Ánima Barda Nº7 Septiembre 2012

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La revista de relatos de ficción

Septiembre 2012 La revista es de publicación mensual y se edita en Madrid, España. ISSN 2254-0466 Editor J. R. Plana Ayudante ed. Cristina Miguel Ilustración, diseño y maquetación J. R. Plana Ánima Barda es una publicación independiente, todos los autores colaboran de forma desinteresada y voluntaria. La revista no se hace responsable de las opiniones de los autores. Copyright © 2012 Jorge R. Plana, de la revista y todo su contenido. Todos los derechos reservados; reproducción prohibida sin previa autorización. Búscanos en las redes sociales @animabarda www.facebook.com/ AnimaBarda Anima Barda (g +)

Pulp Magazine

Núm. VII

www.animabarda.com Novela por entregas LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS II • Fantasía Ana Gasull EL PERGAMINO DE ISAMU VI • Aventura samurái Ramón Plana

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Relatos cortos ARMAS GEMELAS • Western Eleazar Herrera OJOS DE MUERTO • Terror J. R. Plana ESTACIÓN EUROPA • Ciencia Ficción Diego Fernández Villaverde MANTIDAE • Erótico Cris Miguel NO HABRÁ FINAL FELIZ • Noir Ricardo Castillo

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El resto UNAS PALABRAS DEL JEFE • Editorial J. R. Plana HISTORIAS DEL PULP • De interés general BESTIARIO • Los autores

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UNAS PALABRAS DEL JEFE

Unas palabras del jefe Y

J. R. Plana

como siempre os acabo soltando una rollo patatero o charla sentimental, hoy sólo tocan chistes, a ver si así os leéis la editorial. Obviamente, los chistes no son míos. Estáis de suerte.

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e está muriendo la suegra y en su agonía, mira hacia la ventana y dice: –Qué bello atardecer. Y el yerno le dice: –No se distraiga, suegra. Concentradita… mirando el túnel, mirando el túnel.

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sta Jaimito en su casa y a esto que llegan unas amigas de su madre. Lo llama su progenitora para que vaya a saludar y cuando está allí le dicen las amigas: –Anda, Jaimito, haznos alguna gracia para que nos riamos. –Quita, quita –dice la madre, que se lo conoce–. Mejor vete ya. –Que no mujer, déjalo que haga una gracia –insisten–. Vamos Jaimito. Entonces Jaimito se queda pensativo un momento, mira a las señoras y, señalando a una, dice: –Hágame el favor, póngase a cuatro patas. La señora obedece divertida mientras las amigas se ríen. –Ahora ladre –dice Jaimito. –¡Guau, guau! ¡Plam! Jaimito le pega una patada en la boca a la señora. –¡Ay, ay! –grita con las manos en los dientes. –¡Pero Jaimito, qué haces! –grita su madre. A lo que Jaimito contesta: –¿No lo has visto? Me quería morder.

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aben aquel que le dice un cirujano al paciente: –¿Lo ve? ¿Lo ve? No ha querido usted

anestesia para amputarle la pierna y ahora no para de chillar. Y contesta: –No, doctor, es el ruidito de la sierra, que me da dentera, ¿sabe?

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sto es una señorita que intenta subir a un autobús pero su falda estrecha se lo impedía. En esto que se la sube hasta los muslos dejando al aire el liguero. Y un matrimonio que estaba en la parada la mujer le dice al marido: –Paco, ¿no te parece indecente, lasciva y obscena la forma que tienen de mirar los hombres a esta chica que sube el autobús? Y dice el tío con los ojos desorbitados: –¿Qué autobús?

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ra un manicomio y un día el director coge a tres locos para ver si les puede dar el alta y les dice: –Venid aquí. -Se acercan los tres-. A ver tú, seis por seis, ¿cuánto es? Y dice el tío: –Febrero. –Vale, de puta madre.–Le dice a otro–: Tú, seis por seis. –Mil. –Vale, de un nido también. –Le dice al tercero–: Tú, seis por seis. Y dice el tío: –Treinta y seis. –Coño –dice–. ¿Y cómo has llegado a esta conclusión? –Muy fácil, he dividido febrero por mil.

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HISTORIA DEL PULP

Historia del Pulp Black Mask fue uno de los pulp magazine culpables de que la novela policíaca alcanzara semejante éxito en Estados Unidos.

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undada en 1920 a manos del crítico teatral George Jean Nathan y el periodista H. L. Menkel, Black Mask no nació con la finalidad de publicar exclusivamente relatos o novelas policíacas; ese salto tuvo lugar en 1933. Hasta entonces, Black Mask ofrecía cinco temáticas diferentes en su interior, de hecho se anunciaba como la revista con “las mejores historias de aventura, las mejores historias de misterio y detectives, los mejores romances, las mejores historias de amor y las mejores historias de lo oculto” Después de ocho números, los fundadores Mencken y Nathan consideraron que la inversión inicial de 500 dólares ya había sido suficientemente rentabilizada y vendieron la revista a sus editores por 12,500 dólares. En 1926, Joseph Shaw se hizo cargo de la dirección editorial, el cual convirtió la revista en una salida para la creciente escuela de escritores de crimen, liderados por Carroll John Daly. De hecho, el personaje de Daly, el detective Race Williams, se estableció como modelo para muchos detectives privados posteriores, de carácter tosco y espabilado y lengua afilada. Posteriormente, Black Mask publicó a otros autores como Dashiell Hammett, Erle Stanley Gardner, Paul Cain o Raymond Chandler. El autor George Harmon Coxe creó “Casey, el fotógrafo del crimen”, que se convirtió en una franquicia mediática con novelas, películas, televisión, radio y comic. Ocasionalmente, Black Mask también publicó algunas historias de aventuras y del oeste. Aunque al principio se conoció a la revista por sus autores masculinos, también publicó a un gran número de escritoras de novelas de misterio, entre ellas Marjory Stoneman

Douglas, katherine Brocklebank o Dorothy Dunn. La revista era un éxito y muchos de los escritores cosecharon grandes ventas y una excelente opinión entre la crítica. A principios de los 30, Black Mask estaba en lo más alto de sus ventas. Sin embargo, los lectores empezaron a perder interés según se expandían la radio, el cine y otros pulp magazines de la competencia. En 1936, Shaw, que se negaba a recortar el ya escaso salario de los escritores, renunció, y muchos de los escritores de mejor calidad abandonaron con él. Su sucesor, Fanny Ellsworth, se las apañó para atraer a nuevos escritores, pero a pesar de sus esfuerzos la revista cesó su publicación en 1951. Fue resucitada en 1985 para volver a desaparecer en 1987 debido a una disputa sobre los derechos del nombre. Esta revista fue el pulp magazine que inspiró a Quentin Tarantino para hacer Pulp Fiction. Originalmente, el título de la película iba a ser Black Mask, pero al final el director decidió cambiarlo.

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ELEAZAR HERRERA

ARMAS GEMELAS

por Eleazar Herrera

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ARMAS GEMELAS

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El ferrocarril es el futuro, y por él deben hacerse varios sacrificios. El primero es destruir la aldea de los Pluma Negra, que se interpone entre dos ciudades comerciales muy importantes. Al principio fuimos en son de paz, con banderas blancas y sombreros ridículos, para hablar con el jefe de la tribu y llegar a un acuerdo. Lejos de colaborar, el jefe nos amenazó con destrozar los raíles si East Way no da marcha atrás en el proyecto. Sí..., éramos dos, Machine y yo, contra una horda de comanches enfurecidos, pero el muy necio se ha puesto de su parte. Y ahora no sé a quién disparar primero.

Qué harías si tu mejor amigo, tu aliado, ése que te cubría las espaldas en mil y un batallas, decidiera pasarse al otro bando? ¿A quién disparas, ahora que estás rodeado por un centenar de cuchillos y una escopeta? La respuesta sería fácil si no fuera Machine el que sujetara el arma. Pero dejadme que os ponga en antecedentes… El tío del sombrero rancio y yo somos amigos desde que tengo uso de razón. Crecimos en el mismo condado, y juntos compramos nuestra primera pistola. El destino nos separó durante unos años en los que yo pasé a formar parte de East Way S.A, una compañía ferroviaria, y él… bueno, quién sabe qué hizo. Nunca me lo contó. Machine es esencialmente molesto y misterioso. Tras ese tiempo volvió con una cicatriz en el hombro, pero no sé nada más allá; pudo haber sido desde un caimán a una pelea por una camisa granate. Le encanta ese color. Ahora lleva puesta la misma camisa que llevaba el día en que, de nuevo, se cruzaron nuestros caminos. Granate y a rayas grises, con una línea de volantes paralela a los botones. El reencuentro no ha sido nada especial. Nos estrechamos la mano, simplemente, y él me confiesa que Green Way le ha contratado para un asunto con un poblado indio. Pido a mis superiores de East Way, la otra compañía aliada, permiso para poder acompañarle, y no ven ningún inconveniente. Yo tampoco. ¿Cómo voy a imaginar que sería traicionado de esta manera? Los Pluma Negra llevan toda la vida avituallados aquí, a caballo entre Cheyenne y Denver, dos capitales con un acuerdo fronterizo para el intercambio de mercancías. La construcción del ferrocarril se ha convertido casi en una obligación para los dirigentes de ambos estados, y es por eso que han mandado a los vaqueros más fuertes y conocidos a reubicar a las aldeas que se interpongan en su camino. Llegamos tras cabalgar varias millas y alzamos un campamento a un kilómetro del

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ELEAZAR HERRERA poblado. Al principio todo va como debía ir: Machine y yo trazamos una estrategia sorpresiva y especulamos acerca de las reacciones que provocaría en sus habitantes. Después, bueno, la conversación tomó otro rumbo; hablamos de nuestras cosas, de la última vez que nos vimos y de aquella mujer, Rosela, de la que nos enamoramos y por la cual nos peleamos. Como dos adolescentes en cuerpos de adultos. Encaprichados hasta la médula. Raya la aurora, y con ella, nos dirigimos hasta las lindes del poblado. No sabemos exactamente qué esperar, pero seguimos a pies juntillas nuestro plan. Yo arremeto desde la retaguardia, cargándome a docenas de analfabetos. Cuando todas sus atenciones están volcadas en mí —pobres, ¡pobres ilusos!—, Machine sale de su escondite y captura como rehén a la mujer del tal Gran Cuervo, el jefe de la tribu. Y aquí todo se tuerce. No sé qué ocurre exactamente. Le pierdo el rastro cuando se lleva a la mujer a una tienda. Espero durante todo el día en mi puesto a que salga, en vano: tras la cortina floral de aquella choza solo veo una columna de humo irguiéndose hasta el cielo. Incluso cuando salen la luna y las estrellas, Machine sigue sin aparecer. Nunca lo he dado por muerto, aunque de haberlo hecho, no habría dilema ahora. Algo ha hecho esa bruja. Algo lo ha cambiado, estoy seguro de ello. Machine es terco como una mula. Solo las artimañas de un chamán podrían doblar su voluntad… En el cuarto anochecer doy a Machine por perdido. Quién sabe qué clase de brujería se lo ha llevado. Vuelvo a mi campamento: es la hora de pasar a la acción. Me pongo una camiseta blanca y unos tejanos lisos a juego con las botas de espuelas. Me ato un pañuelo rojo alrededor del cuello y me desabrocho un par de botones de la camisa. Después me alboroto el pelo y coloco el sombrero. Ah, sí. Un vaquero como Dios manda. Me armo hasta los dientes y camino a paso lento —ensayando la pose de vez en cuando:

nadie debe perder las formas, ni en el peor de los casos— hasta la entrada del poblado. Antes de que un Pluma Negra me divise desde su atalaya, saco mi revólver y le pego un tiro. El cuerpo cae con un ruido seco en el suelo árido, levantando una polvareda. No es el cadáver quien les alerta de mi presencia, sino el dulce eco de la pistola que rebota por una cordillera lejana. De inmediato los Pluma Negra forman un semicírculo en torno a la frontera. Aunque se encuentran a una distancia prudencial, veo que algunos portaban arcos, machetes, cuchillos, o piedras. Nos observamos en silencio. Cualquier movimiento provocaría una sangría. Tomo aire sin mover demasiado el pecho; ellos no mueven ni un milímetro de su cuerpo. Así paso horas, o eso me parece, hasta que el círculo se rompe por la llegada de Cuervo, el jefe de la tribu. Desarmado, anoto mentalmente. —Yo venir a hablar. Paz. Paz siempre. Ni paz ni hostias, pienso, aunque no digo nada. —Si tú bajar las armas, Plumas Negras también. Hablar mejor opción —insiste. Amartillo el revólver y le apunto. La aldea entera se tensa, pero Cuervo no hace ademán de defenderse. —¿Dónde está Machine? Le habéis matado, ¿verdad? —¿Tú querer ver hombre blanco? Asiento lentamente, a sabiendas de que es una trampa. —Si tú no disparar, yo traer hombre blanco. Una expresión de sorpresa se acomoda en mi rostro. Ni mis mejores años de entrenamiento podrían disimularla. Aprieto el gatillo sin soltarlo. Mi mente me grita «¡TRAMPA, TRAMPA!» una y otra vez. —¿Está vivo? ¿Dónde le retenéis? Juro por Dios… —Vivo —repite. Su férreo asentimiento me hace dudar. Machine puede estar secuestrado. Después de

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ARMAS GEMELAS todo, los Pluma Negra pueden haberle sonsacado mi parte del plan. Una vez advertidos solo tendrían que esperarme. —Traédmelo o disparo. Dispararé de verdad. —No encuentro a la mujer de Cuervo entre la multitud. Sin duda, está con Machine. Cuervo retrocede sobre sus pasos y se interna en una de las tiendas. Entre tanta diadema de plumas no puedo reconocer el rostro de Machine en el extraño que acompaña a Cuervo y a la mujer india. No sé su nombre. Nunca lo sabré. Una planta rodadora rompe el silencio. Tanto los Plumas Negras como yo nos hemos quedado absortos en nuestros pensamientos. Quizás es que el siguiente movimiento depende enteramente de lo que trajera Cuervo. Y ha traído a Machine. No veo nada que no sea la escopeta cargada en su hombro… apuntándome. Ni su rostro, ni su camisa, el poblado entero se desvanece. Machine me apunta con un arma. A mí, su aliado. Y va en serio. Si pudiera, huiría del presente. —¿Qué haces? —balbuceo con la mandíbula desencajada. —Vas a volver por donde has venido —responde él, impertérrito— y vas a decirles que has cambiado de idea. El ferrocarril puede bordear el poblado. Alzo las cejas. No puedo dar crédito a mis oídos. Machine está embrujado, enfermo, enajenado, cualquier adjetivo valdría para describir su locura. Rodear la aldea significaría aumentar los costes de producción, y ¿acaso los estados podrían afrontar tal cantidad de dinero? Machine parece leerme el pensamiento, porque añade: —Somos marionetas de las grandes corporaciones, amigo. Más que vaqueros, parecemos sicarios. «Machine, necesito que vayas a Colorado y desahucies a una familia que no tiene dinero ni para comer, y después quizás tengas tiempo para matar un par de indios imbéciles al otro lado de Estados Unidos». ¿A ti qué te han prometido? Yo tengo dos millo-

nes de dólares esperándome en casa. ¿Qué voy a hacer con ellos? No quiero gastarlos sabiendo que me he cobrado vidas inocentes. Tú tampoco deberías. Intento recomponer mi postura, analizando cada palabra que sale de su boca. No sé qué clase de brujería es esta, pero parece convincente. ¿Han lavado el cerebro a Machine, el de la férrea voluntad, el cowboy coqueto? No paro de darle vueltas. No me cabe otra posibilidad en la cabeza, pese a que muy en el fondo creo que su discurso es verdadero. Sin embargo, no dejo traslucir mis impresiones. Aprieto los labios y finjo. He de ponerle a prueba. —¿Cuatro días, Machine? ¿Estos… aborígenes… te han comido la cabeza en cuatro días? No te reconozco. ¿Qué te ha hecho esa mujer? —La señalo, cabeceando. No me gusta, pero voy a ser grosero—: Te la has tirado, ¿verdad? Le has prometido el cielo y la tierra a cambio de un buen polvo. Eres un animal de costumbres… Como movido por un resorte, Cuervo da un paso hacia delante y me derriba de un puñetazo. Tiene el semblante arrugado por la ira. Desde el suelo, veo que está a punto de propinarme una patada, pero ella lo agarra del brazo y tira de él hacia atrás. Cuervo se lo piensa mejor, porque me escupe y vuelve a su posición. Permanezco inmóvil durante unos instantes, sopesando mis opciones. Primero voy a confeccionar una lista de cosas que no puedo hacer: LISTA DE COSAS QUE NO PUEDO HACER 1) Atacar desde mi posición. Necesitaría un disparo certero. 2) Devolverle el golpe a Cuervo. Machine me volaría la cabeza. 3) Hablar desde el suelo. Me rodearían. 4) Huir como un cobarde. Me perseguirían. Como siempre, lo mejor está cogido. Vea-

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ELEAZAR HERRERA mos qué puedo hacer en realidad… LISTA DE COSAS QUE PUEDO HACER 1) Levantarme y hablar civilizadamente. 2) Coger la piedra que hay a mi derecha y guardármela por si las moscas. 3) Quedarme así hasta que se olviden de mí. No son grandes opciones. Descarto la tercera y agarro la piedra rápidamente. Los indios se tensan, pero al ver que me la guardo en el bolsillo delantero de la camisa, respiran y retroceden. —Voy a levantarme —advierto, y lo hago despacio para que puedan observar cada uno de mis movimientos. Una vez en pie, me recoloco el sombrero sin soltar el revólver. Inspiro. Espiro. Vamos allá—: Bien, hablem… Una bala me vuela el sombrero y yo doy un par de zancadas hacia atrás, sobresaltado. El sonido del disparo ha sido atronador. ¡Joder! ¡Hasta los indios se han asustado! La escopeta exhala una bocanada de humo que nos envuelve, como otorgándome una prórroga. —¿Pero qué narices haces, Machine? ¿Es que estás loco? —Voy a quedarme aquí, con los Plumas Negras. —Pues yo no puedo permitírtelo. —Eres mi amigo, me habría gustado decirle, pero no hay lugar para confesiones—. Me temo que las obras deben continuar tal y como estipula East Way. Es mi trabajo. Lo siento, Machine. Pero aún estás a tiempo de volver conmigo. Se instala un nuevo silencio. Machine me escudriña largamente con la mirada. Duda, pues no sabe si hace bien en abrir la boca. —Cuando llegamos aquí, tenía claro lo que íbamos a hacer: entrar, destruir el poblado y volver a por nuestra recompensa. Reconozco que he pensado así durante muchos años, es una estrategia que me ha durado mucho tiempo. La vida me ha sonreído casi siempre y gracias a esto no me falta ni dinero ni salud. Pero cuando secuestré a Cuervo Blanco,

las cosas cambiaron. Ya lo sé, añado mentalmente. Ya lo sé. —Nos metimos en su tienda. Mi plan era esperar a que viniera Cuervo y obligar al poblado entero a hacer las maletas. Mientras esperaba su llegada, Cuervo Blanco empezó a hablarme. Tiene una voz suave y rasgada como el aleteo de un pájaro, pero eso no es lo importante. Me habló de sus sueños. ¿Sabes? Cuando un Pluma Negra asciende al poder, él y su mujer deben pasar la noche al raso para hablar con las Aves Estelares. Los sueños les indicarán el camino del buen líder. »Cuervo Blanco me contó que había visto cómo dos Aves Estelares caían del mismo cielo, hiriéndose de gravedad. Nunca más volverían a volar, nunca más volverían al lugar donde pertenecen. Así, una se tenía a la otra, pero sus ambiciones eran muy diferentes. Mientras una se negó a creer que quedaría postrada en tierra para siempre, la otra aceptó su destino y evolucionó hasta tomar la forma de un ave con plumas. No podría volver a las estrellas, pero podría planear y surcar la tierra con sus nuevas alas. »Esos somos tú y yo. ¿Lo entiendes? El ferrocarril no hace falta. ¡El mundo no necesita más esclavos! Un murmullo de conformidad recorre la aldea india. No puedo creer que Machine lo deje todo por el delirio nocturno de una persona. Es inconcebible, aunque empiezo a creer que es verdad. —Tienes todo lo que quieres, ¿y vas a dejarlo? ¿Así sin más, ya está? ¿Se acabó? ¿Vas a quedarte con los Plumas Negras para siempre? —No he hablado de quedarme —replica él, evitando mirar a Cuervo Blanco—. Cuando el poblado esté a salvo me marcharé. —¿Y a dónde irás? —No lo sé. Lejos. Bueno, ¿y ahora qué? ¿Qué se supone que tengo que hacer yo? Quiero contestarme, pero Machine, una vez más, se adelanta: —Resolveremos este asunto como verdaderos vaqueros. —Se hurgó en el bolsillo y sacó

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ARMAS GEMELAS dos balas que fueron directas a la cámara. Luego deslizó la barra y puso el seguro—. Tenemos un campo maravilloso para batirnos en duelo. Vamos. Nos situaremos cerca de aquella colina —señaló con el dedo un montículo fuera del área de la aldea— y contaremos veinte pasos. Ya sabes lo que hay que hacer después. Machine se dirige hacia allí sin esperar mi respuesta. Observo las caras de incredulidad de los indios, que tampoco esperaban esta reacción y me pregunto qué narices pasa. Yo no quiero batirme con Machine; primero porque es mi amigo, y segundo porque no quiero morir. El duelo estará muy igualado. —No quiero hacerlo —digo en voz alta para que pueda oírme. —Entonces te dispararé ahora. Me giro rápidamente y veo la escopeta a pocos pasos de mí. Machine la sostiene tranquilo. Trago saliva. —Está bien, está bien. Él retira el arma y retoma la marcha. Le sigo, no sin antes devolver la vista atrás hacia los Plumas Negras. Doscientos un pasos. Ésa es la distancia que me separa del poblado. Llego a la altura de Machine, que tira la escopeta al suelo y el arma gemela de mi revólver, y nos miramos. “¿De verdad vamos a hacer esto? ¿En serio?”, le grito mentalmente. Los ojos de Machine son irreflexivos como siempre. Si nunca pude ver más allá de ellos, no espero hacerlo ahora. —Quince pasos a partir de aquí. Suerte. —Machine —le llamo antes de que se marche—. No hay vuelta atrás, ¿no? —No. —Voy a matarte. —Quién sabe. Y empieza a contar. Uno, dos, tres… Huello el terreno con convicción, pensando en que Machine ha perdido la cabeza. ¿Quién perdería toda su fortuna por un puñado de indios estúpidos? ¿Quién,

en su sano juicio, renunciaría al transporte que cruza millas en apenas horas? ¿Acaso no sabe que el mundo está cambiando, y hay que adaptarse a él? Cuatro, cinco, seis… Siempre habrá vencedores y vencidos, es ley de vida. En el fondo es una oportunidad para los Pluma Negra entrar en la era de la Civilización y dejar atrás su rudimentaria forma de vida. ¡Cazar búfalos con hachas y arcos! ¡Salvajes! ¡Y esas ridículas cintas con plumas! ¿Predecir el futuro a través de los sueños? Eso me huele a droga dura. Y no quiero pensar en la de enfermedades que sufren en esta tierra yerma. Siete, ocho, nueve… Pero ellos son felices. No les afecta el ajetreo de la ciudad. Son ajenos al ruido de las tabernas, a las peleas entre borrachos, a las infidelidades por unos minutos de placer. Viven inmersos en una vida de leyenda. Es cierto que es difícil encontrar un silencio tan envolvente como el de aquí; he sabido apreciar el vacío que dejan los edificios y las estrellas. Diez, once, doce… Echo a temblar. Ya no puedo retractarme o salir corriendo. Si lo hiciera, Machine me liquidaría de un disparo. ¿Qué vale más, mi vida o la suya? ¿Sus convicciones o las mías? ¿Los Plumas Negras o el ferrocarril? Trece, catorce, quince. Disparo. Una bala impacta en mi pecho y me desplomo sobre la grava. Machine también. Nuestra puntería no ha cambiado nada. Nada salvo que él está muerto y yo no. Con una mano temblorosa, extraigo la piedra del bolsillo del pecho. La bala ha arqueado la superficie rocosa pero no ha sido capaz de atravesarla. Suspiro. No me siento vencedor, sino vencido; Machine ha instalado una duda en mi corazón. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Es el ferrocarril una buena idea si para ello tenemos que exterminar otros pueblos? Apoyo la cabeza en el suelo y cierro los ojos. El sol está en lo alto.

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J. R. PLANA

OJOS DE MUERTO

por J. R. Plana

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OJOS DE MUERTO

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upuestamente, era un hotel con encanto. Una de esas viejas casas nobles restauradas y convertidas en doce habitaciones de cincuenta euros la noche sin desayuno y en temporada baja, a la que van parejas de turistas esperando pasar un fin de semana inolvidable. Sólo que, en este caso, era martes y Bruno Ruiz estaba solo. Estaba solo y pensativo, repasando lo sucedido hacía unas horas, con la persistencia de quien sabe que ha hecho algo mal, no quiere reconocerlo y trata de justificar con cualquier excusa su comportamiento. Olga y él habían llegado a la ciudad a la hora de la siesta. Se trataba de una modesta capital de provincia, en la Mancha, sin muchas cosas que hacer o ver, de la cual no diremos el nombre para no comprometer a nadie. Pero ellos no iban por placer sino por trabajo, concretamente a una presentación para pequeños empresarios de la zona que tendría lugar al día siguiente. Bruno y Olga eran comerciales, recorrían el país vendiendo todo tipo de materiales de oficina al por mayor. La variedad y los precios asequibles estaban siendo la base del moderado éxito del negocio. Cuando estaban preparando el viaje, Olga se llevó una alegría al encontrar el pequeño hotel y persiguió a Bruno hasta que accedió ir a regañadientes. En contra de lo que muchos puedan pensar, Olga y Bruno no mantenían ninguna relación amorosa, ni siquiera se habían acostado, a pesar de que en los hoteles dormían los dos juntos para que saliera más barato. Pero eso no quitaba para que Bruno sintiera una especial debilidad por los pucheros que usaba Olga cuando quería algo –así como por la propia Olga–, de manera que cuando le propuso ir el día antes para pasar la noche en el hotel con encanto y hacer un poco de turismo, Bruno no pudo negarse. Total, los dos estaban solos y no tenían nada mejor que hacer. Ahora, Bruno maldecía entre dientes el momento en el que accedió mientras hacía zapping sin pararse a mirar lo que echaban. Estaba recostado sobre la cama individual

con las sábanas revueltas. A un escaso metro, la otra cama permanecía con todo en su sitio, inmaculada. La habitación, que estaba totalmente a oscuras salvo por el mortecino brillo del televisor y la poca luz que entraba de la calle, tenía un ligero aire de antiguo. El techo era de vigas de madera, con grabados de viejos escudos de armas, la ventana de postigos y la tele una vieja Panasonic de 29 pulgadas. Por lo demás, paredes pintadas de blanco, muebles sencillos y funcionales, apliques cilíndricos y cuadros ambientales de dudable gusto, elementos que, con el cuarto de baño estándar, hacían que Bruno hubiera puesto en duda si eso merecía llamarse hotel con encanto y cobrar cincuenta euros. Las imágenes de la televisión se sucedían a un ritmo constante y cansino, parecido al de los tambores de una galera, dejando frases a medias o movimientos cortados por el zumbido del cambio de canal. Bruno apretaba los botones mecánicamente, como un autómata, con la cabeza yendo una y otra vez a esa incómoda tarde. Olga y él habían salido a ver la ciudad después de dejar el escaso equipaje. Pasearon por las calles del centro, parándose ella de vez ante alguna tienda, cogiéndole del brazo cuando volvía con él, ilusionada por la situación. Olga no era una mujer guapa. Rondando ya los cuarenta, los ojos de huevo, los labios excesivamente gruesos y los marcados surcos que iban de la nariz a las comisuras de la boca hacían que su rostro, que de joven podía haber sido bonito, envejeciera prematuramente. Sin embargo, compensaba la falta de belleza con un cuerpo bien proporcionado y de curvas sensuales, al que Bruno se quedaba mirando más de una vez mientras veían la tele juntos en los viajes de negocios, vestida ella con su habitual pijama de dos piezas que mostraba más piel de la que su madre, si hubiera seguido viva, habría considerado adecuada. Su paseo turístico por la ciudad les llevó hasta una pequeña iglesia con pinta de ser muy vieja, del románico, había dicho ella. Por

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J. R. PLANA supuesto, Olga era aficionada a la arquitectura religiosa, y quiso entrar arrastrando a Bruno consigo, insistiendo en ver el interior, que para ella era siempre lo más bonito. Él se dejo hacer, como siempre, aunque no por ello dejó de protestar y refunfuñar un poco. Una vez dentro, Olga reprimió una pequeña exclamación que más parecía un hipo que otra cosa. La iglesia, vista desde fuera, mentía sobre su tamaño real, ya que era más grande de lo que parecía. Descubrieron una amplia nave central recorrida por altos pilares cruciformes rematados por relieves de gárgolas, con dos hileras de bancos y un ancho altar con antiguas tallas. Dos parejas más recorrían los laterales, hablando en susurros y haciendo discretas fotos. Allí estuvieron un buen rato, Olga ilusionándose por la riqueza artística e histórica del lugar y Bruno siguiéndola con manifiesta resignación e impaciencia. Cuando por fin ella se cansó de ver santos y vírgenes, decidieron volver al hotel y de camino buscar algún sitio donde cenar. Al salir, Olga se detuvo un instante a la puerta de la iglesia para echar unas monedas a la gorrilla de un mendigo descalzo que Bruno no recordaba haber visto cuando entraron. Aunque sucio y ajado, se podía adivinar por los ojos que se trataba de un hombre joven. Tenía las mejillas hundidas y las ojeras típicas de quién está enganchado de forma irremisible a la droga. Bruno no pudo evitar soltar un bufido de desagrado y puso mala cara cuando ella volvió junto a él. —¿Por qué lo haces? —preguntó. —¿Por qué hago el qué? —respondió ella con el ceño fruncido y una sonrisa, sin saber si iba en serio o no. —Darle nada a ese —dijo Bruno escupiendo las palabras, con el mendigo a un escaso metro—. Se lo va a gastar en cartones de vino. O en coca. Olga le miró con asombro. Nunca en los años que llevaban juntos había oído hablar a Bruno con tanto desprecio. No pudo evitar sentirse incómoda. —Yo no lo creo así —contestó con aire con-

ciliador mientras andaba—. Pero bueno, que cada uno haga lo que quiera, ¿no? Para sorpresa de Olga, Bruno no se movió. —El libre albedrío conlleva ser responsable, y eso —espetó señalando al mendigo—, es tirar el dinero. Olga no tuvo claro si fue por la acusación, el tono o los modales, pero las palabras de Bruno le encendieron el genio. —¿Perdona? —replicó, cortante—. ¿Pero quién te crees, mi padre? ¿Crees que puedes regañarme y decirme lo que tengo que hacer? —Sí, si me obligas comportándote como una idiota —repuso él subiendo el tono. Y para dar más énfasis a sus palabras, le pegó una patada a la gorra del mendigo, desperdigando las pocas monedas por el suelo. El bofetón se oyó por toda la plaza de la iglesia. Bruno se llevó la mano a la cara, tan sorprendido como avergonzado. Olga le miraba con el rostro congestionado y la mano todavía alzada. Sin mediar palabra, se dio la vuelta y salió pisando fuerte. —¡Olga! —la llamó Bruno—. ¡Olga, espera! Pero ella siguió, ignorándole, perdiéndose entre la gente que caminaba por la calle empedrada. Bruno se quedó paralizado en el sitio, con la mano en la cara, pidiendo al cielo que le tragara la tierra. Echó un vistazo a su alrededor, tímidamente. La gente se había parado al oír los gritos, y ahora le miraban, unos con sorpresa, otros con reproche, los más con curiosidad. Pero hubo alguien que le llamó poderosamente la atención, por encima de los turistas y paisanos. Se trataba del mendigo, que se había levantado y le observaba, fijamente, al pie de las escaleras de la iglesia. La mirada del hombre hizo que Bruno se estremeciera. En ella no había enfado, desprecio, reproche o humillación; no había ningún sentimiento negativo. Realmente, no había ningún sentimiento, y eso fue lo que provocó el escalofrío que subió por la espalda de Bruno. El hombre le miraba con total indiferencia, con la mirada vacía, como quien ve a un perro callejero y no le presta ninguna atención, o un trozo de roca desprendido al

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OJOS DE MUERTO que le das una patada. Jamás, en los treinta y pico años de Bruno, se había sentido tan insignificante, tan irrelevante. Tan fuera de lugar. Era como si no estuviera allí. O aún peor, como si no tuviera que estar allí, como si fuera un error de la naturaleza. Azorado por la humillación pública y turbado por los desconcertantes sentimientos que le provocaba la mirada del mendigo, Bruno se marchó con paso vacilante en dirección al hotel, la cabeza gacha y la mano aún en la mejilla. En la habitación, con el mando en la mano y la tele zumbando de canal en canal, Bruno daba bordadas entre el sentimiento de culpa y la justificación. Se sentía mal por Olga, porque no se merecía cómo la había tratado. Sin embargo, Bruno arrastraba desde pequeño un profundo trauma psicológico, el cual le había empujado a reaccionar así. Ocurrió cuando tenía solo nueve años. La historia empieza con un vagabundo simpático y un niño que siempre le saluda al pasar junto a él de camino al colegio, y termina con el mismo mendigo hasta las cejas de caballo y el niño semidesnudo y manoseado entre cartones, tragándose las lágrimas a la espera de que sus padres se pregunten por qué tarda tanto en regresar. Aún siente arcadas cuando lo recuerda. “¿Volverá Olga? Tiene que volver”, se decía. “No tiene otro sitio donde dormir, además la ropa está aquí”. Bruno quería de veras que volviera, no sólo para pedir perdón, también porque nunca le ha gustado dormir solo. Pero los párpados le pesaban y el sueño empezaba a enturbiar su cabeza, volviéndose grotesco y sin sentido. La cabeza de Bruno se venció finalmente hacia delante, dejando la barbilla apoyada en el pecho. En la Panasonic, una vidente rodeada de letra pequeña y números 806 echaba las cartas a algún incauto nocturno. Bruno soñó con Olga. Ella estaba de pie, en una calle vieja y empedrada, rodeada de gente que se movía en un borrón de colores. Bruno intentaba llegar a ella. Primero la

llamaba, pero sus pulmones no funcionaban bien, solo dejaban salir un hilillo de aire. Nnnnnnnn... Sonaba. Nnnnn… Luego echaba a correr a un ritmo desesperadamente lento, las piernas entumecidas y torpes, y Olga estaba cada vez más lejos. Y corría, y corría, y corría, cansándose infinitamente, pero sin llegar nunca. Entonces la gente se paraba y ella desaparecía. En su lugar estaba el mendigo de la iglesia, que le miraba como esa tarde. Todos le miraban igual, como si fuera un error. Bruno se giraba, mirando en derredor, y sólo veía más y más gente con los mismos ojos, la mirada vacía. El mundo cambió de posición bruscamente, con una sacudida, y ahora la gente le miraba desde arriba. Bruno estaba tumbado en el suelo y alguien le tocaba por todas partes, gimiendo de placer. Las manos estaban calientes y sudorosas, y se restregaban contra su cuerpo desnudo con brusquedad hasta llegar a los pies, que arañaban con violencia. Él quería zafarse y gritar, pero su cuerpo no respondía y de nuevo no había aire. Nnnnnn… Abrió mucho la boca, empujando desde el esternón con todas sus fuerzas, pero, en lugar de chillar, un montón de tierra le entró directo a la garganta. Sabía a suciedad y a polvo, a ceniza y a putrefacto. Con la lengua notó como los gusanos se revolvían en la boca. Intentó toser, pero tampoco podía, y sintió como la tierra le ahogaba poco a poco, entrando en sus pulmones y llenándolo todo, repleta cada vez de más y más gusanos. Comprobó horrorizado que una pala anónima estaba echando tierra sobre él, y ésta se le metía en los ojos y le escocían. Ya no estaba en el suelo, estaba en un agujero, y el mendigo de la iglesia y el vagabundo de la droga le miraban desde arriba, impertérritos, junto con un coro de gente de rasgos planos, sin nada en su cara, ni nariz, ni boca, ni ojos, ni orejas, sólo carne. Cada vez sentía más y más peso encima y los huesos le crujían, amenazando con romperse de un momento a otro. Cuando la últi-

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J. R. PLANA ma palada de tierra le tapó por completo y él creía que se le iban a partir todos los huesos, Bruno se despertó. Se enderezó con violencia, provocándose un tirón en el cuello entumecido por la postura. La televisión mostraba ahora un teléfono para citas mientras en un recuadro pequeño dos chicas se besaban desnudándose y tocándose con ansia. Una música baratera y repetitiva las acompañaba, haciendo de fondo para sus gemidos y frases sin doblar. Hacía frío. Bruno se frotó la cara con violencia, aún con el pulso alterado por la pesadilla. Miró a la cama de al lado con la secreta esperanza de que Olga estuviera allí, pero seguía tal cual la había dejado. Dejó escapar un suspiro de desesperación y fue a coger el mando para apagar la televisión. Pero no lo encontró. Sin encender la luz, rebuscó entre las sábanas, miró a los lados de la cama, incluso debajo, y no halló el más mínimo rastro. Cansado y empezando a notar el frío nocturno, decidió apagar la televisión directamente en el aparato. La Panasonic estaba junto a la ventana, en una insípida mesa aparador. Ésta daba a una calle que Bruno no había sido capaz de ubicar al rodear el hotel en el paseo vespertino, aunque más que calle parecía una pequeña plaza de vecinos, con casas viejas y torcidas apiñadas alrededor. Bruno llegó hasta la tele y apretó el botón. Con un pow, la imagen se estiró y luego contrajo a un minúsculo punto. La pantalla se quedó iluminada de una forma opaca, en una suerte de resplandor espectral. Ahora todo estaba aún más oscuro que antes, a merced de la luz que entraba de la peculiar calle. “Un momento”, pensó Bruno, alarmado. “¿Qué ha sido eso?”. Por el rabillo del ojo, justo cuando se giraba para volver a la cama, le pareció atisbar un tumulto en el exterior. Se precipitó a la ventana, inquieto por la visión y el atronador silencio que reinaba, olvidando momentáneamente el frío que le ponía la carne de gallina. Trató de correr el pestillo, pero era viejo y se atascaba. Apartando las

cortinillas, pegó el rostro contra el helado cristal, buscando el origen del movimiento que él creía haber visto. El ángulo era forzado y la pared del exterior le obstaculizaba la visión, pero aún así alcanzó a ver el final de una larga comitiva que se perdía por la plaza sin salida. Iban todos de negro, en silencio, las cabezas gachas y el paso rítmico y perezoso, envueltos en una extraña niebla. En el medio, no se distinguía bien si a hombros o flotando entre las cabezas, iba un ataúd oscuro y sin tapa, que mostraba a las estrellas el cadáver inerme y descalzo del difunto. Bruno no lo pudo ver bien, sin embargo, la forma del cuerpo y del rostro, distorsionado por la muerte, se le antojaron muy familiares. Probablemente, sería de ver ese rostro todos los días ante el espejo. Las tripas se le encogieron y el helor congeló sus manos y su cuello. Allí se quedó, con la cara apoyada, el vaho del aliento en el cristal, los ojos desorbitados, mientras la fúnebre compaña desaparecía lentamente por una calle que no tenía entrada. Fueron unos segundos, aunque a él le parecieron horas. Una sombra alargada apareció por la periferia de su visión, haciendo que girara los ojos hacia ella sin moverse un ápice. Cuando el terror invade tu cuerpo y los horrores se suceden, llega un momento en el que el organismo no puede asimilarlo y queda en estado de shock. Eso fue lo que le ocurrió a Bruno al reconocer en la sombra la mirada impávida y sin sentimiento del mendigo de la iglesia. Estaba allí, de pie, con los ojos clavados en Bruno, abiertos, y el aire parecía espesarse a su alrededor. Incapaz de emitir ni un solo sonido, Bruno se abandonó, cayendo su cuerpo al suelo como un fardo cualquiera. Una mano que le movía el pie por encima de la sábana fue lo que le despertó. Esta vez no hubo sobresalto, sino que Bruno salió del sueño poco a poco, lentamente, desperezándose. La mano volvió a moverle el pie suavemente. “¡Olga!”, acertó a pensar, entre las brumas del sueño. “¡Por fin ha vuelto!”. Abrió los ojos con esfuerzo y la luz de la televisión le

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OJOS DE MUERTO deslumbró. Estaba encendida. En la pantalla, la nieve de un canal sin señal chisporroteaba, llenando la habitación con su monótono ruido. La luz del baño iluminaba la puerta de entrada y volvía las formas un poco menos difusas. —¿Olga? —llamó Bruno, con voz pastosa—. ¿Estás ahí? Se oía, además del televisor, el ruido de un grifo abierto del lavabo. Se levantó Bruno deseando ver a Olga y aclarar lo ocurrido, relajado por tener ya a alguien con quien compartir la habitación. Al acercarse al baño, su vista resbaló por la ventana, temerosa, buscando al mendigo y su sombra. Para su alivio, la plaza estaba vacía. —Olga, por fin estás aquí —dijo aliviado entrando en el aseo—. Mira, siento lo… Las palabras se quedaron en el aire y Bruno enmudeció. El aseo estaba vacío. El ruido del agua ya no se oía y los grifos estaban cerrados. Allí no había nadie, tampoco había nada abierto y todo estaba tal y como lo había visto al llegar. Entonces, con un chasquido, la luz desapareció y todo se quedó a oscuras de nuevo. Una mano le tocó el pie, moviéndolo de nuevo. Bruno abrió los ojos, sobresaltado. Estaba en su cama, aunque ahora estaba seguro de que no estaba durmiendo. La luz del baño estaba apagada y la Panasonic de 29 pulgadas seguía emitiendo el chisporroteo de la nieve, provocando extrañas formas con su vacilante iluminación. La mano insistió, pero él no se atrevió a mirar para abajo. En su lugar, dirigió la mirada hacia la cama de al lado, donde se oía el suave roce de las sábanas. Sintió confusión al ver un bulto tapado, un bulto que recordaba vagamente la forma de una persona. ¿Sería Olga? ¿Quién, si no? Esa pregunta asaltó la mente de Bruno con fuerza, sugiriendo al mismo tiempo una respuesta que se esforzó por apartar. Haciendo un esfuerzo de autocontrol, Bruno emitió un susurro apenas audible. —¿Olga? —Se calló unos instantes, escuchando. Nada—. ¿Olga, eres tú?

Las sábanas se agitaron, el bulto se contorsionó. Había una persona en la cama, que quedó de lado, mirando a Bruno. Pero no era Olga. Los ojos del mendigo le observaban fijamente, como dos pozos oscuros en medio de una nevada. No se movían, no parpadeaban, no hacían otra cosa que no fuera mirarle. La mano le volvió a agarrar el pie, moviéndoselo. El mendigo retiró las sábanas, dejando al descubierto sus harapientas ropas, los ojos fijos en los de Bruno, y empezó a levantarse. La mano lo agarró con violencia, zarandeando todo su cuerpo. Entonces la sintió contra la piel, por debajo de la sábana, fría y seca, tiró con fiereza y Bruno se deslizó, perdiéndose debajo de las mantas, saliendo por los pies de la cama, una presa infernal sujetándolo del tobillo que lo arrastraba hacia las sombras. Bruno abrió los ojos. A pesar de estar a oscuras, supo que los tenía muy abiertos, casi desorbitados, y que el terror se reflejaba en su cara. Estaba desorientado, estaba confuso, pero sabía que no había estado soñando. Notó la cama fría y dura, y que estaba destapado. Se oía el ruido de la televisión, pero su luz no le llegaba, dejando todo sumido en la más absoluta negrura. Bruno se enderezó, las sienes palpitando, sudores fríos en la espalda, temblando como una hoja. Un fortísimo impacto en la cabeza le hizo volver con la misma inercia para abajo. Entonces lo comprendió. Miro a su alrededor, notando como perdía el control y la cordura. No estaba sobre la cama. Estaba debajo. A los lados podía ver la habitación en penumbra, iluminada por el débil resplandor del televisor, que chisporroteaba ahora con ímpetu. Bruno dirigió su vista hacia la parte de arriba y vio que eran los pies de la cama. El horror le devoró por dentro, llenándo todo su cuerpo de frío. Inhalo aire con brusquedad y largamente y empezó a agitarse, tratando de salir de allí. Reptó de espaldas, ayudándose con las manos y los pies. Notaba el frío suelo debajo, helándole aún más el sudor de la espalda. El ruido de la televisión cesó de

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J. R. PLANA repente, dejando todo a oscuras, sumido en el más fúnebre de los silencios. Todo negro. Todo callado. Se oyó un roce, un chasquido y después las bisagras. Las luces del pasillo apartaron a las sombras de la habitación y Bruno pudo ver como la puerta se abría. Unos pies aparecieron, unos pies que reconoció al instante: eran los de Olga. Llorando de alegría, Bruno tomó el último impulso para salir de allí. Pero no pudo. Una mano, recia como el acero, le agarró del tobillo. Él pateó y chilló, pero ni sus piernas se movieron ni sus pulmones reaccionaron, sólo fue capaz de emitir un nnnn... La mano tiró de él como un palo y Bruno empezó a alejarse, poco a poco, de la rendija de luz. Horrorizado, dirigió la vista hacia su pierna y la oleada de pavor le dejó frío como un cadáver. Allí, entre las sombras, le miraban fijamente los ojos sin vida del mendigo, como dos trozos de mármol pintados, que le devolvían reflejos de su rostro desencajado. Dos ojos muertos, dos ojos sin buenas intenciones. La mano tiraba y Bruno resbalaba, incapaz de resistirse, alejándose más y más de la rendija, hundiéndose más y más en la oscuridad, alejándose de las piernas de Olga, sabiendo que ya nunca le podría pedir perdón, que ya nunca volvería a verla en pijama, que ya nunca más tendría la oportunidad de decirla todo lo que sentía por ella y nunca se había atrevido a confesar. La mano tiraba y Bruno resbalaba. Y ahora solo quedarían él, y los ojos del mendigo y el frío de la eternidad.

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ESTACIÓN EUROPA

ESTACIÓN EUROPA por Diego Fdez. Villaverde

Los investigadores de la base científica Europa jamás pensaron que las rencillas del sistema militar les salpicarían. Ahora tendrán que enfrentarse a algo para lo que no están preparados.

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icardo salió del centro de vigilancia de la estación y se dirigió de nuevo al comedor. El primer equipo de investigadores, que habían llegado a la base científica del satélite Europa de Júpiter hace ocho años, no había sufrido ningún cambio en la plantilla desde su creación. Era un grupo cerrado, y cuando Ricardo llegó hace seis meses asumió el rol de chico de los cafés, además de su labor de investigación, para poder acercarse a ellos, cosa que había conseguido con éxito. Principalmente llevaba las bebidas al equipo técnico, que no podían abandonar sus puestos bajo ninguna circunstancia. Había hecho buenas migas especialmente con James y Rita, un matrimonio que se encargaba de la seguridad de la estación. Su labor consistía en vigilar que los trabajadores siguieran las líneas de investigación aprobadas por el gobierno. En el pequeño comedor estaban sentados algunos de sus compañeros. Fátima le saludo cuando entró y le hizo una señal para que se acercara. La geóloga era la persona más atenta de la estación y habían congeniado de maravilla. Algunas veces, incluso habían compartido cama. Fátima se había rapado recientemente el pelo por alguna moda absurda que había surgido en la red. Junto a ella estaba William, un genio de las matemáticas de veinticuatro años que recibió el honor de formar parte del equipo tras terminarla carrera a los dieciséis. Era alto y delgaducho, con un largo pelo negro y amante de las teorías conspiratorias. Ricardo también creía que él sentía algo por Fátima, siempre estaba junto a ella y se mostraba muy agresivo hacia él. También se encontraba Darío, un físico de avanzada edad completamente calvo y con una espesa barba. Cuando no tenía nada que hacer, Darío solía ir a los laboratorios de sus compañeros a charlar con ellos, ya fuera sobre ciencia o simplemente gustos literarios. —¿Qué tal el trabajo, Ricardo? —preguntó Fátima, sonriente. —Bastante mal. La cámara frigorífica no estaba bien regulada y han muerto todas las colonias bacterianas que tenía dentro. Ricardo trabajaba como genetista en la estación y era el único que operaba con seres vivos. Su labor acarreaba una gran responsabilidad al tener que mantenerlos vivos en aquella inhóspita luna. —¿Tan grave es? —preguntó Darío, mientras bebía una taza de té. —Bueno, algunas especies se han salvado y puedo hacer que se reproduzcan, otras se han perdido totalmente. Y no creo que encuentre en esta luna ningún paramecio, así que tendré que Ánima Barda - Pulp Magazine


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DIEGO FDEZ. VILLAVERDE hacer un pedido. —Vaya, pues la siguiente nave con suministros llega hoy —dijo tristemente Fátima. Con las recientes tecnologías, se tardaba aproximadamente en llegar a Europa unos diez meses, dependiendo de la posición del satélite y de la Tierra. Ese era también el intervalo de tiempo en el que las Naciones Unidas mandaban un cargamento con suministros. Cuando una nave salía de la Tierra con comida, agua, equipo científico y algunos caprichos para los trabajadores, otra salía de la estación con muestras de rocas, resultados de experimentos y residuos. —¡Ya ha vuelto a salir en las noticias el general Jericho haciendo declaraciones! — anunció William, indignado, mientras leía un periódico digital en su tablet. —¿Y que ha dicho esta vez? —se interesó Darío. —Lo de siempre. Que el sistema militar de la Tierra necesita más presupuesto, y que si algún día ocurre algo terrible no estaremos preparados. —¿Algo terrible? Todas las armas nucleares están a buen recaudo, y las pocas revueltas que hay no son más que grupos radicales con tirachinas comparados con el armamento del ejército —afirmó Fátima. —Lo que quieren estos cavernícolas es estar otra vez en el poder. Hace décadas que ni lo huelen, y echan de menos los viejos tiempos de los golpes de estado. ¡Alegan que lo único que buscan es el bien común! En el año 2053, tras años de guerra energética y escándalos financieros, numerosas revueltas ciudadanas sacudieron el mundo, hartas de conflictos y pobreza, y muchos de estos grupos llegaron al poder democráticamente. Numerosos tratados de no—agresión se firmaron y políticos profesionales gobernaron eficazmente, hasta que un día en las Naciones Unidas se llevó a cabo una propuesta: unificar a la humanidad en un gobierno federal democrático. Se celebró un referéndum global que dio la victoria al sí con un ochenta por ciento de los votos. Tras eliminar

las desigualdades del mundo, la mayoría del presupuesto global fue destinado a la investigación científica, y uno de los objetivos era cumplir el viejo sueño del hombre de explorar la galaxia y colonizar otros planetas. Aunque se habían realizado grandes avances en la astronáutica, en el año 2100 aún no se había conseguido mandar una nave tripulada fuera del sistema solar. En ese momento, sólo había pequeñas bases de investigación en Marte y Europa. —Mucho ladrar y poco morder. Tienen que salir de vez en cuando a montar el espectáculo para que la gente no se olvide de ellos. Nunca van a conseguir nada —sentenció Darío. —Madre mía, en palabras del general: “La Tierra no está preparada para hacer frente a amenazas extraterrestres”. ¿Qué clase de locura es esta? —William se quedó un rato pensando—. ¿Creéis que pueden haber encontrado pruebas de vida alienígena? —William, no seas crío. ¿Cómo va a saber algo el ejército que la comunidad científica aún no sepa? —dijo Fátima sonriendo—. Sólo lo dicen para asustar a los analfabetos. —¿Tu qué opinas, Ricardo? —Yo… prefiero no opinar de estos temas —contestó incómodo. —¡Oh, vamos! Los brutos de tu familia militar no se van a enterar si les pones pingando —dijo agresivamente William—. ¿O es que no piensas como nosotros? ¿Crees que habría que ponerle una corona de oro a Jericho? —He dicho que prefiero no opinar. Los dos se quedaron buen rato mirándose a los ojos. El silencio incomodo se rompió cuando Rita anunció por megafonía que la nave de suministros ya había llegado. —¿Vamos a ver si han traído algo interesante? —preguntó Fátima. —Vale —contestaron Ricardo y William al mismo tiempo, secamente. Los cuatro se dirigieron al hangar, en silencio. Ricardo odiaba cuando William usaba a su familia para atacarle. Sabía que era el único que lo hacía y que el resto del equipo

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ESTACIÓN EUROPA creía que se estaba portando como un adolescente, pero no podía evitar ponerse a la defensiva. Darío abrió la puerta del hangar con su llave magnética. La nave de transporte estaba abierta, pero no había ningún miembro del personal de logística descargando el contenido, ni ningún otro científico curioseando. —¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Darío. Sonó un escalofriante crujido, parecido a cuando se pisa una cucaracha. Más y más crujidos lograron ponerles en tensión, algo no iba bien. Empezaron a caer gotas de sangre del techo. Algo se precipitó pesadamente. Era un brazo humano. Los cuatro científicos miraron hacia arriba. Unas extrañas criaturas habían agarrado a los miembros del personal, habían clavado sus garras en las tuberías del techo y los estaban devorando. Se quedaron paralizados por el miedo. Fátima abrió la boca para gritar, pero de su garganta sólo salió un quejido ahogado. Una de las criaturas les vio y, seguida por el resto de los seres, comenzó a descender hacia ellos. Ricardo pudo apreciar la extraña anatomía de las bestias. Tenían el físico de unos gorilas pelados y su piel era de color marrón oscuro. Es su cara se veían dos pequeños ojos rojos y por nariz sólo se apreciaban dos agujeros sobre la boca. Su babeante sonrisa desvelaba una mandíbula de varias filas de afilados dientecillos, en vez de dedos tenían dos largas garras y sus patas traseras eran más parecidas a las de un alce que a las de un primate. —¡Corred! —gritó Ricardo. Los científicos se apresuraron a llegar a la salida, y las criaturas fueron galopando tras ellos mientras proferían sus estridentes gritos. Cuando los cuatro investigadores llegaron a la puerta, Darío pulsó el botón de emergencia que sellaba el hangar en caso de descompresión. Los monstruos intentaron romper el portón con fuertes golpes, pero después de un rato dejaron de intentarlo. —¡¿Qué coño son esas cosas?! —preguntó

Fátima mientras sollozaba. —No… no lo sé —respondió Ricardo—. Quizás sean alienígenas. —¡Oh, joder! ¿Lo veis? ¡Esos bastardos de los militares sabían algo y no nos lo han dicho! —gritó William—. ¡Y ahora vamos a morir por su culpa! Sobre sus cabezas oyeron fuertes golpes metálicos que recorrían el techo, avanzando a lo largo del pasillo. —Mierda, están en el sistema de ventilación —dijo Darío—. Tenemos que llegar a una cápsula de evacuación. Hay una cerca del centro de vigilancia. Intentemos calmarnos y llegar lo más rápidamente posible. Mientras corrían hacia su destino, oyeron varios chillidos por el pasillo. Las bestias habían conseguido entrar en los laboratorios y habían empezado una masacre. Era terrible escuchar cómo se mezclaban los gritos de terror de los humanos con los aullidos de las criaturas. —Un momento. —Ricardo se detuvo, dubitativo—. No podemos usar las cápsulas de evacuación si no se ha declarado una emergencia. —¿Esto no te parece una emergencia? — preguntó William agresivamente. —Me refiero al nivel de seguridad de la estación. Deberían haberse encendido unas luces rojas y haber sonado una alarma. Sin eso el sistema no nos dejará utilizar las cápsulas. —Es cierto, en el centro de seguridad tendrían que haber activado el dispositivo de evacuación. Debe haberles ocurrido algo a James y Rita —concluyó Darío. —¿Y qué hacemos? —preguntó Fátima—. Si esas cosas están dentro no podemos ir desarmados. —Creo que hay un laboratorio de química cerca. Quizá podamos improvisar algo —dijo William, un poco más calmado. La puerta del laboratorio tenía un ojo de buey que permitía ver el interior. Ricardo echó un vistazo y vio cómo dos de las criaturas estaban ocupadas devorando a Aurora, una técnica. Recordaba haber hablado con

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DIEGO FDEZ. VILLAVERDE ella sobre una relación que mantenía en la red. También observó encima de la mesa más cercana a la puerta una serie de matraces con un líquido trasparente en el interior. Podía ser ácido o podía ser agua, pero era a lo único que se podían aferrar. —Voy a entrar —dijo Ricardo. —¿Estás loco? ¡Te mataran! —le gritó Fátima. —Nuestra única oportunidad de vencer a los monstruos está sobre la mesa. Alguien tiene que correr el riesgo. Abrió la puerta suavemente e intentó caminar haciendo el menor ruido posible. Las bestias le ignoraron, mientras rasgaban carne y crujían huesos. Ricardo agarró cuatro de los matraces y se dirigió fuera, sin que las bestias se inmutaran. —Vamos a ver que tienes —dijo Darío acercándose a oler los frascos—. Mala suerte, sólo es amoníaco. —Quizá podamos utilizarlo —dijo William, y se sacó del bolsillo un Zippo. —Al menos podremos prenderles fuego — dijo Fátima. —Dejemos de perder tiempo, tenemos que activar el protocolo de emergencia cuanto antes. Cada uno cogió un frasco de amoníaco y Darío se dispuso a abrir la puerta del centro de seguridad. Una de esas bestias esta machacando el cuerpo de Rita con sus garras, mientras James yacía muerto sobre el panel de control, con su brazo a punto de activar el botón de evacuación. Nada más entrar, la bestia se giró y profirió un poderoso aullido, preparándose para saltar sobre ellos. Los cuatro investigadores le tiraron los matraces que se rompieron al chocar contra su piel. William encendió su mechero y lo lanzó contra la bestia, lo que provocó la ignición del amoníaco. La bestia empezó a moverse de un lado a otro, chillando y cortando el aire con sus garras. Darío cerró la puerta desde fuera, dejando al engendro ardiendo en su interior. Esperaron a que la criatura dejara de gri-

tar y entraron. El monstruo estaba tendido en una esquina, agonizando. William se acercó y empezó a pisotearle la cabeza. Ricardo agarró la pistola de James y le dio la de Rita a Darío. —La alarma alterará a las criaturas. Tenemos que darnos prisa y llegar cuanto antes a la cápsula —dijo Ricardo. Antes de que activara el botón, una sombra se lanzó desde un agujero del techo sobre Darío. Una acerada garra atravesó el pecho del hombre. William gritó, y Ricardo se apresuró a disparar, pero no había quitado el seguro del arma. La criatura les miró, aulló y salto de nuevo sobre Fátima. Ella esquivo el ataque, pero una de las garras consiguió herirla en una pierna. La criatura se golpeó contra la pared y Ricardo aprovechó ese momento para dispararla en el cráneo. —¿Fátima, estás bien? —preguntó Ricardo —Darío… está… ¿está? —preguntó ella con pánico en los ojos. —Me temo que sí —contestó William, que le temblaba la voz. Fátima intentó levantarse, pero la herida de la pierna la hizo volver a caerse. William se acercó a ayudarla, poniendo uno de sus brazos sobre los hombros. Ricardo recogió la otra pistola del suelo y activó el botón de emergencia. La alarma sonó por toda la estación y numerosos aullidos replicaron al unísono. —¡Vamos, vamos! —gritó Ricardo. La estación de evacuación estaba al final del pasillo. William y Fátima abrieron la marcha, mientras Ricardo les cubría la espalda. Un grupo de cinco criaturas aparecieron por detrás, cargando contra ellos. —¡Id a la puerta, yo las entretendré! —gritó Ricardo. —¡Ricardo! —exclamó Fátima, pero William ya había empezado a caminar hacia el punto de huida. Ricardo abrió fuego contra ellas. Consiguió dar a dos de las criaturas en la cabeza, y una tercera más se desplomó al recibir una bala en una pata. Las restantes se le acercaron rá-

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ESTACIÓN EUROPA pidamente, y él se retiró poco a poco mientras seguía disparándolas. Consiguió alcanzar a otra en el pecho, pero la última de las bestias le sobrepasó por su derecha y se dirigió hacia William y Fátima. Ricardo disparó a la espalda y corrió hacia sus compañeros. Una vez en la sala, Ricardo se acercó al ordenador de la sala para programar la trayectoria de la capsula. —¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó William. —Mantén la calma hasta que consigamos irnos —le respondió Ricardo. —No, en serio. ¿Me puedes explicar por qué las cosas esas actúan como si no existieras? —¿A qué te refieres? —preguntó Fátima. —Entró en el laboratorio y las criaturas esas ni se inmutaron. Pese a ser el que estaba más cerca en el centro de seguridad, el bicho saltó hacia ti en vez de hacia él, ¡y ahora mismo acabamos de ver cómo han ignorado completamente al que ha estado matando a sus congéneres! —No tenemos tiempo para tus teorías ahora mismo, Will. ¿Podemos discutirlo más tarde? —¡A mí no me llames Will! —gritó William mientras daba un empujón a Ricardo—. ¡Qué curioso que este ataque se haya producido después de que llegara un miembro nuevo al equipo! ¡Y más curioso aún es que sea miembro de una larga dinastía militar! —Cálmate, por favor —le pidió Fátima —¿Y has visto esos seres? —El matemático ignoró completamente el comentario de la mujer—. ¡Parece que alguien ha juntado partes de animales de la Tierra en una batidora y les haya salido ese engendro! ¿Cómo narices esas cosas han interceptado una nave espacial y han llegado hasta aquí? ¿Acaso no es obvio? ¡Eran el cargamento de la nave! —Mira, no sé qué es lo crees que está pasando, pero todo esto lo podemos discutir dentro de la cápsula de escape. —¡No me voy a subir contigo a ningún sitio! ¡No has condenado a todos! William se lanzó contra él y juntos cayeron

al suelo. Ricardo intentó coger la pistola, pero William entrevió lo que se proponía y le golpeo con los dos puños en el pecho. El arma se le cayó, y William la lanzó lejos. Las criaturas comenzaron a golpear la puerta y con sus arremetidas ya la estaban abollando. William ignoró los ruidos y siguió pegando a Ricardo. El genetista Intentó defenderse cómo pudo, pero la furia había poseído completamente a William. Entonces sonó un disparo, y una bala atravesó el cráneo del matemático, que se derrumbó. Ricardo se lo quitó de encima y vio a Fátima con una pistola en la mano y con cara de terror. Ricardo fue hacia ella, que empezó a llorar desconsoladamente. La puerta se desplomó y las criaturas entraron. Fátima les apuntó y apretó el gatillo, pero ya no le quedaban balas. Ella se retiró lentamente hacia la pared, pero Ricardo se quedó en el centro de la sala, mientras las criaturas se le acercaban. Fátima pego un gritó ante la inminente muerte de su amante, pero los extraños seres no atacaron a Ricardo. Le rodearon y se dirigieron hacia ella. —Yo… Lo siento Fátima —dijo Ricardo—. Ya deberíamos habernos ido de la estación. Ha sido culpa de William. Ricardo vio por última vez a Fátima, mientras ella mostraba una expresión de absoluta incredulidad y furia en medio de un mar de garras y dientes. Ahora no sabía qué hacer. Si William se había dado cuenta de que estos monstruos no eran alienígenas, alguien más en la Tierra lo haría. Se dirigió al centro de seguridad para borrar todos los vídeos de seguridad y programar la autodestrucción de la base. No tenía prisa, las feromonas que hacía creer a las bestias que era uno de ellos aun durarían unas cuantas horas. Debería mandar un informe al general Jericho contándole el fracaso de la misión e inventar una historia que explicara la destrucción del centro de investigación y su milagrosa supervivencia. El bien común tendría que esperar.

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CRIS MIGUEL

MANTIDAE

por Cris Miguel

Aún se está adaptando a su nueva naturaleza, convertirse en una mantis adulta no es tarea fácil y mantener la normalidad mucho menos. Después de todo, ¿quién quiere pasearse por el centro pareciendo una ballena?

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e miro en el espejo, ya estoy un poco sonrojada. Tengo la sensación de que lo he hecho un centenar de veces, pero, a la vez, antes de culminar siempre echo un poco el freno. En ese momento es en el que aprovechan las dudas para filtrarse por la zona más débil de mi determinación. Respiro hondo y sello todos los escapes, me atuso el pelo y salgo del baño. Ánima Barda - Pulp Magazine


MANTIDAE —Perdón, ya estoy —digo con mi sonrisa más sexy. Él, a modo de respuesta, sonríe y se hace a un lado en la cama para dejarme sitio. El alcohol todavía nubla un poco mi vista y mi cabeza, pero hasta mis perjudicados ojos son capaces de entrever el cuerpo escultural de… ¡Oh, mierda! Cómo puedo ser tan mala con los nombres. ¡Qué importa! Tiene un cuerpo esculpido por los dioses. Está bien, un cuerpo esculpido por muchas horas de gimnasio, ¡qué más da! Me pongo a su lado despojándome antes del minúsculo vestido que llevaba, así siempre es más fácil. —¿Te gusta? —digo coquetamente acariciándome la copa del sujetador. Para huir del negro he elegido un conjunto morado, obviamente de encaje, con virguerías en terciopelo. Irresistible. Como única y necesaria respuesta me atrae hacia su fuerte torso para besarme. Qué sensación tan cálida, está tan suave, acostumbrada como estoy a las barbas. Le miro a los ojos, arqueando levemente una ceja, y sé que derrocho sensualidad por todos los poros de mi piel. Hasta siento su erección absolutamente dispuesta. Le tengo. Respiro entrecortadamente, después de comer siempre me canso y necesito tumbarme. He llegado a dormir un dia entero después de una gran… comida. Y esta lo ha sido, hmmm… estaba tan prieto. Me pesan los párpados, me quedo tumbada boca arriba, diviso su ropa tirada en el suelo. Qué pereza ir a tirarlo. Se me cierran los ojos y no tengo ningún otro pensamiento. Me quedo dormida. II Toc, toc, toc. Suena como si me estuviesen aporreando la cabeza. Abro los ojos. La puerta, pero quién cojones será. Me pongo un albornoz, lo primero que encuentro, y abro. —¿Otra vez tú? —le digo lamentando profusamente haber abierto. —Vaya, ya veo que te has alimentado, cada

vez me necesitas menos —arqueo una ceja. —Te dije que puedo cuidar de mí misma —le increpo apoyando la cabeza en el marco. —Déjame entrar, así puedes volver a tumbarte, está claro que aún te quedan horas para digerirlo entero. Le dejo pasar y ando pesadamente hasta el salón, me arrojo contra el sillón y hago el enorme esfuerzo de no volver a dormirme. —¿Y bien? Dime que no era nadie importante. —¿Por quién me tomas? Era un cualquiera, dudo que le echen de menos. Quizás en el gimnasio… –Enrique sonríe ante mi perezosa ocurrencia. —Esto te servirá durante una semana, pero ten en cuenta que ya no puedes aguantar tanto como antes, la semana que viene tendrás que volver a comer porque si no… —¡Vale! —le corto, no soy capaz de asimilar nada en este momento–. Me lo has explicado una docena de veces, cálmate, lo estoy haciendo, ¿no? —Sólo me preocupo por ti. —Se acerca y me acaricia la mejilla. —Además si no encuentro a nadie, me sirves tú —bromeo. —Muy graciosa. Antes de llegar a eso tengo varios candidatos que no me importaría que me quitaras de en medio. —¡Oh! Pero seguro que todos ellos tienen familia y trabajo donde notarían su ausencia enseguida, ¿es que no has aprendido nada? —le imito, es lo que siempre me dice. —Buena chica. Entiende que acabas de mutar y tengo que ser así de pesado, tu raza se extingue, Cam. —No me presiones. Anda déjame dormir. —Está bien, cuídate ¿vale? Vendré a finales de semana para saber si tienes… víveres a la vista. —Sonrío y asiento, mientras él se aleja. De lejos oigo la puerta. O no, porque vuelvo a sumirme en un profundo sueño. III Tiene que pasar una semana para que pueda salir de casa con mi aspecto habitual sin

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CRIS MIGUEL que parezca una ballena. He tardado más de lo normal en hacer la digestión, con lo cual mi cuerpo no necesita otra ingesta inmediata. Lo noto, lo sé, por mucho que diga Enrique. Aún así necesito cubrirme las espaldas. Quedo con Amanda, una compañera, su queridísimo novio se va a traer unos cuantos amigos. En definitiva, un plan de esos horribles de juntar grupos que no se tienen por qué caer bien y sólo dos personas se esfuerzan porque así sea. Yo no pierdo nada, y como me ha dicho Enrique, tengo que aparentar llevar la vida más normal posible. Y eso intento. El tiempo permite que nos sentemos en una terraza, me coloco entre dos chicos, no les conozco de nada, pero fuera de la influencia de Amanda podré desplegar todos mis encantos. Empiezo… —¿Cómo os llamabais? —Supersonrisa y leve inclinación de cabeza. —Yo soy Rick —dice el de mi izquierda–, él es Paul. —Encantada. —Le toco la pierna a Rick, si ha contestado él es que está más predispuesto–. Yo soy Cameron pero vamos… todos me llaman Cam. —Me muerdo el labio. La tarde da paso a la noche enseguida, o al menos eso me parece. Sin proponérmelo, Rick me está acompañando a casa dando un relajado paseo. —Estás muy callada —me dice inclinando su hombro contra el mío. —¿Si? —Arqueo una ceja y le miro a los ojos, tiene una mirada penetrante–. Es que ya te lo he dicho todo. —Sonrío de medio lado agachando la cabeza. —Pues que pronto te quedas sin palabras… —Es que soy una mujer de acción. —Los pulsos verbales siempre se me han dado bien. —¿Ah, si? Está bien saberlo. —Esta es mi casa —digo señalando el portal y subiendo el escalón. —Oh, sí que estaba cerca —dice con un cierto deje triste en su voz. —Te lo he dicho. —Le doy un golpecito cariñoso en el pecho–. Gracias por acompañarme. —Un placer, espero verte más veces. —Sus

ojos me atrapan, no… —Seguro que sí —consigo decir–. Adios Rick. —Pasa buena noche Cam. En el ascensor apoyo mi cabeza en la pared, pero qué coño… Le tenía a tiro, ¿por qué no…? Supongo que me daba pena, es un chico muy majo. Mejor no volver a verle, desde luego. Me vibra el móvil: “Soy Rick, le he pedido tu número a Amanda, espero que no te importe. Me ha encantado conocerte”. Sonrío, un momento… ¡Sonrío! Genial… “No me ha dado tiempo a echarte de menos, para mí está claro que también ha sido un placer conocerte”. Le doy a enviar. Me tapo la cara con las manos, mejor me alejo del teléfono. Me meto en la cama con una ansiedad que hace mucho que no sentía, pensando únicamente en esos ojos grises. IV Me despierto sobresaltada, todavía no ha amanecido pero tengo un calor que no puedo aguantar y… hambre. ¡Mierda! Va a tener razón Enrique, joder. Miro el móvil, puta lucecita roja, las 6:27, ¿por qué estoy despierta? Seré subnormal. Voy a la cocina y me preparo un café. Cada vez me sacia menos la comida normal, pero algo tendré que llevarme a la boca a falta de un hombre… Es cruel hasta pensarlo. Rara vez me dan bajones por mi naturaleza, pero es que esta es la primera que tengo tanta ansiedad, ni el otro día antes de comerme a… ¡ni el otro día! Para evitar un terrible ataque de “Soy mi propio monstruo” me pongo la tele mientras desayuno algo. Me debo de quedar dormida en el sillón porque el teléfono me sobresalta. —Diga —contesto sin siquiera fijarme en el número. —Cam, ¿estás bien? —Joder Enrique… tienes el don de la oportunidad… —¿Te has alimentado?

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MANTIDAE —No. —Bostezo. —Tienes que hacerlo —dice tajantemente. —Lo sé, estoy en ello. —De acuerdo. —Oye, ¿hay una forma de no hincharme tanto? —le pregunto, me niego a salir de casa como si fuera un globo gigante. —Lo único que se me ocurre es que… lo desmiembres, pero aun así no las tengo todas conmigo, puede que no te haga el mismo efecto. —Tengo que probarlo, no puedo estar encerrada en casa y salir un día para volver a cazar y encerrarme de nuevo, ¿cómo lo hacen los demás? —Esto es sólo hasta que estabilices tu organismo, cuando termines el cambio no necesitarás comer tanto, será más periódico y más estable. Pero ahora… con el torbellino hormonal tienes que respetar tus necesidades. —Es una mierda —me quejo amargamente. —Es sólo una etapa, pasará, cuando te conviertas en una mantis adulta puede que sólo necesites alimentarte una vez al mes. —¿Y cuándo pasará eso? —pregunto viendo un rayito de luz a mi patética existencia. —En cada ser es diferente, sois pocos, la muestra no es significativa… No puedo decirte nada… –Suena visiblemente afectado. —Lo sé, demasiado haces. Gracias. —¿Me acabas de dar las gracias? —bromea al otro lado de la línea–. ¿Seguro que estás bien? —Idiota. —Cuelgo. Termino de darme el colorete y me miro en el espejo de arriba abajo. Estoy espectacular, está mal que lo piense yo, pero no deja de ser cierto. Mi ansiedad ha ido en aumento durante todo el día, así que he decidido salir a buscar algo que llevarme a la boca. El vestido deja poco a la imaginación, transmite el mensaje a la perfección, quiero guerra. El ruido del local me atruena los oídos. El

suelo está pegajoso, demasiado sucio para los tacones que llevo. Odio estos sitios. Son más de las dos de la madrugada, la hora perfecta para cazar a un pobre inútil que se haya pasado con el alcohol. Me acerco a la barra y me pido un ron con Coca–Cola. No sé por qué, pero las bebidas oscuras en manos de una mujer les llama la atención. No es que necesite pluses, pero si me facilita la misión, mejor. Pido una pajita al camarero guiñándole un ojo, eso tampoco falla. Labios perfectos, mirada distraída, cara de “la noche podría ser mejor” y a esperar. —Hola preciosa. —Premio. —Hola. —Muerdo fingiendo nerviosismo la pajita. —¿Te lo pasas bien? —pregunta el tipo. —Bueno… Estoy esperando a mi amiga que se ha ido con Jack y todavía no ha vuelto… –Simulo fastidio. —Oh, qué pena. ¿Puedo hacerte más llevadera la espera? —Arqueo la ceja. —Eso depende… ¿Podemos ir fuera, que estoy harta de tanto ruido? –Jugueteo con mi pelo. —Claro, lo que tu quieras. Me apoyo en la pared fuera del local, miro el reloj. Quince minutos he tardado, tengo que apuntarlo en algún sitio. ¿Me darían un logro? Finjo impaciencia, no es que haga falta, pero esto es muy aburrido si no interpreto un papel. —¿Vienes mucho por aquí? —me pregunta para romper el hielo. —Hay pocas frases tan manidas como esa —bromeo. —Perdone usted, preciosa. —Me inclino levemente hacia él, quiero que capte todo mi olor. —Yo creo… –Vuelvo a mirar el reloj–. Creo que me voy a casa, no la voy a esperar. ¿Puedes acercarme? —Soltando el cebo. —Claro que sí, no te preocupes. Me subo en el coche y cojo el móvil, para aparentar que escribo a alguien. Tengo un mensaje: “Esta noche está siendo un rollo comparada con la de ayer, por qué será…”.

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CRIS MIGUEL Rick. Siento un pinchazo en el estómago, como si me molestara mentirle. Dejo eso a un lado, aparcado y bien guardado en un rincón de mi minúscula conciencia y le contesto: “Ah, si? Y eso que no te has divertido conmigo de verdad”. Guardo el móvil, no quiero distracciones. —Le estaba diciendo a Paula que me iba a casa, por si acaso vuelven… –le explico como si debiera excusarme con él. —Claro. Seguro que se lo está pasando en grande y se le ha olvidado avisarte. —Me pone la mano en la pierna, sujetando el volante sólo con la izquierda. —Sí, no sería la primera vez… –me quejo y apoyo mi mano encima de la de él. Si le toco, le creo necesidad de mí, no falla–. Aparca aquí mismo, es ese portal. —De acuerdo. —Apaga el motor y se gira hacia mí. —Gracias por traerme, ¿quieres subir? — Me pongo el pelo detrás de la oreja. —Sólo si quieres. —Alzo las cejas con sorpresa y me bajo del coche esperando a que me siga. Cierro la puerta de mi piso encendiendo la luz del hall y la del salón. Suelto las llaves y el bolso en la mesa y me giro a mirarle. El tipo no está mal, no es modelo pero tiene su encanto, como si necesitara que fueran guapos… Prefiero no pensarlo más, no puedo hacer otra cosa. Me acerco sinuosamente a él y le doy un casto beso en los labios. Antes de que pueda cogerme, buscando más, me aparto y le hago señas para que me siga al dormitorio. Le beso apasionadamente abriéndome paso con mi lengua por su boca. Sabe a whisky y a tabaco. Le tiro sobre la cama y me pongo encima de él, a horcajadas. Tienen que verme, sentir mi halo. Por sus ojos sé que la combinación le está resultando embriagadora. Me agarra las caderas y la cintura, se está descontrolando. Sonrío. ¿Puede ser más fácil? V Me muevo pesadamente en la cama. Tengo

que deshacerme de su coche y su ropa, pero casi no puedo moverme, así que decido llamar a Enrique. Para eso está. Me incorporo ayudándome de la pared y del mobiliario que encuentro, y voy al salón a buscar el teléfono. Vaya mierda, como odio estar así. Tengo un mensaje: “Estoy deseando que me enseñes qué es divertirse de verdad”. Rick, de ayer por la noche. Imperceptiblemente, elevo la comisura de la boca. Agito la cabeza para alejar esos pensamientos y pulso el botón de llamada. —Hola, ¿qué tal? —Me siento en el sillón. No me sostengo en pie, soy una morsa. —Bien, ¿y tú? ¿Te has alimentado? —Sí, de eso quería hablarte. Hay un coche al lado del portal que es de mi cena. ¿Puedes encargarte de él? —¿Tienes las llaves? —¿Crees que me como hasta su cartera? — le reprocho, indignada. —No sé, perdona… —Tu ven y punto. Adiós. —En cuanto pueda me paso, cuídate. No han pasado dos horas y ya está delante de mi puerta. Como sabía que no iba a tardar demasiado, dejé el intento de volver a la cama para otro momento y me quedé en el sillón contemplando el maravillo misterio del papel de pared. Le doy todas las pertenencias del tipo y se va tan rápido como ha venido, dándome un beso en la frente. Es domingo, son las once y media. Voy a dormir todo el día. Abro los ojos, la luz todavía es capaz de colarse por la persiana. Cojo el móvil para mirar la hora: las ocho y media y dos mensajes. “Tía, vente! Hemos quedado a las diez en la pizzería esa tan barata de al lado de mi casa. Rick no para de preguntar por ti. Muak.”. Amanda y su afán por emparejar a todos los que la rodean. “Te estás haciendo la difícil o realmente no te intereso en absoluto? Te voy a ver en la cena?”. Rick. Sin saber muy bien por qué, me

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MANTIDAE hace sonreír, y me levanto para contemplarme en el espejo. Ufff… se me nota un montón, por muy ancho que me ponga el vestido parezco una embarazada a punto de echarlo, necesito mínimo ocho horas más. Me enfado con mi naturaleza de manera proporcional a las ganas que tengo de ir a esa puta cena. Joder. “Esta noche mejor me quedo en casa, no estoy muy bien del estómago. Realmente pensabas que iba a ser tan fácil?”, le contesto. A continuación me excuso también con Amanda. Me aseo y me siento en el sillón, para evitar lamentarme de lo patética que es mi vida me pongo los capítulos que me quedan de una serie. Suspiro. Tampoco estaba tan bueno. Desconecto el disco duro. Voy a la cocina me tomo un vaso de agua y apago las luces. Suena el timbre y mecánicamente miro el reloj. La una menos diez. Frunzo el ceño y voy a contestar al automático. —Soy yo, quería ver como estabas. Abro los ojos como platos. Corro al baño para ponerme un albornoz, lo más grande que tengo para cubrirme bien las formas. Da unos golpecitos en la puerta y abro. —Rick, ¿qué haces aquí? —Le doy dos besos y me hago a un lado para dejarle pasar. —No sabía si estarías despierta, quería probar suerte. —Sonrío abrazándome instintivamente a mí misma–. ¿Cómo estás? —Regular, un poco hinchada, ¿te suena? — bromeo, es lo mejor para distraer–. Ven, siéntate. ¿Quieres tomar algo? —No… –Me quedo pegada a su mirada. Nos sentamos en el sillón, juntos, pero sin llegarnos a tocar. —Bueno, ¿qué tal la cena, lo habéis pasado bien? —rompo el hielo, me sudan las manos, estoy nerviosa. ¿Yo nerviosa? —Pues bien, tranquila, ya sabes cómo son. Éramos más o menos los de antes de ayer, salvo por un pequeño detalle. —Arqueo la ceja–. Faltabas tú. —¿Ah, sí? ¿Has notado mi ausencia? —Me

coge de la mano que está reposando en mi rodilla. —Claro que sí, y no entiendo por qué. ¿Tú tienes alguna idea? —Sonrío. —No, estoy perdida… –Me muerdo el labio. Siento como si hubiese coqueteado con él siempre, así que cuando inclina su cabeza hacia mis labios, cubro inmediatamente la distancia que nos separa agarrándole del cuello. Su barba me raspa la barbilla, que contrarresta con la suavidad de su lengua moviéndose pausadamente al compás de la mía. Le suelto poco a poco, me muerdo el labio y le miro. Profundizo en esos ojos y no puedo evitar besarle otra vez. Si esto se parece al efecto que les causo yo, no me extraña que sea tan fácil. ¿Estará conmigo porque tampoco se puede resistir? Me separo y agacho la cabeza. Me sujeta el mentón con su mano, para que vuelva a mirarle. —Me voy, porque estas malita, pero espero que quedes conmigo de verdad. —Me da un casto beso en la mejilla, se levanta y sale por la puerta. No sé cuánto tiempo me quedo sentada en el sillón, no sé realmente si estoy pensando algo lúcido, no sé si algo tiene sentido; pero, desmarcándome de la magia y la felicidad del momento, siento un agujero en el estómago. Tengo miedo. VI —¡Cameron, por fin! ¿Dónde coño has estado, por qué no contestabas? —Enrique me grita al otro lado del teléfono. —No he parado ni un momento… –me excuso malamente. —¿Cómo que no has parado? ¿Te has alimentado? ¿Estás bien? —Enrique habla frenéticamente. —No, pero aún no tengo demasiada hambre… –Cosa que es sólo medio cierta. —¡Llevas más de una semana! —Está tan alterado que le sale un gallito–. No me puedo creer que no tengas hambre, mis estudios no pueden estar tan equivocados… —Pues a lo mejor sí —miento–. Cuando no

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CRIS MIGUEL pueda aguantarlo lo haré, no te preocupes. —Claro que me preocupo. ¿Qué has estado haciendo? —Bueno… –Dudo, realmente no es mi padre y no tengo por qué darle explicaciones–. He estado… estoy saliendo con un chico. —¿Un chico? ¿Un novio? Cameron, ¿estás loca? —¡Joder! No he podido resistirme, es tan… —Pero, ¿te estás escuchando? ¿Cómo vas a ocultar…? —se interrumpe alarmado–. ¿Te has acostado con él? —Aún no… —Cameron, no lo hagas, todavía no estás preparada, eres una cría, puedes hacerle daño… ¡puedes matarle! —¿Crees que no lo sé? ¿Por qué te crees que no lo he hecho? —le grito–. Tengo miedo… pero me gusta, no quiero dejarle… —De momento aliméntate —dice derrotado. —No, aún… —Cameron, no le vas a engañar si es eso lo que te preocupa. Es tu naturaleza, si no te alimentas, él… –Oigo como traga saliva–. Le harás daño… —¡No! Puedo controlarlo. Cuelgo, por eso no le había cogido el teléfono en diez días. Que te suelten tus miedos sin miramientos no sienta especialmente bien. Una parte de mí… Está bien. Sé que Enrique tiene razón, pero nunca había estado tan… no quiero hacerle daño y no quiero ir a cazar. Es mentirle, no puedo. Vuelve a sonar el teléfono. Es Enrique de nuevo. —Cam, quiero verte. Sabes que sólo me preocupo por ti, ¿por qué no me lo presentas? ¿Quedamos a tomar una cerveza esta noche? —Hmm… No sé. Bueno, vale, está bien. —Me pilla tan por sorpresa que sólo puedo decir que sí. Rick llega pronto a mi casa, me abraza y pega su boca a mi cuello, erizándome todo el vello de mi cuerpo. —Estás preciosa —me susurra, yo me derrito en ese instante y me pierdo unos segun-

dos en su aroma. —Estate quieto que tenemos que irnos — digo de manera juguetona, intentando frenar sus manos. —Tranquila, no te voy a desnudar. —Se me acelera tanto el corazón que le doy un golpe en el pecho empujándole hacia atrás. —Que sosa eres… –dice con media sonrisa. Le fulmino con la mirada, pero es que no me veo preparada para… no creo que sea capaz de contenerme. Nos sentamos en una mesa al lado de la ventana. Enrique y Rick congenian al instante. En el fondo me gusta que se lleven bien, porque Enrique es como un tutor, un padre para mí. Rick apura su vaso y se levanta para ir al baño. —¿Qué te parece? —le pregunto sintiéndome una portera. —Es un tío majo, Cam… pero te veo muy enganchada. Si quieres continuar con esto tienes que tener la cabeza despejada para controlarte, no te puedes desatar. —Lo sé… –Le acaricio el brazo para que no se preocupe–. Voy a ir despacio, tú tranquilo. Pedimos tres rondas más y se nos hace más tarde de lo debido para un día laborable. Enrique se despide de nosotros en la puerta y tomamos direcciones opuestas. Le cojo la mano, me siento un poco mareada como si mi cerebro navegara a la deriva en el mar de cerveza que he bebido. Abro la puerta de casa con Rick pegado a mi espalda. —¿Te lo has pasado bien? —le pregunto agarrándome a su cuello. —No tanto como tú, por lo que veo. —Sonrío y le beso. Enfoco la vista, pero su mirada me turba mucho más que el alcohol. Me muerde el labio y enredo mi lengua con la suya. Realmente no sé cómo hemos llegado, pero me acaba de tirar en la cama sin despegar su boca de la mía. —No… –La lucidez lucha por abrirse paso– . Es muy pronto…

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MANTIDAE —Ssshh… —Me pone su dedo índice en los labios—. Relájate. Mis miedos están a flor de piel, tengo hambre, mucha. Intento resarcirla con besos y espero, en lo más profundo de mí, que el sexo sea suficiente. Me coge la cara entre sus manos. —Relájate, Cam. —Me siento culpable por parecer inexperta como si yo… Le miro, arqueo una ceja y hago que giremos para quedarme encima de él. Despliego toda mi sensualidad, me quito el vestido y me muerdo la lengua. —¿Te sigo pareciendo nerviosa? —Sonrío y él me atrae hacia sí. Me revuelve el pelo con sus manos y nos fundimos, tanto en nuestra boca como en nuestro cuerpo. Mi ansiedad va en aumento, la acallo y me concentro en desabrocharle la camisa y los pantalones. Aspiro su olor, y el efecto es embriagador. Me incorporo acariciándole el pecho, dando rienda suelta a mis manos hasta que llego a sus bóxer, de los cuales me deshago sin concesiones. Él se sienta frente a mí y libera mis pechos, se recrea en ellos varios minutos y el calor que siento es incomparable e insufrible. Le beso el cuello y recorro su oreja izquierda con mi lengua. —Te quiero dentro de mí, ¡ya! —le susurro. Mis palabras son como un resorte y me tumba debajo de él. Mi respiración se acelera y me olvido por unos segundos de coger aire cuando se introduce en mi interior. No puedo. Tengo muchísima hambre. Me agarro a su espalda para sujetarme de sus arremetidas. Desprendemos intensidad, deseo. Nos desborda el anhelo reprimido, pero ahora da igual, nos fundimos y no había sido nunca tan dulce, tan… —¿Rick? —Por algún motivo se ha detenido–. ¿Rick? —Me asusto y le agito y… No se mueve, está paralizado. Ahogo un grito y salgo de debajo de él, pero qué… Las lágrimas corren libres por mis mejillas y me olvido de parpadear. El hambre se me va de golpe y sólo deja… desolación. Le examino, aunque no dejo de temblar.

Veo que tiene la marca de mis uñas en la espalda y que tienen mal aspecto… Me levanto corriendo a por el móvil. —¡Enrique! —sollozo–. He hecho algo horrible, he… —Cam, ¿qué ocurre? —Es Rick, lo he matado… –Me froto la cara. —¿Qué? ¿Te lo has…? —¡No! —grito. —¿Entonces? Le explico a duras penas lo que creo que ha pasado y me cuelga para venir a encontrarse conmigo aquí. Nunca me he sentido tan culpable, tan irresponsable… le he matado y sabía que podía ocurrir. *** —Cam. —Enrique utiliza su llave, que la tiene sólo para emergencias. Al fin y al cabo, ésta lo es. Entra en el piso y vuelve a llamarla, pero el silencio es el único que responde. —Cam, ¿dónde estás? Puede que tenga solución y no esté… La puerta del baño está entreabierta, Enrique siente un peso en el estómago. Algo va mal. La abre lentamente y la imagen le rompe el alma. Cam está en la bañera, sumergida, con los ojos abiertos, sin vida. Movido por la impotencia la incorpora y la abraza. No respira, no hay nada que hacer. —¿Qué ha pasado? —Una voz le sobresalta y hace que el corazón le dé una voltereta. —¿Rick? Oh, Dios mío… –Enrique abraza más fuerte a Cam. —¿Qué ha pasado? ¿Está…? —Rick está en la puerta del baño, en estado de shock. Enrique asiente. Cam ha acabado con su vida antes de que él llegara para decir que quizás Rick sólo estaba paralizado, que era un mecanismo de las mantis, pero que no sabía bien su funcionamiento. Ahora ya era tarde, la había perdido, no había sabido cuidar de ella… ¿Cuántas pérdidas más será capaz de soportar?

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ANA GASULL

LA GUERRERA V DE LOS SUEÑOS II por Ana Gasull

Ahora que ya sabe dónde está, Aurora debe buscar la forma de regresar a su casa y recobrar la conciencia, pero un peligro acecha la ciudad. Un peligro que podría costarle la vida… y la libertad.

uestra historia es triste —sentenció Dahlia mientras volvía a llenarle la taza con té de hierbas dulces—, pero no es vuestro final. —No, desde luego que no. No estoy muerta, sólo he caído en un profundo sueño que me he trasportado hasta aquí y, además, he perdido toda mi magia. Dalia negó con la cabeza con gesto preocupado, sin detectar el sarcasmo. —No creo que sea eso lo que ha ocurrido. Aurora se relamió los labios y cogió la taza que la muchacha le ofrecía. —¿Qué quieres decir? —Aunque en el mismo océano, vuestro reino y este forman parte de dimensiones diferentes y, por ende, tiene efectos secundarios en vuestro cuerpo. Además, aquí la magia es mucho más primitiva, no parece estar tan avanzada como la vuestra. Dígame, Princesa, ¿tenéis magos y brujos en vuestra tierra? —Claro que sí, ¿aquí no hay? Dahlia negó y le entregó un trozo de pan con mantequilla. —¿No queréis leche con vuestro té, Princesa? —Por favor —respondió mientras le acercaba la taza con delicadeza—, pero no me llaméis Princesa en este reino desconocido, podría ser peligroso. —Está bien, podéis ser mi prima, la pequeña dama Aurora. —Me parece bien, prima Dahlia. Pero debes ayudarme a regresar a casa, aunque quede atrapada en mi cuerpo en un sueño eterno del que sólo un beso podrá despertarme. —¿Un beso? —Así es —afirmó Aurora con una sonrisa triste en los labios—; un beso de amor verdadero. Ésa es la maldición de Maléfica, el hada maligna que me impuso esta condena de bebé. Dahlia no supo qué hacer. —Tal vez… tal vez estés aquí por alguna razón. —¿Cómo? —Puede que el destino te tenga reservado algo en este lugar, en este reino. Los dioses tienen una forma extraña de actuar: tal vez tanto

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LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS II los tuyos como los míos se hayan puesto de acuerdo para mandarte aquí. Aurora se apartó el pelo de la cara con una mano muy delicadamente, con el rostro mostrando una expresión incierta. No las tenía todas. —¿Estás segura? —Vayamos a ver a un experto. —¿Un experto? ¿Un experto en qué? Dahlia se levantó de golpe y arrastró a Aurora consigo. Una gota de té le resbaló de los labios a la barbilla y le humedeció la piel. Dahlia, con una sonrisa amable, le pasó los dedos por el mentón y limpió el líquido resbaladizo. —Vamos, Princesa, te llevaré ante nuestro sabio. —¿Aquí también gozáis de los favores y la sabiduría de un sabio? ¿Y todo lo sabe? ¿Vive en las montañas o en el desierto? Dahlia rió ante sus preguntas atolondradas. Tenía la voz bonita, suave, como la música de las flores de campanilla, más propia de una sirena en sus dominios que de una costurera. Aurora entrelazó los dedos con los suyos y se sintió inmediatamente reconfortada en ese extraño mundo, desconocido y hostil hacia ella. Ese reino, en esa nueva dimensión, le había arrebatado la magia, la fuente de su poder, su seguridad: de ella dependía su fuerza y era eso lo que le daba la ventaja en los combates. Y, además, era el símbolo de su linaje. En Ímila era común la magia y los pocos que carecían de ella, seguían teniendo características o dones especiales, aun podían hacer pociones y brebajes o se centraban en leer las cartas; pero en la familia real, la magia brotaba con más fuerza, estaba mucho más presente en sus vidas, los hacía mucho más poderosos que al resto de mortales. Por eso gobernaban, juraban protección y felicidad al pueblo hasta el día en el que el poder los abandonase o ya no fueran aptos. Y ese día había llegado, porque la única heredera al trono lo había perdido. ¿Y qué ocurriría si eso resultaba ser para siempre, si no lograba irse de ahí, si nadie le daba un beso

de amor verdadero y no despertaba? Sus mayores temores empezaban a materializarse ante sus ojos, abriéndose paso en su mente, haciéndose un hueco en su subconsciente. Las calles de Amel parecían estar siempre abarrotadas y tuvo que agarrarse a su acompañante para no dejarse llevar por el flujo de personas que las rodeaban y las empujaban de un lado a otro. Dahlia era buena y simpática, y la entretuvo con su parloteo durante todo el camino, aunque muchas veces se abstrajo con lo que veía a su alrededor y la dejó hablando sola. Jamás había salido de Ímila y todo lo que veía era nuevo y extraño. Amel era una ciudad tosca y sucia en comparación con su tierra natal, donde todo era delicado y hermoso, donde la belleza era primordial en las vidas de las personas; pero Amel estaba construida sobre piedra y tierra, conocía las heladas de invierno y el calor sofocante de verano. Y, en esos momentos, el sol brillaba encendido en el firmamento, marcando el ritmo cansado de sus pasos y la rapidez con la que las gotas de sudor le caían por la frente. Su vestido había sido substituido por uno más sencillo, más apagado y no tan delicado; la seda, que habría sido una ayuda bajo ese calor sofocante, había dado paso a un material un poco más grueso, que la asfixiaba. Dahlia lo había llamado algodón y ella, acostumbrada a la delicadeza de las sedas y a una primavera eterna, no había pensado que llegaría a molestarla tanto. Incluso su ropa de combate era más ligera y diseñada de forma que le resultara cómoda y fresca. —Esa es la casa de Alej, el Sabio. Dahlia señalaba un edificio alto, una torre circular con una aguja plateada en la cima. En Ímila había una parecida, dorada como los rayos del sol, sobre un acantilado, donde vivía su sabio. —Tal vez no nos reciba —dudó Aurora. Dahlia le estrechó la mano con suavidad y tiró de ella para que siguiera andando. —No te preocupes por eso, nos recibirá. Respecto a tu pregunta anterior, como pue-

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ANA GASULL des ver, vive en la ciudad, con los otros habitantes, pero en una casa un poco más lujosa. Aunque sólo vive allí porque es lo suficientemente grande como para albergar todos sus libros y otros cachivaches. La puerta estaba cerrada a cal y canto, pero Dahlia no parecía preocupada. Cuando su sabio cerraba la puerta, Aurora sabía que no debía molestarlo, porque se encontraba enfrascado en alguno de sus proyectos. A veces lo molestaba igual, sólo por el placer de verlo ponerse rojo como una grana y perder los nervios, pero muy de vez en cuando. Dahlia agarró una cuerda y la sacudió con fuerza. La enorme campana de bronce, grande como una cabeza de toro, repiqueteó con energía y resonó a través de todas las paredes. La puerta tardó unos segundos en abrirse, entraron por la pequeña rendija que se hizo y la cerraron tras de sí. En el rellano había una chiquilla joven, de no más de seis años, que las esperaba con una reverencia preparada y una bienvenida en los labios. —Kara, pequeña, llévanos ante Alej. —El señor Alej está en su estudio, mi hermano ha ido a avisarle de que tiene visita, seguidme. Los ojos le picaban por los humos que corrían por la casa, con extraños olores especiados algunos, otros con fragancias de animales muertos y líquidos sin nombre. Kara caminaba dando saltitos, como si sus pies desearan ponerse a bailar en cualquier momento. Los guió por pasillos ascendentes por el centro de la torre, donde no había escaleras, y pasaron puertas de roble barnizadas recientemente y arcos que daban a más pasillos, engullidos por la oscuridad. Alej, el Sabio, los esperaba en lo alto de la subida, ataviado con una túnica del mismo celeste desvaído que el de sus ojos. Aurora se inclinó a sus pies y le besó el anillo, que indicaba su rango y la orden a la que pertenecía. Sus labios tocaron la piedra fría, el jade pulido en las montañas del Lejano Continente, más allá de donde se encontraban Ímila y otros muchos reinos. Alej le

colocó las manos en los hombros y la ayudó a levantarse. —No te he visto jamás en Amel y conozco a cada uno de sus habitantes. —Es mi amiga, Aurora. —Aurora… —Princesa de Ímila —aclaró ella cuando vio el reconocimiento en sus ojos viejos y cansados—, única heredera al trono, descendiente de los reyes de la primavera y las princesas del mar de los delfines. Pupila de otro de vuestros hermanos de la orden. —Sí, sí, ya sabía quien eras, niña. ¿Qué haces aquí, tan lejos de tu reino y tu palacio de cristal? ¿Dónde están tu escolta y tus doncellas? ¿Y tus padres? ¿Por qué el rey no ha preparado un gran festín para vosotros? ¿Y qué haces viva, aun, si hace poco fue tu decimosexto cumpleaños? Juraría que deberías estar muerta, ¿no es así, chica? —Muerta no —siseó, ofendida por su tono despectivo y la burla en sus ojos—: sólo dormida. Alej suspiró y se dio la vuelta hacia una puerta entreabierta. Dentro, una sala circular, como toda la torre, daba a la ciudad con vistas al castillo y a su muralla. El estudio había sido llenado por objetos de valor sólo para un intelectual, con estanterías repletas de libros más viejos que los reinos y sus primeros reyes, y en el centro se había colocado un escritorio con una silla de patas altas y delgadas. A duras penas cabía el dueño por sí solo, pero fue una verdadera proeza cuando entraron los tres. —Muerta, dormida… ¿Qué más da? La única diferencia es que aun se respira. Pero no te veo muy dormida. —Lo estoy. En teoría. Maléfica me engañó y me pinché con una cosa de esas para hilar. —Un huso —aclaró el sabio. —Sí, eso. —Maestro —interrumpió Dahlia, acercándose más a él y tomándole las manos—, por favor, debe ayudarla a regresar. Creemos que, por alguna razón, su mente ha creado a un yo paralelo y la ha mandado aquí, mien-

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LA GUERRERA DE LOS SUEÑOS II tras su cuerpo original se ha quedado en Ímila, dormida, aguardando… —Un beso de amor verdadero —escupió—. Un beso. A las hadas madrinas les encantan estas cosas y a la más jovencita, todavía más. Como si antes de los dieciséis pudiera conocer el amor verdadero. Estaban locas. Te pudrirás aquí, niña. A no ser que encuentres el amor verdadero aquí, pero dudo que eso funcione si este no es tu cuerpo original. —Maestro… Suspiró; parecía cansado, como si llevara mucho tiempo soportando una carga que no le correspondía. —Está bien, buscaré qué se puede hacer, pero no os hagáis ilusiones. Sin embargo… Se detuvo, inseguro, y se acercó a una pequeña ventana apartando de su camino todos sus trastos. —¿Lo habéis oído? —preguntó, con el ceño fruncido. Se acercaron a él mientras abría la ventana, y de repente les llegó el ruido de las campanas de las murallas y el castillo, como un centenar de aullidos de lobos en la noche. Más allá, el acero chocaba contra el acero y los chillidos se propagaban como lo había hecho la peste anteriormente. La carne se le puso de gallina y ella y Dahlia se agarraron de las manos. —Maestro, ¿qué ocurre? Una de las paredes estalló en mil pedazos y se abrió un boquete, grande como la cabeza de un bebé. Se apartaron justo a tiempo, antes de que una bala de cañón les abriera la cabeza a todos. —¿A ti qué te parece, niña? —le graznó, cerrando de nuevo la ventana de un golpe—. Seguidme. No tuvieron tiempo de cuestionarlo, pues el maestro se precipitó detrás del escritorio y abrió una trampilla que había debajo. Dentro, la oscuridad era absoluta, pero él la iluminó con una de las antorchas que había encendidas por el estudio, pues la pequeña ventana no dejaba pasar mucha luz. Cogió a Dahlia de la muñeca sin delicadeza

alguna y la empujó hacia el agujero y oyeron su grito mientras desaparecía en la oscuridad. —¡Los niños! —exclamó Dahlia, desde la oscuridad. —Saben lo que deben hacer. Fue su turno después, y sintió los dedos huesudos del Maestro en su muñeca, ejerciendo una presión inaudita para alguien de su edad. El suelo abandonó sus pies cuando él la empujó y se vio cayendo al vacío, a través del agujero de la trampilla y hacia un suelo cercano, duro y frío. Al caer, tuvo que rodar rápidamente hacia un lado, pues temía que Alej le cayera encima, pero vio como el hombre bajaba tranquilamente por una escalerilla clavada a la pared, antorcha en mano, y cerraba la trampilla. La llama les iluminó los rostros y los alrededores, y él se colocó delante para guiarlas. —¿Qué está pasando? —preguntó Aurora, agarrando a Dahlia del brazo para ayudarla a mantener el equilibrio sobre el suelo desnivelado. —La ciudad es atacada. —No sabía que estuvierais en guerra. —No lo estamos —aclaró el sabio, pero no dijo nada más. Aurora miró a Dahlia en busca de alguna respuesta más elocuente, pero ella simplemente se encogió de hombros y siguió caminando. Tenía el labio superior empapado en sudor. El suelo y las paredes de piedra estaban fríos, pero el aire era caliente y húmedo, estancado en el interior de la tierra, y se enrollaba a su alrededor como serpientes de vapor. El sudor les corría por los miembros en ríos de plata y lava cuando la luz de la antorcha lo alcanzaba, pero se convertía en aire al poco rato. Más adelante vieron una luz, pero los portadores de esa antorcha los habían visto antes y deshicieron sus pasos. Habían aparecido de uno de los otros túneles anexados, como una exhalación, y se acercaron a ellos con la misma rapidez.

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ANA GASULL —¡Maestro! Un pequeño bulto se enredó entre los pliegues de su túnica y sus piernas. —Kara —dijo él, dulcificando el tono que hasta entonces había estado utilizando con Aurora—, te dije que en caso de peligro, huyerais sin mirar atrás. —Pero sabíamos que erais vos, Maestro, lo sabíamos. —No, no lo sabíais. Pero será mejor que nos demos prisa. ¿Y tu hermano? —Estoy aquí, Maestro —dijo una vocecita no mucho mayor que Kara. De las tinieblas salió un chiquillo parecido a Kara, pero más alto, que hizo una reverencia educada y elegante y tomó la antorcha de manos de la niña. —Bien, vamos. Desde la superficie les llegaban los horrores que la gente sufría; gritos de auxilio y de dolor, gruñidos feroces que les ponía la piel de gallina, los aceros chocando entre sí, los moribundos y los caídos pidiendo misericordia, el llanto de los niños y los bebés asustados… Kara y su hermano tenían el miedo escrito en el rostro, pero ni una lágrima se había escapado aun de sus ojos. —Ya falta poco —anunció Alej, con la manita de Kara entre la suya—. Doblemos por aquí. En ese tramo, la pendiente era pronunciada y peligrosa, y terminaron subiendo a cuatro gatas, ayudándose de las manos para poder trepar. El peligro residía en las piedras que se soltaban mientras se agarraban a ellas para poder auparse, pues podían desprenderse en cualquier momento y hacerlos rodar hacia abajo. El hermano mayor de Kara fue el primero en llegar a la cima y se estiró boca abajo para poder ayudar a su hermana a trepar. Entre Dahlia y Aurora echaron una mano al Maestro, que se debatía con un tramo especialmente empinado, y lo empujaron hacia arriba mientras los dos niños lo agarraban de la parte de atrás de la túnica.

Finalmente, al llegar, Alej empujó con todas sus fuerzas hacia arriba y una trampilla como la de su estudio se abrió con dificultad. La luz del sol, abrasante, les besó los párpados y las pupilas, y salieron como pudieron, arrastrándose por el suelo y manchándose las ropas con la hierba y la tierra. Unos cuantos hombres y mujeres los ayudaron a salir y se aseguraron de que no estuvieran heridos. —Linka —exclamó un hombre de mediana edad, con una barra de pan en las manos que repartió entre los niños que se agolpaban a su alrededor—. Linka y sus bárbaros han atacado la ciudad y se apoderan de ella. El Rey ha mandado evacuarla, pero muchos han caído muertos y otros tantos se han rendido para evitar una masacre. Hemos obligado a la familia Real a huir, pues habrían muerto si no. Están más allá, atendiendo a los heridos y haciendo planes de guerra. Pero todo está perdido, puedo ver las columnas de humo desde aquí. Amel ha caído y junto a ella, Guinna. Desde donde estaban, aun se podía ver con claridad la muralla y los edificios más altos de la ciudad. La torre del sabio oscilaba en el firmamento, y contuvieron el aliento esperando a que se derrumbara. Finalmente, la primera piedra cayó desde lo más alto y la siguió la torre entera, que se vino abajo como lo haría un castillo de papel si soplase muy fuerte el viento. Aun hacía un precioso día de verano, en el que los pajaritos piaban sin descanso y un río llevaba sus aguas dulces hacia el mar. La hierba estaba fresca y la tierra, caliente. Y de haber estado en su casa, se habría bañado en cueros en el lago del Bosque de las Hadas. Pero no estaba en su casa y debía encontrar una forma de regresar. Alej, el Sabio se acercó a ella por detrás y le colocó una mano en el hombro. —Mucho me temo, niña, que ya no tienes forma de regresar. No con mi ayuda, pues todos mis libros estaban allí.

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EL PERGAMINO DE ISAMU VI

EL PERGAMINO DE ISAMU VI

por Ramón Plana

La alta política de Edo entra en escena. Después de un encuentro con soldados de Takayama, Atsuo descubre una conspiración para matarlo en un duelo, pero el armero y el ninja le ayudan para evitarlo. XI

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ra Matsumura Hiroto, consejero del shogun, hombre importante en el gobierno, uno de los fundadores de la milicia y gran amigo del clan Takayama, al que siempre intentaba favorecer. En su conversación con el samurái, se apartó del camino principal y empezaron a subir la ligera cuesta en dirección al refugio de Atsuo y Saburo. Se detuvieron a unos metros del grupo de árboles y eso permitió que oyeran su charla sin ser vistos. —¡Escucha Obura, ese hombre es muy peligroso para nosotros, debes acabar con él cuanto antes! —Hiroto reforzaba sus palabras golpeando su mano izquierda con el puño—. Para eso estás como responsable de mi seguridad, me será fácil exculparte ante el shogun por repeler un intento de agresión o por matar a alguien en un duelo. —Y lo haré, Hiroto-san, ese hombre mató a Ebizo y he jurado que acabaré con él. Pero a su tiempo. Para una venganza no hay que tener prisa. Antes de enfrentarme a él me gustaría conocerlo, quiero saber cómo hacerle sufrir, hacerle daño en lo que más quiera. —¿No comprendes que está acercándose demasiado al armero? No quiero que sospeche nada del acuerdo entre Kaoru y yo. No debe relacionarme con el clan Takayama. Ese maldito preceptor, al ser un hombre importante para los Hirotoshi, tendrá acceso al palacio, podría descubrirme ante el shogun. Además, tampoco me gusta que vaya a ver a Isamu. Cuanto más hablen los dos, más cerca estarán de adivinar nuestras intenciones. Debes hacerlo deprisa, ¡tendrás que olÁnima Barda - Pulp Magazine

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RAMÓN PLANA vidarte de tu venganza! —exclamó tajante—. Ahora sígueme a palacio, el shogun me ha concedido unos momentos para hablar con él, y tengo que aprovecharlos. Debo justificar las expropiaciones que pretendo realizar para la milicia. Ambos se alejaron en dirección al jefe de protocolo que esperaba pacientemente a la sombra de unas acacias. Luego, después de los saludos de rigor, se fueron hacia el palacio charlando animadamente. Mientras los veían alejarse, Saburo se volvió hacia su preceptor. —Atsuo-san, hablaban de ti. —Sí, eso parece. No les hace gracia que esté en contacto con Isamu. —Se quedó pensativo—. Me gustaría saber a qué expropiaciones se refería Hiroto. Se acercó de nuevo al lienzo y continuó dibujando el pequeño estanque con la linterna de piedra y la torre al fondo. Saburo se asomó por encima de su hombro y contempló asombrado los precisos trazos del pincel de su maestro y la delicada mezcla de los colores. —¡Atsuo-san! —exclamó sorprendido—. ¿Por qué es más bonito tu dibujo que el natural? —Porque en el dibujo yo resalto su espíritu —dijo Atsuo sonriendo. —¿Me puedes acabar de contar tu historia? Me tiene muy intrigado lo que pasó con Gorou. ¿Cómo lo llevaste al cobertizo si estaba tan débil? —Verás —dijo Atsuo retomando el hilo del relato—. Cuando Saicho me autorizó a traer a Gorou al cobertizo, le pedí ayuda a Ori para esa delicada tarea. El joven monje vino por la tarde con un borriquillo prestado por alguien de la aldea. Con él, bajamos por estrechos senderos de tierra hasta el riachuelo, desatamos al bruto y lo pusimos sobre el animal. Estaba tan débil que no hizo esfuerzo alguno por atacarnos o huir. »Estuvo en el cobertizo tres semanas sin levantarse del jergón de paja en que le pusimos. Durante ese tiempo le curé todos los días con un ungüento que me hizo Saicho,

hasta que le sanaron los arañazos. También le alimentaba con verdura, frutas, legumbres y algo de carne de aves que cazábamos por las cercanías. Así fue recuperando las fuerzas, tomando interés de nuevo por lo que había a su alrededor y por la vida. »Le pedí a Ichiro que diésemos las clases en el pequeño patio que había delante del cobertizo para no perderle de vista, y él consintió. Así pasó otro mes, y la pierna y el brazo rotos fueron soldando y recuperándose bastante bien, pronto podría levantarse. Entonces ocurrió lo imprevisto. Gorou pidió permiso a Ichiro para escuchar nuestras clases, y mi maestro se lo concedió. Poco a poco su ánimo por conocer se fue acrecentando y el afán por la venganza desapareció. »Saicho también observó el cambio y le dejó entrar al templo para que encontrase la paz. También le permitió asistir a las sesiones de estudio diario que él lideraba sobre el sintoísmo y el budismo zen. Allí nos juntábamos todos, analizábamos textos y debatíamos sobre sus conceptos. Así comenzamos a conocerle, y él a nosotros. »Le pregunté a mi maestro el por qué del cambio de actitud de Gorou, y me dijo: “Verás Atsuo, la montaña nos trae muchas bendiciones, pero su verdadera naturaleza es el propio miedo. Nos enseña a vivir con él, nos enseña a sufrir, y nos hace conscientes de nuestra propia pequeñez. Por eso se explica el cambio de Gorou. Por primera vez se ha enfrentado a algo que no podía dominar por la fuerza bruta, y ha dependido de alguien que tenía sobre él el poder de la vida y de la muerte. El pasar miedo es la lección más útil para alguien así. Por suerte para él, no lo mataste y tuviste piedad”. »Reflexioné sobre lo que me decía Ichiro y me di cuenta de que la espada tiene dos usos: quita la vida, pero también la puede dar. El cambio continuó para bien. Gorou se integró en nuestra pequeña comunidad, empezó a trabajar en pequeñas tareas hasta que se recuperó. Luego le pidió permiso a Saicho humildemente para convertirse en aprendiz

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EL PERGAMINO DE ISAMU VI de la congregación, y como éste accediera, comenzó a visitar las aldeas acompañándolo. Desde entonces no paró de trabajar y servir a los habitantes de la montaña, aprendiendo de los monjes jóvenes los rudimentos de la medicina y la acupuntura, acompañándoles en sus muchos viajes. Su enorme fuerza y coraje estaban ahora al servicio de la comunidad. —¡Vaya Atsuo-san! —exclamó Saburo—. Ahora lo entiendo. Si perdonas la vida, a veces, la persona mejora y pasa a ser buena, pero… ¿cómo sabes si se volverá buena o no? —Tu cabeza no lo sabrá, Saburo, pero seguro que tu corazón sí. Por eso debemos mejorar continuamente nuestra técnica y nuestro espíritu, para que nunca nos fallen ni la una ni el otro. —Vale, la técnica se mejora con la práctica, pero… ¿y el espíritu, cómo se mejora? —Pues siguiendo las siete virtudes del bushido: decisiones correctas, coraje, benevolencia, respeto, honestidad, honor y lealtad; y sobre todo ayuda a los demás siempre que puedas. —¿Y qué fue de Gorou? —La última vez que supe de él fue hace un par de años. Trabaja intensamente por la comunidad de la montaña; tanto es así que Saicho lo recomendó al magistrado como alguacil. Lo hizo también debido al respeto que inspiraba su fuerza física entre los forajidos. Y ahora, además de cuidar de la salud de los lugareños, también cuida de que se cumpla la ley. —¡Tuviste buen juicio para tus pocos años Atsuo-san! Menos mal que no lo mataste. —¡Sí! Siempre me alegraré de no haberlo hecho. —Miró el pergamino en el que estaba dibujando—. ¡Bueno, esto ya está! —exclamó—. Mira, ahí viene Fujio. El joven cruzaba el portón saludando a los samuráis de guardia. Luego continuó por el sendero acercándose al grupo de árboles en donde estaban pintando Atsuo y Saburo. —¡Hola! —dijo con desenfado—. ¿Cómo van las cosas por aquí? Allí llegué con el permiso justo a tiempo. Estaban los samuráis de

Takayama diciendo a las chicas que se fueran de la calle, que allí no se podía dibujar. Cuando les enseñé el pase llamaron al inspector jefe de asistentes; éste vino, lo leyó y dijo que podíamos estar un rato, pero luego debíamos despejar la calle, pues esperaban a alguien muy importante. No sabemos quién podrá ser. —Bueno —dijo Atsuo—, supongo que será Hiroto al que esperan, ya que ahora está con el shogun. Irá a contarles cómo le ha ido la audiencia y a preparar el siguiente movimiento. Deberíamos tener alguien en palacio; hablaré con Isamu de ello. ¡Bueno chicos! Vamos a recoger, no debemos levantar sospechas. Fujio, tú vuelve a buscar a Michiko y Aiko. Nos encontraremos en el viejo cedro que hay a medio camino yendo a casa. El joven asintió y comenzó a bajar hacia el portón. Mientras, Saburo recogía los pergaminos para guardarlos en el cilindro y empaquetaba las tintas. Una vez todo dispuesto, el preceptor y su discípulo comenzaron a descender por el camino que les llevaba a la caseta del cuerpo de guardia. En ese momento, girando por el camino principal, apareció el consejero Matsumura Hiroto seguido de su comitiva. Caminaba a zancadas y traía cara de mal humor, inmediatamente detrás de él iba el capitán de su guardia, Obura, seguido por el resto de sus samuráis. Se dirigían a la puerta principal en donde esperaban los sirvientes con el palanquín. El consejero reconoció a Saburo y llamó la atención de Obura con un gesto. Luego exclamó en voz alta. —¡Vaya, qué agradable sorpresa! El primogénito del clan Hirotoshi —Se salió del camino dirigiéndose hacia Atsuo y Saburo. El muchacho le miró desconcertado, luego reaccionó saludándolo con educación. —Señor consejero, es un honor que me recuerde. —Dime joven, ¿qué te ha traído a los jardines de palacio? —preguntó sonriendo, luego observó los útiles que llevaban ambos—. ¿Tal vez la pintura?

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RAMÓN PLANA —Así es, Hiroto-san. —¿Y quién es tu acompañante? —Perdone que no me haya presentado, consejero, soy Gonnosuke Atsuo preceptor de Saburo. —¡Ah! He oído hablar de usted. Este es el capitán de mi guardia personal, Obura, un gran espadachín. ¿Os gusta la esgrima Atsuo? —Sólo como ejercicio. Me interesan más la filosofía y la caligrafía. —Dicen que los expertos en caligrafía dominan también el arte de la espada —intervino Obura con una sonrisa—. ¿Tal vez le apetecería practicar un poco conmigo? —Cuando nos conozcamos mejor —dijo el preceptor riendo—, así no me sentiré tan ridículo a su lado. —¡Bien! —terció Hiroto—. Me agradará recibiros en mi casa. —Se quedó pensativo un momento, luego su cara se iluminó—. ¡Vaya! Qu buena idea, os mandaré una invitación oficial para visitarme, se la enviaré a tu madre; y cuento con que la acompañéis el preceptor y tú, Saburo. Ahora perdonar, pero tengo un poco de prisa. Me alegro de haberos visto. Y saluda a tus padres de mi parte, por favor. —Lo haré, señor consejero. Yo también me alegro de veros. Mientras Hiroto llegaba hasta el palanquín y se acomodaba, Atsuo y Saburo cruzaron el portón y bajaron hacia la ciudad. Era cerca del mediodía y el sol caía con fuerza, la gente al caminar buscaba la sombra de los árboles. Poco a poco el camino se iba quedando vacio al acercarse la hora de la comida. Fueron hasta el cruce, torcieron a la izquierda y después de un corto paseo llegaron al enorme cedro de la carretera, pero los chicos aún no habían llegado. Se sentaron bajo sus ramas mientras esperaban. Saburo miraba al suelo con el ceño fruncido mostrando preocupación. Acomodó el cilindro, sacó una calabaza de agua y se la ofreció al preceptor. —Atsuo-san, ¿qué haremos si Hiroto nos invita a su casa?

—Pues iremos —dijo Atsuo después de beber—. Sería de muy mala educación que nos negáramos. —¡Pero tengo miedo por mi madre! —exclamó el joven mientras guardaba la calabaza. —No te preocupes, podemos ir tú y yo; tu madre no irá si no está tu padre, es lo correcto. —¿No será una encerrona para hacerte combatir con Obura? —Es probable, pero intentaré evitar el combate y utilizar la encerrona en nuestro favor —dijo Atsuo con una sonrisa—. Algo se me ocurrirá. Se quedaron los dos contemplando pasar a la gente. Llevaban así un poco cuando oyeron un pequeño tumulto, y poco después vieron doblar la esquina corriendo a Fujio, Michiko y Aiko. Algo más tarde, aparecieron persiguiéndoles tres guardias con el emblema de la casa de Takayama en su uniforme. —¡Alto! Qs he dicho que os paréis —gritaba el de más edad, jadeando. —¡No tenéis autoridad para detenernos! —decía Fujio mirando hacia atrás mientras corría—. Además, no hacíamos nada. —¡Eso lo veremos ahora! —exclamó con rabia—. Detenlos Kuro, antes de que se escapen. El guardia más joven echó hacia atrás el brazo armado con una naginata, preparándose para lanzarla sobre Aiko que iba más atrasada. Atsuo se adelantó al movimiento y desplazándose con rapidez intervino sujetando el arma por el extremo. La inercia de la carrera hizo que los pies del guardia joven se levantaran en el aire y él cayera sobre la espalda, quedándose conmocionado en el suelo por el golpe. —¡Maldita sea! —exclamó el guardia—. ¿Cómo os atrevéis a inmiscuiros en los asuntos de la casa Takayama? —Porque estos jóvenes son discípulos míos —dijo Atsuo tranquilamente. —¡Entonces sois tan culpable como ellos! Vamos a darle su merecido al maestro de estos delincuentes —dijo rabioso empujando al

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EL PERGAMINO DE ISAMU VI otro guardia contra Atsuo. La gente se apartaba de la trifulca mientras miraban, curiosos, para averiguar en qué quedaba la discusión. Los dos guardias atacaron al preceptor por lados distintos, intentando sujetarle los brazos para impedirle desenvainar la katana. Atsuo se dejó coger las muñecas. Luego, se agachó suavemente, arqueando un poco los brazos para romper la vertical de los guardias, cruzó el brazo derecho por debajo del izquierdo, los levantó y pasó por debajo de sus manos alzadas, girando y levantándose a la vez. Así, le ganó la espalda al de la mano derecha mientras que el de la izquierda quedaba frente a él. El guardia joven, sintiéndose caer, soltó la mano de Atsuo y se desplomó entre el guardia de más edad y el preceptor. Atsuo aprovechó el desconcierto creado con su técnica para empujar con fuerza al guardia que quedaba en pie, derribándolo. Las exclamaciones de la gente comentando la manera de soltarse de Atsuo sirvieron de acicate a los guardias para ponerse en pie e intentar un nuevo ataque. El más joven, renqueando un poco, atacó con un golpe vertical, pero fue demasiado lento y Atsuo lo bloqueó con su mano; luego, con un fuerte tirón, derribó al guardia quitándole la naginata con facilidad y tirándola a su espalda. El segundo le atacó con una estocada al plexo solar, el preceptor giró dejando pasar la katana y al quedar el guardia desequilibrado, le cogió por la muñeca adelantada colocando el pulgar sobre el nudillo del dedo medio y, retorciéndola hacia fuera, giró sobre si mismo derribándolo, mientras con la otra mano le arrebataba el arma que siguió el mismo camino que la anterior. El tercer guardia le miró con desconfianza, en su cara se veía lo poco animado que estaba a atacarlo. Se decidió a parlamentar. —¡Identificaros señor! ¡Y explicar por qué defendéis a unos truhanes como estos! —Soy Gonnosuke Atsuo, del clan Hirothosi. Y estos jóvenes no son truhanes, son mis pupilos y respondo de ellos. Ya me he identi-

ficado; ahora explicadme vosotros el por qué de esta absurda persecución. —Verá excelencia, estos jóvenes estaban rondando alrededor de la casa del señor Takayama y cuando les hemos dicho que se fueran se han negado. —¡La calle no es vuestra, es de todos! Y los muchachos están cumpliendo un trabajo para el que tienen permiso. Si seguís molestándonos, iré a quejarme al señor Takayama de vuestra falta de sensatez y vuestra insolencia. —Atsuo percibió cómo el guardia se preocupaba, así que insistió—: Tenemos que cumplir un encargo para el shogun, por lo que nos veréis a menudo en la calle que tan celosamente guardáis. Os aconsejo que no volváis a intentar detenernos o le crearéis a vuestro señor un montón de problemas que él no os agradecerá. —Se volvió hacia los chicos, continuando el camino. El atribulado guardia murmuró una disculpa y volviéndose hacia sus dos compañeros les apremió para que recogieran las armas y volvieran a su puesto. Esperaba que su daimio, Takayama Kaoru, no se enterara del pequeño conflicto, pues era famosa su crueldad en los castigos a los hombres del clan que, según su criterio, fallaban. Al ver que el espectáculo había terminado y que el calor aumentaba, los curiosos comenzaron a desfilar cada uno a sus quehaceres. El grupo de Atsuo siguió su camino, hasta llegar a la puerta principal de la enorme casa del clan. Una vez entraron, Atsuo advirtió a la guardia que estuviesen atentos por si alguien les hubiera seguido, y luego les dijo a los chicos: —Refrescaros y poneros cómodos. Nos vemos en un rato para ver los dibujos que habéis hecho y comprobar nuestro avance. Luego comeremos en la sala. Y se retiró a sus habitaciones. Separó los dibujos que había hecho ese día y se sentó a pensar. La amenaza del combate con Obura se podía aprovechar en beneficio del clan, pero había que idear la mejor manera de hacerlo.

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RAMÓN PLANA Debía hablar otra vez con el armero de Edo, tenían que tratar de tener alguien en el palacio para enterarse de lo que allí se hablaba. También quería saber cómo le iba a Nobu con la caravana de los heridos, tenía la sensación de que pronto le necesitaría y deseaba que llegara cuanto antes. Otra cosa que le inquietaba era la falta de noticias del ninja Shinzo Kaito, esperaba que no le hubiese pasado nada, también a él lo necesitaría pronto. Decidió acercarse esa tarde a casa de Isamu y comentarle las novedades, probablemente él sabría algo más y podría orientarle. Sintiéndose más tranquilo, se levantó y salió a buscar a los muchachos. La alegría de la juventud era contagiosa y le ayudaba a evadirse de los problemas. XII Era media tarde cuando Atsuo salió a la calle en dirección a la casa del armero. La brisa soplaba del mar trayendo un intenso olor a salitre y el ambiente era fresco y agradable. La gente se afanaba en sus trabajos sabiendo que el sol se pondría dentro de pocas horas. Caminó un rato sin rumbo para comprobar si le seguía alguien, luego varió la dirección bruscamente y se dirigió hacia el barrio de los artesanos. Llegó a la fuente y se entretuvo viendo jugar a unos niños; allí comprobó que no venía nadie detrás de él. Continuó por el camino del oeste y en unos momentos estaba ante la puerta de la casa. Allí percibió de nuevo el olor de las flores, su fragancia le trajo a la memoria a la dulce Hanako, la hija de Isamu. Sonriendo ante el recuerdo, tiró de la anilla y oyó el tintineo de la pequeña campana en el interior de la casa. Al poco tiempo, la puerta se abrió y Hanako le obsequió con una preciosa sonrisa. —Atsuo-san, sea bienvenido a nuestra casa, mi padre le esperaba. —Bajó la mirada y se retiró dejándole el paso libre. —Hola Hanako, los dioses te son propicios y aumentan tu belleza cada día —dijo Atsuo, arrepintiéndose en el acto de su lisonja. —Sois muy amable, Atsuo-san —contestó

ella enrojeciendo sin atreverse a mirarle. —Disculpa mi atrevimiento, Hanako —dijo con tono bajo mientras se descalzaba—, el aroma de tus flores y tu amable voz me han provocado una sensación de bienestar que me ha hecho olvidar las buenas formas. —No tengo nada que disculparos Atsuosan, lo único que haré será plantar más flores para agradaros —dijo ella en el mismo tono bajo, levantando la mirada con una sonrisa que dejó al preceptor obnubilado. Atsuo tragó saliva preguntándose por qué tenía que haber dicho nada. Luego intentó recobrar la compostura mientras se calzaba los zoris de invitado. Se irguió, y no pudo por menos que sonreír él también ante la simpática y dulce mirada femenina. El episodio se iba de sus manos, y el hecho le producía una agradable sensación. Caminaron ambos hasta la sala principal y, cuando iban a entrar, se descorrió un panel de shoji en la pared opuesta, por donde apareció Isamu seguido de Shinzo Kaito. —¡Vaya Atsuo! —exclamó el armero—. Me alegro de verte, no sabes cómo me tranquiliza que hayas venido. —Gracias Isamu, necesito tu consejo y me he adelantado. —Se giró hacia el ninja—. ¡Kaito! Estaba preocupado por no saber nada de usted en tanto tiempo. —Hola Atsuo-san, es un placer verle de nuevo —respondió con una sonrisa el líder del clan Shinzo. Los tres se sentaron sobre los tatamis mientras Hanako salía discretamente y ordenaba en la cocina que les preparasen un té de jazmines y unos buñuelos para servirlos mientras hablaban. Comenzó el armero comentándoles las noticias que le trajo el consejero Sinzaemon Simada, amigo de Isamu y partidario, por tanto, del clan Hirotoshi. Según le contó, el shogun había recibido en audiencia al consejero Matsumura Hiroto, el cuál le había insistido sobre unas expropiaciones necesarias para la seguridad de Edo. Pretendía ampliar la milicia y crear sedes

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EL PERGAMINO DE ISAMU VI y acuartelamientos en casas estratégicamente situadas por la ciudad. Para eso debían ser expropiadas a sus actuales dueños en interés del gobierno. Simada había conseguido la lista a través de una persona cercana al shogun, y entre las quince casas a expropiar estaban la de Isamu y la del clan Hirotoshi. —¡Debemos actuar con rapidez! —opinaba Isamu—. Pero también debemos pensar el alcance de nuestra respuesta. El preceptor les informó de su visita a los jardines de palacio, su encuentro con Hiroto y Obura, la invitación de éste a visitar su casa y de la trifulca con los guardias de Takayama. —Tenemos dibujos de Hiroto y Obura entrando en la casa de Takayama, así como el dibujo de un comerciante que entró poco después que ellos —aseguró Atsuo—, nos falta identificar a este último. —Si va vestido de comerciante debe de ser Gensai Arata —afirmó Kaito—. Sé que Takayama le obliga a ir a su casa a la luz del día y disfrazado de esa guisa. —Os enseñaré los dibujos para que lo confirméis —apuntó Atsuo—. Ahora me gustaría saber por dónde está Nobu con la caravana, creo que los necesitaremos a todos muy pronto. —Eso se lo puedo decir yo, Atsuo-san —dijo Kaito mirándolo—, he estado con él todo el tiempo. Está a menos de una hora de la ciudad, esperando que oscurezca para entrar en la casa con los carros sin que lo vean ojos inoportunos. Yo me he adelantado atendiendo a la llamada de Isamu. —¿La llamada de Isamu? —repitió Atsuo mirando al armero—. No sabía que estuviesen en contacto. El armero de Edo se echo a reír. —¡Sí! Desde hace mucho tiempo, ¿verdad Kaito? Velamos por el clan Hirotoshi y por nosotros mismos —dijo con una sonrisa—. Las tres casas unidas, con enemigos comunes. —Así es —afirmó Kaito—. Utilizamos palomas y mensajes…

—Debajo de la silla de montar —interrumpió Atsuo sonriendo. —No es eso exactamente, pero algo parecido —terminó Kaito riéndose. —¡Bueno amigos! Tomemos el té —sugirió Isamu—, y luego vamos a hablar del encuentro de Atsuo con Obura. —Es una persona peligrosa —aseguró Kaito con gravedad. —¿Qué me podéis contar de él? —inquirió Atsuo. —Kaito lo conoce, ¿verdad? —aseguró el armero. —Veréis, con la katana es el más peligroso del clan Gensai. Lo mandaron muy joven a la escuela Mashashi. Allí pasó cuatro años. —¡La escuela del aguijón! —exclamó Atsuo mostrando sorpresa—. Es una escuela de asesinos y tramposos. —Veo que la conoces —dijo Isamu mirándole—. ¿Conoces también sus técnicas? —No, no las conozco. Pero oí hablar de ellas a Ichiro, mi maestro. Me previno advirtiéndome que vigilara sus armas durante el combate y que evitase la corta distancia. —¿Tú fuiste pupilo de Shiotani Ichiro? — preguntó Kaito con cara de asombro—. Ahora me explico la brillante ejecución del golpe de la golondrina en el bosque. Siempre pensé que, aunque samurái, eras hombre de libros, Atsuo-san. —Y lo soy, Kaito. Pero mi maestro también me enseñó esgrima. —Pues si Atsuo ejecuta bien ese golpe, Ichiro le enseñó bien —aseguró Isamu—. Sólo se puede ejecutar si se es un virtuoso. Creo que Obura va a pasar un mal rato, pero debemos asegurarnos de que sea el último. Los dos le miraron esperando que aclarase su comentario. —Por favor, amigos, acompañadme a mi dojo. Voy a indicaros en qué consiste la escuela del aguijón y cómo se les puede vencer. El preceptor y el ninja se miraron sorprendidos, levantándose para seguir al armero.

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NO HABRÁ FINAL FELIZ por Ricardo Castillo Un hombre se interpone en la apacible vida de una pareja relajada. La permitida intrusión atraerá consecuencias que todos van a lamentar.

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as pensado en lo que estás haciendo? ¡Es una locura! —Yo intentaba no gritar, pero las palabras se me aturullaban en la garganta y tenía que echarlas a empujones. —Sí, Luis, y es lo que siento —me dijo ella sin dejar de hacer la maleta, yendo de un lado para otro—. No puedo llevar la contraria a mi corazón. Aún soy joven, si no lo hago ahora nunca lo haré. —Pero si es que no tienes por qué hacer nada. —Mi discurso iba del reproche a la suplica. —Quiero hacerlo. De verdad, es lo que siento, no lo cuestiones más. —¡Carmen, por Dios! ¡Escúchate! ¡Pareces una adolescente! —¡Prefiero comportarme como una quinceañera que volverme una gallina amargada como tu madre! ¿Es eso lo que quieres? ¿Qué me parezca a ella, verdad? ¡Pues ya te puedes ir olvidando! ¡Ya te lo dije cuando empezamos, que yo era impulsiva y apasionada, que esto podía pasar! —¿Pero qué carajo tiene que ver mi madre en todo esto? Hasta que no cerró la maleta y salió por la puerta no dejamos de discutir. Bueno, si es que a eso se le puede llamar discutir. Ella se defendía atacando, haciendo requiebros y abriéndome nuevos frentes, mientras yo iba detrás, intentando que se diera cuenta de la locura que estaba cometiendo, desesperado, suplicando que no lo hiciera, rebatiendo malamente sus inesperados ataques y cada vez más desconcertado por los giros que tomaba la conversación. Pero Carmen seguía, implacable, dando la vuelta a las cosas como solo una mujer acorralada sabe hacer. Y así lo hizo hasta que se fue. Afuera, las últimas luces del ocaso daban paso poco a poco a la iluminación artificial de las farolas. Mi novia me estaba dejando y salvajes instintos homicidas se apoderaban de mí.

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NO HABRÁ FINAL FELIZ II Carmen y yo llevábamos unos cuantos años juntos, suficientes para habernos ido a vivir juntos y conocernos muy bien el uno al otro. Habíamos desarrollado una gran complicidad y teníamos una buena lista de cosas en común, aderezada por otra de puntos en conflicto, lo justo y suficiente para garantizar una convivencia tranquila pero interesante. Siempre he pensado que estar con alguien demasiado parecido a ti tiene el mismo interés que salir con un espejo. Estábamos a gusto, y sorteábamos todos los problemas con generosas dosis de sinceridad y amistad. Todo iba como la seda hasta que, de la manera más tonta, apareció él. Fue en una fiesta del trabajo. O quizá una cena. No lo recuerdo bien. Sólo sé que, cuando Carmen volvió a casa y empezó a contarme lo que había hecho, me dijo que había conocido a un futbolista. Sergio, se llamaba. Tenía un contrato con no se qué marca y la empresa de Carmen era la encargada de gestionarlo, así que por eso estaba allí. A ella le hizo mucha ilusión conocer a un famoso y él estuvo encantado de que el grupo de compañeros de Carmen le prestaran atención. —De todas maneras —dijo ella, pasando su mano por encima de mí mientras encontraba la postura en la cama—, creo que es gay. Así que no hay de qué preocuparse. III Empezaron a verse en el trabajo. Sergio demostró especial interés por Carmen, ya que pidió que fuera su departamento el que se ocupara de lo suyo. Cada dos por tres el futbolista tenía que pasarse por allí para una sesión de fotos o algo por el estilo, así que avisaba a Carmen y charlaban un rato. Incluso se unió a su grupo en los descansos del trabajo. Carmen reconoció que el chico le parecía muy atractivo, aunque aún no tenía claro que no fuera homosexual. También le sorprendió descubrir lo tímido que era, y aún más saber que no era tan tonto o iletrado como pueden parecer los de su profesión. Los compañeros

de Carmen hablaban de cine y televisión, de tendencias culturales, incluso ocasionalmente de literatura, y él, aunque no intervenía mucho, siempre prestaba atención y nunca parecía aburrido, añadiendo alguna observación casual que demostraba que sabía de lo que estaba hablando. IV Llegó el día en que Sergio mostró un sospechoso exceso de interés en Carmen. Cuando pasaba por allí, iba a su mesa a buscarla o le informaba de sus próximas visitas por email. Luego empezaron a escribirse más regularmente, pues a Carmen le resultaba fascinante tener acceso a un futbolista profesional y a todos los cotilleos que ello conlleva. Él le contaba las fiestas a las que acudía, los escarceos amorosos más sonados, los piques en los vestuarios, y luego hablaban de gustos y aficiones, conociéndose poco a poco. Un día él le preguntó si le gustaban los coches, y ante la respuesta afirmativa de ella, al día siguiente la invitó a bajar al parking de la empresa para contemplar el Ferrari recién comprado. Incluso la animó a dar una vuelta, pero ella rechazó alarmada por el qué dirán. Todo esto me lo contaba Carmen sin dejarse un solo detalle. No había nada malo, decía, en aquella relación, solo se estaban conociendo. Puede que él no fuera tan gay y sí se sintiera atraído por ella, pero Carmen se sentía segura, pensaba que sabía lo que hacía. A mí aquel pampaneo no me gustaba un pelo, pero confiaba en ella. Y claro, al hablarlo todo y yo no mostrarme especialmente preocupado, la culpabilidad por la traición se fue diluyendo lentamente hasta desaparecer. V Para no ser la comidilla de la oficina, Carmen decidió aceptar la propuesta de salir con Sergio con una condición: tenían que ir con los amigos del trabajo. Él accedió y allí que se fueron todos juntos a cenar. Como eran solo seis contando a Sergio, no fue hasta el final de la noche, mientras tomaban unas copas en

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RICARDO CASTILLO una terraza, cuando el futbolista pudo encontrar un momento para estar a solas con Carmen. Ella se había levantado para ir al baño, y él aprovechó para esperarla a la salida del aseo de mujeres, haciendo como que hablaba por teléfono. Casualidades de la vida, colgó justo cuando ella salía. Qué feliz coincidencia. Hablaron unos minutos, pero eso le bastó para confesar a Carmen que le gustaría quedar con ella a solas. Ella se quedó muy azorada, balbució un “lo pensaré” y volvió disimulando lo mejor que podía el sofoco. Luego, cuando volvió a casa y me lo contó, yo me enfurecí, diciendo que estaba claro lo que buscaba ese tío, que estaba claro desde el principio y que si no lo había dicho era porque confiaba en que ella se diera cuenta. Al fin y al cabo, no era la primera vez que hablábamos de ese gran problema de las mujeres: no querer asumir que la amistad con un hombre tarde o temprano degenera en interés sexual. Pero ella se enrocó y no cedió un ápice, convencida de que sólo se trataba de amistad y que era lógico que se lo pidiera, pues no habían tenido ocasión de hablar a solas. Enfadados el uno con el otro, nos fuimos a dormir y no hablamos más del tema. VI A pesar de que yo no estaba de acuerdo, Carmen accedió a quedar con Sergio. Fueron a comer y pasaron la tarde juntos, charlando en un café. Ella había tomado la decisión de que hablaría con Sergio, le pondría las cartas sobre la mesa y dejaría las cosas claras. Ella tenía novio y estaba muy bien, no quería cambiar nada. Sólo buscaba amistad. Él le dijo que por supuesto, que ya sabía que tenía novio, que solo quería conocerla mejor. Así que, contenta por haber aclarado las cosas, volvió a casa y me lo restregó. Yo no quise reconocer su victoria, ya que el ser humano es muy ladino y Sergio bien podía estar fingiendo una retirada si con eso ganaba tiempo para lograr la victoria. Ella me llamó paranoico y por primera vez desde hacía mucho

tiempo me sacó el tema que hablamos cuando nos conocimos: la infidelidad y la confianza. Hacía años, llegamos a un acuerdo que consistía en permitir deslices si con ello asegurábamos la estabilidad en la pareja. Era una utopía y una gilipollez, ahora lo sé, pero en aquel momento me pareció una idea interesante. Confiábamos el uno en el otro, estábamos bien y valorábamos nuestra relación por encima de otras cosas, por eso nos permitíamos mutuamente tener aventuras con el objetivo de no enclaustrarnos y caer en el tedio. Había dos condiciones: contarlo siempre y no buscar otra cosa que no fuera sexo. Con eso garantizábamos no acabar hartos el uno del otro. El trato cayó en el olvido cuando ella se puso celosa de una compañera de trabajo que me tiraba los trastos y yo me puse celoso de un conocido de un amigo que hizo otro tanto con Carmen. Y ahora, después de tanto tiempo, volvía a sacar el tema, que ya estaba viejo y oxidado en un rincón. Lo blandió con fiereza, olvidando la lógica y haciéndome quedar como un egoísta misógino que no respeta su palabra. Cuando se lo rebatí diciéndo que ella había hecho lo mismo, empezó entonces a usar su argumento favorito: era lo que sentía y contra eso no se puede luchar. La pelea terminó con que o aceptaba que ella hiciera lo que tenía que hacer o me iba por la puerta. Lo que más me fascina de las mujeres es su habilidad para hacer que los hombres tomen la decisión menos sensata. Esa noche apenas dormí, preso de los remordimientos, consciente de que había dado mi consentimiento tácito a que Carmen se acostara con Sergio. ¿Y qué otra cosa podía hacer? Me preguntaba yo. Pero el amor es ciego y sordo, y nadie mejor que él para anestesiar los sufrimientos de la realidad. VII A partir de ahí los acontecimientos se precipitaron. Carmen habló con Sergio y le contó sus intenciones, y él se mostró de acuerdo. A ver. Qué coño iba a decir. El imbécil.

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NO HABRÁ FINAL FELIZ Quedaron un par de veces más para charlar y conocerse. Raro era el día que Carmen y yo no discutíamos a causa de Sergio. Estaba siempre presente, como una herida en un mal sitio, esperando agazapada para, cuando menos te lo esperas, golpearse contra la esquina de una mesa o el marco de una puerta y de nuevo empezar a sangrar. Yo estaba de un humor nefasto, que cambiaba según el momento, en una especie de maniobra desesperada por recuperar el control. Si consigo despertar de nuevo el interés, me decía mentalmente, si consigo traer recuerdos a la mente de Carmen, volverá a ser mía y se olvidará de ese mamarracho. Obviamente esto no ocurrió, y llegó el día en el que se acostaron. VIII Para mí fue un día asqueroso, horrible, un pozo negro y ponzoñoso en el calendario. No tenía ganas de hacer nada a parte de compadecerme de mi mismo. Pasé la tarde dando vueltas por casa, arrastrándome del sillón a la cama, sin decidirme. El sol se fue y llegó la noche, y aún no tenía noticias de Carmen. No hay nada mejor para que la imaginación se dispare que no tener nada que hacer. Visualicé, con asco e ira, los dos cuerpos juntos, acariciándose, rodeados de sábanas revueltas y olor a sudor. Me imaginé a Carmen gimiendo de placer, un placer dado por otro hombre que no era yo. Si alguna vez habéis sentido algo parecido, sabréis a lo que me refiero. Llevaban ya más de tres horas. ¿Realmente habían estado las tres horas haciendo lo mismo? ¿Habrían ido a tomar algo? ¿Se habrían peleado? ¿La tendría amordazada en un armario? Luego empecé a imaginarme qué contaría Sergio con sus amigos. ¿Se jactaría de ser un conquistador? ¿Lo exhibiría como un trofeo, un triunfo? ¿Presumiría de haberle robado la novia a un pringado? ¿Y qué dirían sus amigos? Probablemente le jalearían y le vitorearían por macho. Hijos de puta. Era ya medianoche, habían pasado cinco

horas desde que quedaron, y por fin tuve noticias de ella. Volvía para casa, la traía en coche. En media hora estaba aquí. Suspiré de alivio para luego volver a sumirme en mi vórtice de mal humor y desgana. Carmen me encontró sentado en una silla frente a la ventana, todas las luces apagadas y la vista fija en el horizonte de edificios y rascacielos. IX Hablamos mucho. Le pregunté todos los detalles y me regodeé en mi masoquismo. Ella le quitó importancia. No hemos estado las cinco horas, hemos salido a tomar algo y hemos hablado. No ha sido para tanto. No, no me ha gustado más que contigo. No, no le he hecho nada de eso. Cuando por fin la dejé dormirse, me pasé toda la noche dando vueltas, sumiéndome esporádicamente en sueños febriles y ansiosos en los que, con piernas pesadas y que no respondían, perseguía a un deportivo que se alejaba a toda velocidad una y otra vez, envuelto en el rugido del motor, gemidos de placer y una risa maníaca. X Me hubiera gustado decir que ahí acabó todo. Pero sabéis que no fue así. Siguieron viéndose. En vez de perder el interés, como había dicho Carmen, cada vez estaba más pendiente de él. Ella veía mil cualidades en Sergio, y yo no veía nada más que demonios escondidos esperando para dar un zarpazo. Dejó de preocuparme mi relación para preocuparme Carmen. ¿Dónde se estaba metiendo? ¿A dónde iría a parar todo eso? Sergio se le antojaba un hombre gentil, tímido y bueno, mientras que yo seguía viendo al ambicioso, orgulloso, celoso y malicioso futbolista que se valía de todas las artimañas posibles para llevarla al huerto. Yo quería hacerla ver todos los defectos de ese tipejo, todas aquellas cosas que harían imposible una relación decente con él, esos detalles que ella nunca había soportado. Qué puedo decir. Ningún

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RICARDO CASTILLO hombre es profeta en su tierra. XI Entonces todo estalló. Pum. Voló por los aires. De la noche a la mañana, sin comerlo ni beberlo, Carmen decidió que se iba con Sergio. Que eso era lo que sentía. La novedad y las promesas de nuevos horizontes pudieron más que el resto. Así, sin más. O bueno, quizá sí se veía venir pero yo no quise hacerme cargo. El resultado fue elemental. A la mierda la confianza, la sinceridad y la estabilidad. A la mierda nuestra relación. A la mierda yo. XII Y en ese punto me encuentro, solo en casa, con la mitad del armario vacío y una botella de ginebra que me estoy bebiendo a palo seco. Ya he repasado toda la historia cien veces, deteniéndome en los detalles más escabrosos, paladeando la tragedia. Sigo sin comprender cómo Carmen no es capaz de verlo, cómo ha podido caer tan fácilmente en las redes de ese estafador. La botella está cada vez más vacía y mis ojos más nublados. Las manos se crispan alrededor del vaso. Negros pensamientos empiezan a tomar forma en mi cabeza. XIII Sergio es un capullo arrogante, posesivo y confiado. Eso lo sé, eso lo he visto. Está en las conversaciones con Carmen, en las historias que me ha contado. Es un gilipollas. Tendrá dinero, influencias, poder. Pero no sabe con quién se está jugando los cuartos. No tiene ni puta idea. No soy un hombre malo, ni siquiera soy agresivo. Pero sí soy vengativo y despiadado. Una cosa no quita a la otra, creo yo. No me meto con los demás, pero que los demás no se metan conmigo. Si lo hacen, pueden darse por jodidos, porque no voy a parar hasta destrozarlos. Así que es mejor no tocarme los cojones. Dejo el vaso en la mesa con un fuerte golpe y camino lenta y pesadamente hacia mi me-

silla. Saco entero el último cajón y vacío la ropa sobre la cama. Allí, entre calzoncillos y calcetines, hay una caja. Dentro, una pistola de nueve milímetros, un cargador de doce balas y un silenciador. Como he dicho, soy un hombre vengativo y despiadado. Y siempre he estado preparado para cuando las campanas tocaran arrebato. Saco la pistola, reviso que todo esté en su sitio y meto el cargador. Me la guardo en la espalda y el silenciador en el bolsillo, ya lo pondré cuando llegue a donde voy. Apago todo y salgo de casa. Soy un hombre vengativo y despiadado, y cuando me hacen enfadar no respondo de mis actos. Y ahora estoy muy enfadado. Esto no puede acabar bien. Alguien tiene que morir hoy. XIV Por suerte para mí y desgracia para Sergio, sé donde vive. Me lo contó Carmen, en uno de sus breves destellos de arrepentimiento, esos momentos bajos en los que se apiadaba de mí, en los que me veía como un perro apaleado que vuelve siempre con su dueño, la cabeza gacha y el rabo entre las piernas, dispuesto a recibir más e incapaz de renunciar a la lealtad que profesa. Es un ático, cerca del centro. Memoricé el número y la dirección por si alguna vez me era útil. Creo que ella ni siquiera se percató de la información que me estaba dando, pero yo la aproveché, guardándomela para más adelante. Y ahora resulta que es útil. Fíjese usted qué gracia. XV Conduzco como en trance. El trayecto es un lapso vacío de tiempo, algo que no soy capaz de recordar más adelante. Sólo sé que las dudas me han asaltado a medio camino a medida que el alcohol se va diluyendo. ¿Y si no estoy haciendo lo correcto? ¿No es un poco precipitado? ¿Será mejor que deje un poco de tiempo? A lo mejor ella se da cuenta de su error y vuelve, arrepentida, avergonzada,

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NO HABRÁ FINAL FELIZ dándome toda la razón del mundo. Sergio es un gilipollas, cariño. Ya me he dado cuenta. No, me digo. Imposible. Eso es lo que se espera siempre. Así se pasan los años, se consume la vida, esperando y esperando, aguardando a que las cosas sigan el curso que quieres para luego descubrir que el río torcía hacia el otro lado y que ahora ya es muy tarde para remontar la corriente, que suenan bravas y delante hay una cascada. Otra idea sustituye a la anterior. La tragedia. El drama. Esa pequeña parte que habita en todos los hombres, esa vena de actores que nos empuja a disfrutar de nuestro patetismo e insignificancia, de nuestra desesperación, a buscar causar la mayor impresión y pena posibles en nuestros espectadores. Me dice que salga por la puerta grande. Que no les dé el gusto de una vida fácil. Que carguen para siempre, en su conciencia, con la culpa y la vergüenza. Que carguen con mi muerte. Eso es. Una entrada arrebatadora. Un golpe de efecto en el insípido e insustancial guión de sus vidas. Un discurso que encienda la llama de la compasión en ella y le haga darse cuenta de lo que ha hecho. Y después el final. Blam. En la cabeza, entra por mi sien derecha y sale por donde quiera, llenándolo todo de sangre y sesos, una sacudida magistral y ya no hay vuelta atrás. Solo recordar, para siempre, que por su culpa se apagó mi vida. El coche está parado, el motor en silencio. Al otro lado de la calle, la entrada al edificio. Las farolas iluminan la noche y en algunas ventanas ya no se ve luz. Pero sí en el ático. Aprieto el volante, inmerso en un mar de dudas. La sed de venganza, de hacerle sufrir, pugna con el sentido trágico, con el final dramático y espectacular. ¿Será eso cobarde? Pero, ¿y qué consigo acabando con él? ¿Me perdonará ella? ¿Y si vuelvo por donde he venido? No. Volver jamás. Sé que no es cierto, pero me digo a mí mismo que he llegado al punto de no retorno. Ahora sólo queda una opción. Me bajo del coche y acelero el paso hasta la puerta, justo a tiempo de llegar antes de

que se cierre, abierta unos segundos por un vecino que acaba de salir. El vestíbulo, como si fuera consciente de lo que va a ocurrir, me recibe a media luz, el ascensor abierto, esperando para elevarme hacia el acto final. XVI Las puertas se abren con un suave tañido. Hay una única puerta en el descansillo, así que no queda lugar a dudas. Es blindada, muy resistente, con lo que sólo se me ocurre una forma de entrar. Llamo al timbre mientras enrosco el silenciador. Me abre un hombre joven, de aspecto cuidado y físico de deportista, probablemente un compañero de Sergio. Una ira suave y fría me invade, y me doy cuenta de que no me importa quién sea ni lo que ocurra. A su pregunta responde mi pistola con un solo disparo, que le abre un agujero de entrada y otro de salida en la cabeza. Ni siquiera ha tenido tiempo de verlo venir. Paso por encima de él como si se tratara de un peluche grande que alguien ha dejado tirado por el suelo. El piso es lujoso, bien iluminado, con muebles caros y elegantes. Otro hombre de aspecto similar al primero, quizá un poco mayor, sale de una de las puertas laterales, llamando al otro por su nombre, extrañado por el ruido sordo que ha provocado el cuerpo al caer. Esta vez son dos disparos, seguidos, tirados sin apuntar desde la cadera, y que lo mandan al suelo con un par de agujeros en el pecho. Una parte de mí, la que no está anestesiada por la terrible sensación de lo inevitable, se estremece y protesta por la matanza deliberada. Se calla rápidamente cuando llego al salón y veo a Sergio y Carmen abrazados en la terraza, apoyados contra la barandilla. Avanzo con tranquilidad, sorteando los muebles dispersos por la estancia. Ellos me ven llegar justo cuando atravieso la cortina, que flota animada por el aire, y salgo a la terraza. Carmen grita mi nombre. El otro me mira horrorizado, el rostro congelado en una

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RICARDO CASTILLO expresión de estupor. Ella se pone por delante, tapando mi línea de tiro, evitando que lo mate allí mismo. Me habla, me grita, me suplica que no lo haga, que estoy loco, que esto no tiene que acabar aquí. Pero yo no presto atención. Noto que la mano me tiembla, que mi pulso es débil y que las dudas vuelven a asaltarme. ¿Y ahora qué? Ya no hay vuelta atrás, ahora sí que no, pero, ¿cómo acabar? ¿Cuál será el amargo final de esta triste historia? Sergio se escuda detrás de Carmen. Las rodillas le tiemblan y alcanzo a ver una mancha húmeda que baja por su pantalón. Creo que también está llorando. Qué hijo de puta gilipollas, Carmen es cien veces más hombre que él, no la merece. Ella intenta acercarse a mí, poco a poco. Está serena aunque grita, manteniendo una mano por delante, como si apaciguara a un animal rabioso. Al verla siento lástima, veo la pena en su rostro, un atisbo que me dice que realmente esperaba que esto acabara bien. Me siento mal, culpable, me veo infantil y fuera de lugar, y me digo que no soy quién para destrozar su vida. Lo trágico toma su lugar y me sube a escena entre los aplausos del público. La serenidad me invade y mis destrozados nervios se templan, relajados por la contemplación del futuro inmediato e ineludible. Con un suave y medido movimiento, llevo la pistola arriba y la aprieto contra mi sien. XVII Los ojos de Sergio se mueven histéricos, de un lado para otro, como si buscara a sus amigos y no comprendiera que puede haber pasado con ellos. Un brusco embate me impide terminar mi actuación, y comprendo al instante que no buscaba a sus amigos, sino que seguía con la vista la desesperada carrera de uno de ellos hacia mí. Carmen suelta un grito, alarmada, y Sergio otro, pero de victoria. El amigo y yo nos chocamos contra la barandilla y no caemos de milagro. Me agarra las dos manos. Es el segundo, el que era mayor,

el de los agujeros en el pecho. Al tenerlo cerca me percato de que no son muy graves, uno casi ni le ha rozado el costado. Tenía que haberme asegurado de que estaba muerto. Forcejeamos, él intentando retorcerme el brazo, yo intentado volarle la cabeza. Él es más joven y está en mejor forma que yo, sin embargo tiene dos heridas de bala en las costillas y yo sé unos cuantos trucos de forcejeos. Al final, eso decanta la balanza y, cediendo levemente a su presión, movimiento que le pilla por sorpresa, consigo desequilibrarle y pegar la pistola a su frente. El arma silba y abre un agujero rojo en el cristal de detrás. Sergio y Carmen ahogan un grito mientras el hombre cae al suelo y yo me paso la lengua por los labios resecos, que me saben a sangre. XVIII Sergio, que se debatía hasta hace un momento entre ayudar a su amigo o un discreto segundo plano, se lanza contra mi estómago en un repentino ataque de ira, supongo que por la muerte de su amigo. La embestida me pilla por sorpresa y me doblo por la mitad, soltando el arma, que cae por fuera de la terraza hacia el suelo. Carmen empieza a gritar y a ordenarnos que paremos, pero no le hacemos ningún caso. Me repongo del placaje y él me suelta dos puñetazos al mentón. Llevan fuerza, pero el miedo y los nervios le restan mucha potencia. Peor para él, pienso. El tercero se lo paro y le devuelvo un directo entre ceja y ceja. Yo no estoy nervioso, sólo siento frío, y eso me da ventaja. Partiendo de la misma posición, empezamos a intercambiar golpes y empujones. Él es fuerte y está entrenado, lo que iguala la pelea. Recorremos la terraza, tirando sillas y volcando macetas, incluso rompemos una mesa de jardín de madera. Sergio coge un madero astillado y lo blande, intentado atravesarme; yo lo agarro por las muñecas y empezamos a forcejear igual que hice con su amigo hace escasos minutos. Nos desequilibramos y nos empujamos, dando bandazos por toda la te-

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NO HABRÁ FINAL FELIZ rraza. Carmen sigue gritando y, en un acto irreflexivo, se acerca a intentar separarnos. Un mal giro, un tropezón, y los tres nos estampamos contra la barandilla. Carmen se desequilibra y el cuerpo que tiene fuera pesa más que el que tiene dentro. Con un grito que me perseguirá toda la vida, desaparece al otro lado. XIX Nos separamos el uno del otro, tratando de agarrar a Carmen antes de que caiga. Pero es inútil. Llegamos a ver como mueve los brazos, como si quisiera volar, mientras se aleja rápido, y a la vez muy lento, hacia la calle. Sergio solloza, grita, y yo guardo un espeluznante silencio cuando en lugar de Carmen sólo queda un manchurrón oscuro y un cuerpo desmadejado. XX No hay tiempo para la pena. El futbolista, con el rostro bañado de lágrimas y congestionado por la ira, se vuelve contra mí, rugiendo de rabia y culpándome de lo ocurrido. Me golpea varias veces, pero yo no respondo. Aún no he logrado asimilar lo que acaba de ocurrir. El chico, al ver mi pasividad, vuelve a abalanzarse sobre mí y me estrella contra la balaustrada. Lo miro con sorpresa, como si acabara de llegar allí y no supiera muy bien qué está ocurriendo. Entonces lo veo. Otra vez me invade la serenidad, la calma, la capacidad para apreciar la belleza en medio de la catástrofe. Veo el final perfecto, la salida gloriosa. Sólo hay una posible, sólo una forma de cerrar el telón. De nuevo el sentido de lo trágico toma posiciones, solo que esta vez, además de los aplausos entusiastas del público, la orquesta recibe con sus más heroicos compases a los actores encargados de cumplir con el papel. Agarrando en un abrazo mortal a Sergio, tomo impulso, pego la espalda contra la baranda y me dejo vencer por la inercia, arrastrando al joven futbolista conmigo. El grita desesperado, intentando zafarse a pesar de que ya no hay huida posible. Yo me deleito en la tragedia, dedicando mis últimos pensamientos a Carmen, pidiéndola perdón y prometiéndola que algún día, cuando salde mis cuentas en el Tártaro, volveré a reunirme con ella allí donde esté. Nos precipitamos al vacío. Él, entre llantos y angustia. Yo, sumido en la más turbadora de las calmas. La gravedad hace el resto.

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BESTIARIO Revisión de las extrañas y retorcidas criaturas responsables de las desgracias de esta publicación.

Eleazar Herrera @Sparda_

Diego Fernández Villaverde @LordAguafiestin

Cris Miguel @Cris_MiCa

J. R. Plana @jrplana

Ramón Plana @DocZero48

Ana Gasull @AnyaFrois

Ricardo Castillo ricardocastillo68hotmail.es

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