero les abra y entran a toda prisa. Éste les facilita la llave de la casa y después suben por las escaleras, ya que son sólo tres pisos. En el tramo entre el segundo y el tercero, se cruzan a un hombre que baja los escalones de dos en dos. Pasa a su lado sin saludar ni mirarle mucho, concentrado en sus asuntos. Manuel y Victoria se miran. Entonces arrancan y suben corriendo el tramo que les queda. La puerta está abierta. Atraviesan el umbral y ven como el fuego está devorando gran parte de la estancia. —¡Corre! ¡Podremos alcanzarle! —grita Manuel saliendo velozmente, seguido de cerca por su compañera. Ambos se paran en la puerta del portal. Miran a un lado y a otro. Casi al llegar a la esquina una mujer se está quejando del empujón. Esa es su señal. Emprenden de nuevo la carrera tomando el camino de la derecha. El sospechoso les saca bastantes metros, pero aún pueden verle. El aire frío les empieza a pinchar en los pulmones. Siguen corriendo. Conforme se alejan de la Castellana, las ca-

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CRIS MIGUEL lles se hacen más estrechas y sinuosas. No ven lo que ocurre a su alrededor, están concentrados en esquivar a los transeúntes y no perderle. Siguen corriendo cuesta arriba. Parece que le están ganando terreno. Giran a la izquierda y llegan a un parquecito. El sospechoso no está. Dan unos pasos atrás. —¡Joder! ¿Pero qué coño…? —exclama Victoria poniéndose en guardia. El parque está desierto. Desierto de presencia humana. Pero sus transmisores no paran de pitar. Están frente a seis ghouls. Éstos les rodean poco a poco. Victoria, que ya tiene su pistola en la mano, dispara al más alejado, el que tiene a su derecha. Sabe que los ghouls pueden saltar desde muy lejos, y cuanto más lo estén, más fuerte es la embestida. Manuel la imita y dispara al de su izquierda. Aunque el disparo no es mortal, ha servido para tumbarle. Los cuatro que quedan ilesos se abalanzan sobre ellos. El reparto es equitativo, dos para cada uno. Sacan sus cuchillos, ya que, en distancias cortas, son más efectivos. Victoria recibe un mordisco en la pierna, pero es superficial; no le da tiempo al demonio a hincar más los dientes. Con el cuchillo de la mano izquierda se defiende, clavándolo en el cuello y saltando hacia atrás para zafarse. El otro aprovecha que se ha alejado unos metros para lanzarse encima de ella. Ruedan por el suelo, con Victoria esquivando una a una las dentelladas mientras acuchilla como puede. Manuel, está en una situación de mayor desventaja. Tiene a un ghoul enganchado del brazo izquierdo y el otro le mordisquea la pierna derecha. De un fuerte puñetazo libera su brazo izquierdo. Aprovecha los segundos de dispersión para cortarle la cabeza limpiamente al que le tenía agarrado por la pierna. Cojeando, intenta alejarse al mismo tiempo que saca su pistola. Lamentablemente el ghoul le golpea antes de poder disparar. Cae de espaldas sobre el frío suelo, y el arma cae lejos de su alcance. Nota calor en la cabeza, debe de estar sangrando. Forcejea con el demonio pero no consigue llegar hasta el cinturón, donde tiene los cuchillos. Se retuerce

e intenta pegar a la criatura con los puños, pero le tiene bien sujeto. Desde el suelo ve que el ghoul que había herido se acerca también a él. —Socorro —lo dice tan entrecortado que apenas se oye. Victoria sale a rastras de debajo del demonio. Le ha costado, pero ha podido asestar puñaladas en distintas partes del estrecho cuerpo hasta que, finalmente, ha muerto. Se levanta. Está magullada. Recorre con la vista el parque, y ve a Manuel tirado en el suelo, defendiéndose como puede del demonio que está encima intentando morderle. Victoria saca su arma y dispara. Éste se desploma sobre él, o eso supone ella, ya que algo la ataca por la espalda, impidiendo ver el resultado de su tiro. El demonio no estaba tan muerto como aparentaba, únicamente muy malherido. Esta vez consigue cortarle el cuello, al mismo tiempo que ve a Manuel chocar contra un banco. “Mierda”, piensa. Va a echar mano de la pistola cuando suena un disparo y el ghoul cae. En la esquina opuesta del parque hay un hombre con gabardina empuñando una pistola. Victoria se levanta y hace amago de ir hacia él. Éste le hace un gesto de asentimiento con la cabeza y se va con paso apresurado. Victoria deja para más tarde las persecuciones a misteriosos desconocidos, y corre hacia Manuel. Han dejado el parque lleno de charcos burbujeantes. Está inconsciente, pero, milagrosamente, no tiene ninguna herida abierta. Llama a emergencias y en cuestión de minutos están en la ambulancia camino del hospital. Manuel consigue irse por su propio pie. La única herida, la de la cabeza, la han curado poniéndole un par de grapas, al mismo tiempo que le recomendaban quedarse toda la noche en observación. Pero a la media hora está saliendo por la puerta acompañado de Victoria. Mientras se dirigen a la parada de taxis, suena el móvil de ella. —Es el chico de esta mañana —le dice a Manuel, cuando cuelga—. Quiere que me reúna con él en un bar. Pero tú vete a casa, ya

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VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS te llamo yo después. —De eso nada. Estoy perfectamente, voy contigo —la tozudez habla por Manuel. Victoria le echa una mirada con condescendencia, sabe que no le va a convencer de nada. En eso sí se parecen, son igual de cabezotas. El taxi les deja en la puerta del bar. Es un bar de barrio, sin pretensiones, con las mesas justas y una barra enorme. Victoria se sorprende porque para ser un miércoles hay mucha gente, la barra está prácticamente llena. Clientes habituales que se toman una cerveza, o quizá algo más, antes de subir a casa. En una de las mesas les espera el joven. —Ya estamos aquí —dice Victoria a modo de saludo—. Tú dirás. —¿Qué os ha pasado? —pregunta alarmado el chico. —¡Oh! ¿Esto? No es nada —dice Manu quitándole importancia—. Nos atacaron por sorpresa. —¡Joder! ¿Pasan esas cosas d verdad? —se sorprende—. Bueno… Vamos a ver… yo… — de repente se sumerge en el letargo en el que estaba por la mañana—. Me daba cosa hablar de esto en casa… Mi madre piensa que estoy loco… no sé. —No te preocupes, hemos tenido varias urgencias que no eran urgencias. Desde la “revelación” muchas madres de adolescentes creen que sus hijos están poseídos, en lugar de saber que tienen el pavo o van hasta arriba… Los tiempos cambian—comenta Manu, para dar confianza al chaval. —Sí, bueno… Mi madre es un poco así. No estoy poseído, pero… —se para y baja la mirada—. Me pasó algo raro… —Tranquilo, nosotros estamos curados de espanto. Lo que nos digas nos lo creeremos, y seguramente podremos ayudarte —le anima Manu. Victoria observa recostada en la silla. —Está bien. Un día conocí a una chica, era vecina mía, muy guapa. Empezamos a hablar, nos encontrábamos por casualidad en el portal… Al final subí a su casa, y bueno… ¡lo hicimos! Estuvimos como dos semanas liados, pero fui notando que cambiaba de humor

mucho, y uno de los días que subí a su casa, descubrí que no era que cambiara de humor, sino que eran ¡gemelas! —Manuel y Victoria escuchan pacientemente—. Las dos eran muy posesivas y no querían salir conmigo a ningún sitio, yo creía que era porque se avergonzaban de mí… Así que dejamos de vernos. Como una semana después, me aburría en casa y subí a verlas, pero… no me abrió nadie… no estaban —el chico se para, con la mirada fija en el vaso. —¿Qué tiene eso de fantástico? —pregunta Victoria. —Veréis, me extrañó que se fueran y estuve preguntando a todos los vecinos… Y resulta que allí no vivía nadie desde hacía cinco años —ahora sí consigue captar la atención de los dos. —¿Cómo que…? ¿Fantasmas? —pregunta Manuel. —¿Me creéis? —dice el chico inseguro. —Claro que sí. Mañana a… —el teléfono interrumpe a Victoria—. Perdonad —se levanta para cogerlo. —No te preocupes, mañana iremos a ver ese piso. Si hay alguna presencia, del tipo que sea, la captaremos. —¿Sí? ¿Cómo los cazafantasmas?—pregunta el muchacho visiblemente más animado. —No como ellos, pero disponemos de algunos métodos para limpiarlos —dice Manuel. —Joder, creía que me estaba volviendo loco, que me lo había imaginado… —el volumen de la televisión, que sube de repente, deja la frase inacabada. Victoria está en la barra, diciendo al camarero que ponga las noticias. La televisión es lo más nuevo de todo el mobiliario, y es que el fútbol es el fútbol. Pero ahora no emiten ningún deporte. Ahora es Ernesto quien sale por la tele, en una rueda de prensa. Se hace el silencio y todos escuchan atentamente. Es la primera vez, desde la “revelación”, que la Organización sale en los medios. La actividad sobrenatural en la ciudad no es muy alta, y nunca habían tenido antes un crimen. El discurso es directo y firme, transmite segu-

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CRIS MIGUEL ridad y diligencia. Si supieran que todas las pistas que podían encontrar habían ardido esa misma tarde… Ernesto termina con una frase tajante en la que asegura que cogerán al responsable. El camarero vuelve a bajar el volumen y Victoria se sienta de nuevo en la mesa. La gente de su alrededor comenta el discurso. En general no saben que pensar, les ha parecido creíble, pero por otro lado siguen sin fiarse de lo sobrenatural. Está claro que la imagen de la Organización… sigue aún por los suelos; aunque el tiempo ayudará a cimentar la credibilidad. —¿Ese era de los vuestros? —pregunta el chico. —Sí, y ahora nos tenemos que ir —dice Victoria—. Pero mañana por la mañana investigaremos lo que nos has contado, ¿de acuerdo? Cogen un taxi para recuperar su coche, que seguía aparcado donde lo habían dejado esa tarde. Manuel va a casa de Victoria. —Tengo tantas cosas en la cabeza que me va a explotar —se queja Manuel. —Eso es por el golpe que te ha dado el ghoul —bromea Victoria. —Por cierto, ¿cómo has acabado con ellos? —He tenido ayuda… Había un hombre que disparó al que estaba a punto de morderte — dice Victoria algo consternada. —¿Un hombre que disparó? ¿Y de dónde coño ha sacado el arma? —No lo sé, cuando me levanté estaba allí, y me iba a acercar pero se fue. Él sí que se creía Constantine, con la gabardina puesta y matando demonios… También llevaba sombrero. —¿Estás de coña? —Manuel no puede creerse lo que está oyendo—. ¿Y cómo supo…? —No lo sé —Victoria suspira y se acomoda más en el asiento del copiloto, mientras mira la las luces de la ciudad. Cada vez tienen más preguntas. (Doble espacio) Al día siguiente van a ver directamente a Nacho al laboratorio. Le cuentan lo ocurrido el día anterior. Éste no da crédito, y les explica qué ha descubierto él.

—Esto no lo sabe aún nadie de por aquí, así que no alcéis mucho la voz, por si las moscas –mira por encima del hombro hacia los otros compañeros que se hayan enfrente—. Este tipo es Alfredo Merchán. Es doctor en teología por la universidad del Vaticano y también licenciado en psicología, pero por lo que más se le conoce es por sus estudios y publicaciones sobre parapsicología y demonología. Nacho se calla un segundo, dando un toque de tensión a la situación. —El profesor Merchán ha investigado mucho sobre la esencia demoníaca y el mundo de lo paranormal. De hecho, estaba ya metido en el tema antes de que se hiciera pública la existencia de la Organización. Sus primeros trabajos no tienen nada novedoso, son sólo compendios y análisis de mitos, tradiciones y otros textos. Pero, en los últimos años, el profesor ha causado algo de conmoción en el mundo de lo esotérico. En su último libro hablaba sobre ciertos descubrimientos que había hecho en lo que se refiere a la invocación y dominación de un demonio. Según él, había encontrado una manera para realizar este proceso sin ningún peligro para el invocador, y de hecho citaba varias fuentes antiguas en las que algo se habla del tema. —¿Y qué decía en el libro? ¿Explicaba cómo hacer eso? —¡Qué va! El libro era una especie de anticipo, únicamente para tener a la gente en ascuas. No ha llegado a publicar el siguiente, al menos que yo sepa. Pero lo que sí está claro es que en el último libro del profesor hay indicios de que había encontrado algo, cosas que no podría saber si no fuera así. Nacho se calla otra vez, mientras rebusca en unos papeles. Victoria y Manuel le miran fijamente, esperando que continúe con la explicación. Al final, Victoria no puede más. —¿No nos vas a contar de qué indicios se trata? —No —Nacho se encoge de hombros. Del montón de hojas saca un folio lleno de gráficas—. Es demasiado engorroso y largo de explicar, además de que tampoco es especial-

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VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS mente importante —agita el papel que tiene en la mano—. Pero esto sí que es interesante… Oh, sí… —¡Al grano, Nacho! —Victoria sube levemente su puño en señal de amenaza. —Voy, voy… Ya sabéis que cuando se encuentra un cuerpo que puede tener relación con demonios le sometemos a varias pruebas y mediciones, entre otras cosas para descubrir posibles interacciones con seres que no son de aquí —Nacho coge aire profundamente y extiende el documento frente a ellos—. Pues bien, nuestro profesor se ha salido de las tablas en éste análisis —y señala con el dedo uno que tiene muchos colores. —¿Ese para qué es? —inquiere Manuel. —No me has dado tiempo a seguir, déjame explicarte. Este lo usamos para rastrear un tipo de energía muy rara y poco habitual: es la marca demoníaca pura y por excelencia, unos átomos tan malignos que sólo pueden venir desde el infierno más profundo —lo dice con una sonrisa exagerada, dando demasiado dramatismo a la escena. —¿Puede un átomo ser maligno? —pregunta Manuel al aire. Nacho le ignora y continúa con su exposición. —Un ser que deja este rastro debe ser terriblemente peligroso y anormal, y desde luego no puede traer buenas intenciones. No hace mucho que realizamos este análisis, lo impusieron como norma hace poco, por lo que en contadas ocasiones hemos tenido una levísima señal. Pero este cadáver, amigos, venía hasta las cejas —y para remarcar ese hecho, abre mucho los ojos. —Vale, vale, está bien Nacho —le corta Victoria antes de que siga enrollándose, como suele ser habitual—. Lo cogemos. Se resume a un bicho muy malo y raro que llena todo de polvo infernal y que ha tenido relación con un cadáver reciente. ¿Crees posible que sea fruto de las investigaciones sobre invocación del profesor? —No lo descartes, Victoria, es probable que, si no es por eso, al menos vayan por ahí los tiros —Nacho comienza a guardar todos

los papeles. —Bueno, gracias Nacho. Veremos a ver qué averiguamos por ahí. Si encuentras algo más dínoslo de inmediato. Se encaminan a la casa del chico. En la oficina no les queda nada por hacer, si permanecieran allí encerrados se subirían por las paredes. —¿Qué piensas del fallecido? —pregunta Manuel para romper el silencio. —La verdad es que no lo sé. A ver, está claro que estaba metido hasta el fondo, quizás enfadó a quien no debía. —¿Hablas de la ContraOrganización? —¿Quién si no? —A lo mejor el hombre de la gabardina… No sabemos nada de él. —Entonces, ¿por qué nos ayudó? No tendría sentido… —Ese tipo va por libre, mejor no descartar nada. Aparcan en un hueco libre y entran en el portal del día anterior. Suben las escaleras, ya que el chico les dijo que era el último piso. Sólo había dos puertas por cada planta, la suya era la de la izquierda, la B. Llaman. Es mero formalismo. Como se esperan, no contesta nadie. Manuel consigue abrir sin forzarla, gracias a la ganzúa que lleva siempre encima. Entran. El piso muestra signos de no haber sido utilizado desde hace tiempo. Victoria saca el transmisor, éste emite una señal muy débil. —Está claro que ha habido algo aquí, pero se ha ido —se queja Victoria. Aún así inspeccionan toda la casa. En la habitación grande, que correspondería al dormitorio principal encuentran a un hombre muerto. —¿Qué cojones…? —Manuel se dirige a él. Victoria está llamando ya a la Organización. En menos de media hora, se llevan el cadáver que no superaba los 25 años. El equipo forense fotografía todo, pero no hayan nada que les vaya a servir. El chico no ha muerto por causas naturales. Victoria y Manuel ya

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CRIS MIGUEL no hacen nada de provecho en la casa y se disponen a irse. En el descansillo está el típico vecino curioso que les corta el paso antes de que puedan empezar a bajar las escaleras. —¿Qué ha ocurrido, señores? —les pregunta cortésmente. —Hemos encontrado un cadáver en la casa —contesta Manuel, saltándose un poco el protocolo—. ¿Ha visto u oído algo? —Se lo advertí a ese muchacho, le dije que se alejara de ellas… Pero no me hizo caso — se lamenta negando con la cabeza—. Ustedes entienden de demonios, ¿no? Entonces sabrán lo que es un súcubo. Eso es lo que había ahí dentro. —¿Súcubos ha dicho? —se gana toda la atención de Victoria—. ¿Cómo está tan seguro de que lo eran? —Los chicos hablaban solos, estaban en su sueño feliz, les conquistaban… —mira al techo para recordar mejor—. Básicamente, lo sé porque a mí también me pasó. Fui su primer trofeo. —¿Y siguen aquí? —pregunta Victoria con cautela. —No, señorita. Se fueron hace un mes aproximadamente. —¿Sabía quiénes eran? —pregunta Manuel. —Sí. Eran dos ancianas que murieron hará unos cinco años, gemelas. No estaban muy dispuestas a dejar los placeres de este mundo… Victoria apunta sus nombres para investigarlas. Dos muertos en dos días por causas totalmente distintas. A los jefes no les va a gustar nada. Parece más sencillo hallar a los súcubos. Empezarán buscando el rastro en antiguas propiedades, en algún sitio tienen que estar. De vuelta a la oficina, Victoria escribe un email al muchacho contándole lo que han descubierto, ya que por la mañana no estaba en casa. Seguro que le tranquilizaría saber que no estaba loco, y que tenía una explicación, aunque para él pueda ser un poco surrealista. La tarde la pasan prácticamente sumer-

gidos cada uno en sus meditaciones, nunca se habían sentido con tan poco control como ahora. La situación se les está yendo de las manos. Tienen dos cadáveres de distinta procedencia, cuyo origen era igual de difícil. Por un lado estaban los súcubos, que, aunque sabían a lo que se enfrentaban, tenían que hallar una forma de atraparlos, nunca se habían enfrentado a seres incorpóreos. Por el otro lado estaba la ContraOrganización, siempre presente, y ellos iban un paso por detrás. Victoria y Manuel se disponen a irse ya a sus casas. Manuel lleva el coche, esta semana le toca a él. Se ofrece a pasar la noche con Victoria, pero ésta deniega la invitación. —Prefiero organizar mis ideas, hay tantos cabos sueltos que no sé por dónde empezar a atarlos. —Podemos hacerlo juntos —insiste. —Otro día —firme pero cordial—. Quizás tenga razón la gente y seamos unos farsantes… No somos capaces de protegerlos. —¡Oh no! No te tortures —Manuel toma la rotonda que lleva a la calle de Victoria—. Era imposible anticiparse, pero ya sabemos lo que buscamos, las atraparemos. —¿Y la ContraOrganización? —las dudas siembran su rostro—. Cada vez nos demuestran que tienen más poder, se ríen en nuestra cara… —Todos cometemos errores. Cuando ellos los cometan, estaremos preparados —Victoria asiente, meditabunda. —¡Hasta mañana! —y sale del coche. Victoria piensa en lo que va a poner en la televisión para desconectar. Necesita tener la cabeza despejada, está en un bucle y ella no es así. Es práctica y consecuente. “¿Pero qué te pasa?”, piensa. Está actuando como en sus mayores temores, negativa y escépticamente. “Claro que las vamos a atrapar”. Sólo tiene que hacer algunas llamadas, para que les suministren el material que necesitan. Victoria entra en casa. Deja el bolso, va a su habitación, se quita los zapatos y, acto seguido, se lava las manos en el baño. Coge un vaso y

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VICTORIA #2: CON UN POCO DE AYUDA DE MIS AMIGOS una Coca-Cola de la nevera y se va al salón con ella. Por poco se le cae el vaso. Sentado en el sillón está el hombre misterioso que le ayudó la pasada noche. —¿Cómo coño has entrado? —Victoria intenta recordar dónde está su arma más cercana. —Tranquila, he venido a charla contigo —Victoria ve que se ha puesto cómodo, porque ha dejado la gabardina y el sombrero en la silla del comedor. “Si quisiera hacerme daño, ya lo habría hecho”, reflexiona. —Tú dirás —contesta reticente. —Os he estado observando y no lo estáis manejando nada bien —enciende un cigarro y expulsa el humo—. Son más poderosos de lo que pensáis. Necesitáis mi ayuda.

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CARLOS J. EGUREN

UN DETECTIVE EN NAVIDAD Nº9 Marzo ‘12

por Carlos J. Eguren

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a ciudad bulle en un hormigueo sin límites, huele a llanto y turrón, hace frío y hay muchedumbre. La ciudad apesta a Navidad. Soy detective. Un buen detective. Resuelvo casos, me traiciona la femme fatale de turno, me dan una paliza, hago chistes irónicos, apesto a alcohol y cigarrillos, tengo voz grave y lo más importante: llevo gabardina y sombrero. Algunos dijeron que soy un cliché con patas; “dijeron”, no creo que su tumba submarina les permita decir algo en presente. Ja. Hoy en mi despacho, “la Ratonera”, está un viejo gordo, vestido con camiseta hawaiana. Su piel blanca está quemada al sol, a la parrilla, y lleva la barba tan limpia como un estercolero. Bebe de una petaca sin parar, mientras amenaza con hacer trizas la silla de madera donde se había sentado. Me pagará un suplemento para una silla nueva sobre mi tarifa habitual. El tipo lloriquea, sumergido en un mar de pañuelos mugrientos y balbuceando. Como hombre comprensivo que soy, le doy tres cachetadas, le escupo, le lanzo un montón de humo a la cara y le digo: — ¡Abuelo, vocaliza! Tras unos segundos de llanto dubitativo, el cliente consigue hacerse entender. Más o menos.

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UN DETECTIVE EN NAVIDAD Tampoco aplaudamos. —Antes vivía en el Polo Norte… Tenía una gran guarida de hielo con bastoncitos de caramelo gigantes. Los villancicos y las luces de Navidad plagaban todo a mi alrededor. Los osos polares me ayudaban. Los elfos eran mis sirvientes. Todos colaborábamos para que mis renos voladores me llevasen en trineo cada año a llevar regalos a cada niño que se había portado bien. Mamá Noel me preparaba una taza de chocolate caliente con nubecitas y un par de galletas crujientes. ¡Galletas crujientes! ¿Entiende lo valioso que es eso? —Bien. ¿Y? —Soy Papá Noel. ¿No le sorprende? —Una vez hablé con un hombre inteligente, ya nada me sorprende, abuelo. ¿Por qué ha venido aquí? ¿Los renos han intentado matarle? —Oh, ¡es algo peor! ¡Vinieron especuladores a comprarme la guarida! ¡No quise vender y me quemaron la casa! —La derritieron querrá decir, ¿no? —Sí, claro. Pero eso no fue lo único… Luego, Mamá Noel quiso envenenarme el chocolate e irse con uno de los capataces duende. ¡Me querían matar para llevarse la pasta del testamento! ¡A mí! ¡Luego, el resto de los duendes me denunció y tuve que pagarlo dejándoles los regalos como aval! Después, la peligrosa unión de dentistas me quitaron los bastoncitos y las M/P.A.T.R.A.C.A. (Madres/ Padres Anónimos Tirantes y Retorcidos Asociados Contra Algo) me denunciaron por ser gordo, un mal ejemplo para críos, entrar por chimeneas y dar regalos a sus niños. ¡Me han hundido! ¡Quiero morir! Escupí a mi viejo tazón, porque creí que quedaría muy bien, y le dije: —Todos tenemos un mal día, viejo. ¿Por qué has venido aquí? ¿Qué tengo que resolver? —Cientos y cientos de años he cumplido mi función –dice el tipo que se creía Papá Noel–. Nunca he faltado y ahora me encuentro con esta crisis, con este problema, con este agravio… Alguien ha querido hundirme y quiero

saber por qué. —Bien, no es lo más raro con lo que me he encontrado –juzgué–. ¿Con qué me va a pagar? —Con la bicicleta roja que me pediste cuando tenías once años y nunca te traje porque tu madre temía que te partieses la cabeza intentando imitar a aquel chaval que volaba con ella en esa película del alienígena. ¿Trato hecho? —No habrás esnifado nieve, ¿no? —No… ya no. —Me lo pensaré. Puede irse. Sé cómo encontrarle. —¡Acéptelo, no se lamentará! — ¿Qué sabrá usted? Siempre he sido un hombre muy sensible. Ayudo a salir al anciano. Los niños pobres del barrio lo ven. Iban a pedirle un par de regalos o, lo que era más simple, le iban a robar todas las cosas. El gordo loco sale caminando, pero recibe un pelotazo de nieve inesperado. Le da en la cabeza. El borracho se tambalea, resbala hacia la carretera. Un camión de un dibujo animado (con forma de esponja para pies que se dirige a un desfile) lo arrolla y se pinta del rojo de la sangre y los sesos. Papá Noel nieva sus tripas. Me aparté y cerré la puerta con tranquilidad. Encendí un cigarrillo y llamé al ayuntamiento para que enviase alguien a limpiar por fuera de mi negocio (no quiero darle mala fama y el alcalde me debe un favor). Es un día más, un día normal, pero soy feliz, porque cuando tuve doce años dejé de escribir a Papá Noel, escribí a otros que me concedieron dos deseos: ser un detective como el de las viejas revistas pulp de mi padre y matar al cabrón de los renos que no me trajo mi bicicleta roja. Ahora, me había vengado. Y además tres reyes y además magos pagan mejor que uno solo. Al fin y al cabo, este año me he portado muy bien y merecía ya que fuera teniendo buenos regalos.

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J. R. PLANA

HISTRIÓN Nº6 Verano ‘12

por J. R. Plana

Son tiempos tenebrosos y crueles, donde los que juraron proteger y defender a los demás a costa de sus vidas han olvidado sus promesas. Con la maldad campando a sus anchas por el mundo, la necesidad de un paladín que se alce por la humanidad es casi imperiosa. ¿Quién nos asistirá en tal momento de desesperación? Prólogo sta historia tuvo lugar en un mundo imposible durante una época que jamás existió. Eran tiempos oscuros, tiempos de sufrimiento, maldad y perversión. El mundo ha sido abandonado a su suerte y se halla sumido en el caos y la locura. No fue la guerra la que trajo los males. No hubo batallas, ni guerreros, ni espadas. Fue algo más terrible y más sutil, contra lo que no puedes luchar tan fácilmente.

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HISTRIÓN Séptico, profundo conocedor de todas las debilidades del alma humana, no llegó a Seisnaciones a lomos de caballos ni al mando de un poderoso ejército, no asedió fortalezas ni ensartó cabezas en picas. Séptico fue sutil y diestro, dio un golpe de poder tan sigiloso que la población nunca se percató de lo que ocurría y siempre fue demasiado tarde para hacer algo. La bilis de Séptico resbaló impregnando el orden de las cosas, las formas de vida, el funcionamiento del mundo. Los líderes de Seisnaciones, tres hombres y tres mujeres conocidos como los Custodios, fueron los primeros en caer. Siempre se creyeron a salvo en el interior del Octanón, la fortaleza piramidal que flota sobre las aguas del Mar Soberano y desde la que dirigen Seisnaciones. Qué equivocados estaban. Séptico susurró a sus ancianos oídos, deleitándoles con promesas de grandes poderes ignotos, y ellos se doblegaron ante las sublimes tentaciones. Llegó sin que nadie se diera cuenta y los hizo arrodillarse sin que fueran conscientes. Se convirtieron en marionetas, juguetes en sus manos, y él manejaba en silencio y entre sombras el destino de Seisnaciones ante la indolencia de su población. Es entonces cuando cobraron especial sentido las palabras del sabio poeta del Imperio Remulano: “Quis custodiet ipsos custodes?”. Con los Custodios dominados, la podredumbre de Séptico se extendió por doquier. Antiguos y olvidados dioses prohibidos se alzaron de nuevo, dispuestos a recuperar lo que siempre les había pertenecido, deseosos de subyugar y esclavizar. Séptico los invocó y ellos acudieron, impacientes por pactar con él. Así volvieron al mundo los Mil Demonios de la Sierra de Nácar o los íncubos de Al´Kahab; llegaron reptando al amparo de la noche, con el mundo dormido, y se introdujeron en cada rincón, cada casa, cada palacio, cada mente, viciando y alterando la realidad a su antojo. Y, en medio de esta edad sombría, Histrión apareció. No hablaremos ahora de lo poco que se sabe de él ni de lo mucho que se rumorea, no adelantaremos acontecimientos ni descri-

biremos las consecuencias de sus actos; dejaremos, simplemente, que la historia transcurra y nos desvele los misterios de este extraño héroe, si es que se puede conocer alguno. I Al final del Laberinto de los Infinitos Caminos, esos que recorren las llanuras de arena, y junto al comienzo del Desierto Eterno, que es donde acaba el mundo, está Gul´sige. Erigida entre cambiantes dunas y los deslucidos huesos rotos de gigantescos cadáveres, Gul´sige, la ciudad mercado gobernada por Moordenaar el ogro, lanza la oscura luz de su faro negro sobre la sofocante arena. Aquí empieza nuestra historia. Una caravana formada por tres carretas y una veintena de personas avanza penosamente por un camino empedrado del Laberinto. Al fondo, recortándose contra el horizonte, se vislumbra Gul´sige, de murallas gruesas y planas y un altísimo torreón. Y sobre ella, nubes púrpuras se arremolinan en el cielo, rugiendo y lanzándose rayos las unas a las otras. Los viajeros caminan despacio, arrastrando los pies, como cuerpos sin vida animados por magia. Solo uno de entre ellos, una joven chica llamada Nashama, parece albergar algo de vida en sus ojos. Contempla la ciudad fijamente y el miedo tiene paralizado su rostro en una expresión de horror. Sus dedos agarran con fuerza la brida de su camello y sus pies apenas avanzan. Nadie parece darse cuenta cuando se para en seco, incapaz de dar un paso más. Es una voz a su espalda la que la saca de la parálisis. —¿Tienes miedo? Nashama se gira bruscamente, sobresaltada por la cercanía de la persona que habla. Resulta ser una mujer de rostro cuadrado, aunque bello y proporcionado, de ojos grises y mirada intensa. Nashama asiente en silencio, impresionada por los raros ropajes de la desconocida. Ésta protege su cabeza con un pañuelo de tal manera que sólo deja visible su rostro, y esto es lo único que oculta por

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J. R. PLANA completo. Tanto el vientre como las piernas y brazos los lleva destapados. En el pecho lleva una tela enrollada y en las caderas un enorme cinturón, muy parecido al de las bailarinas del viento, del que cuelgan tres tiras de seda teñida, dos hacia los lados y una por delante, que le llegan por las rodillas. Calza unas sandalias de tiras de cuero, y todo está teñido en el tono de la arena. Es raro ver a alguien tan ligero de ropa en el desierto. —¿Qué es lo que te asusta? —pregunta la mujer. Su voz es suave, casi un susurro, pero Nashama la oye perfectamente, como si estuviera en su cabeza. —Los ogros —responde la chica. La mujer asiente y hace un gesto con la mano, para que camine con ella. Nashama comienza a andar casi sin querer, arrastrando a su camello con ella. Se fija entonces en que la extraña lleva brazaletes de cuero con extrañas inscripciones en las muñecas, y que se apoya en una especie de vara de madera casi tan alta como su portadora. —Cuéntame, ¿por qué les temes? ¿Qué sabes de ellos? —He oído algunas historias —responde Nashama, dedicando unos segundos a rebuscar en su cabeza—. Dicen que son voraces, violentos, mucho más fuertes que los uglos que tiran de estos carros, y que capturan gigantes. Les gusta mucho el oro y están siempre de mal humor. Tienen a su servicio a montones de cin de arena, esos asquerosos y chillones trasgos enanos. —Levanta la vista para mirar a la mujer a los ojos—. Les temo porque esclavizan a la gente, los obligan a trabajar para ellos en sus horribles ciudades y jamás les dejan salir. A veces se los comen porque sí. Esto último lo dice Nashama muy por lo bajo, como si temiera que solo por mencionarlo le fuera a ocurrir a ella. La mujer no aparta la mirada de ella. —Si tan peligrosos son, ¿por qué viajas entonces a Gul´sige? —No lo sé —contesta Nashama visiblemente molesta. Señala con la cabeza a la carreta

que va por delante—. Es cosa de mis padres. Hace tres noches decidieron que no podíamos seguir comerciando en el Laberinto y que lo único que podíamos hacer era ir a una ciudad de ogros. He intentado convencerles de que no es buena idea, pero no me escuchan. Ellos —añade haciendo un ademán a toda la caravana—conocen igual que yo las historias sobre ogros, pero parece que les da igual. No sé porque no lo ven. Las dos alzan la vista de nuevo hacia Gul´sige. Cada vez están más cerca y la ciudad resulta más y más imponente. —¿Y tú sí lo ves? —pregunta la mujer. —Claro. —¿Y por qué crees que es? Nashama se encoge de hombros. La mujer sonríe y su dentadura blanca contrasta con las caras tristes y resignadas del resto de la caravana. Entonces vuelve a hablar. —Los ogros son ciertamente todo eso que dices. Pero tienen sus puntos débiles. Son vagos, su número es escaso y su inteligencia es aún menor. —Le guiña un ojo a Nashama—. Yo te cuidaré ahí dentro, no tienes nada que temer. La joven, aunque frunce el ceño con preocupación, se siente más relajada. No se para a pensar de qué la protegerá ni por qué lo hace, ni siquiera pregunta su nombre, simplemente disfruta de la temporal sensación de seguridad que sus padres son incapaces de proporcionar. Vuelve a dirigir su mirada hacia Gul´sige, en concreto hacia el faro de luz negra. El aire parece crepitar a su alrededor y una oleada de náuseas invade a Nashama. No le gusta el faro de Gul´sige, no presagia nada bueno, y parece que las nubes forman un torbellino a su alrededor. Aparta los ojos de la ciudad con desagrado y mira entonces al Desierto Eterno. Duna tras duna, el Desierto se extiende hacia el horizonte, un mar de arena interminable. Aquí y allá se ven manchas blanquecinas, probablemente los huesos deslucidos de alguna criatura milenaria. A quién o qué pertenecen

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HISTRIÓN los esqueletos que salpican el paisaje es un misterio. Nadie se interna en el Desierto porque nadie vuelve para contarlo. Ni siquiera lo hacen las aves. —Dicen que aquí acaba el mundo —comenta Nashama con la vista perdida en los ondulantes vapores de la arena—. Dicen que si llegas al otro lado, si sobrevives al calor, a los gusanos tragahombres y a los titanes escorpiones, te encuentras un gran cortado donde la arena se precipita al vacío. El cielo se vuelve negro como la noche, pero sin estrellas ni lunas, y un viento de mil colores te empuja a la oscuridad. —Nashama gira la cabeza para mirar a su compañera—. O al menos eso me… A su lado no hay nadie más que su camello, que la observa indiferente mientras mueve la boca rítmicamente. Se detiene y mira alrededor, alarmada, buscando entre los viajeros a su nueva amiga, pero no la encuentra. Sólo ve a hombres y mujeres vestidos como ella misma, arrastrando a sus camellos o dirigiendo a los pellejudos y pesados uglos que tiran de los carromatos. La llamaría a voces, pero se da cuenta de que no sabe su nombre. II Las altas murallas de Gul´sige se alzaban frente a la caravana. Sólo hay una forma de pasar al interior, y es a través de las Fauces, una enorme puerta de doble hoja con cientos de remaches de acero en punta. A los lados, rodeando la madera como se rodea a una hoguera con piedras, hay incrustados colmillos y cuernos afilados tan grandes como el brazo de un hombre y que dan a la entrada tan merecido sobrenombre. Custodiándola están dos terribles ogros. Es la primera vez que Nashama ve ogros, así que se acerca instintivamente a los carromatos. Los ogros tienen forma humanoide, aunque son el doble de altos, el triple de anchos y con la piel un grisácea. Salvo unas piezas de metal unidas por cadenas sobre la enorme panza, unos pantalones sucios y unas botas con puntera de hierro, los ogros

van completamente desnudos. Aunque parecen estar gordos y llenos de grasa se adivinan grandes masas de músculos fuertes. La cabeza, unida al tronco casi sin cuello, es lo más grotesco, pues sus facciones son anchas y bastas, más parecidas a las de los trolls que a las de los hombres. Blanden enormes clavas con pinchos, que alzan con soltura para detener a la caravana. —¡Alto! —dice uno de ellos. Su voz es grave y profunda, y se oye a lo largo de toda la columna—. Quiénes sois y qué queréis. Un hombre, que va a la cabeza del convoy, se adelanta y habla con él. Nashama, que está detrás de la carreta, no consigue oírlo bien, pero al poco tiempo las Fauces comienzan a abrirse con un crujido y los centinelas se apartan para dejarles entrar. Al pasar junto a ellos, Nashama ve pintada en sus rostros una sonrisa que la hace estremecerse. Si el exterior de Gul´sige resulta amenazador, el interior es aún más aterrador. Las calles son oscuras, en pendiente y desiguales, estrechas a veces y anchas otras, y las casas, de colores grises y marrones, se apiñan llenas de suciedad y escombros. La ciudad entera huele a rancio y en el aire flota un polvillo parecido a la ceniza. En todo momento, por encima y recortándose contra el cielo, se ve el faro de Gul´sige rodeado de su luz negra, y sobre él las nubes ocultan el sol y el cielo, haciendo que la urbe resulte aún más claustrofóbica. La ciudad es un caos, por todas partes pululan los pequeños cin de arena, de piel aún más gris que los ogros y las casas. Corretean a toda prisa lanzando grititos y exclamaciones, cargando trastos y cosas de un lado para otro, peleándose cuando se chocan y chillando y señalando a los viajeros de la caravana cuando pasan junto a ellos. De vez en cuando se ve algún humano, normalmente mujeres ancianas que se asoman brevemente para observar a los recién llegados. Todas tienen un aspecto aún más cansado y macilento que ellos. ¿Quién querría comerciar allí? Al doblar en una esquina, la caravana en-

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J. R. PLANA tra en una calle más ancha y la pregunta obtiene su respuesta. Aquí no hay cin de arena ni tampoco personas, son los yehksan los que habitan en esta parte. Son los vendedores más evitados y poseen las mercancías más deseadas. Unos caminan y otros los contemplan sentados en el suelo o a la sombra de sus tenderetes. Al principio Nashama los confunde con montones de ropa tirados en el suelo, hasta que uno se mueve y ella da un bote, sobresaltada, reconociendo al instante de qué se tratan. Los yehksan, los más extraños de todos los habitantes del Laberinto, son criaturas de forma humana que cubren su cuerpo con túnicas y trapos ocultando cualquier resquicio salvo una rendija para sus ojos, que brillan amarillentos. Nadie sabe que hay detrás de la tela, pues cuando matas a un yehksan su cuerpo desaparece. A su alrededor el aire parece ondular. Los viajeros caminan en silencio, atemorizados por la presencia de estos seres, que los observan sin emitir un solo sonido. Nashama respira hondo y aliviada cuando por fin dejan atrás la calle. Al instante le dan arcadas y tos a causa del polvo en suspensión del ambiente Tras dar un par de vueltas más, llegan a una zona donde las calles son más amplias. Allí empiezan a ver ogros de nuevo. Tal y como dijo la extraña mujer, son pocos y no tienen aspecto de ser muy listos. Un guardia armado con un hacha enorme les detiene y el hombre de la puerta vuelve a hablar en nombre de todos. El ogro hace un gesto y les precede en dirección al centro de la ciudad. Nashama comprueba con horror que cada vez están más cerca del horrible faro. Un rugido ensordecedor se oye por toda Gul´sige. Toda la caravana mira alrededor y hacia el cielo, temblando de miedo y buscando el origen del estruendo. Pronto lo descubren, tras seguir al guardia hasta una amplia plaza. Allí, encadenado a un titánico monolito negro, hay un gigante del desierto vestido únicamente con un taparrabos. Es dos veces el ogro más alto, de brazos y piernas largos y desproporcionados, y de él emana un hedor

casi insoportable. Le tienen rodeado por una recia cadena de eslabones grandes como sus puños, con espinas de acero que se clavan en su piel, hiriéndole en cien sitios a la vez. El gigante balancea la cabeza agonizante, rugiendo con fuerza cada vez que un ogro le aguijonea con una lanza en las piernas. Varios ogros contemplan el espectáculo y alzan sus puños entre voces cada vez que el de la pica ataca al gigante. Los viajeros de la caravana pasan despacio, contemplando con asombro al gigante. Es raro ver uno, y aún más raro verlo en cautividad. Nashama se pregunta cómo lo habrán hecho, cuán terribles serán los ogros capaces de doblegar a un gigante. Pronto deja de pensar en ello, pues entran en una pequeña plaza con columnas donde les espera, para su sorpresa, una mujer. Va vestida con una túnica blanca que le cae desde un hombro, dejando el otro al descubierto. Es una mujer joven y bella, con el pelo oscuro y largo, y de curvas marcadas y sensuales. —Bienvenidos a Gul´sige —dice, haciéndose oír por encima del murmullo de la caravana—. Mi nombre es Cornelia y mi función es supervisar la llegada a la ciudad en nombre de Moordenaar, que os recibirá más adelante. —Se toma un instante para observarnos a todos y sigue hablando—. Por cortesía del señor de Gul´sige, se os proporcionará comida y cobijo hasta que ya no sea necesario. A cambio se os pide que colaboréis con vuestro trabajo al mantenimiento y crecimiento de la ciudad. Ahora os distribuiremos las tareas según vuestras capacidades. —Levanta el brazo derecho y cuatro ogros salen de entre las columnas—. Que me acompañen primero las mujeres. Y diciendo esto, se da la vuelta y se marcha. Las personas de la caravana se miran los unos a los otros, nerviosos. Entonces los ogros empiezan a acercarse y a separar a empujones a las mujeres de los hombres. Una de ellas es empujada con tanta fuerza que se rompe la cabeza contra una columna. Los

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HISTRIÓN ogros estallan en risas y las demás, para evitar un destino similar, comienzan a separarse del grupo y a ir en la misma dirección que Cornelia. Después de recorrer un pasillo, llegan a una pequeña sala oscura con una cortina al final. Frente a ella está Cornelia junto a otra mujer que viste de la misma manera. Ésta, sin embargo, no observa a los recién llegados con altivez, sino que mira al suelo con la cabeza agachada. —Iréis entrando de una en una —dice Cornelia, señalando a la cortina—. Vais pasando cuando yo lo diga. Cornelia y la otra mujer desaparecen detrás de la cortina, dejando a todas sumidas en un estado de nerviosismo e inquietud. —¡Que pase la primera! —grita Cornelia. El chillido surte efecto, pues una de las mujeres sale a toda prisa y sin pensárselo más en dirección a la cortina. Nashama se percata tarde de que se trataba de su madre. La sorprende descubrir el desapego que siente por sus progenitores, que parece que hayan perdido las ganas de vivir. Tras un corto rato de silencio absoluto, Cornelia vuelve a hablar. —¡La siguiente! Otra mujer se separa de las demás y va con Cornelia. Cuando el resto comprueba que no se oyen gritos ni nada sospechoso, comienzan a relajarse un poco y a hablar con susurros entre ellas. Nashama, que hasta ahora se había preguntado qué sería de su madre por simple curiosidad, aprovecha para buscar en el grupo a la extraña mujer que le habló antes de llegar a Gul´sige. Primero trata de encontrarla por su vestimenta, pero cuando ya ha revisado tres veces sin éxito decide fijarse en las caras. Siete mujeres han pasado ya cuando Nashama desiste: no hay rastro de la mujer desconocida. Nashama se deja caer en el suelo sumida en sus pensamientos. ¿Quién sería la mujer? ¿Por qué no ha preguntado su nombre? —¿Es que no me oyes? —grita Cornelia haciendo gestos desde la cortina—. ¡Pasa, vamos!

Nashama levanta la cabeza, asustada, y se da cuenta de que está sola en la sala, el resto de mujeres deben de haber terminado ya. Se levanta de un salto y va corriendo junto a Cornelia. —Ponte ahí y túmbate —dice señalando una mesa. Nashama obedece. El interior es una pequeña habitación con una lámpara de aceite colgando del techo. Al otro lado hay otra cortina. La joven se dirige hacia donde le ha indicado Cornelia. Es una mesa alta, larga y estrecha con una sábana encima, y tiene que empujarse con los brazos para poder subir. Se tumba y se estremece al comprobar que la mesa está muy fría a pesar de la sábana. Gira la cabeza y ve en un rincón a la otra mujer que viste como Cornelia. Está ante una jofaina llena de agua, donde mete las manos una y otra vez. Cornelia se acerca a ella. —Apoya los pies, dobla las rodillas y abre las piernas. Nashama empieza a hacer lo que la ordena con cierta reticencia, sabe que esa postura no puede llevar a nada bueno. Se oye entonces un forcejeo seguido de un crujido y un golpe sordo. Nashama levanta la cabeza alarmada y se encuentra con Cornelia tirada en el suelo, boca abajo, pero con la cabeza del revés. A todas luces, Cornelia está muerta. Junto a ella, agazapada, está la otra mujer de blanco, que rápidamente se lleva el dedo a los labios para indicar silencio. Nashama reconoce al instante los ojos grises que la miran con complicidad: es la desconocida con la que habló en la caravana. La mujer se mueve con ligereza y en un abrir y cerrar de ojos lleva el cadáver de Cornelia sobre el hombro, como si fuera un saco de dátiles medio vacío. —Ven conmigo, vámonos —dice en un susurro—. No hagas ruido. Nashama está asustada, pero se deja guiar por la confianza que le inspira la mujer. Salen por la cortina de detrás, que lleva a una nueva habitación alargada hacia los lados.

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J. R. PLANA En la pared del fondo se abren varios huecos con escaleras que descienden. Las dos se dirigen hacia el que está más a la derecha. La mujer asoma la cabeza al interior con cuidado y luego se vuelve hacia la joven. —Baja por aquí —dice—. No hace falta que corras, pero no te detengas. Abajo encontrarás algunas mujeres. No digas nada, únicamente quédate con ellas. Por supuesto no le cuentes a nadie nada de esto, ¿de acuerdo? —Nashama asiente en completo silencio. La mujer sonríe tranquilizadoramente—. No te preocupes, dije que te cuidaría, ¿no? Sin dar tiempo a Nashama para contestar, la empuja al interior de las escaleras, que son de caracol. La chica pierde el equilibrio y se ve obligada a bajar a trompicones, despellejándose las manos al frenar contra las paredes. Después de un descenso atropellado, Nashama llega a una habitación estrecha, oscura y que huele a humedad. Un grupo de cuatro mujeres, todas bastante mayores que ella, la observan con curiosidad pero sin decir nada. Nashama apenas distingue sus rostros, pues la sala está iluminada únicamente por dos teas sujetas por hierros burdos a las gruesas piedras de las paredes. Acordándose de las instrucciones de la mujer, se sienta en el suelo sin hablar con nadie, frotándose las manos heridas. Un golpe seco rompe el silencio. Una alta puerta de madera, que Nashama ni siquiera había visto, se abre al fondo de la habitación con un chirrido. Por ella entra una mujer que hace que la joven pegue un brinco. ¡Se trata de Cornelia! Se mueve y respira, y tiene la cabeza bien puesta. Nashama siente la sangre congelada en las venas y la cabeza le da vueltas por la impresión. Unos pesados pasos al otro lado la sacan de su conmoción. Una enorme figura pasa junto a Cornelia. Es un ogro. En la mano izquierda lleva un guantelete de hierro plagado de pinchos y en el cinturón una desproporcionada y oxidada cimitarra. Se detiene un paso por delante de la mujer y observa a todas las de la habitación. —¿Cuál? —gruñe.

Cornelia repasa la estancia con la mirada y levanta un dedo. —Esa —contesta ella. Nashama vuelve a sentir el helor en el cuerpo, pues el dedo la señala a ella. El ogro la mira frunciendo el entrecejo. Tiene la boca desproporcionadamente grande y de la mandíbula inferior le salen un par de pequeños colmillos. Los ojos apenas se ven, de diminutos que son. —Sígueme —vuelve a gruñir el ogro, haciendo un gesto con la mano a Nashama y saliendo por la puerta. La joven se queda paralizada, temblando de miedo. Cornelia la mira fijamente y abre velozmente los ojos, únicamente durante un instante, tratando de atraer la atención de la chica. Después hace un gesto con la cabeza en dirección a la puerta, apremiándola a ir. Nashama duda, pero un extraño destello en la mirada de Cornelia hace que se le pase el pánico y sus piernas reaccionen. El ogro camina lenta y pesadamente, resonando a cada paso el metal de su armadura improvisada. Nashama le alcanza rápidamente y se ajusta a su paso. La guía por varios pasillos de piedra hasta llegar a un salón circular. En el suelo hay una reja de hierro y a través de ella se ven cientos de hombres famélicos y encadenados trabajando en la piedra. Unos pican, otros cargan carretas y los últimos echan paladas de roca negra a una caldera que ocupa todo el centro, elevándose a través de la reja hasta el techo. Cin de arena corretean entre sus piernas, pinchando a algunos con pequeños palos y dirigiendo el trabajo. Dos pares de ogros vigilan, sacudiendo sus látigos a la menor oportunidad. Algunos hombres tienen las espaldas en carne viva, y uno está tirado en el suelo, inmóvil, con los ojos abiertos y los huesos al aire. —Considérate afortunada —dice el ogro, dirigiéndose a Nashama por encima del hombro—. Tú no tendrás que trabajar como ellos. Abandonan la sala y continúan por otro largo pasillo mal iluminado. No hay ventanas ni luz natural, y, aunque no hay polvo en

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HISTRIÓN el aire como en la superficie, está muy viciado y cuesta respirar. El ogro se para a mitad de camino y empuja una puerta tan grande como él. Nashama le sigue y entra en un sitio que tiene el olor y el aspecto de una cocina. —Espera —le ordena el ogro, señalando una silla de madera desvencijada. La bestia sale y cierra la puerta con llave. Nashama se sienta e inspecciona lo que hay alrededor. Una olla enorme esta puesta sobre el fuego, dentro de una tosca chimenea. Sale humo y se oye agua hirviendo. En el centro hay una larga y sucia mesa llena de cuchillos, sartenes, platos, cacerolas y todo tipo de utensilios de cocina. Las paredes están cubiertas de estanterías con botes de cristal y extrañas sustancias en su interior. Del techo cuelgan más cuchillos y sartenes. Se oye entonces descorrerse el cerrojo y entra otro ogro distinto. Éste es más gordo que los otros, una mole de grasa casi amorfa. Lleva un delantal lleno de manchas secas que recuerdan a sangre. —Así que ere´ tú —dice, rascándose el trasero y cerrando la puerta—. Mú bien, tiene´ güen a´pecto. Empieza a trastear con los cacharros que hay por la cocina. Al darse la vuelta, Nashama observa con horror que tiene la espalda atravesada por varios ganchos de los que cuelgan cuchillos y objetos afilados. Si aquello le duele, el ogro no da muestras de que así sea. Remueve el líquido de la olla y, cogiendo un bote de una estantería, empieza a echar polvos en su interior mientras farfulla algo que parece una oración. El líquido burbujea aún más y desprende humo de colores. El ogro asiente satisfecho, se sacude las manos y se gira hacia la chica. —¿Cuánto´ año´ tiene´? —pregunta, sonriendo. —Dieciséis —responde Nashama casi automáticamente. El ogro abre los ojos todo lo que puede y se echa a reír, aporreándose la tripa. Sus risotadas llenan la cocina y se imponen por encima del borboteo de la olla. Cuando se calma un

poco, se pasa una mano por la cara y se acerca a Nashama. —Qué presumida´ soi´ la´ mujere´. —Agarra el brazo de la joven y la alza en vilo—. Casi tiene´ edad de ser abuela y quiere´ hacemme creer que es una chiquilla. —Con una sacudida, se pone a la chica al hombro—. Al señó Moordenaar le gustan mujere´ mayore´. Carne ma´ güena. A pesar de que no entiende qué quiere decir el cocinero con lo de la abuela, el horror invade a Nashama al oír las últimas palabras, pues al instante comprende lo que se propone hacer con ella. Se revuelve y patalea, lanzando gritos y golpeando al ogro con todas sus fuerzas. Esto sólo sirve para hacerle reír aún más fuerte mientras la acerca más a la imponente olla. Aterrada por la idea de hervir, Nashama coordina sus movimientos y dirige un fuerte rodillazo contra la nariz de cerdo del ogro. Se oye un crujido y el ogro gime de dolor, soltando a Nashama, que cae contra el suelo golpeándose en la cabeza. El ogro se sujeta la cara con la mano, por la que resbala entre los dedos sangre negra. —¡Te voy a decuatizá, puta! —brama llevándose la mano a la espalda y sacando un cuchillo de uno de los ganchos. Nashama se retuerce en el suelo, con la cocina desdibujándose y dando vueltas a su alrededor. Se oye un chasquido y la puerta sale disparada con violencia. Una figura, que Nashama ve borrosa y no es capaz de distinguir, se yergue bajo el marco. Parece un humano, pues es más pequeña que un ogro. El cocinero ruge algo y desengancha otro instrumento de su espalda, que lanza contra el recién llegado. Este parece esquivarlo con agilidad para después agitar en dirección al ogro algo que parece una lanza o un palo. Se oyen otros dos chasquidos y el aire se llena de olor a ozono. El cocinero se encorva primero y sale propulsado hacia atrás después, estampándose contra la pared con un crujido sordo. Cacerolas y estantes se derrumban con el impacto, lanzando una lluvia de frascos de cristal que estallan al llegar al suelo. Uno de

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J. R. PLANA ellos se estrella contra la cabeza de Nashama, sumiéndola en una repentina oscuridad. III Un frío intenso seguido de un calor reconfortante la trae de vuelta a la realidad. Abre los ojos, cuyos párpados nota especialmente pesados, y se remueve en el suelo. Una fuerte punzada en la cabeza le señala el punto donde el frasco chocó contra ella. Alguien la obliga a quedarse tumbada chistándola suavemente. —Quieta, aún no te muevas. —Pone su mano sobre la cabeza de la joven—. Dame un segundo. De nuevo Nashama vuelve a sentir frío y después un ligero calor, y el dolor empieza a disolverse lentamente. Consigue fijar la vista y levanta los ojos al techo. Sobre ella descubre el rostro de Cornelia, y lo primero que recuerda es que estaba muerta. —¿Estás bien? —pregunta la mujer—. ¿Puedes oírme? Nashama asiente sin decir nada más, paralizada por el dolor, el mareo y el miedo de tener a un cadáver animado que, con total seguridad, es obra de un demonio. —Intenta levantarte poco a poco. —La ayuda agarrándola de la mano. La chica consigue enderezarse y quedarse sentada. Ahora la sorprende comprobar que la cocina está en perfecto orden y el cocinero ha desaparecido. Mira a Cornelia con los ojos muy abiertos. —¿Lo has hecho tú? —pregunta. Se calla y vuelve a hablar, esta vez más rápido—: ¿Por qué estás viva? —Ahora no te lo puedo explicar, lo entenderás en su debido momento. —Cornelia ofrece apoyo para que Nashama se ponga en pie—. Ahora necesito que hagas un último esfuerzo para que todo esto pueda acabar. La chica la observa, más desconcertada que desconfiada. —¿Para qué? ¿Qué quieres hacer? —Vamos a acabar con Gul´sige y Moordenaar. —Cornelia sonríe ampliamente, casi de

forma infantil, mostrando unos dientes blancos y en buen estado. —¿Cómo? —pregunta Nashama incapaz de encajar lo que está ocurriendo—. ¿Y por qué? —No te preocupes más —la regaña Cornelia, quitándole importancia con un ademán—. Lo que tienes que hacer es muy fácil, en seguida habremos acabado. —¿Qué quieres que haga? —Nashama, aunque reticente y confusa, empieza a sentir el gusanillo de la curiosidad. —Tienes que tumbarte ahí —contesta, señalando una gran bandeja sobre un carrito—. Quédate sin ropa y muy quieta. Nashama contempla la bandeja llena de frutas y verduras, en cuyo centro había un gran hueco que casaba perfectamente con su tamaño. —¿Quieres que me coman? —pregunta con un hilillo de voz. —No, qué cosas dices —contesta sonriendo—. Pero de momento vamos a fingir que sí. Nashama contempla la bandeja sin estar muy segura de que sea buena idea. Entonces se gira hacia Cornelia y hace una nueva pregunta: —¿Por qué debo hacerte caso? ¿Por qué debo confiar en ti? La mujer no responde, sino que se queda mirándola fijamente con la sonrisa permanente en sus labios. La joven percibe un destello en los ojos de Cornelia, que cambian durante un instante de color, volviéndose grises. Nashama se sobresalta, impresionada por semejante prodigio. —Eres tú —dice en un susurro. Cornelia asiente y, tirando suavemente de su brazo, la anima a subir a la bandeja. La joven se deja llevar, sintiendo una peculiar confianza a pesar de lo raro de la situación. Cornelia la ayuda a desnudarse y la sube a la bandeja con cuidado de no estropear ni tirar nada. —Muy bien —dice—. Ahora cierra los ojos y quédate quieta. No respires muy fuerte. Cornelia empuja el carrito y juntas salen de la cocina, que vuelve a tener la puerta en

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HISTRIÓN su sitio. Como Nashama lleva los ojos cerrados, pierde el sentido de la orientación al tercer giro en una esquina. Recorren más y más pasadizos, cambiando el ambiente y los olores de unos a otros. La travesía se le antoja eterna. El carrito se detiene y Nashama oye a Cornelia manipular algo cerca de ella. Se oyen crujidos y el rozar de cuerdas y cadenas, y entonces, con una sacudida, Nashama se siente izar por encima del suelo. —Estamos en un elevador al pie del faro — dice Cornelia por lo bajo—. Esto nos llevará ante Moordenaar. Estate tranquila, ya queda menos. Empiezan a ascender y la chica nota que dejan atrás el aire sofocante de los sótanos. Una nueva y peculiar sensación invade a Nashama, como si todo a su alrededor palpitara y tuviera vida. Siente que se erizan levemente los pelos de sus brazos y un cosquilleo por todo su cuerpo. Al otro lado de las paredes se oye un bullicio constante que Nashama supone será el ruido de Gul´sige. Con otra sacudida, el elevador se detiene de golpe. Inmediatamente, resuena la voz de un ogro. —¡Detente! —ruge. Nashama reprime la necesidad de echarse a temblar—. No poder entrar, Cornelia. Sólo ogros. —Lo sé, Golk —responde la mujer—, pero Murdu el marmitón me ha encargado traer esto ante Moordenaar. Lo hubiera traído él mismo, pero está terriblemente ocupado. —¡No creer! ¡Eso no ser posible! —¡Calla y mira, bruto! —grita Cornelia con potencia. Se oye el roce de un papel al desdoblarse—. Murdu, sabiendo que no le creeríais, ha escrito la orden en una nota. No se fía de vosotros porque sabe que le arrancaréis un brazo para probar, y eso hará enfadar a Moordenaar. ¡Lee y verás! Se oye un tintineo de metales y el sonido del papel al cambiar de manos. Durante unos segundos el silencio reina en el lugar, interrumpido únicamente por la fuerte respiración de los ogros.

—Yo no entender letra de Murdu —dice el ogro en un tono mucho más calmado que antes—. Marmitón escribir muy mal. —Hace una pausa—. Tú venir conmigo, yo acompañar ante Gran Señor Moordenaar. Nashama siente de nuevo la presencia de Cornelia, que empuja el carro sacándolo del elevador. Delante de ellas, unas puertas pesadas resuenan al abrirse. Avanzan un poco más y, tras empujar otra puerta, Nashama percibe a través de los párpados la luz del día. Igualmente, el barullo que ha oído mientras subían también se intensifica. Temiendo ser descubierta pero incapaz de contener su curiosidad, la joven entreabre un ojo para observar a su alrededor. Lo que contempla es tan imponente que la deja aún más paralizada de lo que consigue con su actuación. Están en una amplia estancia circular con ventanas cada pocos metros cubiertas de cortinas moradas. En el centro se alza, del techo al suelo, un cilindro de metal negro con gruesos remaches. Al otro lado, enfrente de la puerta, hay un gigantesco trono de mármol, lleno de calaveras y filigranas de oro. Sobre él, rebosando por todos lados, se halla el ogro más grande de todos los que Nashama ha visto. Es más alto que los guardias de la entrada y más gordo que el cocinero, y tiene una doble papada que se mueve cuando habla. Va cubierto de joyas y piezas de metales preciosos, y cubre su cabeza con un casco dorado con cuernos. En la mano derecha sujeta una gigantesca maza que mueve como si fuera un cetro. Nashama no necesita más para saber que se halla ante el aterrador Moordenaar, señor de Gul´sige. —¿Qué haces aquí, Cornelia? —pregunta él. A su lado está el ogro del puño de hierro, y tras ellos se entrevé una escalera con una estrecha puerta. —Murdu mandar a ella con comida —responde el guardia—. Escribir una nota diciendo que no fiar de nosotros. —¡Golk, estúpido zoquete! —grita Moordenaar. Ante las voces de su señor, el ogro del

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J. R. PLANA puño de hierro da un paso al frente y desenvaina la cimitarra—. ¡Murdu no sabe escribir! ¡Ningún ogro de esta ciudad sabe escribir o leer, por eso yo soy el jefe! —Nashama cree oír un gimoteo proveniente del guardia—. ¡Cornelia! ¿Por qué engañas a este imbécil? ¿Qué quieres? ¿Todo esto solo para traerme la comida? La conversación se ve cortada por un sonoro portazo. Detrás del trono de mármol se abre la portezuela y un hombre delgado baja por las escaleras. —¡Maldito sea Halamar el Infame! ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué son todos esos gritos? —Su voz suena cavernosa. El hombre lleva una túnica morada de varias capas sobre sus escuálidos hombros. Camina encorvado y a grandes zancadas, y tanto las manos como la cara son delgadas y huesudas. Nashama no sabría decir si es viejo o joven, ya que a veces le parece una cosa y a veces otra, pero cuando se acerca más se percata de que tiene una corta barba gris que cubre únicamente su mandíbula. La nariz ganchuda, muy parecida al pico de un águila, sostiene dos lentes redondas tras las que se adivinan dos enormes ojos de pupilas cuadradas, que hacen que Nashama no pueda reprimir un estremecimiento. El resto de la cabeza la lleva tapada con un casquete de cuero negro. —Murdu manda mi comida, brujo —responde el señor de Gul´sige ligeramente atemorizado, aunque tratando de conservar la dignidad—. Y Golk dice que ha mandado a Cornelia con ella, cosa que no es posible porque... —¡Calla! —grita el supuesto brujo, pasando de largo del trono y acercándose a una de las ventanas—. No lo digo por vuestro vocerío, sino por el que viene de ahí fuera. ¿Es que no lo oís? Los ogros permanecen quietos, algo avergonzados. —Yo sentir… —dice de repente Golk—. Error mío. Yo llevar a Cornelia de vuel… El ogro se calla tan rápido como ha empe-

zado a hablar cuando el brujo se da la vuelta bruscamente con expresión de alarma. —¡La ciudad! —exclama—. ¡Están atacando la ciudad! Los ogros se miran, confusos. El del puño de hierro da dos grandes zancadas y se acerca a la ventana junto al brujo. —¡El gigante está libre! —gruñe. Moordenaar le mira abriendo y cerrando la boca, sin saber qué hacer. Nashama oye entonces un gemido. Busca el origen del sonido y ve al brujo con cara de pánico. Éste tiene los ojos muy abiertos y mira fijamente a Cornelia. Da un paso hacia atrás visiblemente alterado y casi se tropieza con la túnica. —¿Cómo has entrado aquí? —El brujo ya no suena tan poderoso, y la voz se le quiebra cerca del final de la frase. Mete la mano en un pliegue y saca algo que parecen pequeños huesos. Cornelia traza con la mano tres círculos de derecha a izquierda en el aire, por encima de ella y de Nashama. La chica nota el mismo cosquilleo en la piel que ha sentido al subir. El ambiente se pone tenso. Golk mira a unos y otros sin saber qué hacer, al igual que Moordenaar desde su trono. El ogro del puño de hierro percibe que algo malo va a pasar y se pone en guardia al lado del brujo. Por su parte, éste cierra las manos alrededor de los huesos y empieza a agitarlos mientras reza en un espantoso idioma que Nashama no conoce. Afuera el ruido se intensifica, y hasta se pueden distinguir los bramidos de un gigante. Todo ocurre muy rápido. Cornelia da un golpe de brazo y la vara de la mujer desconocida se materializa en su mano justo antes de que el brujo lance los huesos en su dirección. Estos se remueven y retuercen en el vuelo, rodeados de un resplandor entre negro y morado. Cornelia golpea el suelo con la punta de la vara y en el aire se forma, con un resplandor dorado, el círculo que ha trazado momentos antes. Los huesos colisionan contra una barrera invisible, que coincide con el círculo, y caen al suelo echando humo.

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HISTRIÓN Golk, que ha observado paralizado el breve duelo mágico, reacciona y alza su arma para golpear a Cornelia, pero ella es más rápida. Hace un molinete con su vara y la estira horizontal hacia Golk. Suena un chasquido y el guardia sale despedido contra la puerta, partiéndola en su trayectoria. El brujo da un alarido y sale corriendo hacia las escaleras de detrás del trono al mismo tiempo que el ogro del puño de hierro y Moordenaar se lanzan a la carga, este último entre grandes bamboleos de grasa. Cornelia se pone entre el carrito y los atacantes con las piernas estiradas y firme. Acerca el extremo superior de la vara a su mano izquierda y, diciendo algo entre dientes, traza un arco en el aire. Un rayo azul crepitante sale del bastón hasta su mano y permanece materializado, contorsionándose y cambiando pero sin perder sus anclajes. Justo cuando Moordenaar y el ogro están a punto de caer sobre Cornelia, ésta estira los dos brazos violentamente y, con un cegador destello, dos rayos salen despedidos impactando contra sus enemigos, que son propulsados hacia atrás. Nashama, que hasta ahora había permanecido tumbada pero con los ojos bien abiertos, se endereza bruscamente incapaz de aguantar más, impaciente por ver cómo ha acabado la pelea. Cornelia está frente a ella, de espaldas, con la mano izquierda y el báculo rodeados de finos rayos azules. Moordenaar y el ogro están tirados a unos metros, humeantes y chamuscados. Nashama no puede evitar sorprenderse por la facilidad con la que ha matado a tan brutales criaturas. —Ven —le dice de repente Cornelia—. Terminemos con esto. —¿No estaré mejor aquí? —pregunta Nashama. —No me arriesgaré a que venga un ogro despistado y te pille aquí sola. Toma —dice dejando el báculo sobre el carrito y empezando a quitarse la túnica—, ponte esto. Cornelia se desnuda y le da la ropa a Nashama. La joven baja del carrito y se la pone y, aunque le queda un poco holgada pues

Cornelia tiene más pecho y caderas que ella, agradece volver a estar cubierta. Cuando ha terminado de ajustarse el cinturón que le ciñe la túnica, Nashama levanta la vista y no se sorprende al descubrir junto a ella a la mujer desconocida. Sí que la sorprende, no obstante, ver que está vestida con las mismas ropas con las que la conoció. ¿Cómo lo ha hecho? Los ojos grises de la mujer la observan y luce una sonrisa guasona. —Ya te explicaré —dice, guiñándola un ojo—. Ahora vamos ahí arriba. La coge de la mano y las dos se dirigen a paso ligero hacia las escaleras y la pequeña puerta. La encuentran cerrada, pero con un toque del báculo de Cornelia se abre como si nada. Al otro lado hay una escalera que sube encajonada entre la pared exterior y una interior. Ascienden a toda prisa hasta que llegan a una plataforma. Allí se encuentran con el brujo, que está de rodillas dentro de un cuadrado pintado con tiza morada en el suelo, sujetando entre sus manos un trozo de piedra negra como los que ha visto Nashama en las minas. Están en la parte más alta del faro y no hay paredes, son todo láminas de vidrio grueso, y en el centro está el final de la caldera que tenía sus orígenes en las minas del subsuelo. Termina en una especie de rejilla, y en su interior hay un enorme cristal oscuro incrustado en la tubería negra. Nashama ve que los vapores se acumulan en el interior del cristal, que lanza destellos aleatorios a través de las láminas de vidrio. Esa es la famosa luz negra de Gul´sige, la que se puede ver desde una distancia de tres días de marcha. Además de eso, en la habitación hay un camastro estrecho, una mesa abarrotada de libros y viales y una sombra oscura que empieza a materializarse por encima del brujo. La mujer se aproxima a él y acerca la punta del báculo. Cuando pasa por encima de los dibujos, se oye un chisporroteo y la vara es empujada hacia atrás. La sombra empieza a gritar en un idioma incomprensible, pero la mujer le ignora y repite el movimiento desde

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J. R. PLANA distintos ángulos y siempre obtiene el mismo resultado. Se queda observando pensativa a la sombra, que crece y grita cada vez más, y al brujo, que está profundamente concentrado. Entonces agita la vara y golpea con fuerza el escudo protector. Se oye una explosión fuerte, pero no pasa nada más. Lo único que ha logrado es que el brujo abra los ojos sobresaltado por el ruido. La mujer sonríe y empieza a trazar líneas imaginarias en el suelo de alrededor con el bastón. —Tápate las orejas —le dice la mujer a Nashama cuando termina. Ella obedece y se queda a un lado. Ve que la sombra está tomando forma y distingue unas mandíbulas descomunales llenas de dientes y dos pares de ojos a los lados. La mujer agarra la vara con las dos manos, la alza por encima de su cabeza, pronuncia unas palabras que Nashama no entiende y descarga un golpe sobre la chimenea de la caldera. Se oye como el tañido de una campana muy amplificado, el faro tiembla y la sombra aúlla. Su rugido suena distorsionado y llega de más allá del éter. El brujo suda y frunce el ceño entre gestos de dolor y Nashama siente un picor molesto en los tímpanos. La mujer repite el proceso tres veces, y las tres se oye la campana, tiembla el faro y la sombra aúlla. No es necesaria una cuarta, pues el aire parece rielar y todo vibra alrededor. El brujo da un alarido y se lleva las manos a los oídos, de los que salen un hilillo de sangre, y al instante la sombra desaparece. —Si quieres protegerte de este mundo — le dice la mujer borrando las líneas moradas del suelo con el pie—, acuérdate también del sonido. El brujo se revuelve y gatea en dirección a la mesa. Se levanta como puede y empieza a rebuscar entre los libros y trastos de la mesa. La mujer se va acercando, lentamente. —¿Cuánto tiempo creíais tú y Séptico que podrías mantener oculto este faro? —pregunta, visiblemente iracunda—. Usar rocademonio es peligroso, atrae atenciones indeseadas. El brujo se da la vuelta con un libro abierto

y empieza a agitar la mano hacia la mujer mientras pronuncia palabras extrañas. Bolas de humo negro salen disparadas de sus dedos hacia ella, pero las desvía con un simple movimiento del báculo sin dejar de acercarse a él. —Habéis pasado límites, Ulaji —dice ella, mostrando una sonrisa que casi podría denominarse voraz—, y no habéis sido precavidos. Nos habéis dado una excusa para acabar con vosotros. Prepárate a morir. El hombre da un alarido histérico, tira el libro y se lanza a por la mujer blandiendo un pequeño cuchillo que ha sacado de una de sus mangas. Ella le desarma con barrido de báculo en la mano, le golpea con el extremo inferior en el estómago y, haciendo un giro, le estampa la parte de arriba en la cabeza. Suena un chasquido más fuerte que las otras ocasiones, el cuello se le dobla en una posición antinatural y el brujo sale propulsado, atravesando el vidrio y precipitándose al vacío. Nashama se acerca con rapidez para contemplar el final del hombre, que se convierte en un puntito negro en el suelo de Gul´sige. Al asomarse, la joven, que había permanecido ajena, ve lo que ocurre abajo. Las calles están llenas de gente y criaturas. Los hombres que estaban esclavos en el sótano recorren ahora los suelos de arena armados con picos y palas, cargando con ferocidad y desesperación contra los ogros. Estos se defienden con brutalidad, pero son pocos y pronto se ven superados en número por las oleadas de enfurecidos esclavos, que atraviesan sus cabezas como si fueran piedras. En otra parte de la ciudad, el enorme gigante aporrea y machaca ogros, izándolos en el aire y desmembrándolos a mordiscos, mientras que con la otra mano hace barridos con la cadena de pinchos. Nashama ve también correr a los cin de arena, que huyen despavoridos en todas direcciones. También le parece distinguir borrones de retales deshilachados por el aire, señal inequívoca de que los yehksan escapan de Gul´sige usando su magia voladora. Nashama oye el sonido del cristal al rom-

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HISTRIÓN perse y se da la vuelta. La mujer ha introducido su báculo entre las rendijas de la chimenea y golpea con ahínco el cristal negro, que empieza a desquebrajarse. Con un último bastonazo, el cristal se hace añicos y el aura de negrura que rodea el faro desaparece, junto con la sensación extraña que eriza el vello de los brazos. La mujer se gira, satisfecha, y sonríe a Nashama. —Ya está —dice—. Ya hemos acabado. ¿Qué te parece? La joven la mira perpleja. —¿Lo de ahí abajo también lo has hecho tú? La mujer asiente. —Mi plan inicial no incluía al gigante, pero al verlo pensé que sería un excelente aliado. —Pero… ¿cuándo los has liberado a todos? —pregunta Nashama. —Mientras el ogro de puño de hierro te llevaba a las cocinas. —La mujer resopla, fingiendo cansancio—. He tenido que correr para llegar a tiempo. —Pero al pasar yo todavía estaban abajo trabajando… —replica Nashama. —Lo sé —contesta la mujer ensanchando la sonrisa—. Ha sido una excelente ilusión, ¿verdad? Casi temí que lo descubrieran antes de tiempo. Las dos guardan silencio mientras observan la maraña de calles y callejones llenas de sangre y muerte. —¿Quién o qué eres? —pregunta repentinamente Nashama—. ¿Por qué has hecho todo esto? La mujer suspira y se gira hacia la joven. —Digamos que soy una especie de maga —responde—. Pero de las buenas. —Señala con la cabeza en dirección a la caldera—. Respecto a esto… Ulaji estaba alimentando ese cristal mágico con rocademonio, una piedra mágica, y usaba el faro para proyectar su luz negra sobre el desierto. Había pactado con seres oscuros para realizar un poderoso hechizo de atracción. Por eso la gente venía a la ciudad sin saber por qué, respondían a la voluntad de Ulaji. El brujo eligió Gul´sige por su faro, que es el más alto de todo el de-

sierto. Doblegó con su magia a Moordenaar y sus ogros y se aprovechó de su brutalidad para conseguir esclavos con los que alimentar su caldera. —La mujer calla un instante mientras observa la mesa de Ulaji—. Creo que buscaba una forma de amplificar el poder del cristal y la rocademonio para llegar a todo el mundo. Por fortuna nos dimos cuenta a tiempo. —¿Y yo? ¿Para qué me necesitabas? —pregunta Nashama algo molesta—. Tú sola te has bastado para acabar con todos. La mujer se echa a reír con ganas. —Te pido disculpas por haberte usado, pero me temo que tu intervención era necesaria. Cuando en la caravana vi que eras la única que no reaccionabas ante el poder del faro supe que jugarías un papel fundamental. Si hubiera entrado de frente y a lo bruto, Ulaji me habría descubierto antes de tiempo y habría huido. Por eso te necesitaba, gracias a ti hemos llegado directamente hasta Moordenaar. —¿Para eso me querías? ¿Para llegar a Moordenaar en una bandeja? —En parte sí. —La mujer se ríe para quitarle hierro al asunto—. Mira la parte buena, has demostrado tener una gran resistencia a la magia oscura, muy pocos son inmunes al hechizo de Ulaji. Nashama medita las palabras de la mujer. ¿Resistencia mágica? Nunca se le hubiera ocurrido pensar eso. Un detalle que no ha comprendido le asalta la mente y sale en forma de pregunta. —Oye… Cuando el cocinero me quería meter en la olla… dijo que tenía edad de ser abuela, ¿por qué? La mujer la mira de reojo y Nashama cree descubrir algo de culpabilidad en sus ojos, pero rápidamente desaparece bajo un gesto de socarronería. —Eso fue culpa mía —confiesa—. Tejí un hechizo de ilusión a tu alrededor, todo el mundo te veía como una mujer madura, casi anciana. —Se muerde el labio—. Lo siento, pero si no, jamás hubieran pensado en co-

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J. R. PLANA merte. A Moordenaar le gustaban las mujeres adultas, a pesar de que su carne es menos tierna. Jamás lo comprenderé. Nashama quiere enfadarse con la mujer por hacerla eso, pero descubre que no puede. Un sentimiento de felicidad y alegría la invade por completo sin motivo aparente. —¿Me estás haciendo tú eso? —pregunta sonriendo sin poder evitarlo. —Sí —contesta la mujer. —¿Qué más cosas sabes hacer? ¿Tiene tu poder algún límite? —Oh, por supuesto que sí. Todos tenemos límites, y aunque nos esforcemos por mejorar siempre hay una meta superior que no podemos alcanzar. —Mueve su báculo en el aire y surgen pequeñas ráfagas de viento de color naranja y verde. —Tú mataste a Cornelia, ¿verdad? —La mujer asiente—. Y luego te transformaste en ella. —La mujer vuelve a mover la cabeza afirmativamente—. ¿Cómo lo haces? —Ese es uno de los poderes de los que estoy más orgullosa —dice, ensanchando su sonrisa—. Pero es difícil de explicar. —Ya, como todo… —refunfuña Nashama—. ¿Y es este tu verdadero rostro? —No. —La respuesta sorprende a la joven. —¿Y cuál es? Ante sus ojos, el aire se enturbia y la figura de la mujer se desdibuja. Nueva ropa aparece sobre sus hombros. Ahora lleva una túnica de muchos pliegues, que sólo le dejan al aire las manos y los brazaletes con inscripciones, con una capucha sobre el rostro. Únicamente se le ve la mandíbula y la boca, pero Nashama aprecia que empieza a cambiar de forma. En menos de un minuto casi un centenar de caras pasan por debajo de la capucha, tanto de hombre como de mujer, de todos los tipos, pieles y razas. Incluso Nashama cree distinguir el rostro de un lagarto. El aire deja de vibrar y la figura se vuelve más nítida. Tiene la cabeza inclinada, de manera que no le puede ver lo poco del rostro que lleva descubierto. Entonces la levanta y Nashama descubre con turbación que lleva una máscara de metal pulido que tapa toda la cara. Tiene la boca y los rasgos tallados, lo que la hace aún más espeluznante. Nashama se queda paralizada sin saber qué decir. —Aún no me has dicho tu nombre —dice la figura, que ya no se sabe si es mujer u hombre. La voz no da pistas de su sexo y suena metálica y lejana, como alguien que te habla en sueños. —Me llamo Nashama —dice la joven en un tono casi inaudible—. ¿Y tú? —Puedes llamarme Histrión. Y, sin decir nada más, desapareció, dejando tras de sí la ciudad de Gul´sige tomada por los hombres esclavos, con los cadáveres de los ogros y de un gigante esparcidos por las calles, y las artes oscuras de Ulaji erradicadas de esta dimensión. De lo que fue de Nashama, quizá hablemos otro día.

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VERDE ELÉCTRICO

VERDE ELÉCTRICO por Cris Miguel

Nº2 Marzo ‘12

¿Y si un desconocido se colara en tu coche? ¿Y si confiaras ciegamente en él? ¿Y si se acabara, inevitablemente, a la mañana siguiente?

E

staba parada en el semáforo. “Cuantas más ganas tienes de llegar a casa, más tarda en ponerse en verde”, pensé. Me miré en el retrovisor retocándome el pelo. Llevaba las ventanillas subidas. Fuera ya hacía frío. La noche había caído algunas horas antes sobre el asfalto, sólo las farolas impedían que el negro inundara todo. El muñeco empezó a parpadear. Pisé

paraba de mirar hacia atrás, buscando a sus perseguidores, supuse. —Nadie viene detrás, ¿dónde quieres que te deje? —pregunté, confiando en que no sacara un cuchillo y me convirtiera en la enésima chica muerta de una serie de asesinatos perpetrados a chicas solitarias y confiadas en su coche. —No tengo a donde a ir, ellos me encontrarán. Si pudiera… su casa… —

el embrague y metí la primera. Lo empecé a soltar cuando la puerta del copiloto se abrió y se cerró con la misma velocidad. La diferencia es que había alguien recostado en el asiento. Me quedé unos segundos paralizada. No sabía cómo reaccionar. La razón se impuso finalmente. —¿Qué coño haces? ¡Sal de mi coche! —le grité al desconocido. —Por favor, arranque, ellos me están buscando… —¿Qué dices? ¿qué ellos? —pregunté. Parece que la razón como llegó se fue, porque me quedé pegada a esos ojos suplicantes que me pedían que confiara en ellos. Arranqué. El desconocido se sentía realmente nervioso. No

dudó. No era para menos. Un completo desconocido quería ir a mi casa. —¿Quiénes son ellos?, ¿de qué estás huyendo? —le pregunté. Sabía que no debía fiarme, pero había algo en él que hacía que lo creyera. —Es una larga historia. La prometo que no la haré daño. Sólo déjeme quedarme en su casa, sólo esta noche. Mañana por la mañana ya no estaré. —Pero… —le miré. Tenía los ojos de un verde eléctrico, quizás fueran lentillas. Me sorprendí a mí misma pensando en sus ojos en vez de preocuparme por si era, o no, una amenaza. A lo mejor era un ladrón o algo peor… Volví a mirarle, estaba tocándose el brazo derecho. Debió sentir mi mirada porque

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CRIS MIGUEL se giró. —Por favor —suplicó. Asentí. Justo a tiempo di un volantazo para esquivar el coche que venía de frente. Parecía que no había visto nunca unos ojos verdes. Llegamos en diez minutos. Dejé mis cosas en el mueble de la entrada al mismo tiempo que le invitaba a pasar. Mi casa no era muy grande, al vivir sola me correspondía una con sólo un dormitorio. Cogí una lata de cerveza de la nevera y me senté en sofá. Le hice un gesto al desconocido para que me imitara. No sabía muy bien qué decirle. Las dudas navegaban en mi cabeza sin destino. —¿Me vas a decir de qué estás huyendo? –me atreví a preguntar. —Cuanto menos sepa mejor –alcé las cejas—. Mire, no pretendo ser enigmático, pero no quiero meterla en líos. Suficiente ha hecho trayéndome a su casa. Me había descolocado completamente. Sin conocerme parecía que le preocupaba. Aunque claro yo le estoy ocultando, era normal que quisiera ser agradable. —Tutéame, por favor. A propósito, no me has dicho tu nombre –caí en la cuenta.— Yo soy Ana –le tendí la mano. —J.M. –Me la estrechó. Su tacto era suave pero firme. —¿Quieres tomar algo? –le ofrecí levantándome y yendo a la cocina. No estaba segura si lo que hacía era una locura o civismo puro, pero J.M. me transmitía seguridad, confianza… Era realmente extraño, digno de una novela romántica, un cliché. J.M. había declinado mi oferta y ahora estaba sentada en la mesa, cenando lo primero que había encontrado en la nevera, con el desconocido enfrente observándome detenidamente. Me sentía ligeramente incómoda, pero a la vez tenía la sensación de que no me estaba juzgando que era pura curiosidad. —¿Vives sola? –me preguntó —Sí –dije después de tragar. —¿Por qué? —¡¿Por qué?! –repetí.— Pues… porque quiero, supongo –su pregunta me había pilla-

do totalmente desprevenida. ¿Me querrá sacar información para llamar a sus secuaces y robarme? —¿Y por qué quieres estar sola? ¿No te gusta la compañía? –deseché la idea anterior, sus preguntas estaban inundadas de ingenuidad. —Sí, me gusta. Pero no he encontrado a nadie que quiera vivir conmigo. –Le di un mordisco a la manzana—. ¿Seguro que no quieres comer nada? —No… —dudó— No entiendo porqué nadie quiere vivir contigo, eres amable –dijo cargado de razones. —Sí, pero quizás no les baste sólo con eso –contesté. Me resultaba un poco rara la conversación, como no vi maldad en él, decidí seguirle el juego. De perdidos al río—. ¿Nos sentamos en el sofá? Había terminado de cenar, así que nos sentamos en el saloncito. Parecía que J.M. tenía ganas de hablar, y a mí no me sentaría mal charlar un poco. Me preguntó a qué me dedicaba, le expliqué todo lo concerniente a mi jornada laboral, qué hacía, cómo… Le hablé de mis compañeros y de mi jefa. Enlacé con la historia de mi familia, ya prácticamente inexistente. En definitiva, le conté toda mi vida a ese desconocido que me miraba con tanto interés. Supongo que es más fácil hablar con gente que no conoces, que no tiene una idea predeterminada sobre ti, sin prejuicios, sólo tu verdad… Sus ojos verdes no se apartaban de los míos ni un segundo, y llegué hasta imaginarme cómo sería yacer con él. Realmente había perdido la cabeza: acojo a un completo desconocido en mi casa, le cuento mi vida en verso y ahora pensaba cómo sería acostarme con él… Lo mío era absolutamente patológico. Supongo que sería una de las muchas consecuencias de ser una soltera con un horario laboral extralargo. —¿Qué piensas? –me preguntó. Claro, me había callado, así que le resultaría raro. —Nada, que soy una idiota… Te estoy aburriendo –aparté la mirada, estaba avergonzada por pensar como una adolescente. —No eres idiota, eres preciosa –dijo, acari-

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VERDE ELÉCTRICO ciándome la mejilla con el dorso de su mano. —No… —me aparté incómoda— no te conozco –conseguí articular, me estaba poniendo muy…nerviosa. —Confía en mí –dijo, recuperando el hueco que había creado yo y cogiéndome la mano derecha. Le miré. Sus ojos irradiaban luz, y deseo, o quizás eso me lo estuviera imaginando. Entrelacé mis dedos con los suyos. ¿Por qué me inspiraba tanta familiaridad? Me gustaba, me gustaba mucho. ¿Cómo podía gustarme alguien que no conocía y del que no sabía nada? Yo no era de esas que creía en la química. Comprendo que para estar con alguien te tiene que resultar atractivo, pero eso no es química es atracción. Además, atracción salvaje. Lo disfrazan de química para distanciarse de los animales, pero realmente somos como ellos. Respondemos a nuestras necesidades. Decidí ser sincera, por el mismo motivo por el que le había contado mi vida, porque no le conocía. Porque él no esperaba nada de mí. —Tengo miedo, no me van los rollos de una noche. Además tú tienes pintado en la cara que me darás problemas, y yo… estoy cansada, tengo treinta y cuatro años y ya… —¡Olvídate de eso ahora! –me cogió la cara entre sus manos— Se que te gusto, deja que te haga feliz. Esta noche, al menos. –Enarqué las cejas— Te mereces ser feliz, eres una buena persona, puedo sentirlo. Le miré fijamente intentando descifrar si era un cuento para llevar a las chicas ingenuas como yo a la cama. Pero no vi ningún rastro de duda, creía firmemente lo que decía. Le seguí mirando fijamente y, aunque no respondí, supe que me había convencido. ¡Qué le vamos a hacer! Una es así de fácil, y de débil. —No me conoces… —dije por fin. —Pues déjame hacerlo –y me besó. Su lengua recorrió mi boca despacio, sin resultar intrusiva. Me agarré a su cuello y le besé más vívidamente. Su mano se deslizó poco a poco por todo mi cuerpo. Le acaricié

su brazo, que tenía realmente duro. Me sorprendió porque, aun teniendo envergadura, no estaba muy musculado; Sin embargo debía estar tonificado para poseer ese tacto. Se arrodilló en la alfombra para quitarme los vaqueros, al mismo tiempo me desabroché la blusa. Suerte que siempre reparo en mi ropa interior. Le atraje hacia mí para quitarle la camiseta, y él se puso de pie para quitarse los pantalones; lo que me dio una visión privilegiada de su cuerpo entero. Mi deseo aumento. Me mordí el labio. Él se tendió sobre mí y comenzó un baile de caricias y besos donde la estrella invitada era mi cuerpo. Cuerpo que ya se estaba contrayendo de placer. Debió de ser la falta de costumbre, pero estaba tan nerviosa y excitada que le aparté, incorporándome y sentándome a horcajadas encima de él. Ahora mis besos eran mucho más descontrolados. Noté que también estaba excitado. Y le propuse continuar nuestra función al dormitorio. Me cogió y me llevó en brazos hasta la cama. No dejó de besarme hasta que me soltó sobre ella. Se tomo un respiro tumbándose encima de mí, me miró. La verdad es que yo también necesitaba un minuto para respirar. Eran tan verdes que parecían artificiales. Me beso más dulcemente en la boca, en mi cuello; mientras me acariciaba, suavemente, pero a la vez con avidez. Recorrió mi cuerpo con su boca, prestando más atención a mis pechos. Siguió bajando por mi cintura. Yo miraba el techo, intentando desconectar de la intensidad que transmitíamos. En algún momento se las había ingeniado para desnudarme por completo. Continuó hasta que llego a mi pelvis. Me beso los muslos, los mordisqueó. Entró en mí con su mano, su tacto era frío, pero el contraste me gustó. Me sentía húmeda, él lo notó, aumento un poco el ritmo. Jadeé, ya me costaba respirar. Me acarició con más ternura y me besó, aunque eso no me tranquilizaba en absoluto. Me saboreó sin prisas, como si el reloj se hubiera congelado. Sin darme cuenta estaba de nuevo frente a mí. Ya no era consciente del tiempo y el espacio.

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CRIS MIGUEL —Eres… —intenté articular. Él me tapo la boca con la mano, evitando una avalancha de palabras incoherentes. Se puso de pie y se quito los bóxer. Me concentré en él, pero me resultó extremadamente difícil no hacer comparaciones. Me besó de nuevo, tendido sobre mí, me apartó el pelo de la cara. Le hice girar para quedarme yo encima de él. Le acaricié el torso. Definitivamente estaba muy duro. Le besé el cuello, pero no me dejó seguir. Me colocó otra vez debajo y me penetró. Pude sentir que estaba igual de excitado que yo. Supo mantener el ritmo perfectamente. Me subió la pierna a su pecho y arremetió con insistencia. Me daba un poco de vergüenza, pero no pude evitar gemir. Realmente ya ni me oía a mí misma. Aumentó el ritmo, como si fuera capaz de seguir mi incontrolada respiración. De repente se paró, abrí los ojos. Me cogió por la cintura y me sentó encima de él sin dejar de moverse. Me colocó las caderas un poco más atrás, y tuve que apoyarme en la cama para no caerme. Aumento aún más el ritmo, ¿eso es posible? Y estalló embriagándome el éxtasis más puro y más consistente que había sentido nunca. Me tumbé desfallecida en la cama, sumergida en mi paz interior. Ahora no me importaba si era un desconocido, si era un ladrón o lo que fuera… Sólo estábamos él, yo y esta cama. Fuera de estas cuatro paredes podía estallar una guerra ahora mismo que yo no me iba a levantar. J.M. me miró, sonriendo. —¿Te ha gustado? –preguntó acariciándome la mano, tumbándose a mi lado. —¿Bromeas? Creo que todo el edificio se ha enterado de todo lo que me ha gustado –contesté, tenía la boca seca e iba poco a poco recuperando el aire. —Te traeré agua. Tras beber, nos dormimos profundamente abrazados el uno al otro. La luz ya entraba por las persianas cuando me desperté. Como si me hubiese sentido J.M. abrió los ojos y me abrazó.

—Buenos días –le besé.— Son las diez, ¿quieres desayunar? –Él se desperezó y negó con la cabeza.— Pues yo necesito un café. Me levanté y fui a la cocina. Me calenté el desayuno mientras J.M. estaba en el baño, se estaría duchando porque me dio tiempo a terminarlo antes de que saliera. Dejé los cacharros en el fregadero y cuando me volví ya estaba en el salón. Me apoyé en la barra americana que nos separaba. Me puse seria, era hora de volver a la realidad. —¿Qué piensas hacer? –noté un ligero tono de preocupación en mi voz. —Prefiero no pensar en eso ahora. ¿No lo has pasado bien conmigo? –asentí—. Entonces disfrutemos de lo que nos queda. –Bajé la mirada, negando con la cabeza— ¡Eh! Te dejaré en paz, me iré está mañana. –Me sujetaba el mentón—. Pero antes ven aquí. Me besó, rodeé la cocina para abrazarle. Tenía una extraña sensación. La magia de por la noche se había esfumado. Por la mañana siempre se ven las cosas con otros ojos. Notaba un peso en el estómago, incertidumbre. —¿Y si no quiero que te vayas? –tuve el valor de decir. —¿Por qué? –Me miraba extrañado, como si le hablara en otro idioma— ¿Por qué quieres que me quede? Si no me conoces… No soy nada para ti. —Lo sé, es raro… pero, siento… —No me dejó continuar, me puso sus manos en mi corazón, y me miró expectante. —¿Cómo puedes sentir algo por mí? –Habíamos vuelto a las preguntas ingenuas de anoche. —¿Te parece raro? –dije cogiéndole las manos—. No digo que esté enamorada de ti, no soy tonta. Pero, ha sido tan especial… —No pude evitar sonreír. J.M. me cogió en brazos, esta vez como una princesa, y me llevó en volandas hasta la cama. De nuevo en nuestra guarida nos fundimos en besos. Habíamos abandonado el deseo salvaje de la noche anterior. Ahora lo hacíamos despacio, suave. Nos besamos sin

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VERDE ELÉCTRICO dejar de abrazarnos, mirándonos a los ojos. Esa mañana me hizo el amor de la forma más romántica de toda mi vida. Fue preciso, detallista, yo intenté hacer lo mismo por él. Me dejó más que la noche anterior, y creo que logré hacerle disfrutar. La embriaguez duró muchísimo, como si nuestras esencias tampoco quisieran despegarse. —Dime de qué huyes –dije volviéndome hacia él, me apoyé en su pecho. —No quiero hacerte daño, es mejor que no lo sepas. —Pero… —dudé— quizás pueda ayudarte. —No, nadie puede ayudarme. –Me estrechó entre sus brazos. Estuvimos flotando en nuestra nube sin movernos, sólo nos acompañaba el ritmo de nuestra respiración. —¿Eres feliz? –me preguntó de improviso. Le miré, ahora tenía los ojos más oscuros. —Sí… —dije sonriendo. Me besó en la frente. Dormitamos unos minutos. Volví a quedarme contemplando el techo. Nunca el silencio había sido tan placentero. Miré la hora, tenía que empezar a arreglarme si no quería llegar tarde a trabajar. —Me voy a duchar –dije incorporándome, le miré, parecía ausente—. Puedes quedarte, no hace falta que te vayas ahora. —No quiero darte problemas, me iré hoy. —Como quieras –me levanté y me puse una camiseta, algo decepcionada. —Gracias por todo lo que has hecho por mí. –Sus ojos volvían a brillar. —Ha sido un placer –dije recuperando la sonrisa desde el cerco de la puerta—. No te vayas, salgo enseguida. —Te espero en el salón. La ducha me sentó genial, oí un ruido y supuse que había encendido la televisión. Me sequé el pelo y me maquillé ligeramente. Salí del baño y fui al dormitorio para vestirme. Con ropa limpia y oliendo a jabón llegué al salón. Un grito ahogado salió de mi garganta. J.M. estaba sentado como dijo, pero estaba… Le salía humo del oído derecho. Estaba des-

conectado. Una lágrima corrió rebelde por mi mejilla. Los pensamientos se agolparon en mi cabeza. No había comido, ni bebido… Creía que sería capaz de distinguirlos. Era tan humano. Me arrodillé en el suelo junto a sus piernas. No podía ser cierto. Nunca había tenido la oportunidad de ver uno de ese tipo tan de cerca, por eso no lo diferencié. Por eso huía, era un rebelde. Mi cerebro se estrujaba intentando buscar todas las respuestas, cuando llamaron a la puerta. Me levanté conmocionada y abrí. —Hola señora, ¿podemos pasar? Hemos recibido la señal de un robot defectuoso aquí. —Sí pasen. –Me hice a un lado para dejarles entrar. Eran cuatro. Dos se dedicaron a examinarle, mientras un tercero tomaba nota, el cuarto estaba delante de mí hablándome—. ¿Perdón, qué decía? —Sí, la preguntaba que cómo era posible que haya llegado un robot de estas características a su salón. —Pues verá… yo no sabía, creía que era… —¿un robot?— ¿Por qué ha escapado de sus dueños? –me atreví a preguntar. —No es asunto suyo, pero lamentablemente la tirada a la que pertenece parece tener ciertos fallos. —Pero… Es de los más caros, ¿no? ¿Para qué lo utilizaban? —Era… digamos el entretenimiento de una señora rica. –Abrí los ojos de par en par—. Verá, se está avanzando mucho en esta materia, los más afortunados tienen los mejores ejemplares, y los más parecidos a los humanos; Sin embargo, como la he dicho ha habido problemas. Lamento muchos las molestias que le haya podido causar. —Me engañó completamente –disimulé—. ¿Cómo puede manipular un robot? —Están programados para saber las necesidades de su dueño, quizá por eso le haya parecido que la manipulaba, realmente sólo la estaría leyendo. Así pueden complacer a sus propietarios sin que haga falta que éstos lo expresen en voz alta. Pero estese tranqui-

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CRIS MIGUEL la, no dejan de ser máquinas por mucho que su apariencia diga lo contrario. —Vaya, estoy un poco desconcertada –dije. Aunque era un gran eufemismo. —Lo lamentamos mucho, será compensada por este incidente. Que tenga un buen día. Como vinieron se fueron, llevándose con ellos lo que había sido J.M. No podía hablar más de la cuenta. Rápidamente las fuerzas de la ley te metían en su programa especial. Pero, dentro de mí sabía que las cosas se les estaban yendo de las manos. Me senté en el sofá. Me sequé las lágrimas que caían por mis mejillas. Veía robots todos los días, se encargaban de coger las llamadas en el trabajo, también había camareros, o asistentas. Pero, eran distintos, eran claramente máquinas. No como él. Ahora podía entender toda su actitud. Estaba huyendo de ellos. Había conseguido desconectarse durante horas, debía ser muy autónomo. Me absorbí la nariz. Dijeran lo que dijeran, pude sentir que no era una máquina. Sabía que estaba a punto de desconectarse por eso se despidió de mí. Eso no lo hace una máquina. Ahora entendía porqué no había comido ni bebido… porqué hacía ese tipo de preguntas. Cogí un pañuelo. ¿Cómo podían hacerles eso? Eran esclavos. Y, por lo menos J.M., tenían sentimientos.

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ARENA, VAPOR Y MISERIA

Arena, vapor y miseria

Una historia de Maverick la Mil Veces Maldita

Nº4 Mayo ‘12

por Carlos J. Eguren

Existe un mundo movido por el vapor, los sueños, las pesadillas y las locuras. Es el mundo de Maverick la Mil Veces Maldita y su vida gira en torno a la venganza. Eso le hace seguir respirando y sembrar la muerte. Maverick, el infierno y el cielo a un suspiro es su poder. I

A fructibus cognoscitur arbor

H

abía una vez, en el Nuevo Imperio, un coliseo donde se servía sangre y crueldad al mejor postor. Las máquinas de vapor lo alimentaban y el Emperador lo avivaba. Esta es la historia de cómo eso cayó y pasó a ser parte del pasado. La Sombra Vigilante fue el golpe que hizo que el poder se tambalease. II Una niña. Esta historia comenzó con una niña. Se llamaba Victoria, tenía catorce años y estaba a punto de no tener ninguno más. En breve, iba a morir. Victoria era, según la sentencia del Emperador: “[…] Una peligrosa mente criminal. Robó a nuestro estado valiosos bienes. No quiso reformarse. Está poseída por los demonios. La única forma de salvar su alma es llevarla a los Juegos del Coliseo. Ánima Barda - Pulp Magazine

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CARLOS J. EGUREN Será una carga y un gran pesar para nosotros, pero todo sea por ayudarla. Doy fe, Su Ilustrísima Majestad, el Emperador, Padre de las Máquinas”. No se decía en esa sentencia que Victoria había robado sólo una barra de pan para sus hermanos, de ocho y seis años. No se escribía que, antes, los padres de Victoria fueron asesinados por negarse a vender su casa al cacique local. No se nombraba el hecho de que Victoria y sus hermanos vivían de forma miserable en las calles, huérfanos gracias al Emperador. No se hablaba de que a los abandonados se les enviaba a campos de esclavos de los que sólo ellos tres habían conseguido huir. No se decía que lo que se entendía por “reforma” era yacer junto al Emperador. No había cabida para muchas cosas en las líneas del Emperador, sólo un mandato que debía cumplirse. La Sombra Vigilante lo sabía. III Los Juegos del Coliseo se celebraban en Roma. La ciudad temblaba, entre el humo del vapor y la agitación de la miseria, porque era el centro del mundo. Dirigibles de muchos países llegaban para contemplar el espectáculo. Se decía que nunca habías vivido si no habías visto a alguien morir en el Coliseo. —Traemos justicia y entretenimiento, ¿qué, pues, puede hacer que mi Imperio zozobre? -mascullaba el Emperador, comiendo uvas que les proporcionaban sus esclavos. Mientras, contemplaba su reino desde su destacado podio—. Nada, nada puede hacer que se hunda. Masticó las uvas. No había nada mejor que saborearlas y que supieran tan dulces como siempre. Eran huellas de que sus sirvientes no le habían engañado y no estaban envenenadas. Abrió sus manos, como si así pudiera coger

la mañana gris, destrozada por los rayos de sol. Espectadores de muchos lugares venían de forma libre, otros obligados. Si eras romano, no podías faltar a tu cita o podías terminar en ella, en la arena. El pueblo siempre debía ser testigo de una de las pruebas de la Valía del Emperador. La Sombra Vigilante iba a serlo también. IV La Valía del Emperador: el prisionero se enfrentaba en un duelo con el Emperador, quien obraba en nombre de los dioses. Si las divinidades lo querían, mataba al prisionero. Si no lo deseaban, el Emperador moriría, sacrificándose, y recibiendo los honores del otro mundo. Muchos presos habían muerto, ninguna vez el Emperador. Eso aclaraba cómo funcionaba la Valía del Emperador. Aquella mañana iba a ser puesta de nuevo a prueba. La Sombra Vigilante también. V Victoria fue lanzada, desde el interior del Coliseo, a la arena. Tambaleante, cayó al suelo con lágrimas. Debajo de su toga, tenía la sangre coagulada de los cien latigazos recibidos. En su pecho, el peso de una pistola colgada de su cuello, como un collar. No la dejaba respirar. La chiquilla sollozó. Estaba en la arena, con la piel arañada y quebrada, mientras el viento cálido la zarandeaba. Se había desollado parte de sus brazos al intentar sacarse la sal que le habían echado en los cortes. Victoria gemía y gritaba con dolor. Una mártir más del imperio. A su alrededor, cientos de personas gritaron. Eran aves carroñeras, deseosas de sangre y muerte. Aún así, hubo quienes se quedaron calladas: eran los habitantes de Roma, que sabían de los temibles juicios del Emperador. ¿Quién de ellos no había perdido a alguien en el grotesco “juego”?

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ARENA, VAPOR Y MISERIA Victoria moriría, entre abucheos y vítores, pero también silencio. No entendía cómo era posible, pero tampoco le importaba demasiado. Lo único que quería saber es si una bala mataba rápido o seguiría sufriendo tanto. Había aceptado su fin. La Sombra Vigilante no demoraría su obra. VI El Emperador sacudió su rostro. Su mirada de hurón, su nariz ganchuda, sus labios babosos, su cabeza calva (excepto por los lados) y su barba le daban el aspecto de un salvaje convertido en rey. Vistió con una capa de color púrpura y no negó la sonrisa que brotaba de su alma. Su cuerpo robusto estaba embutido en ropajes blancos. En una cartuchera, sostenía su revólver de oro. Poco práctico, muy pesado, pero bonito y lujoso. Lo que necesitaba para ejecutar. Contempló su arma. Vio su reflejo en ella. ¿Podía haber una imagen más hermosa? Una de sus esclavas terminaba de vestirlo, colocándole su corona de laurel. Entonces, él tuvo una de sus ideas divinas. Puso el revólver en la cabeza de la sirvienta que le abrochaba los zapatos. Era apenas una mujer, sólo dieciséis años. Ella cerró los ojos y rompió a llorar. Él sonrió con la risa con la que ríen los monstruos. —Pequeña, con esta pistola sólo mato a quienes me afrentan. Deberían darme las gracias por usar un arma tan buena con ellos… —Gracias, mi señor. —Con los de tu calaña sólo uso la soga, así que deja de llorar o haré que te den dos docenas de latigazos más de los que recibirás por tu llantina. ¿Qué me decís, esclava? —Gracias, mi señor. —Bien dicho, mi querida perra. Cubierto de riqueza y poder, tras haberse servido sus uvas, el Emperador contempló, de nuevo, su vasto imperio de máquinas y dijo: —¿Por qué, queridos dioses, me hicisteis

tan benevolente? Si las divinidades estaban a su alrededor, no le respondieron. La Sombra Vigilante parecía que tampoco. VII El guardia de la tercera puerta estaba dispuesto a cerrarla. Ya era la hora y todos los que debían presentarse lo habían hecho. Recordó una ocasión en que le cerró la puerta en la cara a un anciano que no podía ir más rápido. Dos días después, había sido devorado por los leones en la arena, al no asistir como espectador. El centinela se carcajeó. Entonces, fue cuando vio la Sombra Vigilante, envuelta en un alargado poncho gris. Se colocó la caperuza y ocultó su rostro. Parecía uno de los sacerdotes místicos, sí, aquellos que les daban náuseas a los leones cuando los arrojaba al circo. —Haber venido antes, clérigo. Estoy trancando la puerta. Algo golpeó la cara del vigía. Luego, fue llevado hasta la oscuridad, cercana al interior de los pasajes de acceso. Más tarde, hubo un sonido amortiguado. La bala de la pistola atravesó lo que parecía un pequeño montón de tela, aquello que dio contra el rostro del celador. El cuerpo se desplomó sin media cabeza. El encapuchado continuó con sus extraños rezos, que consistían en esconderse, avanzar y matar. No era una fe muy extraña en ese tiempo. VIII El Emperador abrió sus fauces, el mundo estaba a sus pies y, desde su estancia en el Coliseo, ya escuchaba las hurras por su futuro triunfo. Un éxito a base de la liquidación de la traicionera alimaña. Aplaudió. Él debía ser el primero en hacerlo, él debía ser el primero siempre. Guió su mirada a Silvio, el niño que le servía de mensajero. Acababa de llegar corriendo, exhausto, y tenía los pies reventados, no

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CARLOS J. EGUREN tenía zapatos. Silvio se arrodilló. —Habla, mensajero. —Mi buen señor Emperador, los autómatas están preparados. Son dos Guardias Tic-Tac, mi señor, están a sus órdenes. El Relojero se los ha enviado, señor Emperador. —Bien, bien… Creo que tengo una nueva idea para esta ejecución. Me encanta innovar. El Emperador caminó adelante. Sus manos se posaron en el pequeño y lo empujaron hacia el suelo. Disfrutó de una de sus bromas. Se sentía brillante aquel día. Nada podía salirle mal, nada. IX El público calló cuando empezaron a sonar las trompetas y tambores. Aunados en una armonía tenebrosa, las banderas saludaron al Emperador, quien apareció tras las puertas de oro. Con sus manos alzadas, emergió el hombre que daba vida y muerte con un deseo. A su alrededor, todo se centró en él. La víctima sólo era una parte más del juego, una pieza que iba a morir. A muchos les recordaba a la rata que se le daba a una serpiente, a la vez que se espera ver cómo es devorada. —¡Su Majestad, el Emperador, Señor de las Máquinas, Mano del Relojero en el Mediterráneo! —gritaron los heraldos. El Emperador disfrutó de cada instante. Era su droga, aquella admiración, aquella violencia, aquel poder. Era lo más similar que alguien podía tener a ser un dios. —¡Saludos, oh, noble pueblo! ¿Os halláis preparados para contemplar la justicia de los dioses? Los gritos envenenaron todo. El espectáculo empezaba bien. La sangre no se haría esperar. —¡Que mi revólver sea la mano de los dioses! ¡Que otorgue justicia! ¡Acepto mi muerte si la acusada es inocente! ¡Acepto manchar mis manos de sangre si la acusada es culpable! ¡Acepto a los dioses!

El Emperador había empezado a recitar las frases con las que se iniciaba la Valía. Pronto, tendría lugar el breve duelo, pero hasta entonces la expectación, los nervios, el temblor orgásmico de un público compuesto de políticos, poderes extranjeros, ciudadanos, sacerdotes… Todos gozarían con el resultado de ver a los dioses actuar a través de él. X ¿Cómo puede una persona matar a tres con sólo una bala? Era imposible, pero tampoco era real de forma estricta: una es una persona, dos no. Dos vivían porque los engranajes funcionaban, dos ejecutaban órdenes con mente fría, dos llevaban a cabo sus rituales sin preguntarse por qué, dos desenfundaban sus armas y se preparaban. La sed de sangre no saciaba sus tuercas. Eran Guardias Tic-Tac. Mantenían el orden en el mundo al que pertenecía el Relojero y era un mundo grande. Habían sido enviados, como ofrenda de su señor al Emperador, que los usaba de escolta. Los rifles estaban cargados, el revólver de oro también. La niña apenas podía coger el arma que le habían dado. Le pesaba demasiado. Tenía miedo y lo que era más importante: nunca había usado un arma. XI Los espectadores eran extranjeros y nativos. Se sabía quién era quién con facilidad. Los romanos mostraban horror, aunque fingían indiferencia. Ver morir a la niña les recordaba a ese amigo o familiar, ese conocido, que murió igual. Todos tenían a alguien asesinado por los dictamines del Emperador. Los extranjeros sonreían ávidos de un deporte convertido en arte en esas tierras. El arte más antiguo y salvaje del mundo. Sólo los sensatos sabían la realidad: es un crimen, pero en este mundo, la sensatez es cara y aburrida. Entre la muchedumbre del circo, la Sombra Vigilante.

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ARENA, VAPOR Y MISERIA

XII El Emperador alzó su arma. Rió cuando notó que los paladines del Relojero hacían lo mismo. El soberano tenía confianza, ¿qué daño podría hacerle esa cría? ¿Qué hecho terrible podría acontecerle a él cuando ella no sabía ni empuñar un arma? ¿Cómo podría ella matarle si el revólver de la niña era un antigualla trucada? La gente contuvo la respiración. La sangre estaba a punto de ser derramada. Pero entonces pasó algo inesperado… XIII Un estruendo se extendió. Un chirrido se hizo cada vez más fuerte, más poderoso. Todo se agitó por él, pero nadie lo escuchó porque sólo lo escuchaban algunas máquinas. ¿Cuáles? Aquellas que estallaban hechas añicos. Eso fue lo que le ocurrió a la cabeza de los androides del Relojero. Sus rostros se fundieron, como cera, tras un estallido, que sonó como un disparo. Ambos cayeron abatidos, irreparables. Entonces, el hombre que se creyó un dios tembló ante una niña asustada. XIV Victoria gimió. Quiso levantar el arma, pero le pareció imposible. Los cortes de los latigazos soltaron chispazos. Tuvo ganas de vomitar, las arcadas eran demasiado fuertes y sintió que, hiciese lo que hiciese, el Emperador iba a vencer. Siempre lo hacía. XV El Emperador apuntó con su revólver. Fue la primera vez que sintió la incertidumbre. Estaba al borde de un mal momento. Se vio a sí mismo, cinco horas después, en

su lecho de hielo, pensando lo simple que había sido eliminar a la niña y sintiendo un poco de temor por… Una tontería. Era imposible que la prisionera le hiciera algo… Pero el Emperador no estaba cinco horas en el futuro, relajado, riendo por su insensatez… Estaba allí aún, frente a la cría que tenía un arma, y, aunque sabía que iba a matarla, pensaba en si los dioses le habrían dado la espalda tras usar su nombre, tantas veces, en vano. Lo pensó y un escalofrío recorrió su alma. XVI Hubo un disparo. Luego, un cuerpo cayó. El silencio se hizo más tenso aún. El Imperio se había quedado sin su monarca. XVII Victoria fue sacrificada por el lugarteniente del Emperador, el Líder del Senado, y el triunfo de la joven resultó pírrico. La pequeña había muerto, todo seguía igual, aunque cambiando el tirano… Pero eso no fue la verdad. Era lo que le hubiera gustado al Líder del Senado. Rezaba cada noche para hacerse con el trono, con los laureles, pero no iba a ser posible. Tenía un nuevo amo. XVIII La joven que mató al Emperador hubiera sido una muerta más en la arena, pero fue cómo asesinó a los dos autómatas y a su señor lo que lo cambió todo. Cuando los legionarios y custodios del Coliseo fueron a por Victoria, se encontraron con una muralla humana de docenas de personas. —¡Abrid paso! —gritó el Líder del Coliseo, acompañando a una de los escuadrones. Sin embargo, nadie le obedeció. Los habitantes del Imperio no querían más

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CARLOS J. EGUREN muerte, no deseaban más desolación… Y una mujer que perdió a sus hijos fue la general de aquel batallón sin orden, compuesto de ciudadanos. —¡Ya os hemos abierto paso mucho tiempo! ¡Pero ya no más! ¡No haréis nada a esta cría! ¡Nada! Los soldados intentaron dar un paso, pero docenas de personas se lanzaron contra los escudos. No iban a poder detener aquel acto. Un forastero venido de los Trece Estados alzó su rifle y chilló: —¡He venido a ver sangre y tendré sangre! Y la tuvo cuando uno de los natales de aquellas tierras lo empujó por las gradas, haciendo que la cabeza del hijo de allende de los mares estallase, como una ola contra las rocas. Un golpazo grande y terrible. Fue el estallido de algo más. El inicio de la revolución. En medio del caos, la Sombra Vigilante aplaudió. XIX El niño Silvio corrió hacia la madre de la revuelta, Victoria. Se abrazaron. Los dos hermanos se habían reunido. Ella preguntó por su otro hermano, pero él sólo lloró. XX El Imperio se disgregó durante los siguientes meses. Pequeñas comunidades se establecieron en cada una de las antiguas provincias. El poder absoluto había terminado. Ahora, todos obedecían a aquel sentimiento de libertad que les embargó en el pasado. Durante décadas creyeron que vivían bajo el imperio. Era un error. Empezaron a hacerlo cuando el Emperador fue Historia. Entonces, los soldados se retiraron y el nacimiento de una esperanza contra el Relojero se extendió. Su revolución era una llama puesta a arder en todo sitio donde la tiranía fuese un hecho. Sería su combustible. Su cabecilla era una muchacha que un día estuvo a punto de morir en la arena. Su nom-

bre era Victoria. Ella era la joven que, con un acto de sangre, hizo que el mundo se alzase. Era la Mujer que Mató al Emperador. Desde entonces, sus palabras cultivaron a la nueva resistencia contra el Relojero. Victoria pensaba que si había tenido aquella suerte, era porque su destino era liberar al mundo de aquel yugo terrible. Fue un milagro. Debía serlo. Porque la noche tras el día en que asesinó al Emperador, descubrió que su arma estaba atascada y sólo tenía una bala que podía hacer reventar el arma. Era una trampa. Aún así, mató a su enemigo. ¿Cómo? Se lo preguntaba. Aquella madrugada, fue la única en que asesinó a alguien de verdad. Al Líder del Senado, el hombre que le contó la verdad sobre su pistola a cambio de que le diese el Imperio. Desde entonces, la joven se maldecía con ello. Tenía pesadillas. Había hecho algo malo. Pero… estaba viva, había sido algo casi imposible y eso tenía un significado. Quizás si devolviese la libertad a la humanidad, se compensase su terrible acto. No sabía nada de la Sombra Vigilante que la salvó… Al menos, directamente. XXI Hay una dama con muchos apodos: la Mil Veces Maldita, la Mujer de los Ojos de Fuego, la Señora de la Devastación, la Muerte Encarnada… Sí, también es la Sombra Vigilante. Muchos la llaman también Quien Otorga Revoluciones. Ella llegó a Roma en una mañana soleada, oscurecida por el vapor. Ella se internó en el Coliseo. Ella lanzó la onda (con uno de los aparatos del Doctor Cowan) que devastó los cerebros de los Guardias Tic-Tac. Ella apuntó con su arma y reventó la cabeza del Emperador. Sembró una revolución, una historia que pasó de un lugar a otro, sin límites. Ella, siempre ella. En pos de un destino

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ARENA, VAPOR Y MISERIA mayor, siempre ella. El fin del Nuevo Imperio sólo suponía la caída de un peón del Relojero, pero Maverick la Mil Veces Maldita aguardaba que fuera una pieza de dominó. Quería que su caída significase la del resto de un mundo enfermo por culpa de gente como el Señor de las Máquinas o el Relojero. Mientras marchaba en un aeroplano, adelantando los dirigibles, su ojo rojizo y el otro aún con vida divisaban el horizonte. Amanecía. La luz se extendía. —Pronto el cielo será rojo. Estará teñido de sangre. Tu tiempo termina, Relojero. No era un deseo. Era una promesa. Maverick la Sombra Vigilante iba a vengarse. Su padre, el Relojero, iba a morir.

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EL CUADRO DE LOS BRADBURY

EL CUADRO DE LOS BRADBURY Nº8 Octubre ‘12

por Ramón Plana

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l sonido de la campanilla me despertó. Me incorporé torpemente en el sillón mientras me frotaba los ojos. Aparté el libro y alcancé a oír los pasos de la señora Pattinson que acudía para atender la llamada. Poco después tocaba con los nudillos en la puerta de la biblioteca, y la cara sonrosada de mi ama de llaves apareció en el umbral. —Doctor Woodward, el cochero ha venido a recogerle. —Me miró, y añadió—: Será mejor que se arregle un poco. Le diré que espere. —Gracias señora Pattinson. Enseguida estaré listo. Subí a mi habitación a quitarme el batín. Me lavé la cara y me peiné. Una camisa limpia, una corbata y un chaleco hicieron el resto. Me contemplé un momento en el espejo y bajé. Ahora, poco después, estoy sentado en el carruaje de Bradbury, en dirección a su casa, pensando en los avatares de la vida que me han llevado a esta situación. Me llamo George Woodward, doctor en siquiatría a punto de retirarme. Trabajo en un hospital y también tengo una modesta consulta privada. Hace unos días se presentó en ella mi colega, el doctor Hamptom, con la petición de que visitara a uno de sus pacientes y le diese mi opinión. Se trataba del último descendiente de una de las familias más antiguas de Leicester: Theodore Bradbury, y presentaba una posible esquizofrenia. Acepté hablar con él y confirmar el diagnóstico, pero solo podía dedicarle dos o tres días. Lo que empezó como un favor a un amigo, se convirtió en un caso cuyo final no acierto a predecir en este momento. Durante dos días he compartido con él las experiencias más inquietantes y aterradoras de mi vida, y esta noche espero desvelar lo que se ha convertido en una obsesión también para mí. Todo comenzó hace dos días, cuando acudí a su mansión para conocerle. Vivía en una extensa propiedad, dominada por un castillo imponente repleto de historias y secretos. El último de los Bradbury era un hombre atormentado, que, a criterio de su médico, padecía de alucinaciones. Estas se le presentaban en la forma de un antepasado suyo que falleció en extrañas circunstancias hace unos doscientos años y que, según él, se le aparecía con cierta frecuencia. Nuestra primera sesión fue al caer la tarde, tomando un té en su biblioteca. Al principio le costaba hablar, así que toqué temas que a él le gustaban: los caballos, el deporte y los libros. Dos Ánima Barda - Pulp Magazine

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RAMÓN PLANA horas después, pude hablar de pintura, y de ahí, pasé a su antepasado. —¡Qué cosas me dice! ¿Ve a un antepasado suyo? —dije mostrando sorpresa—. ¿Y cómo se le aparece? —Como una forma corpórea imprecisa — contestó con un murmullo—. Siempre a través de un espejo, o una sombra. —¿Por qué cree que es él? ¿No puede ser un reflejo, un montón de ropa o un juego de luces? —¡No! ¡Lo sé porque le conozco! Era pintor y hay autorretratos suyos por toda la casa — exclamó tajante—. Sus facciones son inconfundibles. —Pero al ser una forma imprecisa, ¿cómo puede usted distinguirlas? —A veces le ilumina un poco de luz. Entonces compruebo que es él. Llevo viéndole toda mi vida —dijo con voz angustiada. —¿Por qué piensa usted que se le puede ver a través de los espejos? —insistí. —Usted parece un hombre culto doctor. Seguro que ha leído a Platón. Asentí con la cabeza, sin saber a donde quería ir a parar. —Pues recordará lo que dice de las almas —continuó—. El griego afirma que son eternas y siempre están observando y cuidando nuestro mundo. Pero con el tiempo, sus imperfecciones les pesan y son arrastradas hasta que se apoderan de algo sólido en donde se establecen formando un cuerpo nuevo. El problema es que al nacer, han olvidado su conocimiento acumulado durante tanto tiempo y tienen que luchar contra los deseos del cuerpo desde cero, hasta redimirse. —Pero no veo la relación —comenté. —Porque no lo ha pensado con detenimiento —siguió Bradbury—. Al igual que la luz se descompone en colores a través de un cristal, así el mundo de los espectros nos deja entrever su imagen a través de los espejos. En ese reflejo, unas veces adoptan formas imprecisas y otras desconcertantes, pero se manifiestan porque de alguna manera el cristal desdobla la composición de su materia y muestra su

imagen actual, o aquello que fueron. —¿Y se comunica con usted? —¡Sí! A través de un cuadro. —¡De un cuadro! —repetí muy interesado por el giro que tomaban los acontecimientos. Esto no me lo había comentado Hampton. Los dos nos quedamos pensativos durante unos momentos. Nada en su proceder hacía pensar en que fuera un impostor. Realmente lo creía, y sufría intentando convencerme. Le miré. Sus manos se retorcían, sus ojos erraban por el vetusto y oscuro salón, lleno de libros y objetos. —¿Y yo podría ver ese cuadro? —le dije suavemente. Me miró sobresaltado, como si estuviese esperando que le hiciese la pregunta y la temiese. Luego dirigió la mirada al gran espejo que adornaba el salón, y volvió a mirarme de nuevo. —Sí —contestó. Sin poder evitarlo, yo también giré la cabeza hacia el espejo. Pero solo vi el reflejo del salón. Al retirar la vista, me volví a girar, pues me pareció ver en ese reflejo un ligero movimiento cerca de la puerta. El heredero de los Bradbury se percató de mi mirada y sonrió. —Ya empieza a percibir algo, ¿verdad? — dijo, algo inquieto. —Creo que sí —dudé—. ¿Puede ser su antepasado? —Claro, pero no se preocupe. No puede dañarnos. —De momento no me preocupa, solo siento curiosidad. ¿Decía usted que puedo ver el cuadro? —Por supuesto —dijo incorporándose—, acompáñeme por favor. Cogió uno de los pesados candelabros de bronce para alumbrarnos y se dirigió hacia la puerta. Salimos al recibidor, una ancha escalera de mármol cubierta por una larga alfombra ascendía hasta la primera planta por dos alas simétricas que se juntaban en un descansillo. —El cuadro está en el estudio que él utili-

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EL CUADRO DE LOS BRADBURY zaba para pintar, en el primer piso. Ahí guardaba él sus útiles. —¿Cómo utiliza el cuadro? No será escribiendo. —No. Lo utiliza pintando en él —respondió Bradbury mientras alumbraba el largo y oscuro pasillo—. Ahora lo verá. Llegamos hasta la tercera puerta y me pasó el candelabro mientras se inclinaba sobre la cerradura. —¿Le importa alumbrarme, por favor? Se abrió la camisa y sacó una llave muy antigua colgada de un cordón de oro alrededor de su cuello. La introdujo en la vieja cerradura y abrió. Entramos a una habitación donde las sombras huyeron bailando según avanzábamos nosotros. Descorrió las pesadas cortinas de un par de ventanas para que la claridad del atardecer nos iluminara algo más. Y allí estaba el cuadro, sobre un caballete, en el centro de la habitación, cubierto por un amplio lienzo blanco, rodeado de pinturas, pinceles, paletas y demás elementos propios de un pintor. Un diván, una estantería, unas sillas y una pequeña mesa completaban el mobiliario. En el suelo una alfombra muy gastada por el tiempo y con grandes manchas oscuras, se deshacía. Cerca del caballete, un espejo de cuerpo entero sobre un trípode permitía al pintor contemplar al modelo desde otro punto de vista. Nos acercamos ambos al caballete, Bradbury cogió el lienzo con la mano derecha y lo retiró despacio dejándolo en el suelo. Acerqué el candelabro. El cuadro contenía una escena en la que un hombre se inclinaba sobre otro que estaba en el suelo. Ambos posaban delante de un caballete de pintor sobre el que se veía un lienzo. La escena se desarrollaba en una habitación con una chimenea a la derecha y varias ventanas, dos de ellas abiertas dejaban entrar una luz tenue. —¿Lo comprende usted ahora? —dijo Bradbury con voz temblorosa. —No —contesté acercándome más para verlo en detalle—. ¿Qué tengo que comprender?

—Lo que ve en el cuadro es esta habitación, y la escena que se representa en él es lo que ocurrió aquel atardecer de hace cincuenta años. Le miré incrédulo mientras empezaba a comprender. —Él, de repente, empieza a dibujar algo —continuó—, algo que se va materializando en pocos días. Y acaba el cuadro cuando ocurre la tragedia. —Hizo una pausa antes de seguir—. Doctor Woodward, en esta habitación se han cometido más de cinco asesinatos durante doscientos años, y todos aparecieron pintados en el cuadro antes de que ocurrieran —terminó. Por primera vez un escalofrío me recorrió la espalda. —Pero su antepasado murió hace más de doscientos años. ¿Sugiere usted que los ha pintado él? —Sí —respondió. —¿Y no los ha podido pintar otra persona? —¿Quién puede pintar un cuadro en dos días, representando una escena que aún no se ha producido? —exclamó—. Además, sólo existe esta llave, y la habitación siempre se queda cerrada. —¿No hay pasadizos, ni falsos armarios, ni posibilidad de trepar hasta las ventanas? —¡No, no y no! —gritó nervioso—. ¡Ni pasadizos, ni armarios, ni ventanas abiertas! —Se quedó pensativo—. Bueno, hace tiempo hubo una chimenea, pero se tapió cuando empezaron los asesinatos. —No se irrite Bradbury. Comprenda que me cuesta aceptar el hecho de que un hombre muerto hace doscientos años pinte un cuadro de un asesinato que aún no se ha producido, y además en dos días. Lo podré creer cuando lo vea —dije mirándole. Acercó su cara a la mía escudriñando mis ojos. En los suyos pude ver como aparecía una chispa de locura. —¿De veras quiere verlo? —preguntó. Por un momento pensé en negarlo para conseguir que se calmara, pero el caso me interesaba. Necesitaba saber si era cierta su

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RAMÓN PLANA versión o si alguien manipulaba los hechos. —Sí —respondí con firmeza—, quiero verlo. —¡Pues lo verá! —repuso él con voz ahogada, apartando su cara de la mía. Los dos nos quedamos mirando el lienzo, alumbrados por la llama del pesado candelabro de bronce, mientras la luz que entraba por las ventanas disminuía, hasta desaparecer. Me acerqué un poco más y observé que el hombre inclinado tenía las manos en la garganta del que estaba tumbado. Lo estaba estrangulando. También pude ver que el cuadro que estaba detrás de ellos tenía pintada una escena similar, en la cual un hombre sujetaba por el hombro a una mujer mientras le clavaba un cuchillo en la espalda. Por la ropa, debían de ser del siglo pasado. —¿A quiénes representan las dos figuras principales del cuadro? —pregunté. —Uno es mi padre, el otro no lo sé —contestó Bradbury con una extraña calma. Le miré con sorpresa. Luego pregunté: —¿Y de quiénes son las figuras representadas en el pequeño lienzo que se ve al fondo? —De mi abuelo paterno, no recuerdo quién era la mujer —respondió con igual tono—. En el lienzo que aparece en la escena, siempre pinta en miniatura el asesinato anterior. —¿No ha conseguido comunicarse con él cuando se le aparece? —No —dijo—. Solo me mira en actitud suplicante. Lo veo en la biblioteca, a los pies de mi cama, siguiéndome por los pasillos, en los armarios. Siempre vigilando y suplicante. ¡No sé qué quie…! No llegó a terminar la frase. La puerta se cerró con un portazo, un reflejo de color brilló con violencia en el espejo y un murmullo se dejó oír en la habitación. La llama del candelabro se apagó y nos quedamos a oscuras. —¡Maldito! —gritó Bradbury descompuesto—. ¡Maldito seas mil veces! ¡Déjame en paz! —¡Tranquilícese! —exclamé nervioso mientras un frío intenso me corría por la espalda—. ¡Y encienda el candelabro, hombre!

Oí sus manoteos. Busqué la caja de cerillas en mis bolsillos, saqué una y la encendí. A su luz, pude ver al pobre hombre dando golpes al aire, con el candelabro apagado. Rápido, me acerqué a él, se lo quité de las manos y aproximé la cerilla. La luz pareció tranquilizarle. Le tomé del brazo y lo arrastré fuera de la habitación. La cerilla se me cayó de la mano. Bajamos al salón, le hice sentarse y le preparé un coñac. Yo me tomé otro. Mientras bebíamos, le observé. Estaba ensimismado, poco a poco recuperaba el color y la cordura. —¿Cree usted que eso lo ha provocado él? —le pregunté. —¡Sí! Lo hace para asustarle a usted y molestarme a mí. —¿Lo suele hacer con tanta intensidad? Me miró. —¿Le ha sorprendido, verdad? —murmuró. Luego dio otro sorbo a la copa y se quedó pensativo—. Suponiendo que haya sido él, no, normalmente no suele ser tan agresivo. —Levantó la cara—. Pero se habrá dado usted cuenta de que en la habitación no había corrientes de aire. —Es cierto, no había corrientes de aire — coincidí—. A pesar de todo me cuesta creer su historia, debe comprenderlo. —En la habitación me dijo que quería ver cómo cambiaba el contenido del cuadro, ¿no es así? —Sí, eso dije. —Pues ahora él lo ha oído, y actuará en consecuencia. —¿Piensa usted que empezará a pintar el cuadro de nuevo? —pregunté con interés. —¡Sí! Empezará pronto, ya lo verá. Ahora no se le puede parar. —Pero, ¿qué relación hay entre el cuadro y los asesinatos? —Es como si él, a través de la pintura, influyera en la voluntad del asesino para que cometa el crimen. Así ha sido en las ocasiones anteriores. —¡Bien! Entonces quiero asegurarme de que la habitación permanezca cerrada, y

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EL CUADRO DE LOS BRADBURY también quiero que me dé usted la llave. Así no podrá entrar nadie y no habrá asesinato. Bradbury me miró fijamente, y durante un rato no dijo nada. Luego una extraña sonrisa apareció en su rostro. —De acuerdo. Le daré la llave. Venga mañana por la mañana y revisará la habitación para comprobar que no se puede acceder a ella. Cuando esté conforme, la cerraremos y se llevará la llave otra vez. Pero pasado mañana por la noche vendrá usted aquí para ver si algo ha cambiado en el cuadro o no. Entonces comprobará si estoy loco, o si tengo razón y hay un maldito espectro en esta casa. Se convencerá cuando vea que solo ha necesitado dos días para pintar el nuevo crimen. Y se echó a reír histéricamente. II A la mañana siguiente el coche me recogió temprano y me llevó a la mansión. El mayordomo me abrió la puerta y me acompañó hasta la biblioteca. Bradbury me esperaba sentado en un sillón ojeando un libro. Después de saludarme se dirigió a su mayordomo. —Peter haga el favor de traernos el desayuno a la biblioteca. Estaremos más cómodos. —Como diga el señor —respondió el hombre con una ligera inclinación. Mientras desayunábamos hablamos de cosas sin importancia: el tiempo en Londres, las últimas disputas políticas en la cámara y lo difícil que estaba el servicio. Al llegar a este punto le miré y le dije: —¿Le importaría que hable con su mayordomo? —Si lo cree conveniente, hágalo. Pero solo lleva conmigo un mes. No creo que haya visto nada. —¿Qué pasó con el anterior? —Se puso enfermo y falleció —dijo Bradbury—. Él sí que vio algo, aunque no creo que supiera nada del fantasma. —Pues es una pena, me hubiera gustado hablar con él. ¿De qué falleció? —Creo que del corazón, era muy mayor. Pasado un rato, Bradbury me invitó a se-

guirle al primer piso, al estudio de su antepasado. Subimos pausadamente los escalones. Viendo la escalera a la luz del día, comprobé que los cuadros de las paredes resultaban inquietantes. Representaban a los personajes ilustres de la familia. Una vez ante la puerta, me pidió la llave y abrió. La habitación seguía como la dejamos, las dos ventanas con las cortinas descorridas, el lienzo en el suelo y la cerilla con la que encendí el candelabro caída al lado de la mesita. En ese momento el pelo se me erizó y un escalofrío me recorrió la espalda. La parte central del cuadro estaba manchada de pintura y las figuras centrales habían desaparecido. —Ya ha empezado —dijo Bradbury con voz ronca—. Nada lo podrá parar. —¿Me asegura usted que no ha entrado nadie en la habitación? Me miró a los ojos. —Ayer se llevó usted la llave y ya le dije que no existe ninguna copia. En la casa estamos solos el mayordomo y yo, y no hemos notado nada. No me lo explicaba, me resistía a aceptar una presencia del más allá que indujese al asesinato con la pintura de un cuadro. Examiné el suelo y las paredes, palpé todos los elementos que llevaban las cortinas buscando alguna pista, algún resorte. Busqué en la pared de la chimenea tapiada sin encontrar nada en absoluto. Miré detrás de las estanterías y en los escasos muebles de la habitación. En la tarima, bajo la alfombra y en las ventanas. Nada. Finalmente apagué el candelabro y lo dejé encima de la mesita. Salimos al pasillo y cerré la puerta detrás de nosotros. Bradbury me acompañó hasta la entrada. Allí nos despedimos y el cochero me llevó de nuevo a mi casa. El día siguiente transcurrió con normalidad. Comí en el hospital y tomé el té en mi biblioteca mientras consultaba casos parecidos. Luego me quedé dormido en el sillón, hasta que llegó el cochero para recogerme.

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RAMÓN PLANA III Es ya de noche cuando Bradbury me recibe en la escalinata, a pesar del ambiente frío y la fina llovizna. Ambos nos cubrimos con el enorme paraguas hasta llegar a la puerta. Allí nos espera Peter. Pasamos a la biblioteca y nos sentamos mientras el mayordomo nos trae un cordial para calentarnos. Bebemos en silencio unos sorbos. —¿Ha notado usted algo? —le pregunto para romper el pesado silencio. —No —contesta Bradbury, mirándome por encima del vaso. Peter entra en la biblioteca para cerrar las ventanas. Fuera el tiempo empeora. La llovizna es ahora una fuerte lluvia y comienzan a oírse algunos truenos lejanos, que preceden a las tormentas en esta época del año. —Cuando usted quiera subimos —dice Bradbury apurando la bebida. Encendemos un candelabro y vamos hasta el estudio. Allí le entrego la llave a Bradbury. Abre y entramos. La atmósfera dentro de la habitación es pesada. El cuadro está en su sitio, pero tapado por el lienzo. Ambos nos miramos, la tarde anterior lo habíamos dejado al aire y el lienzo estaba en el suelo. —¿Ha podido entrar alguien? —pregunto. Niega con la cabeza y aproximándose al caballete, coge el lienzo y deja al descubierto una parte. La sangre se me hiela en las venas cuando veo, perfectamente dibujado, a Bradbury con un candelabro en la mano y en actitud de golpear a alguien. Alargo la mano para retirar el lienzo del todo. Y entonces sucede. El golpe me pilla por sorpresa, derribándome al suelo, y en la caída dejo el cuadro al descubierto. Intento volverme y protegerme la cabeza, pero ya es tarde, el segundo golpe de Bradbury me rompe el cráneo. Me desplomo y contemplo con horror que el segundo personaje del cuadro soy yo. Mientras me desvanezco miro al espejo y allí veo reflejado al espectro. Está terminando de pintar el cuadro. No hay maldad en sus facciones, sino compasión y pena. Entonces entiendo. La maldad está en la familia Bradbury, en los descendientes del fantasma. Por eso advierte a todos, denunciando en su cuadro esa enfermedad que les obligaba a matar en esta habitación. Una sensación de paz calma mi anhelo. Ya sé la verdad. Me siento absorbido por un túnel y una luz me llama en la lejanía.

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RELACIÓN COMERCIAL

RELACIÓN COMERCIAL por J. R. Plana

Nº1 Febrero ‘12 Careless City es un sitio difícil para vivir. Henry es un hombre bueno, pero sabe que de eso no se come. Así que tendrá que ir por el mal camino. —Nosotros podíamos ayudarte —el hombre le miraba fijamente con sus ojos blancuzcos desde el otro lado de la mesa. La escasa iluminación del estrecho despacho, proveniente de una pequeña lámpara situada sobre el escritorio, proyectaba unas amenazadoras sombras en su cara—. Ayudamos a la gente, cuidamos de ellos, procuramos que nunca les falte de nada. Pero no somos hermanitas de la caridad, ¿comprendes? Si hacemos lo que pides, entonces nos debes un favor. Y uno gordo. Así funcionan las cosas, tú me ayudas, yo te ayudo y todos contentos. ¿Me sigues? —una sonrisa se extendió por su rostro. —Por supuesto, señor Hillspeak. Henry Craw era un hombre de unos treinta y pocos años, casado y con un hijo. Pertenecía a la clase media-alta, era una persona honrada y de buena fe, el ejemplo de ciudadano, empleado, padre y esposo casi perfecto. Trabajaba en una fábrica desde hace mucho tiempo como contable. Era una empresa familiar, sin muchas pretensiones. —Eso está bien, muy bien. Te voy a explicar cómo funciona esto. Nosotros te preparamos el dinero, lo tendremos listo para mañana. A partir de ahí tienes dos opciones a elegir: o nos lo

devuelves íntegro más unos intereses pasado un tiempo… o entramos en una especie de relación comercial; trabajas para nosotros hasta que saldes tu deuda. Eso depende de ti, Henry, tú decides qué prefieres. Las dos opciones son igual de buenas, pero has de ver si serás capaz de devolvernos todo o no. ¿Qué harás, Henry? Hillspeak era un mafioso, y de los peores. Era la mano derecha de uno de los peces gordos de la ciudad, uno especialmente cruel, sanguinario y avaricioso. Hillspeak era algo así como el lugarteniente, se encargaba de dar órdenes a los esbirros y manejar todos los trapos sucios. Al igual que su jefe, no tenía ni una pizca en todo su ser de buena persona. —Creo que trabajaré para el señor Vandergeld y para usted. —Buena elección, Henry, buena elección.

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J. R. PLANA Pero dejemos al señor Vandergeld por ahora, esto es entre tú y yo. ¿Sabes qué, Henry? Eres un hombre sensato, y eso me gusta. Es bueno que seas sensato, es más bueno que inteligente. ¿Sabes en qué se diferencia un hombre inteligente de un sensato, Henry? ¿Lo sabes? Hillspeak, además, estaba muerto. Literalmente. Piel pálida, dientes rotos y afilados, sin calor en las venas. Nadie sabía con seguridad por qué había muerto, pero el caso es que había pasado. Cuando ocurrió, Vandergeld trajo del sur al mejor nigromante que pudo encontrar, y este se aplicó para traer de vuelta a la vida al infecto y asqueroso Hillspeak. Todos en Careless sabían que pasaban cosas raras, pero casi siempre simulaban no verlo. En parte porque les daba miedo, y en parte porque esas cosas raras solían estar relacionadas con los turbios asuntos de la mafia local. —No, señor. —Los hombres inteligentes a veces piensan demasiado, y es entonces cuando se pasan de la raya. Ahí suelen venir los problemas, y a nadie le gustan los problemas. En cambio, un hombre sensato sabe siempre lo que conviene, a él y a su familia, y sabe que no es bueno para nadie meterse en problemas. ¿Te consideras un hombre sensato, Henry? —No lo sé, señor Hillspeak. Las opiniones sobre mí han de decirlas los demás, yo no tengo perspectiva. —Ahí lo tenéis, chicos —dijo haciendo un aspaviento dedicado a los dos matones que vigilaban cada movimiento de Henry—, es un hombre sensato y cabal. Y además humilde. Eso me gusta, me gusta mucho. Los hombres humildes saben siempre cual es su lugar, y eso es importante, Henry. Créeme, si hubieras ido de listillo estarías ya en la calle, igual con alguna bala en el cuerpo. Pero no, has sabido comportarte. Bueno, Henry, hablemos de nuestro trato. Necesitas dinero, mucho dinero, y yo puedo dártelo. Aunque es mucho para un contable como tú, Henry. Cuéntame, ¿para qué quiere alguien sencillo tanto dinero?

—Es la previsión de gastos de los próximos meses, señor. Acabo de perder el empleo, y tengo que mantener a mi mujer y a mi hijo, señor. Tenemos unos gastos fijos de los que no podemos prescindir y que no tengo manera de cubrir. Ahora Henry no podía evitar el recordar todo el tiempo dedicado al negocio, los esfuerzos que había hecho por sacarlo adelante, siempre más allá del deber, muchas veces fuera de horario. Recordaba las palabras de felicitación, las alabanzas, los “nunca olvidaremos lo que has hecho por el negocio, aquí tienes un amigo, para lo que necesites”. Pero el dinero llamó a la puerta del jefe, y se le olvidaron todas las promesas. Vendió la fábrica y se largó con la pasta. Henry no tenía claro que le sentaba peor: pensar que le habían traicionado o que aquello nunca había sido sincero. Probablemente las dos juntas, que al fin y al cabo era de lo que se trataba. —Eso es un problema, Henry. Pero dime, ¿por qué no has buscado trabajo? —Ya lo he hecho, señor, pero no hay nada. Llevaba ahí trabajando mucho tiempo, y nadie me ofrece un puesto igual que nos sirva para vivir. El dinero lo necesito para poder dedicarme a buscar un buen empleo mientras, señor. Los Estados Unidos de los años 20 eran difíciles para el que se mantenía en cierto lado de la ley. —Ya veo, ya veo. Es muy lógico, Henry. Supongo que no querrás un trabajo en condiciones inferiores a las anteriores, ¿me equivoco? —No señor, no se equivoca. —Lógicamente… Yo también haría lo mismo. Henry, has hecho bien viniendo aquí. Verás, Henry, eres un buen hombre, eso me parece. He podido averiguar unas cuantas cosas sobre ti, y no veo motivo para no ayudarte. Y lo que es más, me gustas, Henry, pareces fiable, y hay pocos hombres que sean fiables. Eso es bueno, créeme. Tampoco se me pasa por alto que tu anterior trabajo era en una empresa que ahora es propiedad de Vandergeld, y probablemente tras su compra te has

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RELACIÓN COMERCIAL visto en la calle, ¿verdad? —Sí, señor. “En la calle y repudiado por todas las empresas de la ciudad. Unas, por haber trabajado para un negocio que ahora es de Vandergeld, otras, por ser del propio Vandergeld y mantener la política de no contratar a nadie a quien han despedido”. —Bueno, bueno, es una situación un poco incómoda. Por eso voy a hacer un favor extra. Ya que es nuestra culpa que hayas acabado así, quiero recompensarte. No sólo te voy a ayudar, sino que además te voy a dar un trabajo. Lamentablemente no necesitamos contable, pues ese es mi puesto, y, por desgracia, aún estoy vivo —qué ironía—. ¡Ja, ja, ja! Pero siempre necesitamos gente, y más si es fiable, honesta y sensata. Entrarás a trabajar para mí, ya te diré cuales serán tus funciones. No es nada glamuroso, y probablemente tampoco sea cómodo, pero créeme, es mejor que estar en una obra a la intemperie. A cambio, mañana te daré el dinero que necesitas. Tú trabajarás hasta haberlo pagado por completo, como te he dicho antes, y luego te daremos la oportunidad de decidir si sigues o no con nosotros. Además de esto, te pasaremos una gratificación mensual por las molestias, para que compres algún capricho a tu mujer y tu hijo, ¿qué te parece, Henry? ¿Soy o no soy generoso? —Sí que lo es, señor. Muchas gracias. —Excelente, si tú estás contento, yo estoy contento. Y vosotros dos también, ¿verdad? Nos gusta ayudar a los demás. Yo digo que el poder no sirve de nada si no haces más fácil la vida de los que te rodean, ¿no te parece, Henry? Esto es como una gran familia, siempre unidos y ayudándonos los unos a los otros. Eso es muy bueno, ¿no crees? Que todos estemos ayudándonos, al fin y al cabo el ser humano es social, y necesita de esa sociedad para sobrevivir. —Por supuesto, señor. —Claro que sí. Sólo una cosa más antes de cerrar el trato, un pequeño detalle. Por favor, Bob, pásame esos papeles de ahí encima —

el forzudo con cara de bruto de la derecha le pasó un montón de papeles—. Déjame ver… Perfecto. Verás Henry, permíteme que haga un inciso para aclararte una cosa. Soy un hombre generoso, pero no soy tonto. Muchos han intentado engañarme y aprovecharse de mí, y eso no me gusta. Por eso, para asegurarnos de que todo va sobre ruedas, tengo que pedirte una cosa a cambio. —Usted dirá, señor. —Te lo diré sin rodeos: queremos las escrituras de tu casa. Tranquilo, no te sobresaltes, no nos las quedaremos, es como una fianza, por llamarlo de alguna manera. Tú nos das los papeles y así sabemos que te comprometes a quedarte con nosotros hasta el final. Cuando la deuda esté saldada, los papeles estarán de vuelta. ¿No te parece justo, Henry? Hay que cubrirse las espaldas, aunque sinceramente creo que contigo no será muy necesario, pues eres una persona sensata. Pero nunca se sabe. ¿Qué dices, Henry? ¿Hay o no hay trato? —Sí, señor. Hay trato. —¡Excelente! ¡Excelente! Aplaudo tu decisión, demuestra que eres lo que yo pienso que eres. Toma, en esta nota está la dirección y la hora donde nos encontraremos mañana por la noche. Tenemos que pasar cerca de tu barrio, así que no te haremos moverte mucho, ¿eh? Más cómodo para ti y no supone molestia para nosotros. Nos veremos en un pequeño callejón, el que une Anchor Street con el cementerio Painfield. Así estarás oculto a la vista de los curiosos, conviene que nadie te vea con tanto dinero encima. —Muy bien, señor, muchas gracias. —Ah, y recuerda Henry: no nos des problemas. No nos gustan los problemas, y a ti tampoco deberían gustarte. Eres un hombre sensato, y los hombres sensatos huyen de los problemas. No hace falta que te cuente lo que les pasa a los que meten la pata, ¿verdad que no, Henry? —Por supuesto que no, señor, puede estar tranquilo, sabré cumplir mis obligaciones. —¡Así me gusta! ¡Tomad ejemplo, merlu-

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J. R. PLANA zos! Henry es un hombre íntegro y obediente, tiene un gran porvenir y se preocupa por su familia. Pasa buena noche, Henry, mañana nos vemos. Procura no retrasarte y, ante todo, no faltes. Te estaremos esperando, Henry. —Muchas gracias señor Hillspeak, allí estaré. Henry paró un taxi que pasaba justo por delante de la nave. Había pensado en caminar hasta casa, pero hacía un frío cortante y era probable que volviera a nevar. Además, no tenía ganas de patear mucho por ahí, le apetecía llegar cuanto antes, cenar y acostarse. —A Peakcow Road, por favor. —En seguida, jefe. El taxi voló por las oscuras calles de Careless City. Su casa estaba en la otra punta de la ciudad, y eso le obligaba a pasar por el centro. La vida nocturna comenzaba a hacer su aparición, a pesar del frío. Henry estaba sumido en sus pensamientos, prestaba poca atención a lo que ocurría a su alrededor. Pensaba en lo que iba a hacer, en las implicaciones que acarrearía para su familia, pensó en Margaret y en el pequeño Danny. No le gustaba aquello, no señor, ni un pelo. Pero las cosas se estaban poniendo feas y cada vez había menos dinero de los ahorros. Con un frenazo, el taxista paró en el semáforo que antecedía a Peakcow Road, la colina donde se ubicaba antes el matadero local, convertida desde hace unos años en un barrio residencial plagado de pequeñas casas. Era para la clase media, un buen barrio en general. No solía haber problemas y la gente era amable, en su mayoría familias con uno o dos hijos. —Déjeme aquí —le dijo al taxista—, caminaré lo que falta. —Usted manda —contestó encogiéndose de hombros. Pagó la carrera y se bajó, abrigándose ante la fuerte racha de viento helado. Caminó lentamente, pensando, mientras procuraba no

resbalarse. Algún rincón de su mente insistía en que el asunto con Hillspeak no estaba bien, le inundaba con una especie de sensación de pánico que impulsaba a sus piernas a salir corriendo en dirección contraria. Demonios, era el brazo derecho de Vandergeld, y ese tipo eran palabras mayores. Tenía metidas las manos en muchos pasteles, algunos muy sucios, y dominaba a casi todos los políticos y autoridades en varias millas a la redonda. Incluso algunos decían que tenía amigos íntimos en Washington. Pero a Henry no le quedaba otra, estaba contra la pared. Hay que pagar facturas. Hay que alimentar bocas. Y su nivel de vida no se podía adecuar a los sueldos de puestos menores. Todo esto era culpa de la fábrica. Todo esto era culpa del señor Howards, que había sucumbido ante el dinero, faltando a su palabra. Qué idiotez, todo era culpa del Vandergeld, y su ansia expansiva desenfrenada. “Los negocios son los negocios”, pensó Henry. Y una mierda, Vandergeld apestaba. Compraba y vendía según le apetecía, conforme a sus caprichos e impulsos. Le importaba un comino las vidas que segara a su paso. Por eso todos le tenían tanto miedo. Por eso todos querían llevarse bien con él. Por eso todos le odiaban a muerte. Henry entró en su casa procurando hacer el menor ruido posible. La noche avanzaba, y supuso que estarían durmiendo. Margaret le esperaba en la cocina, despierta. Estaba leyendo. —Qué tarde vuelves. ¿Ha ido bien? —Sí, no ha ido mal. Hillspeak nos prestará el dinero. —¿Qué ha pedido a cambio? —así era Margaret, no se andaba por las ramas. —Que trabaje para él hasta pagar la deuda. Y los papeles de la casa, como aval. A cambio me dará un poco de dinero extra cada mes, por las molestias. —Es un cerdo hijo de puta. —No tenemos otra cosa. —Que le den. Henry no pudo evitar sonreír. Margaret tenía carácter, era parte de su encanto. Con

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RELACIÓN COMERCIAL ella podía hablar de todo, no se escandalizaba como otras mujeres, y tenía las cosas muy claras. Siempre le pareció alguien adelantado a su tiempo. Le dio un beso al tiempo que le acariciaba la cara. Al acercarse, notó un leve olor a alcohol, a vino. Margaret se tomaba una copa al cenar, dos si estaba nerviosa. —Qué cosas tienes. De repente se puso seria. Más de lo que estaba, con el ceño muy fruncido. El mal humor empezó a hacer su aparición. —Estoy muy harta. Estoy muy cansada. No me gusta que jueguen con nuestras vidas como si fuéramos peones, no me gusta que se crean los amos del mundo. —No lo son, cariño, sólo mandan aquí. —Pues vámonos. —No podemos, tenemos nuestra vida aquí. Es más, fuera es igual. Todas las ciudades tienen sus Hillspeak, sus Vandergeld, sus Donatti y sus todos los demás. Cambian los nombres, cambia el estilo, cambia la ciudad, pero en el fondo es todo igual. —Esto es una mierda, no quiero que mi hijo crezca así. —Es comprensible, pero no podemos hacer mucho. Sólo aguantarnos y buscarnos la vida lo mejor posible. —Se puede hacer algo, se puede decidir qué hacer con lo que tienes. —Eso digo… —No me refiero a eso, a agachar la cabeza y tragar. Me refiero a jugar en su terreno, a ponerse a su altura. —Maggie, eso es muy difícil, necesitas dinero, necesitas gente, influencias… —Al carajo, todo eso viene junto. ¿Cómo te crees que lo hicieron ellos? Primero el dinero, después lo demás. Esto es América, cualquier tonto hace dinero si sabe cómo. Y si eres avispado, puedes llegar mucho más lejos —el alcohol empezaba a insuflarle aires de grandeza. —Margaret, las cosas no son tan fáciles, nunca es tan simple. —Henry, metete bien esto en la cabeza, te lo diré sólo una vez, ya que te considero

un hombre inteligente. El mundo se mueve por voluntades. Las hay fuertes y débiles, y suelen ser las primeras las que hacen que las cosas funcionen. Con voluntad consigues resultados. Con voluntad y capacidad, llegas a donde quieras. Esos tipos imponen su ley porque consiguen doblegar la voluntad de los demás, sólo por eso. Es más fácil callarse y seguir la corriente, eso lo sabe todo el mundo. Son muy pocos los que se giran para plantar cara, y aún menos los que tienen la cabeza suficiente para darse cuenta de que la única forma de ganar a esa gentuza es jugar a su juego. No implica rebajarse a su nivel, aunque a veces haya que hacerlo, sino entrar en su tablero, darles en el terreno que creen suyo en exclusiva. No están acostumbrados a que les lleven la contraria, Henry. —Margaret, ya está bien. Tenemos un hijo y un hogar que mantener, son tiempos difíciles y las cosas hay que hacerlas como hay que hacerlas, y punto. Ahora vete a dormir, ya es tarde. Cenaré algo y ahora me acostaré. —Son tiempos difíciles… Que excusa más mala, es en los tiempos difíciles cuando surgen los héroes, ahí está el mérito. Todo el mundo juega a ser valiente cuando la cosa está tranquila, eso es fácil. Y dejando la frase en el aire, se perdió por el pasillo, rumbo al dormitorio. Henry cenó poco y mal, seguía pensando. El enardecido discurso de Margaret, producto del vino, había reavivado el conflicto que mantenía en su interior. Eran argumentos demagógicos, más sencillos de decir que de hacer, el típico sermón. Pero, a pesar de saberlo, y sin quererlo, Henry no podía evitar pensar en ello. Él no era hombre arrojado, ni siquiera valiente, sólo un hombre que se preocupaba por su familia. Sensato, como había dicho Hillspeak. Pero por el Santo Cielo que estaba harto de todo aquello, de ser siempre el correcto y el último mono. Encendió un cigarrillo, para hacer mejor la digestión. Después de ese fue otro, y otro más. Luego una copa de ginebra y otro cigarrillo. Y así se pasó la noche, rumiando los pros y

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J. R. PLANA los contras de trabajar para los hombres que odiaba, de las consecuencias de lo acontecido, del porvenir que les esperaba, de lo que sería de Danny cuando creciera, de si podría pagar o no la universidad de chico y de cómo el orden de la sociedad apestaba a corrupto desde bien lejos. La luz del amanecer lo sorprendió erguido sobre la silla, los codos sobre la mesa, las manos unidas como en oración delante de la cara; los ojos, fijos en el frente, llenos de determinación, impregnada al mismo tiempo por la tristeza de quien se sabe avocado a lo inevitable. Margaret entró en la cocina. Llevaba puesta la bata y lucía la expresión típica de alguien que se acaba de levantar. —No te has acostado. —Ya ves que no. —Has estado pensando en lo que dije anoche, ¿no? —Sí. Guardó silencio, esperando una continuación por parte de Henry. —¿Y bien? —No podemos hacer locuras, Margaret, tenemos un hijo, y eso es una responsabilidad muy grande. Seguiré adelante con esto, no hay otra alternativa de momento. Ya buscaremos una salida más adelante. Margaret suspiró, desviando su mirada de Henry al suelo, y de vuelta a este otra vez. —Me parece bien, haz lo que tengas que hacer. —Gracias. Mientras su mujer preparaba el desayuno y despertaba a su hijo, Henry se dio una ducha rápida. Tenía algunas cosas que hacer ese día, aún faltaba mucho para la cita con Hillspeak. Cuando acabó, bajó a desayunar con Danny. —Hoy llevo al niño al colegio, Maggie, yo me ocupo. —Vale, así aprovecho yo para ir a comprar unas cosas. —Vámonos, campeón. La escuela estaba cerca de Peakcow Road,

así que fueron dando un paseo. El niño iba dando saltitos y corriendo de aquí para allá, feliz y contento de ir acompañado por su padre, cosa extraordinaria. Bueno, todo lo feliz y contento que puede acudir un niño al colegio. Henry, una vez que vio a su hijo entrar mientras le decía adiós con la mano, paró un taxi para que le llevara al centro. —¿A dónde le llevo, caballero? Henry titubeó un segundo. Había planeado con cuidado cuál iba a ser su ruta esa mañana, pero una nueva idea cruzó fugaz su mente, desbaratándole todas las intenciones. —A la iglesia del Santo Bautista, por favor. La iglesia del Santo Bautista era una de las pocas en la ciudad cuyo sermón merecía la pena. El párroco, Jean-Baptiste Emmanuel, cuyo nombre iba como anillo al dedo, era uno de esos pocos hombres que, como había dicho Margaret, plantaba cara. No sólo decía cosas inteligentes y útiles en sus homilías, sino que además atacaba de frente contra la corrupción, el favoritismo y la explotación de “los grandes puercos de esta cochiquera mal llamada ciudad”. Mientras que casi todo el clero residente en Careless, al igual que la práctica totalidad de la población, poseían una peculiar ceguera en todo lo que referente a los “asuntos” paranormales que, como Hillspeak, campaban a sus anchas por la población, Jean-Baptiste era un denodado persecutor de todo aquello que oliera a maligno. Era, por lo tanto, un hombre muy versado, tanto en temas sobrenaturales como relacionados con la putrefacción del alma. Por eso Henry lo había elegido, en el último momento, como la mejor fuente para calmar sus inquietudes. La oscura y alta iglesia estaba en completo silencio. Henry recorrió el pasillo central hasta llegar a las puertas que daban paso a los despachos. Lo encontró en la vicaría, leyendo atentamente unos papeles. —Henry, querido amigo, pasa y siéntate, ¿en qué puedo ayudarte? —Padre, necesito su consejo y guía, me hallo en una complicada situación. —El Señor nos mostrará el camino, cuénta-

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RELACIÓN COMERCIAL me que te inquieta. Henry pasó buena parte de la mañana hablando con el cura. Llegó a su casa al mediodía, para la hora de comer, con un paquete en las manos. Margaret no reparó en ello, comenzó a contarle lo que le había ocurrido esa mañana. El resto del día transcurrió muy tranquilo, con Henry encerrado en su despacho revolviendo entre los papeles, en busca, supuestamente, de la escritura de la casa. Estaba taciturno y muy callado, lo que sin duda era señal de su alta concentración. Margaret optó por no molestarle, interrumpiéndole únicamente para decirle que iba a buscar a Danny a la salida del colegio. Henry asintió, diciéndole a su mujer que él saldría en un rato, quería hacer un par de cosas antes de ver a Hillspeak. Su mujer se fue de casa, inquieta ante la perspectiva de ver a su marido tratando con esos delincuentes. Eran gente peligrosa, que sabían aprovecharse del incauto y el desprotegido, tenían que ir con mucho cuidado. Cuando faltaba un par de horas para la cita fijada, Henry salió, envuelto en su única gabardina, con la bufanda al cuello y los guantes en las manos. Comenzaba a nevar otra vez, aunque con poca fuerza. —Esto no me gusta, Bill —Hillspeak se pasaba la lengua por los dientes, mientras lanzaba impacientes miradas a las dos entradas del estrecho callejón. Los dos matones que le acompañaban tiritaban de frío, calentándose las entumecidas manos descubiertas con el aire templado de sus pulmones. En cambio Hillspeak estaba cómodo, a pesar de no llevar ni guantes ni bufanda, sin mostrar ni un solo indicio de congelación -. Henry nos está haciendo esperar, y a mí no me suelen hacer esperar. Es más, una vez hubo un tipo que me… —Ahí está, señor —el bruto movió la cabeza en dirección a Painfield. Henry avanzaba entre los copos de nieve, igual de cubierto que cuando dejó su casa.

—¡Llegas tarde, Henry! ¡Te dije que fueras puntual! ¡No me gusta que me hagan esperar! Henry no apresuró su paso ni tampoco abrió la boca. Tenía la vista fija en los tres hombres, medio ocultos por las sombras del callejón mal iluminado. —¿Dónde están tus modales? ¡Deberías pedir…! ¡Blam! ¡Blam! Los dos gorilas cayeron al suelo de golpe y sin pronunciar palabra. Henry sostenía con mano firme un colt de tambor, la pistola que le compró su padre cuando alcanzó la mayoría de edad. Su expresión era de funesta determinación, y miraba fijamente a los dos hombres caídos, aguardando por si los disparos no habían sido mortales. —¡Pero qué haces desgraciado! Hillspeak tenía la boca abierta, lanzaba rápidas miradas de los cadáveres al hombre que tenía delante. De repente reaccionó, sacando una pequeña pistola de su gabardina. Henry le apuntó automáticamente, avanzando un par de pasos hacia Hillspeak. —¡Eres un imbécil! ¡No puedes liquidarme con eso, gilipollas! ¡Te voy a matar! ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! Los tres disparos impactaron en el pecho, cuello y cara de Hillspeak, que se derrumbó de inmediato hacia atrás, con cara de sorpresa. Henry permaneció unos segundos quieto, y luego se acercó lentamente a los tres cadáveres. Los matones estaban definitivamente muertos; los disparos habían sido precisos, aniquilándolos al instante. El cuerpo de Hillspeak presentaba agujeros anormalmente grandes, que expulsaban un fino humillo acompañado de una especie de siseo, pero sin una sola gota de sangre. “Jean-Baptiste ha hecho bien su trabajo”, dijo para sí. El religioso había impregnado con agua bendita, una por una, todas las balas del arma. A eso añadió varias oraciones contra el sacrílego y un par de bendiciones, asegurando que con eso bastaría para mandar a Hillspeak más allá del infierno.

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J. R. PLANA Henry guardó el arma, se agachó y empezó a rebuscar en los bolsillos del contable. Tal y como había supuesto el párroco, Hillspeak llevaba, además del dinero acordado con Henry, la recaudación de esa zona de la ciudad; una cantidad que no había visto junta en su vida, y menos en billetes. Junto al dinero, que iba cuidadosamente metido en un sobre, Henry encontró varios papeles, un juego de llaves y una pitillera. Dejó esta última y se guardó todo lo demás. En los bolsillos de los matones no había nada de interés, así que los dejó como estaban. Cuando salió a la calle que bordeaba Painfield, le sorprendió gratamente descubrir que no se hoy ninguna señal de alarma en la lejanía. La gente estaba demasiado acostumbrada a oír tiros y peleas, y resulta altamente recomendable no meter las narices donde nadie te llama. Henry caminó tranquilo, procurando no llamar la atención, a pesar de que no había un alma en la calle. Anduvo un par de manzanas más, alejándose lo máximo posible de los cadáveres, y luego cogió un taxi. Indicó la dirección al taxista y se recostó en el asiento con un suspiro. “Esto no ha acabado”, pensó. “Peor aún, no ha hecho más que empezar” En casa le esperaba Margaret, despierta igual que la noche anterior. Nada más entrar en la cocina, se quitó el abrigo y se derrumbó en la silla. —Al final lo he hecho. Margaret permaneció callada unos segundos, intentando entender las implicaciones de las palabras de su marido. —¿El qué? —Hacerte caso. Le he volado la tapa de los sesos a Hillspeak y a sus gorilas. Luego le he quitado todo el dinero que llevaba, que es mucho, junto con unas cuantas cosas más. Margaret perdió el color, pero no la compostura. —¿Y qué piensas hacer ahora? —Mañana te irás de aquí con Danny. Marchaos a casa de tu madre, o de tu hermana,

las dos viven en ciudades cercanas, me da lo mismo. Mejor incluso si no lo sé. —¿Y qué pasa contigo? —Voy a hacer unas cuantas llamadas. Vandergeld no se quedará de brazos cruzados. Con un poco de suerte le echará la culpa a Donatti, McGerald o alguno de esos. Pero es poco probable, investigará mucho antes de hacer nada. Así que más vale estar prevenido. —Cielos, Henry, dónde te has metido. —En algo gordo, cariño. Demasiado gordo, quizás. —¿Estás solo en esto? —No. Hay alguien conmigo, alguien que conoce mucho del tema. No preguntes más. Y voy a buscar a más gente, todos de confianza. —Espero que sepas lo que haces —le miró fijamente durante unos segundos, con una gran intensidad—. Voy a preparar las maletas, saldremos en cuanto amanezca —le besó larga y pausadamente—. Estoy orgullosa de ti. Aquello sorprendió a Henry. Margaret le había sermoneado, pero estaba casi seguro de que esa charla era sólo una forma de librar tensión, que realmente no pensaba seriamente nada de lo que había dicho. Esas palabras le habían demostrado que estaba equivocado. Henry se levantó de la silla, y, con paso lento y cansado, se dirigió al salón, donde tenían el único teléfono de toda la casa. Tenía muy claro a quién debía llamar primero. —Quién es —una voz masculina con tono de mal humor respondió al otro lado de la línea. —Frank, soy yo, Henry. —Maldita sea, hermanito, estas no son horas de llamar. —Tengo un problema, necesito tu ayuda. Frank meditó un segundo antes de hablar. —Qué tipo de problema. —Una relación comercial. Violenta. Y lucrativa. —¿Cómo de lucrativa? —Enormemente lucrativa. —¿Y de violenta?

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RELACIÓN COMERCIAL —Probablemente más que lucrativa. —Esto suena bien. ¿Tengo que ir a Careless? —Sí. —¿Habrá que disparar? —Sí. —Entonces me llevo la escopeta. —Mejor las dos. —Ya veo, por si acaso —meditó otro segundo—. ¿Me llevo amigos? —Sí. Pero únicamente si son de confianza. —Todos mis amigos son de confianza. Especialmente si hay violencia y dinero de por medio. —Tú verás. No podemos meter la pata. —Descuida. —Vente cuanto antes. —Lo que sea por mi hermano mayor. Allí me tendrás. “Ahora, Vandergeld” pensó Henry, sin poder reprimir una enorme sonrisa lobuna, “jugaremos al mismo juego y en el mismo campo”.

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CARLOS J. EGUREN

UNFORGETTABLE

Nº8 Octubre ‘12

por Carlos J. Eguren

Un anciano empieza a ser perseguido por una especie de organismo secreto (¿buenos o malos?) que buscan unos recuerdos que no son suyos. Sin embargo, el viejo parece no acordarse de nada... Incluida su propia vida. “Unforgettable, that’s what you are. Unforgettable though near or far. Like a song of love that clings to me. How the thought of you does things to me. Never before has someone been more […]”. Unforgettable de Nat King Cole.

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UNFORGETTABLE

F

ue despertar de la inconsciencia para atontarse con tantas preguntas. —¿Está despierto? ¿Está con nosotros? Sí, así es. Soy Don Gris, un agente a servicio secreto del gobierno y quiero saber qué sabe de nosotros, señor Hinds. ¿Qué esconden tantas arrugas? A lo que el viejecillo respondió con cara de extrañeza: —¡¿Qué?! ¿Puede repetir? ¿Puede hablar más alto? ¡A los jóvenes de ahora no se les entiende nada! La mayoría de las veces hizo aquello de no escuchar por necesidad (estaba algo sordo), la otra mitad por fastidiar a la gente vestida con trajes y caras largas. Era tan irrespetuosa… ¿Por qué le preguntaban tantas cosas? El anciano acababa de recuperarse de una operación. Se encontraba en aquella habitación blanquecina junto a un hombre que no conocía de nada y que le fulminaba a preguntas. Y no, no era un concurso de holotelevisión. ¿Por qué no habían enviado, al menos, a una enfermera sexi? Don Gris miró a Doña Gris. Ambos se encogieron de hombros. Ella ya lo había dicho antes: “Creo que otros se han trabajado ya al viejo este y le han robado todo lo que sabía”. Don no estaba dispuesto a creerlo aún, había hecho un curso de tres meses para ser incrédulo. Doña Gris marchó a por un café, mientras Don Gris seguía con su asedio. —Señor Hinds, el pasado cuatro de octubre, a las doce y treinta y dos, compró un rememorador en un mercadillo de las afueras de la ciudad, regentado por Bloom, el Ladrón de Cuerpos. Sabemos todo. —Es que estoy sin blanca. —¿Disculpe? —¡QUE ME LO COMPRÉ EN UN MERCADILLO PORQUE ESTOY SIN BLANCA! ¿Cree que la pensión me da para repararme? ¡El año pasado vendí un riñón a cambio de la cadera nueva! —No es eso a por lo que he venido… —¿Por qué me hace perder el tiempo entonces?

Don Gris sacudió el rostro. Vaya, aquello pintaba especialmente difícil. Había sido preparado para interrogar a tipejos que eran moles de músculos y se habían arrancado la lengua para no decir nada, pero el paciente Hinds parecía más complicado. —Señor Hinds, usted compró un rememorador que no estaba en blanco. Ni siquiera fue reiniciado. Ese grabador y visor tenía recuerdos de su antiguo portador. Perteneció a Don Rosa que… —¡Qué nombre más ridículo! ¿Ya no os ponen nombres de verdad? ¡Es vergonzoso! Don negó con la cabeza. Tenía que continuar. No podía ser vencido en un duelo contra un abuelito. —Escúcheme, señor Hinds. Le advierto de que esto no es broma. —¿Qué? Repita… Gris admitió que tenía que perfeccionar su técnica si quería descubrir la verdad. Debía dar algo más para empujar al viejo a la confesión. —Don Rosa era un agente doble. Estaba vendiendo secretos de estado al enemigo. No sabemos cuántos ni a quién exactamente, pero al enemigo. >>Nuestros agentes abatieron a Don Rosa. Por desgracia, cayó a un río y los miembros de la organización que le dieron la baja no fueron a por el cadáver, porque su turno laboral había concluido... Ya se imaginará usted cómo está la burocracia, supongo que pidió fecha para esta intervención hace tiempo. Tuvo que ser la lotería. >>Sea como sea, los Merodeadores encontraron el cuerpo de Don Rosa antes que el escuadrón que comenzaba su turno. Esos basureros sacaron todo lo necesario del cadáver, todo lo que pudieran vender: unos pulmones por aquí, unos litros de sangre por allá… Y entre ellos, el rememorador que llegó a usted. Lo necesitamos, señor Hinds. ¿Comprende que el destino del mundo libre depende de usted? La respuesta del viejillo, algo distraído mientras leía la guía de la holotelevisión, fue:

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CARLOS J. EGUREN —Ajá, prosiga. —¿Qué? ¿Cómo que prosiga, señor Hinds? ¡Ya le he dicho todo! El anciano bajó el libro y miró a través de sus gafas de pasta al caballero del traje. —Ah… Eh… ¿El qué? —¡Maldita sea, señor Hinds!— exclamó Don Gris. Caminaba de un lado a otro, como un hámster en una rueda. Se le acababan los métodos—. ¡Sabía que me enfrentaba a un agente encubierto veterano, pero no sabía que se les enseñase tan bien! La explosión de ira de Don Gris no llegó hasta el mayor, que simplemente preguntó: —¿Es usted el enfermero? ¡Prefiero una enfermera! Jovencita, pelirroja a poder ser, y con… —¡Señor Hinds, no se burle de mí! Usted esquivó a todo el equipo de rastreo más de cuarenta veces. ¿Cómo se explica sus habilidades si no es porque es usted un agente? ¿Cómo fue capaz de ir de su casa hasta esa maldita estación sin que le pillásemos? —Uso el autobús y muchos sombreros distintos. Don Gris resopló: —¡No pudo ser tan fácil! Sé que la crisis ha mermado nuestros efectivos, sé que me equivoqué al intentar quitarle la cara pensando que era una máscara, pero… —¿Me trae un vaso de agua, enfermera machona? Don Gris tomó aire, profundamente. No sabía qué hacer. Pero hizo aquello para lo que preparan a los suyos: obedecer. Se acercó a una jarra de agua e insertó las monedas de rigor por cada gota (la sanidad es de todos). Miró a su alrededor. Todo estaba rodeado de la blancura aséptica de un hospital. Olía a lejía. Es la manera más inteligente de que los moribundos no hiedan. Llenó el vaso de agua y se lo acercó al anciano, que bebió un sorbo. Sus manos temblaban un poco. Aquel señor de ochenta años era un enigma para Don Gris: ¿cómo un tipo tan peligroso se escondía tras la fachada de un anciano bonachón, con bigotillo, medio calvo

y ojos vivarachos y todo eso? ¿Cómo? —Señor Hinds, no me gustaría empezar con la tortura, pero es la única opción que me está dejando… —¿Me puede poner la tele, jovencita? Antes de que Don Gris dijese algo más (que, lo más seguro, es que hubiera sido una palabrota), la puerta de la habitación se abrió. Por desgracia para Hinds, no era alguna enfermera de buen ver, sino aquella mujer con blusa, chaqueta, falda larga y zapatos casi negros. Don Gris no le prestó atención a la que él llamaba la Víbora. Doña Gris había vuelto y parecía traer varias carpetas consigo. El agente secreto se centró en Hinds. —Señor Hinds, necesito que me diga la verdad o empezaré a… —Don Gris, tenemos que hablar sobre esto. Eso lo dijo Doña Gris, que parecía que iba a soltar alguna bobada. —Estoy a punto de sacarle la información, Doña. Espera un momento. El señor Hinds está a punto de contarme todo. Diga, señor Hinds, ¿para quién trabaja? Hinds frunció el ceño. —¡No trabajo para nadie! ¡Estoy jubilado! ¡Su gobierno no hará campaña conmigo para la Segunda Vez, no volveré a trabajar tras jubilarme, leñe! ¡Yo llevaba trabajando cincuenta años cuando sus mamás aún les ponían pañales, maldita sea! Don Gris dio una patada a la silla más cercana mientras Doña Gris se acercaba a él. —No me pases nada por la cara, Doña. Te lo dejo claro… —Tengo que hacerlo, Don. He conseguido varios informes médicos sobre Hinds. Uno hecho por nosotros. Todo contrastado, ninguno falso. ¿Sabes de qué han operado a Hinds? —¡Yo qué sé! ¡Soy agente, no un maldito vidente! Debe ser de alguna gilipollez de esas que tienen los abuelos… ¡Joder! Hubo un golpe, los agentes desenfundaron sus pistolas y rodaron por el suelo. Contemplaron el proyectil que les habían lanzado. Era una peligrosa… babucha. El señor Hinds

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UNFORGETTABLE se la había tirado. —¡En mi casa nadie habla así, muchacho! ¡Cuida esa lengua o te la limpiaré con jabón, lejía y un buen estropajo! Don Gris deseó estrangular al viejo, pero Doña Gris tenía algo que decirle y fue bastante clara. —Don Gris, el señor Hinds se acaba de retirar un implante, un rememorador. Argumentó que lo estaba volviendo loco. Ese cachivache hace que sea imposible olvidar. Todo lo que vivimos es grabado y se puede disfrutar en cualquier momento de nuevo, con completa exactitud. Borramos la nostalgia del diccionario. —¿Por qué me lo dices como si no llevásemos uno, Doña? —Porque, Don, el señor Hinds seguramente ya no lo recuerde. Se lo implantó creyendo que recordaría así su pasado. No comprende que recupera los recuerdos a partir de que se implanta ese aparato. Se graba desde ahí. Los recuerdos anteriores se pierden. —Perder recuerdos… Eso debe ser un horror —dijo Don Gris. Llevaba el rememorador desde que era un bebé. —Sea como sea, ya no se acordará de nada. —¿Por qué? ¿Vais a usar alguna de esas máquinas que inducen el olvido o…? —El señor Hinds tiene Alzheimer, Don Gris. Se olvida hasta de su nombre, cómo vestirse o hablar. No recordará todo lo que ha pasado aquí, los hechos que le llevaron hasta aquí. >>Prisionero del olvido, quiso un rememorador. Lo malo es que era de segunda mano, buscado por nosotros, y el señor Hinds ni siquiera recuperó sus pensamientos antiguos. —Quieres decir que… —No recuerda nada, Don Gris. Todo desaparecerá. Si olvidar te bendice, este hombre es un santo. Don Gris miró al anciano. Sintió cierta tristeza por él. Hinds había comenzado a dormitar. Don no se despidió de él, tampoco Hinds recordaría que lo conoció al fin y al cabo. El agente secreto fue a por el rememorador

extirpado. El hospital lo había incinerado siguiendo su protocolo sobre cápsulas recordatorias. ¿Qué diantres sería lo que vio y vendió Don Rosa como para tener que matarlo y que toda la organización buscase sus recuerdos? Sería un secreto que ni el anciano podía recordar. Don Rosa tuvo que llevárselo a la tumba (submarina). Doña Gris se marchó poco después de que el señor Hinds despertase. El hombre mayor preguntó a una enfermera si alguien le había visitado, ella dijo que no. —Oh, me pareció ver a mi mujer y mi hijo. Son unos cabezotas, siempre discutiendo y… Olvidó lo que iba a decir. —Su mujer murió de un paro cardíaco hace cinco meses y su hijo hace diez años en una de las guerras de la Federación. Tome esas medicinas y descanse, señor Hinds. Olvide todo lo demás. “Eso… Eso se me da bien”, pensó decir… Pero no encontraba las palabras, parecía que se habían ido de vacaciones lejos de su mente. El anciano se quedó desconcertado. ¿Qué estaba haciendo allí? *** El paciente Hinds fue dado de alta a primera hora del día siguiente. El hospital estaba superpoblado y no necesitaban más inquilinos. El anciano hizo varias preguntas, pero nadie se las respondió. Era más mayor que la media de la población, era un trasto para muchos y, como tal, lo trataban. Estaba angustiado. Sentía miedo. ¿A dónde ir? ¿Dónde estaba su casa? ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Podía llamar a alguien? ¿Dónde podían ayudarle? Cogió su abrigo y su sombrero. Quería serenarse. Se llevó las manos a los bolsillos para buscar un pañuelo y, entre papeles de pastillas de azúcar, encontró un papelillo con una dirección. Seguramente, tendría que ir allí.

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CARLOS J. EGUREN No sabía a dónde ni muy bien cómo, pero si tenía la dirección debía ser por algo. *** Un día después, el señor Hinds llegó a una playa. Era una tranquila tarde de otoño. Sabía el nombre de aquel melancólico sitio no porque lo recordase, sino simplemente por la nota. Sólo sabía que quería ir allí. ¿Por qué? Eso ya se le escapaba. Se sintió cansado tras el viaje. Se sentó en un viejo banco, junto a la arena. Emitió el leve gemido de unos huesos desgastados por la vida. Sus pequeños ojos observaron las olas, mientras el sol caía. No sabía por qué, pero quería hacerlo. Era una corazonada, algo que le impulsaba a hacerlo. De pronto, sonrió tras mucho tiempo sin hacerlo. El anciano rebuscó en sus bolsillos. ¿Tendría algo de comer? Encontró un papel, lo observó, le costaba leerlo. Era la dirección, no había más. ¿Por qué había querido ir ahí desde hacía tantísimo tiempo? ¿Qué le llevó a querer ir a aquel sitio tan lejano? ¿Qué significaba para él? ¿Por qué tuvo aquella corazonada? No terminó de entenderlo. Se empezó a olvidar de las preguntas a la par que sus ojos reflejaban el vaivén de las olas, arrastrando las hojas de otoño de algunos árboles cercanos. Aquella visión le entretuvo sobremanera. Los pensamientos se alejaron. Sonrió. Algo cayó del bolsillo de su chaqueta. Lo arrastró una corriente de aire, como si fuera un papelillo más. La ráfaga fue el sinónimo del tiempo llevándose cualquier viejo recuerdo, como aquel que no era suyo sobre unas bombas atómicas que volarían al amanecer. Eso no le importaba. Lo que cayó fue una foto antigua. No de las primeras holográficas, que estaban tan de moda desde hacía décadas. ¡Era papel! Toda una reliquia. La imagen mostrada era estática. El color se resentía, pero era clara aún: había un hombre y una mujer en una playa. Eran jóvenes y lucían grandes sonrisas. Buscaban ser el equivalente de la palabra “feliz” en vida. Ambos sentados en un banco, junto a la arena, observando de vez en cuando el vaivén hipnótico de las olas, mientras el sol caía. Un momento inolvidable, gracias a una vieja foto y muchos sentimientos más. La brisa cálida hizo girar la fotografía. Detrás, había una pequeña anotación que decía: <<Aaron y Julia Hinds en nuestra luna de miel en la Playa del Ocaso, Urbe de las Afueras>>. De fondo, en un lugar cercano, comenzó a sonar una canción. El anciano no se acordó del nombre. Era Unforgettable de Nat King Cole. Tras ella, se hizo silencio y todo pareció olvidarse. “[…] Unforgettable in every way and forever more, that’s how you’ll stay. That’s why, darling, it’s incredible That someone so unforgettable Thinks that I am unforgettable too. Unforgettable in every way And forever more, that’s how you’ll stay. That’s why, darling, it’s incredible That someone so unforgettable Thinks that I am unforgettable too”.

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LA MANSIÓN RICHFIRE

LA MANSIÓN RICHFIRE Nº8 Octubre ‘12

por Cris Miguel

La rutina impera en la mansión Richfire. Sólo por la noche, en la oscuridad, Joanne se desvela con los ruidos procedentes de la habitación de su señor; ruidos guturales que importunan la quietud reinante. ¿Qué se encontrará Joanne si gira el picaporte? I

E

l pasillo estaba oscuro. Joanne no llevaba mucho tiempo trabajando en la mansión de Richfire, aún así había recorrido ese pasillo numerosas veces. Aunque no por conocérselo le parecía menos aterrador. Ni mucho menos. Avanzaba sigilosamente. La lámpara que llevaba proyectaba una luz demasiado débil, haciendo que fuese aun más siniestro con ese tenue resplandor. La mayoría de las noches los ruidos la despertaban. Ruidos que procedían de la habitación del conde Richfire. Consabidamente, ella no interrumpía lo que estaba haciendo. Las dudas la embargaban, incluso llegaba a poner la mano en el frío picaporte. Pero su sentido del respeto y del deber la impedían girarlo. Se quedaba varios minutos frente a la extraña puerta. Escuchando, atendiendo a los distintos sonidos que guardaba en su interior. A veces, le parecía que el señor sólo estaba disfrutando del placer de una muchacha; otras, en su mayoría, intuía que había algo más. Algo oscuro. Su intuición se lo decía. Sin embargo la parte racional la dominaba y lo atribuía a la cantidad de novelas de suspense y terror que le gustaba devorar. Sea como fuese, siempre volvía a su habitación, a sus sábanas frías. Pensando, sopesando e imaginando lo que podría encontrarse si abría esa maldita puerta alguna noche. Sus pies descalzos se detuvieron. El suelo estaba frío, la traspasaba, pero su naturaleza curiosa necesitaba ser alimentada. Y ahí se encontraba, frente a la alcoba del conde Richfire. La noche caía implacable sobre la mansión. Joanne no tenía sueño, lo había dejado junto a su almohada. Una madrugada más se había desvelado y escuchaba, apoyada en la pared de enfrente, los ruidos, los jadeos, los alaridos del interior. Un grito la sacó de los caminos escabrosos de su imaginación y le aceleró la respiración. La lámpara temblaba en su mano izquierda, que había cobrado vida propia. Se había hecho el silencio tras aquel sonido desesperado. Joanne aguantó el aliento y tras unos segundos, o minutos, de absoluta calma, volvieron a oírse gemidos, más guturales, mucho más intensos. Joanne Ánima Barda - Pulp Magazine


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CRIS MIGUEL se sorprendió queriendo estar en esa habitación con el conde Richfire, le daban igual los gritos y los aullidos, los gemidos respondían a la pasión; y aunque tan sólo pensarlo era una inmoralidad para una señorita como ella, el deseo flagrante que permanecía dormido se despertó, devolviéndola diligente a su dormitorio, a su cama, con sus pensamientos, con sus dudas y sus anhelos. II A la hora del té las nubes ocupaban todo el cielo a placer, pero no llovía. Aún. Joanne estaba apoyada en una ventana, con un libro en las manos. Hacía rato que había acabado las lecciones que la competían: se encargaba de instruir a las sobrinas del conde Richfire. El hermano del señor acostumbraba a emprender largos viajes, en los cuales le acompañaba su mujer. Ahora estaban en la India. A Joanne le parecía una irresponsabilidad ver a sus hijas un mes al año, a lo sumo. Pero obviamente, no le correspondía a ella juzgar las costumbres de quienes le ponían la comida en el plato. Las niñas resultaron ser muy listas y curiosas. Ángela era la más inquieta, Sophie, la pequeña, era más tranquila y seguía los pasos de su hermana mayor siempre que ésta la dejaba. Ahora, Joanne gozaba de unos minutos de tranquilidad, que ocupaba en leer junto al ventanal, su lugar favorito de esa gran casa. Mientras contemplaba el ajetreo de la ciudad, de los coches de caballos y de la gente que iba y venía, ella se proyectaba a otro universo, las letras la poseían, dominándola, dejando sólo su cuerpo como muestra de que su corazón aún latía. Porque su mente ya estaba lejos, muy lejos. Y más hoy. Los recuerdos de la noche anterior la atormentaban. Se sentía culpable por querer eso para ella. Por otro lado, su curiosidad no hacía más que crecer. Las dudas la embargaban, dejando el libro delicadamente sobre sus rodillas, entreabierto, sin tiempo ni ganas para dedicarle la atención que merecía. —Señorita Ellis, parece ensimismada,

¿qué está pensando la cabecita que tiene sobre esos hermosos hombros? —Joanne se sobresaltó, no le había oído acercarse. Instintivamente se cubrió con el chal los hombros y le miró extrañada. Había sentido una extraña afinidad hacia él, pero se podían contar con los dedos de una mano las veces que habían mantenido una conversación. Si es que se podían llamar conversaciones a eso. —Señor Richfire, me ha asustado. —Lo lamento, parecía tan lejos de aquí, me daba pena importunarla. Pero su mirada era… ¿Está turbada por algo, señorita Ellis? —Los ojos del Conde eran penetrantes, la estaba leyendo, ella lo sabía. —No encuentro el motivo por el que le pueda interesar mi turbación, señor. —¡Oh! Por supuesto que me interesa, sabe que busco el bienestar de todos mis empleados, y en particular de usted. ¿Hay algo que pueda hacer para aliviarla? La imagen de la puerta se le vino a la cabeza de golpe. El Conde sonrió de medio lado y ella agachó la cabeza avergonzada. Es imposible que supiera lo que estaba pensando. Es imposible que existiera una mínima posibilidad de que tuviera conocimiento de lo que hacia ella por las noches mientras él… —Se lo agradezco, señor. —Intentó recuperar la compostura—. Sólo estaba con mis pensamientos, no me ocurre nada. Le agradezco su preocupación. —Sonrió afablemente, lo mejor que supo. Ese hombre le ponía la piel de gallina y a la vez hacía que el corazón marcara un ritmo desorbitado. Tenía un frondoso pelo rubio, su mandíbula irradiaba masculinidad y sus ojos… Eran pozos azules, impenetrables, inescrutables, intimidadores. Se quito el chal, dejando al descubierto de nuevo sus blancos hombros, tenía demasiado calor y el corsé no la dejaba respirar con comodidad. —No me tiene que agradecer nada. —Se dispuso a irse y en el último momento se volvió hacia ella—. ¿Le gustaría acompañarme y jugar conmigo una partida de ajedrez? Estoy harto de William, creo que hace que gane

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LA MANSIÓN RICHFIRE apropósito —confesó sonriendo. Joanne no supo qué le hizo asentir. Tenía impulsos que la empujaban a disfrutar de la compañía del señor Richfire, pero también tenía sensaciones, presentimientos, de que ese hombre albergaba un alma oscura, debajo del dorado y el azul de sus ojos. Aun así aceptó y se acomodó en un butacón enfrente de él y de las piezas blancas que amablemente le había cedido. —Le toca mover, señorita. —La miraba de una forma extraña, sujetándose el mentón. Joanne estaba a todo menos a la estrategia. No sabía cómo no la había ganado aún, porque sus movimientos estaban siendo cualquier cosa menos brillantes. —¿Se rinde, señorita? —preguntó tras un baile de fichas. Joanne miró el tablero y supo que la tenía acorralada. Moviera lo que moviese, él la iba a ganar. Se apoyó rendida sobre el respaldo, ignorando las normas protocolarias por un segundo. Richfire soltó una carcajada, victorioso, y se dispuso a encender la pipa que llevaba en el bolsillo de su chaqueta. —Gracias por esta fabulosa partida, señorita Ellis —dijo soltando el humo, una vez preparada. —Siento contradecirle, pero para mi persona no ha sido, como dice, fabulosa —dijo vencida. —¡Oh! No se sienta mal, estoy dispuesto a darle la revancha cuando le plazca. Los ojos de Joanne refulgieron, o a ella se lo pareció. La sola idea de que el Conde quisiera pasar más tiempo en su presencia… Para él no era más que una simple institutriz. Realmente no sabía a qué se dedicaba el señor, pero disponía de varias empresas bajo su mando. —Es tentador, pero puede que no le guste perder ante una mujer —le provocó intencionadamente. —Sería una experiencia que me encantaría probar. —Arqueó una ceja—. Para todo hay una primera vez. Joanne recuperó la postura y miro por el

gran ventanal del salón, que formaba parte de la fachada principal de la mansión. —¿No le gusta observar a la gente e imaginar hacia dónde van y de dónde vienen? —le preguntó dejándose llevar. —¿A usted sí? —inquirió. —Sí… —Joanne suspiró—. Me gusta imaginarme historias, cuentos. Lamentablemente, carecemos de fantasía bajo este cielo gris. —¿Le gusta la fantasía, señortia Ellis? —¿A quién no puede gustarle? —Sus ojos desbordaban entusiasmo—. Estamos demasiado sumergidos en la rutina. Y usted todavía es un hombre, si me permite la incumbencia, pero para mí, la fantasía es lo que me permite volar y soñar con cosas imposibles. —Cosas imposibles… —Richfire inhalo su pipa y echó el humo despacio—. A lo mejor no son imposibles, que no lo haya visto no significa que no exista. —¿Noto cierto misticismo, señor Richfire? —Realmente la estaba sorprendiendo. —Llámelo como quiera. Únicamente aporto que lo que se piensa que es fantasía es posible que sea más real que usted y que yo. —¿Se refiere a lugares exóticos, a monstruos de tres cabezas y a hadas? —bromeó Joanne. —Si realmente es eso lo que imagina, debo ponerme en contacto con la institución mental más próxima inmediatamente —Richfire continuó la broma y ambos soltaron una carcajada. —De todos modos, sólo elucubramos… ¿Y no es eso ya de por sí fabuloso? —dijo Joanne—. Muchas gracias por la partida y por la conversación, señor Richfire. —Joanne se levantó del butacón. —El placer ha sido mío, señorita. Espero tener la oportunidad de repetirlo. —Señor —dijo con una leve inclinación de cabeza. El Conde, a modo de asentimiento, la cogió de la mano por sorpresa y apoyó levemente sus labios en ella. —Señorita Ellis.

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CRIS MIGUEL III Joanne pasó varios días sin ver al conde Richfire desde su encuentro frente al tablero de ajedrez. Doritha le dijo que el señor no se encontraba bien y ella no quiso indagar más. Una noche se encontraba contemplando el fuego, como si pudiese ver a través de las llamas, cuando oyó una voz por detrás. —Siempre en otro mundo, señorita Ellis. —Señor Richfire —dijo poniéndose en pie— . ¿Se encuentra mejor? —Lamentablemente sigo un poco débil. — Sonrió de medio lado y se acomodó en el butacón frente a ella. —Siento escuchar eso. ¿Y por qué se ha levantado de la cama, entonces? —Joanne sacó su vena más maternal sin siquiera sopesarlo. Supo que se había extralimitado. El Conde la miraba divertido y sorprendido a partes iguales—. ¡Oh! Lo siento, señor. No es de mi incumbencia. —Se puede inmiscuir todo lo que quiera, señorita —dijo sujetándose la barbilla—. Simplemente quería estirar las piernas y disfrutar de otras vistas que no fueran las níveas paredes de mi alcoba. Joanne se sonrojó más de lo que estaba. El Conde estaba flirteando con ella, ya no por sus palabras, que pueden llegar a encandilar tanto como distorsionar la realidad, sino que lo notaba por su mirada, sus gestos… Su respiración se alteró inconscientemente. Le miró de soslayo y percibió un atisbo de sonrisa al tiempo que él dirigía la mirada a la chimenea, igual que Joanne. —Si me disculpa, es tarde y voy a acostarme ya. —Se puso de pie al tiempo que se colocaba el largo vestido. —Permítame que la acompañe. Tiene usted razón, no debería haber salido de la cama. Acto seguido el Conde ofreció el brazo a Joanne. Ésta le miró recelosa. Era una simple institutriz, no estaba bien pasearse del brazo de un Conde, aunque sólo fueran unos tramos de escalera y no se cruzasen con nadie. —Por favor —suplicó él, y Joanne no tuvo

más remedio que acceder y asirse a su brazo. Llegaron a la puerta de la habitación de Richfire, sin decir nada, Joanne prácticamente conteniendo la respiración; él se detuvo y la observó. Joanne se obligó a mirarle a los ojos, y lamentó haberlo hecho, porque le resultó imposible desgajarse de su mirada. Richfire le acaricio suavemente la mejilla con su mano derecha. —Tenéis una belleza extraña —sostuvo, mientras llegaba a la delicada barbilla. Joanne había cerrado los ojos, le resultaba más sencillo invadirse de aquella caricia cálida y a la vez tan fría. —Señor… —Se separó intentando recuperar la compostura—. Buenas noches, señor Richfire. Y entró en su habitación sin mirar atrás, con el pulso acelerado y tímidas perlas de sudor en la frente. IV Un ruido fuerte la despertó. Llevaba varias noches disfrutando de un largo y placentero sueño, pero ahora se volvía un espejismo. Los golpes habían vuelto. ¿O quizá nunca se habían ido? Encendió la titilante lámpara y se pasó un chal por los hombros cubriéndose el camisón. En el pasillo no había nadie, nunca había nadie. ¿Sólo se despertaba ella o el resto del servicio ignoraba deliberadamente aquellos extraños sonidos procedentes de la habitación del señor? Con pasos temerosos llegó a la puerta del Conde. En un acto reflejo, se tocó la mejilla que esa misma noche había acariciado dulcemente el señor. Un grito desgarrador la desterró de su imaginación, devolviéndola a aquel oscuro pasillo y a aquella espantosa puerta, que se había convertido en todo un misterio para ella. Golpes suaves se oyeron en su interior y otro grito más fuerte que el anterior, prácticamente gutural. Joanne dejó sus contrariedades a un lado y llamó ligeramente a la puerta. Nadie contestó. Nadie la oyó. Un rugido la heló la sangre

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LA MANSIÓN RICHFIRE y sirvió como resorte para que se atreviera a girar el picaporte. Lo que vio la dejó paralizada, hipnótica, su cerebro se paró y su corazón se convirtió en el dueño de la estancia, golpeando fuertemente su pecho. El señor estaba en la cama, sin ropa, y tenía el muslo de una mujer entre sus manos. Sin embargo, la escena no era de simple lujuria. Richfire tenía sangre en sus manos, en el pecho, en la boca. La mujer tenía un mordisco en la cara interna del muslo, como si, como si… Joanne no pudo más y salió corriendo de allí. —¡Joanne! —oyó un grito a su espalda. Entró en su cuarto y cerró con llave. Ahí de pie, mirando la puerta, era ajena a los golpes que Richfire estaba dando. —¡Ábrame, Joanne! El empeño de Richfire le resultaba ajeno. No se consideraba una mujer racional, siempre se había creído en posesión de un punto de vista místico. Pero aquello era mucho más de lo que podía haber imaginado nunca. Beber sangre, mientras, mientras… Joanne sintió calor. Volvió al mundo que la rodeaba y comprobó que también lo hacían los brazos del señor Richfire. —Apártese de mí. —Intentó zafarse sin conseguirlo. —Escúcheme, escúcheme, no tenga miedo. —Le sujetó la cara entre sus manos—. No voy hacerla daño señorita Ellis. —Eso ni me lo he planteado. —Se apartó súbitamente de él—. ¿Qué clase de criatura es usted, respondiendo a esos impulsos tan primarios? —Oh, desde luego alguien con una fortaleza inferior a la suya. —Consiguió cogerla de la mano—. Por favor, olvide lo que acaba de ver. —Eso me parece del todo improbable, aunque lo intente. —Joanne dejo entrever su decepción—. No puedo seguir trabajando para alguien como usted. —No, por favor, no se vaya. Usted ha conseguido que quiera aspirar a algo más. No al

simple placer carnal. —Joanne recuperó su mano. —No es eso lo que demuestran sus actos… —Joanne dejó su fortaleza a un lado—. ¿Sabe? Creía que era usted distinto. —Y lo soy. —Richfire arqueó la ceja intentando bromear. —No quería decir en ese sentido. —Joanne se dio la vuelta incapaz de mirarle. Realmente no esperaba nada de él. Su maestra ya la advirtió que los caballeros de verdad son sólo una invención de mujeres que buscaban dar sentido a sus fantasías y a sus sueños más hilarantes. —Señorita Ellis… Joanne, por favor. —Richfire se había acercado a su espalda y la acariciaba el brazo levemente. —¿Por qué le preocupa tanto lo que yo piense? Sólo soy una institutriz. —Le miró a los ojos y se arrepintió en el acto. —Se infravalora. No quiero que tenga miedo de mí. —Pasó el dorso de su mano por la frágil mejilla de ella. —No le tengo miedo. —Sus ojos eran desafiantes. El beso fue cálido y apasionado a partes iguales. En una milésima de segundo, Joanne reaccionó y se intentó apartar. Richfire la sujetó con fuerza por la cintura y la atrajo hacia sí por el cuello. Joanne cedió. Se engañaría a sí misma si afirmara que eso no lo había pensado nunca. No sólo cedió a su fuerza, sino también a sus propios impulsos, que luchaban por imperar en sus acciones. Se sorprendió a sí misma cerrando la puerta de su alcoba y lanzándose de nuevo al cuello del frío conde Richfire. Le quitó la bata que cubría su desnudo e impío cuerpo, mientras él hacía que corriera la misma suerte su camisón. La echó sobre la cama, poniéndose sobre ella. Era tan blanco y su piel tan suave… No había ni rastro de vello en todo su cuerpo. —Realmente sois un ser sobrenatural —logró decir entre jadeos Joanne. Richfire respondió perdiéndose nuevamente en su boca. Jugando con su lengua, mor-

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CRIS MIGUEL diendo su labio. Olía tan bien. Él sabía que ella no podía resistirse, pero necesitaba evitar que volviera asustarse, con lo cual se dedicó a lo que mejor se le daba: embriagar a las damas, darles placer. El cuerpo de Joanne respondía a las caricias que le daba, contrayéndose y excitándose para él. Absolutamente entregada, confiada. Recorrió sus muslos con los labios, con la lengua… hasta que llegó al centro y ahí se demoró intencionadamente. Sabía que sólo era un aperitivo, que después iba el plato fuerte, pero le encantaba, sabía tan bien. Ella jadeaba, gemía, como si le estorbara su propio cuerpo ante el abanico de sensaciones que estaba sintiendo. Era el momento. Mientras ella se contraía con el orgasmo, él le clavó suavemente los colmillos en la parte interna de su muslo. Era más de lo que había imaginado. Succionó un poco, le lamió las marcas que la había hecho para que no quedara cicatriz y se incorporó. Realmente ella no era consciente de nada. Richfire se mordió el labio mientras la contemplaba debajo de él. Era tan hermosa, tan pura. Le acarició la cara bajando por su pecho hasta sus caderas, y entró en ella. Joanne, que había abierto los ojos, le acarició el torso y le atrajo hacia ella hasta alcanzar su boca. Rochfire quería evitar eso, muchas mujeres no soportaban el sabor de la sangre, pero Joanne se abrió paso con su lengua y, si la disgustó, no dio ni una ligera muestra de ello. El beso excitó aún más si cabe a Richfire, que aumentó el ritmo, colocándose las suaves piernas de ellas sobre los hombros. Para llegar al final, a lo más profundo. Joanne no aguantaba más, no podía acallar los gritos que salían libres por su garganta como respuesta al placer y al dolor que estaba sintiendo, notó esa electricidad en la punta de los pies de nuevo. Richfire, como si la leyera, la incorporó sentándola sobre él, y entre gritos y gemidos llegaron juntos al éxtasis. Richfire alargó sus colmillos y esta vez los hincó más fuertemente en su cuello. Bebió de ella mientras aún se estremecía sobre él. Era deliciosa. Le curó la marca con su saliva y la besó castamente en los labios, tumbándola de nuevo sobre la cama y arropándola. Se quedó un largo rato contemplándola, entrelazando los dedos con su pelo. Ella se giró hacia él. —Esto es el camino más oscuro que he recorrido —dijo ella desperezándose. —Entonces vos sois la luz que lo ilumina. —Le acarició la mejilla. Ella negó con la cabeza, quedándose poco a poco profundamente dormida, y, por una vez, Richfire deseó poder quedarse a verla despertar. V Joanne inhala el aire fresco y puro, pero nada le llena los pulmones. Las lágrimas no dejan de caer por sus mejillas. Se tiende sobre la nieve haciéndose un ovillo. Sabe que tenía que dejarle, igual que sabía que no podía resistirse a él. Pero no es propio de ella ceder de esa forma a los impulsos carnales, no está bien. Por eso le ha abandonado. El frío empieza a calar en la ropa, intenso, imparable. Pero ella no lo siente, el dolor abarca todo su cuerpo sin dejar espacio a nada ni a nadie más. Desea no tener que levantarse nunca de allí. Del frío, del blanco, del hielo, de su corazón.

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EL MERCENARIO

EL MERCENARIO Nº2 Marzo ‘12

por Ricardo Castillo

Alric Brewersen es un mercenario y su deber encontrar respuestas, para las que tendrá que usar su espada si no quiere morir en el intento. I

A

lric Brewersen avanzaba, no sin dificultad, por la nevada ladera de la montaña. Hacía un par de días que habíamos abandonado el camino que conducía a las cumbres, refugiándonos a la sombra del bosque para evitar ser vistos por ojos inadecuados. Alric, de cabello oscuro muy corto y barba espesa, era un hombre grande, o al menos lo era para mí. Debía medir de alto unos tres codos y medio, y era ancho de espaldas, con brazos fibrosos y fuertes, pero sin llegar a parecer uno de esos gigantones montaraces. Precisamente por ellos nos encontrábamos allí. Mi nombre es Godert, y mi casa se encontraba en Norringe, un pueblo maderero ubicado en la falda de la sierra, en la parte alta del río Dalalven. Vivíamos de talar los altos árboles y dejarlos caer, río abajo, para que los recogieran en Ramnusfel. Nunca teníamos problemas y vivíamos bastante tranquilos, hasta que, hace un par de meses, empezamos a sufrir incursiones de los montaraces. Nadie en Norringe recordaba nunca haber tenido conflictos con la tribu de la montaña, los boriberg, era un hecho sin precedente. Llegaban a cualquier hora y atacaban con fiereza. Las primeras veces nos pillaban desprevenidos, pero a la tercera empezamos a patrullar y estar atentos ante su llegada. Y aunque minimizábamos daños, ellos seguían haciendo lo mismo. El objetivo de sus ataques no era matarnos ni robarnos, lo único que hacían era llevarse a alguien. Cuando tenían al pobre desgraciado, volvían corriendo a su refugio en la montaña. Ante eso da igual que plantes cara luchando, ya que siempre conseguían roÁnima Barda - Pulp Magazine


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RICARDO CASTILLO dear a alguno y capturarlo. Observamos que los ataques se producían cada semana, más o menos, así que decidimos avisar a la capital, Ramnusfel, para que enviara ayuda. Aldercy, la Alta Cástor gobernante, nos prometió que enviaría alguna solución. Ésta consistió en publicar un cartel buscando alguien que se ofreciera a ir hasta Norringe para averiguar qué pasaba con los montaraces y ayudarles a derrotarlos. Todo esto a cambio de unas cincuenta monedas de oro. Y esa era nuestra “ayuda”, Alric Brewersen, un mercenario aventurero que se encontraba haciendo de matón para un comerciante, y que, cansado de la suprema idiotez de éste, le pegó un puñetazo y decidió probar suerte como caza recompensas. Nosotros no éramos un pueblo de grandes soldados, nuestros hombres se caracterizaban por su habilidad cortando árboles y su puntería con el arco en la caza. Así que, a falta de un tipo fornido y diestro con las armas, decidieron enviarme a mí, que era el joven más hábil con las flechas, amén de conocer la zona al dedillo y de ser un buen cazador. Allí estábamos, pasando a través del bosque para llegar lo más sigilosamente posible hasta el asentamiento montaraz, conocido como Bergen. Yo iba delante, marcando el camino, con una flecha y el arco en la mano, por si las moscas. Detrás iba Brewersen, enfundado en su capa, con un par de pieles adicionales encima, la capucha echada y el rostro tapado a medias para cortar el frío. Él no estaba tan acostumbrado como yo a las gélidas temperaturas de esa zona. La mano izquierda, que lucía un grueso guante al igual que la derecha, la llevaba apoyada sobre el mango de su espada de doble filo. Era un arma lo suficientemente ligera para blandirla con un solo brazo y lo suficientemente larga como para resultar intimidante. Junto a ella, sujeta sobre el costado izquierdo, a la altura de los riñones, llevaba una espada corta, que en combate empuñaba con la siniestra, amenazando la vida del oponente mientras lanzaba precisos tajos con la diestra.

Yo sabía esto porque, además de ver las armas cuando se apartaba la pesada capa, a mitad de camino nos habíamos tropezado con un explorador montaraz, que no debía de ser muy bueno pues nos lo encontramos de bocas al rodear una piedra. Brewersen desenvainó, intercambió un par de cuchilladas y luego salió corriendo tras de él, porque el pobre diablo había salido huyendo al ver la destreza del mercenario. —Ya estamos cerca —volví la cabeza para ver a Alric e hice un gesto en dirección a las rocas de delante—. Justo detrás empieza el sendero que se interna entre las montañas. Hay una pequeña explanada con varias cuevas, allí los encontraremos. —Bien. Estoy harto de tener las botas caladas por la maldita nieve. Acabemos con esto y volvamos —la áspera voz del mercenario sonó amortiguada por la lana burda que le protegía la boca del frío. Según nos aproximábamos a las rocas, nuestro paso se hacía más lento y cuidadoso. Caminábamos agazapados, yo con el arco ligeramente tensado, listo para disparar, y Brewersen con la mano derecha sobre la empuñadura de la espada. Al acercarnos, vimos que lo que desde lejos parecían grandes rocas eran dos monolitos, hincados verticales sobre la helada tierra y que tenían pintados en rojo dos símbolos incomprensibles. —Esto antes no estaba —le expliqué—. Los monolitos sí, es la forma que tienen de marcar su territorio, pero la pintura no. Lo descubrimos un mes antes del primer ataque, mientras perseguíamos a un oso. Llegamos hasta aquí y nos encontramos con esos dibujos. Nadie sabe lo que son, ¿los reconoce? —Jamás he visto esos garabatos —miró durante unos instantes a la roca, para luego girarse hacia mí y sonreír—. Vamos a preguntarles a ellos. Echó a andar al tiempo que desenvainaba la espada. Yo tardé unos segundos en reaccionar, porque esperaba una aproximación prudente y sigilosa. Apreté el paso para ponerme a la altura de Alric.

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EL MERCENARIO El asentamiento se encontraba unos metros más adelante, tras un giro de la senda. Me resultó extraño no ver ningún vigía apostado por las rocas, pero aún así permanecí con la vista en las alturas. Llegamos al recodo y nos asomamos con cuidado por entre las rocas. La tribu consistía en unas cuantas chozas de madera desperdigadas por una pequeña explanada rodeada de escarpadas paredes rocosas. En éstas se veían varios agujeros, presumiblemente entradas a las cuevas que discurrían por debajo de la montaña. Tras unos segundos de atenta observación, Alric y yo nos miramos, extrañados. Las hogueras estaban encendidas, manteniendo su vigor, pero allí no había nadie, el poblado estaba vacío. O al menos eso parecía a simple vista. Brewersen me hizo una señal con la mano para que mantuviera mi posición, y aguardamos unos segundos, a la espera de ver algún montaraz. No nevaba, y la temperatura no era lo suficientemente baja como para que estuvieran todos resguardados. Y la ausencia de centinelas tampoco era normal. —¿Una trampa? —susurré en dirección al mercenario. —No lo creo. Es poco probable que nos hayan visto venir. Alric decidió abandonar el escondite, y se internó en la planicie desenvainando la espada corta. Titubee un segundo, dudando de qué sería lo más adecuado. Decidí cubrirle de cerca y salí tras sus pasos al tiempo que tensaba la cuerda del arco. Todo estaba muy silencioso. Brewersen iba delante, asomándose con cautela al interior de las tiendas. —Vacío, aquí no hay nadie. ¿Estás seguro de que es aquí, muchacho? ¿No se habrán ido? —No tengo ninguna duda, es el único sitio de las montañas cercanas donde poder guarecerse en condiciones. Además no hemos visto movimiento ni pisadas, y una tribu montaraz emigrando hace mucho ruido, créeme. Brewersen no parecía muy convencido. Gruñó un poco por lo bajo y señaló con su espada en dirección a las cavernas. —Veamos qué hay allí dentro.

Atravesamos la explanada en absoluto silencio, mirando en todas direcciones y con los músculos en tensión. A medio camino Alric se detuvo de golpe, e indicó con la cabeza una de las cuevas más grandes; Desde el exterior se percibía el ligero resplandor de las llamas. Variando el rumbo, nos dirigimos, a un ritmo más ligero, hacia allí. Al aproximarnos alcanzamos a oír el chisporroteo propio de las antorchas. Brewersen me miró, dándome a entender que me preparara para la acción, y luego se asomó con cautela al interior. No vio nada al principio de la gruta, así que me hizo una seña para que avanzara. Eché un último vistazo a los alrededores, por si surgía algún visitante inesperado, y fui tras él. Las paredes, iluminadas por teas, mostraban símbolos en rojo muy similares a los que habíamos visto en los monolitos. No tuvimos que recorrer mucha distancia antes de toparnos con las primeras señales de vida humana en forma de pesadas respiraciones. En un lateral del pasaje se formaba un pequeño ensanchamiento, el cual no tenía otra salida que la apertura en la que estábamos nosotros. Cubiertos por las grandes estalagmitas que crecían del suelo, miramos a ver qué ocurría en el interior. La tribu al completo se encontraba allí reunida. Estaban todos de espaldas a nosotros, mirando en la misma dirección y en un silencio que sólo puedes encontrar en los cementerios. Al frente, al fondo de la cavidad, se hallaba un extraño individuo subido a un promontorio de piedra. Era alto, muy alto, casi tanto como los montaraces, y mucho más estrecho de espaldas. Vestía una especie de túnica negra con mangas y llevaba echada la capucha. Desde que puse mis ojos sobre aquel ser supe que algo no iba bien. Al examinarlo con más atención me di cuenta de que tanto sus mangas como la parte bajo del manto no tenían un final definido, eran como brumosos. Intenté verle el rostro, pero únicamente se percibía sombra, una oscuridad insondable y sin fin. Aquella criatura era como un agujero en mitad del espacio, absorbía la luz

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RICARDO CASTILLO de su alrededor. Lancé una rápida ojeada a Brewersen, y comprobé que mi compañero se hallaba igual de sorprendido que yo; arrugaba la nariz en una mezcla de asco e incomprensión. Esa distracción nos costó el desastre. Mi cabeza había asomado más de la cuenta entre las estalagmitas y ahora los montaraces se habían girado en nuestra dirección. La oscura figura levantó un brazo y todos se pusieron en marcha hacia nosotros. —¡Retrocedamos hacia la salida! —me apremió Alric—. ¡El estrechamiento de la cueva volverá el número en su contra! No me lo pensé dos veces y eché a correr hacia la entrada. Brewersen me seguía de cerca. A una orden suya nos detuvimos para plantar cara al enemigo. Los gigantones venían detrás, a paso ligero. Me sorprendió comprobar que ninguno de ellos portaba arma alguna. —¡Dispara ya, Godert! Las flechas comenzaron a salir sin parar. Los años de práctica y mi natural habilidad daban sus frutos en momentos de tensión como aquel; entraba en un estado automático de concentración en el que sólo existían la flecha y mi objetivo. Los proyectiles impactaban siempre donde yo quería: ojos, cuello, corazón, pulmones… Cinco salvajes habían recibido ya su ración cuando lancé un vistazo alrededor. Alric había comenzado su danza mortal. Lanzaba estocadas y tajos a un ritmo feroz, esquivando los puñetazos, patadas y agarres de sus oponentes. El primer desgraciado recibió un corte que le separó la cabeza del torso, bañando los alrededores en sangre. El segundo apartó de un empellón el cuerpo del caído, lanzándolo contra Alric, que lo esquivó con facilidad apartándose de su trayectoria. El montaraz aprovechó la ocasión para agarrar el brazo derecho del mercenario. A pesar de la altura y la fortaleza del hombre, el bárbaro lo alzó con soltura, como si de un saco de verduras se tratase. Brewersen no se revolvió, únicamente descargó un preciso golpe sobre la muñeca del brazo que lo atena-

zaba. Él cayó al suelo, con la mano aún aprisionando su brazo derecho. La sangre que manaba de la extremidad cercenada le salpicó el rostro y la ropa. Entonces me percaté de todas las cosas raras y preocupantes que estaban sucediendo. La primera era el silencio tan absoluto, solo roto por nuestros jadeos y las pesadas respiraciones de los montaraces. Habíamos herido a varios y no se oía ni un solo gemido. La segunda eran los extraños ojos velados de blanco de nuestros enemigos. Todos parecían tener los ojos ciegos propios de los más ancianos, aunque daban claras señales de ver perfectamente. Y la tercera, y con seguridad la más inquietante, era que los contrincantes heridos no disminuían su marcha. Mis flechas habían atravesado varios rostros y provocado heridas mortales, pero ellos seguían en pie, avanzando en tropel hacia nosotros. El rival de Alric, al que le había amputado la mano, no parecía sufrir el más mínimo dolor. El único que estaba quieto, y aparentemente muerto, era el del corte en el cuello. Estas tres cosas hicieron que mi concentración saltara por los aires. Alric blasfemó sonoramente al asimilar la situación. Sacudió con violencia el brazo para liberarse de la mano, lanzó un par de estocadas para estorbar a los salvajes y se dio la vuelta. —Corre. De nuevo no tuve que pensármelo dos veces. Mis pies volaron hacia el exterior sin parar a echar la vista atrás. Me giré un poco cuando hube puesto varios metros de distancia entre la cueva y yo. Tuve que detenerme en seco, ya que mi compañero no me seguía. Brewersen apenas había alcanzado la nieve cuando los bárbaros cayeron sobre él. Se debatía a espadazos por la libertad, pero era inútil contra unos enemigos que no sufrían dolor ni temían la mordedura del acero. A sus pies yacían tres cadáveres decapitados cuando los demás le rodearon. Reducirle fue mi simple: haciendo uso de su fuerza y tamaño superior, uno le agarró el brazo derecho, otro

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EL MERCENARIO le sujetó el izquierdo y un tercero le aporreó con violencia y el puño cerrado la cabeza. Al cuarto golpe Alric parecía inconsciente o muerto. No pude comprobarlo, ya que estaba ocupado en huir del poblado como alma que lleva el diablo. II He de admitir que el tiempo que siguió a mi huida de Bergen lo pasé inundado por una terrible vergüenza. Cuando atravesé los monolitos que delimitaban el dominio montaraz, continué corriendo en dirección a Norringe. Llevaba sólo unos metros cuando recapacité. ¿Y si Alric seguía vivo? ¿Y si los boriberg se ofendían por nuestra incursión y contraatacaban? Mi pueblo estaría desprevenido, podría ser una masacre. Además estaba el asunto del misterioso ser oscuro y los blanquecinos ojos de los salvajes. La balanza se inclinó a favor de cumplir con mi obligación, así que forcé a mis temblorosas piernas a desandar el camino hecho. Decidí esconderme entre la nevada vegetación, para dar un ver cómo reaccionaban los montaraces y si salían o no en busca de venganza. Busqué el árbol con mejor visibilidad, y me encaramé a sus ramas sin ninguna complicación. Allí esperé, quieto como una rama, hasta que, media hora después, vi como el ser oscuro atravesaba los monolitos de la entrada. Sentí un escalofrío al verle, pues a la luz del día resultaba aún más inquietante que la cueva. La ausencia de luminosidad de aquella criatura era espeluznante. Me percaté de que no andaba, ni tampoco balanceaba los brazos, sino que, simplemente, se deslizaba totalmente inmóvil. Parecía flotar sobre el suelo con las piernas envueltas en esa extraña bruma, que ahora pude ver que tenía matices azulones y púrpuras. El ser pasó de largo por mi lado, descendiendo sin preocuparse en absoluto por el terreno. Al volver la vista hacia la entrada de Bergen, vi que el camino que había recorrido la criatura estaba marcado. Tras de sí dejaba un anormal rastro humeante de nieve derretida. Anoté el detalle

en mi cabeza; si alguien había visto u oído hablar de alguien así, recordaría sin duda ese aspecto. Claro que a lo mejor cambiaba si no se encontraba sobre terreno nevado. Tuve que dejar de lado mis cavilaciones, pues llegó a mis oídos el sonido del tosco idioma boriberg. Miré sorprendido hacia la entrada y allí encontré a dos centinelas apostados entre los monolitos. Hablan y actuaban de forma normal, lo que me supuso que la presencia del ser oscuro y el extraño mutismo de los montaraces estaban íntimamente relacionados. Decidí que había llegado el momento de colarme en el poblado para averiguar qué había pasado con Alric. Bajé del árbol, cuidándome mucho de no partir ni una sola rama, y me dirigí hacia el flanco derecho de la entrada. Por allí las rocas eran menos escarpadas que en el otro lado, y eso me permitiría escalarlas para internarme sin ser visto en la tribu. La subida no era fácil, pero con paciencia y mucha atención, conseguí acceder a la parte superior del sendero. Desde allí oteé los alrededores en busca de más centinelas, pero no encontré ninguno. Con precaución, avancé saltando entre los peñascos como una cabra, hasta que llegué a uno desde el que divisaba todo Bergen. Suspiré aliviado. Vi que Brewersen seguía con vida. Después sufrí un vuelco en el estómago. Se hallaba atado a un madero vertical, al lado de una figura en similares condiciones. El vecino de Alric estaba algo desmejorado: sólo tenía la mitad superior del cuerpo, que colgaba desmadejada de una fuerte soga atada a los brazos. El resto parecía haber sido arrancado con violencia. La similitud de la situación hizo que me temiera lo peor para Brewersen. Colocados en semicírculo, la tribu le observaba. Conté al menos veinte varones y trece mujeres, más los dos guardias de la entrada. Apartados a un lado, tumbados en fila, estaban los cadáveres de los cuatro hombres que Alric había matado. Cerca de ellos, sentados o tumbados sobre mantas, estaban otros siete montaraces; los que habíamos herido durante el combate. Vi al que perdió la

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RICARDO CASTILLO mano contra Brewersen, y también a otro que tenía media flecha clavada en el ojo. Al fin y al cabo nuestro ataque había sido de alguna utilidad. Un montaraz especialmente grande y fuerte, probablemente el jefe, y que agitaba una poderosa hacha de doble filo, avanzó hasta ponerse enfrente de Alric, el cual se retorcía intentando librarse de sus ligaduras. El boriberg alzó los brazos al cielo, gritando algo en su lengua, y todos los demás le corearon a voces. Un gruñido gutural reverberó en toda la explanada, haciendo retumbar, incluso, las piedrecitas de la roca sobre la que me encontraba. De una de las grutas cercanas surgió el culpable del estruendo. Sacaba varias cabezas al más alto de los montaraces y, aunque parecía tener forma humana, su rostro era grotesco y deforme. Los músculos, anchos como el tórax de un hombre, se marcaban bajo la pálida piel. Tres boribergs conducían a la criatura, tirando de gruesas cadenas que pendían de argollas enganchadas a manos y cuello. Avanzaron lentamente, llevando a la bestia hacia los postes. No había que ser ningún sabio para deducir lo que ocurriría a continuación. Sin demora, saqué una flecha del carcaj y la puse en el arco. No era un tiro fácil, pero la inmediatez de la catástrofe me apremiaba a intentar la proeza. Respiré profundamente al tiempo que tensaba la cuerda. Ahora no existía nada más para mi, de nuevo era sólo la flecha y mi objetivo. Con el chasquido, el proyectil salió disparado. Recorrió el espacio que me separaba de Alric y fue a clavarse con precisión justo a su espalda, en la parte posterior del poste. Había una distancia considerable y el disparo no había sido todo lo certero que pretendía. La punta de acero había cortado en parte la atadura de Brewersen, pero eso no era suficiente para dejarle libre. Estalló la sorpresa entre los espectadores, que dirigieron sus ojos hacia mi posición. El líder irguió el hacha, apuntándome, mientras bramaba órdenes a los salvajes. Una terrible confusión se extendió por el campamento, todos corrían buscando sus armas. Los únicos que se mantuvieron en su sitio fueron el jefe, que seguía vociferando, y los encargados de mantener sujeta a la bestia. Alric, por su parte, tensaba y contorsionaba sus poderosos brazos, tratando de romper Ánima Barda - Pulp Magazine


EL MERCENARIO las cuerdas. El cabecilla se percató de ello, y se giró bramando hacia la bestia. Los hombres soltaron las cadenas y el gigante, en un colosal rugido, estiró sus enormes brazos por encima de su cabeza. Mis dedos buscaron otro proyectil con rapidez. Visto el regular resultado de mi primer disparo, para el segundo elegí un objetivo más fácil. Cortando el aire con un zumbido, la flecha se hincó profundamente en el cuello del líder, por encima de la clavícula. Al mismo tiempo, Alric soltaba de un tirón los restos de soga que le mantenía preso, para después abalanzarse sobre el malherido bárbaro. Sujetó el hacha del enemigo con una mano, y con la otra descargó un golpe seco sobre el antebrazo de éste. Pude oír el crujido del hueso desde mi elevada posición. Aprovechando la inercia que generó al encogerse de dolor, Brewersen arrancó el arma de la mano laxa del boriberg y le lanzó una patada al rostro, poniendo fin al forcejeo. El salvaje deforme avanzaba a trompicones hacia Alric, aplastando por el camino a los tres que le sujetaban. Alric mantuvo la posición hasta tenerle casi encima. Cuando la bestia llegó a su altura, intentó aplastar al mercenario con un golpe descendente de su enorme brazo. Alric lo esquivó apartándose a un lado, hacia el lateral de la criatura. Con el mismo brazo, el gigante trazó una parábola ascendente hacia Brewersen. Pero éste ya no se encontraba allí, pues había visto venir el golpe y lo había evitado poniéndose fuera de alcance. El descomunal bárbaro avanzó con todo el peso de su cuerpo, haciendo un barrido con brazo que había dejado atrás. Alric lo evitó por los pelos rodando por el suelo hacia las piernas de su oponente. Arremetió con el hacha, hiriéndole en las costillas, a la vez que se escabullía por debajo del brazo extendido de la bestia, para quedar a su espalda. Profiriendo un bramido de dolor que helaba la sangre, la criatura se volvió loca, y empezó a descargar golpes en todas direcciones sin ton ni son. Uno pilló desprevenido a Brewersen, que salió volando por los aires y se estampó contra el suelo. La bestia, soltando espumarajos sanguinolentos, se cernió sobre el conmocionado mercenario. Para evitar un desastre, tensé la cuerda y disparé a la criatura. Ánima Barda - Pulp Magazine

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RICARDO CASTILLO El gigante paró su embestida al clavársele la flecha en el ojo. Se retorció, presa de una ira asesina. Ese tiempo bastó a Alric, que se levantó con agilidad y lanzó el hacha en un poderoso tajo ascendente, que abrió en canal a su enemigo. La colosal pelea me había distraído del resto de la batalla. Los bárbaros, tanto hombres como mujeres, se habían pertrechado ya con sus armas, y se lanzaban en carrera hacia Brewersen y hacia mí. Una lluvia de pivotes con punta de acero les recibió por mi parte. Los proyectiles surcaban el cielo, hincándose en sus extremidades y en sus rostros, perforando pulmones y órganos vitales. Cuando hube matado a más de media docena, los supervivientes se lo pensaron mejor y comenzaron a buscar cobertura. En el centro del poblado, junto a los postes, Alric estaba inmerso en su baile de muerte. El hacha de doble filo mataba indiscriminadamente, amputando manos, piernas y cabezas, abriendo profundas heridas en la carne, segando la vida de todos aquellos que osaban enfrentarse al furibundo mercenario. Mis enemigos seguían acercándose, así que reanudé mi tarea. Un frío me atenazó el estómago cuando, al llevar la mano a la espalda, no encontré ninguna flecha. Había vaciado el carcaj y no había recuperado ni un solo proyectil. A parte del arco, mis únicas armas eran una hachuela de cortar madera y un pequeño cuchillo de caza. Aquello sólo me dejaba una salida posible y satisfactoria: atravesar corriendo la tribu y unirme a Brewersen en su vorágine destructiva, abriéndome paso por el camino con lo que tenía. Coloqué el arco a mi espalda y, poniéndome en pie, empuñé mis armas. Quizás fue mi instinto de supervivencia el que me avisó, pero lo cierto es que me giré bruscamente para encarar a dos bárbaros que me atacaban por la espalda. El fragor de la contienda, que sin duda era lo que les había alertado, me había hecho olvidar por completo a los dos centinelas de la entrada. El primero en llegar trató de ensartarme con su lanza, la cual desvié por los pe-

los con mi hachuela. Sin darle una segunda oportunidad, proyecté una cuchillada desde abajo hacia su mandíbula. El arma penetró con facilidad, y probablemente le llegó al cerebro, pues quedó muerto al instante. Me deshice como pude del cuerpo inerte y planté cara al segundo centinela, que barría la distancia entre los dos con feroces mandoblazos. Me eché para atrás con dos barridos consecutivos, y en el espacio de tiempo que tardó en recomponer su postura, me abalancé sobre él, pegándome a sus brazos y bloqueándole la posibilidad de alcanzarme con la espada. Esa maniobra le pilló desprevenido, y no pudo hacer nada mientras yo hundía el cuchillo en sus tripas y la hachuela en su garganta. Me llamó la atención comprobar que sus ojos volvían a ser normales, no tenían ya señal de la neblina blanca. Liberando mis armas de un tirón antes de que el cadáver las arrastrara en su caída, me deslicé pendiente abajo en mi carrera desesperada por llegar hasta Alric. Éste mantenía a los bárbaros a distancia con la poderosa hoja del hacha. Cuando uno trataba de acercarse, no tardaba en encontrar la muerte a manos del mercenario. Varios boriberg me cerraron al paso, pero yo era mucho más ágil y ligero, y les evitaba con facilidad, rodando por el suelo y desjarretando con precisos golpes de cuchillo a sus tendones. Brewersen me vio venir e hizo un hueco en el círculo de enemigos que le rodeaban, embistiendo de forma inesperada contra ellos. Una vez juntos, luchando espalda contra espalda, hicimos frente al mermado poblado montaraz. Alric daba hachazos a diestro y siniestro, mientras yo fintaba y acuchillaba sin parar. A pesar de la masacre, el ánimo de los enemigos no decayó, y, hasta que no hubimos acabado con el último de ellos, la batalla no terminó. Mis músculos estaban agarrotados por el esfuerzo, apenas me veía capaz de alzar las armas una vez más. Tenía varias heridas menores y un corte por encima de la ceja que me llenaba la cara de sangre, pero por lo demás

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EL MERCENARIO estaba indemne. Alric sangraba profusamente por un tajo del hombro y otro en la pierna, pero, aparte de eso y del enorme hematoma morado de su frente, no parecía mal herido. Mientras yo me tambaleaba por el poblado, rematando enemigos y recogiendo mis flechas del suelo y de los cuerpos, Brewersen registró las casuchas y las cuevas, en busca de sus armas y de posibles prisioneros. Al pasar por la zona de los postes de sacrificio, reconocí en el medio cadáver colgante al hombre raptado por los boriberg en la última incursión a Norringe. Corté sus ataduras y decidí enterrarlo, para que al menos pudiera alcanzar la casa de los dioses con algo de dignidad. En esa tarea me encontraba enfrascado cuando salió Alric de una de las cuevas, pertrechado con sus armas y su capa. —Ya sabemos lo que hacían con los cautivos —me dijo, haciendo un gesto con la cabeza al cuerpo del coloso caído—. Las grutas no son muy profundas. Allí dentro no queda nadie vivo. Tampoco hay nada de interés, sólo he visto huesos y esas extrañas pinturas. —¿Alguna pista del extraño visitante? —Nada, ese rarito no nos ha dejado ningún recuerdo. Se esfumó en cuanto me tuvieron prisionero. —Yo lo vi salir. Estaba encaramado a un árbol, a la espera de ver qué hacían los boriberg, cuando se marchó ladera abajo… —Ya me lo contarás por el camino —me miró ceñudo—. Y también hablaremos de tu heroica huida. —Estamos vivos, ¿no? III Partimos de vuelta a Norringe sin perder un minuto, dejando a nuestra espalda una nube negra de humo nacida del fuego que consumía Bergen. Por el camino le conté el siniestro comportamiento del ser sin luz. Intercambiamos suposiciones sobre la posible relación entre éste, la neblina de ojos y la ausencia de dolor de los bárbaros. Él me comentó que el cabecilla boriberg, después de sacarle de la inconsciencia a base de torta-

zos, le acusó de atacar a la tribu durante un trance divino, y le condenó a ser devorado por el “elegido de los dioses”, que sin duda se trataba del gigantón animal que casi lo aplasta. Con una teoría más o menos sólida, llegamos a mi pueblo. Allí tuvimos que relatar nuestra aventura durante el festín de la noche, y hubo risas y horror a partes iguales. Procuramos quitar un poco de dramatismo a la inquietante figura negra, para no alterar demasiado el sueño de la gente. La versión completa, incluidas nuestras conclusiones, se la contamos a parte al consejo de notables, formado por jefe del pueblo y a los ancianos, que fruncieron ceños y se miraron preocupados. Al día siguiente, tras un sueño de doce horas, el consejo me ordenó acompañar a Alric de vuelta a Ramnusfel para justificar ante la Alta Cástor el cumplimiento de las obligaciones de Brewersen, así como para informar de lo acontecido, del ser sin luz y de la preocupación de los habitantes de Norringe. Reabastecí mi carcaj con flechas recién hechas y me hice con un morral que llené de provisiones y algo de oro para el camino de vuelta. La ida no sería problema, ya que usaríamos una de las balsas que utilizamos para guiar grandes cantidades de troncos río abajo. En poco tiempo, y sin esfuerzo, llegaríamos a la capital. Pero la vuelta tenía que hacerla a pie, siguiendo el curso del río, y eso me llevaría algo más de tiempo. El pueblo entero salió a despedirnos, y los notables nos rindieron honores de héroes. El trayecto lo hicimos sin mayor complicación, disfrutando del paisaje y del río. Alric aprovechó para contarme algunas de sus aventuras, y yo por mi parte alabé la serenidad de la vida en la montaña. O al menos así había sido hasta ahora. IV En la capital perdí dos días, pues Aldercy, la gobernante de Ramnusfel, tardó en concedernos la audiencia. Cada uno relató su versión en presencia de la Alta Cástor y sus

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RICARDO CASTILLO consejeros, que se asombraron y alarmaron en los momentos adecuados. Cuando terminamos, alabaron nuestra valentía y cumplieron con el trato, dando a Alric su merecida recompensa. A mí me despidieron con promesas de poner en manos de sus mejores investigadores aquella extraña aparición. Jamás se me olvidará la forma en que Alric me habló al salir del palacio. Sonaba como si cargara a sus espaldas con todo el peso del mundo. —No te entusiasmes, muchacho. Anotarán tu caso y lo archivarán en el olvido, nunca volverás a saber nada de investigadores o expertos de Ramnusfel —suspiró—. Así es como esto funciona para ellos. Las palabras de Brewersen me provocaron una profunda sensación de malestar. Sin ningún tipo de aspavientos, con una simple inclinación de cabeza y un “Suerte en tu camino, hasta la vista”; dejé al mercenario frente a la puerta de una taberna y emprendí el camino a casa. V El trayecto de vuelta fue una ocasión perfecta para reflexionar, practicar con el arco y disfrutar del silencio y la tranquilidad del bosque. Las vías que llevaban hasta Norringe trazaban una curva, aprovechando para pasar por otras poblaciones cercanas. Es por ello que, al coger la ruta del río, estaba seguro de que iría prácticamente solo. Efectivamente, así fue, y no me crucé con un alma en todo el viaje. Sabiendo que aquello era una ocasión fuera de lo normal y que no encontraría otra oportunidad durante el desempeño de mis labores diarias, me permití el lujo de retrasarme algo más. No fue mucho, pero sí fue suficiente. Supe que algo no iba bien a una media hora de Norringe. Desde donde yo estaba podía verse una columna de humo tan negra como la que habíamos provocado en Bergen, y salía justo de donde se suponía que estaba el pueblo. Apreté a correr, con la sangre golpeándome en las sienes. El olor a quemado inundaba mis pulmones, y a cada paso se volvía

más intenso. Cuando estuve aún más cerca, el ambiente se empezó a llenar de ceniza y minúsculas brasas incandescentes. Al poco tiempo alcancé a oír el crepitar de las llamas. Norringe ardía. No era un incendio inicial, ni tampoco parcial; el pueblo entero se consumía hasta los cimientos inundado por un fuego absoluto. Todo estaba envuelto en llamas, nada se había salvado. En mitad de las calles se veían cuerpos humanos que parecían antorchas gigantescas. El calor era sofocante y el humo me producía ahogo. Era como ver el infierno. Recuperando un poco la cordura, me alejé de Norringe en busca de aire fresco. Cuando pude volver a respirar sin toser, lejos ya del incendio, me dejé caer en el suelo, abandonándome a ese pozo negro que es la desesperación. Allí perdí el sentido del tiempo y del espacio, creo que incluso llegué a quedarme dormido. Volví a ser consciente de mí alrededor cuando el fuego desapareció. Retorné al pueblo para ver el resultado. Sólo quedaban rescoldos y humo, restos ennegrecidos y cadáveres calcinados. Como un fantasma, vagué entre las ruinas, con la vista flotando de un lado a otro sin ver nada. Hubo un destello de lucidez que me advirtió de lo raro que resultaba la repentina extinción del fuego, pero aparté ese pensamiento porque no me importaba lo más mínimo. Me senté enfrente de la Sala de los Notables, de la cual no quedaban más que unas cuantas vigas. Mi mente regresó para tomar las riendas y se puso a hacer su trabajo. “¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha podido hacer esto? ¿Qué voy a hacer ahora?”. Una tras otra las posibles respuestas cruzaban por mi cabeza. Me llevó un rato, pero al final tomé una decisión. Lo primero que hice fue intentar adentrarme en las ruinas de la Sala. Escondido bajo el suelo, se hallaba un cofre pequeño con el oro del pueblo, el que se recaudaba entre los habitantes y se usaba para fines comunes. Por fortuna, pude recuperarlo sin dificultad. Estaba bien protegido y a resguardo, así que el fuego apenas le había causado daño. El in-

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EL MERCENARIO terior estaba repleto de monedas de oro y alguna que otra joya. Era una pequeña fortuna. Lo cerré lo mejor que pude y lo guardé en mi morral. Lo siguiente fue examinar los alrededores del pueblo. Tenía la sospecha de que sabía quién había sido el culpable. Se vio confirmado cuando encontré un rastro que llegaba y otro que se iba en dirección sur, una especie de senda de nieve quemada. Maldije en voz baja, jurando que no descansaría hasta que diera con aquel maldito ser y le hiciera pagar por aquello. Por último, cogí una de las balsas del río, que no habían sido alcanzadas por el fuego, y me dejé llevar por la corriente hacia Ramnusfel. VI Alric Brewersen estaba enzarzado en una disputa con otro hombre, a punto de llegar a las manos. Lo encontré en la misma taberna que lo había dejado, sólo que ahora olía a alcohol y tenía los ojos enrojecidos. Tenía agarrado al otro por la pechera, zarandeándolo entre voz y voz. El mercenario se detuvo al verme llegar, mirándome de hito en hito. —¿Qué haces tú aquí? —Tengo que hablar contigo, Brewersen. Es urgente. —Dame un momento, muchacho, en seguida estoy contigo. Y, con último zarandeo, propinó un puñetazo al hombre, tumbándole sobre la mesa. —Vamos arriba. Una vez en su habitación, Alric, que iba desarmado, se sentó sobre la cama, dejándome a mí la única silla. Le conté lo que me había encontrado al llegar a Norringe, el fuego, los cadáveres y el rastro del ser sin luz. El ceño de Brewersen se fue frunciendo según avanzaba mi relato, prestándome cada vez más atención. Cuando acabé, eché mano del morral y puse el cofre sobre la mesa. Antes de que el mercenario pudiera decir nada, seguí hablando. —Alric, he venido hasta aquí con un solo objetivo. Quiero contratarte. En este cofre se encuentra el dinero que el pueblo de Norringe ha ido ahorrando a lo largo de los años, empleándolo en casos de necesidad, en situaciones como esta —abrí la tapa y le mostré el interior—. Es una pequeña fortuna, suficiente para retirarte por el resto de tus días. Lo único que quiero es que me ayudes a encontrar a esa maldita criatura. Ni siquiera te pido que la mates, únicamente que me acompañes tras su pista, en dirección al sur. Tú conoces mejor que yo el mundo, y necesito alguien que me guíe. ¿Qué me dices? ¿Te interesa? Brewersen miró el contenido del cofre, y después me miró a mí. Se pasó la mano por la barba, con aspecto de sopesar los pros y los contras. Luego suspiró, negó con la cabeza y, alargando el brazo, cerró el arca. —Guárdate ese dinero, chaval —extendí mis manos en señal de suplica y balbuceé una queja, pero Alric me cortó en seco, haciendo un ademán para que me callara—. Una venganza así es peligrosa, es una insensatez —se levantó de la cama y, echando mano de la espada y el cinturón, que colgaban de un clavo en la pared, se dirigió hacia el armario que contenía sus pertrechos—. Conserva el dinero, lo necesitaremos por el camino. Encontraremos a esa sabandija de negro y le enseñaremos a meterse el fuego por donde le quepa. Prepárate, salimos en una hora. Y de esta forma dieron comienzo mis famosas aventuras al lado de Alric Brewersen.

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RUBÉN POZO VERDUGO

Nº4 Mayo ‘12

HISTERIA por Rubén Pozo Verdugo

El oscuro pasado que se esconde tras las pesadillas. Una mujer inquietante y otro día lleno de dificultades para Jack. El psiquiátrico que irradia locura y terror abre de nuevo sus puertas para ti. ¿Te atreves a entrar?

L

entamente se abrió la puerta de madera seguido del sonido inconfundible de los goznes chirriantes. En el interior de la habitación, la oscuridad lo dominaba todo con mano de hierro sumiéndolo bajo un tupido velo de incertidumbre. —¿Hola? ¿Hay Alguien? —preguntó asustado a las tinieblas, recibiendo como respuesta su propio eco. Alargó la mano, palpando con insistencia aquella pared rugosa como si se tratara de un nuevo socio en el club de los invidentes; cuando de pronto, notó algo que le resultaba familiar, su tacto a plástico barato y su inconfundible forma provocaron que casi inmediatamente lograra dibujar el objeto en su mente. “Ya te tengo”, pensó para sí mismo. Activó el interruptor e inmediatamente se encendieron las luces de la entrada de su pequeño apartamento. Una de ellas parpadeaba, incesante y molesta. “A ver cuando cambio esa estúpida bombilla”.Atisbó el polvo en suspensión que le resultaba bastante molesto pero sin duda eran ya parte de la casa, al igual que podría haberlo hecho cualquier mueble. —¡KATTY!¡MOLLY! —gritó—. ¡¿Qué cojones pasa en esta casa?! ¡¿No hay nadie?! Entonces, a través de la penumbra del pasillo, vio el movimiento rápido de un pequeño cuerpecito seguido de una carcajada fina y delicada como un pañuelo de seda. El hombre esbozó una

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HISTERIA sonrisa y se dirigió hacia la oscuridad del pasillo. —Molly, cariño. Sé que eres tú, te acabo de ver correteando por el pasillo —dijo en un tono juguetón—. ¿No vas a saludarme? Aventurándose por el pasillo, el hombre siguió la dulce risa de su hija, que constituían un rastro inconfundible, como unas tiernas miguitas de pan. Cuando la penumbra pasó a ser oscuridad y la densidad de esta no le permitía atisbar nada, este alargó el brazo y activó otro de los interruptores que había por el pasillo, ya que había estado tantas y tantas veces allí que prácticamente conocía su ubicación exacta. Al encenderse las luces seguido del tintineante sonido de los halógenos, se presentó ante él una estampa que consiguió helar su sangre y erizar cada poro de su piel. Las paredes estaban todas manchadas de sangre y un espeluznante rastro se dirigía por el pasillo hasta la puerta entreabierta del dormitorio principal. —Oh Dios mío… —fue lo único que acertó a pronunciar—. Joder… ¡¡¡KATTY!!! ¡¡¡MOLLY!!! —gritó mientras se dirigía raudo y veloz a través del pasillo, siguiendo el rastro de sangre hasta el dormitorio principal. Una vez recorrido todo el pasillo, empujó la puerta como lo habría hecho un jugador de rugby. Esta salió despedida violentamente, produciendo un gran estruendo al chocar contra la pared. Sus ojos se abrieron tanto que parecía que en cualquier momento se deslizarían y caerían al suelo, dejando en su lugar dos oscuros y húmedos pozos. Su piel se erizó todavía más y una gota de sudor frío recorrió su frente. Su cuerpo estaba paralizado por el miedo y sentía como sus piernas temblaban involuntariamente, como si fuera el producto de pequeñas descargas eléctricas. Ante sus ojos atónitos se encontraba la cama y, sobre ella, los cuerpos desnudos, desmembrados y mutilados de Katty y Molly. Bajo los firmes pechos de Katty, ahora manchados del vital y bermellón líquido, se

encontraba su vientre abierto, del cual brotaban los intestinos, más parecidos a sanguinolentos cables de alta tensión. La mirada del cuerpo era aterradora y sus ojos estaban fijos en el infinito con un rictus de pavor. El cuerpo de Molly, frágil y tierno como solo puede ser el cuerpo de una niña estaba empapado en sangre, uno de los brazos había desaparecido y se encontraba brutalmente destripada, igual que su madre. Entre la dantesca escena y aquel hombre se encontraba una niña. Esta se hallaba mirando la macabra escena con mirada perdida. Su vestido lucía un aspecto antiguo, sin embargo parecía de recién comprado. Su cabello era brillante y dorado como hilos de oro que caían sobre sus hombros, y sostenía una preciosa rosa roja en la mano. Lentamente, fue levantando la mano en la cual sostenía aquella brillante flor, señalando a un punto en la habitación donde se encontraba un hombre girado contra la pared. Éste sostenía un largo y afilado cuchillo manchado con la sangre inocente de aquellas personas a las que siempre había amado, mientras movía el tronco con un movimiento repetitivo y oscilante, como lo haría un metrónomo. —¡TÚ! —gritó el hombre con vehemencia mientras se dirigía hacia él con los ojos llenos de ira y lágrimas. —Tenía que hacerlo. No pude evitarlo. Ella me dijo que lo hiciera. Ella me dijo que lo hiciera. Me dijo que no eran buenas conmigo. Intentaban traicionarme. Ella me dijo que lo hiciera. Ella me dijo que lo hiciera… — era lo único que manaba de la boca de aquel hombre con el cuchillo en la mano, mientras seguía con aquel movimiento armónico e imperturbable. —¡Te voy a matar hijo de…! —Su corazón se paró en el instante en el que giró violentamente al hombre y pudo ver su rostro. En ese momento se dio cuenta de que aquel rostro era el suyo. —Ella me dijo que lo hiciera… Un potente zumbido inundó su cabeza de golpe. La escena parecía ahora un lienzo re-

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RUBÉN POZO VERDUGO cién pintado al que se le ha rociado con un cubo de agua. Notaba como su corazón latía con una vigorosidad y rapidez pasmosa. Entonces fue cuando vino el grito. Abrió los ojos violentamente, de ellos irradiaba una ira desmesurada que sería capaz de atemorizar al mismísimo diablo. De sus pulmones salía aquel cálido aire transformado en un grito gutural y desgarrador. Intentó levantarse pero descubrió que estaba atado de pies y manos a una camilla. Su desconcierto era total y su raciocinio se había perdido por los laberintos de su mente. Mientras tanto, él seguía gritando y zarandeando con fuerza la camilla, intentando liberarse. De pronto, la puerta de aquel diminuto antro se abrió de repente y, como por arte de magia, comenzaron a entrar más y más enfermeras que acabaron inundando la sala. La mayoría se pusieron a su alrededor intentando evitar las violentas convulsiones para poder administrarle un sedante, pero sin éxito. Apenas había pasado un minuto cuando apareció un hombre. Este era alto aunque de complexión normal. Tenía pelo negro como un pozo de brea y sus ojos azules como un cielo sin nubes eran preciosos, casi hipnóticos. Entonces, una de las correas cedió, liberando su brazo. Este agarró a una de las enfermeras por el cuello, apretando con todas sus fuerzas cuando aquel muchacho saltó sobre su cuerpo. Al liberar a la joven, aquel hombre al cual no había visto desde que estaba allí encerrado le propinó una inyección en el cuello. Notaba ahora el líquido fresco circular por su torrente sanguíneo, sintiendo una desagradable sensación. Luego no tardó en sentirse desorientado y relajado por igual. Por último fue forzado y empujado a los brazos de Morfeo gracias al sedante, hasta que desfalleció.

jugaban en el aire, haciendo acrobacias casi imposibles. Agarró su vaso, redescubriendo que había acabado hace poco con el café. Algo angustiada se levantó y dirigió hacia la barra autoservicio, donde en una esquina se encontraba la cafetera. Mientras dirigía sus pasos hacia allí descubrió a un hombre entrando rápidamente dentro de aquella estancia. Su pelo oscuro como la noche más aterradora y aquellos fulgentes ojos azules la cautivaron de inmediato. No reconocía su rostro, y a juzgar por su mirada perdida, debía ser nuevo en el lugar. —Los bollos salen del horno a las ocho, esta cafetera endemoniada empieza a escupir ese ardiente sucedáneo de café a los cinco minutos antes de salir los dulces, llegas tarde a tu primera sesión de grupo y yo me llamo Eva, encantada. Jack quedó perplejo ante el aluvión de información que acababa de recibir de aquella mujer a la cual no había visto nunca y que lo trataba con una confianza que casi podía tacharse de demasiado familiar. Miraba la figura de aquella mujer. Su esbeltez estaba escondida bajo aquella holgada bata blanca que mucho dejaba a la imaginación; su pelo, corto y castaño no llamaban la atención realmente, hasta que descubrió sus ojos. Como si jamás hubiera visto unos, centró toda su atención en ellos. Aquel pálido tono azul había llamado su atención como una luz sobre una luciérnaga. —Esto…yo…tengo que… —“Reunión de grupo”. Ala Oeste, habitación 302. Llegas diez minutos tarde y cuando acabes pásate por aquí, te estaré esperando. —Jack seguía sin salir de su asombro y en su cara se gesticulaba un rictus de incredulidad. —Esto… Gracias —dijo antes de salir corriendo a través del pasillo.

II Un intenso aroma a café y bollería fresca impregnaba cada rincón de aquella cafetería. Eva miraba casi hipnotizada por la ventana, observando como una pareja de pájaros

III El murmuro del aire acondicionado dominaba aquella pequeña habitación. Hacía treinta minutos que Jack Mauler había entrado y había comenzado la sesión de terapia

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HISTERIA en grupo. Ésta consistía en que cada uno de los diez que allí se encontraban comentaran sus inquietudes y miedos además de compartirlo con el resto del grupo, para así empatizar y dejar atrás sus temores e inquietudes. Él había estado apuntando primero con ímpetu todo aquello que manaba de la boca de aquellos dementes, para luego pasar a apuntar con desdén no más de tres palabras por persona. Jack se encontraba con la mirada fija en un objeto en particular de la habitación, cuando el sonido de una de las sillas al arrastrarse provocado por el último de los pacientes que iba a exponer sus problemas rompió el hechizo que le tenía cautivado. —Ho…ho…hola. Soy Steve. —Hola Steve —contestaron todos los pacientes al unísono. —Tengo que deciros que anoche soñé nuevamente que intentaba follarme a Glory, la chica de mantenimiento. Ella tenía… —Jack dejó de prestar atención casi desde el principio a sus estúpidas palabras inconexas, volviendo a mirar con fascinación aquel objeto. Se trataba de una de las sillas. Al entrar ya se había dado cuenta, pero no fue hasta casi la mitad de la sesión cuando se puso a divagar sobre quién se tendría que haber sentado en aquella silla vacía. La única de las diez que permanecía sin huésped. “¿Podrá ser del hombre de anoche?”, se preguntó mentalmente a sí mismo. “¿Sería él la persona que tendría que estar ahí sentada, contándome su vida?”. —…entonces la apuñalé por la espalda!! Y luego me masturbaba mientras veía como bajo ella se hacía un charco de sangre cada vez más grande y más grande y más… —¡Steve! —interrumpió Jack de inmediato—. Gracias, creo que ya es suficiente. Puedes sentarte. —Una vez sentado aquel hombre, Mauler se levantó—. Bueno, la sesión por hoy ha finalizado. Gracias por vuestra sinceridad y comprensión. Gracias a vosotros por haberme acogido tan bien desde el primer día y, sobre todo, gracias por abriros

conmigo; eso hará infinitamente más fácil mi trabajo. —¡TRABAJO! ¡PALABRAS TERMINADAS EN —AJO! —gritó un hombre alto y delgado de semblante quijotesco—. ¡ABAJO! ¡BADAJO! ¡CUAJO! ¡ESTROPAJO! ¡YERBAJO! ¡ESPUMARAJO!... —Podéis salir cuando queráis —dijo mientras mostraba una sonrisa ahogada en su rostro—. Nos vemos el martes. IV Jack circulaba por los pasillos a paso ligero dirigiéndose hacia la cafetería. Observaba con meticulosidad cada ínfimo detalle, para poderlo usar más tarde como referencia y no perderse en aquel laberinto con forma de palacete. “Recuerda, al ver el cuadro de American Gothic, a la derecha”, pensó al contemplar la obra, observando los ojos del granjero como si le persiguiera con la mirada. “ —Luego, azulejo roto del suelo, izquierda y luego derecha —murmuró en voz muy baja, casi un susurro—. He de fijarme en otra cosa, si no el día que arreglen el azulejo y aún no recuerde el camino estaré vendido —dijo antes de encontrarse y abrir la puerta de la cafetería. Al abrirla de par en par solo encontró ante sí el hedor a sudor y largas mesas vacías de comensales, salvo una. En esa mesa, junto a la ventana enrejada, se encontraba aquella chica con la que había estado charlando fugazmente aquella mañana. Ésta se percató de su presencia y le hizo un ademán para que se aproximara. Jack primero se acercó a uno de los frigoríficos de puerta acristalada y sacó un par de botellines de cola y se dirigió hacia la mesa. —Hola, temía que no estuvieras por aquí. No tuve ocasión de presentarme en el desayuno, soy Mauler, Jack Mauler. —Lo sé, no se hace otra cosa que hablar de ti y de tu hazaña ayer con Trece. —¿Con…quién? —¿No lo sabes? Bueno, tampoco me extra-

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RUBÉN POZO VERDUGO ña. Trece es el psicótico perturbado que tenemos alojado en la celda número trece. Lo encontraron en estado de shock y cubierto de sangre en su apartamento. Había apuñalado y destripado a su mujer y su hija a sangre fría y según decía “Se lo había dicho una niña”. No recuerda nada desde que entró aquí, ni su nombre, ni su edad, ni donde viene. Nada. —¿Has dicho…una niña? —preguntó Jack intrigado después de pegar un trago largo de su refresco. —Sí, bueno. Al menos fue lo que él dijo. Pero… La frase de Eva quedó incompleta al abrirse las puertas de la cafetería. Entraba el Doctor Tucker. Su cara y unas marcas en el lado derecho del rostro desvelaban que no hacía mucho que acababa de despertarse. Se dirigía dando pasos indecisos, como un zombie, hacia la máquina de café. —¡Mierda! —dijo enfurecida pero en un tono muy bajo—. El Director Tucker. Tendría que estar pasando consulta —dijo para sorpresa de Jack—. Si te pregunta algo, tú no me has visto. Nos vemos más tarde, o esta noche, o mañana, o algún día. Eva se levantó agachada, como si se tratara de un experimentado hombre del ejército, y se lanzó a la carrera hacia la otra parte de la cafetería. Mientras tanto, Jack contemplaba expectante aquella cómica huida, digna de cualquier película de humor barata viendo como su figura se perdía tras una de las puertas. El tacto de una mano fría y arrugada en su hombro le sobresaltó. Se trataba de Tucker, que se sentó justo frente a él, donde antes se encontraba Eva. —Buenos días, doctor Mauler. ¿Cómo ha ido su primera sesión en grupo? ¿Se han portado bien los chicos? —Buenos días, doctor Tucker. Los pacientes se portan bien, dentro de sus posibilidades, claro está. Aunque aún no estoy acostumbrado al trato con ellos estoy seguro de que en breve ya tendré más confianza con ellos. —Me contaron su pequeña hazaña de ano-

che, muy bien. Ese es el espíritu competente que quiero en este centro. Iniciativa. Enfrentarse al toro por los cuernos, como hizo usted con Trece. Poca gente es capaz de ello. —¿Por qué lo dice? Estaba atado, no tiene ningún mérito. —Ese hombre rompió con fuerza bruta una de las correas y casi le parte el cuello a una de las enfermeras, señor Mauler. No muestre esa falsa modestia. Ese hombre es peligroso incluso atado. Fue entrenado para ello. —¿Fue entrenado? Creía haber oído que ese hombre no tenía pasado, o al menos, no lograba recordarlo. ¿Cómo puede usted decir eso? —Hay que ser observador, mi joven amigo. La mente no es el único que nos dice de dónde somos y a dónde vamos. El físico es importante. Ese hombre tiene una fuerza extraordinaria para su complexión física, aparte de otros rasgos identificativos. ¿No se ha dado cuenta? —No he tenido el placer de estar mucho tiempo con él, doctor. —Pues fíjese bien, Mauler. Tiene un tatuaje de los Navy SEAL en la espalda con un número de identificación grabado debajo. Ese tatuaje únicamente los tienen los que han pertenecido o pertenecen a dicho cuerpo. Creo que debería hacerle una visita. No tiene desperdicio. —Sí, eso haré —dijo mientras se levantaba de la silla repentinamente—. Y ahora mismo, he de recuperar el tiempo perdido. Jack se despidió del doctor Tucker con un fuerte apretón de mano. Mauler se giró y comenzó a andar por la cafetería cuando su jefe le dijo: —Una cosa más. Nunca atraviese la línea amarilla. V Las enormes rejas se deslizaban a través de las guías semioxidadas del suelo. Al entrar en la sala, pudo contemplar ante él un largo y enorme pasillo. Había desnudas puertas metálicas a ambos lados del corredor, y

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HISTERIA apenas un ojo de buey permitía mirar en su interior. Una línea blanca separada un metro y medio de la puerta constituía una frontera moral que no debía ser cruzada e irradiaba un peligroso poder. Una vez cerrada la reja por la cual había accedido al corredor, se dirigió a través de este, buscando la celda número trece. “3…4…5…”, contaba mentalmente. “10…11…12…”.Paró en seco ante la puerta de hierro que había bajo un brillante y dorado trece. Atisbaba la puerta con miedo, recordando la violencia que mostró la noche anterior aquel hombre. Recordaba su grito desgarrador lleno de ira. Escuchaba su corazón, bombeando sangre despiadadamente. Se sentía mareado y comenzaba a tener nauseas, pero el deber le llamaba. Dio un par de pasos y paró justo antes de llegar a la línea blanca. Giró la cara y miró hacia el techo, donde una cámara vigilaba todos sus movimientos. Jack simplemente tuvo que asentir con la cabeza para que la puerta se abriera automáticamente. Ahora, ante él, se encontraba un enorme hueco negro, casi una puerta de bajada al inframundo. De su interior manaba un intenso olor a sudor y algo que creyó identificar como orina a la par que un susurro ligero y repetitivo, como el piar de un pájaro. De repente, una tétrica y mortecina luz se encendió dentro de la habitación, mostrando al hombre que se hallaba en su interior. Tenía una espesa barba que cubría la parte inferior de la cara. Sobre su rostro caían los mechones de pelo largo y apelmazado. Su cuerpo, fuerte y definido, se encontraba en una esquina de la habitación enrollado sobre si mismo y murmuraba unas palabras que no llegaba a escuchar. Al mirar al suelo, contempló una línea amarilla perfectamente definida que dividía el habitáculo en dos. Comenzó a recordar las palabras del señor Tucker en el interior de su cabeza con miedo y curiosidad. “Nunca atraviese la línea amarilla”. —¿Hola? ¿Estás bien? Soy el Doctor Mau-

ler, encantado de conocerte. Aquel hombre harapiento, en lugar de contestar, continuó con su rosario particular mientras se movía como un péndulo. —Oye, he venido a ayudarte —dijo con firmeza mientras daba un par de pasos—. Lo digo en serio. Puedo ayudarte. —Nadie puede ayudarme. —Yo sí puedo, por eso he venido hasta aquí, juntos… Entre paso y paso, casi sin darse cuenta, Jack ya había traspasado la línea amarilla que le separaba del reo. Éste, como accionado por un resorte dio un salto tremendo hacia el psiquiatra, derribándolo. —Tenía que hacerlo. No pude evitarlo. Ella me dijo que lo hiciera. Ella me dijo que lo hiciera. Tiene que creerme por favor, tiene que hacerlo. Ella me dijo que lo hiciera. Ella me dijo que lo hiciera. —¡SEGURIDAD! ¡SACADME DE AQUÍ! De repente, se encendieron todas las luces y el sonido de una grave y molesta alarma comenzó a sonar, inundándolo todo. VI —Joder, Mauler, mire que se lo advertí. No cruce la línea amarilla. ¡¿En qué demonios estaba pensando?! Ese hombre podría haberlo matado si hubiera querido. Han hecho falta cinco hombres, señor Mauler, CINCO para poder derribarle —bramó enfurecido, con cada palabra que salía por su boca su cabeza se tornaba un poco más roja, marcándose incluso una inmensa vena como una cañería en la cabeza. —Pero se veía tan frágil e indefenso que… —¿Frágil? ¿Indefenso? ¿Se está quedando conmigo? Parece ser que usted no recuerda el incidente de anoche, ¿verdad? Tiene que ser eso... —Ya le he pedido disculpas, doctor Tucker —dijo avergonzado—. Lo siento mucho, pasé la línea sin darme cuenta. No volverá a ocurrir. —Eso espero, señor Mauler. Eso espero. No quisiera perder a alguien con tanto talento

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RUBÉN POZO VERDUGO como usted. La tez de Jack se tornaba cada vez más blanca, casi como un bloque de mármol. Pensando en las palabras que acababan de salir de la boca de su jefe. —Eso quiere decir… ¿Qué aquí han muerto médicos? —¿Cómo se quedaría más tranquilo, señor Mauler? ¿Contándole la verdad o contándole una mentira piadosa? —La verdad… —dijo dubitativo y poseído por la curiosidad. —Sí. No sería el primero ni el último que muere a manos del ataque fortuito de uno de los pacientes del recinto. Solo esperemos que no suceda lo mismo que hace un año… —añadió reflexivo, mientras desviaba la mirada hacia los volúmenes antiguos de su librería—. Vaya a su habitación. Su jornada concluye por hoy. Descanse y no vuelva a dormirse y llegar tarde a una terapia en grupo. —Pero… ¿Usted cómo…? —Estas paredes tienen ojos y oídos, señor Mauler. VII La penumbra reinaba en el interior de la habitación únicamente violada por un haz de luz que entraba por el ojo de buey. En la misma esquina en la que lo había encontrado el psiquiatra, se encontraba él. Doblegado sobre sí mismo, éste no paraba de gimotear, intentando aún comprender porqué lo hacía. Escuchó un ruido en el exterior de la celda y rápidamente alzó la cabeza, mostrando su rostro magullado y un colorido moratón en la mejilla. “No ha sido nada”, le tranquilizó pensar. Apenas había vuelto a agachar la cabeza, volvió a escuchar de nuevo otro ruido, esta vez proveniente de aquella misma habitación. En cuanto alzó la cabeza, pudo contemplarlo. Aquella niña, de dorados cabellos y brillantes ojos azules le miraba con aquella expresión tímida tras la línea amarilla. —No te acerques… La niña se limitó a sonreír.

—Fuiste tú, maldita hija de puta —sentenció—. FUISTE TÚ LA QUE ASESINÓ A MI FAMILIA. —Comenzó a gritar—. TÚ ME OBLIGASTE, TÚ, TÚ, TÚ. La niña volvió a sonreír, esta vez andando hacia él. Cada vez que daba un paso, sus pequeños zapatitos emitían aquel peculiar sonido, banda sonora de museos en silencio. —No te acerques… ¡NO…TE…ACERQUES! Apenas la niña hubo traspasado la línea amarilla, aquel hombre se abalanzó sobre ella intentando derribarla y cuando apenas quedaban centímetros para poder rozar su frágil cuerpo, el hombre salió despedido hacia la otra punta de la habitación, golpeándose duramente contra el muro. Aquel hombre, luchador de grandes batallas en el pasado las cuales quedaron tras el muro del olvido, se encontraba ahora en el suelo, llorando y quejándose por el fuerte golpe que acababa de sufrir en su espalda. La niña se acercó paso a paso, no tenía prisa. En cuanto ella entró, la guillotina comenzó su mortal viaje. Cuando lo tuvo delante simplemente le miró extrañada y, con una siniestra sonrisa en la cara, estiró su bracito ofreciéndole la rosa que entre sus manos se encontraba. El hombre la miró, desconcertado, para luego mirar aquella brillante y preciosa flor. Ésta le atraía salvajemente, como una fuerza superior que le obligaba a hacerse con ella. Extendió el brazo y, con delicadeza, quitó la rosa de la mano de aquella tierna niña. Él quedó ahora absorto mirando la flor. La recordaba bien, era la que siempre veía en sus pesadillas. La misma niña, la misma rosa, el mismo final. Entonces, ante la incrédula mirada del interno, la flor comenzó a marchitarse. Sus pétalos se desprendían suavemente desde el extremo y caían oscuros y muertos sobre el suelo. Entonces comenzó a escuchar aquella risa aguda proveniente de la niña. Los cabellos de ésta comenzaron a oscurecerse, su tez blanca y fina se volvía ahora de un tono mor-

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HISTERIA tecino, parecida a la cera de una vela; sus ojos comenzaron a brillar de un color bermellón e intenso. El hombre, sin decir nada, se levantó. Su mirada se había quedado clavada en la pared que había frente a él. Dirigió sus pasos hacia el muro y, cuando apenas quedaban unos centímetros de diferencia entre ambos, comenzó a darse cabezazos contra la pared. La sangre brotaba vivamente de su frente, mientras que la niña le miraba con ojos crueles y sin mostrar otra reacción que una oscura felicidad. El hombre continuaba golpeándose una y otra vez sin mencionar palabra alguna o exteriorizar ningún dolor. De repente, todas las alarmas se activaron, y del exterior comenzaban a oírse pasos rápidos y agitados mientras la macabra escena continuaba en el interior de la celda. El hombre continuaba golpeándose la cabeza hasta que, de repente, escuchó un crujir de huesos y solo pudo dar un par de golpes más antes de caer muerto en el suelo, rodeado de su propia sangre y mirando hacia el cielo, el lugar donde ahora se acababa de reencontrar con su familia. Fue entonces cuando una tímida lágrima brotó de los ojos de aquel hombre, limpiando la sangre del rostro y mostrando un surco de pureza en él. Cuando los operarios por fin lograron llegar y abrir la puerta, ya era demasiado tarde. Encontraron a aquel hombre de mirada obnubilada por la sangre y ya segado por la hoz de la parca. Mientras, en el jardín, una de las flores del inmenso y precioso rosal se marchitaba, dejando caer los pétalos lacios hacia la fresca hierba impregnada del rocío de la noche.

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J. R. PLANA

ROY BURTON SIEMPRE DICE... Nº9 Diciembre ‘12

B

por J. R. Plana

ueno, ya veis, no digo que haya estado en todas partes y que haya hecho de todo, pero sí sé que vivimos en un planeta muy sorprendente, y que un hombre tiene que ser muy imbécil si piensa que estamos solos en este universo, y más después de ver lo que tenemos ahí fuera. —El hombre silba mientras se recoloca en el taburete y toca un acorde suelto en la guitarra. Camisa a cuadros sobre camiseta y vaqueros. Podría ser un camionero, o un leñador. Francamente, podría ser cualquier cosa—. Vaya tela, ¿eh? En fin, esto es This Life, una canción que habla de cómo vivir la vida. Empieza a tocar y a cantar. No tiene cables ni micrófono, y la guitarra es acústica, pero eso no importa, puesto que el Grim´s Grill está vacío y se le oye alto y claro. Los únicos ocupantes, además de él, que se entrega con pasión y voz cascada sobre la gastada tarima y bajo un único y triste foco, son tres personas, dispersas por el sucio y maloliente bar de atmósfera cargada. El primero es un hombre con una cazadora de cuero marrón, sentado en una mesa que tiene todas las sillas encima menos la suya. Está tumbado, con la cabeza oculta sobre el brazo, y una botella vacía tirada delante. El segundo está dos mesas más a la derecha, enfrente de la tarima, parece un capataz de obras de carreteras, y tiene la mano extendida sobre el tablero, jugando con un cuchillo de caza que clava entre sus dedos y bebiendo un trago de algo que parece whisky cada vez que se corta. La tercera y última persona es una mujer, una chica rubia que bebe Ánima Barda - Pulp Magazine


ROY BURTON SIEMPRE DICE... y fuma sobre la barra con aspecto taciturno. Ella desentona. No por ser guapa, ni tampoco por los vaqueros, las botas ni la camiseta, desentona porque parece demasiado lista para estar allí. Y es que están en el Grim´s Grill & Beer, la mejor parrilla a este lado del… Bueno, eso ya da igual. Lo importante es que es un cuchitril oscuro y mal ventilado, dejado de la mano de Dios, donde las únicas luces son el foco que ilumina la tarima y el fluorescente parpadeante que está a la puerta de los baños, donde los teléfonos públicos. El tipo de la guitarra acaba la canción rasgueando las cuerdas con ímpetu. —¡Muchas gracias! Eso es todo por hoy, próximos pases en el infierno. A partir de mañana y para toda la eternidad. Y se baja del escenario de un salto y con la guitarra en la mano. Nadie parece notarlo. Sus botas crujen sobre la madera al pasar al otro lado de la barra, y la guitarra se queja cuando la deja sobre ésta. —Te invito a una copa —le dice a la mujer—. No te importa, ¿verdad? —No creo —responde ella. —Entonces deja de beber eso. —Desaparece detrás del mostrador y se oye el ruido del vidrio al chocar y cajas arrastrándose. Su mano surge de abajo con una botella—. Mejor así. Coge el vaso de ella y lo tira a un lado. Luego saca otro y llena los dos hasta el borde. —Por nosotros —dice él elevando el vaso. Ella le corresponde con el mismo gesto y los dos beben hasta apurar el vaso—. Qué mierda más buena. La chica asiente y le tiende el vaso. Vuelve a llenarlos y vuelven a beber, así unas cuantas veces, sin decirse nada más. Se limitan a observarse con disimulo mientras vacían un vaso tras otro. Ella piensa que podría parecer un hombre formal si se afeitara y se cortara el pelo, o quizá si se hiciera una coleta. Lo que no tiene arreglo es la mandíbula dura, que le hace inevitablemente cara de bruto. Varonil sí, pero bruto también.

Sólo Dios sabe lo que piensa él, aunque los vistazos rápidos al escote de la rubia puedan dar pistas. —Grim era un cabrón, pero sabía esconder el buen alcohol —afirma él intentando sacar conversación. —Supongo que sí. —Da una larga calada al cigarrillo—. ¿Fumas? —pregunta ofreciéndole con la otra mano el paquete. —No —responde, cogiendo un cigarrillo. —Da igual. Yo tampoco. —Le empuja el mechero, acercándoselo—. ¿Cómo has dicho que se llamaba él? —Con la cabeza señala al rincón de los baños, dónde dos piernas desmadejadas asoman por la esquina y la luz aséptica e intermitente del luminoso deja ver unas manchas rojas y oscuras en la pared. —Grim. —Grim, eso. Parece que perdió los nervios. —Sólo cogió el camino fácil. Nunca fue muy valiente, siempre estaba quejándose de todo. —¿Le conocías? —He tocado en este tugurio unas cuantas veces, así que se podría decir que sí, conocía al viejo Grim. Era sucio y desagradable, pero que me despellejen si no freía el mejor pollo de todo el condado. La mujer asiente, pensativa. Tiene la cara de quien no presta mucha atención. —¿Te dedicas a esto? —pregunta, señalando la guitarra con la cabeza. —Eso parece. —Se pone el cigarrillo en los labios y ofrece la mano por encima de la barra—. Roy Burton. Músico de carretera. —Julia. —Se dan un firme apretón. Roy mantiene la mano agarrada unos segundos más de la cuenta. —¿Julia y ya está? ¿Nada más? —De momento Julia a secas. —Muy bien —dice, levantando las manos en señal de rendición—. Como quieras, Julia. ¿Eres de por aquí? —No, ¿y tú? —Amiga, Roy Burton es de todas partes y a la vez de ninguna. Mi hogar está donde esté yo y esta guitarra. —Ella camufla la risa tras un largo trago de alcohol—. Aunque suelo

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J. R. PLANA pasar bastante por aquí. De hecho, estaba a unos cuantos kilómetros, en Densfield, cuando empezaron a pasar esas cosas, a abrirse esas… esas… rajas, fajas… —Fallas. —Como sea. El caso es que estaba tomando unas cervezas con Nake y oímos un fuerte chillido. Estamos acostumbrados a oír gritos, la gente grita por todo, pero este era especial, era un auténtico aullido, el tipo que berreaba tenía que estar pasándolo realmente mal. Así que salimos afuera listos para entrar en acción y lo vimos. Era raro, ¿sabes? Muy raro. —Roy deja la vista perdida en algún punto del infinito mientras sigue hablando—. La carretera seguía en su sitio, pero había un trozo que no. No era un agujero, porque los agujeros tienen paredes y fondo, y suelen estar oscuros. Esto tenía luz y no tenía paredes. Como una ventana, ¿entiendes? — Vuelve a mirar a Julia mientras señala hacia los ventanales del bar—. Como esas, una ventana, pero en vez de a la calle, a otro sitio totalmente distinto. —Entiendo el concepto... —Pues eso, como ventanas. Y allí, agarrado a los bordes con apenas la punta de los dedos, estaba el hombre de los gritos, con el cuerpo metido entero en ese agujero y llorando como un bebé. Antes de que pudiéramos hacer algo, el tipo perdió el agarre y se soltó, perdiéndose en ese sitio. Lo que había al otro lado no era de aquí, no sé si me entiendes. No era la tierra. Tenía colores muy extraños, como de una foto pasada. En fin, Nake y yo tampoco nos quedamos a averiguarlo, salimos de allí cagando leches. Por el camino, antes de separarnos, vimos unas cuantas rajas más, que se iban abriendo por todas partes: en el suelo, en el cielo, en los edificios, en la gente. Había un hombre que se quedó partido por la mitad por una raja, y un edificio que se derrumbó entero cuando se abrió una en los cimientos. Tía, qué pasada. —Roy da un trago y chasca la lengua en señal de aprobación—. Cuando llegué a casa y puse la tele y comprendí que iba en serio, que estaba

pasando por todas partes. Oí la historia de cómo había empezado, lo del laboratorio científico y eso, y entonces me dije: “Roy, esto es el fin del mundo, más vale que te enteres. Disfruta de lo que quede mientras puedas”. Así que hice un par de cosas y me vine aquí, a ver si conseguía comerme una buena ración de pollo antes de palmarla. Pero el idiota de Grim ya se había volado la tapa de los sesos. Maldito imbécil. La verdad es que eso de ahí fuera es una puta locura, con la gente histérica y esas cosas cargándose el mundo. —Roy se calla un momento para apurar el cigarrillo—.Y tú, Julia, ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Dónde te pilló todo esto? Julia tarda en contestar, paladeando cada palabra antes de soltarla. —¿Te ha dicho alguien alguna vez que hablas demasiado? —Todos los malditos días. En serio. —Está bien… Te lo contaré si me dejas acabar Estaba trabajando. Cuando las cosas se pusieron feas, cogí lo primero que pude, lo metí en la mochila y salí pitando de allí. Mi coche se lo tragó una falla, así que se lo robé a un hombre que trataba de huir cuando una de esas criaturas lo cogió por los tobillos y empezó a merendárselo. Luego conduje. Conduje, conduje y conduje, esquivando locos y fallas, hasta que el coche se quedó sin gasolina, a un par de kilómetros de aquí y así… —Wow, wow, wow, un minuto preciosa, ¿criaturas? ¿Qué criaturas? —¿Ves? No sabes escuchar. —¡Oh, claro que sé escuchar! ¡Ese es el problema, que he escuchado algo que no quería saber! —¿No has visto ninguna? ¿No? Son como pulpos, pero con patas además de tentáculos, y cuando aparece uno se tira sobre lo primero que ve y empieza a comérselo. —La leche. —Atropellé a uno con el coche. Fue divertido. Los dos apuran su vaso y Roy vuelve a

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ROY BURTON SIEMPRE DICE... llenarlos. —No deja de tener gracia. —Julia le interroga con la mirada—. El follón este, digo. Mira, Julia, soy un tipo razonable. Te lo aseguro, muy lógico y todo eso, es sólo que he vivido algunas cosas muy poco razonables y eso me está afectando a la jodida azotea. Lo que está pasando es una maldita broma del cosmos, coño. ¿No lo ves? Es una señal, una forma de decirnos: “Os lo dije, tíos, os estabais pasando”. —¿De qué demonios estás hablando? — ¿Quién no sabe escuchar ahora? —¡Cállate y aprende a hablar! —Pides cosas muy complicadas. —Ya lo sé, los tíos sois así de inútiles. —Venga, Julia, no me dirás que tiene sentido callarse para aprender a hablar, ¿qué eres, una filosofa china o algo así? Lo que estaba tratando de decirte es que es una broma del cosmos que por culpa de los de las batas, que supuestamente nos hacen avanzar como raza, estemos ahora con el mundo rajándose como una maldita piñata, ¿lo pillas? —Oh, por favor, es más complicado que todo eso. —¿Ah, sí? Vamos, pues adelante, explícamelo. —Olvídalo, Roy. No quiero hablar del tema. —¿Qué? No me jodas, ¿el mundo se está yendo a la mierda y tú no quieres hablar? ¡Suéltalo ya y no me toques los cojones! —¿Alguna vez te enseñaron modales, Roy Burton? —Mi madre era una buena mujer, una gran mujer, y mi padre un capullo, pero me quería. No, nunca me enseñaron modales y tampoco quise aprenderlos, y ahora, ¿hará usted, señorita, el favor de contarme a qué cojones se refería con que es más complicado? —Cielo santo, que habré hecho yo para merecer esto en mis últimas horas. —Nena, aún no sabes la suerte que has tenido. —De acuerdo, te lo contaré. —Julia respira profundamente y suelta el aire poco a poco—.

Vamos a ver, ¿y si te dijera que yo soy culpable de que esté ocurriendo esto? —Te diría que eres una chica demasiado guapa para eso. —Roy, por favor, hablo en serio. —¡Por favor! No me jodas, Julia. —Escúchame, Roy, yo tengo algo que ver en el fin del mundo. —Estás loca… ¿Es ese tu problema? —Soy parte del equipo científico que trabajaba en los laboratorios donde se organizó todo el lío. —Está bien, está bien, parece que no estás de broma. Voy a necesitar otro de estos. — Aboca la botella sobre su vaso y lo llena. Luego hace lo mismo con el de Julia—. Y creo que tú también. —Es todo complicado de explicar, así que omitiré las partes aburridas. El doctor Evans era el jefe. Estaba convencido de que había encontrado la forma de demostrar que las Teorías de las supercuerdas son pamplinas. Llevaba años trabajando en ello y por fin estaba todo preparado para llevarlo a cabo. Bien, el experimento funcionó. Al principio. Pero luego pasaron dos cosas: la primera, demostró que las Teorías de las supercuerdas son acertadas, y la segunda, rasgo el tejido de nuestro universo, lo hizo colisionar con otros y alteró las vibraciones de las once dimensiones, haciendo que empezaran a abrirse fallas y agujeros que conectan este mundo con otros paralelos. ¿Lo has entendido? —Creo que sí… Espera… No, definitivamente no. —Bah, da igual, no lo entiendo ni yo. Y está claro que el doctor Evans tampoco lo terminaba de coger. —Qué cabrón. Espero que disfrutara con el experimento. —Ya lo creo que sí. Su cara era todo un poema, tendrías que haberlo visto cuando comprendió que acababa de demostrar lo que pretendía rebatir, segundos antes de asimilar que se había cargado nuestro universo. Luego, el espacio se plegó a su alrededor, se le puso la piel del revés y una falla le partió en dos.

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J. R. PLANA Así —añade, dibujando una línea vertical con la mano—, de la cabeza a los pies. —Entonces brindo por él. —Roy apura el vaso—. Y dime una cosa, esos pulpos de los que hablas, ¿qué son? ¿Extraterrestres? ¿Seres de otra dimensión? Julia se encoge de hombros. —Ni pajolera idea. —¡Ja! Muy bien, doctora, así me gusta. Puedo llamarte Doc, ¿no? —Realmente no tengo el doctorado, pero si a ti te hace ilusión… —Claro que sí, Doc, ya me dirás tú quién va a venir a decirte lo contrario. Qué cojones, tú serás doctora y yo puedo ser el presidente, y a la mierda todo. ¡Brindemos! —Y vuelve a llenar los vasos. Se sirven hasta vaciar la botella, y se aseguran de que no quede ni gota. También se fuman un par de cigarrillos más. —Así que nuestra dimensión se está rajando por todos lados. —Exacto. —Qué bien. ¿Tenías hipoteca? —Sí. —Mira la parte buena. Ahora ya no. Ni tampoco casa, pero eso es lo de menos. ¿Sabes lo que suele decir Roy Bur…? Un crujido ensordecedor les hace llevarse las manos a la cabeza por instinto, el aire se llena de olor a ozono y el local parece temblar. La barra del bar se rasga de una punta a otra, como si alguien tirara de los lados, y en lugar de madera se ve un cielo estrellado surcado por auroras boreales. Roy salva su guitarra de caer al otro lado por los pelos, pero no los vasos y la botella, que pasan a otro lado y se pierden flotando en el aire. Julia y él se quedan mudos de horror, mirando con los ojos muy abiertos la enorme falla. —Cristo y su madre. De acuerdo —consigue decir Burton—. Es hora de largarse de aquí. Con paso firme y ligero, Julia recoge su mochila, Roy se cuelga la guitarra al hombro y salen del Grim´s Grill casi corriendo, dejando a su suerte a los dos de dentro, que parecen no haberse enterado de nada.

Afuera, el cielo esta rojizo, surcado por varias fallas que muestran escenarios irreales. Las casas son bajitas y la carretera larga, la típica calle principal de pueblo, la que lo atraviesa de punta a punta. Un hombre con un cartón colgado del cuello, en el que pone “Arrepentíos”, avanza hacia ellos esquivando coches abandonados y haciendo sonar una campana. —Bueno, no sé —dice Roy de repente, mirando al loco y recuperando la respiración—. Tampoco está mal. Quiero decir, me siento bien. No estoy asustado, no tengo miedo en absoluto. Me siento algo así como… afortunado, quizá invencible. Mira la parte buena, hay quien está peor. —Yo también tengo una actitud muy positiva al respecto —responde Julia. Se oye otro crujido y un agujero se abre a unos metros del otro hombre. Del agujero sale un ser morado y chaparrudo, que se desplaza con unas pequeñas piernas y ayudándose de seis tentáculos. Su cabeza es un bulbo enorme surcado por dientes. Corre en línea recta hacia el hombre de la campana y con un asombroso salto se le engancha a la cabeza. El loco lanza alaridos mientras la criatura le muerde una y otra vez y la sangre le resbala por la frente. —Oh, Dios mío, no. ¡Por favor! ¿Qué es eso? ¡No me digas! —Ves, eso es lo que te decía. Con tentáculos. —Tienes razón, es como un pulpo —observa Roy, que lo mira frunciendo el ceño—. ¿A qué sabrá? —No sé, pregúntaselo. —El pulpo, no el hombre —protesta—. Seguro que sabe a pollo. —¿Y ahora qué hacemos? —Y yo que sé. Has dicho que te quedaste sin gasolina, ¿no? —Julia asiente—. Puedes venir conmigo, si quieres. —¿Y a dónde irás? —Tampoco lo sé. ¿A dónde va la gente cuando el mundo se derrumba? —Supongo que a un sitio que se mantenga en pie.

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ROY BURTON SIEMPRE DICE... —Seguro que al parque de atracciones no. Así que estará vacío, ¿vamos? Roy se calla y mira fijamente a Julia, frunciendo el ceño. Casi se pueden oír los engranajes crujir en su cabeza. —Estoy pensando… Has dicho que esas rajas son como portales a otros planetas, ¿no? —Dimensiones. A otras dimensiones. —Me da igual, el caso es que la gente que las atraviesa aparece en otros lugares. —Supuestamente sí… —De camino aquí —dice, señalando al principio del pueblo—, he visto un agujero apartado del camino, en el campo. Estaba a pie de suelo, abierto ahí en medio, entre los matorrales, como una puerta. Al otro lado se veía un paisaje más o menos agradable. —Estás loco… —¿Tienes algún plan esta tarde? —Roy… —Atravesémoslo. Metámonos en esa jodida falla, y a ver dónde aparecemos. Total, no puede estar peor que esto. Julia va a replicar, pero se queda callada. Mira al pulpo, que va ya por la cintura del hombre. Una pierna se sacude con un espasmo. La campana tintinea al masticarla, aún agarrada por la mano. —Tienes razón, aquí ya no hay mucho más que hacer. —Esa es mi doctora. Ve subiéndote a la burra, voy a entrar a por unas cosas. —¿La burra? —Julia echa un vistazo en derredor hasta que se fija en una enorme Harley Davidson que hay aparcada junto al Grim´s Grill—. ¿Has venido en eso? —Sí —responde entrando en el restaurante con la guitarra en el hombro—. ¡Súbete y mantente alejada del bicho! Julia mira con aprensión al pulpo, que se está terminando los pies. Se coloca la mochila al hombro y se acerca a la motocicleta. Es negra, con una calavera pintada en un lado y dos alforjas colgando detrás. Se acerca a curiosear, preguntándose qué clase de cosas lleva un músico en las alforjas de la moto.

Son de cuero y con chorreras, con un ancho enganche metálico. Julia agarra el enganche de la que está en el lado derecho y lo abre. Un vuelco sacude su corazón cuando reconoce la culata oscura de una pistola, que asoma entre varias cajas con balas pintadas. Deja caer la solapa y se aparta de la motocicleta. ¿Por qué lleva Roy una pistola? ¿En qué lío se está metiendo? No tiene tiempo de pensar más, pues se oye la puerta del restaurante al abrirse y los pasos de las pesadas botas de Roy, que en seguida aparece doblando la esquina. —Arrancando. Lleva puesta una cazadora de cuero marrón que a Julia le resulta vagamente conocida. Además de la guitarra en la espalda, en la mano derecha sujeta una escopeta recortada de dos cañones que tiene una salpicadura de sangre en la boca, un par de cajas de cartuchos bajo el brazo y dos botellas de alcohol en la izquierda. —¿Qué has cogido? —pregunta Julia, incómoda con el descubrimiento del arma. —Algunas provisiones para el camino. —Se aparta la cazadora y deja a la vista un enorme cuchillo de caza sujeto al cinto con su funda—. Esto, para trinchar pavos. —Llega hasta la Harley y abre la alforja izquierda—. Esto, por si nos encontramos más como ese —dice, enseñando la escopeta y señalando al pulpo con la cabeza—. Grim no la va a necesitar más. —Mete la escopeta y los cartuchos en la alforja, la cierra y abre la otra—. Esto — dice levantando las botellas—, por si se nos tuerce el plan y hay que improvisar algo para alegrar la fiesta. Al meterlas dentro la pistola queda más a la vista, y Julia aprovecha para preguntar, haciéndose de nuevas. —¿Y eso? —Señala al arma. —Ya estaba aquí cuando llegué. Nos será útil —contesta Roy subiéndose a la moto—. Esa cosa está empezando a mostrar interés en nosotros, más nos vale ponernos en movimiento. —¿No es tuya la moto? —pregunta Julia

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J. R. PLANA subiéndose a la Harley al ver que el pulpo comienza a moverse hacia ellos, dejando un rastro de restregones rojos en el suelo. —Se la devolveré algún día. —¿Igual que el cuchillo y la cazadora? —Roy hace rugir la Harley y Julia pasa instintivamente los brazos agarrándole. —Nena, hazme caso, no creo que vayan a necesitarlo más. —¡Se lo has robado! —Bueno —contesta él arrancando la moto y acelerando—, nadie es perfecto. La Harley embiste al pulpo, que sale despedido despachurrándose contra un coche cercano. Todo se llena de sangre y baba morada. La motocicleta resuena por el pueblo desierto como el bramido de un gigante, tanto que Julia teme que el mundo se rasgue aún más sólo por eso. Se agarra a Roy con fuerza cada vez que él da un acelerón, y él responde riendo y dando más gas a la Harley. Recorren la calle y salen del pueblo. La carretera se pierde en la distancia, atravesando la llanura y escondiéndose tras las montañas del horizonte. Al poco, Julia ve a un lado de la carretera la falla de la que ha hablado Roy. Efectivamente, está a ras de suelo y lo que hay al otro lado resulta menos amenazador que un cielo lleno de auroras boreales. —Ya llegamos —dice Roy. Frena la motocicleta y encara al agujero. —Roy, ¿estás seguro? Éste se gira un poco, lo suficiente para ver parte del rostro de la doctora, que mira la grieta con clara inquietud. Un acelerón rugiente de la moto es toda respuesta por parte de Burton, y el universo decide que es buen momento para empezar a abrir agujeros alrededor de la pareja. El suelo tiembla y se empiezan a oír crujidos, el sonido de la realidad al rasgarse. La Harley vuelve a ponerse en movimiento, dando un brusco salto cuando pasa del asfalto a la tierra, y dejando tras de sí la marca negra de goma de neumático. Julia grita y se sujeta a Roy, y él acelera más. La falla cada vez está más cerca. Otra se abre sobre sus cabezas, mostrando un universo de objetos flotantes y criaturas que levitan, y una unos metros por delante, a la derecha, en la que se ve una gigantesca montaña azul que vomita piedras. —¡Roy, nos vamos a matar! —vocifera Julia, totalmente asustada. —¡Ja! —responde Roy por encima del ruido del motor—. ¿Sabes lo que siempre dice Roy Burton en un momento como este? —¡¿Qué?! ¡¿Qué estás diciendo?! —¡Roy Burton siempre dice a la mi…! Con un zumbido y una violenta succión, la Harley desaparece dentro de la falla, un segundo antes de que esta se pliegue en dos y desaparezca.

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DETENIENDO FLECHAS CON BALAS Nº4 Mayo ‘12

por Juanjo de Goya

Una misteriosa rueda de prensa ha convocado en Londres a medios de todo el globo. Los periodistas están inquietos e intrigados por el secretismo con el que se les ha citado, pero ni uno solo se imagina las consecuencias de lo que están a punto de retransmitir en directo para el mundo entero.

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n unos minutos tendrá lugar la enigmática rueda de prensa que ha emplazado a cientos de periodistas de todo el mundo en la sede central de la EMA. Allí se encuentra en directo nuestra enviada especial, Coraline Johnson. Muy buenos días, Coraline. ¿Se conoce ya el motivo por el que la Administración de Magia ha convocado a los medios internacionales? Micrófono en mano, una mujer de larga melena negra ataviada con un ceñido jersey gris de cuello vuelto, con el que se intuía su esbelta silueta, apareció en pantalla, sucediendo a su compañero en plató. —Buenos días, Robert. No tenemos ni una sola pista; la causa sigue siendo un misterio. En la sala de conferencias en la que nos encontramos los más de cuatrocientos periodistas acreditados circulan rumores acerca de un posible descubrimiento de suma importancia del Instituto HADA sobre el origen del control de los elementos, pero no hay nada confirmado. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que en la rueda de prensa participarán al menos ocho personas, ya que se han dispuesto micrófonos, vasos y botellas de agua para ocho conferenciantes. No hay nombres ni identificaciones, por lo que no podemos determinar quiénes serán. La EMA está dirigiendo el asunto con suma discreción y parece que ha conseguido su propósito, manteniendo el secreto hasta el último momento. La imagen volvió a plató, donde el apuesto presentador del informativo, con un traje negro, camisa blanca y corbata, tomó el relevo. —Seguimos la información de cerca y volveremos a dar paso a nuestra compañera Coraline en la sede de la EMA en cuanto haya novedades. Sin dejar de mirar el televisor portátil que sujetaba con la mano izquierda, Roy hizo un gesto, simulando una tijera, uniendo los dedos índice y corazón de la mano derecha. —Perfecto, Cora —dijo—. Estamos fuera. Adam bajó la cámara y se frotó el hombro. —¿Cuánto falta para la siguiente conexión, Roy? Ánima Barda - Pulp Magazine


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JUANJO DE GOYA Roy era el realizador de exteriores de los informativos de la cadena de televisión Real Vision Network (RVN), un pequeño canal que acababa de lanzarse a la aventura de la televisión por cable en Estados Unidos. Se encargaba del control técnico y de la coordinación entre la unidad móvil y el estudio. Pasaba de los cuarenta, su incipiente calvicie lo demostraba, y estaba considerado como un gran profesional. —Saldremos en cuanto comience esto. Si es que empieza de una puta vez. La rueda de prensa discurría ligeramente retrasada. La EMA (European Magic Administration ‘Administración Europea de Magia’) había programado el inicio para las doce del mediodía, pero ya pasaban treinta minutos y ningún portavoz había aparecido para explicar por qué. —Esto es muy raro. Se traen algo gordo entre manos —dijo Adam mientras anclaba la cámara al trípode fijo—. He grabado muchas ruedas de prensa de la EMA, y nunca antes se habían salido del horario estipulado. Son bastante serios con este tipo de cosas. Adam era un operador de cámara relativamente joven, rondaba los treinta y pocos, pero tenía mucha experiencia. Llevaba trabajando desde los dieciocho y había pasado por varias cadenas de televisión antes de llegar a la RVN. —Será una tontería, como siempre. Y espero que no dure mucho. A las dos tendríamos que estar grabando en Hyde Park para salir en el informativo de las tres —añadió Roy. —¿Qué se nos ha perdido allí? —preguntó Cora, interesada por el siguiente desplazamiento, jugueteando con el micrófono. Acostumbraba a salir del estudio sin conocer el plan que la cadena tenía definido para las noticias del día; desconocerlo hacía mucho más ameno y excitante su trabajo. Algunos la tachaban de poco profesional, pero Roy se lo permitía. Era su jefe inmediato, y mientras las conexiones en directo o las grabaciones salieran como Roy quería, no había por qué discutir. Llevaban casi un año trabajando

juntos y no habían tenido ningún problema hasta el momento. Pese a que Cora era una recién graduada en Comunicación, y sólo tenía veinticinco años, se desenvolvía como si llevase trabajando en ello toda su vida. —Esta mañana la policía ha reportado un asesinato. Al parecer, alguien al que aún no se ha identificado mató a una corredora ayer, antes de medianoche. —¿Cómo ha sido? —Magia. —¿Otro? ¿Cuántos van ya? —Ni se sabe. —¿Y cómo ha sido? —Le llenaron los pulmones de fuego. —Jesús. Tras años de profesión, un periodista terminaba por insensibilizarse ante las noticias más dramáticas y crueles. Era fundamental no implicarse personalmente; de otro modo se perdía la objetividad. Sin embargo, Coraline aún sufría cuando tenía que cubrir asesinatos. Aunque lamentablemente ocurrían con frecuencia. —Hay mucho loco suelto —dijo Adam—. El mundo cada vez está peor. —Haremos un par de tomas del lugar exacto, y a ver si grabamos algunas opiniones. Imagino que se habrán acercado unos cuantos curiosos. La sala de conferencias estaba abarrotada. Las cámaras ocupaban los pasillos laterales y toda la parte de atrás. El pasillo central debía quedar libre para el tránsito. El equipo de RVN contaba con un lugar privilegiado, justo en el centro, con un encuadre perfecto de la alargada mesa colocada sobre una tarima de madera donde se sentarían los conferenciantes que aún no tenían nombre ni rostro. Lo habían conseguido siendo los primeros, o casi, en llegar a la sede de la Administración. Los más de trescientos asientos disponibles estaban ocupados por los periodistas, pero no había para todos y muchos se veían obligados a esperar de pie o agachados. Más de uno había tenido que salir; el ambiente estaba considerablemente cargado y hacía bastante

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DETENIENDO FLECHAS CON BALAS calor. Cora y Roy tenían sus butacas junto a la cámara, centradas y en la parte trasera de la sala, cerca de la puerta. —Mirad, algo ocurre. Parece que ya va a empezar —dijo Adam. Por una entrada lateral próxima a la mesa empezaron a desfilar los que parecían ser los conferenciantes. Encabezando la hilera de cuerpos estaba George Allen, actual Director General de Administración Europea de Magia (EMA). —Empieza a grabar, Adam —comandó Roy. Un fuerte murmullo se extendió por la sala. —Realización, esto se pone en marcha —Roy se comunicaba con el estudio de la RVN—. De acuerdo, marcaré el directo en cuanto comiencen a hablar. —Dios —murmuró Adam. —¿Qué pasa, Adam? —preguntó Coraline. —¿Ves a aquel hombre alto y rubio? El segundo por la derecha. —¿El que camina detrás de Allen? —murmuró Cora. —Sí. Ese es Ancel Silberschatz, el Director de la Agencia Americana de Magia. —Apuesto por un comercio libre de esencia mágica —pudo escuchar Cora en boca de un cámara de otra cadena situado junto a Adam. —Y el tercero es Sergey Vasiliev, Director de la Agencia Rusa de Magia. —Peces gordos —musitó Coraline. Adam era un fanático de la magia y estaba al tanto de todo lo que se publicaba al respecto. Por eso conocía los nombres y apellidos de esos señores. Sobre el escenario aparecieron seis hombres y dos mujeres. En silencio compartido, fueron ocupando los lugares que parecían haber acordado de antemano. Como si se tratase de un uniforme, todos vestían de traje, incluso las mujeres; una de ellas con falda. —Seguro que van a anunciar la creación de una administración de magia mundial, o algo así —sugirió Adam en voz baja. El runrún que se formaba con el cuchicheo de los cientos de periodistas fue desapare-

ciendo una vez que los conferenciantes se acomodaron en sus respectivos lugares. —Listos para el directo —avisó Roy a través de su intercomunicador en conexión con el estudio. Cora retiró el capuchón de su bolígrafo y preparó su manida libreta para tomar notas. A su lado, Roy se perdió en la pantalla del televisor portátil que sujetaba con la mano izquierda. Tras el presentador del informativo se mostraba el logotipo de la EMA, así que parecía que estaban a punto de dar paso en directo a la rueda de prensa. —Muy buenos días. En primer lugar, les pido disculpas por el retraso con el que empezamos. George Allen tomó la palabra. En seguida su voz herrumbrosa, amplificada por los altavoces, cubrió la sala de conferencias y los murmullos más rezagados se apagaron. Todos los objetivos y miradas se posaban en su rostro, caracterizado por una perilla blanca y unas superpobladas cejas que trataba de disimular con unas gafas de montura gruesa de pasta. El traje le quedaba excesivamente justo, pero hábilmente desabrochó el único botón de la chaqueta y su prominente barriga, aunque oculta tras la mesa, se lo agradeció. —Permítanme que les presente a todos los que estamos hoy aquí. A su izquierda, en el extremo —dijo estirando su brazo derecho y señalando a un hombre joven y enjuto con los ojos rasgados—, Lau Kwan, Presidente de la Administración Nacional de Magia en China. A su lado, Thiago Valadao, Director del Instituto elemental de Brasil. —El hombre de piel mulata y gafas redondas saludó con un gesto, agachando la cabeza—. A mi derecha tienen a Ancel Silberschatz, Director de la Agencia Americana de Magia. «Rubísimo y guapísimo», pensó Cora mientras anotaba su nombre con ciertas complicaciones al toparse con el apellido. Para ser Director de la Agencia Americana de Magia, Ancel parecía muy joven. Cualquiera dudaría que tuviese más de treinta y cinco, aunque en realidad pasaba de los cuarenta. Su ros-

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JUANJO DE GOYA tro era anguloso, con el maxilar y los pómulos bien definidos, y miraba con ojos severos. —El que les habla es George Allen, Director General de la EMA. Este caballero a mi lado —dijo, girando la cabeza y estirando su brazo izquierdo en dirección a un hombre de piel pálida, se diría enfermo, casi un fantasma—, es Sergey Vasiliev, Director de la Agencia Federal Rusa de Magia. Y el último de los hombres de la mesa es Hideo Tetsuo, Director de la Administración Japonesa de Exploración Mágica. —Joder, va a ser una bomba —comentó Roy sin perder de vista la pequeña pantalla del televisor portátil—. ¿Qué se traerán entre manos? Todos los presentes estaban asombrados. La misteriosa y enigmática rueda de prensa convocada por la EMA tomaba un rumbo que nadie se había esperado. Hasta ahora se conocían determinados acercamientos entre administraciones para abrir rutas de diálogo y establecer pautas para posibles colaboraciones futuras, pero no se tenía constancia alguna de proyectos de gran envergadura en los que estuviesen involucradas las principales agencias de magia, obviando el Instituto HADA, en el que toda administración que se preciase había invertido capital. El instituto se dedicaba al estudio de las cualidades mágicas y de las esencias que permitían utilizar los elementos, e incuestionablemente los asistentes pensaron en la entidad. En los rostros de los periodistas se apreciaba gran expectación y ninguno perdía detalle del desarrollo de la rueda de prensa. Seguramente, las identidades de las dos mujeres que faltaban por presentar arrojarían un poco de luz. Y como ellas eran las dueñas de los únicos rostros que aún no tenían nombre, Allen no se demoró y prosiguió con las presentaciones. —A su izquierda se sienta Joyce Swan Taylor, Fundadora, Presidenta y CEO de la compañía Ad Infinitum. Apenas un puñado de personas en la sala sabía que Ad Infinitum se dedicaba al desarrollo de la tecnología necesaria para conte-

ner la esencia mágica, el verdadero estado de la materia y la parte vital de los cuatro elementos. La tecnología con la que trabajaban era desconocida por prácticamente todo el mundo, pero sin su existencia sería imposible vender esencias mágicas, lo que haría imposible el uso de magia para la inmensa mayoría de la población. Joyce Swan Taylor poseía un elegante cuello que se acentuaba al tener el pelo recogido en una coleta alta en la parte trasera de su cabeza, como de hecho tenía. No era una mujer atractiva y para contrarrestarlo utilizaba excesivo maquillaje. Por otro lado, la mujer que estaba sentada a su lado, en el extremo de la mesa, apenas iba maquillada. Sus labios eran carnosos y portaban una mueca difícilmente descifrable; quizá estaba nerviosa. En su rostro ovalado se marcaban las mejillas y brillaban dos ojos de un azul clarísimo. Cuando se pronunció su nombre, se apartó la melena castaña de la cara recogiéndola tras las orejas. —Y, por último, la Doctora Audrey Allaire, miembro del Instituto HADA. —¿Doctora? Pero si es una niña —comentó a su compañero el periodista sentado delante de Coraline. —No me suena. Y eso de Ad Infinitum tampoco —susurró el otro en respuesta. George Allen hizo una pausa, deteniéndose a observar los rostros y las expresiones de los presentes. Parecía impaciente por continuar, pero concedió unos segundos a los cuchicheos que se extendían por la sala. Después, respiró hondo y exhaló el aire muy despacio. —Dentro de tres meses —comenzó diciendo cuando le pareció oportuno seguir—, habrán pasado treinta y cuatro años desde que se descubrieron las esencias y el uso de magia se extendió, un hito sin precedentes en la Historia de la Humanidad. Durante todo este tiempo, muchos se han preguntado por qué no hemos permitido el acceso a la magia al común de la población y por qué solo unos pocos privilegiados se pueden permitir comprar esencias mágicas y utilizarlas a su antojo; in-

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DETENIENDO FLECHAS CON BALAS cluso se ha llegado a dudar de la existencia de las agencias de regulación. —Allen hizo una nueva pausa, escrutando las caras de los periodistas. Era consciente de que también se encontraban allí representantes de medios escépticos que de tanto en tanto publicaban reportajes tratando de desvirtuar la gestión de las Administraciones—. Como imagino que todos ustedes sabrán, este último año ha habido un incremento preocupante del número de incidentes provocados por el uso inadecuado de magia en todo el mundo, y dada la situación, viéndonos incapaces de contener la escalada de violencia sistemática, hoy, señoras y señores, les anuncio la creación del Oficio Elemental y de la prohibición absoluta del uso de magia hasta que la creciente amenaza sea detenida. El rostro de George Allen se ensombreció ante la confusión que se apoderó de la sala. El resto de sus acompañantes en la mesa mantenían un gesto serio. Coraline giró la cabeza, buscando a Adam; sus ojos brillaban con asombro. Parecía un niño pequeño que no entendía muy bien lo que le estaban diciendo. —Como habrán advertido, dada la presencia de mis homónimos de las principales administraciones del mundo —estiró los brazos y miró a izquierda y derecha—, hoy será un día importante. Anoten esta fecha como el día en el que el Oficio Elemental comienza su andadura en pro de exterminar el uso indebido de magia en el mundo entero. Durante un instante, la sala al completo enmudeció. Después reinó la algarabía. —¿Policía anti—magia? —dijo Roy—. Me parece que ya no vamos a tener que ir a Hyde Park. Con esto vamos a tener semanas y semanas de programación cubierta. —¿Pueden prohibir el uso de magia? —farfulló Coraline. Adam estaba boquiabierto; no movía uno sólo de sus músculos. Su mirada estaba concentrada en la cámara, que enfocaba a George Allen, quien con las manos trataba de tranquilizar los ánimos y retomar el control. —¿Qué labor tendrá el Oficio Elemental?

—gritó una voz de las primeras filas. —El Oficio Elemental perseguirá y castigará el uso inadecuado de esencias mágicas. —¿Castigará? —¿Con qué autoridad? —¿Quiénes formarán el Oficio Elemental? Varias voces peleaban por ser la siguiente pregunta contestada. —Calma; por partes. Todas las preguntas serán contestadas —dijo Allen para organizar a los ansiosos periodistas—. Levanten la mano e iremos resolviendo las cuestiones una a una. Siguiendo sus indicaciones, unos cuantos de los presentes alzaron su brazo. —Usted primero —dijo George Allen, señalando a una mujer con gafas de la primera fila. —Tenía entendido que la compra de esencias, aunque cara, era libre. ¿A partir de ahora dejarán de comercializarse? ¿Cómo es posible? ¿Van a retirar todas del mercado? —A esa pregunta les contestará la señora Taylor —respondió Allen, invitando a Joyce Swan a hablar. Casi en un movimiento conjunto, todas las miradas se posaron en la CEO de Ad Infinitum. —Usando la mecánica de contención que actualmente se emplea para comprimir y contener esencias —su voz sonaba segura y confiada; creía firmemente en cada una de sus palabras—, todas las que ahora mismo se encuentran en el mercado serán retiradas y liberadas, volviendo así a su estado natural, inofensivo e inservible. Ad Infinitum limitará la producción de la tecnología de contención al uso exclusivo del Oficio Elemental. Los periodistas miraron con asombro a Joyce e inmediatamente se levantaron varios brazos. —Usted —dijo Allen, señalando a un hombre tremendamente obeso del lado derecho de la sala. —¿El Oficio Elemental detendrá los crímenes mágicos usando magia? —preguntó. —Así es —contestó Allen—. La única for-

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JUANJO DE GOYA ma de detener a aquellos individuos que se sirven de la magia para cometer delitos es mediante el uso de la misma. De otra forma, los integrantes se verían en condiciones de inferioridad y eso podría tener consecuencias fatales para el objetivo final, que no es otro que erradicar el problema. George Allen señaló con el dedo a otro hombre. —¿Quiénes formarán el Oficio Elemental? —El Oficio Elemental, coordinado regionalmente por divisiones y supervisado por las administraciones de magia en cada país que se lleve a cabo una operación, estará integrado por miembros del Instituto HADA y de Ad Infinitum. Usted, pregunte —dijo Allen, ofreciendo el turno a una mujer. —¿Con qué autoridad y quién pondrá los límites a las actuaciones de los miembros del Oficio? —Con la autoridad necesaria —respondió Allen—. Todas las administraciones de magia gozan de la aprobación de los gobiernos de sus respectivos países. Los equipos de gobierno del mundo están al tanto de la creación del Oficio Elemental y de la importancia de sus objetivos. —Es esencial que la autoridad del Oficio Elemental sea absoluta para erradicar el problema al que nos enfrentamos —añadió Sergey Vasiliev, el Director de la Agencia Federal Rusa. Tenía una voz potente, pero su inglés estaba definido por un notable acento ruso. —Así termina la libertad —murmuró Cora. George Allen señaló a un hombre que se sujetaba el brazo alzado con la mano del otro brazo. —¿Y qué ocurrirá cuando la amenaza sea eliminada? —El Oficio Elemental será disuelto y se reestructurará la gestión de esencias mágicas —respondió Allen. —¿La población volverá a tener acceso al uso de magia? —preguntó el mismo hombre. —Depende —se apresuró a decir Allen—. Tenemos que estudiar nuevas medidas de or-

ganización y escuchar la opinión del resto de administraciones. Lau Kwan y Hideo Tetsuo, representantes de las administraciones de magia de China y Japón asintieron al mismo tiempo. —Su turno —dijo George Allen, haciendo un gesto con la cabeza a una joven periodista. —¿Hasta dónde están dispuestos a llegar para solucionar la ola mundial de crímenes? —Hasta donde haga falta. Hemos llegado a una situación insostenible y como culpables indirectos debemos actuar con contundencia —añadió, señalando a un hombre. —¿Qué tipo de personas formarán parte del Oficio Elemental? —¿Audrey? —murmuró Allen, girando la cabeza hacia el extremo izquierdo de la mesa. La Doctora Allaire sonrió tímidamente; parecía nerviosa. Lo más probable es que fuesen sus primeras palabras en público ante una sala tan concurrida. —El Oficio Elemental estará integrado por profesionales que se han dedicado al estudio de la magia durante al menos diez años. Solo podrán acceder los mejores y más experimentados en el campo. —Audrey hizo una pequeña pausa para llevarse el vaso de agua a los labios y humedecer garganta y lengua—. Que el Instituto HADA participe en la iniciativa es una garantía de experiencia. —Usted, pregunte —dijo Allen, señalando a un hombre. —¿No creen que un anuncio de esta índole desembocará en un aumento de la violencia? George Allen dirigió su mirada hacia Thiago Valadao, Director del Instituto Elemental de Brasil, y su movimiento fue acompañado por el del resto de los presentes. —Con efecto inmediato, el Oficio Elemental comenzará su labor en servicio de la magia y de su buen uso. —En su inglés apenas había rasgos que denotasen su origen brasileño—. No se tolerará ni un minuto más que algo tan puro como las esencias mágicas se utilicen para crear caos. —Ahora mismo se están llevando a cabo las primeras operaciones de control y restau-

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DETENIENDO FLECHAS CON BALAS ración —quiso añadir Allen a la respuesta de Thiago Valadao. Coraline Johnson alzó su brazo y se unió al resto de periodistas que tenían intención de hacer una pregunta. —Adelante —indicó Allen a una mujer con el pelo rizado sentada en el centro de la sala. —¿Cuánto cuesta el Oficio Elemental y quién o quiénes lo están financiando? —Audrey —dijo Allen mirando a la mujer del extremo derecho (según la perspectiva de los medios) —, ¿me permites contestar? Puede que Allen tuviese un afán excesivo de protagonismo, pero la joven Doctora asintió encantada. Al contrario que el Director de la EMA, prefería pasar desapercibida en la medida de lo posible. —Dado que más del cuarenta por ciento del presupuesto es capital privado, y que sus inversores prefieren mantener su nombre en el anonimato, no podemos revelarles cifras concretas. Pero puedo asegurarles que cada una de las agencias de magia hoy aquí presentes harán aportaciones mensualmente provenientes de sus presupuestos. La inversión ha sido y será fuerte, pero la situación es límite y hay que actuar antes de que se nos vaya de las manos. Estableceremos las bases necesarias para que futuras generaciones puedan disfrutar de lo que nosotros no hemos sabido disfrutar. Satisfecho con su respuesta, George Allen se apoyó en el respaldo de su silla mientras señalaba a otro periodista. —Si ahora mismo se están llevando a cabo operaciones, ¿cómo es posible que no se haya sabido nada del Oficio Elemental hasta hoy? ¿Y desde cuándo lleva en marcha? Allen dio un trago a su vaso de agua. —Nos hemos encargado de que el programa se desarrollase en estricta confidencialidad. ¿Por qué? Bueno —el Director de la EMA se encogió de hombros—, nos pareció contraproducente desvelar información que podría perjudicar al buen hacer y a los objetivos futuros: no queríamos crear falsas esperanzas. Hemos buscado evitar filtraciones y

optamos por mantener la misma política hasta el día de hoy; se ha trabajado con el personal indispensable y con severas cláusulas de silencio. Que el Oficio Elemental germinase y madurase en diferentes países de forma independiente nos ha ayudado a que no se hiciese público. Tras la respuesta, los brazos de los periodistas volvieron a alzarse. Con la cabeza, sin articular palabra, Allen concedió el turno a una mujer de las primeras filas. —¿Desde dónde se coordina la acción mundial del Oficio Elemental? —La EMA ha puesto a disposición del Instituto HADA y de Ad Infinitum, así como del resto de administraciones de magia que lo estimen oportuno, varios pabellones dentro de su recinto. Pero como gracias al uso de magia los miembros del Oficio se pueden desplazar a cualquier parte del mundo en segundos, no es más que un punto de referencia simbólico. Ancel Silberschatz, Director de la Agencia Americana de magia, se aproximó a George Allen y le susurró algo en el oído. En respuesta, él miró su reloj de pulsera. —Al fondo, usted —dijo Allen, apuntando hacia un hombre al final de la sala, próximo a Roy. —¿Por qué ahora? Desde que se descubrieron las esencias y se empezó a utilizar magia, siempre ha habido crímenes. A duras penas se escuchó su voz en el otro extremo de la sala de conferencias. —Perdone, pero desde aquí no le hemos escuchado. ¿Podría alguien acercarle un micrófono? Inmediatamente, un chico joven en el que nadie se había fijado entregó un micrófono a un periodista de la última fila para que viajase de mano en mano hasta llegar al hombre que tenía el turno de palabra. El resto de periodistas aprovechó el receso para ordenar las notas que habían tomado. Mientras tanto, en la mesa que aunaba todas las miradas segundos antes, los directivos cruzaron miradas e intercambiaron algunas frases que los micros no captaron.

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JUANJO DE GOYA —¿Ahora? ¿Se me escucha? —probó el micro el periodista. —Perfecto. Adelante —respondió Allen. —Preguntaba por qué se ha decidido restringir y prohibir el uso de magia ahora. Siempre ha habido crímenes por culpa de la magia desde que se descubrió. —Todo tuyo —dijo Allen, echándose hacia atrás. En seguida, Ancel Silberschatz tomó la palabra. —Desde el albor de la Humanidad nos ha interesado la magia. Somos una especie curiosa, es algo innato en nuestra naturaleza, y siempre hemos querido ir más allá, buscando respuestas a preguntas incontestables. Antes no era posible más que en los cuentos, pero ahora, bueno, más bien durante las últimas décadas, se han dado las condiciones ideales para poder alcanzar uno de nuestros más ambicionados deseos: controlar los elementos. Actualmente contamos con el conocimiento, la tecnología y los medios necesarios para conseguirlo. Y, siendo así, ¿por qué no íbamos a intentarlo? Creímos que la humanidad sería lo suficientemente responsable como para que se le permitiera usar las esencias. En un principio, su uso era muchísimo más restrictivo de lo que es hoy y no iba mal, pero fuimos abriendo el abanico para que más gente pudiera disfrutar de la magia en su día a día y la situación ha terminado por colapsarse. Queremos terminar esta etapa y volver a empezar. —Ancel hizo una pausa y recorrió con la mirada la sala de conferencias de un lado a otro—. Una vez que el Oficio Elemental consiga controlar la magia restante, solo nosotros tendremos la llave para iniciar una gestión óptima y mucho más adecuada de las esencias; tenemos que pensar también en las futuras generaciones. ¿Quién sabe de lo que serán capaces dentro de cien años nuestros descendientes si les servimos un uso eficiente y no destructivo de la magia? El Oficio Elemental es un punto de partida que nos permitirá enmendar errores pasados. Nuestro objetivo es establecer una línea dura de actuación y concienciar a la población de que la magia no es algo que se pueda usar sin consecuen... Parecía un discurso ensayado frente al espejo decenas de veces, pero se vio interrumpido por un inoportuno apagón. La sala se quedó a oscuras, solamente iluminada por los pilotos rojos de las cámaras apostadas junto a la puerta y algunos aparatos, como el pequeño monitor portátil Ánima Barda - Pulp Magazine


DETENIENDO FLECHAS CON BALAS de Roy. —¿No hay luces de emergencia? —preguntó Roy sin perder de vista la pantalla del televisor, donde volvía a aparecer en imagen el presentador trajeado. Cora se encogió de hombros en la oscuridad. —Parece que no. —Realización —se comunicó Roy—, se ha ido la luz de la sala. El murmullo intranquilo que se extendió precedió a un enmudecimiento absoluto cuando la estancia sumida en la penumbra se iluminó gracias a las refulgentes llamas anaranjadas de una inmensa serpiente de fuego que se arrastraba por el techo. —¡Dios! —exclamó Adam. —¡Sigue grabando, Adam! —vociferó Roy—. ¡Algo ocurre, Realización! ¡Volved aquí, ya! El hombre fijó su mirada en la pantalla, donde casi de inmediato pudo ver cómo la serpiente de fuego recorría de un lado a otro la sala. El grueso de periodistas entró en pánico y muchos gritaron asustados. Una parte se levantó e intentó salir, pero el pasillo estaba bloqueado por las cámaras y las puertas parecían cerradas. La flamígera serpiente trazó un par de círculos y se detuvo sobre la alargada mesa de los conferenciantes. De pronto, una voz errática y profunda pudo escucharse con absoluta claridad: —Magia libre. Lo último que pudo verse en pantalla antes de que la señal se perdiera fue un estallido de fuego que bañó la sala de conferencias con una ola abrasadora.

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CRIS MIGUEL

LAWLESS TOWN

Nº3 Abril ‘12

por Cris Miguel

En Lawless Town cada vez hay más crímenes y violencia. Eve se beneficia de ello. Sólo el dinero inclina la balanza. Eve es una cazarrecompensas

E

stoy revisando una vez más al objetivo que me han mandado que encuentre. Arrastro el dedo en la pantalla una y otra vez, pero no cambia el hecho de que sólo haya dos tristes fotografías y un nombre. Realmente no necesito nada más, el resto lo buscaré por mi cuenta; como siempre hago. Separo de una patada la silla de la cocina y me pongo en pie. Tengo que ir a ver a John. Fuera está lloviendo, es habitual, me pongo el casco, eso parará algo la lluvia; el pelo que sobresale me lo meto por la cazadora y arranco. La ciudad, Lawless Town, está sumida en su reiterado color gris. Zigzagueo entre los coches, es uno de los motivos por el cual tengo moto, no soy más que una sombra en el oscuro y húmedo asfalto. Llego al apartamento de John menos mojada de lo que preveía. Me quito el casco y la chaqueta y los arrojo de cualquier manera entre los trastos que ocupan una de las mesas. —¡Ehh! Ten más cuidado que estás chorreando -me increpa. Me limito a mirarle desafiante. John no es mi socio, yo no tengo socios, no cometo el mismo error dos veces; ni siquiera somos amigos. Yo le pago y él me da lo que le pido, así de sencillo. —Quiero que busques información sobre Tom Wallas —le digo. —De acuerdo, ¿y quién es? —Si lo supiera no te estaría pidiendo información. Teclea en el ordenador durante varios minutos. No suele tardar demasiado así que deambulo por la estancia, que es un amasijo de cables y cacharros donde lo único que sobresale son distintas pantallas. Ánima Barda - Pulp Magazine


LAWLESS TOWN —¡Mira! —me dice. Al volverme para dirigirme hacia él chocó con uno de sus trastos, el robot que utiliza como asistente. —¡Joder! No decías que pensaba por sí solo, ¿qué coño hace detrás de mí sin avisar? —Los humanos también piensan por sí mismos y tampoco avisan —intenta bromear aunque su tono de voz va decayendo y la frase se reduce a un irónico y triste comentario-. Te acabo de mandar todo lo que he encontrado, lo estándar: dónde trabaja, horarios, rutinas… —Está bien ya tienes tu dinero —digo dándole a aceptar en el móvil. —¿Por qué le buscas? —pregunta con un atisbo de esperanza en sus ojos. —Adios John. En mi trabajo no hago preguntas, por eso nunca respondo a ellas. La información es peligrosa y vincula demasiado. Saber lo justo y necesario me permite actuar con mayor libertad, sin remordimientos; aunque éstos los dejé hace tiempo guardados en el fondo de un cajón junto al resto de mis sentimientos. Ha parado de llover cuando salgo; sin embargo el cielo está tan cubierto que parece que la noche se va a cernir sobre nosotros, aunque no son más de las doce de la mañana. Al llegar a casa me siento de nuevo en la mesa de la cocina mientras espero que se materialice mi dosis nutricional de hoy, que ya se está preparando en el microondas. Pongo toda la información que tengo en la mesa, que se enciende débilmente pasando del verde desvaído al blanco electrónico. Amplío con la yema de los dedos los horarios que ha encontrado John, echando a un lado las fotografías, las cuales no me interesan especialmente, ya que me basta una sólo vistazo para no olvidarme de una cara. Me levanto a por mi suculenta comida que no se aleja demasiado de las antiguas barritas de proteínas. Saco un vaso de uno de los armarios y me sirvo una copa de ginebra. Me ayudará a entrar en calor y a dejar todas las sombras atrás, concentrándome únicamente en mi objetivo: Wallas.

Me vuelvo a sentar frente a toda la información, que no es muy extensa pero me servirá. Estos casos suelen ser bastante simples y la sorpresa es mi principal baza. Pongo los pies sobre la silla de enfrente y me termino la comida, si a esto se le puede llamar comida, en dos bocados. Enciendo un cigarro, la nicotina calma mis nervios. Me recojo el pelo en un moño suelto dejando algunos mechones rubios sobre mi cara, y me concentro para idear la mejor manera de atrapar al señor Wallas. Entro en el pub unas cuantas horas después. Llego pronto, sólo hay dos mesas ocupadas, me siento en un taburete al fondo de la barra alejada del único cliente que la ocupa. Dejo el paraguas en el paragüero que hay en un rincón, y mi gabardina negra en el perchero; ya que no sé cuánto tiempo tendré que pasar aquí. El camarero, un robot de último diseño, me pregunta qué quiero tomar; soy mujer de costumbres, así que le pido un gintonic. Observo al robot, no estoy habituada a esto, de hecho he visto muy pocos, sólo las personas más ricas y los negocios más prósperos pueden contar con algo así; y no son muchas. La economía de la ciudad no es muy boyante, además cada vez hay más delincuencia, algo que no lamento porque me viene bien para mi trabajo. Imperan los barrios pobres o medios, por eso me encuentro tan rara aquí. En un pub de lujo, en la manzana donde están las mejores empresas. En este momento mi objetivo entra por la puerta acompañado de dos hombre más, compañeros de trabajo. Había decidido esperarle aquí, para evaluarle antes de abarcarle, lo cual pensaba hacer en el parking antes de que se fuera a casa. Paso el tiempo ojeando los periódicos, aunque más bien arrastro el dedo por la barra pasando páginas. Cuando veo que empiezan a apurar sus copas, pago, pasando el móvil por el código de barras que hay al lado de mi vaso ya vacío, y me voy. Ya es noche cerrada pero hay más luz por las nubes, aún, abundantes en el cielo. Los tacones de mis botas es lo único

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CRIS MIGUEL que suena en la calle que está perfectamente iluminada, un símbolo más del barrio en el que me encuentro. La plaza de su parking está en el segundo piso del subsuelo, salgo del ascensor y me dirijo hacia su coche. Estoy en tensión, el silencio es absoluto, cojo una de las pistolas que tengo en el muslo, debajo de la falda, más vale prevenir que curar. Me apoyo en una columna a esperar de cara a la puerta. El aparcamiento está desierto, sólo queda el coche del señor Wallas, como no espero ningún tipo de imprevisto, me enciendo un cigarrillo, sin dejar la pistola. Suelto el humo y apoyo mi cabeza sobre la columna, estoy acostumbrada a este trabajo, llevaba años haciéndolo, pero la paciencia no es una de mis virtudes y la incertidumbre me seguía poniendo nerviosa. En estos momentos da igual la fama que tengas, ni cuánto dinero esté en juego, el vuelco en el estómago es el mismo siempre. Un grito desgarra el aire, sólo tardo una fracción de segundo en saber de dónde proviene, de los ascensores. Echo a correr en esa dirección. El ruido se intensifica, una pelea. Me cago en la puta. Deseo que sean dos borrachos, pero en esta zona de la ciudad es poco menos que probable. Abro la puerta que limita los ascensores con el aparcamiento de un empujón. Me quedo unos segundo contemplando la escena, mi objetivo está acorralado en la pared mientras un hombre lo tiene sujeto por el cuello y le está pegando en el estómago. Ha oído la puerta, pero antes de que tenga tiempo de girarse, le doy una patada en la corva derecha, lo que le hace doblar la rodilla y soltar a mi objetivo. Casi no tengo tiempo de esquivar el codazo que lanza al tiempo que se gira hacia mí, pero lo hago, y le propino una patada en el costado derecho que había dejado desprotegido al girarse. Se dobla ligeramente y aprovecho para pegarme a él, golpeando en su cuello, justo debajo de la mandíbula, y empujándole contra el suelo. Mientras está tirado, me permito mirar a mi alrededor, mi objetivo no está por ninguna parte. Mierda. Salgo al aparcamiento y oigo

un coche derrapar por la curva de la rampa que da paso al primer piso. Genial, acabo de perder un dinero precioso. Me vuelvo iracunda para seguir pegando al que se ha interpuesto entre una cifra con muchos ceros y mi móvil. —¿Ha escapado? —pregunta sujetándose el costado derecho y apoyándose en la puerta. Mi ira aumenta y la sonrisa que tiene de suficiencia me crispa aún más. Nuestras miradas se cruzan unos segundos, lo suficiente para que mi único impulso sea sacar la pistola y pegarle un tiro; sin embargo cuando empuño el arma él ya no está, y me quedo sola entre las sombras del aparcamiento con muchos fantasmas que luchan por abrirse paso en mi cabeza. A la mañana siguiente decido levantarme temprano. Tras el fracaso de anoche tengo que idear una nueva estrategia e informar de que voy a tardar un día más. Cada día que pasa odio más esta ciudad, hasta hace no mucho yo era la única cazarrecompensas de Lawless Town, o al menos siempre me daban los mejores trabajos y nunca me cruzaba con la competencia. Está claro que eso está cambiando… No era de extrañar, decir que la sociedad en la que vivíamos era egoísta era un puto eufemismo. Todos buscaban su propio beneficio sin importar lo que le pasara al vecino. Yo, de hecho, soy el ejemplo perfecto de ello. Una vez que te internas en el bucle de la inconsciencia social es difícil salir, lo mejor es cerrar y tirar la llave; si nadie te importa, nadie puede hacerte daño. Me pongo unos vaqueros cualquiera, una camiseta cualquiera y la cazadora de cuero; y al igual que ayer me encamino a casa de John. Esto no es tan sencillo como esperaba, así que también espero conseguir más información que pueda utilizar. John se sorprende al verme, no es habitual que venga dos días seguidos. Una lluvia de preguntas cae sobre mí y demuestro lo experta que soy en permanecer indiferente. Como sospecho John se aburre de no obtener nin-

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LAWLESS TOWN gún tipo de respuesta por mi parte, y en unos minutos se calla y se pone a trabajar. —Esto no te va a gustar —John rompe el silencio. —¿Qué pasa? —Hace unas horas ha comprado un robot guardaespaldas. —¿Un robot guardaespaldas? ¿Qué me estás contando? —¿No los conoces? —John teclea y me enseña la empresa que los fabrica—W.S está creciendo mucho últimamente. —Tengo cosas mejores que hacer que estar navegando. —¡Es verdad! Matar gente —le miro fijamente, pero él no despega la vista del ordenador-. Ah, no tienes de qué preocuparte, el modelo que ha comprado no es de los superiores. Es capaz de detectar cuando hay una amenaza pero no ataca, sólo avisa a la policía. —¿A la policía? Como si eso fuera fiable… —digo irónicamente. —No hay nada más que te pueda servir, pero investigaré más. —No, no hace falta. Con esto me sirve. Sólo accede a las cámaras de seguridad de su trabajo. —Eso es sencillo, son estándar. ¿Vas a ir directamente? —A veces los planes más simples son los que mejor salen. —Pues esperemos que te salgan mejor que anoche. —me provoca sonriendo. —Cuidadito —contesto pegándole un puñetazo flojo en el brazo-. Nadie se toma esas confianzas conmigo. —Al menos dime qué salió mal. —Adiós John Me pongo el casco y vuelvo a casa. Me cambio de ropa y me armo, llevo dos pistolas con sus cargadores y el resto son dagas y cuchillos que llevo escondidos estratégicamente por todo mi cuerpo. No conozco otro estilo de vida, pero tampoco lo quiero, me gusta valerme por mí misma; aunque lo que me gusta y lo que no hace tiempo que dejó de importar. Llego al edificio de Wallas a la hora de

comer. Entro como si formara parte de mi rutina, en el ascensor pulso el 8. En cuanto se abren las puertas empieza a sonar una alarma. Avanzo por el pasillo con paso ligero hacia su despacho. Me cruzo con varias personas que no reparan en mí y se dirigen a las escaleras debido al sonido incesante de la alarma. ¿Qué está pasando? Imploro para mí que sea John el que lo ha provocado, para facilitarme la entrada, pero en el fondo se que no es así. No me he dado cuenta pero he empezado a correr. Sólo me faltan dos puertas. Empuño la pistola y entro en el despacho de Wallas. Mi intuición no ha fallado, el despacho está absolutamente desordenado y, obviamente, no hay ni rastro de él. ¿Cómo puede haberse adelantado otra vez? Me dispongo a salir corriendo cuando el ruido se intensifica y me choco con el robot “guardaespaldas” que entorpece mi camino. —¡Puto trasto! —le pego un tiro y salgo corriendo hacia el ascensor, pero ya sin la estruendosa banda sonora. Lamentándome por mi estupidez y mi lentitud salgo del ascensor derribando por poco a una mujer que estaba esperándolo parsimoniosamente. El vestíbulo está empezando a llenarse de gente, tanto por los que han bajado al oír la alarma como por los más madrugadores que ya han vuelto de comer. Me aseguro que las pistolas no se ven mientras llego a la puerta sin parar de correr. Miro a un lado y a otro, ¿qué espero encontrar, al hombre del saco? Sintiéndome sumamente impotente me fijo en el coche que pasa. ¡No puede ser! Le hago una foto a su matrícula y corro hacia mi moto. Por lo menos podré encontrarlos sin dificultad. Programo la pantalla para que me indique la localización del coche, y me pongo en marcha. En cuanto me incorporo a la carretera se pone a llover. Me alejo de la ciudad, las afueras son un amasijo de escombros que aún están sin limpiar, el paisaje es gris y en el aire se respira el abandono. Hubo una vez en que la estampa era verde y el sol salía a menudo, al menos eso es lo que recordaba de las

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CRIS MIGUEL historias que me contaba mi padre antes de dormir. Ahora todo es sombrío, incluido las almas de los seres humanos que habitamos este lugar; aunque está en nuestra naturaleza, independientemente del clima. Quizás ahora esté más a flor de piel. Me concentro en la carretera, no hay mucho tráfico, no se suele salir de los límites de la ciudad a no ser que sea para grandes recorridos. Todos están concentrados con su propia existencia sea o no patética. Muchas veces me pregunto cuál es la diferencia entre nosotros y los robots, respuesta que en ocasiones se reduce al mero acto de respirar. Tomo la salida de la derecha. El coche parece haberse detenido. Varios kilómetros más adelante veo que hay una especie de casa, aunque es muy pequeña para denominarla así. Freno y dejo la moto a un lado de la carretera. Me acerco con cuidado, fuera no hay ni rastro de mi objetivo. Cojo la pistola del cinturón, no me queda otra que entrar a la descubierta. Piso el porche con cautela apoyándome en la pared. Los fantasmas vuelven a taladrarme la cabeza, ahora haciendo de mi mente su territorio. Respiro y entro. —¡Suéltalo, es mío! —mi objetivo está maniatado a una silla en un rincón de la sala. —Voy un paso por delante, has perdido. — Otra vez esa media sonrisa. —Déjate de juegos o te mato —No eres capaz —dice acercándose. Me agarra las muñecas suavemente y hace que deje de apuntarle-. Lo ves —me mira directamente a los ojos. Esas palabras son como un resorte y hace que descargue toda mi rabia en un rodillazo, el cual le pilla por sorpresa; sin embargo se nota que está entrenado, y me agarra aún más fuerte de las muñecas, estampando mi mano derecha contra la pared. El dolor es como un pinchazo y no puedo evitar soltar la pistola. Nuestras miradas se vuelven a cruzar. Aprovecho ese segundo para pegarle un puñetazo en el estómago con la mano izquierda, lo que hace que me suelte el otro brazo y me permita darle en la nariz. Me separo de la pared intentando coger alguno de mis cuchillos, la

distracción me sale cara porque él, limpiándose la sangre de la cara, arremete contra mí mandándome directamente al suelo. Suerte que caigo bien y puedo arrastrarlo conmigo, sino con su envergadura el asunto se hubiese puesto feo. Nos revolcamos por la sucia tarima forcejeando, él consigue ponerse encima de mí inmovilizándome con el peso de su cuerpo. Le miro a los ojos, mis peores recuerdos se personifican en su cara. Me tomo mi tiempo para coger aire y retomar fuerzas. Valoro mis opciones y le beso, de una patada lo aparto de mí y ruedo por el suelo para zafarme. Consigo ponerme de pie con un rápido movimiento, sé que no puedo perder esos valiosos segundos, empuño mi segunda pistola y disparo. El silencio después de un tiro es sepulcral, como si el ruido se pusiera de luto durante los segundos que separan la vida de la muerte. —Joder Eve, creía que lo necesitabas vivo. ¡Me cago en la puta! Estaba dispuesto a darte la mitad. —Me mira desafiante. —¡Cuánto lo siento! Mi trabajo era matarlo de manera discreta —le digo. Él aporrea la pared-. Así aprendes a no cruzarte en mi camino —me agacho para recoger mi otra pistola sin apartar los ojos de él. —No eres la única que sabe hacer este trabajo… Casi te gano, Eve —sus ojos me atraviesan y me transportan a lo que parece un millón de años atrás—La próxima vez no seré tan benévolo. —Alzo una ceja. —Ni yo, Clark. Ni yo. Me subo el cuello de la cazadora y salgo por la puerta. El aire húmedo me sienta bien en la cara. Esquivo todos los charcos que hay en el embarrado suelo. Miro al frente. Desde luego no esperaba encontrarme con Clark, huyó de esta asquerosa ciudad muy bien acompañado hace varios años. Me prohíbo a mí misma pensar en él. Me subo a la moto y arranco. Sé que si ha vuelto a la ciudad se tomará la molestia de cruzarse en mi camino, pero no será hoy. Acelero. Aunque he tardado más de la cuenta he logrado mi objetivo, y necesito esa suma de dinero. A pesar de todo hay halos de luz entre tanta oscuridad.

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EL PROMETIDO HUIDO

EL PROMETIDO HUIDO Nº3 Abril ‘12

por Diego Fdez. Villaverde

Un joven con una recompensa por su cabeza llega a Avarittia, y los miembros del Gremio de Ladrones salen en su busca, pero no son los únicos detrás del desafortunado. En Avarittia, las mentes deben estar tan afiladas como las dagas.

E

va corría lo más rápido que podía hacia su casa. Una tormenta veraniega caía sobre la ciudad, y todos los avarittios buscaban refugio en cualquier soportal, árbol, taberna o en sus hogares. Los tenderos gritaban obscenidades mientras intentaban poner a salvo sus mercancías de la lluvia, y algunos niños corrían y jugaban con la lluvia, salpicando en los charcos y tirándose barro entre ellos. Tras recorrer las encaladas calles del Barrio Blanco, llegó a su destino. Era una casita muy humilde en la zona residencial, con un solo dormitorio, que compartía con su hermana gemela. Tenía una pequeña cocina que hacía a la vez de comedor, un sótano que utilizaban como despensa y una buhardilla con la entrada escondida, en el que guardaban su pequeño botín. Al meter la llave de la cerradura, se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta. El corazón le dio un vuelco y oscuros recuerdos llegaron a su mente. Desenvainando su daga, la abrió lentamente. —¿Eva, eres tú? —dijo una alegre Anna. Eva suspiró aliviada, enfundó su arma y entró en la cocina. Anna estaba cortando una especie de planta carnosa en la mesa con un vestido marrón y un delantal, mientras un grupo de cuatro niñas de la calle, llenas de barro, las miraban boquiabiertas. —¡Hala, son iguales! —exclamó una de ellas—. Bueno, ella tiene dos… —la más mayor del grupo no la dejó terminar la frase con un rápido codazo. —¿Anna, qué hacen aquí todas las niñas? ¿Y por qué has dejado la puerta abierta? —preguntó Ánima Barda - Pulp Magazine

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DIEGO FDEZ. VILLAVERDE Eva. —Bueno, respondiendo a la primera pregunta, lo que al principio empezó siendo una inocente pelea de barro de chicos contra chicas, terminó siendo una autentica guerra cuando uno de esos idiotas decidió que sería divertido tirar una piedra envuelta en barro a la pobre Flavia. —Eva cogió una rodaja de su planta y se acercó a la más pequeña de las chicas, que tenía una mano en la frente y los ojos llorosos—. Yo lo estaba viendo todo desde la puerta, ya sabes que me encanta ver llover, y me pareció que se había hecho daño de verdad; así que decidí que tenía que ver esa herida. Eva se acercó a ver a la chica llamada Flavia. La herida estaba entre ceja y ceja, lavada y no parecía muy profunda. Tenía los ojos rojos de tanto llorar y, entre sollozo y sollozo, se veía que la niña había perdido sus primeros dientes de leche. —¿Y la puerta? —preguntó Anna. —Les he dicho a esos gamberros que mi puerta estaría abierta si querían pedir disculpas a Flavia, pero creo que no están por la labor. Cariño, esto te va a escocer un poquito, pero verás que luego es bastante fresco. Anna frotó suavemente la rodaja de la planta en la herida. La chiquilla se mordía los labios mientras una de sus amigas le sujetaba la mano. En cierto modo, le recordaba a su hermana y a ella de pequeñas. —¿Verdad que ya está mejor? Ahora te voy a poner una gasa y te voy a vendar la herida. —Flavia asintió. Aún gimoteaba, pero había dejado de llorar—. Flavia está siendo muy valiente, ¿verdad Eva? —Oh, sí muy valiente. —Eva no podía dejar de mirar a su hermana. Había algo hipnótico en la manera en la que trataba a los heridos, con la disciplina de un militar y el cuidado de una madre. —¡Eva, estás empapada! —Anna aún no se había fijado en su hermana—. Ve a cambiarte ahora mismo. Sólo falta que te resfríes. Eva asintió y se fue al dormitorio a cambiarse. Quería hablar con su hermana, pero

tendría que esperar a que las visitas fueran. Su dormitorio era grande, con dos camas, un baúl enorme donde guardaba su ropa y las herramientas de trabajo, y un armario donde Anna guardaba las suyas. También tenían un pequeño tocador con un espejo de cristal, que Anna se había comprado como capricho. Se desabrochó su camisa de lino blanca, la puso encima de la silla y se quitó sus botas de cuero basto. Se dejó el pantalón de tela negra puesto, no estaba tan mojado y tampoco tenía ninguno más que estuviera limpio. Eva no se gastaba mucho en ropa, y los otros pantalones se le rompieron en una pelea mientras trabajaba de camarera en la taberna gremial. —¡Muchas gracias, señora Anna! —gritaron las niñas, y se oyó como la puerta se cerraba. Eva no perdió el tiempo y fue a buscar a su hermana a la cocina. Anna estaba limpiando el cuchillo en un barreño de agua encima de una de las mesas, mientras tarareaba una alegre cancioncilla. En el fuego había puesto a hervir un pequeño cazo con agua, y, conociendo a Anna, seguro que era para preparar una infusión. —No me gusta que dejes entrar a cualquiera en nuestra casa, y menos que dejes la puerta abierta —dijo Eva seriamente desde la entrada. —Bueno, y a mí tampoco me gusta que te pasees por la casa con las tetas al aire, pero nadie es perfecto, ¿no? —Anna, lo digo en serio, a saber quién podría haber entrado. —¿Quién, un ladrón? ¡Los conocemos a casi todos! —Anna soltó una carcajada, y Eva luchó por no sonreír—. Además, esos niños necesitan que alguien les vigile —Cierto, ¿qué tal sus padres? —Anna se acercó a la mesa de la cocina y cogió una silla, la dio la vuelta y se sentó con los brazos apoyados es el respaldo. —Eva, la mayoría de esos niños son huérfanos de padres que fueron a la guerra, madres muertas en los partos o simplemente sus dos padres trabajan día y noche para sacarlos

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EL PROMETIDO HUIDO adelante. —Eres demasiado buena, Anna. —Esta ciudad a veces es demasiado mala. Las hermanas gemelas Garibaldi eran idénticas en todo. Las dos eran pelirrojas con el pelo rizado y de ojos verdes, tenían un rostro perfecto salpicado con algunas pecas, medían un metro setenta y, aunque carecían de grandes curvas, lo compensaban con un cuerpo atlético. La diferencia más evidente es que Anna era tuerta y llevaba un parche sobre su cuenca derecha. Además, Anna era mucho más dulce, atenta y alegre que su hermana Eva. Mientras que ella lo único que le interesaba era abrir cerraduras y cómo salir airosa de una pelea, Anna era una gran aficionada a la botánica. Podían haberse permitido una casa más grande, pero ésta tenía un gran patio tapiado en la parte trasera de la casa, donde podían cultivar una gran cantidad de plantas; sin embargo, ninguna de ellas tenía un fin ornamental. A un observador desinformado le parecería que su pequeño jardín no estaba bien cuidado. Todas las plantas que ella poseía tenían alguna propiedad útil para su trabajo, ya fuera medicinal, como el acíbar que había usado en la cura de la niña, o tóxicas, como la belladona o la tuera. Anna sacó el agua del fuego, la vertió en dos tazas de madera e introdujo en ellas unas hojas de tilo. Puso una cerca de donde estaba sentada Eva, con la esperanza de que la probara. —Anna, necesito tu ayuda con un trabajo —dijo Eva, cambiando a un tono más suave. —¿Qué clase de trabajo? —le preguntó Anna, mientras bebía su infusión—. ¡Hmm! Esto necesita más tiempo para que repose. —Al parecer un joven de Lirol, Dionisio, se ha escapado de su casa. Sus padres habían preparado un matrimonio de conveniencia con una familia rica que sólo tiene una hija. No sé muy bien los detalles, pero hay una buena dote de por medio. Lo que sí sé es que ofrecen una buena recompensa al que le lleve a casa: cien monedas de oro. Y también sabemos que está aquí, en Avarittia, gastándose

el dinero de sus padres en bebidas y putas. —¿Y supongo que pedirle por favor que vuelva a su casa no vale? —volvió a preguntar Anna, mientras removía la taza con un dedo. —Puede, pero ¿quién se llevaría la recompensa? —Eva dio un sorbo a la infusión de su hermana. Estaba asquerosa—. No, quiero capturarle yo. —Esto es nuevo, robar una persona. ¿Lo sabe el maestre? —Fue a quien le llegó la noticia. No es un trabajo del gremio, pero me ha dado su visto bueno. Anna miró a los ojos a Eva. Sabía muy bien cuando mentía, aunque esta no era una de esas ocasiones. —Volviendo al tema —prosiguió Eva—, le he estado siguiendo estos tres días. Se aloja en la posada La Gaviota Negra, y allí se toma unas copas antes de salir con una cuadrilla de amigos que se ha echado en la ciudad. Es el único momento en el que está solo. —¿Y qué vas a hacer? No puedes llevártelo a rastras del local. —Me preguntaba si tú podrías hacerme algún tipo de narcótico para echarle en su bebida… Nada fuerte, sólo quiero dejarle un poco desorientado. Anna arqueó las cejas, asombrada. Frunció el labio, y levantó su único ojo, pensativa. —Supongo que algo puedo hacer —dijo Anna, mientras asentía para sí misma. —Estupendo, pues si puedes para esta misma noch… —Quiero el treinta por ciento de la recompensa —la cortó Anna, mientras bebía la infusión. —¿Qué? —Eva se levantó del asiento, enfadada—. Ni de broma. Un veinte a lo sumo. —Un treinta, en el cual se incluye el alquiler de uno de mis vestidos. ¿O acaso vas a seducir a un noble vestida cómo un mendigo? Eva no había pensado en ello. No tenía nada que ponerse para simular el cortejo a un noble, y desde luego no podía ir con sus pantalones llenos de barro.

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DIEGO FDEZ. VILLAVERDE —Me parece justo —accedió Eva. La posada de la Gaviota Negra estaba cerca del puerto y, debido a sus precios un tanto elevados, en sus habitaciones normalmente se alojaban comerciantes y nobles cuyos barcos habían hecho una escala en Avarittia. Ciertamente el servicio y la bebida eran buenos, era un sitio tranquilo y elegante, y por las noches la taberna se llenaba de gente adinerada buscando amistades que le proporcionaran enlaces comerciales en otras ciudades o países. Eva llegó a la posada en el ocaso, con el cielo encendido en un intenso color naranja. Su hermana no había conseguido que se pusiera un vestido elegante con el que se sintiera cómoda, así que le eligió un sencillo conjunto de dos piezas: un corpiño y una falda de lana merina, ambos de un color verde que resaltaba el color de sus ojos, además de una chaqueta abierta de ante negra en la cual llevaba el narcótico escondido en una de las mangas. Debajo de la falda, que planeaba quitársela en cuanto saliera de la taberna, llevaba sus pantalones puestos. Además del vestuario, Anna le había dejado un collar, unos brazaletes y unos pendientes de oro sencillos, y le había recogido el pelo en un moño. Eva puede que no pareciera una duquesa, pero al menos daba el pego como asistente de una. Eva le había pedido a Ricco, su protegido en el gremio de ladrones, que le esperara en uno de los callejones de la posada. Era un joven con una melena corta negra, no especialmente alto y que estaba intentando que le creciera una barba. Él estaría escondido, y sólo entraría en acción cuando ella le diera la señal. Cómo si fuera a actuar en una función, Eva estiró los músculos e hizo muecas con la cara, y con la sonrisa más inocente que pudo poner entró en el local. La posada estaba elegantemente decorada. Había tapices en las paredes, cortinas de terciopelo en las ventanas y manteles bordados en las mesas, en las cuales hablaban, bebían y jugaban a las cartas sus clientes. A Eva lo

único que le importaba era su objetivo, un chico de pelo castaño rizado e imberbe, con la cara y el cuerpo rechonchos. Estaba solo en la barra, bebiéndose una copa de vino. Se acomodó cerca de él, a dos asientos de distancia. —Camarero, quiero lo mismo que está tomando ese caballero —pidió Eva dulcemente. —Oh, es sólo vino barato —se excusó el joven—. Seguro que prefiere algo mejor que esto. —Bueno, así invitarme a esta copa no te será tan caro. —Le dedicó una risita a su presa, mientras el camarero le servía una copa. Odiaba el rol que estaba interpretando, pero era la mejor manera de acercarse a un hombre como él. —¿Qué te hace suponer que te voy a invitar? —respondió él con una sonrisa pícara. —Quizá una buena conversación y unas cuantas copas más —Eva dio unas palmitas al asiento de al lado, y el chico se acercó. —Mi nombre es Dionisio, encantado. —Elisabeth —mintió Eva. —¿Y qué hace una joven moza cómo tú sola a estas horas? —el joven puso una mano sobre el hombro de Eva y empezó a moverla suavemente. “¿Moza?”, pensó ella. —Mi padre está haciendo negocios en la ciudad, y yo no tengo nada que hacer excepto escuchar a dos viejos hablar sobre importaciones de hortalizas. Así que he salido a explorar. —Vaya, ¿y qué es lo que más te gusta de la ciudad? —Dionisio empezó a bajar la mano por la espalda lentamente. —Pues… —“Que gente como tú acaba muerta en una semana y a nadie le importa”—. El paseo marítimo es bastante peculiar, y la catedral de la Colina es espectacular. Y encuentro a sus hombres bastante interesantes. —Eva sentía nauseas al escucharse decir esas palabras. —¿Ah, sí? —Su mano terminó de detenerse en el culo de Eva, dándole un estrujón. “Capullo”. —¡Uy! Que rápido vas, y sólo estamos be-

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EL PROMETIDO HUIDO biendo vino… —Eva apartó suavemente la mano de Dionisio. No quería parecer asustada, pero desde luego no quería que le toqueteara el trasero—. ¿Qué te parece que pasemos a algo más fuerte? ¿Orujo, quizás? —¡Me gusta cómo piensas! No he probado el orujo de aquí. ¿Por qué no? ¡Camarero, dos orujos! Su hermana le había advertido de que el narcótico que había preparado tenía un suave sabor amargo, y esperaba que el orujo lo tapara. Sólo tenía que buscar la oportunidad de envenenar su bebida. Y no quería alargar más esa farsa. Sin que Dionisio se diera cuenta, se desabrochó un brazalete y lo dejó caer al suelo. —¡Oh, qué desastre! Debe de estar suelto… —hizo un ademán de ir a recogerlo. —Tranquila, yo te lo cojo. —Dionisio reaccionó como esperaba Eva, que con la velocidad de una serpiente sacó el frasco del narcótico, lo abrió, vertió su contenido en el orujo y lo volvió a guardar en la manga de la chaqueta. Si alguien se dio cuenta, no debió de importarle. —Toma, aquí está. Tu brazalete. —Qué amable. ¡Un brindis por tu caballerosidad! —¡Salud! —dijeron los dos, y las copas de madera hicieron un ruido seco. Mientras Dionisio se bebía el líquido, Eva lo miraba fijamente. Su hermana había dicho que el narcótico haría efecto en unos diez minutos, pero no quería esperar tanto tiempo. —Me preguntaba si te gustaría salir a la calle a dar un paseo, y quizás acompañarme hasta mi posada —coqueteó Eva. —A sus pies, mi señora —Dionisio hizo un amago de reverencia. “No lo sabes tú bien”, pensó ella. Eva ofreció su brazo y el joven lo tomó para sí. Salieron de la posada juntos. Ella le guió hasta el callejón donde les esperaba Ricco. Cuando hubieron avanzado un poco, ella echó un vistazo a su alrededor y, al no ver a nadie, se paró en seco, miró a los ojos a Dionisio y le dijo:

—Llevo toda la noche esperando este momento. Él se la acercó, con sus labios preparados para besarla… pero lo único que recibió fue un golpe en la nuca con la empuñadura de la daga de Ricco. Dionisio cayó redondo al suelo, y lo arrastraron al callejón. —Vaya, si que le has cazado pronto — apuntó Ricco, mientras buscaba en la ropa de Dionisio algo que saquear. Encontró una pequeña navaja y una bolsa de dinero con cinco monedas de oro y cuatro de plata. —Créeme, si por mí fuera hubiera sido más rápido. —Eva se quitó la falda y se la dio a Ricco. Éste le pasó su estoque y su daga, y las puso en su cinturón—. Esperemos que los narcóticos le hagan efecto y no se despierte hasta que lleguemos al gremio. Cogieron a Dionisio por los hombros y, antes de que pudieran salir del callejón, un hombre apareció por donde ellos habían venido. —Dejad ese chico ahora mismo —les dijo, mientras se acercaba a ellos. Ricco y Eva se giraron para ver la nueva amenaza. Tal y como iba vestido, con una armadura de cuero y unos pantalones de tela negra, un guardia no parecía. Tenía el pelo moreno y largo, recogido en una cola de caballo, y una barba espesa. También llevaba dos dagas largas en la cintura, en unas fundas de madera. —¿Quién lo dice? —preguntó Ricco. —Soy el guarda personal de Dionisio. —He seguido a este hombre durante tres días, y es la primera vez que te veo —dijo Eva. Soltó el brazo a Dionisio y echó mano de la empuñadura del estoque—. Hay una recompensa si se entrega este hombre a su familia, y estoy segura que no eres más que un buitre siguiéndonos. Te sugiero que te marches si no quieres salir herido. —Ahí te equivocas, muchacha —el hombre desenvainó sus dagas, mientras caminaba hacia ellos—. He venido desde Lirol porque me han contratado para que este hombre no regrese nunca con su familia. Al menos vivo. “Un asesino”, pensó Eva. Ella empuñó sus

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DIEGO FDEZ. VILLAVERDE armas, el estoque en la derecha y la daga en la izquierda, y se puso en posición de ataque. —Ricco, llévate al angelito a la casa gremial. ¿Podrás cargar con él? —Eva, puedo ayudarte… —Es una orden, Ricco. ¿Podrás con él? — insistió ella. El callejón era demasiado estrecho, y podría resultar una molestia tener un compañero en esta pelea. —Creo que sí. —Ricco puso un brazo de Dionisio sobre sus hombros y le rodeó con el suyo la espalda—. Pero tardaré bastante. —¡No te lo llevarás a ninguna parte! —gritó el asesino, cargando contra ellos. Eva no era de las que se quedan esperando, así que corrió a su encuentro. La chica lanzó una rápida estocada a su oponente, pero el asesino se paró en seco y desvió el estoque con una de sus dagas, intentando apuñalar a Eva en el cuello con la otra. Ella bloqueó el ataque con su propia daga, y lanzó unos cuantos tajos con el estoque para obligarle a retroceder. —¡Vete, Ricco! —gritó Eva. Ricco asintió y se puso en marcha, alejándose del callejón lentamente. Eva tenía que hacer lo posible por detener a ese hombre, pues el suelo aún estaba embarrado y podría seguir las huellas de Ricco, que se movería despacio mientras cargara él sólo con Dionisio. Y aunque era un excelente ladrón, como luchador dejaba bastante que desear. El asesino volvió al ataque, pero ella paraba todos sus envites con el estoque mientras esperaba a que apareciera un hueco en sus defensas. —Eres bastante buena para ser una mujer –se burló. —Pues tú eres bastante malo, para ser un asesino profesional —contestó Eva, y después le sacó la lengua. Ofendido, lanzó una serie de cortes contra ella, que rechazó con mucha facilidad. En la última parada, ella contraatacó con fiereza, replica que el asesino evitó agachándose. La ladrona entonces trató de herir las piernas del asesino, que evitó con un salto hacia

atrás. Con otro hacia delante, embistió a Eva con las dos dagas por delate, y ésta tuvo que bloquearlas con la empuñadura de sus dos armas. La fuerza del ataque y el barro la deslizaron hacia atrás, y a punto estuvo de perder el equilibrio. El asesino siguió empujando, pero Eva encontró suelo firme y fijo con fuerza sus piernas. —Muy solicitado está el pobre Dionisio —dijo Eva, mientras mantenía el agarre—. Unos quieren secuestrarle, otros matarle… —Cosas de nobles —le contestó su oponente—. Ya sabes, si el chico muere, otro se casará con su prometida. Y con ella irá su enorme dote. —Ah, el amor —suspiró Eva. Entonces levantó los brazos con todas sus fuerzas y desequilibró al asesino. Rápidamente, ella realizó con la daga un corte veloz en la frente de su rival. Él se separó de ella, mientras se tocaba con una mano la herida. No era grave, pero empezaba a sangrar bastante, y si la sangre llegaba a los ojos perdería visibilidad, poniéndole en una gran desventaja. Desesperado, lanzó a Eva una de las dagas. Ella no esperaba el ataque, y lo evitó lateralmente demasiado tarde. Aunque el arma no llegó a clavarse, le causó un buen tajo en el brazo izquierdo, que obligándola a soltar la daga. Eva se agachó a recoger su arma mientras le apuntaba con el estoque. —Dime, ¿tus dagas están envenenadas? — le preguntó con cierto miedo Eva. —No sé a quién te enfrentas normalmente, pero en Lirol no hacemos esas cosas —el asesino empezó a correr hacia ella. —¡Pues has de saber que en Avarittia nunca jugamos limpio! —En vez de coger su daga, agarró un poco de barro y se lo lanzó a la cara. El asesino, desorientado, se llevó las dos manos a los ojos. Eva aprovechó esta oportunidad para clavarle el estoque en un brazo y, con la mano izquierda, le pego un puñetazo en la frente donde tenía la herida. El asesino cayó al suelo de espaldas y cuando pudo abrir los ojos tenía la punta del estoque de Eva el cuello.

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EL PROMETIDO HUIDO —¿Cómo te llamas? —le preguntó Eva. —Giulio. —Giulio, en el fondo somos bastante parecidos —dijo Eva, usando un tono diplomático—. Un trabajo nada honrado, peligroso y a veces mal pagado. Al mismo tiempo, entiendo que no podrás volver a Lirol sin el trabajo completado, así que no puedo arriesgarme a que mates a mi objetivo antes de que llegue a casa. —Si vas a matarme, hazlo rápido. —Bien mirado, eso solucionaría mis problemas. —Eva le clavó ligeramente el estoque en el cuello—. Pero no, sólo soy una ladrona, no quito la vida a la gente. Entonces, elevó su arma hasta el hombro derecho de Giulio y lo atravesó con la punta, retorciéndolo lentamente. El hombre gritó de dolor, pero ella no se detuvo. —¡Zorra! Eva enfundó sus armas y cogió las dagas del asesino, para cerciorarse de que ya no era un peligro. La sangre brotaba de su herida y discurría por su brazo, manchando el barro de la calle de rojo. —Saliendo del callejón a mano izquierda, dos calles más allá, hay un hospicio regentado por sacerdotes donde te curarán las heridas. Disfruta de la piedad de Avarittia. Es escasa.

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MENTA CON HIELO

MENTA CON HIELO Nº9 Diciembre ‘12

por Eleazar Herrera

En las tierras de más allá del mar, el correo postal suele ser muy puntual. Allí, que nunca es invierno, los mensajeros no tienen que atravesar senderos helados y catacumbas oscuras. Y así cualquiera. Las navidades de Menta se van al traste cuando debe viajar hasta la región del Frío Mortal para entregar, nada más y nada menos… ¡que una mísera carta!

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ardiez, hace un frío… que pela. A Menta nunca se le había dado bien la oratoria. Lo intentaba, pero siempre se quedaba a medio camino entre el refinamiento y la estupidez. No conocía suficientes palabras para completar las frases, pues su trabajo no consistía en leer, pero poseía un sentido de la orientación magnífico; allá donde iba, conseguía entregar una carta a tiempo, no importaba cómo. La oscuridad de las catacumbas no podían contra él, que siempre portaba una linterna —no era más que un farolillo de llama titilante, pero Menta era un visionario y esperaba un futuro sin olor a gitano—; en los días más lluviosos vestía su impermeable de flores y salía a caminar como si tal cosa, aunque hubiera riadas aplastándole contra los árboles. Una vez el temporal fue tan intenso que tuvo la brillante idea de entregar la carta en canoa, ¡y fue todo un avance en el correo postal! Por eso, por ser tan listo y tan puntual, su majestad el rey Gordo lo hizo llamar inmediatamente la noche de Navidad, separándolo del pavo y de las patatas asadas, para que entregara una carta a la reina de Frío Mortal, las tierras del hielo. «¿C-c-cuando debe llegarle a su majestad?», tiritó Menta a las puertas del castillo. La respuesta lo dejó helado, si cabe. —¡Mañana al amanecer debe estar en las manos de Loreen! Antes de su gran concierto ante la corte, claro —ordenó el rey, apoyando las manos en sus posaderas. Sonreía con todos los dientes, como un tiburón. Un tiburón loco, matizó Menta. —Pero señor —tuvo que objetar el mensajero—, Frío Mortal se encuentra a millas de aquí. Solo llegar a la frontera me costará semanas. ¡Lo que vos me pedís es harto… fatal! ¡Y luego están las montañas heladas, con sus estalagmitas, estalactitas y estalag…! —¡Solo hay dos tipos, cazurro! —cortó su ancha majestad con un aspaviento—. Sé que puede parecer una locura, pero eres el mejor mensajero que tengo. Confío en ti, mi querido lacayo. Esas millas no son nada para ti. —Señor, me halaga —comenzó Menta, reverenciándole. El rey sabía cómo camelarlo, pero él no era un suicida. Quería tener tres hijos y una granja, no morir de hipotermia por una postal de Navidad—, pero es imposible. Imposible. Tenía que habérmelo dicho antes. —Te daré un caballo. —Seguirá siendo imposible. —Un caballo muy rápido. —Majestad, mucho me temo que no está siendo razonable… —¡Silencio! —bramó el rey Gordo, rojo de ira. Rebuscó en sus bolsillos durante largo rato ante la atónita mirada de Menta. Finalmente sacó un sobre de sus posaderas y se lo tiró—. Haz lo Ánima Barda - Pulp Magazine


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ELEAZAR HERRERA que tengas que hacer, ¡pero esta carta tiene que llegar dentro de ocho horas a su destino! ¡Si no, prepárate para la peor de las muertes! —¡Pero…! —¡Ni pero ni peras, cartero desagradecido! ¡Soy tu rey! —Un hilillo de baba enfatizó sus dos últimas palabras—. ¡Y lo que dice el rey va a misa! ¿Entiendes? ¡No, qué vas a entender, si poco más y no sabes leer! Así va el país. No sé qué he hecho para merecer esto, de verdad que no lo sé. —La expresión del rey se volvió trágica, como si llevara un gran peso en sus hombros y no fuera la cabeza—. Mi mujer está loca, mi hijo parece Tarzán colgándose por los árboles y mi hija pequeña solo habla con las hormigas. Tú me dirás, Claudio —añadió, dirigiéndose a Menta, que desvió la mirada hacia el firmamento. ¿Quién diablos era Claudio?—. Me haría tan feliz entregar esa carta… Ya me estoy imaginando a Loreen leyéndola al calor de la chimenea, dibujando mi rostro en su mente y pensando: «Ah, algún día debería visitar las Tierras Normales…». El rey Gordo siguió con su perorata un rato más, pero Menta no escuchaba. ¡Ni siquiera se acordaba de su nombre! Arrugó la carta entre sus manos, indignado. Este rey, su rey, además de tener un trastorno de personalidad muy serio, trataba a su pueblo como desecho de letrinas. Y lo peor es que cuando acabó su discurso no esperó ninguna respuesta por parte de Menta, sino que cerró de un portazo. Ahora, envuelto en tres mantas y con algo de queso y pan en su mochila, Menta proseguía con su andadura hacia Frío Mortal. Desde su posición podía ver los picos helados, erguidos sobre el horizonte. Debían de tener una altura terrible. Y del frío era mejor no hablar. «¡Pero un momento! », se dijo Menta a sí mismo, deteniéndose. «¿Estoy loco o qué? ¡Contando que no haga ni un mísero descanso hasta el amanecer, ni siquiera habré llegado a la frontera! ¡Está a más de dos semanas de camino!

»Voy a morir ». Menta se sentó sobre un tronco partido, resuelto. —Mejor será que empiece a prepararme para la peor de mis muertes. Hizo una pausa. —Y bueno… ¿Cómo se prepara uno para ese tipo de cosas? ¿Debería darme golpes fuertes para practicar? —Estuvo a punto de levantarse y hacerlo, pero una voz tiró de él de nuevo hasta su asiento—. Sí, es una locura, pero no sé qué hacer. ¡Y para el colmo estoy aquí en medio del bosque hablando solo! ¡Pardiez, este frío es helador! ¿Redundante? ¡No, qué va! La histeria se apoderó de Menta. Nochebuena era para cenar en familia, jugar a las cartas y esperar despierto al amanecer para abrir los regalos, no para arriesgar la vida en una empresa imposible. No podía dejar de repetírselo. En voz alta, mentalmente y al narrador, cualquier vía bastaba para descargar el miedo que le atenazaba los músculos. Sin embargo, el problema seguía allí y no desaparecería con unas cuantas palabras. Hundido, se echó a llorar. Ser mensajero no era un oficio peligroso, pero disfrutaba explorando ciudades y descubriendo nuevas senderos. Y luego estaban las sonrisas que recibía de los ciudadanos afortunados: eran cálidas, de oreja a oreja, y parecían decir: «Gracias por haber cruzado el país para entregarme una carta de alguien que me quiere». ¿Quién podía negarse a eso? ¿Qué clase de monstruo sin corazón sería él si no volviera a casa en una nube de felicidad? Menta clavó sus ojos húmedos en las estrellas, que brillaban intermitentemente. Ahora, todo eso iba a acabarse. «Yo reinaría mejor que ese patán insatisfecho. ¡Lo tiene todo y no es feliz! », pensó con acritud mientras arrancaba cachos de hierba. Normalmente se contenía, pues sabía que los jardines con calvas no eran bellos a la vista, pero necesitaba desfogarse. Gritar no era suficiente. —¡Oye! ¿Qué crees que estás haciendo? Menta se secó las lágrimas rápidamente y

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MENTA CON HIELO miró a su alrededor. —¿Quién… quién está ahí? ¿Eres un asesino del rey? ¡Bien, acaba conmigo! No tengo miedo. Bueno, sí, pero voy a morir de todas formas… Un leve aleteo rumoreó su oreja, y un halo de luz se posó en la punta de su nariz. Menta bizqueó. —Tienes cara de tonto. —Tonto y muerto —recalcó él, adivinando la silueta estilizada de un hada con cara de pocos amigos. No es que Menta fuera derrotista, pero sabía cuándo una aventura llegaba a su fin. El hada se apoyó en sus caderas y revoloteó a su alrededor. —¿Te encuentras apurado, viajero? —Veo muertes por doquier —balbuceó Menta. No tenía ganas de pensar frases inteligentes. —¡Eso ni siquiera tiene sentido! —refunfuñó ella, cruzándose de brazos—. Repetiré la pregunta: ¿apurado te hallas, viajero? —Yo no sabré hablar, pero tú tienes una memoria horrible. El hada le dio la espalda. —¡Si no necesitas ayuda, me voy, pero deja de arrancar la hierba! Menta tardó un momento en asimilar sus palabras. Sí, ¡claro que necesitaba ayuda! ¿Pero cómo podría dársela alguien tan pequeño? Él lo desconocía todo acerca de las hadas y sus poderes; conocía a los genios y a los tritones de agua dulce, nada más. Como mucho, dedujo Menta, y a juzgar por el ambiente en que viven, las hadas podrían prepararle un remedio casero para el dolor de pies. Que ojalá tuviera dolor de pies, pero no. El hada se giró, refulgiendo de indignación, y lo primero que aprendió Menta era que podían leer el pensamiento. —¡Cómo te atreves a subestimar el poder de las hadas! ¡Somos milenarias! ¡Tenemos una tradición que va más allá de… los… siglos… y sin duda tenemos un montón de poderes! Y también curamos el dolor de pies, para que lo sepas.

—Eso está fenomenal —concedió Menta, asintiendo—, pero yo tengo un problema más gordo. —Sin querer, se imaginó al rey—. Como puedes leer el pensamiento, supongo que ya estarás al tanto de… —Puedo leer mentes, pero no soy adivina —replicó el hada mordazmente—, así que tendrás que ponerme al día. Menta no tardó en contarle todo lo sucedido, explayándose en detalles como la frondosa y repugnante barba del rey Gordo o en las gotas perladas del pavo que estaba a punto de cenar antes de su llamada. El hada escuchó en silencio, de vez en cuando asintiendo con la cabeza, hasta que terminó. Después se sobrevino un tenso silencio. —Pues sí que estás en apuros, sí —comentó ella. —Vaya, gracias. No me había quedado claro. —Pero tengo algo que puede salvarte la vida. Con ello podrás llegar a la capital de Frío Mortal en un par de horas y volver antes de que salga el sol. ¿Qué me dices? Menta abrió los ojos de par en par. ¡No era posible! En un momento había pasado de estar perdido a tener la solución delante de sus narices. Sonrió al hada, que le correspondió con un guiño, y entonces reparó en algo que lo volvió a tumbar. Toda magia tiene sus cláusulas. Carraspeó. —¿Qué clase de conjuro es? ¿Y qué tengo que darte a cambio, eh? ¿Medio riñón? ¿Mi alma? ¿El segundo primogénito? —¿El segundo primog…? —farfulló ella, confundida—. ¡No tienes que darme nada! Solo espera. Con un poco de magia traeré unos zapatos de hada. ¡Llegarás en un pis pas! Menta se encogió de hombros, cauteloso. No sabía nada del intrínseco mecanismo de la magia de hada pero hoy en día nada era gratis, y mucho menos los hechizos salvavidas. Si no tenía cuidado, acabaría poniéndose los zapatos de algún demonio enfurecido que le perseguiría hasta el fin de los tiempos.

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ELEAZAR HERRERA En lo que él pensaba, el hada materializó unos zapatos blancos de su talla. Emitían una luz tenue, como una lámpara nocturna, y poseían dos alas diminutas en los tobillos. Extasiado, Menta fue a arrebatárselos, pero el hada retrocedió. —¡Ajá! Traidora, ahora es cuando viene la factura… —empezó Menta con dedo acusador. —¡No! ¡Solo iba a decirte que debes tener cuidado! Las botas se desvanecerán al amanecer, así que si no has vuelto para entonces tendrás que volver a pie. Lo siento. —¿Y… ya está? ¿No vas a pedirme nada a cambio? —Nuestra magia se compone de felicidad pura. Si te pidiera algo, los zapatos perderían su poder. Menta sonrió. «Mi trabajo también se compone de felicidad pura. Puede que no seamos tan diferentes, criatura enana». El hada resopló, pero le entregó los zapatos. Al contacto, Menta salió disparado hacia arriba. ¡Se sentía tan… ligero! —¡Recuerda: vuelve antes del amanecer! —chilló el hada. —¡Gracias por esto! ¡Me has salvado la vida! —Para asegurarme, te esperaré aquí —dijo ella, sentándose sobre una voluta de aire—. ¡Buena suerte! Segundos más tarde, un sobre se deslizó delicadamente por las hojas de los árboles y cayó en el regazo del hada, aprisionándola. —¡Oh, no! —murmuró, horrorizada—. ¡La carta! ¡Menta! ¡Menta! Pero Menta ya sobrevolaba el bosque, traspasando el anillo de niebla que lo rodeaba, y se dirigía hacia el témpano de hielo que era Frío Mortal. La temperatura descendía conforme se aproximaba a la región, y las corrientes de aire eran tan intensas que pataleaba para no desviarse del camino. Había tomado la decisión de ir en línea recta por precaución, pues no quería aventurarse por atajos (aun-

que, ¿qué atajos podía haber en el cielo?). Las estrellas se quitaban el sombrero al pasar; algunas incluso se atrevían a seguir su estela hasta que, de un chispazo, saltaban a otro universo. —¡Adiós! ¡Lo siento! ¡Tengo prisa! —exclamaba Menta a su paso sin dejar de zapatear. Atravesó la gélida frontera una hora más tarde. Un extremo del cielo ya dejaba entrever las primeras luces del amanecer, aunque el otro, cerca de la capital de Frío Mortal, permanecía al resguardo de la más profunda oscuridad. Menta aceleró el paso hasta quedar por encima del bullicio nocturno de la ciudad. Allí también era Nochebuena, y como tal, era costumbre salir a celebrarlo. Después de un par de traspiés, Menta logró aterrizar sin romperse la cabeza. Exuberante y cristalino, el palacio le recibió con las puertas abiertas. Menta enarcó las cejas, sorprendido. No esperaba tanta amabilidad por parte de los Frioleros. Sus rostros inexpresivos auguraban más una patada en el trasero, pero nada más lejos de la realidad. Le hicieron pasar al salón de los invitados, donde no tuvo que esperar más de unos minutos a la mismísima reina Loreen, acompañada de un séquito de andar por casa. Menta contuvo las ganas de ahogar un grito. Era la mujer más rara que había visto en toda su vida. De piel azulada por la terrible temperatura a la que estaban sometidos, la reina Loreen poseía una figura alta y estilizada como una muñeca de las nieves. Su cabello, violeta, se hallaba recogido en dos trenzas, y dulcificaba el corte rectangular de sus facciones. Sin saber por qué, Menta tuvo la sensación de que toda ella parecía una paradoja. —Buenas noches, joven mensajero. Me complace tenerte aquí en un día como hoy. Pasa y ponte al fuego. Debes de estar helado. Menta inclinó la espalda en una prolongada reverencia. —Nada de eso, mi señora —repuso, intentando no tiritar. Volar le había dejado las orejas congeladas—. Mi visita será breve.

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MENTA CON HIELO Tengo una carta que entregarle de parte del rey Gordo. Loreen aplaudió, encantada, y la estancia se volvió más cálida. —¡Adelante! ¡Léela delante de todo el mundo! Menta asintió, buscando en sus bolsillos. «Oh, vaya. Juraría haberla dejado aquí…», se dijo sin despegar la mirada del suelo. La expectación iba en aumento. Aquí y allá, la carta parecía haberse escurrido por algún recoveco entre sus pieles. No quiso pensar en que la había perdido. No después de haber llegado tan lejos. Y sin embargo, así fue. —¿Mensajero? —La voz ambarina de Loreen retumbó por el salón—. ¿Qué hay de esa carta? —U-un momento, mi reina. Debe de… resulta… ¡Tengo tantos bolsillos! Menta se echó a temblar. ¿Dónde se había metido el maldito sobre? ¡No podía estar pasándole eso allí, delante de la reina y su séquito! «¡No! ¡No, no y no!», gritó para sí mismo, estirando sus ropas. Cayó de rodillas. La reina Loreen, contenida, dio un paso hacia delante. —¿Mensajero? —La carta… La carta… —barbotó Menta a punto de darse por vencido. La luz del amanecer comenzó a ganar terreno. Menta miró intermitentemente sus zapatos de hada y el ventanal. Y entonces tuvo una idea. Se incorporó y sonrió. —Reina Loreen, soy Menta —se presentó, hincando una rodilla en el suelo—, y he atravesado el océano en apenas cuatro horas para hacerle llegar estas palabras. El rey Gordo quiere desearle una feliz, felicísima Navidad, y lamenta no haber podido personarse aquí; asuntos de urgente delicadeza se lo impedían. Mi señor quería que esta fuera la primera postal de Navidad que recibe de un país extranjero, ¿y qué mejor estampa que la de un mensajero sin aliento? »Sin embargo, el mérito no es del todo mío:

las hadas me han dado alas para cruzar el firmamento, y de no ser por ellas y por su magia, jamás lo habría conseguido. El silencio se instaló entre ellos. Menta sostuvo sin vacilación la mirada de la reina Loreen, que de vez en cuando pestañeaba, perpleja. Después, y para el asombro de todos, esbozó una sonrisa. —¡Oh, Menta! ¡Esta es la mejor postal que he de recibir nunca! ¡Cuán magníficas palabras, qué exquisito lenguaje, cuánto corazón en tan solo un muchacho! Hoy mismo contestaré a tu rey. Le hablaré de tu increíble hazaña. Has de ser recompensado por tu trabajo y tu galantería. Ahora —añadió, elevando los brazos—, ven con nosotras al comedor y únete a nuestra fiesta, ¡te lo ruego! Es lo menos que puedo hacer. Menta estuvo a punto de desplomarse de la emoción. ¡Lo había logrado! ¡No había titubeado ni una sola vez! Eso sí que era una hazaña digna de recordar. Embotado de alegría, aceptó el ofrecimiento de la reina. Necesitaba el calor de una hoguera gigante para volver a sentir sus pies. —Majestad —recordó cuando el destello del sol bañó su rostro—. Antes de ir con vos, necesito papel y tinta urgentemente. He de hacer llegar un mensaje antes de que salga el sol, y… La reina Loreen alzó la mano y Menta calló. Una de las damas del séquito avanzó hasta ellos y le entregó un pergamino enrollado y una pluma. —No queda mucho—comentó la reina—. Debes darte prisa. Menta asintió, retrocediendo unos metros para escribir en la intimidad. Cuando hubo terminado, se descalzó, ensartó el pergamino en la suela de uno de los zapatos y observó cómo se desvanecían en la luz del amanecer. Estimada Hada Sin Nombre: ¡Llegué! ¡Lo conseguí! Eres la mejor. ¡Feliz Navidad a ti también! Con cariño, Menta

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EL PERGAMINO DE ISAMU

EL PERGAMINO DE ISAMU

Nº2 Marzo ‘12

por Ramón Plana

A Atsuo le han encomendado la tarea de escoltar a la esposa de su daimio en el viaje a Edo. Varios ninjas velan por su seguridad, pues el peligro acecha en los bosques. En esta misión, Atsuo tendrá que estar más alerta que nunca. I

L

a luz del amanecer se filtraba en la sala tiñendo el ambiente con su suave tonalidad. En el pequeño jardín un pájaro voló hasta la ventana, y miró curioso hacia el interior. Dentro, dos hombres se estudiaban cuidadosamente. En silencio. Sólo se oía el tenue roce de sus pies, de vez en cuando. Ambos llevaban una espada de entrenamiento y pertenecían al clan Hirotoshi: Saito Takeshi era instructor de esgrima, Gonnosuke Atsuo era samurái. Se conocían desde hacía tres años, y desde entonces entrenaban juntos todos los días. Atsuo deslizó el pie derecho hacía atrás con un elegante movimiento y simultáneamente llevó el bokken abajo, a su espalda, ofreciendo el hombro izquierdo al ataque de su oponente. El espíritu de Takeshi vibró. Lentamente, cambió su guardia adelantando medio paso y levantando el bokken por encima de su cabeza. En las formas del arte marcial, el cielo se preparaba para atacar a la tierra. La tensión llegó a su punto álgido con sus profundas respiraciones, luego se desencadenó la tormenta. Con tremenda rapidez, Takeshi trazó un semicírculo y atacó con una serie de golpes que representaban elementos del cielo: lluvia y viento; Atsuo se desplazó por el semicírculo Ánima Barda - Pulp Magazine


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RAMÓN PLANA opuesto y paró los golpes representando árboles y piedras, realizando las técnicas con energía. El pájaro se sobresaltó con los primeros golpes y voló asustado cruzando el jardín. La ejecución de la forma de ataque fue brillante en todos sus movimientos. Atsuo se vio obligado a tomar distancia cediendo posición, si bien paró todos los golpes y terminó con una postura ligeramente comprometida. Ambos se estudiaron otra vez valorando sus nuevas posiciones. Takeshi abatió el bokken retrocediendo y saludó. —Enhorabuena, tu estrategia al utilizar la postura de la tierra ha obtenido buenos resultados. —Sí, ha funcionado, pero tu ataque me ha descentrado y he comprometido mi posición —dijo Atsuo. —¡Vamos, Atsuo! —rió Takeshi—. No exageres, lo que pasa es que no quieres combatir más para que yo descanse, cortesía que te agradezco. Debo decir que percibo un avance en tu técnica —añadió—, y ello me alegra, amigo mío. Tus desplazamientos son impecables. Gracias por permitirme entrenar contigo. —Gracias a ti, Takeshi-sensei. Me haces un gran honor —respondió Atsuo. Y dando por terminado el ejercicio, cambiaron el bokken a la mano izquierda con un ligero movimiento de muñeca, se saludaron con una inclinación y abandonaron el dojo, a donde empezaban a llegar samuráis de menor rango para ejercitarse en el combate. El gran aprecio que ambos se tenían era conocido en todo el clan. Saito Takeshi era un hombre entrado en años, instructor de esgrima del jefe del clan, Hirotoshi Katsuro. Gozaba, además, de su confianza y amistad. Por su parte Gonnosuke Atsuo era samurái, y preceptor de arte y escritura de los hijos de Katsuro: Saburo y Aiko. Salieron al patio. Mientras, los habitantes y servidores de la casa iban apareciendo: en el establo varios mozos cepillaban y alimentaban a los caballos, algunos artesanos

comenzaban a trabajar en sus talleres y sus discípulos calentaban los hornos, en un espacioso jardín se reunían los samuráis y los aprendices para que les fueran encomendadas las tareas, y los asistentes y ayudantes recogían y ordenaban las habitaciones. En una de las salas principales se iban reuniendo los consejeros del clan Hirotoshi. Tenían que tratar sobre las repercusiones que la situación política tendría en su feudo y en la ciudad de Edo, debían encontrar la postura más conveniente para el clan en su relación con los otros clanes y con el Shogun y estudiar la estrategia más adecuada. Corría la primavera del año 1632. Durante el mandato del tercer shogun, Tokugawa Iemitsu, el shogunato se estableció en la ciudad de Edo, la fortificó y convirtió en la sede del gobierno militar. Para ejercer un mayor control sobre los daimios, Iemitsu, impuso la política de que sus familias debían vivir de manera obligada en la ciudad de Edo, mientras que los daimios debían alternar su residencia entre Edo y sus respectivos feudos. De esta manera les forzaba a mantener los gastos de las dos residencias, más los frecuentes desplazamientos, debilitando así su poder económico y militar, y evitando cualquier intento de rebelión contra el shogunato. Lo que no pudo evitar fueron las intrigas y los pactos entre clanes para arrebatar sus feudos a otros daimios, llegando incluso a la agresión y al exterminio de las familias para quedarse con sus tierras y sus bienes. En esas circunstancias, Tokugawa Iemitsu, aceptaba al vencedor siempre y cuando no fuera lo suficientemente fuerte para atentar contra él. Era una manera de tener ocupados y contentos a los daimios más ambiciosos. Ante esta situación, los consejeros del clan Hirotoshi intentaban equilibrar los dos grupos: el que permanecería en el feudo y el grupo que iría a Edo acompañando a la familia del jefe del clan y a su servidumbre. En ambos lugares debía quedar una fuerza suficiente para atender la seguridad de las familias, así como una fuerza armada capaz de defen-

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EL PERGAMINO DE ISAMU der al feudo de los posibles ataques por parte de bandidos, ladrones y otros clanes. El jefe del clan, Katsuro, llamó a Atsuo para comunicarle personalmente su decisión: acompañaría a la familia del daimio y a su servidumbre a Edo, en calidad de preceptor de sus hijos, pero sin descuidar la seguridad de los integrantes del grupo. Para que pudiese moverse con libertad le entregó un escrito firmado por la máxima autoridad militar de la ciudad, en donde se le autorizaba a pasear por cualquier parte bajo el pretexto de dibujar diversas láminas que ilustrarían un libro para el Shogun. Este libro versaba sobre Edo, y en él se narraba el origen de la ciudad, su territorio, su fauna y flora, su evolución y su gente. Escrito por varios eruditos, Katsuro había encargado su edición manual a un taller de artesanos hacía tres años, y pretendía regalárselo al Shogun, ya que éste era un gran aficionado a la historia y a la pintura, y además le encantaban las sorpresas. Katsuro, por recomendación de sus consejeros, pretendía que todas las sensaciones del Shogun al oír el nombre del clan Hirotoshi fueran agradables. En Atsuo, por tanto, descansaría la seguridad de los integrantes del grupo y sus familiares en Edo, ayudado por una treintena de samuráis del clan, cincuenta soldados y una veintena de servidores. El grupo partiría por la mañana, y Katsuro y su séquito se reunirían con ellos dos meses después. Takeshi iría en este segundo grupo, protegiendo a su señor con el resto de los samuráis, excepto un retén que se quedaría en el feudo para no dejarlo desprotegido. Atsuo se retiró para hacer los preparativos del viaje y seleccionar al personal necesario. Su asistente, Fujio, le esperaba en la puerta de la gran sala. Se trataba de un joven de quince años que Atsuo tomó como aprendiz por amistad con su padre, un antiguo samurái que luchó en la batalla de Sekigahara con el tío de Atsuo. El muchacho era espigado y bien parecido, además de atento y resuelto. Atsuo se había acostumbrado a dejarle a Fu-

jio la iniciativa en las tareas domésticas y el trato con los servidores. Todos los días disponía de un rato para enseñarle esgrima, y al final de la jornada continuaban con la caligrafía y la filosofía, disciplinas en las que ya destacaba pese a su juventud. Antes de dirigirse a las dependencias comunes para hablar con el encargado de los servidores y el jefe de los samuráis, Atsuo le encomendó a Fujio sus tareas. —Prepárate a salir de viaje, tenemos que ir a Edo por un tiempo. Empaqueta nuestras cosas y ocúpate de ensillar nuestras monturas. También necesitaremos una caballería para que lleve nuestro equipaje y lo necesario para seguir allí con los estudios de Saburo y Aiko. Habla con los muleros. Fujio salió corriendo con una sonrisa, esos viajes le gustaban más que la vida rutinaria en la hacienda. Atsuo fue a las habitaciones de Takeshi, y allí le encontró preparando un envoltorio. —Pasa Atsuo, iba a ir a verte ahora mismo. Me acabo de enterar que mañana partes a Edo con la señora Yoko y los niños. —Con tu permiso Takeshi, venía a informarte de ello y a pedirte consejo —dijo Atsuo. —Verás, antes de nada quiero pedirte un gran favor — Takeshi se quedó pensativo un momento—. Hace tiempo que quería ir a Edo a visitar a un buen amigo mío al que también te interesará conocer. Se llama Okamoto Isamu, lo conocen como el Armero de Edo. —He oído hablar de él —dijo Atsuo—. Ignoraba que le conocieses. —Si, hace muchos años —la mirada de Takeshi se perdió por breves momentos—, cuando yo era un joven que buscaba encontrarme a mí mismo en el camino de la espada. Él me enseñó el auténtico Bushido —volvió de nuevo a la conversación—. Necesito que le lleves esta katana para que la repare y afile. La reconocerá nada más verla. ¿Me harás ese favor? —¡Por supuesto, Takeshi! —exclamó Atsuo—. Cuenta con ello, estaré encantado de hacerte cualquier encargo. Además será un

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RAMÓN PLANA honor conocerle. —Bien, te lo agradezco. Ahora vamos a comentar tu viaje y lo que te espera en Edo. II La mañana encontró al grupo preparado para la partida. Atsuo se acercó a la cabecera de la caravana y le cedió la dirección a Matsushiro, uno de los samuráis con más experiencia en el mando y un amplio historial de batallas, persona de confianza de Takeshi. El veterano samurái se lo agradeció ceremoniosamente y partió a revisar la colocación de los estandartes y de los integrantes de la caravana; hizo comprobar la carga de las mulas, las barras y enganches de los palanquines y pasó revista a los samuráis, soldados y alabarderos. Con su celo demostró que no quería dejar nada al azar. Mientras, los caballos golpeaban el suelo con los cascos, inquietos por salir. Sobre ellos, diez jinetes lucían sus armaduras ligeras, sujetando con firmeza las bridas. Detrás de ellos iban seis samuráis a pie y los tres palanquines: uno con la señora del clan, Yoko, otro con sus hijos Saburo y Aiko y un tercero con las damas al servicio de la señora. Siguiendo a los palanquines iban otros cuatro samuráis. Luego el personal de servicio con las caballerías, equipajes, bultos y víveres; cerrando la comitiva el grupo de soldados y alabarderos, que cubrían la retaguardia. En total llevaban una fuerza de combate de veinte samuráis y otros tantos entre soldados y alabarderos. Atsuo montaba su caballo, y Fujio se había apropiado de una yegua joven y nerviosa de las caballerizas. El preceptor se situó al lado del palanquín de Yoko, y Fujio junto al de Saburo y Aiko, con los que se puso a charlar. Por fin Matsushiro dio la orden de partida y la caravana comenzó la marcha. Tardarían alrededor de tres días en llegar a Edo. Mientras atravesaban el feudo del clan, Atsuo iba pensando en su conversación con Takeshi. Le sorprendió que su amigo conociera a Isamu, el Armero de Edo, y esperaba con

agrado la oportunidad de conocerlo él también. Llevaba la katana que aquél le había confiado, envuelta entre sus ropas como un fardo más. Dos soldados al final de la caravana llevaban la orden de no perder de vista los bultos de Atsuo. La mañana era luminosa, las tierras mostraban intensos colores según sus siembras, bandadas de pájaros iban de un lado para otro aprovechando las suaves corrientes de aire llenas de insectos, los labradores dejaban de trabajar y se inclinaban al paso de la caravana reconociendo los estandartes del daimio y el palanquín de Yoko. Un par de perros de la hacienda acompañó al grupo hasta la linde de las tierras de labor con el bosque, allí se quedaron contemplando cómo se perdían en el sendero que atravesaba los árboles. Luego se volvieron a la casa. Tres días antes, Katsuro decidió enviar a su familia a Edo, y acto seguido mandó en secreto a cinco exploradores para que fueran revisando el camino y sus proximidades. Estos exploradores, expertos en ocultación y artes marciales, pertenecían a la familia Shinzo, cuya actividad ninja estaba al servicio del clan Hirotoshi. Estaban dirigidos por Kaito, y nadie en el clan sabía cómo se ponía Katsuro en contacto con ellos. Nadie, excepto quizá Takeshi, a quién la familia Shinzo respetaba tanto como al daimio. Fue el maestro de armas, cuando le pidió el favor a Atsuo para que le llevara la katana al armero de Edo, el que le advirtió en su habitación. —Mira todas las mañana debajo de tu silla de montar —le dijo con seriedad -. Un amigo te dejará mensajes con información que te será útil para la seguridad de la caravana. Si quieres ponerte en contacto con él, utiliza el mismo procedimiento. Atsuo miraba a su alrededor en el bosque, preguntándose por donde andarían los integrantes de la familia Shinzo. Se sentía más tranquilo sabiendo que tenía aliados tan expertos por los alrededores. El viaje transcurría tranquilo. Dejaron el

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EL PERGAMINO DE ISAMU bosque llano y entraron en terreno abrupto, en donde el paso de los palanquines y las caballerías se hizo más lento. La vegetación seguía siendo exuberante, formada principalmente por abetos, cedros y coníferas; su amplio porte hacía que el sendero fuera serpenteando con frecuentes cambios de nivel. El piar de los pájaros les acompañaba haciendo más ameno el camino. Atsuo estaba atento, la compañía de los gorriones le indicaba que no había ojos indiscretos cerca del sendero. A pesar de ello puso la mano con descuido sobre la empuñadura de la katana. Un poco más atrás, Fujio seguía en animada conversación con Aiko y Saburo, sus risas coreadas por los trinos rebotaban en la bóveda del bosque. Matsushiro mandó adelantarse a dos exploradores, conocía el terreno y sabía que estaban a poca distancia de una zona despejada. El caballo de Matsushiro cabeceó inquieto mientras los dos hombres se adelantaban en silencio, saliendo del sendero para dar un pequeño rodeo. A los pocos minutos la caravana entró en un claro. Atsuo reconoció una señal del clan, tres piedras blancas colocadas en ángulo apuntaban a un árbol, en su tronco se veían dos rayas diagonales cruzadas y en cada uno de sus cuatro ángulos un circulo. Era el Kamon o emblema de la familia Hirotoshi. Los dos exploradores estaban acondicionando un espacio. La zona parecía segura. Los porteadores acercaron los palanquines al resguardo de un cedro de enorme circunferencia. Lo servidores se pusieron a la tarea de encender un fuego y traer agua para preparar la comida. Mientras los soldados se ocupaban de descargar las caballerías, trabarlas y dejar vigilancia, los samuráis colocaron los estandartes y se distribuyeron estratégicamente, estableciendo varios niveles de protección en torno a las personas de rango. Por indicación de Atsuo, Fujio se ocupó de sus monturas y revisó el equipaje. Se colocaron unos paneles de lienzo para cortar el aire a las señoras. Finalmente Matsushiro distribuyó los puestos de vigilancia y envió

tres soldados sendero adelante para buscar huellas o indicios de que alguien se aproximara al claro. Llevaban allí un rato cuando aparecieron de vuelta los exploradores que había mandado Matsushiro. Su informe era tranquilizador, no habían visto nada sospechoso en un amplio tramo del sendero. Luego de informar, se fueron con sus compañeros de armas a descansar y reponer fuerzas. Atsuo, para aprovechar el tiempo mientras preparaban la comida, llamó a Saburo, Aiko y a Fujio, y juntos comenzaron una sesión de entrenamiento salpicada con comentarios y observaciones sobre el código del samurái, el bushido. Saburo era un muchacho despierto con el genio de Katsuro, su padre, y cogía el bokken con excesiva fuerza, lo que restaba eficacia a su destreza. Akio era inteligente, prefería el bo, el palo largo, al bokken y había desarrollado una gran precisión con esa arma. Fujio utilizaba el bo y el bokken indistintamente, si bien sus avances con esta arma eran notables. Comenzaron emparejándose: Saburo con Fujio y Aiko con Atsuo. Los cuatro se saludaron y empezaron a cruzar los bokken. Fujio amagó un golpe a Saburo, y cuando éste modificó la postura para bloquearlo, le atacó con rapidez buscando penetrar su guardia; Saburo rectificó mientras retrocedía, parando los ataques de Fujio a cambio de perder algo de estabilidad. Fujio empezó a reír y Saburo encolerizándose atacó con demasiado ímpetu acabando los dos en el suelo. Aiko perdió su concentración ante el escándalo de Fujio y su hermano, y Atsuo tuvo que intervenir. —Está bien. Sentaros los tres y vamos a pensar qué ha pasado para que acabéis así. Saburo se controló, y mirando con furia a Fujio se sentó en el suelo cruzando las piernas. Fujio miró al suelo, alternaba las ganas de reír con un gesto de dolor. Sin poderlo evitar se frotó las posaderas, la zona que había salido perdiendo al caerse al suelo con Saburo encima, mientras se sentaba con cuidado. Aiko también se sentó, mirándolos con gesto

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RAMÓN PLANA divertido. —Saburo, ¿qué te ha ocurrido? —preguntó Atsuo. —Me enfadó que Fujio se riera de mí, sensei —contestó. —Bien, ¿qué te tengo dicho cuando estás en combate? —continuó Atsuo. —Que mantenga la concentración y la calma —dijo el joven. —Si lo hubieras hecho, habría sido Fujio quien hubiese perdido el combate, ya que al reírse perdió la concentración y tú podías haberle atacado entonces con eficacia. Fujio, dime qué es lo que has hecho tú mal. —Menospreciar al enemigo riéndome de él, sensei —contestó con cara compungida. —¡Exactamente! No debéis olvidar que respetando al enemigo os respetáis vosotros mismos. No debéis dejar que os gobiernen las pasiones. Y a ti Aiko, que te tengo dicho. —Que no me distraiga en los entrenamientos, sensei. —Bien, me alegra ver que todos, por lo menos, recordáis lo que os digo —dijo Atsuo con ironía—. Ahora vais a hacer la forma primera entera, con todos sus golpes. ¡Vamos! Empezad ya. Atsuo se levantó ocultando una sonrisa. Comprobó que los tres se alineaban y comenzaban la serie de golpes y desplazamientos que conformaban la forma primera de kenjutsu. Fue a sentarse con Matsushiro, que miraba sorprendido como terminaba la práctica después de verla desarrollarse desde el principio. —Atsuo-san, no pensé que enseñar fuera tan divertido. Siéntese por favor, será un privilegio. —Gracias Matsushiro-san, me sentaré con gusto. En cuanto a la enseñanza —se quedó pensando un momento—, reconozco que sí es divertido, sobre todo con estos tres jovencitos que no dejan de sorprenderme cada día un poco más. En ese momento, se acercó una de las damas para decirles que la señora Yoko estaría muy agradecida si ambos quisieran compar-

tir la comida con ella. —Dígale a la señora que iremos con mucho gusto —contestó Atsuo por los dos. Se acercaron a la zona protegida del escaso aire por los lienzos y tomaron asiento en los pequeños taburetes que portaban los sirvientes de la señora. Les sirvieron una tacita de sake templado y empezaron a charlar sobre lo que encontrarían al final del viaje. La comida discurrió con armonía, y la conversación versó sobre la variopinta y amplia comunidad que se encontraba en la ciudad de Edo. Llevaban un buen rato hablando, casi finalizando la comida, cuando los sentidos de Atsuo le avisaron de que algo no iba bien. Disimulando su alarma, miró alrededor y se dio cuenta de que el piar de los pájaros había cesado. Alertó a Matsushiro con la mirada. En ese momento notó un siseo y una sombra, y sin pensarlo ejecutó el golpe de la golondrina. Una flecha de veinte centímetros se clavó en el suelo, golpeada en el aire por la katana de Atsuo, a escasa distancia de Yoko. Matsushiro saltó cubriendo a la señora con su cuerpo mientras desenvainaba su espada y alertaba a los samuráis. Hubo un revuelo en el campamento. Se notó un ligero tumulto en la vegetación próxima, en la zona noreste del claro. Cuando los samuráis llegaron allí encontraron entre los matorrales un cuerpo oscuro tirado en el suelo. Lo arrastraron hasta el claro. Matsushiro y Atsuo se acercaron para ver que era un hombre de unos veinticinco años, fornido, totalmente vestido de negro y con una herida profunda en el cuello. En la espalda llevaba un ninjato (sable corto) propio de los ninjas y varias flechas en una bolsa a la cintura. En el suelo a su lado una fukiya (cerbatana) indicaba que el ataque había partido de él. En sus ropas y armas lucía un emblema compuesto por un círculo partido en vertical, en la mitad de la izquierda mostraba una mancha negra, la mitad de la derecha una hoja de árbol. —Es un ninja de la casa Gensai —dijo Matsushiro -. ¡Maldito sea! ¿Por qué querría matar a la señora Yoko?

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EL PERGAMINO DE ISAMU Miró fijamente a Atsuo, y exclamó: —¿Cómo te diste cuenta Atsuo-san? Sin ti la señora estaría mal herida o tal vez muerta. Yo no fui capaz de percibirlo, soy deudor tuyo —y se inclinó con respeto. —No me debes nada Matsushiro —dijo Atsuo -, lo hice porque es mi deber. Hay que avisar a Katsuro de lo que ha ocurrido para que estén alerta. Además, este hombre está muerto y no lo hemos matado nosotros, por ello debemos redoblar la vigilancia. —Si, está muerto. Alguien lo ha matado de un golpe en el cuello, pero le dio tiempo a lanzar el dardo —dijo Matsushiro, luego continuó, bajando la voz—. Nos están ayudando Atsuo-san, pero… ¿quién? Atsuo pensó en Shinzo Kaito, pero no quiso descubrirlo aún. Lo más prudente era que nadie lo supiese de momento. Esperaría hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos y en quién podía confiar. Mientras, los sirvientes recogían el campamento para continuar la marcha, acuciados por la sensación de riesgo después del ataque. Los samuráis recorrieron las zonas próximas al claro pero no encontraron huellas ni signos de otras personas. La señora Yoko agradeció a Atsuo su rapidez y habilidad que tan eficazmente la habían ayudado. Matsushiro envió un mensajero al feudo para informar del ataque a Katsuro y tranquilizarlo sobre la salud de Yoko. Luego partieron con rapidez. El resto del trayecto lo hicieron con los soldados desplegados, vigilando matorrales y árboles. Taparon los palanquines con los lienzos para que no se distinguiesen las figuras. Los samuráis se mantuvieron en alerta, un grupo de ellos se armaron con arcos para repeler posibles ataques desde lo alto de los árboles. Llegaron a la aldea en donde iban a pasar la noche cuando estaba cayendo el sol. Las sombras se alargaban y un tono anaranjado se esparcía por las casas tiñéndolo todo. El grupo de exploradores que les precedió habían preparado dos casas y un establo muy amplio, los tres en un pequeño cerro que do-

minaba la aldea. La vista era estupenda. Desde la casa principal se veía el sendero por el que habían llegado y el inicio del camino que seguirían al día siguiente, y que discurría por un valle en cuyo fondo rugía un caudaloso río. A media jornada el sendero ascendería por la montaña para internarse en un bosque con abundante vegetación. El grupo se mantenía alerta después del encuentro en el claro. Matsushiro esperaba a un mensajero que traería instrucciones de Katsuro desde el feudo; mientras, colocó a todos sus hombres para que nadie pudiera acceder al cerro sin ser visto. Los soldados y alabarderos encendieron pequeños fuegos, y se situaron formando un círculo alrededor de las dos casas y el establo. Los samuráis formaron dos anillos de vigilancia, el primero en torno a la casa principal, y el segundo en el pequeño patio interior. Dos samuráis permanecían en la estancia contigua a la de Yoko en estado de máxima alerta. Esa noche los miembros de la caravana tomaron una cena fría. Poco a poco las sombras fueron extendiéndose por toda la aldea, hasta que la única iluminación fue la que ofrecían las hogueras, los faroles y las lámparas de aceite. Fujio estaba en la casa colocando sus equipajes y preparando las esteras para pasar la noche. Atsuo se encontraba comprobando los distintos puestos de vigilancia, todo se veía en calma. Se acercó al establo y comprobó que los animales estaban tranquilos. A pesar de todo, algo le alertó. Hizo ademán de salir y se deslizó a un lugar más lóbrego. Permaneció totalmente inmóvil y en silencio. De repente observó una zona más oscura entre las vigas del techo, la que juraría que se había movido. Un suave roce a su izquierda le hizo prepararse para el ataque, cuando un suave susurro le frenó. —No Atsuo-san, por favor, no se inquiete —dijo una voz desconocida para él—. Soy Shinzo Kaito y me envía el señor Hirotoshi Katsuro. —¡Vaya! Buen susto me ha dado Kaito,

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RAMÓN PLANA pero me alegro de oírle. Takeshi me dijo que me dejaría un mensaje bajo la silla de montar. —Y así debía haber sido —dijo Kaito. —¿Quién nos ataco este mediodía en el claro? —preguntó Atsuo. —Era Taiki del clan Gensai, lo vimos demasiado tarde —dijo Kaito—. Debía llevar allí desde ayer. No pudimos impedirlo pero le costó la vida. —¿Quién puede tener interés en matar a la señora Yoko? —inquirió Atsuo. —No lo sabemos, estamos investigando ya en Edo para descubrirlo —respondió Kaito -. Tendremos que ser muy precavidos. ¡Psss cuidado! Un samurái se acercó al establo haciendo la ronda de vigilancia. Ambos dejaron de hablar hasta que se alejó. —Kaito, si usted ha llegado hasta aquí — dijo Atsuo -, nuestra vigilancia no debe ser muy buena. Kaito sonrió en la penumbra. —No crea Atsuo-san, usted no sabe lo que me ha costado. Pero no se preocupe, cuatro de mis hombres vigilan la aldea por orden de Katsuro. Atsuo le miró a la cara. Estaban a menos de un metro de distancia y, aunque era de noche, la luz de los fuegos y las lamparillas de aceite daban un poco de claridad en algunas zonas del interior del establo. Pudo apreciar que, aunque relajado, Kaito estaba vigilante, su postura le permitiría desenvainar el ninjato que llevaba a la espalda a la mínima señal de peligro. A pesar de todo lo ocurrido ese día parecía mantener una gran calma. Una cosa le intrigaba aún a Atsuo. —Dígame Kaito, ¿por qué ha venido hasta el establo, si podía dejarme el mensaje debajo de la silla? El ninja se volvió hacia él y le miró a los ojos. —Verá Atsuo-san, sentía mucha curiosidad por conocerle a usted. He oído hablar mucho del golpe de la golondrina, pero no he conocido a nadie capaz de aplicar esa técni-

ca —le observó con admiración—. Usted ha tenido que entrenar mucho para conseguir esa perfección en el golpe. Quizá tanto como nosotros —volvió a mirar hacia el exterior del establo—, toda una vida entrenando. Pero no se puede desarrollar una habilidad así, si no se tiene la facultad necesaria, por eso le admiro: usted adivina el golpe y se anticipa. —Gracias por su apreciación Kaito —dijo Atsuo—. Por lo que me ha dicho Takeshi usted también tiene unas cualidades más que notables. —Me temo que tendremos que utilizarlas todas —sonrió Kaito -. Será un placer luchar a su lado Atsuo-san. Cuando nos enteremos de algo le avisaré, siempre estaré cerca de ustedes. Al momento siguiente Atsuo estaba solo. Miró hacía las sombras, pero no vio moverse nada. No le había visto irse, ni tampoco le había oído. Dejó pasar un rato y salió por la parte de atrás. Poco a poco fue acercándose a los fuegos para charlar con los soldados. Se aseguró de que no habían visto nada extraño. Luego se fue hacia la casa dando un pequeño rodeo. Mientras caminaba, su cabeza repasaba lo ocurrido en ese día y recordaba unos comentarios del jefe del clan unas semanas atrás. Hacía unos días que Katsuro les había alertado por un comentario de un amigo, el cuál le sugirió que un daimio influyente deseaba sus tierras, y para conseguirlas había maquinado una estrategia simultánea en el feudo del clan Hirotoshi y en la capital, Edo. A grandes rasgos: pretendía eliminar a una parte de los miembros de la familia y hacer caer al clan en desgracia frente al shogun, para luego justificar un ataque y posteriormente reclamar su feudo. La amenaza parecía, entonces, que era cierta. En ese momento, Atsuo se propuso descubrir al enemigo y anular sus intenciones. Con esa determinación, se retiró a descansar. El viaje a Edo prometía ser mucho más complicado e interesante de lo que parecía al principio.

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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO.

por Cris Miguel

Nº6 Verano ‘12 Los muertos vuelven a la vida para arrastrar a los vivos con ellos. La ciudad está infestada, y el grupo de Catherine depende de su agilidad y astucia para sobrevivir en un mundo desolado por la más terrible de las plagas. I

S

iento el asfalto bajo mi cuerpo, la cabeza me martillea y no soy capaz de ver nada. “Catherine”. por Nombre Apellido Apellido “Cathy”. No lo oigo con claridad, pero alguien está gritando mi nombre. Intento abrir los ojos y los párpados me pesan demasiado. Siento algo caliente sobre mi brazo derecho. Al momento alguien me zarandea, pero la negrura no me deja ir, me quiere para ella. Algo me abrasa en el costado derecho, quisiera alargar la mano y ver qué es, echarme agua; pero mi cuerpo es un peso muerto, sin autoridad. “Vamos, yo te cubro”. Quiero abrir los ojos, sé que están cargando conmigo, ya no estoy en el suelo. Sin embargo, la pesadez y el escozor del costado hacen que me resigne a esta oscuridad que llega a parecerme atractiva. El destello me hace daño en los ojos, intento enfocar la vista y sólo veo hierro a mi alrededor.

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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO. Ahora siento un hombro clavarse irremisiblemente en mi estómago. Conocería su cuerpo en cualquier parte. Alargo la mano hacia su cuello y muevo un poco las piernas para que se dé cuenta de que estoy despierta. El ruido que hacen sus botas subiendo las escaleras de incendios cesa para tenderme en un escalón sin soltarme del todo. —¿Eh, estás bien? Menudo susto nos has dado… —me dice sujetándome la cara con sus manos. —Sí, estoy bien —logro articular, algo aturdida aún. Veo que unos pies se detienen a nuestra altura. —¡Dormilona! Me alegro de que estés bien. Vamos, os espero arriba —nos dice Max con una enorme sonrisa en la cara. —De acuerdo, enseguida subimos —le contesta Oliver sin soltarme la cara y apartándonos un poco para dejarle pasar. Me siento mareada. Me levanto la camiseta, el costado me quema. Llevo mis dedos por esa zona pero no encuentro nada, ni un mísero arañazo. Absolutamente nada. —¿Qué te ocurre? ¿Tienes algo? — El miedo se vislumbra en los ojos de Oliver que se inclina apartándome la mano con delicadeza para comprobarlo el mismo. —No tienes nada, cielo. —Me da un beso en la curva de mi cintura y me estremezco. Eso me devuelve un poco a la realidad. —¿Qué ha pasado? —le pregunto desorientada. Soy incapaz de recordar nada desde que emprendimos el camino de regreso al refugio y giramos esa esquina… la esquina. Estaba lleno. —Te rodearon, perdiste el equilibrio, debiste darte en la cabeza al caer contra el suelo… Me asusté muchísimo, te dije que te mantuvieras detrás de mí… Si no fueras tan cabezota… —Apoyo los codos en mis rodillas y me sujeto la frente con una mano—. Creía que te habían mordi-

do, no pude parar a mirarlo… —Tranquilo, estoy bien. —Le cojo una mano entre las mías—. Siento haberte asustado. —Me muerdo el labio, verle tan vulnerable… siempre ha sido lo peor de ir a explorar juntos. Nos damos un intenso beso y subimos más lentamente de lo normal hasta el último piso.

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CRIS MIGUEL En cuanto entramos por la ventana Megan y Esther me interceptan. Está claro que Max ya les ha contado lo ocurrido. Intento sonreír y quitarle hierro al asunto, hasta me dejo mimar un poco por Esther, que tiene ese instinto maternal propio de mujeres nobles que están acostumbradas a estar siempre rodeadas de mochuelos. La miro y me hundo en su hombro, no suelo sucumbir, mis defensas siempre están alerta y soy yo la que cuida de ellas, sobre todo de Megan que aún no ha salido de la adolescencia. —Estoy bien, tranquilas. —En cuanto salen esas palabras de mi boca siento otra vez la quemazón en el costado. Sucumbiendo de nuevo al impulso, me levanto la camiseta y me masajeo la zona. —¿Qué te ocurre? —Igual que ha hecho Oliver, Esther me aparta la mano y se inclina para inspeccionarme—. No tienes nada, niña —me dice cariñosamente acariciándome el brazo. Asiento, doy un beso a Megan en la frente y voy a buscar a Oliver y a Max. Los encuentro en la cocina, o lo que antes era la cocina, que ahora escasamente cumple esas funciones. Me siento en la encimera y les observo, ambos se han callado en cuanto me han visto entrar. —Vamos, dejad de mirarme como si fuera un cachorro herido. ¿De qué hablabais? —Si te encuentras bien, le estaba diciendo a Oliver que mañana podríamos cambiarnos de refugio —cuenta Max. —Yo le he dicho que no, que es peligroso y más si tú estás desorientada. Ellas no saben luchar ni empuñar un arma… Te necesitamos entera —me dice Oliver y un destello fugaz de terror atraviesa su mirada. —Tú decides. —Max me pasa la decisión. —Estoy bien, podemos movernos mañana. —Cathy, nos da igual esperar un día más —dice Oliver mientras se acerca a mí y me acaricia la pierna. —Sabes muy bien que no da igual. No tenemos comida, y si dejamos pasar otro día

podrían llegar más a la zona que hemos ido limpiando… Es más seguro ir mañana. —De acuerdo, ahora cuando comamos algo se lo decimos para que se preparen y se conciencien. —Max sale de la cocina dejándonos solos. Oliver esta frente a mí, cabizbajo, contemplando nuestras manos entrelazadas. —No creo que sea seguro… —Le acaricio la mejilla y echo su rebelde pelo rubio hacia atrás con mis dedos. —Para ti nunca es seguro, pero es que ya no hay nada seguro. —Su barba me raspa la mano—. Cuanto antes nos movamos, mejor —digo convencida. Él niega con la cabeza, derrotado. Sabe que no vamos a ceder, que la decisión está tomada. Sus ojos azules me atraviesan y me odio a mí misma por hacerle sufrir, por preocuparle. Pero sé que es lo mejor para el grupo, me encuentro bien, salvo por el dolor en el costado, y mañana estaré en plenas condiciones para enfrentarme a esos putos monstruos. Lo estrecho contra mí pensando que si no le tuviera a él, hace tiempo que hubiese muerto. Le debo todo. Y me insto a mí misma a que mañana yo le protegeré ahí fuera, ya que él estará intentando protegernos a todos. II Miro por la ventana. Ya ha oscurecido. Estamos todos en el salón, trazando el plan, el recorrido y la forma de actuar correcta ante imprevistos. Megan está asustada, no está acostumbrada a salir fuera, de hecho, desde que la encontramos, siempre se ha quedado aquí con Esther. Es sólo una niña. Con suerte mañana sólo tendrán que correr. —Si las cosas se ponen feas, tras estas dos manzanas hay una tienda en la esquina. Se accede por el callejón de la parte de atrás. Está limpia salvo alguna excepción, es prácticamente segura —explica Oliver—. Así que, si tenemos que huir y escondernos, la parada más cercana es esa. Traga saliva, está nervioso. Le aprieto la mano para darle fuerzas y prosigue con su

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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO. explicación. —Tras ese refugio no hay ninguno medianamente seguro después de cuatro manzanas. Por ahí hay muchas calles, es fácil escabullirse aunque siempre hay sorpresas, grupos más numerosos de la cuenta… Iremos en grupo, os cubriremos. Ambas llevaréis un arma, pero usadla única y exclusivamente para una gran emergencia. Nos puede costar la vida a todos… Le acaricio la pierna y continúo yo, hay que dar ánimos, fuerza, no podemos tener miedo y arriesgarnos a que Megan tenga un ataque de pánico. —Bueno, todo saldrá bien. Estamos acostumbrados a movernos y deshacernos de ellos. Son lentos, mantened su boca y sus uñas alejadas de vosotras y no pasará nada. —Exacto. Nosotros somos más listos, más rápidos y vemos mejor. Está chupado —me apoya Max. En verdad lo pienso, pero la mente turbada de Oliver me contagia parte de su inquietud. Puedo sentirla, lo transmite por todos los poros de su piel, su mirada, su postura… no quiere ir. —Repito que no tenemos por qué hacerlo mañana. He aconsejado a Cathy que es mejor que repose, pero ya los conocéis, son más tercos que una mula… —se lamenta Oliver. —¡Venga, tío! Cathy es fuerte, y ellas también. Cuanto más vueltas le demos peor — anima Max. —¿Os acordáis de cuando me encontrasteis? —Max, Oliver y yo asentimos, y Esther continúa—: Ahora sólo estamos dos pisos por encima, pero habéis convertido esto en nuestro hogar, en un lugar seguro. Estaba sola y me salvasteis… —Se muerde el labio—. Me fío de vosotros, lo que decidáis estará bien. Guardo silencio, me acuerdo de ese día. Max trabajaba con Oliver en el hospital cuando todo estalló. Reaccionaron rápido y fueron a buscarme al trabajo. En el todoterreno de Max nos alejamos de la ciudad a unos montes cercanos. Pasamos un día entero en el coche, intentando sintonizar la radio. Sin comida ni

agua volvimos a la ciudad y, apenas nos internamos, encontramos una marea entera de esos bichos. Aún sin armas, sólo nos quedaba correr, y eso hicimos, bordeamos la periferia de la ciudad y allí había muchos menos que dentro. El segundo día, ya provistos de algunas armas, empezamos a registras los pisos y encontramos a Esther encerrada en su dormitorio. Hemos perdido la noción del tiempo, pero ha pasado lo suficiente como para haber acabado con los almacenes de las tiendas de los barrios aledaños. Sin comida, tenemos que movernos, otra vez. Max, Oliver y yo hemos estado registrando alejándonos un poco más cada día, saliendo antes y volviendo más tarde, y hemos encontrado un edificio de ocho pisos que nos servirá. Pero está lejos, a varias horas de camino a paso lento. No puedes correr como una loca con la ciudad llena de esos bichos, no sabes qué te vas a encontrar en la siguiente esquina. —¿Cómo te encuentras? —me pregunta Oliver sacándome de mis recuerdos. —Bien, pesado. —Es automático, cada vez que digo “bien” me escuece el costado. Realmente me debí de dar un golpe fuerte en la cabeza. —Es mejor que intentemos dormir algo, mañana será un día largo —dice Oliver. —¡Eso! Yo me encargo de la primera guardia —se ofrece Max. Oliver y yo nos levantamos y vamos a nuestro pequeño cuarto, quizás sea la última noche que dormimos en una cama en mucho tiempo. El edificio al que vamos es seguro, todo lo seguro que puede ser en estos días, pero no sabemos la calidad de las cosas de su interior. Menos mal que tenemos a Esther, que se encarga de poner todo medianamente decente. Me acurruco junto a Oliver, me besa en la frente sin dejar de mirarme. Me duele el costado ahora que estoy tumbada sobre él. Me estoy volviendo paranoica. —Quiero que tengas cuidado mañana y no te expongas en exceso… —me dice seriamen-

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CRIS MIGUEL te. —¿Ya estamos? —Siempre sobreprotegiéndome. —Hazlo por el grupo, si te expones más de la cuenta y te separas mucho de mí sólo tendré ojos para ti… No podré proteger a los demás. —Está bien, deja de darle vueltas. —Te quiero —me dice y me levanta la cabeza cogiéndome de la barbilla para besarme. Yo sólo quiero dormir, así que enseguida estoy sumida en un placentero sueño. III Abro tímidamente los ojos, el cielo empieza a clarear. Está amaneciendo. Me doy la vuelta y estoy sola en la cama. Oliver siempre se levanta antes. Me desperezo y voy en su busca. Las chicas aún duermen y Oliver está hablando con Max, sentado ambos en el suelo del salón. Me acerco y les imito. —¿Habéis dormido algo? —les pregunto. —Sí, tranquila. ¿Cómo te encuentras? —se interesa Max. —Bien, fresca como una lechuga. —Sonrío para quitarle hierro al asunto. —Deberíamos despertarlas, tenemos que aprovechar toda la luz —dice Oliver. Asiento y voy a la habitación de al lado. Tengo una sensación rara en el estómago, además el costado me sigue escociendo aunque no hay nada. Las despierto con dulzura y en unos minutos estamos listos para emprender el camino. Max les ha dado una pistola cargada a cada una, él y Oliver llevan sendas escopetas, y yo me conformo con una pistola que rara vez utilizo. Estoy más a gusto con el machete y varios cuchillos, aunque implica acercarse mucho, demasiado. Salimos al fresco de la mañana, a estas horas al menos el calor nos da un respiro. Oliver va delante y Max nos cubre la espalda, yo voy al lado de ellas e intento tranquilizarlas con una leve sonrisa, Megan asiente y seguimos sin decir una palabra a Oliver. La calle está prácticamente desierta, hay algunos diseminados, pero nos movemos con la sufi-

ciente diligencia como para no darles tiempo a alcanzarnos. Oliver se para, haciéndonos un gesto para que nos peguemos a la pared detrás de él. —A partir de aquí la zona no es tan segura, no os lo digo para que os pongáis nerviosas, sólo abrid más los ojos si cabe. ¡Vamos! Estamos en una gran avenida, no se diferencia de cualquier calle de la periferia de cualquier ciudad; sin embargo, la desolación impregna cada ladrillo. No sabemos cuánto tiempo llevamos así, pero el deterioro es la figura dominante del paisaje. Miro a mi alrededor, no hay rastro de ninguno. Me parece extraño, porque pululan de un lado para otro en busca de un pedazo de carne, pero ahora, aquí, no hay nada. Avanzamos lo más rápido que podemos exponiéndonos mínimamente. Oliver se acuclilla a tomar aire al lado de un coche. Todos le imitamos, Max sin perder de vista la retaguardia. —Que mal huele —se queja Megan tocándose la nariz. —Ya… es normal, todo está muerto —contesto. Supongo que ella sí notará el olor, pero yo me he inmunizado, tengo el maldito aroma pegado a la nariz día y noche, estén cerca o no. Sólo huelo a descomposición y cadáver, cuánto echo de menos mi perfume de vainilla. Un grito sordo interrumpe mis estúpidos pensamientos, miro a Megan y a Esther, que están a mi lado apoyadas en el coche. Por un segundo mis venas se hielan, pero cuando la sangre vuelve a circular cojo un cuchillo del cinturón y lo incrusto en la cabeza del muerto. Mierda. —Esther, ¿estás bien? —pregunto, pero su cuerpo se resbala hasta el suelo. Se está sujetando el cuello con las manos y entre los dedos se desliza espesa la sangre. Joder. Miro a Megan que está a punto de gritar, consciente de lo que está sucediendo. Me arrodillo ante Esther, pero Oliver estira el brazo y le tapa la boca. Ya hemos hecho suficiente ruido.

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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO. —Esther, mírame. —Le cojo la mano. Sé que no puedo hacer nada, pero no quiero dejarla sola. —Tenemos que irnos —dice Max—, vienen algunos. —No podeos dejarla —contesto intentando no alzar mucho la voz. —¡Joder, Cathy! ¿Cómo que no? —Me mira perdiendo la paciencia—. ¡Hazlo! —Esther… —Ella está inconsciente y su pulso es cada vez más débil. Lo hemos pactado, nosotros queremos lo mismo. Alzo el cuchillo y se lo incrusto en la sien, lo más rápido y efectivo. Megan se retuerce entre los brazos de Oliver sin parar de llorar. Limpio el cuchillo y me lo guardo. Esto no debería haber ocurrido, cómo no le hemos visto. Miro al suelo y Oliver nos hace una seña con la cabeza para que volvamos a ponernos en marcha. —La tienda está aquí al lado, podemos parar para tranquilizarnos ahí. Max y yo asentimos. Oliver me tiende a Megan, la sujeto como puedo y le sigo. No soy capaz de pensar, voy detrás de Oliver sin soltar ni un momento a Megan, que sigue llorando. Me escuece el costado, eso es lo único que me distrae levemente de mi empeño en continuar. Sin más sorpresas logramos entrar en la pequeña tienda de lo que en su día fueron comestibles. Ahora no hay más que estanterías vacías, polvo y porquería. —Megan tranquilízate —digo sentándome con ella apoyadas en el mostrador. —Voy a echar un ojo, por si acaso —dice Max. —Megan, no puedes estar así, tenemos que llegar a nuestro nuevo hogar. —Intento consolarla acariciándola el brazo. —¿Hogar? ¡¿Qué hogar?! ¡Sólo hay…! —La callo atrayéndola contra mi pecho. Oliver nos mira desde arriba, visiblemente nervioso. Esto se nos va de las manos. Si tenemos que estar pendiente de ella nos pondremos en peligro nosotros, y cerca de la nueva zona hay grupos considerablemente grandes que nos pueden dar problemas. El costado

me hierve. Inconscientemente me acaricio la zona. Me permito pensar en Esther y los remordimientos me escuecen más que el costado. Ya no está, nunca más… Ahora también me molestan los ojos. Respiro hondo y me obligo a mantener la templanza, aún no estamos a salvo. —Megan, cariño, Esther querría que estuvieras a salvo. Tranquilízate, cuando estemos seguros dedicaremos unos minutos a recordarla. —¿Unos minutos? ¿No tienes corazón? — Se sorbe los mocos—. No, claro que no. La has matado… —Me quedo sin palabras ante su tono acusador. —Es nuestro pacto, ella lo quería así —intercede Oliver. Se pone las manos en la cara y sigue llorando. Oliver me coge del brazo y me levanta. Me lleva aparte sin soltarme. —¿Estás bien? —Joder, claro que no —digo susurrando—, pero ahora no podemos lamentarnos. ¿Cómo no nos hemos dado cuenta, Ol? —No lo sé, hemos mirado esos coches un centenar de veces… Ha sido mala suerte. —¡Ey, chicos! —nos llama Max desde la parte de atrás de la tienda. Vamos a su encuentro, esquivando los trastos que hay en el suelo. Oliver se asoma primero a la pequeña habitación que hacía de trastienda. Le sigo. Max está a una distancia prudencial de una criatura que está tirada en el suelo. —Pero si pasamos por aquí hace un día y estaba limpio… —se extraña Oliver. —Lo sé… —Me pongo detrás de ellos para verlo mejor. El cadáver viviente, además del hedor habitual, está cruelmente tirado con lo poco que conserva de sus extremidades. —Acabad con él y vámonos, estamos perdiendo mucho tiempo —dice la parte más práctica de mi persona. —Es cierto, tenemos que… —¡Aaaaaaaaaaaaah! —El grito de Megan hace que salgamos velozmente del cuartucho. Llego antes y tengo un segundo más para

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CRIS MIGUEL asimilar lo que ven mis ojos. Un grupo de criaturas la tienen cogida por los pies desde el escaparate y la intentan arrastrar hasta la calle. —¡No! —Me lanzo a por ella. Me escuece el costado más que nunca, pero lo ignoro. Cojo el machete y un pequeño cuchillo de mi cinturón y recorro la pequeña distancia que nos separa. Está sujeta por cuatro de ellos. Sin pararme a evaluar nada, me centro en sus hediondas cabezas machete en mano. En escasos segundos sus brazos dejan de tener la poca vida que los movía. Max y Oliver arrastran a Megan al fondo de la tienda. Me separo de lo que antes era el escaparate. ¿Cómo han conseguido romperlo? Con mis sentidos embotados sigo a Max y Oliver sin perder de vista el exterior. Oliver me mira con cara de circunstancia, mientras Max sujeta a Megan que ha perdido el color en las mejillas y está en estado de shock con la mirada perdida. —¿Está bien? —pregunto acuclillándome a su lado. Max a modo de respuesta levanta el fino pantalón de lino que viste Megan. —No puede ser, si no se mueve. Le tendría que doler muchísimo. —Miro fijamente los mordiscos que tiene en sus jóvenes piernas—. ¿Por qué no reacciona? —Me hago aire con la mano, estoy sudando. —Está en shock —contesta Max como si fuera una explicación que me sirviera. Me levanto y me pongo al lado de Oliver. —¿Qué hacemos? —Mi voz no suena desesperada, pero en el fondo me siento así. Íbamos a cambiar de refugio, no estamos ni a mitad de camino y ya hemos perdido a dos… Me froto la frente. —No lo sé. —Me coge por la cintura y yo me zafo, además del intenso calor que noto, el costado me escuece muchísimo. —No me toques, estoy empapada… —Todavía el sol no está en lo más alto — me contesta, arqueo una ceja, serán las emociones. —No podemos cargarla —digo, centrándome en lo importante.

—Me estás empezando a asustar… —Le miro, sorprendida—. Lo de Esther vale, pero Megan es plenamente consciente de la situación, y ¿qué vamos a hacer? ¿Matarla sin más? —¿Qué vamos a hacer si no? ¿Cargarla? Apenas puede andar… —Noto que estoy elevando la voz, Max se acerca. —¿Qué pasa? —inquiere. —Cathy quiere acabar con Megan —Max parece sopesar las palabras de Oliver. —Estoy de acuerdo. —¿Qué? —exclama Oliver ojiplático. —La han mordido por encima en los pies, es cuestión de tiempo. Cosa que precisamente no tenemos si queremos llegar de día. — Asiento, creo que mi cuerpo está a cuarenta grados, me vuelvo a quitar el sudor de la frente con el dorso de la mano. —Está bien —dice Oliver derrotado—. Encargaos vosotros, yo no pienso tocarla. —Es supervivencia… —intenta explicar Max. —Es inhumano —le corta tajante Oliver y se aleja hacia la entrada de la tienda. —Lo haré yo —me dice Max. Algo que le agradezco profundamente porque me siento muy mareada. Necesito aire, aunque sea el aire contaminado de la ciudad. El agobio no hace más que crecer en mi interior. Reviso una vez más mi costado. Nada. ¿Por qué me escuece tanto, entonces? Apoyo un brazo en una de las estanterías. Oliver me ve y se acerca preocupado. —¿Qué te ocurre? Tienes mala cara. —Me levanta el mentón con la mano. —Estoy bien. —Me aparto de él—. Es el puto calor. —No hace tanto calor Cat… —Me toca la frente—. Estás ardiendo. —Joder, te lo estoy diciendo. —A lo mejor tienes fiebre… —No estoy enferma, es… —El grito de Megan me interrumpe. Sé que es lo mejor, pero algo se rompe en mi interior, es sólo una niña… Oliver debe notar mi aflicción porque me

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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO. coge entre sus brazos y noto que su cuerpo se relaja, supongo que será un alivio ver que tu pareja no es tan desalmada como crees. IV Sin darle más vueltas, salimos lo más rápido que podemos por la puerta de atrás, que da a un estrecho callejón. Los tres solos nos movemos más rápidos, estamos acostumbrados, como si fuera una expedición más, pero no lo es… Me obligo a no pensar en eso, ahora no. Tengo que tener mis sentidos alerta y mi mente despejada. Agradezco el suave aire que nos acompaña, alivia mi sensación de mareo casi por completo. Nos perdemos entre callejuelas, nos encontramos a varios dispersados y acabamos con ellos silenciosamente, sin problemas. Hasta aquí el camino ha sido fácil, ahora viene lo peor. Estamos cerca, pero las calles son más anchas, están más pobladas y es más difícil pasar desapercibido. —Yo creo que lo mejor es intentar andar por la acera pegados a la pared, e ir matándolos sin llamar la atención —dice Oliver. —Suena muy fácil —intento bromear. —Son dos manzanas, ya casi lo hemos logrado. —Me pongo delante contigo y Max nos cubre la espalda. —Max asiente sin decir nada y afrontamos la gran avenida. Putos barrios nuevos con sus calles anchas. Hay varios coches en mitad de la calzada. Vamos por la acera y ponemos en práctica el plan sin sobresaltos. No hay sombras, el sol cae implacable sobre nosotros. Tenemos los nervios a flor de piel, la adrenalina corre libre por nuestras venas. —¡Mierda! —susurra Oliver. Un todoterreno nos impide continuar. No nos queda más remedio que rodearlo. Oliver va obligatoriamente delante. En cuanto estamos en el culo del coche, expuestos en la carretera, vemos que ha sido una mala idea. Hay muchos. El pánico mueve nuestros brazos y como autómatas nos deshacemos de ellos, pero siguen viniendo más.

—No os mováis, mantened la espalda pegada al coche, que no nos rodeen —alerta Max. Suena demasiado bonito. De la parte de arriba del 4x4 aparecen cuatro brazos que intentan agarrarnos a Oliver y a mí. Nos separamos como un resorte para verlos. Están demasiado altos como para matarlos. —¡Joder! Tenemos que movernos. —Se nos está yendo de las manos otra vez. —Yo os cubro, avanzad —apremia Max. Nos vamos abriendo paso, Oliver está a mi izquierda, más expuesto que yo. Clavamos y sacamos, clavamos y sacamos. Acabo con dos que salen a nuestro encuentro, uno más alto de lo normal. —Joder —oigo decir a Oliver. Me vuelvo lo más deprisa que mis reflejos me permiten. Se le ha atascado el arma y no puede sacarla de la cabeza de la criatura. Le cubro y acabo con uno que se ha acercado demasiado. No tardo ni dos segundos en sacar mi machete, pero eso es demasiado, pues Oliver tiene otro muy cerca. Él consigue recuperar su largo cuchillo, sin embargo no le da tiempo. No me lo pienso más, con la mano izquierda empuño mi pistola y disparo. —¿Qué coño…? —suelta Max. —No podía esperar, no llegaba… —intento excusarme. El miedo atenaza mi garganta cuando me doy cuenta de lo que esto implica. Nunca utilizamos pistolas, el ruido se puede oír a mucha distancia. De momento vemos que todos los que están en la avenida, tanto los que tenemos cerca como los que están en la otra acera, nos miran y caminan hacia nosotros. —¡Corred! —grita Max No me molesto en guardar la pistola, el daño ya está hecho. Veo que tanto Max como Oliver sacan las suyas. Entre disparos y cuchilladas nos vamos abriendo paso, somos pura ejecución. De reojo veo que Max echa mano a la escopeta. No me fijo, pero imagino que dejamos un reguero de muertos considerable porque ninguno logra detenernos. —Ya estamos —dice Oliver. Giramos a la derecha, ese es nuestro nue-

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CRIS MIGUEL vo edificio, ahí está la escalera antiincendios; sin embargo, nos separa una gran marea de criaturas de nuestro objetivo. —¡Joder! Pero qué… —Los disparos —sentencia Max—. Que nadie se adelante, entre los tres podemos. La tensión domina el momento. No las tengo todas conmigo, pero no hay otra salida. Guardo la pistola para no gastar, y con el machete en una mano y el cuchillo en la otra, nos vamos abriendo paso. Estoy en medio de los dos, como siempre la más protegida. Desecho esa estúpida idea de la cabeza y me concentro en acabar lo más rápido posible con cada putrefacto cadáver que se aproxima a nosotros. Los brazos me pesan, los músculos de los hombros me laten, sé que estoy agotada y no soy tan rápida como ellos. Me paro dos segundos a tomar aire. Joder. Por detrás vienen más, lentos pero alarmantemente demasiados. —¡Daos prisa! —apremio, es el miedo quien habla por mí. Max mira hacia atrás, en una fracción de segundo el terror invade sus ojos para automáticamente convertirse en determinación. Ágil y certero limpia los que tiene a su alrededor. Casi podemos tocar ya la escalera. —Yo os cubro que están cada vez más cerca —dice Oliver. Me alimento de la valentía de Max y me entrego a fondo para que esto se convierta sólo en una fea anécdota. Apuñalo y clavo, siempre en la cabeza, siempre a por el cerebro. Empujo el cuerpo de uno para sacar mejor mi arma y conseguimos llegar a la escalera. Max la baja con un fuerte ruido. Genial, como casi no llamamos la atención. Sube él primero y gasta las pocas balas que le quedan de su pistola. Pongo un pie en la escalera para subir con el corazón latiéndome a mil por hora. Y, antes de que suceda, lo siento. Un grito gutural sale de la garganta de Oliver. —¡Noooooo…! —Quiero bajar, pero Max me agarra el brazo. —¡Es inútil! —¡Y una mierda!

Con el coraje del que no tiene nada más que perder me lanzó contra las tres criaturas que rodean a Oliver. El dolor y la ansiedad dominan mis armas porque en un suspiro acabo con ellos, cojo a Oliver por los hombros porque está tumbado boca arriba y lo arrastro a los pies de la escalera. —¡Oliver! —Me arrodillo junto a él. Tiene una fea herida en el… costado—. Oh, joder. ¡Oliver! —grito. Instintivamente, me toco el mío que me escuece con renovada intensidad. ¿Por qué no abre los ojos? El corazón se me para de la impresión cuando mis dedos encuentran la misma herida que la de Oliver. El costado me arde más que nunca. Intento mirarla pero todo se vuelve más y más negro. V “Catherine”. “Cathy”. “Se ha movido, creo que está volviendo”. Un destello de luz inunda mis ojos haciendo que lo vea todo blanco. —¡Cat! ¿Cómo te encuentras? —Oliver me aprieta la mano, estoy tumbada en una cama. Intento contestar pero nada sale de mi boca. —¿Ha despertado? —Veo una mujer. ¿Esther? —Sí, ha gritado mi nombre, estaba delirando, y ahora se ha despertado. —Mi niña, ¿sabes dónde estás? —me dice Esther, niego con la cabeza. —Ves, entiende, a lo mejor… Percibo que Esther le toca el brazo negando con la cabeza y se levanta. —¿Está despierta? —Por la puerta aparece Megan con Max. —Sí, pero creo que no le queda mucho tiempo… —dice Esther. Todo me da vueltas, veo la cara de Oliver, tiene los ojos hinchados y las lágrimas recorren sus mejillas, me cambia el paño que tengo en la frente y siento un alivio pasajero. —Estás ardiendo… —Sin previo aviso, se desmorona—. Lo siento tanto, no sé ni cómo pasó, de repente estabas en el suelo, no nos

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HAMBRE, COMIDA, SILENCIO. dio tiempo a nada. —Automáticamente lo recuerdo todo, sé que me mordieron en el costado cuando fuimos de expedición, sé que voy a morir. —Ol… —intento articular—, te quiero, ten… cuidado, y… —Cierro los ojos, la presión que siento en la cabeza es demasiada, no la aguanto, me obligo a continuar—: Ol… no quiero que… lo hagas tú… Max… —Está bien —consigue decir entre sollozos. Mi corazón se llena de pena, por hacer sufrir tanto al hombre que más he amado en la vida. Mi cabeza va a estallar y puede que lo haga literalmente. Me rindo, todo es negro, todo es… Hambre. Comida. Comida. Silencio.

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DESCONTROL Nº4 Mayo ‘12

por J. R. Plana

Cuatro tipos duros, un trabajo en plena calle y algunas balas. Si sabes lo que te conviene, no te meterás de por medio.

E

s un golpe sencillo. Un objetivo, un guardaespaldas y un chófer. Pan comido para cuatro hombres armados. El plan no es brillante, pero sí eficaz. El trabajo es de Charlie “Grasas”, el obeso y mafioso dueño de los tres talleres “Tuercas y grasas” de la ciudad. Él pone el dinero y nosotros el músculo. —Al, tengo un trabajo para ti —me dice al otro lado del teléfono—. Algo fácil, rápido y bien pagado. Sin mucha sangre. ¿Te interesa? —¿Quién más viene? Un consejo: no vayas a una fiesta sin saber antes quiénes son los invitados. Si trabajas con chapuzas, al final la palmas. —Tres más. Uno es nuevo. —Charlie, no quiero payasos. —No me jodas, Al, yo nunca contrato payasos. Son tipos duros, buenos en esto. Ya sabes, basura como tú. —El cabrón suelta una risotada de perro—. Si te interesa dímelo ya, y si no te pueden ir dando por c… —Cállate ya, gordo. Cuenta conmigo. Se hace el silencio durante unos segundos. No le gusta que le llamen gordo. —Pásate por aquí esta tarde y te cuento. Será mañana. Y escucha, como vuelvas a llam... Colgué. A veces Charlie habla demasiado. Somos cuatro, cuatro y una furgoneta de mudanzas menores. Uno va al volante, manteniendo el motor en marcha. Dos fingimos descargar muebles. El tercero nos espera en la calle, solo y disfrazado de barrendero. El objetivo, una mujer de cuarenta y algo, rubia y esposa de algún tipo con dinero, entrará en escena a las 12 a.m. Según el informador, va en un mercedes de lunas tintadas, con un chófer y un gorila que le abrirá la puerta. Nosotros tenemos un margen de unos diez segundos, tiempo que tarda la tipa en recorrer el espacio que separa el borde de la acera con la peluquería de doscientos pavos el peinado. Es imprescindible ser rápidos y discretos, así nadie avisará a la policía antes de tiempo. Son las 11:53 y estamos todos en posición. Nigel barre sin ganas la acera. Le hemos elegido a él para el papel de barrendero porque da el pego, es el que menos pinta de peligroso tiene. Ánima Barda - Pulp Magazine


DESCONTROL El pobre diablo se está quedando calvo, pero sigue empeñado en mantener su coleta de siempre. Eso, junto con su nariz prominente, mandíbula inexistente y nuez enorme, le da un aspecto de lo más inofensivo. Siempre que le miro no puedo evitar pensar en lo mucho que le pega un saxo. El fulano que descarga la vieja cómoda conmigo se hace llamar Lopes. Parece hispano, de tez cetrina, pelo rapado y se cree el dueño del puto mundo, el cabrón es un chulo histérico de pelotas. Embutido en el mono azul parece un preso, y sonrío pensando en lo bien que le sienta. —¿De qué huevos te ríes, mamón? —me suelta. —Tú a lo tuyo, capullo. Hace amago de soltar el mueble, pero el crepitar de la radio seguido de la voz de Norman a través del auricular lo detiene. —Tíos, estaos al curro. ¿Viene ya o no? Norman es un viejo conocido mío. Hemos estado juntos en varios trabajos. Fiable, preciso y con la sangre bien fría, muy bueno en lo suyo. Además mide casi dos metros de carne de gimnasio. Si estás en una pelea, créeme, agradecerás tener a Norman de tu parte. —Nada por aquí —oímos a Nigel—. Oh, espera… Me parece que sí. —Si lo sé pregunto antes… —responde Norman—. Venga gente, cada uno a lo suyo. Nigel comienza a barrer con más intensidad, vigilando de reojo al coche negro. Éste pone el intermitente a la derecha y se prepara para aparcar. La calle es ancha y de un solo sentido, con tres carriles y ningún espacio para estacionamiento. Por eso hemos traído la furgoneta, para bloquear la huída si la cosa sale mal. El vehículo frena y se para justo detrás de nosotros. Bien, eso es bueno. Lopes y yo enfilamos, con el mueble en vilo, hacia el portal cercano, acercándonos disimuladamente en al coche. El guardaespaldas no sospecha nada, y sale del asiento del copiloto para abrir la puerta a la mujer. Nigel barre de espaldas al coche y, haciéndose el despistado, empuja el

carrito del barrendero hasta colocarlo pegado al culo del vehículo. La rubia, que ya se está bajando, mira con rabia a Nigel, que sigue, aparentemente, en su mundo. El gorila, atento a todo, interpreta la mirada de su jefa, y se adelanta para pedir al barrendero que quite de en medio el cubo de basura. Nosotros, que estamos a dos pasos de él, bajamos el mueble al suelo simulando un descanso. Ya estamos los tres cerca, ya hemos ganado tiempo. Empieza el baile. Nigel se vuelve cuando el gorila le toca en el hombro. Éste señala el carrito y le dice, de malas formas, que lo aparte. Nigel pone cara de no entender y le pregunta por qué. La señora, que está de pie al lado del coche como si fuera tonta y necesitara ayuda para caminar, bufa con desagrado y niega con la cabeza, mirando hacia otro lado. El guardaespaldas mira con cara de mala leche a nuestro socio y da un paso hacia él. Nigel mantiene la compostura y espera a que el gorila se pegue a él, amenazante. Sin amedrentarse lo más mínimo, el falso barrendero se acerca aún más al hombre mientras saca, con un rápido movimiento, una pistola del bolsillo, y se la hunde al tipejo a la altura del hígado. Esa es nuestra señal. De dos zancadas nos plantamos al lado de la mujer y la agarramos cada uno de un brazo, empuñando con disimulo nuestras pistolas. —Sea buena y haga el favor, acompáñenos sin gritar —la digo—. Si no monta follón no pasará nada. El chófer se percata de lo que está ocurriendo y sale del vehículo con la cara blanca. Con mucha calma, para no llamar la atención de los transeúntes, le dejo ver la culata de la pistola y le hago un gesto con la cabeza para que se quede donde está. Él titubea un segundo y después obedece, quedándose quieto junto a la puerta del conductor. La situación está controlada. Nigel se ha separado un poco del guardaespaldas y finge charlar con él mientras le apunta por lo bajo con la pistola. Nosotros llevábamos a la mujer hacia la furgoneta

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J. R. PLANA apretando los cañones de las pistolas contra su cuerpo. El objetivo, un guardaespaldas y el chófer. Tres para cuatro. “Fácil y rápido”, dijo Charlie. Los cojones. Como por arte de magia y sin venir a cuento, un tiparraco grande como un armario, vestido de traje y con gafas de sol sale de la peluquería abriendo la puerta de un empujón. En la mano lleva una pistola de las grandes y la empuña con las dos manos al estilo “FBI, deténgase o abriré fuego”. Éste, en vez de eso, comienza a dar voces para que soltemos a la mujer, mientras nos apunta a Lopes y a mí. A continuación tiene lugar una escena que he visto cientos de veces en las películas pero que nunca creí posible en la vida real: todos comienzan a gritar. —¡Las armas al suelo, las armas al suelo! —grita el tipo de las gafas de sol. —¡Me cago en tu vida, suelta la jodida pipa o me cargo a la vieja! —vocifera Bob mientras agarra a la mujer por el cuello para usarla como escudo. —¡Que me mata! ¡Que me mata! —grita ella. Eso es lo último inteligible que oigo, porque empiezan todos a gritarse unos a otros y la gente de la calle se da cuenta de la situación y empieza a correr y chillar como locos. Nigel grita, los dos guardaespaldas gritan y la señora habla en susurros porque Lopes la está ahogando mientras grita. Valoro la situación, tratando de encontrar salidas que no desemboquen en una masacre. Por el rabillo del ojo percibo que Norman se está bajando de la furgoneta con la pistola en la mano y mirando hacia mi izquierda. Un rápido movimiento al otro lado del mercedes y un chasquido hacen saltar mis alarmas. —¡Cuidado! —grito, mientras me tiro al suelo. El conductor se asoma por encima del techo del vehículo y dispara una escopeta contra nosotros. Por fortuna me apuntaba a mí, así que los perdigones pasan rozando el costado derecho de Lopes, que pega un grito, aprie-

ta aún más a la mujer y comienza a disparar contra el tipo de las gafas de sol. El caos se desata. Norman dispara al chófer, que se parapeta tras la puerta del coche y responde a perdigonazo limpio. El guardaespaldas de Nigel intenta arrebatarle la pistola con una llave, pero el barrendero es más rápido y aprieta el gatillo tres veces durante el forcejeo. El tipo de las gafas de sol, abrumado por la lluvia de balas y maldiciones que lanza Lopes como un poseso, entra en la peluquería y responde a través del cristal de la puerta. Yo por mi parte trato de ponerme a cubierto detrás del mueble que tan oportunamente hemos dejado ahí en medio. Lopes recula hacia la furgoneta. Sangra un poco por el costado y está histérico como una vieja a la que se le cuelan en la cola del super. Bueno, quizá no sea una buena comparación. El caso es que el capullo dispara sin apuntar contra el guardaespaldas de la peluquería, mientras arrastra como puede a la rubia, que se ha desmayado. Oigo disparos al otro lado del coche. Suena primero la pistola. ¡Blam, blam! Luego contesta la escopeta y su ronquera. ¡Pam! Chuik, chuik. ¡Pam! Y de nuevo otra vez la pistola. Miro a Nigel, que está agazapado detrás de los cubos de basura, y él me hace una señal hacia la peluquería y luego otra hacia la furgoneta. Quiere que le cubra para intentar llegar hasta aquí. Asiento, asomo la cabeza un poco, cuento tres y empiezo a disparar contra el local. Nigel aprieta a correr medio encogido, pero el de las gafas es más rápido. Veo como algo entra por el costado de Nigel y sale por el otro lado. Él se tambalea, lanza un grito y se desploma a un metro escaso de mí. —¡Joder! —Abro fuego como un poseso contra la peluquería y me acerco a Nigel sin dejar de disparar—. ¡Vamos, colega, vamos! ¡Agárrate, ya casi está! Lopes se da cuenta de lo que ocurre y hace algo útil por primera vez en toda la mañana. Aún no ha llegado a la furgoneta, así que suelta a la mujer en la acera y dispara contra el de las gafas, que al verme en mitad de la

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DESCONTROL calle desprotegido debe de haber empezado a salivar. Nigel se agarra como puede a mí y me lo llevo casi a rastras a la puerta trasera de la furgoneta. A Norman me lo encuentro apoyado en el capó del coche, disparando entre los cristales. Ha conseguido hacer retroceder al chófer, que busca cobertura detrás de un buzón. Dejo a Nigel en el suelo de la furgo y me giro para coger a la rubia. Lopes sigue disparando, parapetándose entre cargador y cargador detrás del mueble. La mujer está al lado, tirada en el suelo como si fuera una marioneta rota. La cargo como puedo y, sin levantarme mucho, la llevo hasta el vehículo, mientras oigo las balas del guardaespaldas silbar a mí alrededor. —¡Listo! ¡Vámonos, vámonos! —grito. Lopes, haciendo honor a su valentía, se sube corriendo el primero y cierra la puerta trasera. Yo me cago en su madre y el tipo de las gafas sonríe triunfal. Sin nadie que me cubra soy un blanco fácil. Norman se percata de la situación y, entre blasfemias, baja al suelo, cambia de posición y dispara contra el guardaespaldas. Los tiros son precisos y el tío cae al suelo apretando el gatillo. Ríete ahora, gilipollas. Mi alegría dura poco. Para matar al de las gafas Norman ha perdido ligeramente la cobertura del coche, y eso es todo lo que necesita el chófer. Abandona su escondite y corre hacia nosotros. La escopeta vomita tres disparos, tres disparos que llenan todo de metralla. Por suerte para mí, Norman estaba delante. Cae redondo, llenándolo todo de sangre. Yo me agacho y disparo hacia el chófer, que detiene la carrera y se parapeta donde puede. Miro a mi compañero. Su cara está descompuesta, llena de orificios y sangre negra. Le falta un ojo y parte de la mandíbula. Agarro su pistola y la uso para cubrir mi retirada. Vacío los cargadores mientras retrocedo hasta la puerta delantera de la furgoneta. El chófer dispara, pero no me alcanza. Entro en el vehículo y aprieto el acelerador.

La furgoneta sale a toda velocidad y derrapando. Por el retrovisor veo como el conductor dispara una última vez y se gira hacia su coche. No sé lo que llega a hacer, pues giro en la siguiente calle y piso a fondo, esquivando el tráfico entre pitadas y frenazos. El plan era cambiar de vehículo un par de manzanas más al este, pero las cosas se han complicado y no hay tiempo para exquisiteces. Nigel está sudando y pálido como un muerto, Lopes sigue histérico perdido, Norman ha muerto con la cabeza reventada y el objetivo sigue inconsciente y manchada de sangre en el suelo de la furgoneta. El punto de entrega es un taller del “Grasas” ubicado a las afueras. En diez minutos hemos llegado, y nos encontramos con su hijo Freddie esperando en la puerta. —Habéis tardado —nos dice con su voz de bobalicón. El idiota de Freddie es físicamente clavado a su padre. Es decir, gordo y con mucho pelo, además de ir vestido prácticamente igual, con chaleco lleno de herramientas incluido. Sólo les diferencian dos pequeños detalles. El primero es que Freddie mide casi dos metros cuando su padre no llega al metro setenta. Y el segundo es que Charlie “Grasas” es un tío listo y Freddie es más gilipollas que las tuercas. —No te quedes ahí parado y ayúdame —le digo. Abrimos las puertas traseras y Freddie los mira a todos uno por uno. —¿Y Norman? —pregunta. —Le han matado —respondo. —¿Qué ha pasado? —Que alguien no supo contar bien. Cógela —le digo señalando a la mujer. La respuesta parece convencerle, porque no dice nada más. Agarra a la mujer por la cintura y la iza como si fuera un saco de algodón. Yo agarro a Nigel y a Lopes y les ayudo a llegar hasta el taller. Dentro nos espera Charlie. Está en el despacho, sentado en su silla de jefe mientras se

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J. R. PLANA fuma un puro. —¿Qué coño ha pasado? ¿Por qué llegáis tan tarde? —También nos mira uno por uno, como si nos contara—. ¿Y Norman? —Muerto —contesta su hijo. Mira a su hijo se da cuenta de lo que lleva a hombros. Abre mucho los ojos y pierde un poco de color. —¿Está muerta? —dice con un hilo de voz. —No —contesto—. Se ha desmayado. Este imbécil apretó demasiado. Lopes no se da por aludido, pues está muy ocupado en dejarse caer al suelo entre alaridos. A Nigel lo dejo con cuidado en una silla. No dice absolutamente nada y respira con dificultad. —Joder, grita como un gorrino —dice Charlie—. Freddie, siéntala y llévate la furgoneta a la parte de atrás. Que nadie te vea. El grandullón suelta a la mujer y sale de nuevo. Por el camino se sube un poco los pantalones, que con tanto movimiento había bajado más de la cuenta. —Hay que atender a Nigel. Le han atravesado de un balazo. —Joder —repite Charlie, mientras se acerca para inspeccionar la herida—. ¿Qué ha pasado? —Que no eran tres, eran cuatro —le explico—. Había otro tipo esperando. Charlie me mira extrañado. Oigo que Lopes se revuelve. Le miro y veo que está tratando de levantarse. —Eres un mamón, hijo de mala madre—le suelta a Charlie—. Pendejo, tú sabías quién era ésta y no nos lo dijiste. ¡Nos has chingado! ¿Crees que somos idiotas o qué? Miro a Charlie con el ceño fruncido. —¿De qué está hablando? —pregunto. —De esta tipa, tío. De esta jodida tipa. ¿Sabes quién es? ¡Es la puta de Rafael Verlotti! El tal Rafael es un tipo poderoso. Tiene mucha pasta, gente peligrosa en nómina y está metido en asuntos muy turbios. No es de extrañar que tenga a su chica protegida por tíos con escopetas. —¿Nos has mandado a secuestrar a la chi-

ca de Verlotti? ¿Y armados con pistolas? —le digo a Charlie—. ¿Estás loco? ¡Podían habernos reventado! —Tranquilazos chicos, por favor. —Gesticula con las manos para que nos calmemos—. Alguien me dijo que hoy sólo irían dos con ella y no os dije nada para que no os asustarais… —¡Asustarnos no, joder! ¡Se trata de ir precavidos! —le grito—. Norman ha muerto, ¿entiendes? Si lo hubiéramos sabido se habría hecho de otra manera. Si no conociera a Charlie casi podría decir que se siente culpable. —Siento lo de Norman, era un buen tipo… —No sientas tanto, pingajo. Me han pegado un tiro por tu culpa y ahora lo vas a pagar. Esta tía costará un buen rescate, así que yo quiero la mitad. —¿Estás gilipollas? —brama Charlie. Los temas de dinero nunca se pueden tratar con él—. Te daré el dinero acordado y te largarás cagando leches, el rescate que se pida a Verlotti no es asunto tuyo. Lopes echa mano de la pipa y apunta a Charlie. —Me darás lo que te pida o te vuelo la cabeza. Lo malo de Charlie es que es muy rápido para lo gordo que está. Antes de que Lopes pueda disparar, Charlie le ha puesto otra pistola en la sien. —Hazlo si tienes huevos, pedazo de mierda —reta a Lopes. —Bajad las armas. —No se me da bien hacer de mediador, pero hoy no me apetece ver más cabezas abiertas—. Bajad las armas y vamos a… Se oyen tres detonaciones y el cristal de la oficina estalla en mil pedazos. La cabeza de Lopes estalla y Charlie cae al suelo con el pecho abierto. De la pared de mi izquierda saltan pedazos y yo me tiro cuerpo a tierra completamente desorientado. Se oyen más detonaciones, y más trozos de pared se separan del muro. Nigel hace un esfuerzo y se tira a mi lado como puede. —¿Qué pasa? —dice entre quejidos.

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DESCONTROL —Creo que nos están disparando. Los disparos siguen destrozando el mobiliario. Echo mano de mi pistola y me arrastro hasta pegarme a la pared de la puerta. Asomo el ojo con cuidado y veo que al otro lado está el chófer de la señora Verlotti. Nos ha debido seguir y se ha traído con él a su amiga la escopeta. —Os voy a matar a todos, hijos de puta. —Y para reforzar sus argumentos dispara dos veces. Saco la mano por encima, aprieto el gatillo varias veces y la vuelvo a esconder. El conductor responde, aproximando peligrosamente. Trato de pensar algo, pero no se me ocurre nada, nos tiene atrapados en la estrecha oficina del taller, él tiene una escopeta y munición y yo tres pistolas sin más cargadores que los que llevan. Nigel está medio grogui, con la mirada somnolienta fija en el techo. Madame Verlotti sigue inconsciente, sentada encima de la silla. Por suerte para ella, su conductor ha apuntado al otro lado. El chófer ha dejado de disparar, así que me asomo otra vez y veo que está recargando la escopeta escondido detrás de unas cajas. Me levanto y disparo contra él, con la esperanza de matarle o, al menos, hacerle retroceder. Él se agazapa más y recula hacia las sombras, fuera de mi ángulo de visión. Disparo las últimas balas y recojo la pistola de Lopes. El taller ha quedado en silencio, ya no se oye el sonido de los cartuchos entrando en la escopeta. Presto atención, con todos los nervios en tensión y listo para disparar en cuanto vea una sombra. Entonces se oye un fuerte golpe y la figura del chófer sale volando de entre las cajas para aterrizar en el centro del taller. La escena me resulta lo suficientemente rara como para inhibir el impulso de disparar nada más verle. En lugar de eso, me quedo mirando boquiabierto como Freddie aparece corriendo entre las cajas con un martillo en la mano. Es como ver a un hipopótamo a la carga. El chófer consigue ponerse de pie antes de que Freddie llegue. Éste corre con el marti-

llo en alto y cuando llega hasta él descarga un fuerte golpe a su cabeza. El conductor lo deja pasar en el último momento, apartándose hacia el costado de Freddie y agarrándole el brazo. El hombre continúa moviéndose en círculo mientras sujeta el brazo, aprovechando la inercia de Freddie y haciéndole perder el equilibrio. El grandullón se estrella de bocas contra el suelo. Antes de que haga nada más, disparo contra la espalda del chófer. La bala entra por su hombro izquierdo, y eso basta para que Freddie se recupere y se levante embistiendo. El conductor se tropieza pero no cae. Mantiene la postura echando una pierna hacia atrás mientras Freddie se recompone y alza el martillo por encima de su cabeza. Antes de que descargue el golpe letal, el chófer bloquea el brazo del grandullón a la altura del codo y agarra un destornillador de los que Freddie lleva en el chaleco con la otra mano. Sin darle tiempo a reaccionar, el chófer le hunde la herramienta en el ojo. Freddie grita horrorizado y sin atreverse a tocar el destornillador. El chófer ruge victorioso y se echa hacia atrás, a la espera de que Freddie se derrumbe. Éste le mira con su ojo bueno y, sin tambalearse, quejarse o mediar palabra, hunde el martillo en la cabeza del conductor con un golpe rápido. El crujido del hueso roto se oye en todo el taller, el hombre se desploma inerte. Freddie mira el cuerpo y después cae redondo. Nigel gime y yo me giro para ver cómo está. Ha perdido mucha sangre y tiene el mismo color que la pared. Me inclino sobre él. —Ey, Nigel, no te duermas, aguanta. Esto ya ha acabado, voy a ponerte algo y nos largamos de aquí. Se oye una percusión. Noto presión y como se me revienta algo en las tripas, y veo que a Nigel se le abre un agujero en el cuello. No siento dolor, al menos no ahora, y miro atontado como mi sangre empieza a manchar el mono y el suelo. Miro hacia atrás y veo a la rubia señora Verlotti, que está de pie y apuntándome con la pistola de Charlie. —Te has despertado. —La tripa me empie-

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J. R. PLANA za a arder y la visión se me oscurece por los lados—. Que hija de… Alzo la pistola y aprieto. La bala le da en la cara y la tira de espaldas, pero la rubia dispara dos veces antes de caer. Yo me desplomo hacia atrás, sin fuerzas. Noto el sabor de la sangre en la boca y ahora sí que duele. Noto el cuerpo de Nigel a mi espalda. Pobre desgraciado, mejor que se hubiera dedicado a tocar el saxofón. Me miro el pecho. Tengo dos orificios de entrada y uno de salida. La cosa pinta mal. La habitación comienza a dar vueltas y todo se oscurece. Mientras la vida se me escapa por los agujeros, no puedo evitar pensar en cómo Lopes ha perdido los nervios y la ha cagado. Puto capullo aficionado. Ya lo decía yo, si trabajas con chapuzas al final la palmas.

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LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS

LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS por Ana Gasull

Nº5 Junio ‘12 A pesar de lo sobreprotegida que está, la Princesa Aurora logra encontrarse con su prima en una torre abandonada, justo en la medianoche de su decimosexto cumpleaños. Allí, la espera una rueca y una maldición de su pasado.

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urora miró a su alrededor para cerciorarse de que se encontraba sola en esa parte del castillo, se cubrió el rostro con la capucha y cruzó el patio de los rosales, apresurándose para llegar al otro lado. El suelo estaba mojado por la lluvia y los caracoles recién salían de sus escondites. En otras circunstancias se habría detenido un rato para recoger unos cuantos y guardarlos como mascota, pero tenía demasiada prisa y temía que la encontraran fuera de la cama a esas horas. A su padre no le gustaba que estuviera sin supervisión, ya que temía un ataque en cualquier momento; pero eso no iba a amargarle la aventura: era casi medianoche y, cuando dieran las doce, sería su decimosexto cumpleaños oficialmente. El rey había mandado organizar una enorme fiesta en su nombre, a la que habían sido invitados todos los nobles y los lugareños, y a la que asistirían, como invitadas de honor, las siete hadas de las gracias. Pero no era ese el motivo de su vigilia. Nastia la esperaba en la torre de música, donde hacía años que no ponía un pie; específicamente, desde que había decidido ser una princesa guerrera en vez de una doncella. Oyó unos pasos que se acercaban y corrió a esconderse detrás de un banco de piedra. Amoth, el guardabosque, fue aproximándose hasta detenerse casi encima de ella, pero no dirigió la visÁnima Barda - Pulp Magazine

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ANA GASULL ta hacia el lugar donde se escondía. En vez de eso, levantó la lámpara de cristal hacia el cielo y suspiró. La vela titiló. —Ya debe de estar Nastia haciendo de las suyas de nuevo —susurró. Aurora miró hacia donde lo hacía Amoth y vio que había una luz parpadeante en una ventana de lo alto de la torre. Él bostezó y se giró para irse en dirección contraria, pero antes, con voz apagada, dijo: —Vaya con cuidado, Princesa: no es bueno pasearse tan tarde por el castillo. Aurora soltó el aire que había estado conteniendo y se relajó. Para cuando se dignó a salir de su escondite, Amoth ya se había difuminado en la oscuridad. Con el corazón latiéndole con fuerza y la sangre desbordante de adrenalina, se subió la falda del vestido hasta las rodillas y echó a correr. Los zapatos se le hundían en el lodo y se enganchaban, y era como caminar siendo un pulpo. Al llegar a la galería, se descalzó para no dejar rastro y escondió las elegantes bailarinas que había llevado en la cena en un cobertizo donde guardaban escobas y trapos. Descalza, con las finas calzas de verano apenas siendo una barrera entre el suelo y sus pies, se dirigió a la entrada secreta. El castillo estaba repleto de ellas y el Rey le había enseñado todas y cada una por si algún día debía huir. Esa era la mayor obsesión del monarca, que un enemigo atacara a su única hija, que, como heredera al trono, era el objetivo principal. Con los nervios a flor de piel, se escurrió por detrás de una enorme estatua de un guerrero y se agachó. Siguiendo unas casi imperceptibles marcas que había escritas sobre la piedra, contó los ladrillos hasta llegar al que buscaba. Con cuidado de no hacerse daño ni romperse las uñas para que nadie sospechara al día siguiente, fue tirando de una de las piedras más pequeñas hasta que la tuvo en sus manos. Entonces, introdujo el brazo en el agujero hasta que topó con una rosca del tamaño de su puño y la hizo girar en el sentido de las agujas del reloj.

Poco a poco, las piedras fueron alineándose hasta formar un arco. Recogió la piedra que había sacado de su sitio y la encajó entre otras dos mucho más grandes. Luego, después de asegurarse una vez más de que nadie la había visto, se adentró en el pasadizo. La entrada se cerró a su espalda y una antorcha se encendió a su derecha. La siguieron otras, que iluminaron el pasillo con su fuego rojo y vibrante. Estaba nerviosa. Nastia era su mejor amiga, la única que tenía. Sus madres eran hermanas y habían nacido con seis meses de diferencia, por lo que habían crecido y se habían criado juntas. La oyó tararear a medida que se acercaba. Se le puso la piel de gallina con sólo pensar en lo que harían sus padres si descubrían que se iba a reunir con su prima en lo alto de la torre de música una noche sin luna para apreciar el descubrimiento que había hecho la mayor en una de sus escapadas. A Nastia le gustaba explorar el reino y el castillo de noche para sentirse libre de sus vestidos y sus conocimientos, y la noche anterior había encontrado un objeto extraño y único, con un pedal que hacía girar una rueda de forma hipnótica. Y, sentada tranquilamente, haciendo girar la rueda mientras iba cantando en voz baja, estaba una criada que se había lanzado a sus pies al verla. Cuando llegó al final del túnel, después de subir escaleras y tener que agacharse demasiado en algunos trechos, se detuvo frente a una pequeña puerta de madera. Tiró del pomo hacia sí, le dio una patada en la parte inferior y se abrió sin hacer ruido. Salió al exterior, donde el aire era más fuerte y le golpeaba en la cara sin remordimiento. Desde su posición, podía ver gran parte de la extensión del reino de Ímila, que dominaba todo el este y el sur del Continente. El cielo estaba vacío, carente de estrellas, y la luna, que solía danzar por encima de sus cabezas preñada de luz, había desaparecido en el horizonte. Era un mal augurio con el que empezar su cumpleaños, pero no creía en

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LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS la adivinación y lo dejó pasar. En vez de eso, se acercó al borde de la torre y miró hacia abajo. La torre era idéntica a la suya, y en el ventanal del cuarto más alto había un balcón por el que se podía entrar a la alcoba sin problemas. Sólo debía descolgarse con cuidado y aterrizar en el lugar adecuado. Se frotó las manos antes de atreverse a seguir. Luego, con muchísimo cuidado, saltó por encima del borde y quedó suspendida en el vacío. Le temblaban las rodillas a más no poder, al igual que los brazos, que del esfuerzo a duras penas tenían la fuerza suficiente para aguantarse firmes. Mantuvo los ojos abiertos en todo momento y, cuando lo estimó adecuado, se soltó de golpe y cayó rasgando el viento. Milagrosamente, logró no caer con los pies planos, pero aun así pudo notar como se le fracturaba el tobillo. Nastia acudió a su encuentro en cuanto oyó su lamento, seguida de una mujer mayor cuyos ojos negros como el carbón resplandecían en la oscuridad. —¿Estás bien, Aru? —El tobillo... —murmuró mientras se incorporaba. La mujer se adelantó rápidamente. —Apártese, Doncella Nastia, debo ver ese tobillo inmediatamente. Princesa, por el amor de nuestro dios Emro, no se mueva. —Aru, esta es la vieja Mammie. Mammie apartó las innumerables faldas del vestido y rodeó su tobillo con los dedos. Sus manos eran grandes y rugosas, llenas de llagas, pero se movían con delicadeza y suavidad por encima de su piel. —Quítese las calzas, por Emro. —Pero señora... —Haga lo que le digo, Princesa, o no podré curarla. Yo no sé qué os enseñan a las jóvenes hoy en día, pero está claro que no lo suficiente. ¿Cómo puede ser que no sepa usted curarse una fractura de nada? Y no estar al tanto de los protocolos... Sepa usted, niña, que no se pueden curar heridas con ropa de por medio, que absorben cualquier tipo de magia.

—Lo siento, señora. —Su Majestad debería invertir más esfuerzos en su educación —sentenció al tiempo que le quitaba las calzas sin pudor alguno—. En los tiempos en los que su abuela era aún una moza, estas cosas no pasaban: las criaturas sabían valerse por sí mismas hasta el punto que la difunta doncella Mafma se salvó a sí misma la vida. Lo recuerdo muy bien. Aurora y Nastia la miraron atónitas. —¿Estaba usted viva cuando la abuela Mafma era una niña? —¡Por supuesto que estaba viva! ¿Es que no os enseñan nada en esa escuela de pacotilla? Mammie tensó los dedos alrededor del tobillo de Aurora y esta sintió un agudo pinchazo que le recorrió el pie y subió por la pierna hasta el muslo. Cerró los dientes para abstenerse de gritar. —¿Qué debemos saber, Mammie? ¿Cómo podía estar usted viva en los tiempos en que la abuela era niña? —preguntó de nuevo Nastia. Nastia tiró del pie de Aurora y le untó un ungüento pastoso y amarillento con brío. La pastarada estaba tan fría que le caló hasta el tuétano de los huesos. —Nosotras, las hilanderas, vivimos mucho más que el resto de simples mortales, pues hemos sido bendecidas por la diosa Amza. —¿Qué es una hilandera? Mammie miró a Aurora entornando los ojos. —Desde luego... Tendré que hablar con su madre, Princesa; no puede ser que sepa tan poco y sea la heredera al trono. Llevará este reino a la ruina si continúa así. Entremos — añadió mientras se cubría los hombros con un chal de color rosa con transparencias—, aquí fuera empieza a hacer frío. Vaya verano, que de noche enfría. Mammie se adentró de nuevo en la torre y Nastia ayudó a Aurora a levantarse. —Está loca —susurró la Princesa. Nastia se encogió de hombros y la ayudó a caminar hasta la silla más cercana.

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ANA GASULL La estancia no se parecía en nada al cuarto de una princesa. Se trataba de una habitación circular, iluminada por antorchas que estaban continuamente encendidas y apenas parpadeaban y dibujaban sombras en las paredes. En el suelo había una alfombra vieja y sucia, que antaño parecía haber sido bonita, pero que en el presente se iba deshilachando poco a poco. No había camas ni tocadores, ni siquiera una pequeña fuente de la que brotaran las aguas cristalinas del río para poder asearse y refrescarse los labios. Era una parte del castillo que, en realidad, a duras penas conocía. —Mira, Aru, esto era de lo que te hablaba —anunció Nastia, apartándose los rizos pelirrojos que le caían por la frente—. ¿No es hermoso? Aurora se acercó con cautela, procurando no apoyar el pie en el suelo. El dolor iba mitigando, pero aun no se había recuperado del todo. Frente a ella se encontraba el objeto que Nastia le había descrito a la perfección durante las clases de costura. Se acercó un poco más y lo admiró a la luz de las llamas. —¿Qué es? Mammie suspiró. —Una rueca, Princesa. —¿Y para qué sirve? Nastia dio un salto en su sitio y aplaudió. —Eso es lo más interesante, Aru. Sirve para hilar. —¿Hilar? —se extrañó. —Sí, exacto. ¿Puedes creer que con esto antes hacían las telas de los trajes? —¿Y por qué ya no se usa? —Hay métodos más efectivos y rápidos — se lamentó la vieja señora. Nastia se sentó en el suelo e instó a Aurora para que hiciera lo mismo. Juntas, se alejaron un poco para tener mejor perspectiva. Mammie se sentó en un taburete que descansaba medio olvidado, pero que había ido adquiriendo la forma de sus posaderas. Estaba claro que la mujer pasaba allí todos los días de su vida.

—Muéstrele a Aurora como funciona, Mammie. La rueda se puso a girar. Aurora no estaba segura de entender lo que hacía Mammie, simplemente la veía moverse, sujetar el hilo, luego hacer girar la rueda de la rueca con presteza, luego... No se fijaba, en realidad. Tenía toda su atención puesta en el movimiento circular de la rueda de madera, que no se detenía en ningún momento y creaba ilusiones, fundiéndose con la atmósfera hasta crear un círculo compacto que no hacía más que girar. Se desdibujaron los colores del arco iris a su alrededor, mientras Mammie seguía trabajando, demasiado concentrada para fijarse en los ojos emocionados y llenos de curiosidad de las niñas. —Es hermoso. —¿Cómo lo consigue? —¿Podemos probar? —pidió Aurora repentinamente. El movimiento de la rueda cesó. —¿Queréis probar, Princesa? ¿De verdad? —Me encantaría —susurró, incapaz de apartar la mirada de ese objeto único. —Este no es trabajo para las doncellas. Si a Sus Majestades les llega... —Papá y Mamá no lo sabrán —le aseguró. —Es cierto —corroboró Nastia—, los tíos no van a enterarse. No tienen porqué hacerlo; seremos discretas. —Nunca se es lo suficientemente discreta, Princesa. Y las damas jamás deben mentir, y menos a sus padres. —Mammie, la corte está llena de secretos y mentiras. —Usted no es la corte —la regañó—, usted es la princesa heredera del reino y debe aprender a comportarse. Las chicas se miraron. —De acuerdo —aceptó finalmente Nastia—, no mentiremos. Pero déjenos probar, por favor; tampoco será mentir, mentir... Debería saber que ocultar la verdad no es mentir... —... sólo preservar la intimidad. —Seréis mi muerte, criaturas —sentenció

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LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS en un susurro ronco. Mammie se levantó y las invitó a sentarse con un movimiento suave de los brazos. Aurora, sonriente y triunfal, empujó a Nastia. —Tú primero, prima. —¿Yo? —Tú lo encontraste, tienes el derecho. Siguiendo las instrucciones de la sirvienta, se sentó en el taburete con elegancia contenida y se colocó tal y cómo había visto que hacía la anciana. Mammie le deshizo la trenza antes de que Nastia pudiera protestar y le amarró el pelo en la nuca con la cinta de cuero. —La cara siempre despejada, doncella: podríais resultar herida. —¿Cómo? —Nunca se sabe con el huso, niña. Le dio la hebra de un hilo de algodón y le dijo dónde colocarlo. Aurora esperaba impaciente que la rueda volviera a girar. Era como un precursor de su destino... o una forma intrínseca que tenían los dioses de instruirla en las artes de la vida. Estaba confundida, lo oculto no se le daba nada bien. Una vez, cuando era pequeña, la Reina había querido que aprendiera a leer las cartas y había mandado traer al más ilustre Visionario, pero en su pequeño cuerpo de siete años no había ni una gota de talento para eso. —Esto es más difícil de lo que parece, Aru —hizo notar Nastia mientras movía las manos torpemente. La rueda se puso en movimiento, echando sobre el tablero los caprichos de la fortuna. Le pesaban mucho los párpados y el sueño se iba apoderando de ella. Tal vez debiera irse a la cama y volver a la noche siguiente. La voz de Nastia le llegó distorsionada. Tal vez había caído en el agua y era incapaz de regresar a la superficie luminosa y vivaz del castillo. —¡No te duermas, Aru, esto es divertido! —logró oír que decía Nastia. Un destello de su melena pelirroja se perpetuó en la oscuridad hasta convertirse en una bola de fuego, que se fue apagando, transformándose en una llama de un triste

color verde pálido. Alargó los dedos para poder tocarlo. —No se preocupe por la Princesa —la voz de Mammie era un murmullo en su conciencia—, estará aburrida porque aun no es su turno. Quiso gritar negándolo, pero estaba demasiado aturdida. Alargó la mano para alcanzar esa luz que se iba alejando de ella. —Aru, ¿qué estás haciendo? Sólo veía la rueca iluminada por la luz y una voz fría como un témpano de hielo se coló por las rendijas de su mente y le heló la sangre. —¡Tócalo! Alargó la mano un poco más. —¡Aru, no! La aguja pinchó su dedo. Una gota de sangre le resbaló por la piel hasta precipitarse hacia el suelo. La luz se desvaneció y volvió a encontrarse en el cuarto más alto de la torre, pero ya era demasiado tarde. Nastia se había levantado de un salto y permanecía inmóvil, a la espera de cualquier señal. Mammie estaba situada a su lado, sonriendo de oreja a oreja mientras veía como se desvanecía su mundo y el aire se le escapaba de los pulmones y se mezclaba con la noche de verano. La misma voz volvió a susurrarle: —Las ruecas se prohibieron para que no murierais, Princesa. El maleficio de Maléfica era ese... El frío había desaparecido y empezaba a hacer un calor sofocante. Se desplomó. Nastia se lanzó a su lado y chilló pidiendo auxilio. En la lejanía, uno de los perros de caza aulló, despertando al resto de la jauría. —Ya es demasiado tarde —dijo Mammie. Su rostro arrugado se estaba recomponiendo en el centelleante rictus de una mujer joven y hermosa. El cabello corto y canoso se desenvolvió en una melena larga y rizada, tan negra como sus ojos, las arrugas desaparecieron y sus labios se curvaron en una sonrisa letal, roja como el fuego de los infiernos. —¿Quién sois vos? —exigió saber Nastia a

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ANA GASULL la par que extraía un cuchillo de la capa de su prima, que yacía en el suelo pálida como una muerta. Su cuerpo había empezado a enfriarse. —¿Yo? Yo sólo soy Maleficient. Mally, para mi madre. —¿Tú eres...? —Puedes llamarme Maléfica, todos lo hacen. —¡Socorro! —Nadie vendrá —la avisó, como si se tratase de un hecho obvio. —¡Aurora ha muerto! Eso pareció surtir efecto. Se oyó un chillido a lo lejos, seguido por varios otros que sonaron aterrorizados. Pero por encima de todo el bullicio que se estaba armando, se oyó claramente a la Reina. —¡Maléfica! —¡Emro y sus barbas! —exclamó Maléfica mientras soltaba una carcajada—. Esa mujer tiene una memoria de elefante. No despertará, pequeña Nastia —dijo al ver que Nastia intentaba hacerla reaccionar sacudiéndola violentamente—. Y lo más gracioso es que todo esto lo he conseguido gracias a ti y a tu valiosa ayuda. ¿No es irónico? Nastia agarró el cuchillo con fuerza y se abalanzó sobre Maléfica, pero esta se echó hacia atrás con destreza y se envolvió en una horda de llamas verdes. Se desvaneció entre ellas antes de que pudiera hacer nada. La Reina entró en la estancia como una exhalación. La siguió el Rey, espada en alto. Al ver que Maléfica se había esfumado y la Princesa estaba tirada en el suelo, la Reina soltó una exclamación angustiada y corrió al lado de su hija. —Mi pequeña, mi Aurora... La estancia se iluminó con una luz dorada que abarcó toda la estancia. Junto a Aurora apareció una mujer más bella que Maléfica, cuyos cabellos plateados formaban un halo alrededor de su rostro. —No teman, Majestades, Aurora sigue viva, ¿recuerdan? —Las gracias... —murmuró el Rey.

—Exacto. Dormirá en un profundo sueño hasta que reciba el primer beso de amor verdadero. Sus últimos recuerdos eran difusos. Incluían el rostro difuminado de una mujer ya anciana y los rizos pelirrojos de su prima haciéndole cosquillas en la nariz. Y había algo más. Un fuerte mareo que la había atacado de repente y la había arrastrado al fondo de un abismo sin fin. Podía sentir los cálidos rayos del sol acariciándole la piel. Suspiró, dispuesta a levantarse de la cama, cuando lo recordó todo. Los flashes de luz y recuerdos se sucedieron unos a otros a una velocidad vertiginosa, que la obligó a permanecer quieta. Ahí estaba su prima, haciendo girar la rueca, su irrefrenable deseo de acercarse, esa voz metida en su cabeza... Y algo en lo que al principio no había reparado: un rostro guardado en algún recoveco de su mente, intemporal, enigmático, inclinándose hacia ella. El rostro de una mujer de ojos atormentados. Abrió los ojos con cautela, temerosa de lo que podía encontrarse, pero sobre su cabeza se alzaban árboles enormes y centenarios. Lo sabía porque podía respirar su vejez en el aire. Se dio la vuelta y se ayudó con las manos para levantarse. Estaba sucia de tierra de pies a cabeza. Miró a su alrededor. Estaba rodeada de árboles que se alzaban hasta el cielo y tapaban el sol, que se veía obligado a escurrirse entre las ramas y el tupido follaje del bosque. Se secó las manos sudorosas en la falda del vestido, pero no consiguió otra cosa que ensuciarse más. Respiró hondo. Estaba sola y perdida, pero confiaba en sí misma y sabía que podía salir de ese aprieto. Cerró los ojos y se concentró en el ruido del viento al pasar silbando y chocar contra los troncos de los árboles; oyó los pasos de los animalitos contra el musgo, alejándose de ella, pero manteniéndose lo suficientemente cerca como para ser capaces de observarla; sintió el olor penetrante de la na-

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LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS turaleza al crecer salvaje y a su antojo... Pero cuando alzó el brazo por encima de la cabeza y extendió la mano, no ocurrió nada. Volvió a intentarlo, pero era como si alguien hubiese taponado el compartimiento donde estaba guardada su magia y ahora no pudiera exteriorizarla. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se las enjugó rápidamente: era una princesa guerrera, y sus maestros y sus progenitores siempre le habían dicho que las princesas guerreras no lloran, que eso era cosa de mortales. Caminaría. Con esa nueva determinación metida dentro de su espíritu, echó a andar hacia una dirección cualquiera. Mientras marcaba un árbol con una cruz, por si acaso se perdía y debía deshacer sus pasos, captó el leve ruido de un movimiento ondulante. Agua en movimiento. Con la esperanza palpitando en sus sienes, tiró la piedra que había estado usando y empezó a correr en la dirección de la que venía ese murmullo apagado. Era lo suficientemente lista como para saber que si seguía el curso del agua, llegaría hasta algún lugar habitado. Era algo con lo que ya estaba familiarizada, pero había estado tan preocupada por lo que había ocurrido y en cómo había llegado hasta allí, que se le había pasado por completo: había tenido que aprender a sobrevivir en diferentes medios como parte de su educación; daba gracias a su intuición por haberla obligado a dejar las clases de música y pintura. Para cuando llegó al arroyo, el sudor le goteaba por la frente y el cuello hasta llegar a la clavícula. Se acercó y bebió con ansias, antes de buscar otra piedra puntiaguda para marcar el árbol más cercano. En realidad, sentía como si se estuviese volviendo loca, pero mantenía ese pensamiento apartado a un lado mientras estaba perdida. No necesitaba más problemas ni más preguntas sin respuesta. Intentó colocarse bien el vestido, pero no sirvió de nada, así que empezó a seguir el curso del arroyo.

El agua cristalina dejaba ver unos enormes peces de colores anaranjados y azulados, que se dejaban arrastrar por la corriente. Por lo menos, si no encontraba cobijo, tendría qué comer. No se sentía cansada, sólo un poco indispuesta, pero eso no le impedía seguir hacia delante. El bosque se terminaba de forma abrupta y dejaba paso a un prado cubierto de hierba que crecía furiosa y verde, y flores silvestres que se arremolinaban con el viento alrededor de piedras y los troncos de los árboles desperdigados por todas partes, mientras se amoldaban a las enredaderas. A lo lejos, una gran muralla se alzaba envolviendo una colina donde descansaba un castillo. No era el suyo. Como cuando corría por su propia casa al encuentro de Nastia, se recogió la falda y echó a volar en dirección a lo que parecía ser una ciudad fortificada. Iba tan deprisa, que cuando sus pies rozaban el suelo, la hierba se levantaba entusiasmada y se mecía a la par que el viento. El elaborado tocado que su aya le había hecho para la hora de la cena estaba totalmente deshecho y los tirabuzones, compuestos de tal forma que se asemejaban a caramelo líquido cayéndole por la espalda, le golpeaban en las mejillas y la nuca en olas doradas. Tenía el pelo grasiento y el cuerpo sudado; la frente brillante bajo los rayos del sol. Las puertas de la muralla estaban abiertas y la invitaban a entrar: unos brazos acogedores llenos de promesas de seguridad y compasión. Se obligó a acelerar el paso a pesar de no poder respirar por el esfuerzo y el miedo, hasta que cruzó el umbral y se encontró dentro, rodeada de casas y tiendas y los habitantes del pueblo que caminaban tranquilos y sonrientes. Nadie se había fijado en ella aún. Avanzó por la calle principal hasta encontrar otra secundaria que no pareciese demasiado peligrosa. Temía que la viejecita la hubiese seguido hasta allí con la intención de terminar lo que había empezado. Porque no

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ANA GASULL estaba muerta, eso lo sabía seguro. Su padre se lo había contado al cumplir diez años y después de que le hubiese preguntado por qué se empeñaba en protegerla tanto: sobre ella pesaba un maleficio que provocaría que cayese dormida para siempre. Pero jamás habría imaginado que eso ocurriría al pincharse un dedo; parecía una forma estúpida de morir, o entrar en un coma profundo. Lo único que no lograba comprender era cómo había terminado en ese lugar. Tal vez sólo se tratase de un sueño, una realidad alternativa que su imaginación había creado para evitar que entrase en estado de shock. Sin embargo, los objetos estaban demasiado definidos y los colores eran extremadamente vívidos. Se apartó el pelo del rostro mientras se detenía a admirar los enormes pasteles que se exhibían en una vitrina. No se había dado cuenta de lo hambrienta que estaba hasta que no sintió como se le contraía el estómago y este rugía con fuerza. Se rodeó con los brazos y dejó que, finalmente, las lágrimas rodaran por sus mejillas, furiosas y asustadas. —¿Qué te pasa? Aurora alzó el rostro y se giró en la dirección de donde había venido la pregunta. Una chica morena, con el pelo rizado hasta la cintura y los ojos del color de la miel, se acercó a ella, sonriendo dulcemente. Era de estatura media y constitución pequeña, de apariencia delicada, y cuando se acercó, sus pasos eran pequeños y rítmicos, como si se moviera al son de la música que sonaba solamente en su cabeza. —Me quiero ir a mi casa —sollozó. —¿No eres de por aquí? —No sé donde estoy. —Esto es Amel —dijo, abarcando todo a su alrededor con los brazos extendidos. —¿Amel? ¿Amel, capital del reino de Guinna? —Sí, claro... ¿Y tú de dónde eres? La chica se acercó más y la agarró del brazo con suavidad y tiró de Aurora hacia sí. Luego la obligó a caminar y la condujo por diferentes calles y callejones repletos a rebosar de gente. —Yo soy Dahlia Ma-Ze, encantada —añadió cuando vio que estaba demasiado asustada como para contestar. Se mordió el labio inferior y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. —Yo soy de Ímila. Me llamo Aurora. Dahlia se detuvo frente a una casita de dos pisos de madera, anexa a una sastrería, donde se exponían telas y tejidos ostentosos y exóticos, lujosos, espléndidos y radiantes. —¿Aurora? ¡Como la princesa de Ímila!

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CARLA Y LAURA

CARLA Y LAURA

Nº9 Diciembre ‘12 I

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por Cris Miguel

ómo ha ido? —Laura asaltó a Carla en cuanto la vio salir del edificio de Estado. —Nada… Necesitan sopesarlo. Te dije que era muy pronto. —La resignación acompañó a su voz. —¡Joder! ¿Pronto? Llevamos más de diez años así. Es más que suficiente… ¡No lo entiendo! —Laura se sentía frustrada y engañada. —Baja la voz. ¿Qué quieres, que te metan en una habitación de pensar? —Carla la agarró de la muñeca y tiró de ella apretando el paso. —No sé cómo puedes estar tan tranquila. ¡Te quedan seis meses para que te obliguen a volver a hacerlo! —¿Te quieres callar, o esperar a que lleguemos a casa? Yo no estoy tan tranquila, pero esto es política, no vamos a solucionar nada gritando. —Pues mi abuela me contó, que antes del apagón, la gente salía a la calle a gritar y a defender sus ideales —dijo muy digna. —¿Si? ¿Y dónde está esa gente ahora? —Laura frunció el ceño y miró al suelo—. Eres una idealista. —Carla sintió la desazón de su amiga y la paso el brazo por los hombros. Ánima Barda - Pulp Magazine


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CRIS MIGUEL —Yo sólo quiero… —No le salieron las palabras. Ninguna de las dos había elegido el mundo donde les tocaba vivir. Un mundo recomponiéndose y curándose aún las heridas que no habían cicatrizado. Un mundo devastado y en periodo de construcción. Un mundo donde Carla formaba parte del consejo de la Ciudad, pero le era imposible cambiar el punto de vista de sus colegas. Con unos ideales anclados en el miedo, con una única perseverancia, repoblar el mundo, repoblar la Ciudad. Carla vivía con Laura siempre que sus calendarios hormonales lo permitían. Era la poca libertad que poseían, ya que con el primer embarazo el Estado te obligaba a vivir con un hombre. Las jóvenes no siempre aceptaban, sobre todo si ellas mismas no habían crecido en una familia estructurada. Pero con la posibilidad de negarse el Estado se hacía cargo del bebé que lo llevaba con una familia o a un orfanato, ya que llegó un momento que había más niños que adultos. Ahora no, cada vez había más adultos, afortunadamente. Y seguía habiendo más niñas que niños porque era lo que les interesaba. Carla cerró la puerta tras de sí y dejó el abrigo en el perchero. Fue directa al sillón donde ya estaba Laura con la cabeza entre las manos. —No te preocupes, encontraremos alguna forma de evitarlo. —Sabía que era muy difícil pero no podía ver así a Laura. La sujetó y la recostó sobre su pecho. —Sabes que no… Tú eres la única que puede y hasta el mes que viene no te conceden otra vista con las sugerencias. —Entrecomilló con los dedos la palabra—. Carla… —Se abrazó a ella y dejó correr una lágrima de impotencia. —Vamos, no llores. —Le sujetó la cara entre sus delicadas manos—. No dejaré que te obliguen a tener otro bebé, te lo prometo. Laura la besó. Sabía que no lo decía para consolarla en ese momento. Sabía que era verdad. Confiaba en ella. Se abrió paso entre sus suaves labios. Sabía a manzana.

—Es una imprudencia hacer esto, todavía es de día. —La apartó cariñosamente—. Si nos pillan lo menos grave que nos puede pasar es que me echen del consejo y adiós a nuestros sueños. —Lo sé… —Laura se sintió culpable y le cogió la mano—. Lo siento. ¿Tienes hambre? ¿Te preparo algo? —Y, sin esperar respuesta, Laura se levantó y fue a la cocina. Carla tenía miedo, mucho. No era fácil ser mujer en esa época, no era fácil estar en el consejo y hacerse oír, no era fácil cambiar su destino… y vivir con Laura lo complicaba aún más. Pero no podía resistirse a ella. Y sí defendía la libertad. Ella más que nadie; lo mejor era predicar con el ejemplo, posicionarse en contra de las normas establecidas por el Estado. Muchas veces se preguntaba cómo se vivía antes del Cataclismo, antes de que todo explotara en sus narices. Y tenía la firme certeza de que esos hombres y mujeres no estarían nada de acuerdo con cómo se vivía ahora. —Cariño, ¿no me oyes? —Laura le tocó el hombro, de pie detrás del sofá—. ¿Qué estabas pensando? —Carla se levantó y se puso frente a ella. —Nada… —Le cogió del mentón—. Eres fuerte, pensar esas cosas no te sirven para nada. Le hizo sonreír. Que contestara sin esperar una explicación. Con el tiempo habían logrado esa complicidad. Esa con la que miras a alguien a los ojos y sabes, exactamente, cómo se siente. Como respuesta Carla le cogió la cara entre sus manos y la besó. Mientras estuviera ella seguiría teniendo fuerzas para luchar. II Laura intentaba sacar temas de conversación insulsos. Reconocía esa mirada en sus ojos. Su madre también la solía poner. De preocupación, desesperanzada. Pero, al igual que con su madre, no servía de nada abordar el tema. Le quitaría importancia, miraría hacia otro lado y lo seguiría pensando intros-

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CARLA Y LAURA pectivamente. Su madre murió cuando estaba a punto de cumplir los quince años. Por aquel entonces las mujeres tenían embarazos hasta los cuarenta, y fue el último embarazo lo que se la llevó. A ella y al bebé. De hecho a partir de ahí el Estado bajó la edad hasta los treinta y cinco, y según fue aumentando la Ciudad la volvió a bajar hasta los treinta. En ese momento Laura decidió que intentaría por todos los medios no convertirse en ganado y evitar de alguna forma ese control exhaustivo de natalidad. Algo que hasta la fecha ni ella ni Carla habían conseguido. Ambas tenían tres hijos, tres hijos que estaban en el orfanato de la Ciudad. Tres hijos de un padre diferente, de algún hombre que hubiese hecho méritos y el Estado consideraba que sus genes eran los más aptos. Tres hijos concebidos obligatoriamente “por el bien de la humanidad”. Quizás por eso sentía repulsión por los hombres. Tampoco ayudaba la idea que su padre fuera el que había fecundado a Carla la segunda vez. Automáticamente se distanciaron y ahora sólo lo veía de vez en cuando en la Plaza, saludándose con un seco movimiento de cabeza. La sirena sonó y la sacó instantáneamente de sus pensamientos. —No me dijiste que hubiera ningún acto hoy —le dijo a Carla. Como respuesta ésta se encogió de hombros. Dejó los platos en la encimera y ayudó a Laura a ponerse el abrigo. Ambas lo odiaban, pero debían ir, sino las encerrarían tres días en la habitación de pensar. El anfiteatro ya estaba casi a rebosar. Se quedaron lo más atrás que pudieron pero era inevitable no mirar. La tarima estaba en lo alto, de forma circular, para que pudieran ser vistos desde todos los ángulos. Una señora de mediana edad con traje de chaqueta estaba intentando hacer callar a los asistentes. —Damas y caballeros, es un placer reunirnos una vez más para el milagro que es la vida. Me alegra comunicarles que hoy disfru-

taremos de cinco parejas que tendrán el honor de contribuir a la construcción de nuestra Ciudad. Alentemos con un fuerte aplauso a la primera pareja, Michelle y Lucas. La mujercilla bajó rápidamente por las escaleras, mientras que por las centrales subía de la mano la pareja. Completamente desnudos. —Parece su primera vez… —susurró Carla. La chica era poco más que una niña. Tenía la cara roja y los ojos hinchados de tanto llorar. Pero ahora no lloraba. Se había puesto la máscara de la indiferencia. En cuanto llegaron al centro de la tarima, ella se arrodilló y empezó a acariciarle con las manos y con la boca. Las pautas básicas que te dan antes de subir. El hombre, como era habitual, se excitó enseguida, después de varios meses de celibato. Ella le dio la espalda y él la penetró. Muchos del auditorio reían, la mayoría hombres, o mujeres que ya no estaban en edad de concebir. El resto guardaba silencio. Se oían las arremetidas de él, que enseguida empezó a temblar y terminó. Quedaban cuatro parejas. III El camino de vuelta a casa lo hicieron en silencio. Pragmático y tangible. La mayoría de la gente no disfrutaba del espectáculo. Al Estado le servía para mantener el celibato hasta que les tocara a ellos contribuir “por el bien de la humanidad”. No ejercían un control absoluto. Pero el miedo era suficiente control. De vez en cuando circulaban historias sobre un amigo o vecino recluido en la habitación de pensar. ¿Para esto había sobrevivido la humanidad? Ni Carla ni Laura encendieron ninguna luz cuando llegaron a casa. Las de fuera alumbraban suficiente, y estaba prohibido tener cualquier tipo de cortinas, para posibilitar así que si un vecino se asomaba pudiera ver lo que quisiera y denunciarlo, por supuesto. Se desnudaron en silencio y se metieron en la cama. Carla notó estremecerse a Laura

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CRIS MIGUEL y se volvió hacia ella. Extendió la mano y le secó la lágrima que corría rebelde hacia su oreja. —No puedo soportarlo más —susurró Laura—. ¿Qué nos diferencia de los animales? —No te tortures… Saber por qué lo hacen. Les permiten controlarnos… —Que sepa por qué lo hacen no deja de molestarme… Carla la enjugó las lágrimas y la atrajo hacia ella, como ninguna madre había hecho con ellas mismas. Laura alzó la cabeza y la besó. Ambas paladearon la sal de las lágrimas para luego fundirse en sus lenguas y endulzar su sabor. Laura dejó las preocupaciones a un lado y se centró únicamente en el cuerpo cálido de Carla, que estaba grácilmente encima de ella. La apretó fuerte contra el suyo, deslizando sus manos por la cintura y sus caderas. Carla se entregó a ella, se dejó llevar por el calor y por el amor; pero sobre todo por la ansiedad, la agonía de perderla. Le acarició los pechos cuidadosamente con sus manos, masajeándolos. Sus manos dejaron espacio a sus labios, que los mordisquearon juguetones mientras ella sonreía. Pasó su lengua por su suave y plano abdomen, soplándola, haciéndola cosquillas. Llegó a su vientre, y aunque la sábana y la manta teñían todo de negro, sintió su hermosura y su calidez. Delicadamente Carla deslizó su mano, al mismo tiempo que la otra hacía surcos en el muslo. Era tal el abanico de sensaciones, que a Laura le costaba trabajo respirar. Abrió más las piernas y Carla se introdujo en la humedad de ella. Primero uno, luego dos, tres. Laura había aprendido a no hacer ruido, ahogaba sus jadeos en la almohada. Carla aumentaba el ritmo y con la otra mano dibujaba círculos en ese punto de ebullición tan certero, a veces con la mano y otras con la lengua. Rítmicamente. Laura no entendía por qué el Estado consideraba eso un delito, el placer. Y se empeñaba en transfigurarlo y convertirlo en algo sucio y grotesco. Pero Laura sabía que no era así. Estas sensaciones no podían ser malas. Carla, enterrada en

sus muslos, expolió su lengua, que se movía frenética en círculos, absorbiendo en ocasiones. Y Laura se dejó ir. Sabía que, por mucho que se contrajera, Carla siempre conseguía que explotara. Carla lo notó, y sacó la mano cuidadosamente de su amiga, de su amante. La besó cariñosamente todo el cuerpo hasta que estuvo a su altura de nuevo sobre la almohada. —Te quiero —le susurró Carla al oído mientras se enredaba en su pelo. Laura embriagada se puso encima de ella, meciéndose. La quería más que a nada y devolverle el placer es lo menos que podía hacer para compensar cómo la cuidaba. Laura le mordió la tripa, Carla, sorprendida, se incorporó y ambas rieron. Carla con las manos en la cara y Laura enterrándose súbitamente entre las sábanas. IV Las dos salieron pronto a trabajar a la mañana siguiente. Carla al consejo y Laura al orfanato Este. Sin embargo, sólo Laura volvió esa noche a casa a cenar. Lo primero que pensó fue que las habían descubierto. Pero desechó la idea porque, si no, la habrían cogido a ella también. Aun así sentía que las cosas no iban bien. Era más que una sensación. La certeza era casi palpable. La impotencia la corroía por dentro, porque aunque no había un toque de queda estipulado, era un secreto a voces que te investigaban si te veían paseando por la calle a horas deshonestas de la noche. Es más, Laura no podía ir al Consejo, no era un hombre, no eran pareja, no eran nada a sus ojos. Hizo lo único que podía hacer, irse a la cama con la incertidumbre. Apenas había dormido. Unos surcos morados le recorrían las mejillas. Decidió que iría a trabajar como cualquier día normal pero volvería a casa para comer. Por si aparecía. Sus mejores deseos se desvanecieron al abrir la puerta y encontrar todo como lo había dejado. Sin rastro de Carla. Pero Laura no era mujer que se amilanara, y con toda su determinación se presentó en las escale-

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CARLA Y LAURA ras del Consejo. El guardia no era el mismo que acostumbraba a ver. Y los custodios de la puerta se limitaron a negarle el paso. Laura cedió al histerismo y llamó a gritos a Carla. Algo que consiguió poner nerviosos a los guardias que llamaron a un superior. Fue el señor Fonseca quien apareció. Compañero de Carla. Alguien que incluso había cenado en su casa. —Álvaro, por favor, dime donde está Carla. No sé nada de ella desde ayer por la mañana. —Oh, lo lamento señorita. Los diez altos cargos del consejo están deliberando y hasta que no lleguen a un acuerdo ninguno podrá salir. —Entonces… ¿está bien? —Laura se había quedado sin palabras. —Sí, querida, su amiga se encuentra bien. Laura emprendió el camino de vuelta a casa tras despedirse. Algo en sus palabras, en la forma en decir amiga le dejo patente que no estaba reunida deliberando nada. Las lágrimas se la escaparon por las mejillas. El corazón se le oprimió. Y los días comenzaron a ser grises. Laura dejó de ir al orfanato, alegando que estaba enferma. Nadie se preocupó por su salud y lo atribuyeron a un simple resfriado. Laura pasaba los días sentada en la mesa de la cocina mirando la puerta. Hacía una semana desde que Carla desapareció. V Tenía los ojos tan hinchados que al principio creía que lo imaginaba. Pero la puerta se estaba moviendo y al otro lado estaba Carla. —¡Oh, Dios mío! —Laura se tiró a sus brazos y la llenó de besos, farfullando que estaba bien y que todo había sido una pesadilla. Pero ante la quietud de Carla se separó—. ¿Qué te ocurre? —Nada, estoy perfectamente. Sólo he venido a recoger mis cosas —dijo mecánicamente mirándola a los ojos. —¡¿Qué?! ¿Por qué? ¿Qué te han hecho? — Laura no cabía en su asombro y la presión del estómago que había desaparecido segun-

dos antes se volvió a instalar en ella. —No digas tonterías, no me han hecho nada. Hemos estado deliberando sobre una nueva ley que se dictará en unos días. Hasta que no nos hemos puesto todos de acuerdo no nos han dejado salir. —Oh… entonces… ¿por qué quieres irte? ¿Qué ha cambiado? —La pesadumbre le atenazaba las cuerdas vocales. —Me he dado cuenta que en estos días no te he echado casi de menos. A ver, somos amigas, pero ya tengo edad para emparejarme. Así podré cuidar de mi próximo hijo. —¡NO! —Laura derribó la mesa con el humilde frutero que había encima—. No me lo creo. ¿Te han hecho olvidar? ¿Te acuerdas de todo lo que hablamos? —Sabes que no tienen medios para borrarme la memoria. Casi no tenemos electricidad, ¡por el amor de Dios! Claro que me acuerdo. Simplemente quiero probar esta nueva vida. —Laura vio un destello en los ojos de Carla, no sabía cómo explicarlo, pero ella seguía ahí dentro. Era ella. Se dejó caer en el suelo abrazándose las rodillas y se echó a llorar. Carla aprovechó que el interrogatorio había cesado para guardar sus pocas pertenencias en una ajada maleta. Laura la veía entre sus pestañas, entre sus lágrimas. Era una extraña, pero estaba segura de que era ella. La reconocía y la seguía queriendo. Automáticamente se le ocurrieron cientos de conspiraciones, llegando a la conclusión de que lo hacía para protegerla. Realmente eso esperaba. Estaba segura que la habían encerrado en la habitación de pensar hasta que tomara una decisión. Y había decidido salvarla, a su manera claro. Porque para Laura vivir sin Carla no era una vida. VI Los gritos procedentes de la calle interrumpieron el debate. Carla siguió a sus compañeros fuera de la sala de auditorías y salió a la calle. Muchas personas se habían aglomerado en torno a algo que Carla aún no podía ver. Se abrió camino entre la gente, que se

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CRIS MIGUEL apartaban cuando la veían. La escena era espantosa. Laura estaba ahí tirada inerte. Llena de sangre que todavía se esfumaba de sus níveas muñecas. Estaba desnuda. Y en el suelo había escrito un “Lo sé todo” acompañado de un corazón con una C en el centro. Carla estaba impertérrita. No mostró signos de ninguna emoción. Sus colegas la vigilaban mientras ordenaban a los de seguridad que dispersaran a la gente y que cubrieran el cuerpo. Carla aprovechó la confusión para ir hasta lo que hace dos días había sido su casa. Suya y de Laura. Dentro estaba todo destrozado. Todo en el suelo, esparcido y roto. Todo menos un cojín del sofá donde acostumbraban a acurrucarse. Encima había una hoja de papel doblada por la mitad. Sé que te viste obligada y te entiendo. Pero estar sin ti para mí es peor que morir. No sé cómo nos descubrieron, ni se porque de repente ahora quieren meter sus asquerosas narices. Pero no podemos dejarles. No puedes dejarles. Confío en ti, siempre lo he hecho y sé que sabrás hacerles frente y que esto, lo que me he hecho, te sirva de aliciente. Porque esto no es vida. Está en tu mano. Eres valiente, mucho más de lo que yo he sido nunca. Puedes con ellos. Puedes con todo. Hazlo por mí, por nosotras. Te quiero, Laura. Una lágrima mojó el papel que sostenía Carla. Con energías renovadas rompió el papel y esparció los trozos. Lo haría, por ella. Por todos.

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