La revista de relatos de ficción
Dic. 2012 - Ene. 2013 La revista es de publicación mensual y se edita en Madrid, España. ISSN 2254-0466 Editor J. R. Plana Ayudante ed. Cristina Miguel Ilustración, diseño y maquetación J. R. Plana Ánima Barda es una publicación independiente, todos los autores colaboran de forma desinteresada y voluntaria. La revista no se hace responsable de las opiniones de los autores. Copyright © 2012 2013 Jorge R. Plana, de la revista y todo su contenido. Todos los derechos reservados; reproducción prohibida sin previa autorización. Búscanos en las redes sociales @animabarda www.facebook.com/ AnimaBarda Anima Barda (g +)
Pulp Magazine www.animabarda.com Relatos Fin del Mundo EL DÍA DESPUÉS • Postapocalíptico Eleazar Herrera DÍA 112 DEL AÑO 27 • Juvenil Ana Gasull COMPLETAMENTE DE ACUERDO • Humor Carlos J. Eguren ROY BURTON SIEMPRE DICE • Aventuras J. R. Plana CARLA Y LAURA • Distopía Erótica Cris Miguel Especial Navidad UN DETECTIVE EN NAVIDAD • Noir Carlos J. Eguren MENTA CON HIELO • Fantasía Eleazar Herrera SACAR LA BASURA • Humor Carlos J. Eguren LOS REYES MAGOS NO EXISTEN • Terror J. R. Plana
Núm. IX
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El resto UNAS PALABRAS DEL JEFE • Editorial J. R. Plana ECOS DEL PASADO • Un relato clásico
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UNAS PALABRAS DEL JEFE
Fantasías F
J. R. Plana
eliz año a todos. Lo primero que quiero hacer es pediros disculpas por lo que hemos tardado en sacar la revista. Diciembre ha sido un mes de complicaciones, en el que, cada día, el peso de lo cotidiano y la rutina lastraba el vuelo de nuestras fantasías. No es excusa, pero no está de más contarlo. Por otro lado, se acerca nuestro primer aniversario, y entre algunas de las modificaciones que tenemos planeadas ―una de ellas actualizar la web― está la de decidir si pasamos a publicar cada dos meses, opción contra la que me resistí desde el principio pero que se está mostrando como la más viable si queremos mantener ―y mejorar― una cierta calidad. Esperamos coger buen ritmo y no volver a dejaros esperando un número que no termina de llegar. Y ahora, habiendo sacado la palabra a relucir ahí arriba, quiero hablaros de la fantasía en cuanto a la capacidad de la imaginación para inventar, y no únicamente como narración de ficción. Vivimos una era problemática para las fantasías. Quizás no lo sea ni más ni menos que otras, pero lo que sí está claro es que es problemática. Las fantasías se ven acosadas por dos bandos: el de la realidad, lo presente y lo mundano, que se empeñan en imponer y expandir su mundanidad como única forma correcta; y el de la falsa fantasía, el de las malas, que inundan a las buenas fantasías con su apabullante supremacía numérica y su errónea naturaleza, asfixiándolas. Estas últimas provocan que los del primer bando, los enemigos de todo aquello que no sea lo que hay, esgriman las malas fantasías como ejemplo del desastre que las fantasías en general atraen, convirtiéndolas en su argumento para justificar la destrucción de todo aquello que huela ligeramente a irreal. Y ahí estamos, en medio, entre un mundo en el que te acosan con miradas aviesas si desdeñas el trabajo frío, impersonal, rutinario y
falto de objetivos, si no quieres tener un buen puesto en la empresa cuya finalidad es cumplir las fantasías de otro, que generalmente no van mucho más allá de llenarse los bolsillos, en el que te acusan de tener “pajaritos en la cabeza” cuando no te conformas, cuando consideras que no has venido al mundo para pasar sin pena ni gloria, sin aportar nada, por pequeño que sea, resignado a vivir la, como la llama muy acertadamente Félix J. Palma, felicidad chata de los simples ―que, por otra parte, es muy necesaria―, y entre la presión sin mesura de fantasías vanas y vacías, cada vez más numerosas, que desprestigian a las que no lo son y dan la sensación de vivir en una sociedad en la que todo es imaginación y creatividad cuando realmente nada llevan por dentro, no son sino fachada y simulación, entretenimiento fatuo, irrealidad por irrealidad. Es esta una sociedad que parece no necesitar filósofos, pensadores, libros o artistas de verdad, en la que no hay sitio para todo aquello que no responda a fantasías megalómanas o bursátiles, en la que prácticamente tampoco hay lugar para mecenas, en la que se ha malversado, quizá hasta perdido, el concepto de intelectual, en la que la universidad ha dejado por el camino, olvidados, sus valores y su función, en la que la ideología política, la ignorancia arrogante, consciente y consentida y la apatía individualista lo impregnan todo; y en esta sociedad suficiente y vertiginosa, que no deja saborear la vida, yo me pregunto si serán capaces nuestras fantasías, algún día, de traernos algo mejor. Por todo esto, aunque no me haya sabido explicar o me falten líneas ―que faltan― para tratar un tema tan serio, yo os exhorto a que fantaseéis, a que imaginéis, a que no os dejéis llevar por la corriente, a que os rebeléis con sentido, a que viváis a ratos en otro universo para poder traer todo lo bueno de ese a este, pues no fueron sino fantasías las que han permitido que, a lo largo de la historia, los hombres construyan, unas veces con más atino que otras, un mundo mejor.
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CHARLES DICKENS
Ecos del pasado
Rescatamos un relato clásico para el disfrute de nuestros lectores modernos. Este mes...
EL GUARDAVÍA
de Charles Dickens
E
Traducido por J. R. Plana
h! ¡Ahí abajo! Cuando el hombre oyó la voz que así lo llamaba, se encontraba de pie a la puerta de su caseta, con una bandera en la mano, enrollada a un palo corto. Cualquiera podría haber pensado, considerando la naturaleza del terreno, que no había duda sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia donde yo me encontraba, en lo alto del terraplén cercano a su cabeza, el hombre se giró y miró hacia la vía. Hubo algo singular en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido la vida en ello, no habría sabido decir el qué. Más sé que fue lo suficientemente singular para fijarme en ello, aún cuando su figura estaba en escorzo y ensombrecida, abajo en la profunda zanja, y yo estaba por encima, tan deslumbrado por el resplandor de la rabiosa puesta de sol que hube de cubrir mis ojos con la mano antes de verlo del todo. ―¡Eh! ¡Ahí abajo! Dejó entonces de mirar a la vía, se giró de nuevo y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él. ―¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted? Él me miró sin replicar, y yo le devolví la mirada sin presionarle con una pronta repetición de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante vino una vaga vibración en la tierra y el aire, que se convirtió rápidamente en un violento temblor, y una imperiosa acometida que me hizo echarme hacia atrás, como si quisiera arrastrarme con él. Cuando hubo pasado el vapor que había llegado a mi altura, y se estaba diluyendo ya con el paisaje, miré debajo de nuevo y vi al hombre volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del veloz tren. Repetí mi pregunta. Después de una pausa durante la que pareció estudiarme con suma atenÁnima Barda - Pulp Magazine
EL GUARDAVÍA ción, señaló con la bandera plegada a un punto situado a mi nivel, a unas doscientas o trescientas yardas de distancia. Le grité «¡De acuerdo!», y me dirigí a ese lugar. Allí, a fuerza de mirar a mi alrededor, encontré una zigzagueante y escabrosa senda descendente excavada en la roca, la cual seguí. El corte era extremadamente profundo e inusualmente sesgado. Estaba hecho en una roca fría y pegajosa, que se volvía rezumante y húmeda a medida que descendía. Por estas razones, tuve tiempo suficiente para recordar el singular aire de reticencia o coacción con el que me había señalado la senda. Cuando hube descendido lo suficiente para verle de nuevo, me percaté de que estaba de pie entre los raíles por los que había pasado el tren, como si esperara verme aparecer. Tenía la mano izquierda en la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud revelaba tal expectación y cautela que me detuve por un instante, asombrado. Retomé mi camino hacia abajo, y al llegar a la altura de la vía, y detenerme cerca de él, vi que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas espesas. Su garita estaba en el lugar más solitario y triste que jamás he visto. A ambos lados, un húmedo y goteante muro de piedras irregulares excluía cualquier vista salvo una estrecha franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación torcida de aquella gran mazmorra; el otro lado, el más corto, terminaba en una tenebrosa luz roja y la aún más tenebrosa entrada a un túnel sombrío, cuya maciza arquitectura poseía un aire tosco, deprimente y amenazador. Tan escasa era la luz del sol que había entrado allí jamás, que un aire a tierra, a muerte, lo impregnaba todo; y circulaba un viento tan helado que me atravesó un escalofrío, como si hubiera abandonado el mundo de lo real. Antes de que él hiciera el menor movimiento, yo estaba lo suficientemente cerca como para haberlo tocado. Sin despegar sus ojos de
mí ni siquiera entonces, dio un paso hacia su espalda y elevó su mano. Este era un puesto solitario, dije, y ha atraído mi atención cuando lo he visto desde allá arriba. Un visitante sería una rareza, suponía; pero tenía la esperanza de que no fuera una rareza mal acogida y le rogaba que simplemente viera en mí un hombre que había sido confinado toda su vida en estrechos límites, y quién, siendo libre al fin, tuviera un recién descubierto interés en esas grandiosas obras. Para tal fin le hablé, aunque no estoy seguro de los términos que utilicé porque, además de ser un hombre que no se siente cómodo entablando conversaciones, había algo en el hombre que me amedrentaba. Dirigió una mirada más que curiosa hacia la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si algo faltara de allí, y entonces me miró. ―Aquella luz está a su cargo, ¿verdad? ―¿Acaso no lo sabe? ―me respondió en voz baja. El pensamiento más horrible me invadió mientras examinaba los ojos fijos y su rostro saturnino: aquello era un espíritu, no un hombre. He especulado mucho desde entonces con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación. Esta vez fui yo el que dio un paso hacia atrás. Pero al hacerlo, detecté en sus ojos una especie de miedo latente hacia mí. Esto puso en fuga mis horripilantes pensamientos. ―Me mira ―dije, forzando una sonrisa―, como si me temiera. ―Tenía dudas ―repuso― de si le había visto antes. ―¿Dónde? Señaló hacia la luz roja que había mirado. ―¿Ahí? ―dije. Mirándome intensamente, respondió, pero sin palabras, «Sí». ―Mi querido amigo, ¿qué podría yo estar haciendo ahí? No obstante, sea como fuera, yo nunca he estado ahí, puede usted jurarlo. ―Creo que puedo ―contestó―. Sí, estoy seguro de que puedo.
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CHARLES DICKENS Su actitud volvió a la normalidad, igual que la mía. Contestó a mis observaciones con prontitud y soltura. ¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad que soportar, pero exactitud y vigilancia era lo que más requerían de él, el trabajo real ―labores manuales― era prácticamente inexistente. Cambiar esa señal, ajustar aquella luz y dar la vuelta a esta manivela de hierro de vez en cuando, eso era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que su rutina diaria se había ajustado de aquella forma, y él se había acostumbrado. Había aprendido una lengua él solo allí abajo ―si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado sus propias ideas sobre la pronunciación―. También había trabajado con fracciones y decimales, y probado con un poco de álgebra; pero tenía, y siempre había tenido, mala cabeza con las cifras. ¿Estaba obligado, mientras estaba de servicio, a permanecer en aquella corriente de aire húmedo, sin poder nunca salir a la luz del sol de entre aquellas paredes de piedra? Bueno, eso depende del momento y las circunstancias. En algunas ocasiones había menos tráfico en la vía que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Con buen tiempo, sí que procuraba subir un poco sobre las tinieblas inferiores; pero, como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, y en esas ocasiones estar pendiente redoblaba su ansiedad, el descanso era menor de lo que suponía. Me llevó dentro de su caseta, donde había un fuego, un escritorio para un libro oficial donde tenía que reflejar ciertas entradas, un telégrafo con su marcador, indicadores y agujas, y la pequeña campana a la que se había referido. En la confianza que le proporcionó mi observación de que había recibido una buena educación, y, confiando en que mis palabras no le ofendiera, quizá muy superior a su puesto, comentó que estos casos de leves incongruencias rara vez faltaban en las gran-
des agrupaciones humanas; que había oído que ocurría en los asilos, en la policía, e incluso en ese último recurso desesperado, el ejército; y que sabía que ocurría, más o menos, en la plantilla de cualquier gran compañía de ferrocarriles. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella choza, ―él apenas podía―) estudiante de filosofía natural, y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca más se había levantado. No tenía ninguna queja de eso. Él se lo había buscado. Era demasiado tarde para lamentarlo. Todo lo que aquí he resumido lo dijo muy tranquilamente, con su oscura y grave atención dividida entre el fuego y yo. Intercalaba la palabra «señor» de vez en cuando, y especialmente cuando se refería a su juventud ―como pedirme que entendiera que no pretendía ser otra cosa que lo que yo encontré―. Varias veces fue interrumpido por la campanilla, y tuvo que leer mensajes y remitir respuestas. Una vez tuvo que esperar fuera de la puerta, desplegar la bandera al paso del tren, y darle alguna información verbal al conductor. En el transcurso de sus deberes, observé que era enormemente exacto y vigilante, interrumpiendo el discurso repentinamente y permaneciendo en silencio hasta que cumplía con lo que tenía que hacer. En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más fiables para desempeñar ese puesto si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones empalideció, giró la cara hacia la campanilla cuando esta no había sonado, abrió la puerta de la cabaña (que había mantenido cerrada para evitar la malsana humedad), y miró fuera hacia la luz roja cercana a la boca del túnel. En ambas ocasiones, retornó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando nos habíamos observado en la distancia. Le dije, cuando me levanté para dejarlo: ―Casi me ha hecho pensar que he conocido
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EL GUARDAVÍA a un hombre satisfecho consigo mismo. Me temo que debo admitir que lo hice para tirarle de la lengua. ―Creo que debía serlo ―asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio―; pero estoy turbado, señor, estoy turbado. Hubiera retirado sus palabras de haber podido. Pero ya las había dicho, sin embargo, y yo me agarré a ellas rápidamente. ―¿Con qué? ¿Qué es lo que le angustia? ―Es muy difícil de exponer, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré explicárselo. ―Pues tengo intención expresa de hacerle otra visita. Dígame, ¿cuándo podría ser? ―Salgo temprano en la mañana, y estaré de regreso a las diez de la noche, señor. ―Vendré a las once. Me lo agradeció y me acompañó a la puerta. ―Encenderé mi luz blanca, señor ―dijo, en su peculiar todo de voz bajo―, hasta que haya encontrado el camino de subida. Cuando lo haga, ¡no me llame! Y cuando esté arriba, ¡no me llame! Su manera de decirlo hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero yo no dije nada más que: ―Muy bien. ―Y cuando usted baje el día de mañana, por la noche, ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta de despedida. ¿Qué le hizo gritar «¡Eh! ¡Ahí abajo!» esta noche? ―Dios sabe ―dije yo―. Grité algo parecido… ―No parecido, señor. Esas fueron las palabras exactas. Las conozco bien. ―Admitamos que esas mismas fueron. Las dije, no hay duda, porque lo vi ahí abajo. ―¿Por ninguna otra razón? ―¿Qué otra razón podría tener? ―¿No tuvo la sensación de que le fueron transmitidas de alguna manera sobrenatural? ―No. Me deseo buenas noches y alzó su luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la muy desa-
gradable sensación de que un tren venía tras de mí) hasta que encontré la senda. Era más fácil subir que bajar, y volví a mi posada sin ninguna otra aventura. Fiel a mi cita, puse mi pie en el primer peldaño del zigzag la siguiente noche, cuando los relojes distantes estaban dando las once. Él me esperaba abajo, con la luz encendida. ―No le he llamado ―dije, cuando ya estábamos cerca―. ¿Puedo hacerlo ahora? ―Por supuesto, señor. ―Buenas noches, entonces, y aquí está mi mano. ―Buenas noches, señor, y aquí está la mía. Con eso anduvimos el uno junto al otro hasta su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego. ―He decidido, señor ―empezó, inclinándose hacia delante tan pronto como nos sentamos, y hablando en un tono apenas superior a un susurro―, que usted no tendrá que preguntarme dos veces qué me perturba. Le confundí con otra persona ayer por la tarde. Eso es lo que me preocupaba. ―¿Ese error? ―No. Esa otra persona. ―¿Quién es él? ―No lo sé. ―¿Se parece a mí? ―No lo sé. Nunca le he visto la cara. El brazo izquierdo lo lleva cruzado en la cara, y el brazo derecho lo agita, lo agita violentamente. Así. Seguí su gesto con la mirada, y era el gesto de un brazo gesticulando, con la mayor pasión y vehemencia, «Por el amor de Dios, ¡despeje la vía!». ―Una noche de luna ―dijo el hombre―, estaba sentado aquí cuando oí a una voz gritar «¡Eh! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta, y vi a esta persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, gesticulando como ahora le he mostrado. La voz sonaba ronca de tanto gritar, y voceaba «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Y de nuevo «¡Eh! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí mi farol, lo puse en rojo, y corrí hacia la figura chillando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
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CHARLES DICKENS ¿Dónde?». Estaba justo a la salida del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que siguiera con la manga sobre sus ojos. Corrí derecho hacia él, y tenía mi mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció. ―¿Dentro del túnel? ―pregunté yo. ―No. Corrí dentro del túnel, quinientas yardas. Me detuve, y alcé mi farol sobre mi cabeza, y vi las cifras que marcan la distancia, y vi las manchas húmedas deslizándose por los muros y goteando a través de los arcos. Salí corriendo aún más rápido de lo que había entrado (porque sentí una aversión mortal a aquel lugar), y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí la escalera de hierro hasta la galería de arriba, y volvía a bajar, y corrí hasta aquí. Telegrafíe en ambas direcciones, «Una alarma ha sido dada. ¿Hay algún problema?». La respuesta fue la misma, en ambas direcciones: «Todo bien». Resistiendo el lento toque de un dedo helado recorriéndome la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía de ser una ilusión óptica; y cómo esas figuras, originando un trastorno de los delicados nervios que gobiernan las funciones del ojo, son conocidas por haber provocado problemas a los pacientes, algunos de los cuales se habían vuelto conscientes de la naturaleza de su aflicción, e incluso habían probado experimentos sobre sí mismos. ―Y respecto al imaginario grito ―dije―, no tiene sino que escuchar por un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo, y a los tañidos de arpa salvaje que hace en los cables del telégrafo. Eso estaba muy bien, repuso, después de que nos hubiéramos sentado a escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y los cables, él, que tan frecuentemente pasaba largas noches de invierno allí, solo y vigilando. Me hizo notar que aún no había acabado. Le pedí perdón, y añadió lentamente estas palabras, tocando mi brazo: ―Entre seis horas después de la Aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea,
y al cabo de diez horas, los muertos y los heridos eran traídos por el túnel, por el sitio dónde estaba la figura. Un desagradable escalofrío se apoderó de mí, pero hice lo que pude por dominarlo. No se podía negar, reconocí, que era una notable coincidencia, calculada profundamente para impresionar su mente. Pero era incuestionable que esas notables coincidencias ocurrían continuamente, y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que me lo iba a poner como objeción), que los hombres de sentido común no concedían mucha atención a las coincidencias en la vida ordinaria. De nuevo, me hizo notar que aún no había acabado. Y de nuevo yo supliqué su perdón por interrumpirle. ―Esto ―dijo, poniéndome de nuevo su mano sobre mi brazo, y mirando por encima de su hombro con ojos vacíos―, fue hace justo un año. Seis o siete meses pasaron, y yo me recuperé de la sorpresa y la impresión, cuando una mañana, al despuntar el alba, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi de nuevo el espectro. Se detuvo, con la mirada fija en mí. ―¿Gritó? ―No. Estaba callado. ―¿Agitó su brazo? ―No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con ambas manos sobre la cara. Así. Una vez más, seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. Había visto tal postura en las figuras de piedra de las sepulturas. ―¿Se acercó hasta él? ―Entré y me senté, en parte para ordenar mis pensamientos, en parte porque me sentía desmayar. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí, y el fantasma se había ido. ―¿Pero no ocurrió nada? ¿No pasó nada más? Me tocó en el brazo con su dedo índice dos o tres veces, dando horribles cabeceos cada
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EL GUARDAVÍA vez: ―Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté, en una ventana de los vagones de mi lado, lo que me pareció una confusión de manos y cabezas, y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo para dar la señal de alto al conductor. Paró el motor, y pisó el freno, pero el tren siguió moviéndose unas ciento cincuenta yardas o más. Corrí tras de él, y, según pasaba, oí terribles gritos y llantos. Una hermosa mujer joven había muerto súbitamente en uno de los compartimentos, y la trajeron aquí, y la dejaron en este suelo que hay entre nosotros. Involuntariamente, eché mi silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba hacia él. ―La verdad, señor. La verdad. Precisamente como sucedió, tal y como se lo cuento. No supe qué decir, para ningún fin, y sentí la boca muy seca. El viento y los cables retomaron la historia con un largo y gemebundo lamento. El hombre prosiguió. ―Ahora, señor, preste atención, y juzgue cómo se ha turbado mi mente. El espectro volvió hace una semana. Desde entonces, ha estado ahí, de vez en cuando, esporádicamente. ―¿Junto a la luz? ―Junto a la luz de peligro. ―¿Y qué hace? Repitió, con mayor pasión y vehemencia si es posible, el anterior gesto de «¡Por el amor de Dios, despeje la vía!». Luego continuó: ―No hallo paz ni tregua a causa de ello. Me llama, durante largos minutos, con voz agonizante, «¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado!». Permanece de pie haciéndome señas. Hace sonar mi campanilla. Me agarré a esto. ―¿Hizo sonar la campana ayer tarde cuando yo estaba aquí, y fue usted hasta la puerta? ―Dos veces. ―Bueno, vea ―dije―, como le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla, al igual que mis oídos, y, como que
estoy vivo, no sonó entonces. No, ni entonces ni en ningún otro momento, excepto cuando lo hizo la estación al comunicar con usted. Negó con la cabeza. ―Todavía no he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del fantasma es una extraña vibración en la campanilla que no procede de parte alguna, y no he afirmado que se haya movido. No me sorprender que usted no pudiera oírlo. Pero yo lo oí. ―¿Y estaba el espectro allí, cuando salió a mirar? ―Estaba allí. ―¿Las dos veces? ―Las dos veces ―repitió con firmeza. ―¿Vendría a la puerta conmigo, ahora, para buscarlo? Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se levantó. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaba la luz de peligro. Allí estaba la lúgubre boca del tunel. Allí estaban los altos y húmedos muros de piedra del terraplén. Allí estaban las estrellas sobre ellos. ―¿Lo ve? ―le pregunté, prestando especial atención a su rostro. Sus ojos se le salían de las órbitas, tensos, pero no mucho más, quizá, que los míos propios cuando los había dirigido previamente al mismo punto. ―No ―respondió―. No está ahí. ―De acuerdo ―dije yo. Entramos dentro, cerramos la puerta, y volvimos a nuestros sitios. Estaba pensando en la forma de aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando reanudó la conversación con aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio, que me encontré en la posición más débil. ―A estas alturas entenderá completamente, señor ―dijo―, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta. ¿Qué quiere decir el espectro? No estaba muy seguro, le dije, de que le
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CHARLES DICKENS comprendiera del todo. ―¿De qué me está avisando? ―dijo, meditando, con sus ojos en el fuego, y volviéndolos hacia mí sólo de vez en cuando―. ¿Cuál es el peligro? ¿Dónde está el peligro? Alguno se cierne en alguna parte sobre la línea. Alguna terrible desgracia va a ocurrir. No hay lugar a duda esta tercera vez, después de lo que ha ocurrido antes. Pero es muy cruel el atormentarme a mí. ¿Qué puedo hacer yo? Sacó su pañuelo, y se limpió las gotas de la sudorosa frente. ―Si envío la señal de peligro, en cualquier dirección, o en ambas, no puedo dar ninguna razón para ello ―continuó, limpiando las palmas de sus manos―. Me metería en problemas, y no haría nada bueno. Podrían pensar que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: «Mensaje: “¡Peligro! ¡Cuidado!”. Respuesta: “¿Qué peligro? ¿Dónde?”. Mensaje: “No lo sé. Pero, por amor de Dios, ¡tengan cuidado!”». Me destituirían. ¿Qué otra cosa podrían hacer? El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible que implicaba vidas humanas. ―Cuando apareció por primera vez bajo la luz de peligro ―continuó, echándose hacia atrás el cabello oscuro, y pasándose una y otra vez las manos por las sienes, en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación―, ¿por qué no me dijo dónde iba a ocurrir el accidente, si ere inevitable que ocurriera? ¿Por qué no me dijo como podía ser evitado, si es que podía ser evitado? Cuando en su segunda aparición ocultó su cara, ¿por qué en su lugar no me dijo «Ella va a morir. Que se quede en casa»? Si vino, en ambas ocasiones, únicamente para enseñarme que sus advertencias eran ciertas, y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¡Y a mí, Dios me ayude, un pobre y mero guardavía en esta solitaria estación! ¿Por qué no fue a alguien con prestigio para ser creído y poder para actuar? Cuando lo vi en este estado, comprendí
que por el bien de ese pobre hombre, y por la seguridad de todos, lo que tenía que hacer por el momento era tranquilizarlo. Así que, dejando de lado toda discusión de realidad o irrealidad, le hice ver que cualquiera que cumpla con su deber a conciencia actuaba correctamente, y que por lo menos le quedaba el consuelo de que el comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes Apariciones. En esta empresa tuve más éxito que en el intento de razonar acerca del espectro. Se calmó; las ocupaciones propias de su puesto, según avanzaba la noche, fueron acaparando más su atención: le dejé a las dos de la madrugada. Le ofrecí quedarme durante la noche, pero no quiso ni oír hablar de ello. No veo razón para negar que más de una vez me volví a mirar la luz roja según ascendía por el sendero, que no me gustaba aquella luz, y que habría dormido penosamente si mi cama estuviera bajo ella. Tampoco veo razón para negar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y la muerte de la chica. Pero lo que fundamentalmente ocupaba mis pensamientos era la reflexión de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, esmerado y preciso; pero, ¿cuánto tiempo podría aguantar así, en su estado mental? A pesar de lo humilde de su cargo, tenía una importantísima responsabilidad, ¿me gustaría a mí, por ejemplo, poner en juego mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase realizando su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si comunicara a sus superiores de la compañía lo que me había contado, sin antes ser sincero con él y proponerle una situación intermedia, resolví finalmente ofrecerme a acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar en los alrededores, y pedir su opinión. Me había informado que tendría un cambio de turno la próxima noche, y estaría
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EL GUARDAVÍA libre una hora o dos después del amanecer, y empezando de nuevo después del anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario. La tarde siguiente fue una tarde maravillosa, y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. Estiraré el paseo durante una hora, me dije, media hora hacia un lado y media hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía. Antes de seguir mi caminata, me asomé al borde, y miré abajo mecánicamente, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cercano a la boca del túnel, vi la aparición de un hombre, con su manga izquierda sobre los ojos, agitando apasionadamente su brazo derecho. El horror sin nombre que me sobrecogió pasó al momento, porque en seguida vi que esta aparición era en verdad un hombre, y que había un pequeño grupo de otros hombres, de pie, a una corta distancia, para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba aún iluminada. Apoyada en su poste, una pequeña y baja tienda, que me resultaba totalmente nueva, había sido hecha usando algunos soportes de madera y lona. No parecía mayor que una cama. Con una inequívoca sensación de que algo iba mal, y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por dejar al hombre allí, y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o corregir lo que hiciera, descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz. ―¿Qué pasa? ―le pregunté a los hombres. ―Ha muerto un guardavía esta mañana, señor. ―¿No sería el que pertenecía a esa caseta? ―Sí, señor. ―¿No el que yo conozco? ―Lo reconocerá, señor, si usted lo conocía
―dijo el hombre que hablaba por los otros, descubriéndose solemnemente, y levantando el final de la lona―, porque el rostro está bastante entero. ―Pero, ¿cómo sucedió esto? ¿Cómo sucedió esto? ―pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo. ―Lo arrolló una máquina, señor. No había hombre en Inglaterra que conociese mejor que él su trabajo. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue justo en pleno día. Había encendido el farol, lo tenía en la mano. Cuando la máquina salió del túnel, estaba vuelto de espaldas, y lo arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando como ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom. El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupaba anteriormente en la boca del túnel. ―Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor ―dijo―, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad, y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él, y lo llamé tan alto como pude. ―¿Qué dijo usted? ―Dije: «¡Eh, ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por el amor de Dios, despeje la vía!». Me angustié. ―¡Ah! Fueron unos momentos espantosos, señor. No dejé de llamarle ni un instante. Puse este brazo delante de mis ojos para no verlo, y agité el otro hasta el final; pero no sirvió de nada. Sin ánimo de prolongar el relato por profundizar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean más que en otras, quiero, si me lo permiten, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor incluía no sólo las palabras que el desafortunado guardavía me dijo que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo ―no él― había acompañado, y tan sólo en mi propia mente, los gestos que él había representado.
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ELEAZAR HERRERA
EL DÍA DESPUÉS por Eleazar Herrera Un hombre encuentra una reveladora carta entre las ruinas de lo que antiguamente fue su hogar.
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ientras la tormenta azotaba su improvisada guarida, desdobló la carta y leyó: «Verdad, libertad y justicia. Palabras que debo evitar al hablar de mi vida. Si alguna vez creíste que las encontrarías en este mundo, ahora estarás muerto. Sí, lo sé. Suena duro, a imposible. Porque, ¿qué pasó aquí? ¿Qué precedió a esta tierra oscurecida por la devastación? »Necesitaría millones de cartas como esta para explicarlo. Sufrimiento, terror, tinieblas… que, como todo, aportaron su parte positiva. Miles de vidas a favor de un cambio. Del cambio. »No hablo de que fuéramos culpables ni de que hubiésemos hecho algo malo, pues fue tal cambio el que determinó nuestra evolución. El futuro o la muerte. Así de simple. »Pero entonces, ¿qué sucedió? Mira a tu alrededor —un cielo encapotado, escombros, tierra muerta—. Solo puedo decirte que fue una época oscura y que tras ella encontramos la luz más brillante. No es necesario saber más. No quieras saber los detalles. Todos perdimos algo y gracias a ese sacrificio recuperamos lo que otros nos habían robado. »El papel que jugamos cada uno en la historia es personal e intransferible. Yo tuve que elegir, y me decanté por ayudar a los que vendrían. Como tú, como los que encontrarás en tu camino. Por eso, si estás leyendo estas líneas, es porque tu papel, y solamente el tuyo, es continuar nuestra ardua tarea y no dejar que el sacrificio fuera en vano. »Es hora de que construyas tu vida con lo que nosotros solo pudimos obtener en otro lugar. Dispones de todo cuanto necesitas: tan sólo has de saber buscar». Cuando terminó de leer, la lluvia había cesado. Un escalofrío recorrió su espalda. Aquellas palabras le habían enfriado por completo. Lentamente, salió y buscó madera para hacerse un buen fuego. Una vez lo tuvo, releyó de nuevo la carta. —¿Qué puedo hacer yo?—se preguntó. En el fondo, la carta contenía palabras vacías, hechos sin explicar. No había nada claro en ella. «Continuar nuestra ardua tarea…». Con un suspiro, arrugó la carta y dejó que el fuego la consumiera. En otras palabras, empezar.
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DÍA 112 DEL AÑO 27 TRAS LA GRAN CATÁSTROFE
DÍA 112 DEL AÑO 27 TRAS LA GRAN CATÁSTROFE por Ana Gasull
Garla nació después de la Gran Catástrofe y un día encuentra un objeto entre las ruinas de una ciudad: un libro con unos dibujos muy interesantes. Con ayuda de los demás chicos del campamento, intentarán descubrir qué es y para qué sirve.
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oy es mi cumpleaños número trece según el Señor, que es quien lleva las cuentas de este tipo de cosas. Es el único que sabe más o menos cómo pasa el tiempo, aunque se lo está enseñando a otros niños del campamento para cuando él no esté. Yo confío en lo que dice, porque nací catorce años después de la Gran Catástrofe y no entiendo muy bien el concepto de semanas y meses y años. Es una suerte que el Señor esté con nosotros, entonces. Me levanto temprano por el olor del pan recién hecho y las tartas secas que hace mi madre siempre para los cumpleaños. Mi hermano aun duerme, pero Merideth, mi mejor amiga, está en la puerta de casa con unos guantes de piel extendidos hacia mí. —Felicidades —me dice mientras me los lanza. Alei se despierta con la voz de Merideth y se queja del ruido que hacemos, pero yo no le hago Ánima Barda - Pulp Magazine
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ANA GASULL caso porque el regalo me encanta. Alei y yo nos vestimos y tomamos el desayuno todos juntos, como siempre, para que Papá también pueda cantarme el cumpleaños feliz, una canción de Antigua. Merideth es la que canta mejor, pero la voz de Papá es más profunda y relajante, y la prefiero. Fuera hace un buen día, pero es mejor abrigarse. Cuando terminamos, salimos de casa con Mamá pisándonos los talones, que nos incordia para que nos abriguemos y para que no vayamos muy lejos en nuestra exploración. Como es mi cumpleaños, tenemos el día libre de trabajar en el campo o cuidar de los animales o lo que sea que hacemos para ayudar a la comunidad. Sam y Tao nos esperan en el árbol de siempre, envueltos con pieles que tejen las madres y las abuelas como pueden. Yo aún estoy aprendiendo y no se me da muy bien, pero me esfuerzo. Igualmente, con las trampas y cocinando soy un hacha, así que no soy una completa inútil. Sam es un año mayor que yo, como Merideth, porque son mellizos, y nuestros padres nos han prometido, así que en dos o tres años nos casaremos y colaboraremos en la tarea de repoblar el mundo. Es un chico muy bueno y siempre me da flores silvestres con las que trenzarme el pelo, pero no es tan simpático como su hermana. Tao es un chico huérfano que vive con el Señor y aprende lo que él le enseña; no habla mucho, pero es muy inteligente. Cuando llegamos a donde están, Sam me da un ramo de flores y un collar de conchas y Tao un pastel de carne riquísimo de los que le gusta hacer. Merideth me trenza el pelo castaño rojizo con manos hábiles y entreteje las flores de Sam y cuando estoy lista, todos me sonríen. En ese instante decido que tener trece años es muy bonito. —Vayamos a la ciudad —propone Alei. La ciudad está en ruinas, por supuesto, y por eso vamos allí a explorar siempre que podemos. Después de la Gran Catástrofe, los pocos supervivientes que quedaron se tras-
ladaron al bosque y empezaron una nueva vida, o eso es lo que cuenta mi madre, que en esa época tenía nueve años. Jamás hablan mucho de la vida de Antigua, prefieren centrarse en el presente y en el futuro, pero supongo que debió ser muy duro perderlo todo de esa forma. Sam encabeza la marcha y nosotros lo seguimos. Cruzamos el bosque en silencio, siempre en silencio para no asustar a los animales, y seguimos el arroyo hasta el árbol torcido, que tiene una gran cruz hecha con cuchillos para marcar el terreno. Desde allí, seguimos hacia el este y nos orientamos gracias al musgo que crece en los árboles, como nos ha enseñado el Señor. Es Tao el que se encarga de fijarse en esas cosas, pero en realidad siempre lo hacemos todos por si un caso. Finalmente, dejamos atrás el bosque y caminamos por la carretera, cuyo asfalto está lleno de agujeros y grietas, por donde la naturaleza se abre paso poco a poco. Por la carretera antes circulaban coches, que eran como un caballo de metal que caminaba con ruedas e iba muy rápido, y podían montarlo cuatro personas y a veces más. Mamá tenía uno y Papá también, pero ahora tenemos suerte cuando los caballos sobreviven al invierno. La ciudad es muy bonita, incluso destrozada. Los edificios de piedra que antaño fueron tan altos están derruidos y la hiedra se los come centímetro a centímetro y las flores y los árboles crecen por doquier. Sin embargo, en el centro queda en pie una estatua de un señor que apunta con el dedo hacia alguna parte y es lo más alto que he visto en mi vida. Mamá dice que hace muchísimos años (usa una palabra que es siglos) fue una persona muy importante que encontró un lugar muy grande al otro lado del mar. Pero no del mar que da a la ciudad, sino de otro mar más grande aun. Yo no creo que sea posible, pero se lo pregunté al Señor hace unos años y me lo confirmó. Sam es el primero en meterse entre las ruinas y lo sigue mi hermano, que como sólo tiene once años y es tan chiquitín no tiene pro-
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DÍA 112 DEL AÑO 27 TRAS LA GRAN CATÁSTROFE blemas cuando se trata de escabullirse entre espacios reducidos. Siempre somos Alei o yo los que nos metemos entre los recovecos de las ruinas para encontrar pequeños tesoros con los que llenarnos los bolsillos; si son valiosos y se los entregamos al Señor, nos obsequia con tartas de limón o dulces de naranja, que son escasos. Si Mamá supiera lo que hacemos estaríamos todos muertos. —Garla —me llama mi hermano—, déjame a mí, que me toca. No puedo contestarle, porque se mete entre los escombros de dos edificios derruidos y se arrastra por el suelo hasta entrar por una ventana rota. Vemos su pie, calzado con las botas negras que siempre lleva, pero después de un tirón rápido desaparece. Alei no es tonto, así que no se arriesgará innecesariamente, pero igualmente me preocupo y esperamos a que salga aguantando la respiración. Al cabo de un rato, oímos su voz distorsionada por la distancia. —¡Chicos, acabo de encontrar una cosa súper rara! —¿Qué es, Alei? —No lo sé, Tao, si lo supiese no sería súper raro. Suspiro. Alei es muy insufrible, a veces, pero nosotros estamos acostumbrados y no nos importa tanto. Me tiro al suelo y me meto por la misma rendija que él, intentando no rascarme con los escombros. —No te muevas de donde estás —le ordeno, y espero que me obedezca—, que voy hacia ti. Cuando llego a la ventana rota, intento cruzarla sin tocar los cristales, pero es demasiado difícil, así que haciendo malabares consigo, a base de golpes con los codos, desprender los que quedan. Se precipitan hacia el suelo y es cuando yo decido desprenderme. Las suelas de mis botas evitan que me clave ningún resto de cristal y me ayudan a mantener el equilibrio cuando mis pies tocan el suelo. De repente, me encuentro en una sala enorme, con muchas mesas y sillas y lo que Mamá llama estanterías, que es donde guarda los platos de cerámica y arcilla. Pero en
estas estanterías de madera oscura y roída, bastante vieja y llena de polvo, no hay platos ni cubertería ni nada que se le parezca. Alei está sentado entre dos de ellas con algo entre las piernas. Me acerco y detrás de mi oigo que alguien cae donde yo estaba segundos antes. Alei levanta la mirada, me sonríe y levanta entre sus manos un objeto que, en efecto, ninguno de nosotros ha visto jamás. Tiene un montón de rectángulos de lo que parece ser tela muy fina que cuelga de cuero endurecido y grueso. Me siento al lado de Alei y los demás se unen a nosotros. Lo primero que veo son unos dibujos muy extraños hechos con lo que parece ser una tinta muy oscura que, a diferencia de la que usa el Señor, está como enganchada al papel y parece que tiene que ser imborrable. Pero no son exactamente dibujos, porque no consigo ver formas reconocibles, sino más bien símbolos y todos se van repitiendo una vez sí y otra también. Cuando paso los rectángulos de tela amarillenta, me doy cuenta que se repiten los mismos símbolos, pero que también hay pinturas muy reales de lo que parece comida, aunque no la que prepara Mamá. Me entra hambre y me doy cuenta que la comida de los dibujos es mucho más apetitosa que la que comemos en el campamento. Alei debe estar pensando lo mismo que yo, porque hace un puchero que conozco muy bien. —Qué cosa más extraña —dice Sam, y me sonríe levemente cuando se da cuenta de que lo estoy mirando. Me ruborizo porque me ha pillado y no quiero que se piense que me gusta o algo así; no como se gustan los adultos que se casan, porque eso es muy raro. Aunque, claro, Sam no es la peor persona con la que casarse y, además, haremos unos bebés preciosos. El problema es que luego crecen y seguro que los míos salen a mi hermano. —¿Has visto qué dibujos? —añade Merideth—. Y los colores… qué raros. —Yo creo que es muy chulo. —¡Pero si no sabes lo que es, cazurra! —me recrimina mi hermano.
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ANA GASULL Como siempre me pone de los nervios y es un maleducado (y porque se lo merece y ahora que tengo trece años soy toda una adulta y tengo derecho y permiso para hacerlo), le doy un sopapo a ver si así se queda tonto de por vida. O, con un poco de suerte, se daría un golpe en la cabeza que lo volvería normal. Es mi máxima aspiración en esta vida. —Si os peleáis ahora, me estallará la cabeza —se queja Tao y acto seguido nos ignora para coger la cosa de mis manos—. Aunque yo creo que sé lo que es. —¿Sí? Tao no nos mira cuando contesta, está demasiado ocupado examinando los símbolos y los dibujos. —Creo que se llama libro. —¿Eso no era algo del horóscopo? Tao suspira. —No, Garla, no; lo que tú dices es el signo de libra, yo te hablo de libro, con o. —¿Y para qué sirve? —pregunta Sam. —La verdad es que no lo sé. Es algo así como descifrar los símbolos y luego te entra información en la cabeza. No entiendo un carajo de lo que dice Tao (me pasa la mayoría de las veces que ese niño abre la boca, sinceramente), así que me limito a encogerme de hombros y le quitó el libra de las manos. Cuando me levanto, los demás me siguen. —Será mejor llevárselo al Señor, para que le eche un vistazo. Salir de allí es mucho más difícil que entrar, me cago en la leche. Eso sí, cuando ya estamos todos fuera, no nos entretenemos en buscar más cacharros. Tao marca el edificio derruido con pintura roja que lleva en el bolsillo y deshacemos nuestros pasos. Cuando caminamos entre las ruinas hay que ir con mucho cuidado, porque un paso en falso puede hacer que los restos de todo un edificio terminen por venirse abajo y eso sólo puede significar problemas. Una vez, una mujer del campamento que se llamaba Magei se quedó atrapada bajo una viga y no pudieron salvar-
la, sino que se murió porque perdió mucha sangre, creo. Yo era pequeña y no me dejaron verlo. Tampoco hubiese querido. Esta ha sido de nuestras exploraciones más cortas y, aunque es muy interesante lo que hemos encontrado, la vuelta es aburrida. Nadie habla porque, como ya he dicho, no queremos espantar a los animales. Hay que mantenerlos tranquilos y en su sitio porque luego van a cazar los del campamento y no se los encuentran. Es importante cazar porque la carne nos aporta proteínas, según el maestro, y nos hace más fuertes. Durante el verano cazamos y pescamos mucho y guardamos grandes piezas en salazón para el invierno, que es largo y frío y los niños recién nacidos pueden morirse fácilmente. El invierno es triste y cruel, cantan las viejas, pero en realidad a mí me gusta. Mamá dice que de pequeña subía a unas montañas muy altas y allí encontraba nieve y hielo y los ángeles silbaban entre las ramas desnudas de los árboles. Es muy injusto que yo no pueda ver la nieve; pero, si el mundo fuese justo, Mamá podría ponerse sus vestidos sin miedo a ensuciarlos o a romperlos porque no son prácticos y podría montar en su gran caballo para cuatro personas. Aunque haya sido un viaje corto, estoy cansada; cruzamos el bosque a buen ritmo y mis pies se quejan (mis pies y otras partes de mi cuerpo, la verdad, pero no hay nada que hacerle). Llegamos de nuevo al campamento. Está formado por distintas casitas de madera que, a veces, con las tormentas salen volando y hay que volverlas a construir, pero normalmente son resistentes. Lo suficiente como para no tener que preocuparnos mucho, muchísimo. Sam ya tiene edad para aprender a construir y su padre le está enseñando y Merideth empezará el año que viene. Yo, dentro de dos años, y mi hermano dentro de tres. Según el maestro, la edad es importante, aunque no sé por qué. En el centro del campamento hay como una plaza redonda y un altar de piedra donde celebramos fiestas como bodas o nacimientos,
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DÍA 112 DEL AÑO 27 TRAS LA GRAN CATÁSTROFE pero también funerales. Yo me casaré allí, con un vestido blanco y flores en el pelo, con Sam a mi lado, claro. La casa del Señor es la más apartada y la más grande, aunque no mucho, porque los niños huérfanos que no tienen ningún familiar más, como Tao, se van a vivir con él. Tao nos abre la puerta y nos invita a pasar, pura formalidad. El interior de la casa es sencillo y austero, como la de todo el mundo, pero el Señor tiene el lujo de permitirse una habitación de más, que es su estudio. Allí hace sus cálculos y lleva el censo de los que nacen y mueren y se casan y todo eso. Está sentado con uno de los niños más pequeños y tiene una manzana en la mano, aunque no es época de manzanas, así que no sé de donde la ha sacado. El niño lo mira con atención y, por respeto, decidimos esperar en el quicio de la puerta. Excepto Alei, que es tonto perdido y siempre ha hecho lo que le ha dado la gana. Me arranca el libro de las manos, me saca la lengua y entra en el cuarto como si fuese el rey del mambo. A veces siento la necesidad de estamparle la cabeza contra la pared. Y eso que no soy para nada violenta. —Señor, le traemos una libra. Tao suspira. —Un libro, idiota. Al Señor se le iluminan los ojos. —¿Un libro? —exclama, extasiado. Olvidándose del niño, pega un bote de la silla y se acerca a Alei rápidamente. Al parecer, en nuestra comunidad nadie ha recibido lecciones de modales, porque el Señor le arranca el libro de las manos y se lo acerca al rostro hasta que su nariz casi toca el cuero duro. Parece a punto de echarse a llorar. —¿Qué es un libro? Ni siquiera me presta atención. Creo que se ha enamorado. —Señor —dicen Sam y Merideth a la vez— , ¿qué es un libro? —Esto es un libro —responde, como si fuese obvio—; no puedo creer que hayáis encontrado uno. ¡Es maravilloso! Quién iba a creer
que unos mocosos insoportables como vosotros me darían la alegría más grande de mi vida. Tao, ¿recuerdas que te hablé de que antes se escribía y se leía? Tao asiente lentamente. —Sí, Señor, pero… —no parece muy convencido. Tal vez él tampoco sabe lo que es leer y escribir, como yo. —¡Pues por fin podrás aprender! ¡La historia de la humanidad no está perdida del todo! Nadie entiende lo que quiere decir. —Señor… —intenta Merideth. —Aunque cuando vuestras madres se enteren, será terrible. Pero a mí me da igual, ese ya no es problema mío. Yo tengo que ir a ver a la Vieja Ivai, que se pondrá muy contenta. Y es así como, de una forma u otra, nos echa a patadas de su casa y nos cierra la puerta en las narices sin contestar a nuestras preguntas. Tao nos pide disculpas desde el otro lado del cristal. No será hasta días más tarde (cuando Mamá ya nos ha dado un buen tirón de orejas a mi hermano y a mí y nos ha dejado sin cenar y Papá nos ha hecho trabajar extra como castigo) que por fin nos explicarán los conceptos leer, escribir y libro, entre otros. En efecto, sin comerlo ni beberlo, hemos salvado a la humanidad de lo que el Señor ha empezado a denominar la Segunda Gran Catástrofe. Siempre he pensado que es un poco exagerado pero no me quejo, porque ahora el día de mi cumpleaños es Fiesta Nacional, sea lo que sea eso.
Ana Gasull @AnyaFrois
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CARLOS J. EGUREN
LOS ARQUITECTOS DEL FIN DEL MUNDO se presentan en:
COMPLETAMENTE DE ACUERDO por Carlos J. Eguren Cuando se ha producido el Fin del Mundo, los artífices de tal evento se reúnen para evaluar los daños. ¿Quién iba a decir que iba a ser tan cuantioso? ¡Ellos no!
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ue el fin del mundo, pero podría haber sido peor. Quitando un ecosistema enloquecido, continentes destruidos, zonas inhabitables, millones de personas muertas, civilizaciones desaparecidas, sueños convertidos en polvo, lluvias radiactivas, desapariciones de especies completas… Para ser todo eso, había estado bastante bien aquello de probar el Apocalipsis. Al menos, eso seguía pensando el Profesor Buenaesperanza. II Siguiendo unas viejas coordenadas guardadas en un papelillo (en su petaca de ron), las Tres Grandes Mentes se reunieron tras un par de años en los que explosión termonuclear aquí y allá no les había permitido reunirse para tomar unos tintos. La señorita Angeline los encontró en medio de aquel desierto de cenizas. Actriz despampanante de día, genio increíble de noche, ahora se reducía su vida a pensar en qué hacer después del fin de los días. —Nada nos preparó para lo que vendría tras el punto y final, camaradas —dijo a los otros dos. —No crrrrea usted esas cosas, señorrrrrrrrita —dijo el Profesor Buenaesperanza. Hablaba con una “r” marcada porque pensaba que el acento era divertido. En realidad, había nacido en Cuenca. En silla de ruedas apareció el Maestro Muerte, luciendo sus gafas de sol. Pese al nombre, era buena gente… la mayor parte del tiempo, cuando intentaba no imponer una dictadura en algún Ánima Barda - Pulp Magazine
COMPLETAMENTE DE ACUERDO país (cosa que suele pasar) o desmembrar a algún agente secreto con el rayo láser con el que calentaba su caldito de pollo mañanero. Intentó hablar, pero la careta de cartón se lo impedía. —Y bien, así nos reunimos las Tres Grandes Mentes —se pronunció Angeline—. Aquí estamos los que nos cargamos el planeta. Los Tres aplaudieron con gran exquisitez. —Completamente de acuerdo —dijeron al unísono. III Las Tres Grandes Mentes hicieron algo sensato: a partir de alguna viga suelta, consiguieron colocar tres hamacas y empezaron a discutir. —En serrrio, ¿tenemos que evaluarrr daños? —Consecuencias, no daños. Es una parte importante del método científico de nuestra insigne academia. Así impediremos que nos llamen “Academia de Científicos Chiflados”… Otra vez. —Ya no queda nadie que nos pueda insultarrrrr… —Grrrrrrrrrrrr. —Sí, Maestro Muerte, tomamos en cuenta su opinión sobre el estudio. —Pero a verrr, ¿qué hay que analizarrr? Nos prrropusimos carrrgarrrnos el planeta y nos lo cargamos —dijo el Profesor Buenaesperanza, colocándose un garfio (así era más carismático, pensaba que eso le quedaba mejor para su imagen dado el público). —Sin embargo, compañero, no hemos conseguido los resultados pronosticados. ¿Por qué? ¡Debemos hablarlo! —Grrrrrrrrrr, grrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, grrrrrrrrrrrrrrr… —Sí, ya sé que nos deberían dar una medalla, Maestro Muerte. Muchos intentaron cargarse el planeta, pero solo nosotros lo conseguimos… No obstante, antes de los méritos, debemos saber en qué fallamos. —En que usted es mujerrrr y no pusimos el
demasiado ímpetu. El Profesor Buenaesperanza se cayó de la hamaca tras recibir un delicado tortazo de Angeline que le obligó a escupir todos los dientes de oro y cobre que llevaba en su podrida boca. —Completamente de acuerdo —dijeron al unísono. IV —Pensábamos que serrría como reiniciarrr un orrrdenadorrr. Se apaga, se formatea y se empieza de cerrro (de cerrrro y unos si somos exactos). Crrreíamos que errra un buen sistema… Perrro bueno, al final demostrrró que no funcionaba del todo así. ¿Quién iba a pensarrrlo? — ¡Pues nosotros! Para eso confiaban en nosotros. —Bueno, siempre tuvieron que ser algo más escépticos a la hora de encontrar a su mesías. —Por cierto, Buenaesperanza, ha hablado sin pronunciar la erre. —Mis disculpas, es que a veces me quedo obnubilado. —Grrr grrr urrrrr… —Completamente de acuerdo —dijeron al unísono. Y sí, se veía que el Maestro Muerte hablaba solo bien cuando lo hacían a la vez, porque solo decía cosas que obligaban a que Buenaesperanza respondiese: —¡No pienso montarrrme un trrrío con ustedes, Maestrrro Muerrrte! V El resto del día lo pasaron hablando sobre fútbol (que ya no había), la cura del hambre en el mundo matando a toda la población, el fin de la guerra entre carnívoros y herbívoros (todos muertos) y otros temas interesantes como la roña de los pies. —¿Crrreen, dama y señorrrr, que hicimos lo adecuado? El Maestro Muerte agachó la cabeza. Angeline pareció pensar un poco. Luego, los
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CARLOS J. EGUREN tres respondieron. —Claro que sí. Completamente de acuerdo. VI Después de pasar la tarde observando las explosiones nucleares que había para aquel día (un gran y gratuito espectáculo), las Tres Grandes Mentes se centraron de nuevo. —¿Y si creamos un par de moscas bicéfalas? —¿Y si destrrruimos el mundo dos veces más? Por pasarrr el rrrato y tal. La teoría del Profesor Buenaesperanza es que habían destruido el mundo una vez, si lo destruía una segunda, pues a la tercera iría la vencida. Eso era, básicamente, lo que había dicho aunque con muchas más erres. Ya os imaginaréis. El Maestro Muerte pensó unos segundos y Angeline hizo lo mismo, para al final contestar: —Completamente de acuerdo —dijeron al unísono. VII Tras comerse un pollo de tres patas (que bien podría haber sido una cucaracha maquillada), las Tres Grandes Mentes se encontraban felices al pensar que volvían a ser útiles para el mundo. Ellos, que desde diferentes lugares del mundo, lo destrozaron; ellos, que aquella vez era la primera vez que se veían. Eran felices porque había conocido a sus almas gemelas. —A la tercera va la vencida, sí —dijo Angeline—. Tendremos que destruir el planeta dos veces más, pero podría funcionar. —A la terrrcerrra va la vencida… Es un dicho popular, algo de razón tendrrrá. —Deberíamos usar el método científico para certificarlo. —Ya lo vamos a prrrobarrr si nos funciona esto, ¿no? Matamos dos pájaros de un tirrro. —¡Grrrrrrrrrrrrrrrrr! —¡Albricias! ¡Cuánta razón en un cerebro putrefacto! ¿No fue, a caso, lo que pasó con nuestra Tercera Guerra Mundial? ¡A la tercera, la vencida! Y nadie nos lo impidió, es
más, nos ánimo a hacerlo. Los tres tomaron una copa de sangre de pollo (o lo que diantres fuera aquello. ¡Malditos biólogos! Ellos sí que tenían trabajo ahora clasificando a nuevos “animales” y dando de baja a otros). —¡A reiniciarr el sistema de nuevo se ha dicho! —exclamó el Profesor Buenas Esperanzas. El Maestro Muerte derrapó con su silla de ruedas mientras se largaba a toda pastilla. —¡Completamente de acuerdo! —dijeron al unísono. VIII Ocho años antes, tres grandes científicos de tres lugares del mundo tuvieron una idea. Las cifras anteriormente citadas no tienen ninguna relación, igual que tampoco la tuvo que se les ocurriese lo mismo por solo mirar la televisión, los periódicos y cualquier expediente secreto. El mundo se dirigía hacia el fin, ¿y si en vez de detener el Apocalipsis le daban su último empujón? Fue una noche de fin de año, en 2012, cuando tomaron la decisión con un: —¡Completamente de acuerdo! —dijeron al unísono. Y los fuegos artificiales del 31 de diciembre de 2012 fueron especialmente animados. Parecían de otro mundo y no del fin de uno.
Carlos J. Eguren @Carlos_Eguren
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ROY BURTON SIEMPRE DICE...
ROY BURTON SIEMPRE DICE... por J. R. Plana
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ueno, ya veis, no digo que haya estado en todas partes y que haya hecho de todo, pero sí sé que vivimos en un planeta muy sorprendente, y que un hombre tiene que ser muy imbécil si piensa que estamos solos en este universo, y más después de ver lo que tenemos ahí fuera. —El hombre silba mientras se recoloca en el taburete y toca un acorde suelto en la guitarra. Camisa a cuadros sobre camiseta y vaqueros. Podría ser un camionero, o un leñador. Francamente, podría ser cualquier cosa—. Vaya tela, ¿eh? En fin, esto es This Life, una canción que habla de cómo vivir la vida. Empieza a tocar y a cantar. No tiene cables ni micrófono, y la guitarra es acústica, pero eso no importa, puesto que el Grim´s Grill está vacío y se le oye alto y claro. Los únicos ocupantes, además de él, que se entrega con pasión y voz cascada sobre la gastada tarima y bajo un único y triste foco, son tres personas, dispersas por el sucio y maloliente bar de atmósfera cargada. El primero es un hombre con una cazadora de cuero marrón, sentado en una mesa que tiene todas las sillas encima menos la suya. Está tumbado, con la cabeza oculta sobre el brazo, y una botella vacía tirada delante. El segundo está dos mesas más a la derecha, enfrente de la tarima, parece un capataz de obras de carreteras, y tiene la mano extendida sobre el tablero, Ánima Barda - Pulp Magazine
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J. R. PLANA jugando con un cuchillo de caza que clava entre sus dedos y bebiendo un trago de algo que parece whisky cada vez que se corta. La tercera y última persona es una mujer, una chica rubia que bebe y fuma sobre la barra con aspecto taciturno. Ella desentona. No por ser guapa, ni tampoco por los vaqueros, las botas ni la camiseta, desentona porque parece demasiado lista para estar allí. Y es que están en el Grim´s Grill & Beer, la mejor parrilla a este lado del… Bueno, eso ya da igual. Lo importante es que es un cuchitril oscuro y mal ventilado, dejado de la mano de Dios, donde las únicas luces son el foco que ilumina la tarima y el fluorescente parpadeante que está a la puerta de los baños, donde los teléfonos públicos. El tipo de la guitarra acaba la canción rasgueando las cuerdas con ímpetu. —¡Muchas gracias! Eso es todo por hoy, próximos pases en el infierno. A partir de mañana y para toda la eternidad. Y se baja del escenario de un salto y con la guitarra en la mano. Nadie parece notarlo. Sus botas crujen sobre la madera al pasar al otro lado de la barra, y la guitarra se queja cuando la deja sobre ésta. —Te invito a una copa —le dice a la mujer—. No te importa, ¿verdad? —No creo —responde ella. —Entonces deja de beber eso. —Desaparece detrás del mostrador y se oye el ruido del vidrio al chocar y cajas arrastrándose. Su mano surge de abajo con una botella—. Mejor así. Coge el vaso de ella y lo tira a un lado. Luego saca otro y llena los dos hasta el borde. —Por nosotros —dice él elevando el vaso. Ella le corresponde con el mismo gesto y los dos beben hasta apurar el vaso—. Qué mierda más buena. La chica asiente y le tiende el vaso. Vuelve a llenarlos y vuelven a beber, así unas cuantas veces, sin decirse nada más. Se limitan a observarse con disimulo mientras vacían un vaso tras otro. Ella piensa que podría parecer un hombre
formal si se afeitara y se cortara el pelo, o quizá si se hiciera una coleta. Lo que no tiene arreglo es la mandíbula dura, que le hace inevitablemente cara de bruto. Varonil sí, pero bruto también. Sólo Dios sabe lo que piensa él, aunque los vistazos rápidos al escote de la rubia puedan dar pistas. —Grim era un cabrón, pero sabía esconder el buen alcohol —afirma él intentando sacar conversación. —Supongo que sí. —Da una larga calada al cigarrillo—. ¿Fumas? —pregunta ofreciéndole con la otra mano el paquete. —No —responde, cogiendo un cigarrillo. —Da igual. Yo tampoco. —Le empuja el mechero, acercándoselo—. ¿Cómo has dicho que se llamaba él? —Con la cabeza señala al rincón de los baños, dónde dos piernas desmadejadas asoman por la esquina y la luz aséptica e intermitente del luminoso deja ver unas manchas rojas y oscuras en la pared. —Grim. —Grim, eso. Parece que perdió los nervios. —Sólo cogió el camino fácil. Nunca fue muy valiente, siempre estaba quejándose de todo. —¿Le conocías? —He tocado en este tugurio unas cuantas veces, así que se podría decir que sí, conocía al viejo Grim. Era sucio y desagradable, pero que me despellejen si no freía el mejor pollo de todo el condado. La mujer asiente, pensativa. Tiene la cara de quien no presta mucha atención. —¿Te dedicas a esto? —pregunta, señalando la guitarra con la cabeza. —Eso parece. —Se pone el cigarrillo en los labios y ofrece la mano por encima de la barra—. Roy Burton. Músico de carretera. —Julia. —Se dan un firme apretón. Roy mantiene la mano agarrada unos segundos más de la cuenta. —¿Julia y ya está? ¿Nada más? —De momento Julia a secas. —Muy bien —dice, levantando las manos en señal de rendición—. Como quieras, Julia. ¿Eres de por aquí?
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ROY BURTON SIEMPRE DICE... —No, ¿y tú? —Amiga, Roy Burton es de todas partes y a la vez de ninguna. Mi hogar está donde esté yo y esta guitarra. —Ella camufla la risa tras un largo trago de alcohol—. Aunque suelo pasar bastante por aquí. De hecho, estaba a unos cuantos kilómetros, en Densfield, cuando empezaron a pasar esas cosas, a abrirse esas… esas… rajas, fajas… —Fallas. —Como sea. El caso es que estaba tomando unas cervezas con Nake y oímos un fuerte chillido. Estamos acostumbrados a oír gritos, la gente grita por todo, pero este era especial, era un auténtico aullido, el tipo que berreaba tenía que estar pasándolo realmente mal. Así que salimos afuera listos para entrar en acción y lo vimos. Era raro, ¿sabes? Muy raro. —Roy deja la vista perdida en algún punto del infinito mientras sigue hablando—. La carretera seguía en su sitio, pero había un trozo que no. No era un agujero, porque los agujeros tienen paredes y fondo, y suelen estar oscuros. Esto tenía luz y no tenía paredes. Como una ventana, ¿entiendes? — Vuelve a mirar a Julia mientras señala hacia los ventanales del bar—. Como esas, una ventana, pero en vez de a la calle, a otro sitio totalmente distinto. —Entiendo el concepto... —Pues eso, como ventanas. Y allí, agarrado a los bordes con apenas la punta de los dedos, estaba el hombre de los gritos, con el cuerpo metido entero en ese agujero y llorando como un bebé. Antes de que pudiéramos hacer algo, el tipo perdió el agarre y se soltó, perdiéndose en ese sitio. Lo que había al otro lado no era de aquí, no sé si me entiendes. No era la tierra. Tenía colores muy extraños, como de una foto pasada. En fin, Nake y yo tampoco nos quedamos a averiguarlo, salimos de allí cagando leches. Por el camino, antes de separarnos, vimos unas cuantas rajas más, que se iban abriendo por todas partes: en el suelo, en el cielo, en los edificios, en la gente. Había un hombre que se quedó partido por la mitad por una raja, y un edificio que se
derrumbó entero cuando se abrió una en los cimientos. Tía, qué pasada. —Roy da un trago y chasca la lengua en señal de aprobación—. Cuando llegué a casa y puse la tele y comprendí que iba en serio, que estaba pasando por todas partes. Oí la historia de cómo había empezado, lo del laboratorio científico y eso, y entonces me dije: “Roy, esto es el fin del mundo, más vale que te enteres. Disfruta de lo que quede mientras puedas”. Así que hice un par de cosas y me vine aquí, a ver si conseguía comerme una buena ración de pollo antes de palmarla. Pero el idiota de Grim ya se había volado la tapa de los sesos. Maldito imbécil. La verdad es que eso de ahí fuera es una puta locura, con la gente histérica y esas cosas cargándose el mundo. —Roy se calla un momento para apurar el cigarrillo—.Y tú, Julia, ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Dónde te pilló todo esto? Julia tarda en contestar, paladeando cada palabra antes de soltarla. —¿Te ha dicho alguien alguna vez que hablas demasiado? —Todos los malditos días. En serio. —Está bien… Te lo contaré si me dejas acabar Estaba trabajando. Cuando las cosas se pusieron feas, cogí lo primero que pude, lo metí en la mochila y salí pitando de allí. Mi coche se lo tragó una falla, así que se lo robé a un hombre que trataba de huir cuando una de esas criaturas lo cogió por los tobillos y empezó a merendárselo. Luego conduje. Conduje, conduje y conduje, esquivando locos y fallas, hasta que el coche se quedó sin gasolina, a un par de kilómetros de aquí y así… —Wow, wow, wow, un minuto preciosa, ¿criaturas? ¿Qué criaturas? —¿Ves? No sabes escuchar. —¡Oh, claro que sé escuchar! ¡Ese es el problema, que he escuchado algo que no quería saber! —¿No has visto ninguna? ¿No? Son como pulpos, pero con patas además de tentáculos, y cuando aparece uno se tira sobre lo primero
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J. R. PLANA que ve y empieza a comérselo. —La leche. —Atropellé a uno con el coche. Fue divertido. Los dos apuran su vaso y Roy vuelve a llenarlos. —No deja de tener gracia. —Julia le interroga con la mirada—. El follón este, digo. Mira, Julia, soy un tipo razonable. Te lo aseguro, muy lógico y todo eso, es sólo que he vivido algunas cosas muy poco razonables y eso me está afectando a la jodida azotea. Lo que está pasando es una maldita broma del cosmos, coño. ¿No lo ves? Es una señal, una forma de decirnos: “Os lo dije, tíos, os estabais pasando”. —¿De qué demonios estás hablando? — ¿Quién no sabe escuchar ahora? —¡Cállate y aprende a hablar! —Pides cosas muy complicadas. —Ya lo sé, los tíos sois así de inútiles. —Venga, Julia, no me dirás que tiene sentido callarse para aprender a hablar, ¿qué eres, una filosofa china o algo así? Lo que estaba tratando de decirte es que es una broma del cosmos que por culpa de los de las batas, que supuestamente nos hacen avanzar como raza, estemos ahora con el mundo rajándose como una maldita piñata, ¿lo pillas? —Oh, por favor, es más complicado que todo eso. —¿Ah, sí? Vamos, pues adelante, explícamelo. —Olvídalo, Roy. No quiero hablar del tema. —¿Qué? No me jodas, ¿el mundo se está yendo a la mierda y tú no quieres hablar? ¡Suéltalo ya y no me toques los cojones! —¿Alguna vez te enseñaron modales, Roy Burton? —Mi madre era una buena mujer, una gran mujer, y mi padre un capullo, pero me quería. No, nunca me enseñaron modales y tampoco quise aprenderlos, y ahora, ¿hará usted, señorita, el favor de contarme a qué cojones se refería con que es más complicado? —Cielo santo, que habré hecho yo para
merecer esto en mis últimas horas. —Nena, aún no sabes la suerte que has tenido. —De acuerdo, te lo contaré. —Julia respira profundamente y suelta el aire poco a poco—. Vamos a ver, ¿y si te dijera que yo soy culpable de que esté ocurriendo esto? —Te diría que eres una chica demasiado guapa para eso. —Roy, por favor, hablo en serio. —¡Por favor! No me jodas, Julia. —Escúchame, Roy, yo tengo algo que ver en el fin del mundo. —Estás loca… ¿Es ese tu problema? —Soy parte del equipo científico que trabajaba en los laboratorios donde se organizó todo el lío. —Está bien, está bien, parece que no estás de broma. Voy a necesitar otro de estos. — Aboca la botella sobre su vaso y lo llena. Luego hace lo mismo con el de Julia—. Y creo que tú también. —Es todo complicado de explicar, así que omitiré las partes aburridas. El doctor Evans era el jefe. Estaba convencido de que había encontrado la forma de demostrar que las Teorías de las supercuerdas son pamplinas. Llevaba años trabajando en ello y por fin estaba todo preparado para llevarlo a cabo. Bien, el experimento funcionó. Al principio. Pero luego pasaron dos cosas: la primera, demostró que las Teorías de las supercuerdas son acertadas, y la segunda, rasgo el tejido de nuestro universo, lo hizo colisionar con otros y alteró las vibraciones de las once dimensiones, haciendo que empezaran a abrirse fallas y agujeros que conectan este mundo con otros paralelos. ¿Lo has entendido? —Creo que sí… Espera… No, definitivamente no. —Bah, da igual, no lo entiendo ni yo. Y está claro que el doctor Evans tampoco lo terminaba de coger. —Qué cabrón. Espero que disfrutara con el experimento. —Ya lo creo que sí. Su cara era todo un poema, tendrías que haberlo visto cuando
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ROY BURTON SIEMPRE DICE... comprendió que acababa de demostrar lo que pretendía rebatir, segundos antes de asimilar que se había cargado nuestro universo. Luego, el espacio se plegó a su alrededor, se le puso la piel del revés y una falla le partió en dos. Así —añade, dibujando una línea vertical con la mano—, de la cabeza a los pies. —Entonces brindo por él. —Roy apura el vaso—. Y dime una cosa, esos pulpos de los que hablas, ¿qué son? ¿Extraterrestres? ¿Seres de otra dimensión? Julia se encoge de hombros. —Ni pajolera idea. —¡Ja! Muy bien, doctora, así me gusta. Puedo llamarte Doc, ¿no? —Realmente no tengo el doctorado, pero si a ti te hace ilusión… —Claro que sí, Doc, ya me dirás tú quién va a venir a decirte lo contrario. Qué cojones, tú serás doctora y yo puedo ser el presidente, y a la mierda todo. ¡Brindemos! —Y vuelve a llenar los vasos. Se sirven hasta vaciar la botella, y se aseguran de que no quede ni gota. También se fuman un par de cigarrillos más. —Así que nuestra dimensión se está rajando por todos lados. —Exacto. —Qué bien. ¿Tenías hipoteca? —Sí. —Mira la parte buena. Ahora ya no. Ni tampoco casa, pero eso es lo de menos. ¿Sabes lo que suele decir Roy Bur…? Un crujido ensordecedor les hace llevarse las manos a la cabeza por instinto, el aire se llena de olor a ozono y el local parece temblar. La barra del bar se rasga de una punta a otra, como si alguien tirara de los lados, y en lugar de madera se ve un cielo estrellado surcado por auroras boreales. Roy salva su guitarra de caer al otro lado por los pelos, pero no los vasos y la botella, que pasan a otro lado y se pierden flotando en el aire. Julia y él se quedan mudos de horror, mirando con los ojos muy abiertos la enorme falla. —Cristo y su madre. De acuerdo —consigue decir Burton—. Es hora de largarse de aquí.
Con paso firme y ligero, Julia recoge su mochila, Roy se cuelga la guitarra al hombro y salen del Grim´s Grill casi corriendo, dejando a su suerte a los dos de dentro, que parecen no haberse enterado de nada. Afuera, el cielo esta rojizo, surcado por varias fallas que muestran escenarios irreales. Las casas son bajitas y la carretera larga, la típica calle principal de pueblo, la que lo atraviesa de punta a punta. Un hombre con un cartón colgado del cuello, en el que pone “Arrepentíos”, avanza hacia ellos esquivando coches abandonados y haciendo sonar una campana. —Bueno, no sé —dice Roy de repente, mirando al loco y recuperando la respiración—. Tampoco está mal. Quiero decir, me siento bien. No estoy asustado, no tengo miedo en absoluto. Me siento algo así como… afortunado, quizá invencible. Mira la parte buena, hay quien está peor. —Yo también tengo una actitud muy positiva al respecto —responde Julia. Se oye otro crujido y un agujero se abre a unos metros del otro hombre. Del agujero sale un ser morado y chaparrudo, que se desplaza con unas pequeñas piernas y ayudándose de seis tentáculos. Su cabeza es un bulbo enorme surcado por dientes. Corre en línea recta hacia el hombre de la campana y con un asombroso salto se le engancha a la cabeza. El loco lanza alaridos mientras la criatura le muerde una y otra vez y la sangre le resbala por la frente. —Oh, Dios mío, no. ¡Por favor! ¿Qué es eso? ¡No me digas! —Ves, eso es lo que te decía. Con tentáculos. —Tienes razón, es como un pulpo —observa Roy, que lo mira frunciendo el ceño—. ¿A qué sabrá? —No sé, pregúntaselo. —El pulpo, no el hombre —protesta—. Seguro que sabe a pollo. —¿Y ahora qué hacemos? —Y yo que sé. Has dicho que te quedaste sin gasolina, ¿no? —Julia asiente—. Puedes venir conmigo, si quieres.
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J. R. PLANA —¿Y a dónde irás? —Tampoco lo sé. ¿A dónde va la gente cuando el mundo se derrumba? —Supongo que a un sitio que se mantenga en pie. —Seguro que al parque de atracciones no. Así que estará vacío, ¿vamos? Roy se calla y mira fijamente a Julia, frunciendo el ceño. Casi se pueden oír los engranajes crujir en su cabeza. —Estoy pensando… Has dicho que esas rajas son como portales a otros planetas, ¿no? —Dimensiones. A otras dimensiones. —Me da igual, el caso es que la gente que las atraviesa aparece en otros lugares. —Supuestamente sí… —De camino aquí —dice, señalando al principio del pueblo—, he visto un agujero apartado del camino, en el campo. Estaba a pie de suelo, abierto ahí en medio, entre los matorrales, como una puerta. Al otro lado se veía un paisaje más o menos agradable. —Estás loco… —¿Tienes algún plan esta tarde? —Roy… —Atravesémoslo. Metámonos en esa jodida falla, y a ver dónde aparecemos. Total, no puede estar peor que esto. Julia va a replicar, pero se queda callada. Mira al pulpo, que va ya por la cintura del hombre. Una pierna se sacude con un espasmo. La campana tintinea al masticarla, aún agarrada por la mano. —Tienes razón, aquí ya no hay mucho más que hacer. —Esa es mi doctora. Ve subiéndote a la burra, voy a entrar a por unas cosas. —¿La burra? —Julia echa un vistazo en derredor hasta que se fija en una enorme Harley Davidson que hay aparcada junto al Grim´s Grill—. ¿Has venido en eso? —Sí —responde entrando en el restaurante con la guitarra en el hombro—. ¡Súbete y mantente alejada del bicho! Julia mira con aprensión al pulpo, que se está terminando los pies. Se coloca la mochila
al hombro y se acerca a la motocicleta. Es negra, con una calavera pintada en un lado y dos alforjas colgando detrás. Se acerca a curiosear, preguntándose qué clase de cosas lleva un músico en las alforjas de la moto. Son de cuero y con chorreras, con un ancho enganche metálico. Julia agarra el enganche de la que está en el lado derecho y lo abre. Un vuelco sacude su corazón cuando reconoce la culata oscura de una pistola, que asoma entre varias cajas con balas pintadas. Deja caer la solapa y se aparta de la motocicleta. ¿Por qué lleva Roy una pistola? ¿En qué lío se está metiendo? No tiene tiempo de pensar más, pues se oye la puerta del restaurante al abrirse y los pasos de las pesadas botas de Roy, que en seguida aparece doblando la esquina. —Arrancando. Lleva puesta una cazadora de cuero marrón que a Julia le resulta vagamente conocida. Además de la guitarra en la espalda, en la mano derecha sujeta una escopeta recortada de dos cañones que tiene una salpicadura de sangre en la boca, un par de cajas de cartuchos bajo el brazo y dos botellas de alcohol en la izquierda. —¿Qué has cogido? —pregunta Julia, incómoda con el descubrimiento del arma. —Algunas provisiones para el camino. —Se aparta la cazadora y deja a la vista un enorme cuchillo de caza sujeto al cinto con su funda—. Esto, para trinchar pavos. —Llega hasta la Harley y abre la alforja izquierda—. Esto, por si nos encontramos más como ese —dice, enseñando la escopeta y señalando al pulpo con la cabeza—. Grim no la va a necesitar más. —Mete la escopeta y los cartuchos en la alforja, la cierra y abre la otra—. Esto — dice levantando las botellas—, por si se nos tuerce el plan y hay que improvisar algo para alegrar la fiesta. Al meterlas dentro la pistola queda más a la vista, y Julia aprovecha para preguntar, haciéndose de nuevas. —¿Y eso? —Señala al arma. —Ya estaba aquí cuando llegué. Nos será
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ROY BURTON SIEMPRE DICE... útil —contesta Roy subiéndose a la moto—. Esa cosa está empezando a mostrar interés en nosotros, más nos vale ponernos en movimiento. —¿No es tuya la moto? —pregunta Julia subiéndose a la Harley al ver que el pulpo comienza a moverse hacia ellos, dejando un rastro de restregones rojos en el suelo. —Se la devolveré algún día. —¿Igual que el cuchillo y la cazadora? —Roy hace rugir la Harley y Julia pasa instintivamente los brazos agarrándole. —Nena, hazme caso, no creo que vayan a necesitarlo más. —¡Se lo has robado! —Bueno —contesta él arrancando la moto y acelerando—, nadie es perfecto. La Harley embiste al pulpo, que sale despedido despachurrándose contra un coche cercano. Todo se llena de sangre y baba morada. La motocicleta resuena por el pueblo desierto como el bramido de un gigante, tanto que Julia teme que el mundo se rasgue aún más sólo por eso. Se agarra a Roy con fuerza cada vez que él da un acelerón, y él responde riendo y dando más gas a la Harley. Recorren la calle y salen del pueblo. La carretera se pierde en la distancia, atravesando la llanura y escondiéndose tras las montañas del horizonte. Al poco, Julia ve a un lado de la carretera la falla de la que ha hablado Roy. Efectivamente, está a ras de suelo y lo que hay al otro lado resulta menos amenazador que un cielo lleno de auroras boreales. —Ya llegamos —dice Roy. Frena la motocicleta y encara al agujero. —Roy, ¿estás seguro? Éste se gira un poco, lo suficiente para ver parte del rostro de la doctora, que mira la grieta con clara inquietud. Un acelerón rugiente de la moto es toda respuesta por parte de Burton, y el universo decide que es buen momento para empezar a abrir agujeros alrededor de la pareja. El suelo tiembla y se empiezan a oír crujidos, el sonido de la
realidad al rasgarse. La Harley vuelve a ponerse en movimiento, dando un brusco salto cuando pasa del asfalto a la tierra, y dejando tras de sí la marca negra de goma de neumático. Julia grita y se sujeta a Roy, y él acelera más. La falla cada vez está más cerca. Otra se abre sobre sus cabezas, mostrando un universo de objetos flotantes y criaturas que levitan, y una unos metros por delante, a la derecha, en la que se ve una gigantesca montaña azul que vomita piedras. —¡Roy, nos vamos a matar! —vocifera Julia, totalmente asustada. —¡Ja! —responde Roy por encima del ruido del motor—. ¿Sabes lo que siempre dice Roy Burton en un momento como este? —¡¿Qué?! ¡¿Qué estás diciendo?! —¡Roy Burton siempre dice a la mi…! Con un zumbido y una violenta succión, la Harley desaparece dentro de la falla, un segundo antes de que esta se pliegue en dos y desaparezca.
J. R. Plana @jrplana
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CARLA Y LAURA
por Cris Miguel
I
C
ómo ha ido? —Laura asaltó a Carla en cuanto la vio salir del edificio de Estado. —Nada… Necesitan sopesarlo. Te dije que era muy pronto. —La resignación acompañó a su voz. —¡Joder! ¿Pronto? Llevamos más de diez años así. Es más que suficiente… ¡No lo entiendo! —Laura se sentía frustrada y engañada. —Baja la voz. ¿Qué quieres, que te metan en una habitación de pensar? —Carla la agarró de la muñeca y tiró de ella apretando el paso. —No sé cómo puedes estar tan tranquila. ¡Te quedan seis meses para que te obliguen a volver a hacerlo! —¿Te quieres callar, o esperar a que lleguemos a casa? Yo no estoy tan tranquila, pero esto es política, no vamos a solucionar nada gritando. —Pues mi abuela me contó, que antes del apagón, la gente salía a la calle a gritar y a defender sus ideales —dijo muy digna. —¿Si? ¿Y dónde está esa gente ahora? —Laura frunció el ceño y miró al suelo—. Eres una idealista. —Carla sintió la desazón de su amiga y la paso el brazo por los hombros. —Yo sólo quiero… —No le salieron las palabras. Ninguna de las dos había elegido el mundo donde les tocaba vivir. Un mundo recomponiéndose y curándose aún las heridas que no habían cicatrizado. Un mundo devastado y en periodo de construcción. Un mundo donde Carla formaba parte del consejo de la Ciudad, pero le era imposible cambiar el punto de vista de sus colegas. Con unos ideales anclados en el miedo, con una única perseverancia, repoblar el mundo, repoblar la Ciudad. Carla vivía con Laura siempre que sus calendarios hormonales lo permitían. Era la poca libertad que poseían, ya que con el primer embarazo el Estado te obligaba a vivir con un hombre. Las jóvenes no siempre aceptaban, sobre todo si ellas mismas no habían crecido en una familia estructurada. Pero con la posibilidad de negarse el Estado se hacía cargo del bebé que lo llevaba con una familia o a un orfanato, ya que llegó un momento que había más niños que adultos. Ahora no, cada vez había más adultos, afortunadamente. Y seguía habiendo más niñas que niños porque era lo que les interesaba. Carla cerró la puerta tras de sí y dejó el abrigo en el perchero. Fue directa al sillón donde ya estaba Laura con la cabeza entre las manos. —No te preocupes, encontraremos alguna forma de evitarlo. —Sabía que era muy difícil pero no podía ver así a Laura. La sujetó y la recostó sobre su pecho. —Sabes que no… Tú eres la única que puede y hasta el mes que viene no te conceden otra vista con las sugerencias. —Entrecomilló con los dedos la palabra—. Carla… —Se abrazó a ella y dejó correr una lágrima de impotencia. —Vamos, no llores. —Le sujetó la cara entre sus delicadas manos—. No dejaré que te obliguen a tener otro bebé, te lo prometo. Laura la besó. Sabía que no lo decía para consolarla en ese momento. Sabía que era verdad. Confiaba en ella. Se abrió paso entre sus suaves labios. Sabía a manzana. —Es una imprudencia hacer esto, todavía es de día. —La apartó cariñosamente—. Si nos pillan lo menos grave que nos puede pasar es que me echen del consejo y adiós a nuestros sueños.
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CARLA Y LAURA —Lo sé… —Laura se sintió culpable y le cogió la mano—. Lo siento. ¿Tienes hambre? ¿Te preparo algo? —Y, sin esperar respuesta, Laura se levantó y fue a la cocina. Carla tenía miedo, mucho. No era fácil ser mujer en esa época, no era fácil estar en el consejo y hacerse oír, no era fácil cambiar su destino… y vivir con Laura lo complicaba aún más. Pero no podía resistirse a ella. Y sí defendía la libertad. Ella más que nadie; lo mejor era predicar con el ejemplo, posicionarse en contra de las normas establecidas por el Estado. Muchas veces se preguntaba cómo se vivía antes del Cataclismo, antes de que todo explotara en sus narices. Y tenía la firme certeza de que esos hombres y mujeres no estarían nada de acuerdo con cómo se vivía ahora. —Cariño, ¿no me oyes? —Laura le tocó el hombro, de pie detrás del sofá—. ¿Qué estabas pensando? —Carla se levantó y se puso frente a ella. —Nada… —Le cogió del mentón—. Eres fuerte, pensar esas cosas no te sirven para nada. Le hizo sonreír. Que contestara sin esperar una explicación. Con el tiempo habían logrado esa complicidad. Esa con la que miras a alguien a los ojos y sabes, exactamente, cómo se siente. Como respuesta Carla le cogió la cara entre sus manos y la besó. Mientras estuviera ella seguiría teniendo fuerzas para luchar. II Laura intentaba sacar temas de conversación insulsos. Reconocía esa mirada en sus ojos. Su madre también la solía poner. De preocupación, desesperanzada. Pero, al igual que con su madre, no servía de nada abordar el tema. Le quitaría importancia, miraría hacia otro lado y lo seguiría pensando introspectivamente. Su madre murió cuando estaba a punto de cumplir los quince años. Por aquel entonces las mujeres tenían embarazos hasta los cuarenta, y fue el último embarazo lo que se la
llevó. A ella y al bebé. De hecho a partir de ahí el Estado bajó la edad hasta los treinta y cinco, y según fue aumentando la Ciudad la volvió a bajar hasta los treinta. En ese momento Laura decidió que intentaría por todos los medios no convertirse en ganado y evitar de alguna forma ese control exhaustivo de natalidad. Algo que hasta la fecha ni ella ni Carla habían conseguido. Ambas tenían tres hijos, tres hijos que estaban en el orfanato de la Ciudad. Tres hijos de un padre diferente, de algún hombre que hubiese hecho méritos y el Estado consideraba que sus genes eran los más aptos. Tres hijos concebidos obligatoriamente “por el bien de la humanidad”. Quizás por eso sentía repulsión por los hombres. Tampoco ayudaba la idea que su padre fuera el que había fecundado a Carla la segunda vez. Automáticamente se distanciaron y ahora sólo lo veía de vez en cuando en la Plaza, saludándose con un seco movimiento de cabeza. La sirena sonó y la sacó instantáneamente de sus pensamientos. —No me dijiste que hubiera ningún acto hoy —le dijo a Carla. Como respuesta ésta se encogió de hombros. Dejó los platos en la encimera y ayudó a Laura a ponerse el abrigo. Ambas lo odiaban, pero debían ir, sino las encerrarían tres días en la habitación de pensar. El anfiteatro ya estaba casi a rebosar. Se quedaron lo más atrás que pudieron pero era inevitable no mirar. La tarima estaba en lo alto, de forma circular, para que pudieran ser vistos desde todos los ángulos. Una señora de mediana edad con traje de chaqueta estaba intentando hacer callar a los asistentes. —Damas y caballeros, es un placer reunirnos una vez más para el milagro que es la vida. Me alegra comunicarles que hoy disfrutaremos de cinco parejas que tendrán el honor de contribuir a la construcción de nuestra Ciudad. Alentemos con un fuerte aplauso a la primera pareja, Michelle y Lucas. La mujercilla bajó rápidamente por las es-
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CRIS MIGUEL caleras, mientras que por las centrales subía de la mano la pareja. Completamente desnudos. —Parece su primera vez… —susurró Carla. La chica era poco más que una niña. Tenía la cara roja y los ojos hinchados de tanto llorar. Pero ahora no lloraba. Se había puesto la máscara de la indiferencia. En cuanto llegaron al centro de la tarima, ella se arrodilló y empezó a acariciarle con las manos y con la boca. Las pautas básicas que te dan antes de subir. El hombre, como era habitual, se excitó enseguida, después de varios meses de celibato. Ella le dio la espalda y él la penetró. Muchos del auditorio reían, la mayoría hombres, o mujeres que ya no estaban en edad de concebir. El resto guardaba silencio. Se oían las arremetidas de él, que enseguida empezó a temblar y terminó. Quedaban cuatro parejas. III El camino de vuelta a casa lo hicieron en silencio. Pragmático y tangible. La mayoría de la gente no disfrutaba del espectáculo. Al Estado le servía para mantener el celibato hasta que les tocara a ellos contribuir “por el bien de la humanidad”. No ejercían un control absoluto. Pero el miedo era suficiente control. De vez en cuando circulaban historias sobre un amigo o vecino recluido en la habitación de pensar. ¿Para esto había sobrevivido la humanidad? Ni Carla ni Laura encendieron ninguna luz cuando llegaron a casa. Las de fuera alumbraban suficiente, y estaba prohibido tener cualquier tipo de cortinas, para posibilitar así que si un vecino se asomaba pudiera ver lo que quisiera y denunciarlo, por supuesto. Se desnudaron en silencio y se metieron en la cama. Carla notó estremecerse a Laura y se volvió hacia ella. Extendió la mano y le secó la lágrima que corría rebelde hacia su oreja. —No puedo soportarlo más —susurró Laura—. ¿Qué nos diferencia de los animales?
—No te tortures… Saber por qué lo hacen. Les permiten controlarnos… —Que sepa por qué lo hacen no deja de molestarme… Carla la enjugó las lágrimas y la atrajo hacia ella, como ninguna madre había hecho con ellas mismas. Laura alzó la cabeza y la besó. Ambas paladearon la sal de las lágrimas para luego fundirse en sus lenguas y endulzar su sabor. Laura dejó las preocupaciones a un lado y se centró únicamente en el cuerpo cálido de Carla, que estaba grácilmente encima de ella. La apretó fuerte contra el suyo, deslizando sus manos por la cintura y sus caderas. Carla se entregó a ella, se dejó llevar por el calor y por el amor; pero sobre todo por la ansiedad, la agonía de perderla. Le acarició los pechos cuidadosamente con sus manos, masajeándolos. Sus manos dejaron espacio a sus labios, que los mordisquearon juguetones mientras ella sonreía. Pasó su lengua por su suave y plano abdomen, soplándola, haciéndola cosquillas. Llegó a su vientre, y aunque la sábana y la manta teñían todo de negro, sintió su hermosura y su calidez. Delicadamente Carla deslizó su mano, al mismo tiempo que la otra hacía surcos en el muslo. Era tal el abanico de sensaciones, que a Laura le costaba trabajo respirar. Abrió más las piernas y Carla se introdujo en la humedad de ella. Primero uno, luego dos, tres. Laura había aprendido a no hacer ruido, ahogaba sus jadeos en la almohada. Carla aumentaba el ritmo y con la otra mano dibujaba círculos en ese punto de ebullición tan certero, a veces con la mano y otras con la lengua. Rítmicamente. Laura no entendía por qué el Estado consideraba eso un delito, el placer. Y se empeñaba en transfigurarlo y convertirlo en algo sucio y grotesco. Pero Laura sabía que no era así. Estas sensaciones no podían ser malas. Carla, enterrada en sus muslos, expolió su lengua, que se movía frenética en círculos, absorbiendo en ocasiones. Y Laura se dejó ir. Sabía que, por mucho que se contrajera, Carla siempre conseguía que explotara. Carla lo notó, y sacó la mano
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CARLA Y LAURA cuidadosamente de su amiga, de su amante. La besó cariñosamente todo el cuerpo hasta que estuvo a su altura de nuevo sobre la almohada. —Te quiero —le susurró Carla al oído mientras se enredaba en su pelo. Laura embriagada se puso encima de ella, meciéndose. La quería más que a nada y devolverle el placer es lo menos que podía hacer para compensar cómo la cuidaba. Laura le mordió la tripa, Carla, sorprendida, se incorporó y ambas rieron. Carla con las manos en la cara y Laura enterrándose súbitamente entre las sábanas. IV Las dos salieron pronto a trabajar a la mañana siguiente. Carla al consejo y Laura al orfanato Este. Sin embargo, sólo Laura volvió esa noche a casa a cenar. Lo primero que pensó fue que las habían descubierto. Pero desechó la idea porque, si no, la habrían cogido a ella también. Aun así sentía que las cosas no iban bien. Era más que una sensación. La certeza era casi palpable. La impotencia la corroía por dentro, porque aunque no había un toque de queda estipulado, era un secreto a voces que te investigaban si te veían paseando por la calle a horas deshonestas de la noche. Es más, Laura no podía ir al Consejo, no era un hombre, no eran pareja, no eran nada a sus ojos. Hizo lo único que podía hacer, irse a la cama con la incertidumbre. Apenas había dormido. Unos surcos morados le recorrían las mejillas. Decidió que iría a trabajar como cualquier día normal pero volvería a casa para comer. Por si aparecía. Sus mejores deseos se desvanecieron al abrir la puerta y encontrar todo como lo había dejado. Sin rastro de Carla. Pero Laura no era mujer que se amilanara, y con toda su determinación se presentó en las escaleras del Consejo. El guardia no era el mismo que acostumbraba a ver. Y los custodios de la puerta se limitaron a negarle el paso. Laura cedió al histerismo y llamó a gritos a Carla. Algo que consiguió poner nerviosos a los
guardias que llamaron a un superior. Fue el señor Fonseca quien apareció. Compañero de Carla. Alguien que incluso había cenado en su casa. —Álvaro, por favor, dime donde está Carla. No sé nada de ella desde ayer por la mañana. —Oh, lo lamento señorita. Los diez altos cargos del consejo están deliberando y hasta que no lleguen a un acuerdo ninguno podrá salir. —Entonces… ¿está bien? —Laura se había quedado sin palabras. —Sí, querida, su amiga se encuentra bien. Laura emprendió el camino de vuelta a casa tras despedirse. Algo en sus palabras, en la forma en decir amiga le dejo patente que no estaba reunida deliberando nada. Las lágrimas se la escaparon por las mejillas. El corazón se le oprimió. Y los días comenzaron a ser grises. Laura dejó de ir al orfanato, alegando que estaba enferma. Nadie se preocupó por su salud y lo atribuyeron a un simple resfriado. Laura pasaba los días sentada en la mesa de la cocina mirando la puerta. Hacía una semana desde que Carla desapareció. V Tenía los ojos tan hinchados que al principio creía que lo imaginaba. Pero la puerta se estaba moviendo y al otro lado estaba Carla. —¡Oh, Dios mío! —Laura se tiró a sus brazos y la llenó de besos, farfullando que estaba bien y que todo había sido una pesadilla. Pero ante la quietud de Carla se separó—. ¿Qué te ocurre? —Nada, estoy perfectamente. Sólo he venido a recoger mis cosas —dijo mecánicamente mirándola a los ojos. —¡¿Qué?! ¿Por qué? ¿Qué te han hecho? — Laura no cabía en su asombro y la presión del estómago que había desaparecido segundos antes se volvió a instalar en ella. —No digas tonterías, no me han hecho nada. Hemos estado deliberando sobre una nueva ley que se dictará en unos días. Hasta que no nos hemos puesto todos de acuerdo no
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CRIS MIGUEL nos han dejado salir. —Oh… entonces… ¿por qué quieres irte? ¿Qué ha cambiado? —La pesadumbre le atenazaba las cuerdas vocales. —Me he dado cuenta que en estos días no te he echado casi de menos. A ver, somos amigas, pero ya tengo edad para emparejarme. Así podré cuidar de mi próximo hijo. —¡NO! —Laura derribó la mesa con el humilde frutero que había encima—. No me lo creo. ¿Te han hecho olvidar? ¿Te acuerdas de todo lo que hablamos? —Sabes que no tienen medios para borrarme la memoria. Casi no tenemos electricidad, ¡por el amor de Dios! Claro que me acuerdo. Simplemente quiero probar esta nueva vida. —Laura vio un destello en los ojos de Carla, no sabía cómo explicarlo, pero ella seguía ahí dentro. Era ella. Se dejó caer en el suelo abrazándose las rodillas y se echó a llorar. Carla aprovechó que el interrogatorio había cesado para guardar sus pocas pertenencias en una ajada maleta. Laura la veía entre sus pestañas, entre sus lágrimas. Era una extraña, pero estaba segura de que era ella. La reconocía y la seguía queriendo. Automáticamente se le ocurrieron cientos de conspiraciones, llegando a la conclusión de que lo hacía para protegerla. Realmente eso esperaba. Estaba segura que la habían encerrado en la habitación de pensar hasta que tomara una decisión. Y había decidido salvarla, a su manera claro. Porque para Laura vivir sin Carla no era una vida. VI Los gritos procedentes de la calle interrumpieron el debate. Carla siguió a sus compañeros fuera de la sala de auditorías y salió a la calle. Muchas personas se habían aglomerado en torno a algo que Carla aún no podía ver. Se abrió camino entre la gente, que se apartaban cuando la veían. La escena era espantosa. Laura estaba ahí tirada inerte. Llena de sangre que todavía se esfumaba de sus níveas muñecas. Estaba desnuda. Y en el suelo había escrito un “Lo sé todo” acompa-
ñado de un corazón con una C en el centro. Carla estaba impertérrita. No mostró signos de ninguna emoción. Sus colegas la vigilaban mientras ordenaban a los de seguridad que dispersaran a la gente y que cubrieran el cuerpo. Carla aprovechó la confusión para ir hasta lo que hace dos días había sido su casa. Suya y de Laura. Dentro estaba todo destrozado. Todo en el suelo, esparcido y roto. Todo menos un cojín del sofá donde acostumbraban a acurrucarse. Encima había una hoja de papel doblada por la mitad. Sé que te viste obligada y te entiendo. Pero estar sin ti para mí es peor que morir. No sé cómo nos descubrieron, ni se porque de repente ahora quieren meter sus asquerosas narices. Pero no podemos dejarles. No puedes dejarles. Confío en ti, siempre lo he hecho y sé que sabrás hacerles frente y que esto, lo que me he hecho, te sirva de aliciente. Porque esto no es vida. Está en tu mano. Eres valiente, mucho más de lo que yo he sido nunca. Puedes con ellos. Puedes con todo. Hazlo por mí, por nosotras. Te quiero, Laura. Una lágrima mojó el papel que sostenía Carla. Con energías renovadas rompió el papel y esparció los trozos. Lo haría, por ella. Por todos.
Cris Miguel @Cris_MiCa
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CARLOS J. EGUREN
UN DETECTIVE EN NAVIDAD por Carlos J. Eguren
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a ciudad bulle en un hormigueo sin límites, huele a llanto y turrón, hace frío y hay muchedumbre. La ciudad apesta a Navidad. Soy detective. Un buen detective. Resuelvo casos, me traiciona la femme fatale de turno, me dan una paliza, hago chistes irónicos, apesto a alcohol y cigarrillos, tengo voz grave y lo más importante: llevo gabardina y sombrero. Algunos dijeron que soy un cliché con patas; “dijeron”, no creo que su tumba submarina les permita decir algo en presente. Ja. Hoy en mi despacho, “la Ratonera”, está un viejo gordo, vestido con camiseta hawaiana. Su piel blanca está quemada al sol, a la parrilla, y lleva la barba tan limpia como un estercolero. Bebe de una petaca sin parar, mientras amenaza con hacer trizas la silla de madera donde se había sentado. Me pagará un suplemento para una silla nueva sobre mi tarifa habitual. El tipo lloriquea, sumergido en un mar de pañuelos mugrientos y balbuceando. Como hombre comprensivo que soy, le doy tres cachetadas, le escupo, le lanzo un montón de humo a la cara y le digo: — ¡Abuelo, vocaliza! Tras unos segundos de llanto dubitativo, el cliente consigue hacerse entender. Más o menos. Tampoco aplaudamos. —Antes vivía en el Polo Norte… Tenía una gran guarida de hielo con bastoncitos de caramelo gigantes. Los villancicos y las luces de Navidad plagaban todo a mi alrededor. Los osos polares me ayudaban. Los elfos eran mis sirvientes. Todos colaborábamos para que mis renos voladores me llevasen en trineo cada año a llevar regalos a cada niño que se había portado bien. Mamá Noel me preparaba una taza de chocolate caliente con nubecitas y un par de galletas crujientes. ¡Galletas crujientes! ¿Entiende lo valioso que es eso? —Bien. ¿Y? —Soy Papá Noel. ¿No le sorprende? Ánima Barda - Pulp Magazine
UN DETECTIVE EN NAVIDAD —Una vez hablé con un hombre inteligente, ya nada me sorprende, abuelo. ¿Por qué ha venido aquí? ¿Los renos han intentado matarle? —Oh, ¡es algo peor! ¡Vinieron especuladores a comprarme la guarida! ¡No quise vender y me quemaron la casa! —La derritieron querrá decir, ¿no? —Sí, claro. Pero eso no fue lo único… Luego, Mamá Noel quiso envenenarme el chocolate e irse con uno de los capataces duende. ¡Me querían matar para llevarse la pasta del testamento! ¡A mí! ¡Luego, el resto de los duendes me denunció y tuve que pagarlo dejándoles los regalos como aval! Después, la peligrosa unión de dentistas me quitaron los bastoncitos y las M/P.A.T.R.A.C.A. (Madres/ Padres Anónimos Tirantes y Retorcidos Asociados Contra Algo) me denunciaron por ser gordo, un mal ejemplo para críos, entrar por chimeneas y dar regalos a sus niños. ¡Me han hundido! ¡Quiero morir! Escupí a mi viejo tazón, porque creí que quedaría muy bien, y le dije: —Todos tenemos un mal día, viejo. ¿Por qué has venido aquí? ¿Qué tengo que resolver? —Cientos y cientos de años he cumplido mi función –dice el tipo que se creía Papá Noel–. Nunca he faltado y ahora me encuentro con esta crisis, con este problema, con este agravio… Alguien ha querido hundirme y quiero saber por qué. —Bien, no es lo más raro con lo que me he encontrado –juzgué–. ¿Con qué me va a pagar? —Con la bicicleta roja que me pediste cuando tenías once años y nunca te traje porque tu madre temía que te partieses la cabeza intentando imitar a aquel chaval que volaba con ella en esa película del alienígena. ¿Trato hecho? —No habrás esnifado nieve, ¿no? —No… ya no. —Me lo pensaré. Puede irse. Sé cómo encontrarle. —¡Acéptelo, no se lamentará!
— ¿Qué sabrá usted? Siempre he sido un hombre muy sensible. Ayudo a salir al anciano. Los niños pobres del barrio lo ven. Iban a pedirle un par de regalos o, lo que era más simple, le iban a robar todas las cosas. El gordo loco sale caminando, pero recibe un pelotazo de nieve inesperado. Le da en la cabeza. El borracho se tambalea, resbala hacia la carretera. Un camión de un dibujo animado (con forma de esponja para pies que se dirige a un desfile) lo arrolla y se pinta del rojo de la sangre y los sesos. Papá Noel nieva sus tripas. Me aparté y cerré la puerta con tranquilidad. Encendí un cigarrillo y llamé al ayuntamiento para que enviase alguien a limpiar por fuera de mi negocio (no quiero darle mala fama y el alcalde me debe un favor). Es un día más, un día normal, pero soy feliz, porque cuando tuve doce años dejé de escribir a Papá Noel, escribí a otros que me concedieron dos deseos: ser un detective como el de las viejas revistas pulp de mi padre y matar al cabrón de los renos que no me trajo mi bicicleta roja. Ahora, me había vengado. Y además tres reyes y además magos pagan mejor que uno solo. Al fin y al cabo, este año me he portado muy bien y merecía ya que fuera teniendo buenos regalos.
Carlos J. Eguren @Carlos_Eguren
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MENTA CON HIELO
MENTA CON HIELO por Eleazar Herrera
En las tierras de más allá del mar, el correo postal suele ser muy puntual. Allí, que nunca es invierno, los mensajeros no tienen que atravesar senderos helados y catacumbas oscuras. Y así cualquiera. Las navidades de Menta se van al traste cuando debe viajar hasta la región del Frío Mortal para entregar, nada más y nada menos… ¡que una mísera carta!
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ardiez, hace un frío… que pela. A Menta nunca se le había dado bien la oratoria. Lo intentaba, pero siempre se quedaba a medio camino entre el refinamiento y la estupidez. No conocía suficientes palabras para completar las frases, pues su trabajo no consistía en leer, pero poseía un sentido de la orientación magnífico; allá donde iba, conseguía entregar una carta a tiempo, no importaba cómo. La oscuridad de las catacumbas no podían contra él, que siempre portaba una linterna —no era más que un farolillo de llama titilante, pero Menta era un visionario y esperaba un futuro sin olor a gitano—; en los días más lluviosos vestía su impermeable de flores y salía a caminar como si tal cosa, aunque hubiera riadas aplastándole contra los árboles. Una vez el temporal fue tan intenso que tuvo la brillante idea de entregar la carta en canoa, ¡y fue todo un avance en el correo postal! Por eso, por ser tan listo y tan puntual, su majestad el rey Gordo lo hizo llamar inmediatamente la noche de Navidad, separándolo del pavo y de las patatas asadas, para que entregara una carta a la reina de Frío Mortal, las tierras del hielo. «¿C-c-cuando debe llegarle a su majestad?», tiritó Menta a las puertas del castillo. La respuesta lo dejó helado, si cabe. —¡Mañana al amanecer debe estar en las manos de Loreen! Antes de su gran concierto ante la corte, claro —ordenó el rey, apoyando las manos en sus posaderas. Sonreía con todos los dientes, como un tiburón. Un tiburón loco, matizó Menta. —Pero señor —tuvo que objetar el mensajero—, Frío Mortal se encuentra a millas de aquí. Solo llegar a la frontera me costará semanas. ¡Lo que vos me pedís es harto… fatal! ¡Y luego están las montañas heladas, con sus estalagmitas, estalactitas y estalag…! Ánima Barda - Pulp Magazine
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ELEAZAR HERRERA —¡Solo hay dos tipos, cazurro! —cortó su ancha majestad con un aspaviento—. Sé que puede parecer una locura, pero eres el mejor mensajero que tengo. Confío en ti, mi querido lacayo. Esas millas no son nada para ti. —Señor, me halaga —comenzó Menta, reverenciándole. El rey sabía cómo camelarlo, pero él no era un suicida. Quería tener tres hijos y una granja, no morir de hipotermia por una postal de Navidad—, pero es imposible. Imposible. Tenía que habérmelo dicho antes. —Te daré un caballo. —Seguirá siendo imposible. —Un caballo muy rápido. —Majestad, mucho me temo que no está siendo razonable… —¡Silencio! —bramó el rey Gordo, rojo de ira. Rebuscó en sus bolsillos durante largo rato ante la atónita mirada de Menta. Finalmente sacó un sobre de sus posaderas y se lo tiró—. Haz lo que tengas que hacer, ¡pero esta carta tiene que llegar dentro de ocho horas a su destino! ¡Si no, prepárate para la peor de las muertes! —¡Pero…! —¡Ni pero ni peras, cartero desagradecido! ¡Soy tu rey! —Un hilillo de baba enfatizó sus dos últimas palabras—. ¡Y lo que dice el rey va a misa! ¿Entiendes? ¡No, qué vas a entender, si poco más y no sabes leer! Así va el país. No sé qué he hecho para merecer esto, de verdad que no lo sé. —La expresión del rey se volvió trágica, como si llevara un gran peso en sus hombros y no fuera la cabeza—. Mi mujer está loca, mi hijo parece Tarzán colgándose por los árboles y mi hija pequeña solo habla con las hormigas. Tú me dirás, Claudio —añadió, dirigiéndose a Menta, que desvió la mirada hacia el firmamento. ¿Quién diablos era Claudio?—. Me haría tan feliz entregar esa carta… Ya me estoy imaginando a Loreen leyéndola al calor de la chimenea, dibujando mi rostro en su mente y pensando: «Ah, algún día debería visitar las Tierras Normales…». El rey Gordo siguió con su perorata un rato
más, pero Menta no escuchaba. ¡Ni siquiera se acordaba de su nombre! Arrugó la carta entre sus manos, indignado. Este rey, su rey, además de tener un trastorno de personalidad muy serio, trataba a su pueblo como desecho de letrinas. Y lo peor es que cuando acabó su discurso no esperó ninguna respuesta por parte de Menta, sino que cerró de un portazo. Ahora, envuelto en tres mantas y con algo de queso y pan en su mochila, Menta proseguía con su andadura hacia Frío Mortal. Desde su posición podía ver los picos helados, erguidos sobre el horizonte. Debían de tener una altura terrible. Y del frío era mejor no hablar. «¡Pero un momento! », se dijo Menta a sí mismo, deteniéndose. «¿Estoy loco o qué? ¡Contando que no haga ni un mísero descanso hasta el amanecer, ni siquiera habré llegado a la frontera! ¡Está a más de dos semanas de camino! »Voy a morir ». Menta se sentó sobre un tronco partido, resuelto. —Mejor será que empiece a prepararme para la peor de mis muertes. Hizo una pausa. —Y bueno… ¿Cómo se prepara uno para ese tipo de cosas? ¿Debería darme golpes fuertes para practicar? —Estuvo a punto de levantarse y hacerlo, pero una voz tiró de él de nuevo hasta su asiento—. Sí, es una locura, pero no sé qué hacer. ¡Y para el colmo estoy aquí en medio del bosque hablando solo! ¡Pardiez, este frío es helador! ¿Redundante? ¡No, qué va! La histeria se apoderó de Menta. Nochebuena era para cenar en familia, jugar a las cartas y esperar despierto al amanecer para abrir los regalos, no para arriesgar la vida en una empresa imposible. No podía dejar de repetírselo. En voz alta, mentalmente y al narrador, cualquier vía bastaba para descargar el miedo que le atenazaba los músculos. Sin embargo, el problema seguía allí y no desaparecería con unas cuantas palabras. Hundido,
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MENTA CON HIELO se echó a llorar. Ser mensajero no era un oficio peligroso, pero disfrutaba explorando ciudades y descubriendo nuevas senderos. Y luego estaban las sonrisas que recibía de los ciudadanos afortunados: eran cálidas, de oreja a oreja, y parecían decir: «Gracias por haber cruzado el país para entregarme una carta de alguien que me quiere». ¿Quién podía negarse a eso? ¿Qué clase de monstruo sin corazón sería él si no volviera a casa en una nube de felicidad? Menta clavó sus ojos húmedos en las estrellas, que brillaban intermitentemente. Ahora, todo eso iba a acabarse. «Yo reinaría mejor que ese patán insatisfecho. ¡Lo tiene todo y no es feliz! », pensó con acritud mientras arrancaba cachos de hierba. Normalmente se contenía, pues sabía que los jardines con calvas no eran bellos a la vista, pero necesitaba desfogarse. Gritar no era suficiente. —¡Oye! ¿Qué crees que estás haciendo? Menta se secó las lágrimas rápidamente y miró a su alrededor. —¿Quién… quién está ahí? ¿Eres un asesino del rey? ¡Bien, acaba conmigo! No tengo miedo. Bueno, sí, pero voy a morir de todas formas… Un leve aleteo rumoreó su oreja, y un halo de luz se posó en la punta de su nariz. Menta bizqueó. —Tienes cara de tonto. —Tonto y muerto —recalcó él, adivinando la silueta estilizada de un hada con cara de pocos amigos. No es que Menta fuera derrotista, pero sabía cuándo una aventura llegaba a su fin. El hada se apoyó en sus caderas y revoloteó a su alrededor. —¿Te encuentras apurado, viajero? —Veo muertes por doquier —balbuceó Menta. No tenía ganas de pensar frases inteligentes. —¡Eso ni siquiera tiene sentido! —refunfuñó ella, cruzándose de brazos—. Repetiré la pregunta: ¿apurado te hallas, viajero? —Yo no sabré hablar, pero tú tienes una memoria horrible.
El hada le dio la espalda. —¡Si no necesitas ayuda, me voy, pero deja de arrancar la hierba! Menta tardó un momento en asimilar sus palabras. Sí, ¡claro que necesitaba ayuda! ¿Pero cómo podría dársela alguien tan pequeño? Él lo desconocía todo acerca de las hadas y sus poderes; conocía a los genios y a los tritones de agua dulce, nada más. Como mucho, dedujo Menta, y a juzgar por el ambiente en que viven, las hadas podrían prepararle un remedio casero para el dolor de pies. Que ojalá tuviera dolor de pies, pero no. El hada se giró, refulgiendo de indignación, y lo primero que aprendió Menta era que podían leer el pensamiento. —¡Cómo te atreves a subestimar el poder de las hadas! ¡Somos milenarias! ¡Tenemos una tradición que va más allá de… los… siglos… y sin duda tenemos un montón de poderes! Y también curamos el dolor de pies, para que lo sepas. —Eso está fenomenal —concedió Menta, asintiendo—, pero yo tengo un problema más gordo. —Sin querer, se imaginó al rey—. Como puedes leer el pensamiento, supongo que ya estarás al tanto de… —Puedo leer mentes, pero no soy adivina —replicó el hada mordazmente—, así que tendrás que ponerme al día. Menta no tardó en contarle todo lo sucedido, explayándose en detalles como la frondosa y repugnante barba del rey Gordo o en las gotas perladas del pavo que estaba a punto de cenar antes de su llamada. El hada escuchó en silencio, de vez en cuando asintiendo con la cabeza, hasta que terminó. Después se sobrevino un tenso silencio. —Pues sí que estás en apuros, sí —comentó ella. —Vaya, gracias. No me había quedado claro. —Pero tengo algo que puede salvarte la vida. Con ello podrás llegar a la capital de Frío Mortal en un par de horas y volver antes de que salga el sol. ¿Qué me dices? Menta abrió los ojos de par en par. ¡No era
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ELEAZAR HERRERA posible! En un momento había pasado de estar perdido a tener la solución delante de sus narices. Sonrió al hada, que le correspondió con un guiño, y entonces reparó en algo que lo volvió a tumbar. Toda magia tiene sus cláusulas. Carraspeó. —¿Qué clase de conjuro es? ¿Y qué tengo que darte a cambio, eh? ¿Medio riñón? ¿Mi alma? ¿El segundo primogénito? —¿El segundo primog…? —farfulló ella, confundida—. ¡No tienes que darme nada! Solo espera. Con un poco de magia traeré unos zapatos de hada. ¡Llegarás en un pis pas! Menta se encogió de hombros, cauteloso. No sabía nada del intrínseco mecanismo de la magia de hada pero hoy en día nada era gratis, y mucho menos los hechizos salvavidas. Si no tenía cuidado, acabaría poniéndose los zapatos de algún demonio enfurecido que le perseguiría hasta el fin de los tiempos. En lo que él pensaba, el hada materializó unos zapatos blancos de su talla. Emitían una luz tenue, como una lámpara nocturna, y poseían dos alas diminutas en los tobillos. Extasiado, Menta fue a arrebatárselos, pero el hada retrocedió. —¡Ajá! Traidora, ahora es cuando viene la factura… —empezó Menta con dedo acusador. —¡No! ¡Solo iba a decirte que debes tener cuidado! Las botas se desvanecerán al amanecer, así que si no has vuelto para entonces tendrás que volver a pie. Lo siento. —¿Y… ya está? ¿No vas a pedirme nada a cambio? —Nuestra magia se compone de felicidad pura. Si te pidiera algo, los zapatos perderían su poder. Menta sonrió. «Mi trabajo también se compone de felicidad pura. Puede que no seamos tan diferentes, criatura enana». El hada resopló, pero le entregó los zapatos. Al contacto, Menta salió disparado hacia arriba. ¡Se sentía tan… ligero! —¡Recuerda: vuelve antes del amanecer!
—chilló el hada. —¡Gracias por esto! ¡Me has salvado la vida! —Para asegurarme, te esperaré aquí —dijo ella, sentándose sobre una voluta de aire—. ¡Buena suerte! Segundos más tarde, un sobre se deslizó delicadamente por las hojas de los árboles y cayó en el regazo del hada, aprisionándola. —¡Oh, no! —murmuró, horrorizada—. ¡La carta! ¡Menta! ¡Menta! Pero Menta ya sobrevolaba el bosque, traspasando el anillo de niebla que lo rodeaba, y se dirigía hacia el témpano de hielo que era Frío Mortal. La temperatura descendía conforme se aproximaba a la región, y las corrientes de aire eran tan intensas que pataleaba para no desviarse del camino. Había tomado la decisión de ir en línea recta por precaución, pues no quería aventurarse por atajos (aunque, ¿qué atajos podía haber en el cielo?). Las estrellas se quitaban el sombrero al pasar; algunas incluso se atrevían a seguir su estela hasta que, de un chispazo, saltaban a otro universo. —¡Adiós! ¡Lo siento! ¡Tengo prisa! —exclamaba Menta a su paso sin dejar de zapatear. Atravesó la gélida frontera una hora más tarde. Un extremo del cielo ya dejaba entrever las primeras luces del amanecer, aunque el otro, cerca de la capital de Frío Mortal, permanecía al resguardo de la más profunda oscuridad. Menta aceleró el paso hasta quedar por encima del bullicio nocturno de la ciudad. Allí también era Nochebuena, y como tal, era costumbre salir a celebrarlo. Después de un par de traspiés, Menta logró aterrizar sin romperse la cabeza. Exuberante y cristalino, el palacio le recibió con las puertas abiertas. Menta enarcó las cejas, sorprendido. No esperaba tanta amabilidad por parte de los Frioleros. Sus rostros inexpresivos auguraban más una patada en el trasero, pero nada más lejos de la realidad. Le hicieron pasar al salón de los invitados, donde no
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MENTA CON HIELO tuvo que esperar más de unos minutos a la mismísima reina Loreen, acompañada de un séquito de andar por casa. Menta contuvo las ganas de ahogar un grito. Era la mujer más rara que había visto en toda su vida. De piel azulada por la terrible temperatura a la que estaban sometidos, la reina Loreen poseía una figura alta y estilizada como una muñeca de las nieves. Su cabello, violeta, se hallaba recogido en dos trenzas, y dulcificaba el corte rectangular de sus facciones. Sin saber por qué, Menta tuvo la sensación de que toda ella parecía una paradoja. —Buenas noches, joven mensajero. Me complace tenerte aquí en un día como hoy. Pasa y ponte al fuego. Debes de estar helado. Menta inclinó la espalda en una prolongada reverencia. —Nada de eso, mi señora —repuso, intentando no tiritar. Volar le había dejado las orejas congeladas—. Mi visita será breve. Tengo una carta que entregarle de parte del rey Gordo. Loreen aplaudió, encantada, y la estancia se volvió más cálida. —¡Adelante! ¡Léela delante de todo el mundo! Menta asintió, buscando en sus bolsillos. «Oh, vaya. Juraría haberla dejado aquí…», se dijo sin despegar la mirada del suelo. La expectación iba en aumento. Aquí y allá, la carta parecía haberse escurrido por algún recoveco entre sus pieles. No quiso pensar en que la había perdido. No después de haber llegado tan lejos. Y sin embargo, así fue. —¿Mensajero? —La voz ambarina de Loreen retumbó por el salón—. ¿Qué hay de esa carta? —U-un momento, mi reina. Debe de… resulta… ¡Tengo tantos bolsillos! Menta se echó a temblar. ¿Dónde se había metido el maldito sobre? ¡No podía estar pasándole eso allí, delante de la reina y su séquito! «¡No! ¡No, no y no!», gritó para sí mismo, estirando sus ropas. Cayó de rodillas.
La reina Loreen, contenida, dio un paso hacia delante. —¿Mensajero? —La carta… La carta… —barbotó Menta a punto de darse por vencido. La luz del amanecer comenzó a ganar terreno. Menta miró intermitentemente sus zapatos de hada y el ventanal. Y entonces tuvo una idea. Se incorporó y sonrió. —Reina Loreen, soy Menta —se presentó, hincando una rodilla en el suelo—, y he atravesado el océano en apenas cuatro horas para hacerle llegar estas palabras. El rey Gordo quiere desearle una feliz, felicísima Navidad, y lamenta no haber podido personarse aquí; asuntos de urgente delicadeza se lo impedían. Mi señor quería que esta fuera la primera postal de Navidad que recibe de un país extranjero, ¿y qué mejor estampa que la de un mensajero sin aliento? »Sin embargo, el mérito no es del todo mío: las hadas me han dado alas para cruzar el firmamento, y de no ser por ellas y por su magia, jamás lo habría conseguido. El silencio se instaló entre ellos. Menta sostuvo sin vacilación la mirada de la reina Loreen, que de vez en cuando pestañeaba, perpleja. Después, y para el asombro de todos, esbozó una sonrisa. —¡Oh, Menta! ¡Esta es la mejor postal que he de recibir nunca! ¡Cuán magníficas palabras, qué exquisito lenguaje, cuánto corazón en tan solo un muchacho! Hoy mismo contestaré a tu rey. Le hablaré de tu increíble hazaña. Has de ser recompensado por tu trabajo y tu galantería. Ahora —añadió, elevando los brazos—, ven con nosotras al comedor y únete a nuestra fiesta, ¡te lo ruego! Es lo menos que puedo hacer. Menta estuvo a punto de desplomarse de la emoción. ¡Lo había logrado! ¡No había titubeado ni una sola vez! Eso sí que era una hazaña digna de recordar. Embotado de alegría, aceptó el ofrecimiento de la reina. Necesitaba el calor de una hoguera gigante para volver a sentir sus pies.
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ELEAZAR HERRERA —Majestad —recordó cuando el destello del sol bañó su rostro—. Antes de ir con vos, necesito papel y tinta urgentemente. He de hacer llegar un mensaje antes de que salga el sol, y… La reina Loreen alzó la mano y Menta calló. Una de las damas del séquito avanzó hasta ellos y le entregó un pergamino enrollado y una pluma. —No queda mucho—comentó la reina—. Debes darte prisa. Menta asintió, retrocediendo unos metros para escribir en la intimidad. Cuando hubo terminado, se descalzó, ensartó el pergamino en la suela de uno de los zapatos y observó cómo se desvanecían en la luz del amanecer. Estimada Hada Sin Nombre: ¡Llegué! ¡Lo conseguí! Eres la mejor. ¡Feliz Navidad a ti también! Con cariño, Menta
Eleazar Herrera @Sparda_
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SACAR LA BASURA
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por Cris Miguel
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o quiero saber nada de ti —dije con mi dedo en el gatillo. —Pero… —Odiaba esos ojos suplicantes. Que flaqueza. No siempre había sido así. Ahora me parecía todo un invento de mi imaginación, mis tonterías. Pero hubo un tiempo, y no había corrido tanto, que este hombre de ojos desesperados me gustaba, incluso me atraía. Me parecía todo tan lejano… La lluvia resbalaba por mi traje, absolutamente impermeable y demasiado ceñido para mi gusto. Me acuerdo cuando le vi la primera vez. J729 me advirtió que podía acarrearme problemas. Pero yo soy así, prefiero pagar las consecuencias que quedarme con la duda. Y aquí estoy, a punto de acabar con la consecuencia. Suspiro. Yo me creía más lista. Mientras se pueda arreglar todo tan fácilmente como apretando el gatillo… —K… por favor… —ahora me imploraba. No se podía caer más bajo. Realmente nos lo buscamos los dos, sabíamos lo que había en juego. Lamentablemente ni siquiera me dio a elegir. Encadenó una hilera de malas acciones y peores palabras que le han llevado justo a este puntito, arrodillado en el mojado suelo del hangar de la nave Imperia. A punto de perder la vida, por no luchar por ella. Qué ironía. —No tenemos por qué llegar a esto —continuó—, hay más salidas. —Es la única válida. Son órdenes directas de J729. —Su mirada ya no creaba ningún sentimiento en mí, sólo frío. —¡No me jodas! —¿Desesperación?—. Tú haces lo que te da la gana. —Por desgracia para ti… —Le puse el cañón en el cuello. —Pero… ¡yo no he hecho nada! —No pude contener la risa. —No te has enterado, ¿verdad? —Negué con la cabeza—. Eso precisamente es lo que te ha condenado. —Pero, ¡nadie me ha juzgado! —¡Ja! No me vengas con mierdas. Sabes perfectamente que el jurado lo componen cinco personas, contando al capitán. Y si hay discrepancia el voto del capitán… —Eres una hija de puta. Ánima Barda - Pulp Magazine
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CRIS MIGUEL —¿Qué tal sienta tu propia medicina? Agachó la cabeza, derrotado. Obviamente, él nunca me había agredido. Su culpa única y exclusiva había sido cruzarse en mi camino y que me gustara. Pero había jugado mal sus cartas, muy mal. En la nave nadie se iba a cuestionar los motivos de su desaparición. De hecho, lo hacíamos a menudo. Así, nos asegurábamos el buen funcionamiento. Todos teníamos lo mismo. Comíamos la misma mierda y vestíamos igual. Pero había un Capitán, aunque nos interesaba que no lo tuvieran en cuenta. Nadie tenía ningún tipo de queja, no había sublevaciones y podíamos gobernar como quisiéramos. Sobre todo ahora que J230, había perfeccionado el chip de control mental. Que servía esencialmente para “conducir” las emociones de los tripulantes. Algo absolutamente práctico. Mi tarea había sido escoger a los voluntarios, un simple acto de manipulación. Había elegido minuciosamente a alguien de cada grupo, de cada división. Digamos al líder. Si controlábamos al líder, también lo hacíamos con el resto. De momento el chip funcionaba. Lo que me daba más libertad para acabar con R412. A los pocos que le echarían de menos, los concienciaría para que pensaran que había solicitado la inclusión en otra nave, y automáticamente le inculcaría a la líder de su división el sentimiento de añoranza y felicidad por él. Sin problema no hay preguntas. —¿Se puede saber cuando has decidido acabar conmigo? —me preguntó. —Hmm… ¿ayer? —Sonreí—. Sabes que yo no pienso las cosas mucho, yo actúo. —¿Por qué has llegado a esto? —Qué de preguntas… ¿Qué más te da ya? —Intento entenderte… —¿Ah, sí? Un poco tarde… —¿De verdad esto es por despecho? Si yo no te he dicho que no… —Nadie puede decirme que no. Pero, para que tu mente simple lo entienda, hay acciones peores que un “no”. Por ejemplo… El disparo se abrió paso entre la lluvia y
atravesó limpiamente su cabeza. Metí el código en el monitor de mi muñeca y en medio segundo había venido un robot y se había llevado su cuerpo. Era todo un avance que las pistolas no fueran de balas. Quemaban. Con lo cual no manchaban de sangre nada. Suspiré. Estaba harta del casco. Abrí la puerta con la mano desde lejos, ya que los sensores a estas alturas funcionaban al margen de las condiciones climáticas; y entré en el frío pasillo extremadamente iluminado con fluorescentes. Me quité las gafas y el casco y me conecté el pinganillo. Había tardado en acostumbrarme a esto. Además de hablar, te proyectaba imágenes al ojo izquierdo. Cosa que me provocó numerosos dolores de cabeza en su día, pero a la que ahora estaba totalmente habituada. Los ascensores estaban en medio del largo corredor. Se me hizo eterno de todos modos. Marqué la 3, mi planta. Y llegué a mi compartimento para cambiarme el traje. En la Gran Sala, E726 había organizado una fiesta de Navidad, fecha que sabíamos de forma orientativa y que el gobierno central nos obligaba a mantener para no desligarnos de nuestra condición humana. Algo que, en mi opinión, ya habíamos perdido. Mi generación, por ejemplo, ya no había pisado el planeta. Habíamos nacido en alguna nave. Ya hacía tres cuartos de siglo que estábamos pululando en busca de algún planeta habitable. Afortunadamente, se seguía innovando. Y el combustible y los alimentos se creaban químicamente, directamente de la basura, el aire o el agua. Agua que debíamos buscar, entrando en alguna atmósfera cercana. Opté por mi traje negro. Me puse una hombreras plateadas, me atuse el pelo y salí. La Gran Sala estaba en lo más alto de la parte trasera de la nave. Tenía una gran ventana, de ahí que fuera la Gran Sala que hacía a su vez de comedor y habitación de juegos. Las puertas estaban abiertas y la gente estaba bailando entusiasmada, con probetas en las manos, cuyo contenido provocaba segura-
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SACAR LA BASURA mente algún tipo de distorsión de la realidad. —¡Ey! ¿Dónde estabas? —me preguntó D606, claramente afectado. —Que contento estás, ¿no? —Desvié la conversación. Total no se iba acordar de nada. —Pues sí, es una fiesta estupenda. —Y siguió bailando. Me abrí paso entre la multitud. Realmente nuestra nave había prosperado. Me acordaba de la primera nave que tuvimos J729 y yo. Una enana, en la que difícilmente nos podíamos mover los tres. Afortunadamente, J230 había progresado mucho en sus descubrimientos tecnológicos. Con la ayuda, claro está, de nuestras ideas. El Gobierno le había comprado y subvencionado numerosas investigaciones, y poco a poco habíamos llegado a esto. Podíamos alojar civiles que realizaban algún tipo de tarea secundaria. Era genial. Dábamos un hogar. —Aquí estas. —Unos brazos me rodearon la cintura. —Hola… —le dije coquetamente agarrándome a su cuello y dándole un beso. —¿Qué hacías? —Sacar la basura a la puerta.
Cris Miguel @Cris_MiCa
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J. R. PLANA
LOS REYES MAGOS NO EXISTEN por J. R. Plana
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uces, luces por todas partes. Mires donde mires, un mar infinito de todo tipo de destellos eléctricos e histéricos de colores: amarillentos, azulados, rojizos… Están por doquier, están en las farolas, colgando sobre las cabezas, cubriendo las carrozas, en los ojos de las personas; personas que no son muchedumbre, ni gentío, ni aglomeración, sino ilusión y felicidad, montones de ilusión y felicidad apiñados en las aceras, calentándose los unos a los otros, con el firmamento invadido de estrellas hace rato, las manos arriba, tratando, con la excusa de los niños, de atrapar al vuelo algún caramelo, probando sus reflejos. Hace frío, mucho frío, ese helor que traspasa capa tras capa de tela, piel y grasa para llegar hasta los huesos. Pero no importa, no importa el frío, ni el viento, ni la multitud apretujada, todos están felices y contentos porque es fiesta, no importa si eres religioso o no, es fiesta y es tradición. Es Navidad, y los Reyes Magos están a punto de llegar. —¡Mira Carlitos, es Gaspar! Un hombre barbudo y envuelto en terciopelo agita una mano enguantada en todas direcciones, lanzando sonrisas y golosinas, rodeado de jóvenes disfrazados que arrojan los caramelos con una poco clara buena intención. —¡Y los de alrededor son los pajes! La gente devuelve el saludo, alentando a los más pequeños. Cerca, una mujer sostiene un paraguas al revés, usándolo de escudo y red contra los pequeños proyectiles que tan alegremente se comerá después, cuando su hijo pierda el interés por ellos. —¿Y ese quién es? —pregunta Carlitos, golpeando con su mano infantil la cabeza de su padre. —¿Quién? —El de azul. —¿Ese?… Ese… Pues… no sé, ¿quién es ese? —Pócoyo —responde la madre. —Pocoyó —corrige Carlitos. —Si te lo sabes mejor —le regaña riendo suavemente—, ¿para qué preguntas? Carlitos se encoge alegremente de hombros. Él sabe por qué, pero no lo entiende: es el placer de la atención, el mal disimulado regocijo del niño que disfruta siendo el centro de todas las miradas; un delicioso capricho cuya necesidad no desaparece jamás. Sigue la cabalgata con ilusión, alzando las manos para pedir caramelos, mientras su padre da saltitos siguiendo la música. Justo delante, pegados a la valla, su madre y su hermano, Ánima Barda - Pulp Magazine
LOS REYES MAGOS NO EXISTEN Dani, se han abierto hueco hasta la primera fila. Ella comparte la alegría de su marido y Carlitos. Dani no. Debería, porque tan sólo tiene nueve años y está en plena infancia, en la época de disfrutar siendo cada día un poco más consciente del mundo. Pero no lo hace. Dani está serio, sonriendo sólo cuando mira a su madre, fingiendo una felicidad que no siente. ¿Por qué? Porque los Reyes Magos no existen. Dani lo sabe. Dani lo ha visto. La vuelta en el coche es una prórroga de la cabalgata. El padre pone un disco de villancicos y canciones infantiles, provocando el gozo de Carlitos, que aplaude sujeto en su silleta infantil, mientras su madre revive las carrozas una tras otra en un intento por demorar el momento. Dani calla, apoyado en el cristal, dejando resbalar el mundo exterior, que pasa ante él como pasan los viejos postes de madera ante el tren. En la cabeza, sólo una idea, un objetivo: el plato de vísceras que guarda bien escondido en casa, la repugnante ofrenda y a la vez delicioso manjar que tiene preparado para sus irreales majestades. Mira a su madre, que sigue hablando de adornos y disfraces. A su padre, que palmea el volante al son de la radio. A su hermano, que mira a todos lados contento como unas pascuas. Tendrá que ser rápido, tendrá que ser discreto. No puede haber errores, con estas cosas no se juega. —Buenas noches cariño. —Su madre le da un sonoro beso en la cabeza—. Y a ti también, pequeñajo. —Buenas noches mamá —responden los dos a coro. —Dormiros pronto y no os levantéis, que si no asustáis a los camellos. —Y entorna la puerta, dejando que sólo una delgada rendija de luz entre en la habitación. Dani escucha, afinando el oído, paciente, luchando decidido contra el sueño que llena sus ojos de arena y convierte los párpados
en losas de fría piedra. Oye los pasos de sus padres por la casa, las conversaciones apagadas, las risas sofocadas, el ajetreo de paquetes y puertas de armarios que se abren y se cierran. Se revuelve en la cama, repasando el plan previamente concebido una y otra vez. A todo esto, Carlitos yace profundamente dormido, como el bebé que casi es, con el gastado peluche de conejo asido por las orejas. Las lámparas se apagan. Primero la del salón, luego la del pasillo. Pasos, alguien que empuja la puerta de la habitación de los niños. Un susurro, una confirmación. La puerta se vuelve a entornar. Por último, la habitación de los padres se vuelve negra y la casa queda en silencio. Aún no, piensa Dani. Espera a que duerman. Qué ironía que sea el sueño su mejor arma y al mismo tiempo su peor enemigo; el sueño, que llena su cuerpo de tibieza, el sueño, que promete alivio y descanso para la mente, el sueño, con el que libra su particular guerra, el sueño, que puede ser su perdición. Debe mantenerse despierto, debe mantenerse alerta. Los Reyes Magos no existen. Él lo sabe, él lo ha visto. Y por eso debe ser él el que se ocupe de esto. Un roce, un susurro, un gorgoteo. Dani despierta bruscamente, con el estómago encogido y el corazón en un puño. Soñaba que se caía, pero eso da igual, lo importante es que se ha dormido. La sangre palpita en su cuello y ensordece sus oídos mientras pone los pies descalzos en el frío suelo, sintiendo como mil agujas de hielo le atraviesan las plantas y los dedos. Trata de oír, pero solo escucha el esponjoso sonido de las venas latiendo. ¿Cuánto lleva dormido? No tiene tiempo, se agota el plazo, ha de darse prisa. Cierra los dedos entorno al pomo y tira rezando para que las bisagras no chirríen. La puerta hace su trabajo y se mueve sin rechistar. Dani se desliza por el pasillo como un fantasma blanco. Su piel acusa el abandono
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J. R. PLANA de las cálidas sábanas, y el chico empieza a temblar. O quizá no sea del frío. Todo está negro, negro como un pozo de brea. Todo menos el salón, donde sus padres han dejado enchufadas las luces del árbol de Navidad, que bailan al son de una música inexistente, llenando la estancia de colorines y sombras caprichosas. Dani se detiene, las manos agarrotadas en torno al plato de vísceras que sigilosamente ha sacado del frigorífico. Su rostro cambia de color, del rojo al azul, del verde al amarillo, mientras contempla, tembloroso, la puerta corredera que da a la terraza. Un bulto devuelve los reflejos de las luces al otro lado del cristal. No, no es un bulto, son muchos, apilados, de bordes rectos y distintos tamaños. Ya están aquí, ya los ha traído. La puerta se desliza sobre sus raíles y la brisa nocturna agita la cortina y alborota el pelo de Dani, que siente el frío acariciar su rostro. Lo primero que ve son los platos medio vacíos de turrones y frutos secos, los que ponen siempre con sus padres antes de acostarse. Dani sabe que él no se los ha comido. No le gustan esas cosas. Al lado, con la esquina más alejada, están los paquetes, todos perfectamente amontonados, formando una montaña geométrica. Echa un vistazo y no ve nada raro; igual hay suerte, se dice, y no ha venido aún. Se agacha para dejar el plato de vísceras junto a los otros y es entonces cuando lo oye. —Hola Dani. Has tardado. —La voz suena áspera, antinatural, como suena la voz de alguien con la tráquea rota, o la voz de un ahogado. —Me he dormido —susurra Dani, casi sin poder hablar. Se gira despacio, tragando saliva una y otra vez, intentando reunir valor. Las piernas parecen no ser capaces de tenerle en pie. Allí está, colgando en la esquina del techo, irreal, con sus piernas y sus brazos largos y secos, manojos de huesos, tendones y piel. La soga de cáñamo cuelga despreocupada alre-
dedor de su cuello. La boca de oreja a oreja se entrevé gracias a una raja en la capucha negra. —Ya te he visto. Mira, me he puesto una corona de rey mago —dice, agachando la cabeza para enseñarla. Es una corona de cartón del Burger King—. ¿Te gusta? —Sí —miente. —Qué bien. ¿Me has traído la comida? — Dani reprime un escalofrío. Oírle hablar es como arañar un plato con un cuchillo. —Sí. ¿La quieres ahora? —No, después. Ahora toca regalo, ¿no quieres regalo? —Claro que sí —vuelve a mentir. —Qué bien. Está ahí. A ver si lo encuentras. —Dani se arrodilla y empieza a apartar paquetes—. ¿Qué tal con regalo del año pasado? —Bien. —Oh, sí, qué bien. Creció y funciona maravillosamente. Estoy contento, tú lo has hecho bien. ¿Te dio problemas? —No, qué va. Claro que le dio muchos problemas: gritaba por las noches, se revolvía en la mochila del colegio, en la bolsa de tela donde lo escondía, estaba siempre gruñendo y, si te descuidabas, arañaba y mordía. Pero eso no era nada comparado con la hora de comer. Ya al principio resultaba duro, cuando sólo eran trozos de carne cruda y casquería, y fue aún peor cuando tuvo que cazar pequeños animales vivos para él. Prefería no volver a pensar en ello. Era el momento de no paralizarse ante la idea de tener que pasar otra vez por lo mismo. —Qué bien. Este sí te los dará. Te has dormido, has llegado tarde. Será un poquito más difícil. Dani siente que el mundo se hunde a su alrededor. No esperaba que fuera más complicado que el anterior. Se gira hacia él, sintiendo que las lágrimas se agolpan en los ojos. —No, por favor. ¿No puede ser igual? —No. O sí. Si quieres te doy uno distinto a ti. Ese para tu hermano Carlitos. ¿Lo prefie-
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LOS REYES MAGOS NO EXISTEN res? —No —farfulla, tiritando. —Ah. —Dani vuelve a los paquetes y entonces ve uno que se agita—. ¡Ahí está! ¡Bravo! Está envuelto con papel de embalar, marrón, arrugado y sucio, con algunas salpicaduras pequeñas y negras que parecen sangre reseca. Una fina cuerda vieja lo mantiene cerrado. Dani tira de él y lo saca del montón. El paquete se revuelve en sus brazos. —¿Te gusta? —Dani se encoge de hombros—. Te gustará. Puedes volverte a la cama, estás azul. El cuerpo del niño se sacude casi con violencia. Abrazando el regalo, se dirige con paso tembloroso hacia la puerta corredera. —Feliz Navidad, Dani —le oye decir a su espalda—. Hasta el año que viene. Cuídalo bien. Dani se gira por última vez, pero él ya no está. Las vísceras tampoco. Entra en el salón y cierra. Las luces de colores le dan la bienvenida, parpadeando, alegres. Casi no siente los dedos, se le antojan hechos de corcho. Aún recuerda la primera vez que le vio, hace cuatro años. Se despertó en mitad de la noche, como hoy, sobresaltado. Soñaba que alguien le llamaba. Por aquel entonces, la visita de los Reyes Magos aún le alteraba como a Carlitos, así que se levantó, decidido y temeroso, y se acercó al salón a espiar a través de la cortina. Y allí estaba él, con casi todo el cuerpo al otro lado del balcón, en una postura imposible, reptando por la pared y mirando fijamente sus regalos y los de su hermano. Luego le miró a él, fijamente, y le sonrío, saludándole con una mano e invitándole a salir. Dani, hipnotizado por la irreal presencia, se dejó llevar. —¿Eres tú los Reyes Magos? —preguntó. —Sí. De alguna forma, sí. —¿Y vienes de Oriente? —No. Vengo de más lejos.
—¿De las estrellas? —Aún más. —¿Y me has traído tú los regalos? —¿Estos? No. Pero te puedo traer uno ahora mismo, ¿quieres? —Sí. —Dani no imaginaba un regalo que no le hiciera ilusión. —Qué bien. Pero tendrás que cuidarlo hasta el año que viene, ¿de acuerdo? —Vale. —Y tendrás que darle de comer. —De acuerdo. —Y a mí también, el año que viene. —¿Y qué te pongo? ¿Turrones? —No. Lo mismo que a él. —¿Y por qué tengo que cuidarlo yo? —Para que cuando llegue el momento no te coma a ti. Y un paquete igual de sucio y vil que el que había recibido esa noche apareció en la mano larga y huesuda. —Toma, disfrútalo. Desde entonces, año tras año, le había visitado, con su cabeza cubierta de negro, la soga al cuello, los brazos anormalmente largos, su voz rugosa y turbadora, para continuar con su peculiar pacto, su extraña Noche de Reyes. Sin más motivos, sin más porqués, solo paquetes sucios y mal envueltos con horrores de pesadilla a los que criar y engordar. Y, a cambio, Dani sabía que, cuando llegara el momento, al menos no le comerían a él.
J. R. Plana @jrplana
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