Ánima Barda Nº11 Feb 2013

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Febrero 2013

Pulp Magazine

Novela por Entregas

www.animabarda.com La revista es de publicación bimensual y se edita en Madrid, España. ISSN 2254-0466 Editor J. R. Plana Cristina Miguel Ilustración y diseño J. R. Plana Maquetación Cristina Miguel Ánima Barda es una publicación independiente, todos los autores colaboran de forma desinteresada y voluntaria. La revista no se hace responsable de las opiniones de los autores. Copyright © 2013 Jorge R. Plana, de la revista y todo su contenido. Todos los derechos reservados; reproducción prohibida sin previa autorización. Búscanos en las redes sociales @animabarda www.facebook.com/ AnimaBarda Anima Barda (g +)

Núm. XI

EL ZIGURAT • Espada y brujería J.R. Plana

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Comic

MIENTRAS SE APAGA EL CLAMOR DE LA BATALLA

Máxi González y Mariano Eliceche

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Relatos Cortos BANG! BANG! MAVERICK: AÑO UNO • Steampunk

Carlos J. Eguren UN GRITO RESPONDIDO • Terror Manuel Santamaría HALIA, DESPIERTA • Fantasía Cris Miguel LA VOZ DE LA TORMENTA • Aventuras Eleazar Herrera

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Especial San Valentin UNA CENA ESPECIAL • Terror J.R. Plana

CAPTURADO • Ciencia Ficción Cris Miguel

LOS PECES TAMBIÉN PUEDEN AMAR • Microrrelato

MI

Eleazar Herrera ENMASCARADO • Erótico Cris Miguel PRIMERA ABDUCCIÓN • Humor Carlos J. Eguren LATIDO DE CUCHILLA • Sátira Diego Fdez. Villaverde

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El resto

UNAS PALABRAS DEL JEFE • Editorial J. R. Plana HISTORIAS DEL PULP• Kull de Robert E. Howard

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UNAS PALABRAS DEL JEFE

Unas palabras del jefe J. R. Plana

Hola a todos una vez más, por fin inauguramos el primer número oficialmente bimensual con nuevos elementos del diseño. Ha querido el destino que sea más o menos en la fecha del aniversario, ¡qué oportuno! Debo empezar pidiendo disculpas pues, ahora, echando la vista atrás, veo que el texto que redactamos para el apartado Historias del Pulp del nº2, de marzo de 2012, dedicado a Robert Ervin Howard, no hace justicia al autor, e, incluso, resulta turbio. A día de hoy, conociéndole con mayor profundidad, debo confesar que se queda corto y algunos puntos dan una imagen equívoca del autor. Si el tiempo me lo permite, enmendaré estos errores con un nuevo artículo. Si no, remito desde ya a www.rehupa.com, una asociación de prensa amateur sobre su vida. Este Historias del Pulp lo dedicamos nuevamente a otro personaje del autor, Kull, el predecesor de Conan, y es que Howard tiene para mí un encanto especial. No me atrevo a aseverarlo abiertamente pues me faltan conocimientos y pruebas, pero creo intuir que este atractivo es, quizá, porque su único y verdadero fin era escribir. O al menos eso me transmite. No había vanidad, ni fama, ni gloria, ni afán de lucro desmedido, sólo quería ganarse la vida haciendo lo que le pedía el cuerpo y para lo que tenía talento, que era escribir. Confesaba no ser ni erudito ni sofisticado, así que escribía lo que le gustaba, adaptándole lo mejor posible a la demanda del público. Sinceramente, si esa era su intención y su actitud, para mí se convierte

(como otros autores de la historia) en el paradigma de lo que debe ser un escritor. Y eso es lo que queremos transmitiros a vosotros. Espero. No que seamos el paradigma de escritores, sino que hacemos esto no por fama, ni por dinero (aunque, insisto, si pudiéramos ganarnos la vida con ello sería maravilloso), ni tan siquiera por dar a conocer el formato pulp a la gente; hacemos esto por placer, por gusto, porque queremos tener una excusa para escribir, porque disfrutamos compartiéndolo, porque nos alegra recibir nuevos compañeros por el camino y conocer a gente con el mismo impulso, a veces casi insano. Desconozco si damos esa sensación, pero ya os digo yo que no tenemos otra pretensión que esa. Por esto también somos como somos. Queremos dar la imagen de una revista que cambia progresivamente (esperemos que a mejor), que se puede ver el avance según aprendemos cosas nuevas, que se pueden ver los errores que hubo y que hay; queremos dar la imagen de una revista viva. Obviamente, esto no es el caos. Tenemos directrices, patrones, y en algunas cosas somos estrictos, pero siempre estamos pensando en la innovación, al cambio, a la reorientación de la ruta. A la vista está, con tres webs distintas desde que salió el primer número. En resumen, esto es lo que queremos transmitir, y me veo obligado a ponerlo en palabras para dar un punto de referencia. Quiero creer que este ejercicio, más que parecerse a estar desnudo en una azotea y gritar a los cuatro vientos “¡Estoy desnudo!”, se parezca a explicar a los transeúntes qué carajo haces ahí arriba. En teoría, el mensaje debería llegar solo, pero seamos sinceros, a veces es necesario un empujoncito para verlo claro. Ánima Barda es independiente, flexible y natural, y esperamos que disfrutéis con ella tanto como lo hacemos nosotros.

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CARLOS J. EGUREN

BANG! BANG! MAVERICK: AÑO UNO por Carlos J. Eguren

Ilustraciones de Salvador Huerta

UNA AVENTURA DE MAVERICK LA MIL VECES MALDITA ACTO 1: Los sin corazón “Quién soy. Cómo he llegado a serlo”. FRANK MILLER, Batman Año Uno.

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xiste un mundo movido por el vapor, los sueños, las pesadillas y las locuras. Es el mundo de Maverick la Mil Veces Maldita y su vida gira en torno a la venganza. Eso le hace seguir respirando y sembrar la muerte. Maverick, el infierno y el cielo a un suspiro es su poder. NOTA Querido lector o lectora, quizás le interese saber que los hechos que paso a narrar son ciertos. He añadido alguna licencia poética y algún diálogo, pero he seguido los hechos reales con tal empeño que la Historia se ha mostrado con una claridad increíble. Nada dice que tal frase que dice alguno de los implicados fuese así, pero tampoco lo contrario y puestos a ver los frutos de mi profusa investigación (entrevistas, recopilación de datos, búsqueda en textos…) hay más pruebas a favor de mi versión que de los que la nieguen, cuya única prueba será que no creen en ella y eso no significa absolutamente nada. Fruto de una ardua investigación, he conseguido a través de fuentes exclusivas responder a la pregunta: ¿de dónde salió Maverick la Mil Veces Maldita? ¿Cuál fue su origen? Espero que sepa esto: la respuesta, sea de su agrado o no, es lo más certera posible. Para ello, he contado con los trabajos del ilustrador Salvador Huerta, que ha elaborado trabajos para conocidos folletines. Este truculento relato no es ficción por aparecer en una publicación ficcional de gran calidad como Ánima Barda, si lo hace aquí es porque solo ellos han sido lo suficientemente eruditos como para comprender la verdad de esta historia. No se engañe. Es cierta, tanto como la autopsia que hago a los últimos tiempos de aquel siglo. Este es el génesis de Maverick la Mil Veces Maldita, entre el vapor y la miseria. UNO Estos sucesos transcurren en el mundo del vapor y la miseria, a finales de 1800, cuando la brillantez y Ánima Barda - Pulp Magazine


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el futuro se mezclaban con la sangre y violencia. Un siglo moría, otro nacía y los gusanos luchaban por saber si comer o vomitar. Es en esa época cuando la mayor amenaza del mundo nació y, aunque la Historia ha intentado ocultarla, ella jamás se dejará sepultar. DOS ¿Cómo nos convertimos en lo que somos? ¿Qué nos lleva a tomar nuestras decisiones? ¿Qué nos convierte en héroes? ¿Qué nos forja como villanos? ¿Qué hace que ocupemos el papel del valiente en la función? ¿Qué nos arrastra a ser cobardes? ¿Qué nos hace movernos? ¿Qué nos paraliza? ¿Qué dice que muramos? ¿Qué dice que vivamos? ¿Cómo escapamos del ataúd? ¿Cómo abrimos los ojos? Nadie sabe, se imagina. En los suburbios de Londres se narra una historia sobre violencia y muerte. Entre los pobres y las

prostitutas, se cuenta la leyenda de un horror. Hasta la aristocracia llegaron rumores sobre una bestia que mataba sin censar. Por todo el mundo, hubo rumores sobre diferentes seres venidos del averno, pero siempre sólo hubo uno tras ellos: una niña perdida. Pero ¿cómo una cría se transforma en un monstruo? ¿Cómo una pequeña decide empuñar una pistola y matar a discreción? ¿Qué lleva a una cría inocente a sembrar campos con muerte y dolor? ¿Qué le ocurrió a esa muchacha para que desease vengarse del mundo? ¿Qué eventos hicieron que se pusieran en movimiento las tuercas y los engranajes del tiempo y la vida? ¿Qué lleva a que una Ánima Barda - Pulp Magazine

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mujer sea mil veces maldecida?

TRES Existía una vieja mansión que poseía un corazón. Entre esqueléticas torres que se elevaban como espectros en busca del cielo, junto a puertas lóbregas y techos adornados de gárgolas monstruosas, había algo que latía. Estaba entre el suelo blanco y negro y las esculturas y cuadros, no muy lejos de la brillantez y el lujo escondido en el caserón gótico. Era un corazón a punto de morir. Había algo que en el centro de aquel hogar de tinieblas. Una criatura que latía sin ser, haciendo: tictac. Podía ser un reloj con forma de corazón, elevado sobre un pequeño lago repleto de juncos. Era una obra maestra que susurraba unas breves notas, llegada a la hora. Pero era un corazón humano. Una noche de lluvia y tormenta, no se pudo escuchar el reloj debido a los gritos. La señora de la casa lanzaba gritos terribles desde la torre más alta, entre tuercas y cachivaches. Estaba pariendo su hijo. Su esposo, el Inventor, estaba a su lado, esperando a ver su mayor creación. P.A.D.R.E., el autómata creado por el dueño de la mansión, se dirigía ya con sus fallidas piezas en pos de ayudar. Además, quería ver cómo se creaba una vida. Su mente de metal estaba intrigada. P.A.D.R.E. tuvo suerte. Pudo ver cómo nacía alguien. Y también cómo moría alguien. Hasta pudo ver cómo un humano podía dar de lado a otro. Lecciones de la vida en breves pasos. Había nacido una niña entre gritos y llantos. Había muerto su madre mientras la paría. Su padre se había marchado a otra estancia. Él quería un heredero, no una mujer más… —Mi hacedor, la niña está viva —dijo P.A.D.R.E, mientras el auténtico padre se iba. —Mi hijo varón ha muerto —replicó, regresando a su estudio para seguir forjando el futuro tras la decepción del destino. El Inventor dejó a su hija a merced de clavos oxidados y telarañas, además del cadáver de la madre. Sacrificó a la niña sin darle una oportunidad de vivir. P.A.D.R.E. recibió en sus brazos de hierro a la pequeña. ¡Le parecía tan fascinante la vida…! ¿Cómo alguien podía dejar que se extinguiese? Entonces, la niña lloriqueó en los brazos del robot y este sintió que era, simplemente, un acto asombroso. La niña recibió el nombre de Maverick, porque era así como se llamaban los destornilladores que usaba P.A.D.R.E. cuando le fallaba la cabeza. —¿A qué esperas para tirarla a la basura, escoria metálica? —preguntó un ser saliendo de entre las paredes. Un espectro. —¿He de llamar a algún cazador de fantasmas para que te expulse de aquí, Sir McArdigan? Sir McArdigan era el alma del castillo (nunca mejor dicho). Antes, aquellos eran sus dominios, pero ahora se escondía, pues sentía terror por el nuevo señor de la mansión. Él era un viejo extraño, con coraza mellada, que flotaba en el aire (en parte porque no tenía piernas). Se acercó agitándose, porque así pensaba que iba a caballo (imaginario, evidentemente). Entonces, el fantasma observó a la pequeña recién nacida. El viejo le dirigió una mueca de asco, su largo bigote se agitó cuando movió los labios. La niña hizo un mohín. El espectro abrió la boca con un “oh” y miró al autómata: —¿Cómo diantres puedes estar pensando en tirarla a la basura, escorita metálica? Si P.A.D.R.E. hubiese tenido el don de refunfuñar, lo hubiera hecho. En cambio, tenía una niña en sus brazos. CUATRO Su padre le golpeaba para enseñarle la virtud de ser un buen artista. Aquel violento progenitor de Ánima Barda - Pulp Magazine


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látigo en mano, hubiera matado si supiera que no tenía el don para el más noble arte. No era el padre de Maverick, él ni siquiera se hubiera acercado a su hija para maltratarla (tenía mejores cosas que hacer). —Disciplina para ser lo que estás destinado a ser, eso es todo —dijo el padre mientras lanzaba latigazos a la espalda desnuda del bebé—. Un latigazo. Vale más que una cachetada si quieres hacer llorar… Si sobrevives, eres digno de vivir. No como tu madre. El maestro de artistas sonreía. El crío no pareció morir, como los otros. Fuera, el sonido de las máquinas era brutal. El corazón londinense se alimentaba a través de los sueños de hombres como él, artistas de lo violento. El bebé lloró. CINCO La vida en el castillo fue un caos durante los siguientes doce años para P.A.D.R.E., pero también fueron los doce años en los que más vivo se sintió su sistema. Cuidaba de Maverick, porque de él nadie cuidaba y, al menos, se sentía útil. Ocurrieron muchos pequeños actos que P.A.D.R.E. jamás pudo olvidar. Cuando ella tenía un año, P.A.D.R.E. aprendió que no se podía contar con los fantasmas. —Creo que se está muriendo —dijo el espectro tapándose la nariz—. ¡Al menos, se está descomponiendo! —¿Por qué te tapas la nariz? No respiras, ectoplasma. Es imposible que huelas. —¡Qué sabrás tú! —Lo que sé es que la niña necesita pañales. Sir McArdigan se desvaneció. SEIS Cuando él tenía un año, el padre lo elevó y lo lanzó contra la nieve. El pequeño temblaba, pero no lloraba. Sabía que si lo hacía, otro moretón aparecería en su piel y no le ayudaría a seguir respirando. —Tener talento para sobrevivir, eso es lo más valioso que te pueden enseñar —le dijo su padre, aunque él no lo entendía—. Levanta si eres digno. El pequeño no sabía qué decía aquel hombre, solo permaneció en el suelo, sintiendo cómo la oleada fría se clavaba en su cuerpo. Pronto, se convertiría en una estatua de hielo viviente. Pero entonces apareció un perro salvaje, hambriento. Fue a por el bebé. Iba a comérselo. Sus fauces atraparon la vieja ropa que lo envolvía y lo elevó en el aire. El viejo padre clamó. Un hacha se hundió. La cabeza del perro vagabundo se sacudió, sin un cuello que lo sujetase. El niño quedó impregnado de la sangre de la bestia. El pequeño sintió calor del líquido escarlata y se sintió bien. —Tu bautismo —dijo el padre, orgulloso por primera vez de su hijo. Quizás hubiese futuro para él. SIETE

Cuando tenía dos años… —¡Has criado a una tullida, escoria de metal! —La verdad es que mi sistema no conoce el motivo por el cual ella no camina. Estaban intrigados. El bebé de escaso pelo rojizo y grandes ojos verdes se removía por el suelo, se Ánima Barda - Pulp Magazine

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movía despacio. La niña se involucraba en el mundo de forma curiosa, pero sin andar. El fantasma y el autómata observaron a la niña, acercándose hasta el alféizar… —¿Eso no es peligroso, espectro? —Sí. Creo que pude morir así… —¿Y POR QUÉ NO LO HAS DICHO ANTES? —¡Pensé que te darías cuenta! La cría apoyó sus pequeñas manos. Se fue con su cuerpo hacia delante. La ventana estaba abierta e iba a caer en el vacío. —Puede que esté aprendiendo antes a volar —dijo entre risotadas el fantasma. El autómata consiguió salvarla, cogiéndola en el último momento. ¿Sería siempre tan difícil? Algo, que no fue un error de su sistema de relojería, le hizo pensar que no haría más que empeorar. OCHO El niño de dos años malvivía entre la inmundicia de la vieja fábrica. Su padre parecía disfrutarlo. Cuando veía una mirada en el niño que parecía preguntar algo, el padre le golpeaba y le decía: —¡La vida está rodeada de miseria! Si te crees mejor que ella, mejor que los demás, demuéstralo. El hijo, como si de una de las ratas se tratase, lanzó un mordisco a la nariz de su padre y se la arrancó de cuajo. NUEVE Cuando tenía tres años, el fantasma había decidido hacerlo. Tenía que demostrarle su valía a la pequeña Maverick. Pensaba darle un susto de muerte. Si hacía falta, literalmente. Sin embargo… —¡Buuuuuuuuuu! ¡Niña, soyyyyy un fantaaaaaaaasma maloooooooooooooooo! ¡Voy a mataaaaaaaaarte y…! Los gritos del “maléfico” (y sobreactuado) fantasma, se vieron interrumpidos con una explosión de risas provenientes de Maverick. —La niña parece que posee una gran capacidad para saber qué se oculta tras una máscara, tras la falsedad —señaló el robot. —¡Cállate, hojalata! DIEZ Cuando tenía tres años, él aprendió a decir sus primeras palabras y no fueron agradables. Fue una súplica, un ruego: —¡No me mates! Su progenitor sonrió mientras ajustaba el hierro ardiente. No pensaba matar a su hijo, su vasallo. Aún no. Tenía que serle muy útil. ONCE Cuanto tenía cuatro años, la niña no hablaba y según el fantasma: —¡Ya debería saber recitar a cualquier poeta irlandés y mearse en la tumba de cualquier novelista inglés! —Necesitamos algo apropiado —se pronunció el robot. El único libro que encontró fue una vieja Biblia. Ánima Barda - Pulp Magazine


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—¡Léele el Antiguo Testamento! ¡El Dios vengativo! ¡El que nadie le tose! ¡Seguro que aprende cosas buenas! —Creo que mejor le enseñaré a leer con algún manual de reparación. —Nenaza. Poco después, el autómata consiguió dos libros en la biblioteca del castillo. Estaban en la pila de libros desechados por el amo. Eran aquellos demasiado fantásticos y catalogados por él como “poco útiles si no son como combustible en invierno para la chimenea”. Poniendo su vida (artificial) en juego, P.A.D.R.E. regresó con dos volúmenes. Eran los cuentos de los hermanos Grimm y El conde de Montecristo. DOCE Cuando tenía cuatro años, el crío ya estaba acostumbrado a la pelea sobre la viga. Era cada cuatro meses, cuando las heridas de la caída anterior suturaban y podía volver a moverse. Su padre y él luchaban a cierta altura, sobre las maderas que sostenían el techo de la fábrica. Quien caía, perdía. El crío había perdido bastante. —Me rindo —dijo el pequeño. —Yo no te he enseñado esas palabras… El padre sonrió con las palabras de su hijo. Los restos de lo que quedaba de su nariz le dolieron. Luego, escupió. Él no criaba a cobardes. Le dio un golpe con su báculo al pequeño y le arrancó un cacho de piel del rostro a su hijo. El niño cayó. Cuando su padre fue para ver su obra, se encontró con que no había nada en el suelo. Fue entonces cuando una pequeña mano, que se sujetaba al filo de la tabla, golpeó con inquina la pierna del padre y este cayó. Se escuchó un cuello partiéndose. Fue el primer triunfo del niño. TRECE

Cuando tenía cinco años… —¿Qué demonios le pasa a ese estorbo de niña? —preguntó el fantasma. En el fondo, el viejo caballero le había cogido cariño a la pequeña—. ¿Se ha roto o qué? Maverick estaba sentada en el suelo, mirando a través de los barrotes de la ventana (colocados por P.A.D.R.E. tras cierto incidente de la temprana infancia que ya hemos narrado). Ella nunca había salido de la sala donde nació. La pequeña parecía inconsolable. —¿Por qué te hallas triste, pequeña Maverick? —preguntó el robot. La niña le miró con sus inmensos ojos verdes y le contestó: —Porque no sé dónde está… —¿Quién? —Mamá. El autómata guardó silencio, el fantasma no. —¡Ah! ¡No te preocupes! Poco después de que naciese, P.A.D.R.E. se llevó el cadáver de tu madre y lo enterró. Ahora, los gusanos ya deben haberse comido bastante el cuerpo inerte de tu vieja… Oh, ¿he sido demasiado sincero?

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CATORCE Cuando tenía cinco años, el niño mató a su primer animal. Era un ciervo. Lo hizo con sus propias manos. Le pareció divertido y se sintió tan bien como cuando mató a su padre. QUINCE

Cuando tenía seis años… Mientras que el robot se encargó de enseñar gramática y números (aunque no funcionaba bien la tecnología para implantar parches de aprendizaje en la niña), McArdigan le enseñaba esgrima, escupir e insultar. —¡Eh, tú, rancio bicho de hojalata! —gritó Maverik. P.A.D.R.E. contempló al fantasma, este se encogió de hombros. —Yo hubiera dicho: “pedazo de hijo de la gran lata”, pero está aprendiendo —quiso mejorar la situación el espectro—. La culpa debe ser de ese Conde de Montecristo de las narices… —¿Qué le estás enseñando a la niña? —¡A SER UN AUTÉNTICO HOMBRE, MALDITO! —Es una niña. —¿Ah, sí? Vaya, eh… No me había dado cuenta. —¡Eh, tú, rancio bicho de ectoplasma! —¡Hey, Maverick! ¿De dónde has sacado eso? —preguntó el fantasma indignado. El robot se fue, silbando para disimular, aunque sonaba como una tetera que llegaba a su momento justo. DIECISÉIS Cuando tenía seis años, el pequeño hizo estallar un pequeño dirigible que iba hacia una de las ciudades flotantes de las afueras. No paró de reír durante una semana. DIECISIETE Cuando tenía siete años, Maverick se dedicaba a mirar a la puerta cerrada. Se colgaba del picaporte para abrirla, pero estaba bien cerrada. El fantasma la observaba. —¿Por qué quieres atravesarla abriendo la puerta? —preguntó. Y cruzó el muro y volvió a entrar—. A mí manera es más fácil que por una puerta. El espectro quería divertirse viendo a la enana dándose un buen golpe contra el muro (humor del siglo pasado). Sin embargo, Maverick le señaló y le dijo: —¿Te crees que soy tonta, bellaco? El fantasma estaba feliz de sus avances con Maverick en cuanto a insultos y exabruptos. La puerta se abrió, Maverick quiso huir, pero la persona que acababa de entrar la agarró con sus frías garras y cerró la puerta. Ella dejó de patalear. —Maverick, ¿otra vez queriendo salir de tu mundo? —preguntó P.A.D.R.E., que acababa de venir con algo de comida para la cría. —¡Quiero ver a mi padre! ¡Quiero saber cómo es mi padre! ¡Quiero que me diga por qué he estado tanto tiempo sola! —Yo soy P.A.D.R.E. Ánima Barda - Pulp Magazine


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—¡TÚ NO ERES MI PADRE! P.A.D.R.E. procesó alguna respuesta, pero la desechó. No le convencía para nada. Se rascó la carcasa sin delicadeza y quiso decir algo, pero el fantasma se adelantó: —Venga ya, criaja del demonio, ¿para qué quieres conocer a tu padre si ya sabes, sin conocerle, que no te quiere y nunca te querrá? DIECIOCHO Cuando tenía siete años, el niño observó a su padre. Desde la caída, el pequeño robaba en los suburbios de Londres la ropa y comida que necesitaba. Eso fue hasta que se encontró con Máscara, un lunático que vendía cientos y cientos de caretas durante algunas festividades. El crío le robó una máscara y huyó, el anciano no pudo correr tras él. Esa noche, el chaval, que dormía bajo un puente, se despertó maniatado. El dolor le hizo dar chillidos durante horas. Ese fue el día en que Máscara le arrancó con un cuchillo la piel del rostro al niño. Dos días después, el cadáver de Máscara flotaba por el Támesis. DIECINUEVE Cuando tenía ocho años, las preguntas de Maverick no se habían deshecho con los años. En realidad, no habían hecho más que aumentar año tras año. Quería saber qué había más allá y qué podía hacer para que su mundo fuese feliz. Se sentía como en la prisión del libro del Conde, encerrada por monstruos de cuentos de hadas, y quería ser libre. Una noche tormentosa, P.A.D.R.E. consiguió un pastelillo en la ciudad. A veces, escapaba hasta la urbe. Cubierto con harapos y una capucha, parecía un viejo decrépito. La gente lo tomaba como un loco. Pagaba con tuercas. La gente se mofaba de él durante horas y, cuando empezaban a cansarse, le daban algo de comida para que se fuese. Al menos, conseguía algo para Maverick. —¿Mi cumpleaños? —preguntó la niña con el pastel—. Gracias, pero… cada noche que hace tormenta es mi cumpleaños… Y siento que me hago vieja. —¿Qué quieres? —dijo el fantasma—. Tu amigo de metal, vil niñata, no tiene cronómetro. No comprende el tiempo. Al menos, tienes comida buena. Cómetela antes de que las ratas luchen por ese dulce, ¿quieres? El androide se quitó un dedo, lo puso sobre el pastelito, hubo una chispa y se convirtió en una vela improvisada. Maverick sopló y se apagó. —He deseado… —No, no, no —corrigió el autómata—. Es un deseo. Si lo dices, no se cumple. La niña miró al fantasma y este le miró a ella. ¿Qué era lo que había deseado? —Como hayas deseado que desaparezca, ¡juro que te tiro por la ventana, maldita indeseable con el pelo del diablo! Y si deseas que salga vestido como una cualquiera, ¡te arrancaré el pescuezo! ¿Entendido? —No es eso. He deseado saber si alguna vez has visto a mi madre. Ella está muerta. Tú estás muerto. ¿Has visto su fantasma? Eran aquellas preguntas sobrias y solemnes para una cría de ocho años la que ponía la piel de gallina a un robot que no tenía piel. El espectro pareció pensar antes de decir: —No creo que sea como yo. No creo que tu buena madre esté en el infierno como yo… maldita Ánima Barda - Pulp Magazine

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insolente caprichosa. —En realidad, desee quedarme aquí. Había dicho su deseo en voz alta y así no se cumpliría. De tal forma, su auténtico deseo si tenía posibilidades de hacerse real. Maverick era sagaz. VEINTE Cuando tenía ocho años, el niño sin cara vagaba por el mundo bajo un capuchón que le hacía parecer algún enfermo de un virus terrible. De ciudad en ciudad, se alimentó de sobras y muerte. En su espalda, llevaba un pesado saco del que se deshizo en el mercado negro. —Vendo huesos de padre odiado y asesino enmascarado, ¿cuánto me da por ellos? En otro saco, portaba máscaras que a veces lucía para transfigurarse en algo que nunca fue. VEINTIUNO Cuando tenía nueve años, la pequeña se pasaba muchas noches llorando y en una de aquellas madrugadas, P.A.D.R.E. la consoló. —¿Qué he hecho para que mi padre no quiera verme? Ese era el motivo de tantas lágrimas. —Tu progenitor no tiene corazón —le confesó P.A.D.R.E. Su sistema de metáforas funcionaba perfectamente… —¡Iré a buscar su corazón! … el “sistema de captar metáforas” de Maverick no le funcionaba en absoluto. VEINTIDÓS Por esa época, cuando el niño sin faz tenía nueve años, los orfanatos londinenses tuvieron un descenso de ingreso de huérfanos. Muchos pensaron en la mejora de las condiciones de vida o que las empresas de vapor estaban “adoptando” más pequeños trabajadores, que hacían cosas como limpiar chimeneas por donde no podían acceder los mayores. Pero los niños sabían la verdad, sabían que había un Hombre del Saco que compraba huérfanos y estos nunca volvían a ser eso, huérfanos, y ni siquiera volvían a estar vivos. Era un anciano monstruo de caperuza negra y extraños guantes. —La gente de esta época carece de corazón, abandonan o matan a los niños, ¡qué funestos tiempos estos! —exclamó el señor Vaughn, el dueño de uno de los orfanatos, sin saber que el Hombre del Saco lo escuchaba—. ¡Este mundo necesita más corazón! Y el Hombre del Saco, el niño sin rostro, aún seguía buscando la llama que veía en sus sueños, un crío que mereciese la pena matar. Ese sería su corazón. VEINTITRÉS Aunque el autómata la intentó detener, la niña corrió hacia la ventana de su torre. El espectro intentó saber qué pasaba, pero solo pudo ver a la cría cogiendo el palo que usaba de espada. Dio una estocada al picaporte. Lo destrozó. —¡No la dejes escapar! —gritó P.A.D.R.E. al caballero errante. Maverick siguió corriendo. El robot fue tras ella. El autómata se estaba haciendo trizas. Cada paso, perdía una tuerca. Cada movimiento, el aceite se derramaba, el metal chirriaba y él caía. No nació Ánima Barda - Pulp Magazine


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para correr. Ni siquiera había nacido. El fantasma se puso frente a ella, en las escaleras de caracol. El espectro dio un paso adelante. —¡Deja de jugar, cría de las narices! Maverick golpeó la ventana cercana, se abrió, ella fue hacia la improvisada salida. El fantasma fue a por la niña, pero era un espectro. No podía tocarla. La cría le escupió, le dijo: —¡No esta vez, maldita sabandija! Y haciendo un movimiento de esgrima, Maverick saltó. El fantasma se asustó y se sintió orgulloso de lo que le había enseñado. —No puede pasar así. El autómata dijo aquello y antes de asomarse por la ventana, sus piernas ya se habían deshecho y cayó al vacío convirtiéndose en un montón de fragmentos de metal. El fantasma vio impotente aquello y también cómo la cría sobrevivía. Saltando de alféizar en alféizar, como un gato. Cayendo por las hiedras, haciéndose heridas, como alguien que escapaba de su prisión. Un plan moderno del Conde de Montecristo. La niña escapó sobre la nieve, dejando pequeñas huellas, y convirtiéndose en una sombra en la niebla. Atrás, un espectro decía adiós y la cabeza de metal de un casihombre lloraba vapor. VEINTICUATRO La niña escapó, en busca del corazón de su padre, para recuperarlo y devolvérselo. Así, tendría un padre de verdad. Ese era su consuelo, ese era su sueño. Ni siquiera se fijó en la sombra que vendría tras ella, alguien sin rostro que perseguía un sueño de fuego. Pero ¿no todos lo hacemos, huir de nuestras pesadillas y seguir nuestros sueños?

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MANUEL SANTAMARÍA

Un Grito Respondido por Manuel Santamaría

“Cuidaos de las maldiciones que os lancen aquellos que han sido traicionados” dicho popular Sumerio. “Hacen falta años de práctica y estudio para conocer la magia. Ciertos individuos tienen una facilidad innata, un fuerte lazo con las energías primordiales de Gea, son los llamados a ser grandes maestros. Pero todos los humanos, tienen una chispa en su interior que en caso de gran dolor puede explotar ser y oída por dioses, demonios, duendes, espíritus u otros seres ancestrales. Ese es el problema, “quien lanza una botella al mar nunca tendrá la seguridad de quién la va a recoger” Alexandro Malius (sumo maestro de la orden de Cronos, 1836 a 1943). Ánima Barda - Pulp Magazine


UN GRITO RESPONDIDO

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a desesperación se apoderaba de Rafa, su jefe le había abandonado como a un perro. Debiéndole dinero, siete mil euros, para un rico no sería mucho, pero para él eran meses de poder vivir en esta parodia de país que se encaminaba al garete. Como muchos jóvenes, había cometido la equivocación de ser tentado por la promesa de un hogar para su familia, estaba amarrado por la hipoteca. En su mano derecha arrugaba, hasta que se le engarrotó la extremidad, la notificación de desahucio del Banco. Desde hacía meses todo había ido cuesta abajo: el tratamiento de su hijo, el paro, multas por ir a pescar y vender las capturas en un bar de su barrio… Tenía 35 años y sentía plomo en los hombros. Las responsabilidades, que asumió en esa ficticia época de bonanza, le estaban matando. Al menos, su pequeño y su mujer no lo habían visto en este estado de desesperación, se habían ido a casa de su suegra. Él tendría que vivir con sus padres. Antes era un hombre, un cabeza de familia, ahora tendría que conformarse con visitar a su enano Demasiado a menudo pensaba que, si causara bien a su familia, se pegaría un tiro para que al menos su esposa no acarreara las letras. Pero estos cabrones de las aseguradoras dejaban muy claro en los contratos hipotecarios que el suicidio no revocaba la responsabilidad de pago. Hijos de puta, seguro que sabían que la crisis estaba a la vuelta de la esquina. No veía salida y no le dejaban abrir puertas. Apretó los puños y rugió al cielo con todas sus fuerzas, desde la azotea de su condena en forma de casa, bramó hasta que la garganta le sangró, hasta que su voz se rompió para siempre. —¡Maldito seas, estafador, mal amigo, sinvergüenza, que pases por el peor de los infiernos en tu vida de hiena! Fueron las palabras de Rafa, antes de caer desmayado en un charco mezcla de vómito y sangre. En la calle, un coche de la policía se presentaba para echarlo. Ahora estaría sin techo, sin trabajo y cargando con su deuda. José estaba contento. Por fin abandonaba la empobrecida España y volaba rumbo hacia Chile, allí le esperaban su mujer y su hija. Allí había encontrado todo lo que en su país natal se le negaba. Por cuatro duros habían montado un negocio que le proporcionaría cierto nombre en la ciudad y podía seguir ejerciendo su carrera. Mediante subvenciones, había conseguido inflar a su anterior empresa: unos trabajos que nunca acabaría, nóminas no pagadas, pedirle unos pocos miles a crédito fácil… Unas jugadas maestras, para no ser una mente criminal, simplemente un chuletilla Sevillano, lo que antes hubieran llamado un señorito, ¡vamos un “typical spanish”!, como dirían los “guiris”. Heredero directo de los hidalgos, que nunca dieron un palo al agua, un niño bonito que no dobló un riñón, que siempre tuvo gente más cualificada que él sacando la compañía adelante. Se iba con el bolsillo lleno. No era una fortuna, unos 25.000 euros, pero en esa tierra era un dinero que le permitiría estar holgado mientras arrancaba con su nueva forma de vida. Además, a doce mil kilómetros, ninguno de sus ex trabajadores, clientes o entidades, podría emprender acciones legales contra él. La apuesta había sido un lujo, cantidades pequeñas por separado, por lo que los costes judiciales no les serian rentables. Al menos, por parte de sus asalariados, le hubiera gustado, en el fondo, que hubiera sido de otra manera, pero eran ellos o él. El nuevo comienzo era necesario, sentía haber dejado colgado dinero a tantos padres de familia, pero las cosas son así. Meses retrasando las nóminas, excusas baratas, Ánima Barda - Pulp Magazine

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“no me ha llegado el dinero de los pagos, no preocuparse que seguro que será un error en el banco…”. Daba pequeñas limosnas, para tenerlos contentos, con la promesa de que pronto se liquidaría todo… Y era verdad se había saldado todo… lo suyo. Quedaban por delante seis horas de vuelo, así que se reclinó en el asiento y pensó en los labios de su mujer y en la sonrisa de su hija a la que hacía 4 meses que no veía. —Señorita tráigame un ron, a ver si se me pasa este maldito zumbido de los oídos, llevo con él desde esta mañana. —Es extraño señor, suele pasarse cuando tomamos altitud de vuelo —Ja, ja, ja. Será que alguien me está mencionando. —Será para bien, señor. Tiene usted aspecto de buen hombre. Pese a la broma, ciertamente le resultaba molesto, había recorrido el Atlántico docenas de veces y era la primera vez que tenía este pitido. Pero en fin, un pago menor por abandonar su antigua vida. Tras horas de vuelo aterrizó en SCL de Santiago, pidió un taxi y se encaminó hacia su casa. Tenía un nudo en la garganta, eran demasiado tiempo sin sentir cariño. Es verdad que hace tres meses tuvo una aventura con Dolores, esa jovencita pizpireta a la que contrató como secretaria, y engatusó con falsas promesas de una vida común, excusas como “La lejanía ha destrozado mi matrimonio” salían fácilmente de su boca. Fue divertido. Ni por un momento pensó en romper su relación por una chiquilla tonta, había sido tan solo un desahogo, una “transacción fluida”, pero no experimentó el mínimo cariño. Llegó a la finca pasada las doce de la noche. Es lo que tiene estar lejos de las ciudades. Siempre prefirió la privacidad que le daba el campo. Pese a la hora, le extrañó ver las luces

apagadas, esperaba que su mujer saliera a recibirle, pero también comprendía que era posible que la pequeña hubiera dado una mala tarde y Raquel estuviera agotada. —No hay luces, ¿quiere que le espere señor? —dijo servilmente el taxista —No se preocupe tengo llaves. Tenga, quédese el cambio. —Muchas gracias señor —comentó el orondo conductor mientras sacaba sus maletas. Adoraba su acatamiento, otro de los motivos por los que su futuro le parecía tan hermoso. Estaba harto del carácter de los españoles: derechos laborales, vacaciones, festivos, quejas por el sueldo… allí por diez pesos te miran como se ha de mirar a un jefe. Al abrir la cancela de hierro otra decepción le golpeó: el viejo Toby no salió a recibirle, su precioso mastín. ¿le habría pasado algo en su ausencia? De haber sido así, Raquel debería haberle informado, seguramente no lo hizo para no darle más preocupaciones. No le gustaba, quería estar enterado de todo lo que tuviera que ver con sus propiedades. El ambiente del patio estaba enrarecido, no percibía el olor de las damas de noche que plantó el año pasado, había un perfume con un punto ácido, un tufillo que no conseguía enfocar en las flores del jardín. Con el corazón golpeándole se encaminó a oscuras al portón de la entrada. Al tocar el pomo notó una sustancia pegajosa impregnándolo. —¿Que mierda es esto? —dijo, asqueado, mientras se observaba la mano cubierta de moco verde. Seguro que Sarita se había encaprichado de alguno de esos juguetes asquerosos con forma de baba y había manchado algunas zonas con él, Raquel, al verlo, le habría reñido y la pequeña habría tenido uno de esos berrinches, con los que suele hacer que su madre adquiera una jaqueca de campeonato, de ahí que no estuviera despierta y que incluso se le olvidara dejar encendida la

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UN GRITO RESPONDIDO

luz del dintel. “Sí, eso es lo que habrá pasado”, se dijo mientras se limpiaba, sabía por experiencia lo temibles que eran los arrebatos de Sarita. Subió las escaleras para dirigirse hacia el dormitorio y entonces escuchó un murmullo: tic, tic, tic. —Raquel habrá comprado un reloj de pared, joder vaya coñazo. ¿Cómo se puede dormir con eso de fondo? –murmuró para sí. Mientras avanzaba hacia el cuarto, el ruido se hacía más y más fuerte, un sudor frío empezó a correrle por la espalda, el ruido ya no era normal y el hedor acre era más fuerte en el interior que fuera. —Ea, ea, duerme, duerme lindo bebé, el sueño de los justos yo te traeré Era la voz de su esposa, ¿si estaba despierta, por qué no había ido a recibirle? —¡Raquel cariño, soy yo, he llegado! ¿Por qué no has salido? —Silencio amor, vas a alterar a la niña. ¿Cómo podía dormir la pobre criatura con ese martilleo constante? El nerviosismo se iba apoderando de su cuerpo, empezó a tiritar, un reflujo de bilis le subió por la garganta y vomitó en el pasillo. A duras penas abrió la puerta de su estancia. Allí se encontraba Raquel de cara a la ventana, con un camisón que le mostraba su espalda perfecta, con su melena pelirroja cayéndole sobre los hombros. En sus brazos mecía a Sarita y seguía canturreándole la nana. Dentro de la alcoba el tic, tic era casi ensordecedor y la pestilencia amenazaba con dejarle inconsciente. —¡Por el amor de dios Raquel! ¿Qué está pasando? —se arrodilló mientras se cubría la boca y la nariz con su pañuelo. Su mujer dejó de acunar a la niña, el silencio se adueñó de la realidad. La vista se le nublaba, se agarró al marco de la puerta para, inútilmente, intentar incorporarse. Raquel inclinó la cabeza hacia el hombro derecho en un ángulo imposible, se giró lentamente, su voz cambió, ya no era

el dulce timbre que conocía, sonaba antiguo, ancestral, pre-humano. —El dios de los europeos no tiene poder aquí, este es mi reinado, siglos me he estado sin atender peticiones y desde el otro lado del gran azul un grito me ha despertado. Un contrato sin firma, un intercambio sin consenso, tal y como a Supay siempre le gustó tratar, antes de que tu hedionda raza ultrajara mis dominios –dijo una voz gutural. Aquella cosa se dio la vuelta, era Raquel y ya no lo era, de las vacías cuencas de los ojos brotaban sanguijuelas rojas, tenía arrancados los labios por lo que mostraba sus dientes y encías, del cuello manaba una mancha de sangre seca. En sus brazos no portaba a Sarita, en su lugar se mecía un engendro de color verde, una especie de gusano con tentáculos, su cuerpo exudaba la flema que impregnaba el tirador, su cara podría pasar por humana de no ser por los cuatro ojos y la boca con dientes finos como espinas. Lo más terrible era que la voz provenía de él. —¡Mi hija, mi mujer! ¿Qué has hecho monstruo? —gritó paralizado en el marco de la puerta. —Esta respuesta será el único pago que de Supay obtendrás. Tu mujer está ante tus ojos, ahora forma parte de mi ejército del inframundo. Y tu hija será entregada a Atipa, quien la educará para el arte de la guerra de los dioses, si resulta apta formará parte de los guerreros sin alma, si no, nuestro hermano Pachacamac nunca ha rechazado un buen bocado. Con esta promesa de futuro incierto, ambos seres desaparecieron entre una nube amarillenta, el aire de la casa volvió a su normalidad, la única prueba que quedaba de su presencia era un círculo quemado en las baldosas, un perro destripado en el interior de la marca y dos camas vacías que nunca se volverían a llenar. José terminó de derrumbarse, llorando, babeando, gritando y maldiciendo, ahora era 25.000 euros más rico, pero una fortuna más

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pobre. Pasó el resto de sus días deambulando por Santiago de Chile, contándole su historia a los locos y los borrachos. A veces creía que se sumergiría en el bendito olvido, pero cada vez que tanteaba su bolsillo izquierdo, y acariciaba el dinero que tanto le costó, recuperaba la lucidez. Esta era su condena eterna, así permaneció hasta el fin de sus días, que fueron muchos, bastantes más de los que debería vivir cualquier hombre tras contemplar el rostro de un primigenio. Dice un proverbio Vietnamita que los problemas vienen de tres en tres, a Rafa así le vinieron, primero fue la enfermedad de su hijo, después todas las pérdidas económicas y más tarde, cuando recuperó la consciencia, los médicos le informaron que nunca podría volver a hablar. Los doctores estaban sorprendidos, ya que pese al salvajismo del grito, jamás habían visto daños tan permanentes. A partir de ahí, las cosas le sonrieron: se mudó a una ciudad con un clima más ideal para el pequeño, montó un pequeño bar junto a su mujer y pudieron vivir juntos el resto de sus vidas. Así ocurrió todo, amigos. A veces los gritos son respondidos. No hay blanco ni negro, existen criaturas que para algunos son demonios y para otros ángeles. Pero siempre piden algo a cambio, nadie da nada gratis… Supay estaba feliz, sentado en su trono de madera en el inframundo, jugueteaba con una piedra de voz, su ejército se había engrosado con un nuevo soldado y, cuando perecieran, dos más se le unirían. Ya quedaban menos para completar los tres mil condenados. No tenía prisas, qué son los años para un inmortal. Como guinda, uno de sus hermanos le debía un favor. ¿Atipa o Pachamac…? Eso es otra historia, que tal vez os cuente en otro momento. Y si os preguntáis cómo puede vuestro humilde servidor saber todo esto os diré que hasta los seres más ancestrales necesitan a los escribas, para que su historia quede inmortalizada, para que no sean olvidados y así puedan seguir existiendo.

Manuel Santamaría http://www.facebook.com/ manuel.santamariabarrios

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HISTORIAS DEL PULP

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Historias del Pulp Hoy, en Historias del Pulp, dedicamos unas escasas líneas al gran Kull, el guerrero bárbaro de Robert E. Howard que anticipó el nacimiento de Conan, y con el que comparte algo más que la poderosa musculatura.

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obert Ervin Howard trajo a la vida a grandes héroes de la cultura popular: Conan el Bárbaro, Solomon Kane, Red Sonya… Hoy dedicamos estas páginas a la evocación de uno de estos míticos guerreros: Kull de Atlantis. Kull es un rey bárbaro del continente perdido de la Atlántida, nacido en el pasado remoto del mundo. Howard comienza en 1926 la primera de las dos historias que fueron publicadas antes de que muriera. Se trata del relato The Shadow Kingdom, y acabó siendo publicada en el número de agosto de 1929 de la revista Weird Tales. La acción tiene lugar en torno al año 100000 a.C. Kull, exiliado de su tierra natal, ocupa el trono de Valusia, defendiendo su reinado frente a todo tipo de amenazas. Es melancólico, violento y justo a la par que severo. Este relato de Kull supuso el inicio de la actual espada y brujería, ya que estableció los modelos que influyeron durante el s. XX. Las similitudes entre Kull y Conan son más que notorias; no en vano, el primer relato de Conan, El fénix en la espada, nació de un borrador que contaba una historia del rey Kull, titulada By This Axe I Rule! Al igual que en la época de Conan, el mundo de ficción en el que transcurre se sitúa en algún momento impreciso del pasado de la humanidad. Ambos comparten una personalidad similar: son bárbaros que contemplan sin comprender los extraños mecanismos del mundo civilizados, guerreros portentosos que ante la deses-

peración nunca sucumben. Howard sentía un fuerte interés por los bárbaros, por aquellos salvajes que denuncia la civilización que corrompe la unión del hombre con la naturaleza, que provoca la decadencia social. En resumen, un interesante personaje, con muchos matices compartidos con Conan, y que vive una serie de aventuras que todo aficionado a la literatura pulp o a la fantasía sin duda disfrutará, especialmente por ser ambos clásicos que sirvieron de inspiración a muchas obras posteriores, ya fueran cómics, libros, películas o juegos de rol. Por ello no conviene dejar de leer al Kull y al Conan originales, donde vemos a los personajes tal y como Robert los ideó.

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CRIS MIGUEL

Halia, ยกDespierta! por Cris Miguel


HALIA, ¡DESPIERTA!

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alia, despierta ¡Despierta! —Una voz gutural me sobresaltó—. ¿Quieres mover tus alas y ponerte a trabajar? —Oh, era el mismísimo perro del averno personificado en mi madre. —Sí… —contesté estirándome en mi fresca hoja de álamo. —¡Ahora! Sir Thorpe va a salir de caza, como le pase algo es tu respon… Antes de que acabara la frase ya me había levantado, lavado con una gota de agua, sacudido mis entumecidas alas y puesto las botas para ir a protegerle. —¿Y esa prisa de repente? —Me di colorete en las mejillas, me recogí el pelo en un abultado moño y salí volando. Las hadas tenemos una especie de radar interno con nuestros protegidos, concentrándonos sabemos exactamente dónde se encuentran. Nos tienen prohibido hacernos ver y tratar con ellos a menos que estén en verdadero peligro de muerte, pero eso son reglas antiguas. Yo conozco a todos mis tutelados, y mi debilidad era el caballero Sir Thorpe. Sólo de pensarle suspiraba, era tan atento y gallardo. Sería un gran rey y yo estaría revoloteando a su lado para preservar su vida y su integridad. Sonreí y me adentré en la espesura del bosque. Era una mañana soleada, o eso prometía el cielo. El sol salía perezosamente por el este y Sir Thorpe ya estaba a lomos del caballo con su leal perro, Martin, al lado. Un pointer clásico que creaba una estampa varonil, pensé. —Sir Thorpe, Sir Thorpe, ya estoy aquí. ¿No iba a empezar sin mí, cierto? —le saludé moviéndome frenéticamente en su campo de visión, pellizcándole la nariz y posándome, finalmente, en la cabeza de su caballo. —¿Por quién me toma, Milady? La estaba esperando disfrutando del paisaje —contestó enseñándome su perfecta dentadura. —Hace una mañana preciosa, ¿no es cierto, Sir? —Quería hablar más con él y me senté sobre mis talones. —Indiscutiblemente, mi leal dama, es lo que ha propiciado mi improvisada incursión en el bosque a tan tempranas horas. Espero no haber importunado su placentero sueño. —Oh, no se disculpe. Ya estaba despierta. —Sonreí afablemente, era tan atento. —Pues si me permite, Milady, espero que cuide de mí mientras me dispongo a hacer para lo que he venido —me dijo con una leve reverencia. —Oh, por supuesto. Tenga cuidado, Sir. —Le sonreí una vez más y emprendí el vuelo. Ascendí prácticamente a la altura de las copas de los árboles. Si bien es cierto que los humanos no nos veían si no queríamos, los animales nos presentían, y no quería estropearle su actividad favorita. Desde que se convirtió en un hombre, no he tenido que utilizar mis dotes con él. Cuando era pequeño, sin embargo, era un jovencito temerario, y raro era el día que no se caía al trepar o jugando con sus hermanos a los caballeros. En el momento en que me lo encomendaron, estaba en su cunita sonriendo. Tenía dos protegidos más bajo mi manto, pero él era mi favorito, el más alegre, el más caballero y el más guapo. Se me encendieron las mejillas con solo pensarlo. Mis ensoñaciones me mantuvieron ocupada mientras el cazaba conejitos y un jabalí. Me asombré al verlo y bajé para comentar su proeza. —¡Vaya, Sir! Es un jabalí de gran tamaño. —Martin no paraba de ladrar y tuve que elevar la voz. —¿No es estupendo? —me dijo sonriendo—. Creo que hoy no te necesitaré más, Milady. Me aguarda un tedioso día de palacio. —Hice una mueca, no me gustaba despedirme de él—. Muchas gracias por velar por mí. —Siempre es un placer, Sir. Sabe que es mi favorito. —Le di un besito en la punta de la nariz y Ánima Barda - Pulp Magazine

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emprendí el vuelo para evitar ver su reacción y morirme de vergüenza. El resto del día fue aburrido. Acompañé a Lord Walter, un hombre sexagenario que bien podréis pensar que debido a su edad debería darme trabajo, pero no. Se limitaba a frecuentar su tienda de cerámica, que se encontraba en la calle más transitada del pueblo. Tremendamente aburrido. Por la tarde me tocó velar a Lady Cathelyn, porque tenía un encuentro con su pretendiente, Sir Henry, como si el chico pudiera hacerla algo, la escolta la formábamos diez personas… Me tumbé en mi hoja con los brazos por detrás de la cabeza. —¿Ya has vuelto? ¿Qué tal el día, niña? — me dijo mi madre, que siempre estaba ahí, detrás de una rama, encima de un nido… ¡Plof !, y aparecía. —Bien, cansada… —¿Cómo ha ido la cita de lady Cathelyn? — me preguntó prácticamente susurrando. —Oh, no seas chismosa. Ha sido como todas las demás. —Me puse de lado, dándole la espalda con los brazos cruzados. —¿Ya estás otra vez con la tontería de los caballeros? ¡Eres un hada! —¿Y qué? —dije refunfuñando—. Me encanta la galantería, que un hombre te bese dulcemente la mano, las miradas… —¡Tonterías! —sentenció mi madre—. Esta es tu naturaleza, y estamos por encima del género masculino o femenino. —¡Oh, vamos! —me incorporé—. No es estar por encima no poseer género masculino en nuestra raza. —Halia, somos seres puros, nacemos de la naturaleza. Ahí reside nuestra magia. Pasas demasiado tiempo con los humanos. Y una cosa es que obvie tu trato con ellos, que debería ser inexistente; pero otra son estas tonterías románticas de novelas de caballería. ¡Eres un hada!

No respondí, me enfurruñé más y me hice un ovillo tocando con las rodillas mi pecho. Mi madre estaba vieja, se estaba apagando, por eso ya no ejercía. A saber cómo era ella a mi edad, pensé. Mi cerebro estaba en plena actividad, y se me ocurrió una idea que luego lamenté, lamenté mucho. Una cosa era no intervenir, pero nadie había dicho nada de no mirar. Tan deprimida como me encontraba sólo, Sir Thorpe podría hacerme sonreír, aunque fuera solo viendo como se atusaba su resplandeciente cabello rubio. Me concentré para hacerme invisible a la vista de los humanos y emprendí el vuelo hasta el castillo de Sir Thorpe. La noche caía sobre el bosque, implacable. Ascendí hasta dejar las copas de los arboles bajo mis pies y disfrutar del cielo estrellado. Llegué al castillo y me colé por la ventana del primer piso que estaba oportunamente entreabierta. Conforme mis alas fluctuaron en el ambiente interior, oí voces procedentes de una habitación cercana. Al fin y al cabo, venía a entretenerme así que me dispuse a curiosear. —¡…lo digan mañana! —decía una voz de mujer. —El anuncio debe de estar bien preparado, además no hemos avisado a nadie, Leonora. — Me colé en la habitación y me senté en la gran lámpara de araña. —¡Me da igual! Pues hacemos un comunicado. Quiero que se formalice el anuncio del casamiento mañana. —¿A qué vienen tantas prisas, pichoncito? — intentó calmarla Lord William. —Porque sí. No quiero que nuestro primogénito siga disfrutando de su soltería con cualquier moza. —Es natural… —¡No lo es! Tiene que casarse y darnos un nieto que preserve nuestro linaje. Y nosotros tenemos que verlo. —Pero, mi señora… Si aun somos jóvenes. —

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Lord William seguía intentando calmarla, esta vez con un apretón en las posaderas. —Te estoy hablando en serio William, mañana escribiré el comunicado. No sea que Lady Isabelle se lo piense mejor y quiera cambiar de idea. —Pero si no hay mejor partido que Thorpe. —Y la atrajo finalmente a sus brazos. Les dejé intimidad. No sabía cómo tomarme la noticia. Desde el principio sabía que acabaría casándose. Y ni siquiera conocía a esa tal Lady Isabelle. A lo mejor él tampoco la conocía aún. Al fin y al cabo, los matrimonios se concertaban como el ganado. Con más motivos todavía, revoloteé buscando su alcoba. Tenía que preguntarle y avisarle para que mañana no le sorprendiera su madre. El palacio estaba en silencio. El servicio dormía. Crucé el pasillo donde estaban las grandes escaleras para dirigirme hacia el otro ala del palacio. Entré en varias habitaciones pero no encontré por ningún sitio a Sir Thorpe. Mi naturaleza se despertó. No sentía que estuviera en peligro, pero me concentré para localizar a su persona. El instinto me llevó a la planta baja del palacio. Puede que no conciliara el sueño y estuviera leyendo en la biblioteca. Mis alas me llevaron a la cocina y me deslicé por una gran cerradura que llevaba a las bodegas. Mi pulso se aceleró. ¿Qué estaría haciendo Sir Thorpe aquí abajo? Oí gemidos y me detuve. Su madre tenía razón, estaría con alguna doncella del servicio. Sentí la pena como algo tangible, pero luego me dije a mí misma que era natural en los hombres que cedieran a sus impulsos. Mis alas siguieron avanzando, la penumbra reinaba. Suerte que era un hada, pensé amargamente. Los gemidos se hicieron más fuertes y distinguí la espalda de un caballero que estaba empujando algo… Su pelo era oscuro y me percaté de que era más alto que Sir Thorpe. Mis ojos se llenaron de lágrimas ante la escena: Sir Thorpe estaba sobre la mesa, boca abajo, mien-

tras el del pelo negro le… ¡Oh, Dios mío! La expresión de lascivia de Sir Thorpe se me quedó grabada. Mi caballero de brillante armadura… Volé lo más rápido que me dieron las alas. Mi mito se cayó. Mi castillo en el aire se desvaneció. Yo… Tenía la cara congestionada, podía sentirlo. Cuando llegué a mi hoja noté que tenía los ojos hinchados. Me daba igual. Recogí las pocas pertenecías que tenía sin hacer ruido para no despertar a mi madre y descendí. —¡Niña! ¿Quieres salir de ahí? —oí gritar a mi madre, aunque el sonido llegaba muy amortiguado. —¡No! —respondí a pleno pulmón. —¿Se puede saber qué te pasa? Lady Cathelyn te necesita tiene prácticas de doma y… —¡Me da igual! Quiero apagarme. —Pero, ¿qué tontería estas diciendo, niña? Si tienes mucha luz y muchos años de servicio aún. —Pues no los quiero. Me abrace las rodillas y noté que la tierra entraba en mis botas. Me había ocultado oportunamente en una madriguera de algún topo despistado. Por mí, como si no volvía a ver la luz del sol. Se derrumbó tierra sobre mí y me dio lo mismo, no quería volver a volar más. Pero mis hermanas no estaban dispuestas a permitir que me apagara. Me sacaron en volandas, me lavaron entre tres y me vistieron, mientras yo suspiraba con la vista en ninguna parte. Los días y sus noches pasaron. Intenté apagarme por todos los medios, hasta con palmadas, otro viejo mito que no era verdad. Los animales no me atacaban, y no me podía hacer ningún daño físico. Menuda tabarra esto de vivir para siempre. Me asignaron nuevos protegidos cuando mi espíritu suicida se aplacó, y decidí que nunca jamás me dejaría ver de nuevo. Las hadas no estamos hechas para los humanos.

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MAXI GONZÁLEZ Y MARIANO ELICECHE

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MIENTRAS SE APAGA EL CLAMOR DE LA BATALLA

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EL ZIGURAT

El Zigurat

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por J.R.Plana

or aquel entonces, Aníbal Santenaz estaba enrolado como arcabucero en el ejército de Catalina III, la reina-sacerdotisa, luchando lejos de casa y manos amables en la conquista de Erek, un vasto territorio oriental de áspera tierra roja y titánicas estatuas de dioses obscenos. Servía en la coronelía del duque de Gravel, una tropa de tres mil veteranos, soldados duros, encargados de frenar a los salvajes del rey hereje Isbar. Era él un hombre a la usanza de la época: moreno, fibroso, ágil de manos y pies, taciturno, mirada aviesa, cuchillada fácil y fieros bigotes que denotaban su cualidad de veterano, a pesar de no pasar aún la treintena. Con la corte del Duque instalada en el puerto capital, y el grueso del ejército acampado entre ellos, los doscientos cincuenta hombres de la compañía de Santenaz formaban la punta de lanza que aseguraba el curso alto del cauce. Habían tomado la ciudad de Maddar, una modesta población que vivía de los cultivos que prosperaban entorno al vergel del río, por el cual, remontándolo, llegaban los barcos de suministros desde la capital. Su misión era sencilla: una vez conquistaran la ciudad y pasaran a cuchillo a todo aquel con ganas de pelear, debían aguantar la posición hasta que el Gran Maestre organizara a la tropa y avanzara usando Maddar como cuartel en el frente. La toma de la ciudad no fue tan fácil como se prometía. Los estrategas del Duque estimaban en uno, a lo sumo dos, los días necesarios para conseguirlo; sin embargo, necesitaron cuatro jornadas de fuego de mortero. A pesar de su relativa insignificancia, Maddar poseía unas portentosas murallas de casi cinco varas de alto y dos de ancho, y los defensores se afanaron hasta que el último hombre armado fue atravesado por el acero. Por desgracia para ellos, los muros no habían sido consÁnima Barda - Pulp Magazine


J.R. PLANA

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truidos pensando en los cañones. La tarde era sofocante, como todas en Erek, y, mientras el sol asfixiante se colaba entre los resquicios que dejaban los toldos de las calles, Santenaz y su camarada mataban el tiempo vaciando la bodega de una de las tabernas. El dueño, un erekí como otro cualquiera, de ojos negros, piel morena y oscuras barbas finamente trenzadas, les miraba con rencor desde la barra, donde servía con desgana las bebidas que exigían a voces y puñetazos en la mesa. El grupo lo formaban el propio Santenaz, el sargento Herrán, Pepe Mejías, el cabo Almanegra, el Perrasco y un erekí converso que les servía de traductor al que llamaban Juanín. Arrellanado con desgana en la silla, el Perrasco se hurgaba los dientes con un cuchillo de jifero mientras echaba largas miradas a la resultona erekí que, con gesto resignado, les hacía aire con un abanico de hojas de palmera. Era el Perrasco un hombre grande, ceñudo, de poblada y ancha mandíbula y cabeza afeitada, que no se andaba por las ramas con razonamientos cuando se le antojaba algo. Las intenciones se le veían desde lejos. —Eh, Perrasco —le interpeló con sequedad el sargento Herrán, mirándole fijamente desde debajo de las espesas cejas negras—, ahora no. —Eso, piensa en los demás —dijo Mejías, risueño, balanceándose sobre las dos patas de la silla. Los ojos azules le brillaron con picardía, otorgándole al rostro delgado un aire de pillo—, no querrás que nos dé un sofoco. Si te apetece pasear el pájaro, búscate a otra. El Perrasco miró con desdén la taberna vacía. —No veo a nadie por aquí —contestó despectivo. —Puedes irte atrás con el tabernero. A lo mejor así le alegras la cara. —Mejías golpeó la mesa, sonriendo ufano, cuando acabó la frase. Santenaz y Almanegra rieron cansinamente, Herrán, que seguía mirando severo al Perrasco, frunció el ceño y la boca trazó una fina curva en la barba entrecana. Juanín se reía por compromiso, como si no hubiera entendido la broma. —Seguro que le place —repuso el Perrasco apartándose el cuchillo de la boca para señalar con él a Mejías—. Al menos más de lo que le places tú a la puta esa que te llevas por las noches. Apenas si se la oye gemir, ¿verdad? —Eso es porque estás sordo de lo tonto que eres —dijo Mejías intentando que sonara socarrón. —El otro día me puse a contar los golpes de la cama —siguió el Perrasco, mostrando los dientes en una gran sonrisa peligrosa e infantil—, y me sobraron los dedos de media mano. —A lo mejor te quedes sin mano para contar. —Mejías apretó la quijada. —Eso me gustaría verlo. —El Perrasco se incorporó lentamente, dejando el cuchillo sobre la mesa. —Callaos de una puta vez —ordenó Herrán—, no jodáis la fiesta. Santenaz asistió a la escena sin inmutarse, los codos apoyados en la mesa, dando cuenta de la jarra sin mucho entusiasmo. Almanegra tampoco se alteró mucho, limitándose a mirar de uno a otro, divertido, mientras se rascaba el rostro moreno. El Perrasco y Mejías se calmaron a regañadientes, mirándose fijamente, confiado el primero y furibundo el segundo. La tensión del ambiente se distrajo con la interrupción de Pedrito, uno de los pífanos acogidos por el grupo de Herrán, que entró en la taberna sofocado y dando traspiés. —¡Señor! —dijo, casi sin resuello, dirigiéndose a Herrán—. ¡Sargento! ¡Ya viene el alférez Gardiel! —Tranquilo, muchacho, o se te saldrá el alma por la boca. ¿Has visto que no viniera nadie más? —No, mi sargento. Sólo él y el sotalférez Jenil. —¿Y el capellán? ¿Lo tenéis vigilado? —Sigue con el capitán Mendoza. Ánima Barda - Pulp Magazine


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—Muy bien. Si veis cualquier movimiento, venid corriendo. —El muchacho asintió y salió en carrera presurosa por donde había venido—. Y vosotros ya sabéis, discreción y la boca callada. Juanín, dile a la chica que se puede ir, y acerca dos sillas más. El erekí se levantó, le dijo algo a la mujer en un susurro incomprensible y arrastraba dos sillas justo cuando aparecieron Gardiel y el sotalférez. —Sol de los cojones —soltó el alférez nada más entrar, quitándose el sombrero y pasándose la manga por el rostro mofletudo y sudoroso—. La próxima vez espero que nos toque una isla llena de playas, palmeras y salvajes con las tetas gordas. —Señores —saludó el sotalférez Jenil llevándose dos dedos al sombrero. Gardiel se sentó en la silla como si llevara el mundo sobre sus hombros, resoplando como un caballo percherón. —El jodido capellán y la madre que lo parió —blasfemó el alférez—, nos ha tenido bien cogidos por los huevos. No había forma de librarse de él, no hacía más que dar vueltas y más vueltas, te juro por el cielo que el capitán estaba a esto —y mostró el índice y el pulgar ligeramente separados— de apalearle con la espada. Santa Trinidad, qué monserga. —Bufó de nuevo y se rascó con la ancha mano la barba de tres días. Después pareció acordarse para qué estaba allí, y, echando una ojeada a los presentes, miró al tabernero y preguntó—: ¿Ese entiende algo? —Ni papa —respondió Almanegra. —Eso espero, porque como se entere el cabrón del capellán estamos bien jodidos. En fin, lo primero es lo primero, que el tabernero piojoso nos ponga dos jarras del meado sangriento ese que llaman vino, no puedo contaros nada con la garganta así. Mal disimulando su impaciencia, Hernán asintió hacia Juanín, el cual, con una voz, transmitió la orden al tabernero. Todos aguardaron expectantes y silenciosos, con los ojos puestos en Gardiel, que se miraba las uñas sucias disfrutando de la atención. El erekí salió del mostrador con las jarras en la mano y una mueca de rabia en el rostro, y, llegando a la mesa, las dejó de un porrazo. —No me jodas… —musitó el cabo Almanegra, secándose las gotas que le habían salpicado al rostro. El tabernero empezó a hablar en erekí, señalando con dedo acusador al alférez, y moviendo los brazos en todas direcciones, ante la mirada atónita de Gardiel y Jenil, y el aire entre sorpresa y fastidio del grupo de Herrán. El alférez, sin alterarse más de la cuenta, miró a Juanín y preguntó: —¿Qué coño le pasa a este? Juanín, azorado y nervioso, le dijo unas palabras al indignado tabernero, que se calmó un poco, y después miró a Gardiel sin terminar de decidirse. —Vamos, díselo, no pasa nada —le tranquilizó Herrán. —¿Todo? —preguntó mirándole de reojo. —Sí. —Dice que Azshul el grande no está contento con vosotros, dice que las mil maldiciones de Isht… —Ese todo no, Juanín, vete al grano, dinos porqué se enfada —le interrumpió Herrán con aire cansado. —Dice que no le gusta que vosotros vengáis aquí sin pagar. Gardiel alzó las cejas y empezó a reír suavemente. —Sí, hombre, y el coño de su mujer también se lo pago, ¿no? Dile que se vaya a la mierda —le ordenó a Juanín. Este se volvió hacia el tabernero e hizo un gesto con las manos, ahuyentándolo. El otro se negó en Ánima Barda - Pulp Magazine


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rotundo, golpeando la mesa con los nudillos una y otra vez mientras decía que no con la cabeza. Juanín insistía, alzando el tono cada vez más, y el tabernero permanecía en su terca postura. Gardiel le dio un suave golpe con la manaza a Jenil, que asintió, se levantó despacio y rodeó la mesa hacia el tabernero, que seguía enfrascado en la discusión con Juanín. Con un solo movimiento, el sotalférez encadenó el desenvaine de la daga que llevaba en el costado con un golpe seco del pomo en la nuca del erekí. Su cara arrancó un crujido del suelo cuando se estrelló contra la madera. Sin más miramientos, y ante la manifiesta angustia de Juanín, que había intentado por todos los medios no acabar así, Jenil guardó la daga y arrastró el cuerpo inconsciente hasta detrás de la barra, para volver después a sentarse con los demás. —Qué pérdida de tiempo más innecesaria —se quejó Herrán. —No me toques las narices, sargento —le reprendió Gardiel—. Hay que meter en cintura a estos salvajes, si no, te pueden armar la de Dios es Cristo. —Agarró uno de los jarros y le dio un buen trago antes de seguir hablando—. Bueno, vamos al asunto. Antes de decir nada más, juradme por la tumba de vuestra madre que no abriréis la boca, como alguien se vaya de la lengua os aseguro que lo haré pedazos antes de que la Iglesia me cuelgue, ¿está claro? —Todos asintieron circunspectos—. De acuerdo. También hay que aclarar que contamos con la aprobación del capitán, me ha encargado que lo lleve a cabo con agilidad y discreción, pero no responderá por nosotros si metemos la pata. Así que más nos vale estar despiertos. — Miró a todos, uno por uno, para asegurarse de que le estaban prestando la debida atención. Guardó silencio unos segundos más, para crear tensión, y empezó a hablar—: Ayer, una de las patrullas de madrugada se topó con un zagal erekí. Un rapaz delgado, de piernas ágiles, vestido de oscuro y embadurnado de hollín. El desgraciado salía del almacén del furriel con un saco lleno de provisiones, después de colarse por una ventana y rajarle la garganta al pobre Manuel. —Ya decía yo que Manuel no podía haber muerto por diarrea —osó interrumpir el Perrasco—. Ese cabrón no tenía estómago, tenía una bolsa de arpillera, era capaz de zamparse una alpargata sin inmutarse. —Perrasco, cállate, coño —le riñó Herrán ante la mirada desaprobadora de Gardiel. —Por fortuna —prosiguió el alférez, olvidando la interrupción—, los centinelas que lo prendieron fueron prudentes y, lo más importante, de confianza. Inmediatamente avisaron al sotalférez Jenil, que a su vez me avisó a mí. Nos pusimos manos a la obra con el ladronzuelo y le dimos lo suyo hasta que rayó el alba. El jodido mequetrefe es duro, pero Montiú lo es más; a la quinta vez que le acercó las pinzas oxidadas empezó a cantar. —Gardiel se calló de repente e hizo un ademán para que los demás se acercaran. Con aire conspirativo, abriendo los ojos y bajando el tono hasta casi un susurro, dijo—: Oro. Montones de oro. Aquí en la ciudad, debajo, para ser exactos. Un templo, muchachos, un templo pagano, viejo y abandonado, oculto en túneles subterráneos, con estatuas enormes de oro puro. »Cuando atacamos, algunos decidieron quitar las telarañas y ocultarse en ellos, bloqueando las puertas de piedra que daban a la ciudad. Los muy desgraciados no pensaron mucho antes de hacerlo y para cuando se dieron cuenta ya era muy tarde: no había más que una entrada. Esos cabrones la jodieron bien. Estaban a punto de morir de hambre cuando descubrieron una pequeña abertura con corrientes, demasiado estrecha para un adulto, pero lo suficiente para un muchacho. Suponemos que es un viejo conducto para que circule el aire, aunque eso da igual, el caso es que así es como salió nuestro amigo, reptando, hasta uno de los jardines de la ciudad. Han estado robando comida esta última semana sin que nadie se enterase, hasta que ayer Manuel se tropezó con el chico. »Esta es la situación, muchachos, si conseguimos entrar allí sin que el capellán se entere, nos repartiremos entre todos oro libre de intervención eclesiástica; pero, como se entere nuestro querido fraile, nos confiscarán todo, nos acusarán de avaricia y nos mandarán a rendir cuentas ante el Duque, que no tendrá ningún problema en pasarnos por la picota. —Terminó la narración contemplando satisfecho a los reuniÁnima Barda - Pulp Magazine


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dos—. ¿Qué os parece? El Perrasco no tardó en contestar. —Personalmente, estoy bastante cansado de que el capellán reparta el botín. —Esa es la actitud —aplaudió el alférez—. ¿Y vosotros? Gardiel miraba fijamente a Herrán, pero fue Santenaz el primero en responder. —La historia está bien, pero hay un par de detalles que me gustaría aclarar. —Gardiel le miró expectante—. Primero, ¿cómo sabemos que ahí abajo hay oro? No me fío mucho de la palabra de un torturado, y menos si es un muchacho. —El alférez abrió la boca para hablar, pero Aníbal siguió hablando antes de que pudiera decir nada—. Segundo, ¿sabemos acaso dónde está la entrada? Mejor aún, si la encontramos, dos portones de piedra bloqueados desde dentro son difíciles de tratar, ¿cómo vamos a entrar? Y, tercero, ¿cómo sabemos que no es una emboscada? Santenaz se calló y aguardó impasible contemplando a Gardiel, que se removió ligeramente inquieto en su silla. —¿Eso es todo? —le preguntó sardónico. —Por ahora sí —respondió sin empacho. —Muy bien, pues eso son tres, no un par. —Gardiel se aclaró la garganta y levantó el dedo índice—. Primero, sabemos que hay oro porque la daga con la que el hideputa rebanó la garganta a Manuel tenía la funda y la empuñadura de oro bien labrado, y te puedo garantizar que no era de su padre. Ya sólo por eso merece la pena husmear un poco por ahí. Segundo —siguió, levantando otro dedo—, no sabemos dónde está la entrada, el muchacho no llegó a precisarlo, pero los chicos de Jenil están registrando la ciudad siguiendo las pistas que pudieron arrancarle antes de palmarla. Es cuestión de tiempo. Para lo de las puertas usaremos pólvora, hemos preparado una distracción para sacar al capellán de la ciudad mientras echamos el portón abajo. Y, tercero, sí, es posible que sea una emboscada, pero por eso vais vosotros. — Lanzó una mirada desafiante a todos—. Por supuesto, si no os parece bien, os podéis quedar al margen, y yo estaré encantado de veros en primera línea durante el próximo asalto a una ciudad, todos armados con palos. ¿Alguna duda más? Todos callaron, dóciles, y a Gardiel sólo el ser alférez le salvó de recibir dos palmos de acero entre pecho y espalda. II La incursión ya estaba preparada. Las puertas habían sido localizadas en un falso sótano, ocultas tras una fina pared de adobe, y como, no había forma de abrirlas, pusieron en marcha el plan acordado: una dotación de mortero se esforzó en conseguir, a base de pólvora, abrir un boquete lo suficientemente amplio para que entrara la gente de Herrán. Para mantener al sacerdote ocupado, los compinches de Jenil hicieron que el capellán abandonara Maddar para ir a un pequeño campamento avanzado, con la excusa de dar a unos salvajes el santo sacramento antes de fusilarlos. El piadoso hombre no dudó un segundo en ir a salvar las almas penitentes de los pobres condenados. Libres de todo engorro, y con un retén de cinco hombres y un cañón para mantener las puertas del templo vigiladas, el grupo de Santenaz se internó en el oscuro santuario, antorcha y espada en mano. Abría la marcha Almanegra, seguido de Santenaz, que llevaba el arcabuz listo para dar muerte. Pedrito iba a su lado, en calidad de municionero y porteador de fusiles. Detrás, Juanín, Herrán y Mejías avanzaban con mil ojos, los aceros desnudos y los pies de plomo. El Perrasco cerraba la marcha, portando otro arcabuz de mecha y su mandoble en el cinto. Las bailantes llamas de las antorchas apenas llegaban a iluminar las paredes, que se intuían amplias y Ánima Barda - Pulp Magazine


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altas, discurriendo paralelas entorno a ellos. Desde el suelo de tierra se alzaban poderosas columnas lisas y panzudas, del color de la arena. El aire olía a polvo y antigüedad, y de algún lugar lejano, amortiguado por el eco, les llegaba el lento golpeteo de una gota de agua. Aquello, más que un templo, parecía una catacumba, y así se lo hizo saber el Perrasco a los demás. —Aquí huele a mierda y muerto. Herrán le mandó callar con un áspero siseo. Anduvieron en línea recta hasta perder de vista el resplandor que se colaba por el boquete de la puerta. No había cruces, giros, ni habitaciones, solo columnas y más columnas, unas detrás de otras. Y, a parte del lejano goteo, los pasos sofocados, el crepitar del fuego y de las respiraciones roncas de los seis hombres y el muchacho, el silencio lo inundaba todo en una suerte de aciaga quietud. Almanegra puso fin a su mutismo. —Juanín, ¿qué es esto? —No lo sé —respondió el otro casi en un susurro—. Yo no soy de aquí. —Ya, bueno, ¿pero tu gente acostumbra a construir túneles y columnas bajo las ciudades? —No. Al menos en mi pueblo. —Por aquí hace mucho que no pisa nadie —intervino Santenaz—. Mirad el suelo, no hay rastro ninguno. No creo que una multitud asustada de niños y mujeres se metiera aquí y barrieran sus huellas al pasar. Todos callaron, meditabundos. Aníbal tenía razón. —Deberíamos acercarnos más a la pared, por si acaso sale algún corredor hacia los lados —sugirió Mejías alzando su antorcha un poco más—. Con tanta oscuridad no me extrañaría que... —¡Mirad ahí! —exclamó Pedrito, señalando al frente—. ¡Ahí delante! Todos se pusieron en guardia, llevando sus ojos al mismo sitio. No vieron nada. —¿Qué pasa Pedrito? ¿Qué? —preguntó Almanegra. —Estaba ahí delante, ha sido sólo un momento. —¿Dónde? —dijo Mejías, volviendo a levantar la llama. Un extraño bulto, más allá del halo de las antorchas, arrancó reflejos dorados entre las sombras por encima de sus cabezas. —¡Eso! —soltó Pedrito. —Vamos a ver —ordenó Herrán. Guardando la apretada formación, avanzaron con las armas prestas. Santenaz sujetaba el arcabuz con manos firmes, preparado para soltar su letal carga ante cualquier amenaza. Pedrito iba detrás de él, casi pegado a sus pies, con otro fusil entre las manos, listo para pasárselo a Aníbal o al Perrasco cuando fuera necesario. El círculo de luz se movió con ellos, y pronto llegaron al final del pasillo, donde una miríada de destellos les dio la replica de sus antorchas. Ante ellos emergió un monumental dintel, una bárbara y siniestra escultura de oro tallada sobre una puerta que se abría de par en par ante ellos. La talla representaba una especie de ser bicéfalo apoyado sobre dos raros seres de aspecto simiesco, que custodiaban los laterales de la puerta, acuclillados y agarrándose las piernas. Su rostro estaba plagado de bultos y protuberancias, y era, a todas luces, una grotesca parodia de algo lejanamente humano. De las bocas abiertas surgían sendas probóscides rugosas y gruesas, que se extendían por todo el marco superior hasta las esquinas. El relieve mostraba también figuras humanoides más pequeñas que parecían correr desesperadamente sobre las repulsivas lenguas. —¿Qué representa? —preguntó Almanegra—. ¿Es uno de vuestros dioses paganos? Juanín dudó antes de hablar. —Creo que podría ser el dios Namtarum, pero es un dios ancestral, muy antiguo. Todo lo que sé es por Ánima Barda - Pulp Magazine


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las historias que me contaba mi madre. Según la tradición, Namtarum es un mensajero del inframundo, representa el castigo y la pestilencia, y creo que por eso los sacrílegos y penitentes —señaló a las figuras humanas que corrían— van hacia él buscando la redención. Pero no lo sé seguro. También podría ser dios menor o un demonio utukki. Son viejas supersticiones olvidadas. —Es oro —musitó Mejías, escupiendo hacia un lateral—. Con eso nos vale. Almanegra se giró hacia Herrán, que miraba el dintel ceñudo y desconfiado. El sargento, sin apartar la vista, dijo: —Vamos por el buen camino. Veamos que hay ahí dentro. Reorganizaron la apretujada formación y atravesaron la inmensa puerta con parsimonia y cautela, los ojos bien abiertos y las armas bien dispuestas. No habían recorrido mucho cuando, ante ellos, el suelo desapareció, dando lugar a unas empinadas escaleras estrechas y descendentes, que se perdían al final en la espesa oscuridad. El suelo de tierra daba paso a unos escalones de pulido mármol blanco, con contrahuellas que mostraban ajados, aunque laboriosos, grabados de plata y oro sobre piedra caliza, emulando extrañas criaturas mitológicas y motivos florales. El grupo comenzó el descenso con desconfianza, tanteando los escalones no fuera a ser que estuvieran deshechos por el tiempo y les jugaran una mala pasada. Sin embargo, el mármol seguía bien firme y apenas horadado, así que pronto se relajaron y aumentaron el paso. Igual que el suelo lo había hecho al llegar a la escalera, así ocurrió con las paredes, que repentinamente desaparecieron, dejándolos desprotegidos ante un gigantesco vacío. Los hombres de Herrán miraron en derredor, y a la luz tenue de las antorchas vieron que estaban en una cámara enorme donde la única referencia era la estrecha abertura de la escalera por donde acababan de entrar y los escalones que tenían bajo los pies. —Mirad dónde pisáis —advirtió Almanegra, asomándose al brusco precipicio que se abría a los lados—. No creo que haya nada agradable ahí abajo. —Juanín —dijo el Perrasco—, ¿qué carajo es esto? El aludido negó con la cabeza, aturdido, contemplando todavía el enorme vacío que se extendía alrededor. —No nos paremos ahora, veamos a dónde lleva esto —ordenó el sargento. Los hombres continuaron en fila india, precedidos por Almanegra y Santenaz. Las escaleras se prolongaban en línea recta, sin giros ni cambios, y pronto se vieron rodeados por nada que no fueran escalones y precipicio, una burbuja de luz aislada en medio de la nada. De nuevo la silenciosa marcha se les antojó eterna y especialmente angustiosa, pues saberse suspendido sobre un abismo ignoto no es plato de gusto para nadie; así pues, resulta comprensible que no pudieran evitar sentir una especie de júbilo cuando vieron el final de los peldaños. Los pobres diablos tuvieron que contenerse para no bajar lo que restaba a saltos, especialmente el joven Pedrito. Se hallaban ahora sobre tierra empedrada por grandes guijarros, y el terreno se extendía por delante y hacia los lados, dando la sensación de encontrarse sobre una especie de planicie. Dieron unos pasos más y el asombro les inundó por completo. —Madre de Dios —exclamó el Perrasco. Las sombras que les envolvían se abrían ahora para mostrarle los contornos difusos de lo que parecían sólidas casas. Estaban a los lados, y también por delante, y se extendían unas detrás de otras, formando calles y callejones. Eran construcciones como las de la superficie, con un aire más arcaico y de unas proporciones irreales: lo que debía de ser una puerta medía al menos dos veces la altura del Perrasco. W Ánima Barda - Pulp Magazine


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pesar de estar ocultas al sol, sus ventanas tenían postigos y las fachadas estaban cubiertas por los habituales toldos erekís. Todas las puertas estaban cerradas y un aire de lúgubre abandono habitaba por doquier. Almanegra se volvió hacia Juanín con los ojos abiertos como platos, buscando una respuesta a aquel despliegue arquitectónico, pero el lugareño no hacía otra cosa que mirar en todas direcciones y boquear como un pececito. —Aquí hace mucho que no vive nadie —observó Santenaz, tan pragmático como siempre. —Mirad arriba —dijo Mejías. Callaron al punto, sobrecogidos. El techo, que antes les parecía negro, se revelaba ahora como un nítido cielo nocturno, dejando a la vista estrellas, cometas y constelaciones de vivos colores, formaciones y cuerpos celestes desconocidos para todos ellos. —Qué clase de brujería es esta. —Mejías alzó su tea, más y más esquinas de viviendas se revelaron a la vista. El resto, como invadido por un mar oscuro, se perdía más allá del vacilante brillo de las llamas. —Esto es muy grande —observó el Perrasco neciamente. De nuevo fue la aguda vista de Pedrito la que les puso en alerta, distrayéndoles de la pasmada contemplación del firmamento. —¡Allí! ¿Lo véis? —gritó, casi soltando los arcabuces del susto—. ¡Luces! Almanegra bajó su antorcha, intentando acostumbrarse a la oscuridad. El resto lo imitó. —Santa Madre de Dios. —El Perrasco volvió a dejar patente su asombro. Nadie dijo nada más hasta que Juanín soltó un alarido inhumano, tiró su espada y la antorcha al suelo y salió corriendo despavorido escaleras arriba, a tientas, desoyendo las autoritarias voces de Herrán, que le ordenaba volver inmediatamente so pena de muerte. De no haberse fundido rápidamente entre las sombras, el sargento hubiera ordenado al Perrasco abatirlo de un arcabuzazo. Los soldados se miraron los unos a los otros, confusos e inquietos ante la reacción de Juanín, aguardando las instrucciones de su sargento. —Ya le pararán arriba, si no se mata antes. —Las palabras brotaron de entre su barba rompiendo el incómodo silencio que se había formado tras las voces—. El camino de vuelta está despejado, veamos ahora que blasfema magia obra aquí. Intercambiando miradas graves para recuperar el ánimo, los hombres se juntaron, alzaron las crepitantes antorchas y los apagados pasos de los cinco y el muchacho resonaron en las calles desiertas. Más allá, inmerso en la lejanía, les aguardaba el causante de la enigmática huida de Juanín. Imponente, ominoso, se alzaba en el centro de la ciudad, sobresaliendo por encima de todas las casas, un enorme zigurat de siete pisos. De sus balcones colgaban toda clase de plantas, altas palmeras y extraños árboles del desierto dotaban la vasta construcción de un peculiar verdor, el cual contrastaba con el color terroso de los titánicos grabados que embellecían la fachada. Pero lo que causo una tímida alteración entre los hombres no fue la megalítica estructura, ni tampoco las siniestras e incomprensibles imágenes que adornaban la piedra. Lo que hizo que se estremecieran a pesar de su valor, lo que hizo que apretaran las armas con más fuerza y crujieran las mandíbulas no fue otra cosa que luz, la luz que les permitió ver la construcción entre las sombras, a pesar de la distancia. Y es que aquel extraño templo subterráneo estaba iluminado, dotado de un resplandor que surgía de cada piso, una estremecedora y palpitante luz verde que parecía seguir el ritmo de la canción de un demente. Y entonces, a lo largo de las calles, reverberando de casa en casa, extendiéndose por toda la ciudad como un eco maldito, el herrumbroso tañido de una campana hizo saber a los camaradas de Santenaz que allí abajo no estaban solos.

CONTINUARÁ...

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ELEAZAR HERRERA

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LA VOZ DE LA TORMENTA

La Voz de la Tormenta

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por Eleazar Herrera

na gota de sudor se deslizó por el puente de su nariz y cayó en la arena. El cabello, largo, se había adherido a su frente, y su piel, pegajosa, era el hogar de miles de insectos. Aun desnudo como estaba, tenía calor. El sol de mediodía hendía en la playa y lo abrasaba todo. El aire era irrespirable y nada ni nadie se asomaban en el horizonte. Excepto Tamu. Tamu Fi, Sonrisa de Fuego. Él no había escogido ese mote; Koh Mak, su isla, se lo había regalado en forma de animal. Era como una salamandra: su tez era tan oscura que podía resistir el calor más intenso. Incluso lo disfrutaba. No ahora, claro. No desde que el sol había convertido su hogar en una tierra mustia, a la deriva de una muerte cada vez más próxima. Tamu era la única persona del poblado que podía salir a pescar a esas horas. No estaba seguro de que los peces aguardaran en las profundidades del mar, pero debía intentarlo. De un tiempo a ahora, la comida y el agua potable eran bienes escasos. Años sin llover, pensaba Tamu en su rudo lenguaje interior. Mi gente se muere. Lo había intentado todo. Había rezado a dioses de dudosa existencia, había dormido de día y vivido de noche en pos de viento frío, en vano. ¡Incluso había pensado en trasladar su poblado a otra isla! ¿Pero cómo?, se repetía, desesperado. Las palmeras estaban demasiado secas y su corteza se cascaría en el primer empellón. ¡Y no podía cortar todas las palmeras de la isla, o los dioses se enfadarían! ¿Quién era él para hacer algo así? ¿Acaso se creía un Héroe? No, Tamu Fi no era ningún héroe. Tenía mente y espíritu suficiente para llegar a las estrellas, pero a menudo su vasta inteligencia le anclaba a tierra. Era eso por lo que aún no había encontrado una solución para Koh Mak, pero lo conseguiría. —Pesca. Tamu se giró, pero estaba solo en la orilla y lo sabía. —Sigue pescando. Esta vez la voz provenía del oleaje. Se volvió hacia el mar, que le devolvió una sonrisa. Mi día de suerte. Tamu sabía que el calor podía jugar malas pasadas. Una vez Emiki sufrió una fuerte alucinación e intentó matarle partiendo un coco sobre su cabeza. Estuvo inconsciente tres días, y durante tres días nadie comió ni bebió nada. Poco después, Emiki enfermó hasta el delirio y se suicidó. Pero Sonrisa de Fuego era inmune a todo eso. Cuando el calor rayaba los límites de su conciencia, iba un paso más allá. Ánima Ánima Barda Barda -- Pulp Pulp Magazine Magazine

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ELEAZAR HERRERA

Por eso, una vez más, se sumergió bajo el azul cristalino y se dejó llevar. Ojalá fuera siempre así. El agua fría despejaba sus sentidos, le devolvía algo de esperanza para Koh Mak. Si el agua podía estar fría, ¿por qué no el cielo? ¿Qué había que hacer para conseguirlo? El chamán decía que otras tierras se hallaban recubiertas de agua helada, donde no crecía ni un mísero hierbajo. Tamu pensaba que eso no podía ser peor que vivir en aquel infierno, pero se equivocaba. Entrecerró los ojos, molesto. La sal enturbiaba su vista, pero se acostumbró rápidamente. No podía perder mucho tiempo; en un parpadeo quizás podía sucederse un pez, dos, o un cangrejo esconderse bajo la arena. El joven esperaba un momento que nunca llegó a suceder, pues la voz volvió a hablarle: —Tamu Fi, Sonrisa de Fuego. El mar y sus peces son uno. El cielo y las aves son uno. La tierra y los humanos son uno. El aludido se sobresaltó, y cuando hizo ademán de corregirse y volver a la quietud, dos renacuajos se escabulleron por sus piernas. Enfadado, dejó escapar burbujas de indignación. —Tamu Fi, Sonrisa de Fuego. El sol y tú sois uno. No hay salamandra que aguante el calor que tú soportas. Tu isla desea descansar, así tu cielo. La música llamará a la lluvia, y la lluvia apagará el sol. Y la voz se extinguió. Esta vez Tamu había prestado más atención y había captado la esencia —o eso creía— de su discurso. ¿Pero quién era, y de dónde procedía? ¿Le había hablado, acaso, un dios? ¿Uno nuevo al que rendir culto? No tuvo tiempo de pensar. De las profundidades emergió un torbellino que lo lanzó por los aires. Luego, su cabeza dio contra algo duro y perdió el conocimiento. Despertó unos minutos después. Al principio lo veía todo rojo: el mar infinito, el cielo, su poblado y a Makimaki a lo lejos, su querida novia. Rodó para ocultar su rostro del sol y las sombras calmaron poco a poco su visión que-

mada. ¿Se había quedado dormido en la playa? Imposible. Solo un loco haría algo así. A su izquierda descansaba un cofre pequeño. Tamu lo miró, receloso. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Si perteneciera a la playa, él lo habría visto. Y las cajas fuertes no caían del cielo así como así. Nunca, de hecho. Mejor será dejarlo estar, pensó con la sensatez de quien desconoce el mundo. Así que se levantó, sacudió la arena de su cuerpo y volvió a su tienda. Los días siguientes continuó con su rutina. Se levantaba con el sol, besaba a Makimaki y salía a pescar. Si había suerte, a mediodía comían todos; si no, la pesca se prolongaba hasta bien entrada la tarde. Con la luna en lo alto, Tamu regresaba con las redes casi vacías —algún pez escuálido enzarzado en ellas, pero con él no llenarían ni el estómago de un bebé— y se iba directamente a dormir, aunque siempre lo conseguía. Las preocupaciones le mantenían despierto casi hasta el alba, y si lograba conciliar el sueño, la visión del cofre lo atormentaba. ¿Por qué no podía dejar de pensar en él? ¿Por qué la marea no se lo llevaba lejos? De repente sintió una furia inmensa hacia el cofre. ¡Esa estúpida caja fuerte! ¡No la necesitaba para nada! Y si las olas no lo alcanzaban… bien, Tamu lo haría. La playa estaba tranquila. Una brisa agradable mecía las palmeras, absorbiendo el rumor de las olas. La silueta de Tamu rompió el horizonte. Rabioso y desconcertado, se agachó junto al cofre y lo contempló largamente. Si tuviera ojos, probablemente le habría devuelto una mirada tentadora. ¿Cuánto podría aguantar sin abrirlo? Si había llegado hasta la playa era por algo. Debía ser por algo, razonó inconscientemente. Sus manos recorrieron la superficie oxidada. Era rugosa al tacto. Reprimiendo un escalofrío, Tamu levantó los goznes y miró en su interior. En su interior descansaba un cilindro de madera. De él, a su vez, pendía una cuerda de metal entrelazado, un material que Tamu no había

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visto en la vida. Era duro e igual de rasposo que el cofre. El joven lo sostuvo en sus manos con expresión interrogante. Sonrisa de Fuego nunca sabría que aquello era un tambor tormenta. Pero sí que su vida se apagaría en cuanto lo tañera. Quizás por eso no lo hizo inmediatamente. Algo en su corazón salvaje le indicó que aguardara el momento adecuado y que escondiera el instrumento. No lo devolvió al cofre, sino que lo envolvió en dos grandes hojas y cavó un hoyo dentro de su tienda. Allí estaría seguro. En Koh Mak la intimidad era la intimidad, lo más sagrado del ser humano; ni siquiera Makimaki podía entrar sin su permiso. ¡Y a él jamás se le ocurriría hacer algo así! El chamán les había enseñado todo sobre los secretos. Lo importantes y lo peligrosos que eran. Cuando un secreto era compartido, dos almas se aproximaban, el peso se dividía, el sufrimiento se compartía. A Tamu le gustaban los secretos. Él tenía muchos —algunos buenos y otros que quería enterrar—, pero aun cuando se avergonzaba de ellos necesitaba un confidente. La dueña de sus secretos, Makimaki, nunca le juzgaba, y por eso él se sentía a gusto en sus brazos. También decía el chamán que todo secreto conlleva el sacrificio del silencio. Normalmente los más poderosos eran susceptibles de volar a oídos de otras personas. Eso humillaba a su portador, pero se castigaba con más dureza al chivato. Después de eso nadie quería compartir secretos con él. No es extraño, se dijo Tamu. Él nunca podría amar a alguien que no supiera guardar un secreto. De alguna manera, el cofre era un portador, y el tambor tormenta, su secreto. Tamu ignoraba cómo sonaba aquel cilindro, pero sabía que traería la lluvia. La voz de un dios así lo había profetizado. Aunque también había dicho más cosas. Si el sol y Tamu eran uno, y la lluvia apagaba el sol, ¿él también se apagaría? ¿Sería como una muerte o como un sueño temporal, durando lo que durase la lluvia? Y si mo-

ría para siempre, ¿qué ocurriría con Makimaki? ¿Nunca volvería a ver su rostro dormido? ¿Y salvaría la isla? Tamu no sabía si era capaz de hacer ese sacrificio. Amaba la vida. La veía en cada esquina, en cada grano de arena y en cada gota de mar, en cada flor y en cada helecho, en cada respiración y en cada sonrisa. Incluso en el calor. Aunque también trajera la muerte. La única esperanza para Koh Mak era la lluvia, y por extensión, Tamu Fi. Pero él no quería morir, ni tampoco quería ver morir a su familia, que era el poblado entero. Si no tañía el tambor, el calor y el hambre acabarían con ellos. La misma Makimaki y su madre de sangre estaban demasiado delgadas. El pájaro de la muerte se cernía sobre ellas y Tamu no había podido hacer nada para espantarlo. Ahora tenía el tambor. ¿Pero y si no sucedía nada? ¿Y si solo era una mentira? Tamu sacudió la cabeza. Eso era lo de menos. Si no pasaba nada, todo quedaría igual; pero si no lo intentaba, las dudas le reconcomerían para siempre. Suspiró. La decisión ya estaba tomada. Esperó al amanecer. Cuando Makimaki se despertó, Sonrisa de Fuego acudió hasta ella y la tomó de las manos. Quería decirle que traería el agua por ella, por ella y por todos los demás; que esto conllevaba sus riesgos y que probablemente dormiría para siempre. También quería compartir su último secreto. La miró a los ojos. —La música traerá la lluvia y apagará el sol —recitó. Ella le besó en los labios y le vio partir. Tamu Fi, Sonrisa de Fuego, subió al monte más alto de Koh Mak y restalló el tambor. Un trueno partió el cielo en dos. Él cayó de rodillas, las primeras gotas de lluvia empapando su rostro. Estaban frías. Koh Mak se salvaría.

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UNA CENA ESPECIAL

Una Cena Especial

por J. R. Plana

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ra el día de San Valentín y todo tenía que salir perfecto. Él se había levantado con la salida del sol, dispuesto a tenerlo listo para la tarde; ella, despierta desde mucho antes, ya se encontraba inmersa en el trabajo golpeando suavemente el teclado con sus delicados dedos de cuidadas uñas cuando las flores empezaron a llegar. Se la imaginaba en el sitio, mirando, entre desconcertada y azorada, el inesperado primer ramo, buscando en vano una tarjeta, mientras la atmósfera se llenaba con la fragancia de las X y las exclamaciones ilusionadas de sus compañeras. Luego, en sucesivo orden, uno de X y otro de X terminarían de fijar en su cara esa bonita sonrisa que le hacía chispear los ojos. Gozando con la imaginativa visión, él entró en la casa con un último ramo y todo lo necesario para preparar la cena, incluidas velas aromáticas y la tradicional caja de bombones. Aunque tenía todo el día, puesto que ella no volvería del trabajo hasta bien avanzada la tarde, los nervios y su enervante perfeccionismo le empujaron a prepararlo sin esperar un minuto más. Al principio había pensado que sería una grata sorpresa llevarle el desayuno a la cama, con una flor metida en un pequeño jarrón y todo, pero luego se le ocurrió que sería mejor preparar una cena, puesto que así tendrían más tiempo para relajarse y pasarlo bien juntos. Casi la podía ver a la entrada del comedor, con los ojos abiertos de asombro, su figura estilizada iluminada en claroscuro por la luz de las velas, cuya llama vibraba al más leve suspiro, palpitando con los sentimientos que cargaban el aire, volviéndolo algo casi tangible. Primero adornó el salón—comedor, componiendo la mesa con el mejor mantel, la más pulida cubertería, una vajilla laboriosamente tallada y copas de cristal de bohemia. Después, con mucho cuidando, fue deshojando una a una todas las rosas rojas de las dos docenas que había comprado, esparciendo concienzudamente sus pétalos por el suelo del comedor. Su ocurrencia se le antojaba tan oportuna que se sentía feliz, exultante. Pensó en poner música, pero lo descartó tras concluir que sería difícil encontrar qué le apetecía escuchar en ese momento, así que se conformó con silbar lo primero que le viniera a la mente. Cuando sólo Ánima Barda - Pulp Magazine


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quedaban tallos verdes y espinosos en sus manos, colgó guirnaldas de corazones escarlata en las paredes, pegándolas con celo y cruzándolas por el techo, y luego repartió chatas velas aromáticas por toda la habitación. Para concluir, cogió un viejo candelabro de plata que había buscado específicamente para la ocasión y lo completó con tres velas largas y rojas. Dando unos pasos para atrás, puso las manos sobre las caderas y contempló el resultado final. Asintió en silencio, complacido, y entonces dejó escapar una exclamación de sorpresa al tiempo que alzaba un dedo. Se giró, salió de la habitación y volvió con la caja de bombones en forma de corazón, que dejó preparada al lado del plato de ella. Ahora sí estaba todo. Como aquel que dispone de todo el tiempo del mundo, se entregó a preparar la cena con cuidado y esmero. Tardó el resto de la mañana y parte de la tarde, parando únicamente a picar algo cuando su estómago protestó por la falta de actividad. Cuando los platos quedaron por fin a su gusto, fregó las sartenes y cacerolas, recogió todo y abrió las ventanas al fresco de febrero para ventilar la casa, cuidándose de dejarlo tal y como estaba y que no quedara un solo vestigio, visual u olfativo, del opíparo festín. Tenía en muy alta estima su habilidad para no dejar ni un rastro en la cocina, detestaba profundamente aquellos cocineros que se afanaban en preparar platos para luego dejar el lugar hecho un estercolero. Un buen chef, y más cuando trabajaba para la persona que amaba, debía ser igual de minucioso en la preparación que en la recogida, y así lo hacía siempre él. Habiendo terminado, dejó la cena en una bandeja junto a la mesa, lista para ser servida, y se sentó, cansado pero satisfecho, a leer un rato en uno de los cómodos sillones, levantando la vista de las páginas de vez en cuando para admirar lo que consideraba una obra de arte y meticulosidad. Allí permaneció, tranquilamente, hasta que el sol empezó a ocultarse tras los edificios, momento en el que decidió empezar a encender las velas, preparándose para la llega-

da de su amada. Puntuales como un reloj, a la misma hora de todos los días, las llaves sonaron en toda la casa al entrar en el bombín y girar una, dos y tres veces. Las bisagras chirriaron, el interruptor de la luz chascó, las llaves resbalaron en el cuenco del aparador y la puerta se cerró con un golpe sordo. Ella, tras dejar el ramo de X junto al aparador, el único que había decidido traerse, puesto que los otros eran muy grandes, e inmersa en la rutina, entró derecha al dormitorio, sin percatarse del engalanado salón y de una presencia con la que no contaba y que la observaba silenciosa, reprimiendo las risas de ilusión y nerviosismo que pugnaban por salir. La siguió al dormitorio, espiándola desde las sombras, y contempló, con un brote de anticipada avidez lujuriosa, como ella se desprendía de la blusa y el sujetador, frotándose con alivio las marcas que este le había hecho en los pechos. Se deshizo de los tacones, del pantalón, de los pendientes, y sustituyó la elegante ropa de trabajo por un cómodo y suave pijama blanco y rosa pastel. Calzadas las zapatillas de estar por casa, ella apagó la luz de la habitación y salió en dirección al baño, tras lo cual iría a encender la televisión mientras pensaba qué podía preparar de cena. Él, anticipando sus movimientos, conociendo sus costumbres, se había deslizado ágilmente a un rincón para no descubrir la sorpresa antes de tiempo. Esperó pacientemente a que ella acabara de hacer pis y lavarse las manos, quieto como una estatua. Ella se dirigió al salón, murmurando por lo bajo que tenía que hacer la lista de la compra para encargarla luego por Internet. Ahogó un gritito cuando, enfrascada en sus pensamientos, entró de golpe en el salón. No llegó a encender la luz, pero tampoco era necesario, decenas de pequeñas velas redondas y titilantes daban a la estancia una atmósfera romántica y al mismo tiempo amenazadora. Contempló con asombro y estupor, con una expresión muy similar a la que él había imaginado, los corazones de cartulina colgando por el techo, los pétalos de rosa esparcidos por el suelo, la elegante mesa más propia de un restaurante de lujo que de una casa, la opu-

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UNA CENA ESPECIAL

lenta cena de tres o cuatro platos que aguardaba en una bandeja con ruedas junto a todo esto. Un escalofrío de terror la hizo estremecerse visiblemente cuando oyó la áspera voz de él justo detrás. —Feliz día de San Valentín, amor. Se giró a la velocidad de un relámpago y dio un salto hacia atrás para poner distancia entre ellos dos. —¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa? —Alma, amor, soy yo, he preparado todo esto para ti. —¿Alma? ¡Yo no soy Alma! —La voz se le quebraba, a punto de convertirse en llanto, las manos temblorosas y los ojos desorbitados—. ¡Salga ahora mismo de aquí o llamaré a la policía! —¡No! ¡A la policía otra vez no! Alma, por Dios, tranquilízate, sólo soy yo, ¡sólo soy yo! —¡Apártese de mí! ¡Lárguese ahora mismo! — Echó a correr por el comedor, pero él era más rápido. —¡No huyas, cariño, no huyas! —Él empezó a llorar—. ¿Por qué quieres dejarme? ¡No, no lo hagas! ¡Por favor, por favor! Ella se revolvía bajo el aplastante peso, pataleando y golpeando como podía, mientras él trataba de besarla. —¡No! ¡Déjeme! —Sus gritos se ahogaban en el terror y el lloro. —¡Alma, para, me estás haciendo daño! ¡No me obligues! ¡No me obligues! Ella liberó un brazo y le golpeó con fuerza en la nariz, haciéndole caer de espaldas y con las manos cubriéndose la cara. Sin pararse a mirar los efectos, se levantó a trompicones y reanudó la huida, con tan mala fortuna que, antes de cruzar el arco que salía del salón, un plato finamente labrado se estrelló contra su cabeza y la derribó al instante sobre el manto de pétalos, como un saco desmadejado que nunca tuvo vida. Las noticias de la mañana abrieron su emisión con la imagen de una puerta con un cordón policial amarillo. «La policía informa de que esta madrugada han

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encontrado, en su casa, el cuerpo sin vida de una joven de veintiocho años. »Al parecer, habría sido víctima de un cruel y macabro asesinato. La joven presentaba signos de asfixia y un fuerte golpe en la cabeza, lo que apunta a que el presunto asesino la ahogó con sus propias manos tras dejarla inconsciente, probablemente con un plato, del que se encontraron los trozos esparcidos por el suelo. »Unos vecinos avisaron a la policía media hora después de oír unos fuertes gritos que, según los testigos, parecían de hombre. Según la información disponible, la mujer era una chica tranquila, vivía sola y no tenía pareja conocida. »Esto añade un inquietante matiz a la noticia, ya que el comedor donde fue hallado el cadáver estaba adornado con corazones y pétalos de rosa, posiblemente para celebrar una cena relacionada con el día de San Valentín. »La policía no ha querido dar más datos al respecto, aunque, según algunas fuentes cercanas a la investigación, todo apunta a que es un nuevo crimen del conocido “Asesino de San Valentín”. Las autoridades siguen… Desde la barra del bar donde se estaba tomando un café, mostró una amplia sonrisa a la pantalla plana de televisión. Estaba contento, estaba muy contento, a pesar de que hace unas horas pensó que se moría de dolor entre los pétalos de rosa en aquel maldito salón. Recuerda que se descubrió con las manos alrededor del cuello de Alma, gritando como un salvaje y babeando, lleno de una ira que no entendía. Vio su rostro amoratado, su gesto de dolor, y, con lastimeros gemidos, el llanto volvió a estallar en su garganta. No quería hacerla daño, no quería que sufriera, y verla así la volvía loco. Entre lágrimas y besos le pidió perdón, abrazándola con todas sus fuerzas, rogándole que no se enfadara con él. La ayudo a sentarse a la mesa, le dio de comer la sabrosa cena que había preparado, abrió una botella de vino para brindar, juntos probaron la cara caja de bombones en forma de corazón e in-

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cluso hicieron el amor sobre el suelo, entre los suaves pétalos y las aristas de lo que quedaba del plato. Pero ella no respondía, ella permanecía callada, mirándole con esos ojos de reproche, fijos siempre en el mismo punto. Loco de amor y desesperación, no podía aguantar la culpa, así que agarró el cuchillo que había usado para cortar la carne, decido a acabar con su vida si ella no le redimía con su perdón allí mismo. Y entonces, cuando alzaba el cuchillo con las dos manos, dispuesto a trazar el arco mortal que lo llevará lejos de allí, Alma ya no era Alma. No era su cara, no eran sus manos, ni siquiera era su cuerpo. En su lugar había una chica joven, quizá de su misma edad, parecida físicamente, pero desde luego no era ella. Alma no tenía los ojos azules, ni tampoco era castaña. No se lo podía creer. Entre tímidas risas y sollozos, la empezó a llamar, pero no contestaba. ¡Claro! ¿Cómo iba a contestar, si aquella no era Alma? Además, esa pobre criatura estaba muerta, la piel pálida como una mortaja y el rostro azulado. Pero entonces, ¿dónde estaba Alma? Dejando el cuchillo en la mesa, presa de la más honda confusión, miró a su alrededor, buscándola. Allí no estaba. ¡Otra vez se la había vuelto a jugar! ¡Siempre le hacía lo mismo! Ya iban cuatro veces que él se esforzaba en encontrarla y preparar la perfecta cena de San Valentín que no pudieron tener antes de que se la llevaran, y las cuatro le había hecho creer que estaba allí para luego desaparecer. ¡Qué cosas! Ahora, mirando con expresión soñadora las noticias, bebía a sorbitos el café caliente. Entonces, un trampantojo, un movimiento en el rabillo del ojo, una figura conocida. Se volvió hacia la calle. No podía ser. ¿O sí? ¿Era Alma aquella que acababa de pasar? Dejándose la taza a medias, salió disparado a la calle. ¡Sí, era ella! La reconocía perfectamente por la espalda, eran sus formas inconfundibles. ¡Qué suerte! Ahora se sentía feliz, pletórico. Tenía un año entero por delante para observarla muy de cerca, estudiarla escrupulosamente, para así, el 14 de febrero, prepararle la cena sorpresa más increíble e inesperada de toda su vida. Habría que tener cuidado, no podía verle si no quería estropear la sorpresa, aunque, la verdad, eso no le preocupaba mucho pues, al fin y al cabo, él era un tipo meticuloso, nunca dejaba rastro alguno tras de sí.

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CAPTURADO

capturado por Cris Miguel

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lévale agua y te sales —me dijo Daniel con un tono demasiado autoritario para mi gus-

to. —Gracias por las instrucciones, no sé qué haría sin ti —contesto sarcásticamente, a lo que Daniel responde con una caída de ojos y dándome la espalda. Avanzo por el túnel escasamente iluminado hasta la habitación donde le han encerrado. Las preguntas bombardean mi cabeza. No habíamos tenido nunca uno tan cerca. Dos hombres están custodiando la puerta y, al verme, la abren dejándome pasar. La estancia está lo suficientemente alumbrada como para que pueda distinguir sus formas. Siempre me ha llamado la atención la longitud de sus extremidades, delgadas y largas, en contraste con su cabeza, definitivamente demasiado grande. «Es una falta de educación juzgarme y sentenciar que es demasiado grande, señorita». Casi tiro la bandeja con la jarra de agua y el vaso del susto. ¿Se ha metido en mi cabeza?

«Sí», volvió a decirme la voz. Me acerco pretendiendo acallar mi creciente curiosidad. Así que es cierto que se pueden comunicar telepáticamente… Me acuclillo en el suelo y veo que las cuerdas están demasiado apretadas, le están haciendo marcas en su grisácea piel. «Por favor…». Dejo la bandeja en el suelo, lejos de su alcance y le aflojo los nudos que le oprimen. Su tacto es extremadamente frío, casi húmedo. Me tengo que mover para aflojarle también el de los tobillos, aunque tiene las rodillas contra el pecho, no llego por mucho que me estire. Es demasiado alto. «Yo podría decir de usted que es demasiado baja». Le miro sobresaltándome. Sus ojos son amarillos rodeados de pozos oscuros. Carecen de párpados, pero son los suficientemente expresivos para que pueda interpretar que se está riendo de mí. «No me atrevería». Sonrío. Y automáticamente pienso en la batalla que acabamos de librar y me tenso involuntariamente. Él baja la mirada. Es él, ¿verdad?

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«Sí, mi sexo es masculino. Realmente no nos diferenciamos tanto... Lo lamento. Créame que yo estaba en contra, ni siquiera debería haber venido. Mi superior…». Se calla y niega con la cabeza. No sé por qué, pero confío en él. Y percibo que es igual de preso de los acontecimientos que nosotros. Un golpe me sobresalta y me giro hacia la puerta. —¿Va todo bien? Lleva mucho rato… -me dice uno de los guardias. —Oh, sí. No se preocupe. Nunca había tenido uno tan cerca, pero si quieren que me vaya —finjo vulnerabilidad. —No, puede quedarse. Estamos aquí fuera si necesita cualquier cosa. —Gracias. —Y cierra la puerta con la misma delicadeza. «Se te da bien mentir, ¿no?». Técnicamente no he mentido, pienso. Me vuelvo a acercar a él y le sujeto un vaso de agua para que beba. Que es, estrictamente, a lo que he venido. «¿Participó en la batalla?», me pregunta. Asiento con la cabeza y recuerdo que una de las flechas que no paraban de lanzar sus congéneres me hizo el arañazo que tengo en la mejilla. Me lo toco inconscientemente. ¿Nos buscabais a nosotros, verdad? «Me temo que sí». Le retiro el vaso vacío y me siento enfrente de él. La verdad es que siempre he temido que pasara algo así. Sabía que si llegaban extraterrestres no sería para construir pirámides, sería para matarnos, y eso es lo que pretenden hacer y prácticamente ya han conseguido. ¿Por qué nuestro planeta? «¿Por qué no?». Niego con la cabeza. Es surrealista. ¿Quedan más grupos como nosotros? «Sí». Al parecer no está todo perdido. «No te engañes, Nagrand no parará hasta encontrar a todos los indígenas y destruiros».

¿Nagrand? Ya, supongo que una coexistencia pacífica es imposible. «Lamentablemente sí». ¿Qué eres? Porque no llevabas armas como los otros. ¿Qué hacías con ellos? «Soy…». —¡¿Qué coño haces aún aquí dentro?! —Daniel abre la puerta hecho una furia con las venas hinchadas y la cara congestionada. La sorpresa me impide ser más que una observadora, me coge fuertemente del brazo y me da un revés con la otra mano. La mejilla me palpita. —¿Por qué no te tranquilizas? —le digo intentando zafarme de su agarre. —¡Vamos! —grita y me saca de la habitación con un empujón-. No quiero que la volváis a dejar entrar, ¿me oís? —le dice a los guardias. —Pero, ¿qué te pasa? No estaba haciendo nada. —No conocemos su naturaleza, ¿quién me puede asegurar que no son capaces de influenciarte, o de dominarte telepáticamente? —Has visto mucha ciencia ficción… -le digo liberándome por fin. —María, eres temeraria, casi mueres ayer en la batalla, te confías demasiado…. —me dice agarrándome por los hombros y zarandeándome. —Daniel, no entiendes nada, ¿verdad? Personas como tú hacen que la guerra dure años. —Personas como tú son las que mueren en ella, por favor… -La fuerza de sus manos remite, pero no me suelta. —¿Qué me estás implorando exactamente? Sabes que soy partidaria de la comunicación. No sabemos la naturaleza de ese ser y ya le estás sentenciando. —Los de su especie mataron a Marco y Luis ayer, ¿y tú quieres hablar con él? —Sabes perfectamente que iba desarmado, él no nos atacó. —¡Son de la misma especie! —Daniel vuelve a perder los nervios. —Nosotros también y no somos iguales, ¿ver-

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dad? —Me alejo de él por el túnel prácticamente corriendo. II Me deslizo fuera del colchón intentando no despertar a Daniel. Me pongo un jersey y salgo de nuestra improvisada habitación. Me sé los pasillos de memoria y me permito prescindir de la luz. Cojo un mendrugo de pan y una jarra de agua y enfilo el túnel. —Abridme —digo autoritariamente a los adormilados guardias. —Pero… -protesta entre bostezos. —No queréis que se muera de hambre, ¿verdad? —Me abren la puerta con la única idea de no discutir. La criatura está en la misma esquina donde le dejé dos días atrás. —Siento no haber venido… -digo involuntariamente. «¿Estás bien?», me dice colándose en mi cabeza. Asiento. Y le acerco la bandeja. Te desato si no intentas nada, pienso. Él asiente y cuidadosamente empiezo a aflojar los nudos hasta que le libero las alargadas manos. Me siento enfrente de él apoyando la espalda contra la pared y le observo comer. He intentado convencer a Daniel, pero está paranoico, cree que tienen superpoderes y está convencido que lo mejor que podemos hacer es matarle. «Mi superior estaría completamente de acuerdo con él», interrumpe mis pensamientos. No logro acostumbrarme a no tener intimidad para pensar. «Lo siento, es un acto reflejo». Le sonrío, y me parece más humano que el hombre que tengo como pareja. «¿Estás ligada a él?», me pregunta como si fuera lo más natural del mundo. Asiento. «¿Por qué?». ¡Por qué! Pues porque le quiero. «¿Cómo puedes querer a alguien tan diferente?». Me sorprende su pregunta. ¿Qué pasa, que tú no aprecias a tu líder, a la, o el, tal Nagrand

del que hablas? «La tal, y sí, la aprecio. O aprecio lo que fue, antes de que se convirtiera en una mente conquistadora… Pero no podría ligarme a ella. Eso es un compromiso muy fuerte. La unión es indestructible y los ligados forman un solo ser, tal es su compenetración. Eso me parece tan lejano como mi planeta». Vaya… Me temo que aquí las relaciones sentimentales son más… endebles. «Vosotros sois los que decidís eso. Pocos de mi especie se ligan y mucho menos si son guerreros». Automáticamente pienso en el sexo y me considero una enferma. «No te avergüences, las relaciones placenteras son aparte. Los más bajos de mi especie se dedican a cubrir estas necesidades». ¿Quieres decir que tenéis esclavos sexuales? Abre mucho los ojos y luego asiente. Vaya… Os creía más civilizados, pienso. «No es cuestión de ser civilizado o no serlo. Eso es una necesidad primaria que hay que cubrir igual que la comida y el agua. Ignorarlo es… masoquismo». Arqueo una ceja. Sabía que una comunicación pacífica sería enriquecedora. Es otra cultura y queremos acabar con ella… «Técnicamente son los míos los que quieren acabar con vosotros». Me río. Claro, defiende ahora a Daniel. «Realmente él sólo intenta preservar vuestra raza». Pero no está utilizando las mejores herramientas, pienso. —Quiere matarte y dejarte en la superficie, para que los tuyos te encuentren… ¿Eso es defenderse? «No me has preguntado qué hacemos a los indígenas cuando los capturamos». Me da miedo la respuesta… «Insisto en que tu Daniel y Nagrand se llevarían muy bien». Que ironías de la vida… Le miro fijamente y no me parece nada peligroso. Me he acostumbrado a su aspecto y… «Será mejor que te vayas». ¿Por qué dices eso?

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«¿Qué quieres, que te eche en falta y vuelva a montar una escena perdiendo los estribos?». Mis ojos expresan el asombro que siento. «Sabes que tengo razón». Asiento y me encamino hacia la puerta. «María». Oír mi nombre en la cabeza es muy extraño. Me giro hacia él, que está extendiendo los brazos hacia mí. Yo no sé su nombre, me percato tristemente. «Me llaman Zag». Le anudo las cuerdas intentando no presionar demasiado y no puedo evitar acariciar su helada piel. Le miro a los ojos y me está observando. Ojala pudiera meterme yo en su cabeza. «Gracias». Asiento y salgo de la habitación sin decir una palabra a los guardias.

ganas. En cambio, si le soltamos, sentamos un precedente. Que no somos desalmados. Una propuesta de coexistencia. —Me siento a su lado y le masajeo los hombros. —Eso es una utopía, y lo sabes. —O puede ser el primer escalón hacia un entendimiento. —Le acaricio la cara y me raspo con su barba. —De acuerdo. —Le beso por lo orgullosa que estoy de él. Me aparta con poca delicadeza y se levanta-. Pero es el último intento. Como nos respondan con bombas seré implacable y no me intentarás convencer de que tienen un mínimo de humanidad. —Trato hecho —contesto henchida por haber ganado mi propia batalla.

III —…lo haremos hoy —oigo la voz de Daniel a través de la puerta y entro. —¿Qué harás hoy? —pregunto con indolencia. Daniel se me queda mirando y hace un gesto a Sara con la cabeza para que salga. La sigo con la mirada y ella agacha la cabeza y cierra la puerta tras de sí. —No quiero dramas, así que quiero que te quedes aquí sin protestar —dice Daniel abrochándose el cinturón. —A estas alturas sabes muy bien que no soy una niña que acata órdenes y mucho menos si provienen de ti. —Pero ¿qué coño te pasa? Me está cansando ya está insufrible rebelión. ¡Nos están atacando! Estamos en el mismo bando, y tú te empeñas en hacerte amiga de ese alienígena —dice frotándose la cabeza y sentándose en la cama. —Vas a conseguir que nos maten a todos. Sus armas son más avanzadas que las nuestras. Luchando sólo nos encaminas a la muerte. —¡¿Y qué quieres?! ¿Qué propones? —Joder, Daniel, no lo mates. Vas a provocarles gratuitamente y ya nos tienen bastantes

IV Subimos por los túneles en silencio, me acompaña un guardia porque Daniel sigue sin fiarse de él. Le hemos cubierto los ojos, aunque sé perfectamente que puede encontrarnos. Está en nuestras cabezas, sólo tiene que leernos. «No voy a traer a la artillería. Estamos en el mismo bando», me dice. Suspiro. Creo que estamos él y yo contra el resto. «Puede ser, que tengan cuidado de no subestimarnos». Sonrío y me giro para que el guardia no me vea. Las escaleras no se acaban nunca y Zag anda agachado para evitar darse contra el techo. Pienso que he perdido la oportunidad, no le he preguntado nada sobre cómo viven, cómo son, cómo luchan… Nada que nos pueda servir para sobrevivir. «Nuestra base es aérea. Eso os dificulta el trabajo a la hora de una incursión y por ese motivo está ahí arriba. Aún así tenemos presencia en las grandes ciudades ya conquistadas donde estamos llevando la tarea de reconstrucción. Adaptándola a nosotros, vaya. Como comprenderás, en la batalla somos uno. Actúan como una sola mente y la individualidad no tiene cabida. Lle-

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vamos tres planetas conquistados, saqueados y exprimidos. O lo que es lo mismo, tres civilizaciones exterminadas. Algo de lo que me siento culpable, porque…». Silencio. Y puedo sentir su frustración. «Mi superiora, Nagrand, desconfía de mí. Estoy aquí porque soy diplomático y un estudioso de los planetas y las civilizaciones interestelares. Antes éramos amigos. Cuando soñábamos con un concilio intergaláctico. Algo olvidado para ella y la máxima aspiración para mí». El aire cálido nos azota la cara. Hago un gesto a Miguel, el guardia, para que permanezca ahí. Y yo me alejo con Zag. Caminamos en silencio. Aunque sé que él puede escuchar mis pensamientos se mantiene callado. Y a mí me domina el temor porque realmente nos eliminen y los seres humanos dejemos de existir y pasemos a ser otro puntito más en la historia junto a los dinosaurios y los transistores. Le agarro el brazo para que se detenga. Me estiro para quitarle el saco de la cabeza, pero no llego. Él se agacha al oír mis intentos y al verle la cara está sonriendo. Le corto las cuerdas de las manos y doy un paso atrás. Mucha suerte, pienso. «María, haré todo lo que esté en mi mano para evitar esto». Lo sé, yo también, le respondo, y agacho la cabeza. Siento que es la última vez que le voy a ver y eso me causa… ¿tristeza? Posa su largo dedo sobre mi barbilla, alzándome la cara con delicadeza para que le mire. «Nos volveremos a ver, ya lo verás, en mejores condiciones». Le miro y siento que son promesas vacías. Me coge la mano y la mía en la suya parece la de una niña de dos años. Me alegro de haberte conocido. «Gracias por todo María, sé que estoy vivo por ti». Niego con la cabeza. Y a continuación se agacha y me da un beso en la mano como el más gallardo caballero. Adios Zag. «Adios, María».

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ELEAZAR HERRERA

Los Peces También Pueden Amar

por Eleazar Herrera

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unca me había gustado la pesca. No entendía qué atractivo tenía sentarse y esperar. Algunos decían que mirar el mar, pero solo prestaban atención a las revistas. Otros, que era un tiempo perfecto para pensar, pero sus mentes estaban siempre en blanco. Un día decidí inmolarme: fui con mi tío, caña en mano, a morir lentamente de aburrimiento. Y entonces me contó una historia. »¿Sabes, Jonathan? Los peces también pueden amar. No hay afirmación más contundente que esta. Los peces también pueden amar. ¡Y con qué energía! »Mira la fiereza del salmón, que vive y muere en el río que le vio nacer, o a los delfines, nuestros hermanos mamíferos, que juran amor eterno a su pareja; ¿y qué me dices de esa ternura oculta bajo las branquias?, ¿las burbujas viajando de un coral a otro?, ¿las corrientes de agua separando y reencontrando estrellas? ¡Cuánto amor…!, y cuánto de él desconocemos. »Envía un beso por el mar: atravesará el océano y permanecerá intacto. Bien, para ser justos, quizá se desvíe una ola o dos… ¡pero llegará, te lo prometo, y antes de lo que imaginas! Saltará de pez en pez, caminará por las espaldas de los delfines ¡y el suspiro de una ballena lo llevará a su destino! Mi tío tenía esa magia.

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Enmascarado ENMASCARADO

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por Cris Miguel

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os tacones resonaban en el frío empedrado. El cielo se estaba sosteniendo, aunque su amenaza de lluvia o de nieve era manifiesta. Las luces de esa gran casa alumbraban sus pasos. Era enormemente señorial. El coche se lo había llevado amablemente un joven para aparcarlo en la parte lateral de la casa. Ninguna estaba acostumbrada a tanto lujo. Mientras subían las escaleras hacia la entrada de la casa, Cynthia oía los latidos acelerados de su corazón. No sabía cómo se había dejado convencer, aunque suponía que a Ana no le había costado mucho trabajo, es lo que tiene que te quede sólo una amiga soltera. Ana pasó delante y entregó los sobres con las invitaciones cuidadosamente caligrafiados. El hombre que las sostuvo las miró a ambas, iba vestido con esmoquin, pajarita blanca y guantes. ―Pasen ―dijo al mismo tiempo que hacía un gesto con la mano. La joven que respondió a la llamada les entregó un antifaz a cada una y las dio a elegir entre más objetos de atrezzo, como guantes negros, que Ana no dudó en ponerse, cintas de terciopelo, pompones, abanicos, diademas, collares de perlas… Cynthia miró confusa a su amiga y ésta le hizo un gesto con la cabeza instándola a que cogiera algo. Se decantó por un collar de perlas y un abanico, hasta en eso Cynthia demostraba el toque clásica que anidaba en su interior.

Realmente pasar un carnaval en Venecia era el sueño de muchos y más si añadimos una fiesta de San Valentín. Pero Cynthia no estaba muy convencida. Ana la persuadió porque ya había sacado los billetes de tren, sólo podía decir sí. Apenas le explicó nada de esa curiosa fiesta, sólo que uno de los clientes a los que representaba había tenido la amabilidad de darle dos invitaciones. “Amabilidad, seguro”, pensó Cynthia. “Que Ana sea una rubia atractiva de pechos generosos, sonrisa fácil y mirada dulce no significa nada… ¡Qué listo!”. Subieron unas escaleras barrocas y a través de unas pesadas cortinas rojas llegaron al gran salón. Cynthia no paraba de preguntarse de quién sería la casa. Claramente era una antigua mansión renacentista que ahora prestaba servicio a los gustos exquisitos de un dueño con tiempo libre y una gran agenda social. Mirara donde mirara sólo veía antifaces, los de las mujeres tenían colorido, plumas, lentejuelas… los de los hombres, en cambio, eran sobrios, únicamente eran negros o blancos.

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CRIS MIGUEL

―¿Y ahora qué? ―le preguntó nerviosa Cynthia a su amiga. ―Ahora vamos a divertirnos. ―La sonrisa de Ana se la contagió, y aunque estaba nerviosa y por un lado le gustaría estar en su casa de Roma, por otro se alegró de estar ahí. Se acercaron a una barra y en cuanto las vieron les sirvieron, directamente, dos cócteles de un color rojo intenso. Dieron un sorbo, recelosas, y se lamieron los labios, estaba dulce y riquísimo. La barra estaba en una esquina estratégica desde donde se veía todo el lujoso salón, decorado debidamente para la ocasión. Las lámparas daban un resplandor anaranjado, del alto techo colgaban cintas de diferentes colores por las que las contorsionistas subían y bajaban en complicadas piruetas. Había malabaristas vestidos de época, una pareja que bailaba un vals con siniestras máscaras blancas… A Cynthia le pareció que no encajaba en el ambiente. Llevaba puesto un vestido negro de fondo de armario que utilizaba como comodín cuando no sabía cómo vestirse. El resto de los invitados tampoco iban disfrazados, pero las mujeres lucían lujosos vestidos de fiesta. ―¿Quieres bailar? ―Un hombre con esmoquin se acercó a Ana y la atrajo hacia la pista más cercana. “Genial”, pensó Cynthia, que se terminó de un trago su cóctel mientras los observaba. El camarero le tocó delicadamente el hombro y le tendió otra copa, ella la aceptó y con un débil gracias la asió y se alejó. No iba a estar toda la noche de pie, los zapatos ya empezaban a molestarla. Se sentó en un mullido diván y quitó un abanico de plumas burdeos que su dueña se habría dejado. Sentada vio que el salón comunicaba por dos

grandes arcos a un hall íntimo donde había unas escaleras de mármol. ―¿Se divierte? ―Una voz a su espala interrumpió el examen visual. ―Por supuesto, ¿no lo ve? ―contestó al hombre de antifaz y guantes negros que se sentó a su lado. ―Claro, por eso me he acercado, para que me contagie su entretenimiento. ―A Cynthia le hizo sonreír. ―Soy… -Le estaba tendiendo la mano para presentarse pero el hombre la interrumpió. ―Nada de nombres, si no, ¿para qué llevamos esto? ―dijo tocándose el antifaz. ―Creía que por simple temática… -contestó Cynthia arqueando la ceja. ―Se equivoca, señorita. Es una fiesta de máscaras, como se hacía antiguamente. El misterio de lo oculto y la atracción por lo desconocido. ―El hombre sonrió de medio lado. Tenía una mandíbula muy varonil y una incipiente barba que Cynthia se sorprendió queriendo tocar y acariciar. Meneó la cabeza y se terminó su segundo cóctel. ―¿Conoce al propietario o propietaria de esta lujosa mansión? ―preguntó Cynthia intentando sacar conversación. ―Lo cierto es que no, o, quién sabe, puede que sí, pero no sé quién organiza la fiesta. Aunque sí sé con qué fin. ―Le acarició sutilmente el brazo. ―Entonces… -Cynthia, intentó mantener la compostura y seguir con la conversación-, ¿no es a la primera celebración que viene? ―No. ―El enmascarado se acercó peligrosamente a su cuello y sopló. Genial, Ana la había metido en una fiesta de raritos. Pero lo cierto era… Sintió la cabeza ligeramente embotada. ¿Dónde estaba Ana? Miró alrededor pero no encontró su vestido rojo por ninguna parte.

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ENMASCARADO

Bebió otro sorbo, ¿cómo había llegado la copa a sus manos? Una mano la cogió del mentón. ―Déjese llevar ―le susurró, acercándose a su oído y acariciándola el pelo. Sentía mucho calor y notaba que el corazón galopaba desbocado en su pecho. ―¿Qué tipo de fiesta es esta? ―Fijó su vista en los ojos de él, aunque ambos llevaban antifaz. Se miraron intensamente. ―Te lo mostrare, pero acabémonos las copas ―contestó, terminándose la suya de un trago e instándola a que hiciera lo mismo. ―Necesito un vaso de agua, está demasiado dulce ―se quejó Cynthia mientras el misterioso caballero la cogía de la mano y la llevaba hacia los arcos que comunicaban con la escalera. Tenía los dedos largos y sus manos eran fuertes, era lo máximo que podía distinguir a través de los guantes. Se dejó guiar, atravesaron unas cortinas rojas como las de la entrada y llegaron a una estancia que estaba en penumbra. Por el tamaño parecía otro salón, pero la estancia estaba ocupada por varias camas con dosel y colchas de terciopelo verde esmeralda y burdeos. De aquí y de allá se oían gemidos, Cynthia le miró incrédula. ―Déjese llevar ―le volvió a susurrar cogiéndola por la cintura. Ella se dejó acariciar y se vio a sí misma girando hacia él buscando su boca. Seguía sintiendo la cabeza embotada, pero el ambiente era embriagador y lo único que le apetecía era… ―Síganme ―dijo la dulce voz de una jovencita que lucía un espectacular disfraz de época y un antifaz dorado. Abrió el dosel de la cama y les hizo un gesto para que se acercaran. Cynthia vio que el hombre le decía algo quedamente y la chica asentía y salía resuelta de la

habitación. Cynthia se sentó en la cama, un mullido colchón la acogió y el calor de la colcha de terciopelo la envolvió. Miró expectante a su enmascarado, pero desvió la vista al oírse un gemido especialmente gráfico. ―Esto de pequeña lo llamaría picadero ―le dijo Cynthia sonriendo. ―Tiene su encanto ―contestó apoyando su brazo en la barra de la cama, sin arrugar la tela-, dicen que el sonido y el olor excita más que la vista. ―¿Sí? ―Cynthia arqueó una ceja. La jovencita del traje de época volvió en ese momento con una bandeja llena de objetos y un cuenco con hielos. Cynthia sonrió y se tumbó en la cama. Si no estuviese tan nerviosa podría dormir plácidamente. ―¿No quieres ver lo que nos ha traído nuestra amiguita? Cynthia se incorporó sobre los codos. Además del cuenco distinguió varios preservativos, varias cintas de terciopelo rojo a juego con la colcha, una rosa y un bote que podría ser de crema. ―Es gel lubricante. Lo primero que pensó Cynthia es que no utilizarían la mitad de las cosas. Sabía cómo iba eso, uno se aceleraba y se acabó la recreación. ―Toma, póntela en los ojos. ―Le tendió una de las cintas, Cynthia dudó-. Vamos, me has prometido que te ibas a dejar llevar ―la instó besándola el cuello. Cynthia accedió y se anudó la cinta por encima del antifaz. Él le acarició la mejilla, bajando por su esternón y rozándole los senos. Cynthia se mordió el labio y se contrajo. ―Tranquila… -dijo. La cogió de los brazos con determinación y en cada una de sus muñecas le ató otra cinta, que sujetó a su vez a las ba-

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rras de la cama. ―Me siento muy expuesta ―dijo Cynthia sonriendo. ―Tú confía en mí. ―Y se hundió en su boca juntando sus lenguas por primera vez. Cogió un hielo en sus fuertes manos y, al ponerlo en contacto con el suave y caliente cuello de Cynthia, esta dio un respingo y el hielo casi se escapó. Recorrió su escote, entre sus pechos, lo cogió de nuevo y se lo metió en la boca para pasárselo a Cynthia, que lo aceptó de buena gana. Mientras ella lo saboreaba, él le quitó las medias dejando al descubierto su blanca piel. Cogió otro hielo y lo deslizó desde el empeine de su pequeño pie hasta la parte interna de su muslo. Cynthia abrió más las piernas ante la perspectiva y él sonrió. Subió las manos hasta toparse con su lencería y la bajó. Era un delicado tanga de encaje negro. Lo dejó a un lado de la cama y recuperó el hielo, que siguió ascendiendo hasta sus partes íntimas. Lo restregó delicadamente y Cynthia gimió por el contraste. Él notaba en sus manos el frío del hielo y el calor de ella, irresistible. Lo apretó fuertemente y ella soltó un gritito, se llevó el hielo a la boca y le lamió la cara interna del muslo con su fría lengua. Cynthia notó que se bajaba de la cama. Respiró hondo, aprovechando esos instantes de tan placentero descanso. Estaba llena de energía, lo atribuyó a su excitación. Quería más, lo quería todo. Algo le rozó la mejilla. El olor le resultó familiar. Sintió caricias por su cuello y una mano que le apretaba el pecho izquierdo, se estremeció, y unos labios suaves se fundieron en su boca. Distinguió el sabor del pintalabios y un dulzor en su lengua. Unas manos le desataron

la venda de los ojos y se encontró con la mirada pícara de Ana a través del antifaz. Ana también le desató las muñecas y Cynthia jamás se alegró tanto de verla. La agarró del cuello con su entumecida mano y la atrajo hacia sí para besarla apasionadamente. Del ímpetu quedó tumbada al lado de ella y correspondió a su abrazo y su deseo. ―Señoritas, por favor… -El enmascarado estaba de pie a un lado de la cama, acompañado de otro hombre que Cynthia dedujo, sin soltar a Ana, que era el acompañante de ésta. ―Ven aquí ―le dijo autoritariamente a Ana su misterioso caballero. Ella se incorporó y se acercó al cabecero de la cama. Le ató las dos manos juntas y flexionadas, de tal manera que los codos tocaban la suave almohada de terciopelo. Automáticamente se sentó encima de los pies para estar más cómoda, Pero él la hizo levantar el culo y quedar en una postura incomoda y expuesta. Cynthia se había lanzado hacia su hombre, que no la había permitido desabrocharle ni un mísero botón de la camisa. A cambio, le había puesto de espaldas a él, para que no se perdiera ni un segundo lo que ese hombre un tanto altivo le iba a hacer a su amiga. El hombre se estaba untando el gel que le había enseñado a Cynthia por sus dedos enguantados. Ella lo observaba expectante a los pies de la cama, apoyada en la barra izquierda, con su enmascarado en la espalda, sintiendo su erección. El hombre le introdujo un dedo inocente a Ana y esta gimió, bien por el placer o por la sorpresa. Continuó con otro, y luego con otro, hasta tener la mano entera. Cynthia se apretó contra su enmascarado, que le acaricio discretamente sintiendo su humedad.

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ENMASCARADO

El hombre de Ana se giró hacia Cynthia, agarró el collar de perlas que descansaba sobre su cuello y la besó salvajemente. Ella, aturdida, se dejó quitar el collar y se volvió sorprendida hacia su enmascarado, que la estrujó y le giró la cabeza para que siguiera mirando a su amiga. El caballero había impregnado el collar con el mismo gel y, mientras su mano derecha estaba dentro de ella, con la izquierda le iba introduciendo el collar de Cynthia, completando todas sus entradas. Ana se revolvió, pero el tipo no cejó en su empeño hasta que apenas le quedaban seis cuentas en la mano del largo collar. Cynthia se vio conducida hasta el cabecero, donde su amiga estaba nerviosa mordiéndose el labio. Cynthia se soltó de su enmascarado y la besó. La interrumpió un cachete en el culo. Miró sorprendida a su hombre, que la atrajo hacia sí, la besó y la tiró en la cama; el pómulo casi dio con la rodilla de Ana, que, al sentirlo, cerró un poco las piernas gimiendo de placer. Cynthia vio que el hombre estaba arrodillado detrás de ella empujándola, sin molestarse en quitarse los pantalones, sujetando aún las escasas cuentas de su collar. Cynthia se abrió para su enmascarado y éste la llenó embistiéndola fuertemente. Se agarró a lo que tenía más a mano, que era la pierna de su amiga, y se entregó al placer moviendo las caderas y contrayéndose para él. Mirando alternativamente el techo, que lo ocupaba un gran espejo, y al hombre de su amiga, que le apretaba fuertemente las caderas a ésta y le daba centelleantes tortas en la mejilla con su enguantada mano. Los empellones se hicieron más fuertes y Cynthia gritó y se entregó a un nirvana que nunca había experimentado antes. De improviso su boca sintió las cuentas

del collar, al fin liberado enteramente, para luego coparse de un sabor a látex absurdamente incómodo. Mordisqueó, lamió y se quedó dormida. Abrió los ojos, a la par que sentía una sequedad indescriptible en su boca. Se incorporó y se topó con las largas piernas de Ana. La zarandeó con dulzura y ésta se desperezó abriendo tímidamente sus ojos. Por las pesadas cortinas entraba la luz de la mañana. Cynthia se puso los zapatos apartados cuidadosamente al lado de la cama y se levantó. ―¡Vámonos Ana! ―dijo susurrando. Reparó que una gran jarra de agua con una bandeja de vasos le aguardaba en una cómoda en un lado de la gran habitación. Se acercó de puntillas. Las camas estaban todas ocupada por mujeres que aún dormían. En algunas había hasta cuatro mujeres vencidas al placer del sueño. Ana se puso a su lado y llenó otro vaso de agua con el que acabó implacablemente. ―Nos han drogado, lo sabes, ¿no? ―le susurró Cynthia. Ambas salieron sigilosamente del cuarto, bajaron las grandes escaleras de piedra y salieron por una puerta que daba a la parte de atrás de la casa y en la que Cynthia, la anterior noche, no reparó. No había ni rastro de vida. Divisaron su coche. Cynthia se puso al volante. Las llaves estaban puestas, encendió el motor. ―Mira ―le dijo Ana sosteniendo dos sobres blancos en el que estaba escrito “gracias” con una perfecta caligrafía. Cynthia arrancó, mientras Ana miraba en el interior. “Le invitamos a la fiesta de San Valentín 2014”. Ana se lo enseñó a Cynthia y ambas prorrumpieron en carcajadas mientras salían por la puerta enrejada de la gran mansión.

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CARLOS J. EGUREN

Mi Primera Abducción por Carlos J. Eguren BITÁCORA DE LA NAVE OSTRA. DÍA 982. MISIÓN: “AMOR TENTACULAR”:

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e siento tan nervioso, que no puedo impedir que mi ramo de flores estelares y la sonda anal positrónica tiemblen. Tengo mil años. Soy un adolescente y ya va siendo hora de que pierda la falta de uso de mis componentes sexuales. Mis engendradores me prometieron que cuando perdiera la decimocuarta piel, sería hora de practicar el desove en las playas nebulosas, pero no puedo ir allí y avergonzar a mi línea hereditaria. Antes, tengo que ir de fin de semana al planeta Burdel. Creo que algunos lo llaman Tierra. He de decir que los de mi especie nos lo hemos montado bien para poder montar bien. Nos hemos metido, lentamente, en la mente de nuestros receptores. Ellos nos han correspondido y nos han hecho muestras de su amor, desde construcciones de palabras hasta crear enormes pezones piramidales en el desierto, por no mencionar que han borrado vidas y vidas por obtener nuestros jugos. Por nuestra parte, como no somos unos hierve genitales, cada dos por tres (más una terrible astroecuación), dibujamos miembros sexuales en sus campos de cereales. Conseguimos penetrar sus mentes con recuerdos de galaxias y otros mundos. Les ponemos cachondos, hacen su arte por nosotros e intentan seguirnos creando cohetes con formas fálicas. Nos intentan encontrar, porque están calientes como motores estelares. Esta jornada será mi jornada. Ya he preparado todos mis órganos, mis visores se menean sensuales y mi piel gris brilla como recién chupada por las lenguas de Alfa Centauri. ¡Tengo ganas de engendrar! ¡Contonear mis partes hasta que me ponga ácidamente sexi! Estoy en mi nave, mis engendradores me han dado dinero y los botones parpadean titilantes esperando encontrarme un buen cubículo. Sobrevuelo el planeta Burdel y miro sus tierras y aguas. Mmmm… Interesante… ¡Babeo por mis fosas nasales con los zumos del sexo! Ánima Barda - Pulp Magazine


MI PRIMERA ABDUCCIÓN

Y ahí está, roncando feromonas. Encuentro el ejemplar. ¡Oh, por los Altos Pies! ¡Qué forma de moverse! ¡Qué manera de resollar! ¡Voy a explorar con mi sonda cada hueco de su mente! ¡Le haré cosas prohibidas en tres galaxias! ¡Este es el gran momento! El rayo de luz cae como sus falsos dioses en los mitos. Los habitantes del Burdel tienen mitos de divinidades que venían para fornicarlos, engendrando criaturas increíbles. Me gusta que mi raza tenga tanta historia entre ellos y sean tan adorados. Sin duda. Las luces se diseminan hasta encontrar a mi conquista. Esto va a ser increíble. Amplio los escáneres y veo su mirada de sorpresa, siento que mi cuerpo suda esperma y jugos gástricos. ¡Qué ganas! Me sobrepongo a los discos de enseñanza y sus viejas tradiciones, ¡tengo que ser amoralmente ético! Irse con un ser de otro mundo y hacerle cosas agradables no es ningún delito según las leyendas de mi galaxia. ¡Es astroarte! Confío en los seres del Burdel. Son imbéciles y quieren ser fornicados. Es lo que ellos hacen, a veces, con otros animales. ¡Son así! ¡Estúpidos! Su vida se revalorizará tras que les bañe con mi amor, de arriba abajo y de abajo arriba (¡plas! ¡Plas!). Pienso en que será algo rápido (estoy hirviendo). Luego, lo lanzaré y lo dejaré con un trauma. No importa. Tampoco quiero enamorarme. No creo en esas chorradas. Solo es una práctica de desove en cuatro dimensiones. Luego, pondré mis huevos con mis consortes en la playa nebulosa y no pasará nada. Tendré una vida ejemplar. Será solo un momento loco en el planeta Burdel. La trampilla se abre como se abren mis axilas para emanar el aire de la cópula. Entonces, veo a la criatura y… ¡Oh, vaya! Desagradable sorpresa. Dos brazos, dos piernas, una cabeza, piel sonrosada, miedo encarnado… —¿QUÉ ES…? ¡OH, SANTO CIELO! El ser que he capturado habla en un estúpido dialecto. Esperaba que tuviese cuernos, cola, manchas negras y blancas, algo de pelo y que dijera “muuuuuu”. No sé. Vaya asco. En fin, algo es algo. Será un rapidito. No quiero quererle. Mi sonda está enhiesta y tengo ganas de embestirlo e investirlo miembro de la sagrada orden de mi real sexo. Cuando acabé, traduciré esto a su dialecto. Quiero que recuerde que fue mi primera vez y siempre le quise… copular, pero le quise. Por algo, es mi primera abducción. Benditas primeras veces.

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DIEGO FDEZ. VILLAVERDE

Latido de Cuchilla por Diego Fdez. Villaverde

Mi maquinilla es desesperante Su batería es como un pedo Breve aunque traicionero: No hay manera de que aguante. Su osadía es aún más punzante Cuando se carga usarla no puedo Una media hora espero quieto Para tener la barba de un lactante. Aun así ella bien me esquila Como si yo fuera un carnero Y mi bigotito me lo perfila. Por eso a la revista adhiero Este soneto que me obnubila. Porque, maquinilla, yo te quiero.

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