el siglo de carpentier

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La Jornada Semanal, domingo 30 de enero de 2005

núm. 517

EL SIGLO DE CARPENTIER Textos de Roberto Fernández Retamar, Ambrosio Fornet y Andreas Kurz

Andreas Kurz

Carpentier entre dos continentes Alejo

Carpentier nació el 26 de diciembre de 1904, es decir, recién habría cumplido cien años. Eso lo sabemos, pero no sabemos cuál sería el lugar más adecuado para conmemorar su natalicio. ¿Es La Habana? ¿Es Lausana, en Suiza? Cuando, en 1991, Guillermo Cabrera Infante, rival literario e ideológico de Carpentier, se refirió al autor de Los pasos perdidos como escritor de procedencia europea, la crítica se mostró sorprendida e incrédula. Posteriormente la investigación confirmó el dato, y en agosto de 2004 Roberto González Echevarría, uno de los mejores conocedores de vida y obra carpenterianas, se refiere a Lausana como lugar de nacimiento, con la convicción de un investigador que ha visto el acta de nacimiento. Esta aparente seguridad me sedujo a integrar el dato de Lausana en mi ponencia para el congreso "El siglo de Alejo Carpentier", que se llevó a cabo del 8 al 12 de noviembre, en Casa de las Américas, La Habana. Pensé, ingenuamente, que la investigación cubana no daría mucha importancia a la cuestión de si Carpentier, quien, como objeto de estudios


literarios, indudablemente pertenece a la isla, nació de este o del otro lado del Atlántico. Me había equivocado. Después de la conferencia se me acercó una señora muy respetable que me reprochó, de manera sumamente amable por cierto, el haber repetido tal intento propagandístico de transformar a Carpentier en escritor europeo. Un intento sin fundamento, ya que existe un acta de nacimiento que de una vez por todas comprueba que don Alejo nació en La Habana. Me quedaré con la duda y con la imagen de un Alejo Carpentier transgresor de continentes. Cabrera Infante no fue el primero en subrayar la europeidad del escritor cubano. Severo Sarduy lo calificó como uno de los mejores novelistas europeos de lengua española, y muy conocidas son las palabras de Pablo Neruda, otro centenario del 2004, en sus memorias Confieso que he vivido: "Allí [en París] vivía el escritor francés Alejo Carpentier, uno de los hombres más neutrales que he conocido. No se atrevía a opinar sobre nada, ni siquiera sobre los nazis que ya se le echaban encima a París como lobos hambrientos." No cabe duda de que el trasfondo cultural de Carpentier es básicamente europeo, aunque esta afirmación es una verdadera perogrullada. ¿Qué escritor latinoamericano puede jactarse de raíces intelectuales no occidentales? Inclusive autores "orientalistas", como los mexicanos José Juan Tablada y Octavio Paz, buscaron –y encontraron– rasgos occidentales en Japón y China. Tablada escribió un estudio extenso sobre el pintor Hiroshigue, quien significativamente es uno de los artistas más europeos de la cultura japonesa... La formación carpenteriana es europea, como es la de Borges, Cortázar, Neruda, Sarduy, Paz, del Paso, es decir, del índice onomástico completo de cualquier historia de la literatura hispanoamericana del siglo xx. Carpentier murió a los setenta y seis años de edad. Vivió más de la mitad de su existencia fuera de Cuba: veintiséis años en París, catorce en Venezuela. Su biografía simboliza, como pocas otras, el vaivén histórico del intranquilo siglo xx. Aun así, los largos años de un exilio, voluntario o involuntario, tampoco sirven como argumento nacionalista en el contexto de la literatura hispanoamericana: raros son los nombres de escritores sin la experiencia de haber vivido en diferentes ámbitos culturales y sociales; y pobre sería la literatura sin esta experiencia. En 1928 Carpentier huye de la dictadura caricaturesca de Machado a París. En 1939 las dictaduras fascistas europeas, que de caricatura tenían poco, impulsan su regreso a América Latina. A partir de 1959 forma parte del socialismo mágico cubano, y a partir de 1965 se establece definitivamente en Francia, con estatus diplomático y a la espera del Premio Nobel que nunca lo alcanzó. Termina nueve novelas, algunas narraciones y miles de crónicas, ensayos y artículos sobre temas variados, destacando la música, la arquitectura y, por supuesto, la literatura de varios idiomas. A la crítica literaria aportó el concepto flexible de "lo real maravilloso" que, junto con el realismo mágico, resultó ser la etiqueta más cómoda para encasillar la narrativa hispanoamericana del siglo pasado.


LOREAL

cientos de tesis y ensayos académicos y alimentó un sinfín de cursos universitarios. Lo que no puede es explicar la obra de Alejo Carpentier. Quizás es cierto que Hispanoamérica es el continente de los milagros cotidianos, o del surrealismo auténtico. Quizás es cierto que André Breton se maravilló por el cerdo que cruzó la cancha de tenis en un club exclusivo de México. Seguramente es cierto que la historia latinoamericana ofrece una rica serie de monstruosidades políticas, de atrocidades carnavalescas y de supersticiones poéticas. Carpentier lo manifiesta en el prólogo a El reino de este mundo (1949) y constata las posibilidades que tal realidad prodigiosa ofrece al escritor latinoamericano, quien ya no dependería de los "trucos de prestidigitador" de la literatura europea: pero sus propias novelas no son real-maravillosas. El cubano sabe, y es muy honesto en ello, que escribe para un público europeo u occidentalizado; se da cuenta y formula lo real maravilloso y, al mismo tiempo, reconoce, con su producción narrativa, la paradoja inherente en el concepto. El ser humano que vive lo real maravilloso normalmente no lee novelas, y si las leyera no percibiría lo maravilloso de la realidad descrita en ellas, sino sólo la realidad tal cual, es decir, se aburriría con la realidad paralela, con el espejo ficticio que aborrecía Platón. Sólo un lector occidental recibe las realidades carpenterianas como maravillosas, pero no se puede percatar de sus elementos realistas, ya que se trata de un sistema ontológicamente ajeno a él. Carpentier, para aprovechar este dilema, recurre al mestizaje cultural y al valor estético-artístico de la erudición. En otras palabras: el cubano lee, y, después de leer mucho, escribe ficción genuinamente intertextual. MARAVILLOSO ORIGINÓ

Carpentier lee a Oswald Spengler, experimenta la decadencia de occidente en los años treinta y manda al ensayista alemán, de dudosa fama hoy, al Caribe, donde sirve para múltiples propósitos: apoya el movimiento afrocubano (Ecue-Yamba-O), propaga la idea de un nuevo orden social y cultural que hace tabula rasa con lo antiguo (El reino de este mundo) y crea la ilusión de que América Latina podría heredar el liderazgo cultural europeo. Carpentier lee a los teóricos del arte barroco y hace suya una concepción del tiempo en forma espiral: todo regresa, pero nunca a su punto de origen (El siglo de las luces). Carpentier lee las crónicas de la Conquista y los reportes de los viajeros europeos en América Latina y copia su actitud de asombro frente a lo novedoso del entorno americano que los obligó a inventar un idioma capaz de hacer aparecer la imagen de lo nuevo en las retinas de sus receptores occidentales, la imagen que nunca será la cosa. Carpentier lee a los grandes novelistas europeos y aprende de ellos que lo fantástico y la hipérbole siempre son más realistas que el testimonio (El recurso del método). Carpentier crea un nunc stans entre Europa y América latina; un lugar sin lugar, un tiempo sin tiempo. Los mejores textos del cubano construyen el laberinto temporal metafísico,


lo hacen más sutilmente y más discretamente que los cuentos de Borges. En "Viaje a la semilla" los relojes corren a la izquierda y a la derecha a la vez y producen dos mundos que, al final de la narración, son uno de nuevo. En Los pasos perdidos un día desaparece del calendario y se lleva consigo el origen del tiempo y del intelecto humano. En El acoso la acción y la lectura de la novelita se llevan a cabo al compás de la Eroica de Beethoven: arte y vida se funden; una existencia completa transcurre en cuarenta y seis minutos.

CARPENTIER ESTARÍA MUY ORGULLOSO y contento por la disputa acerca de su lugar de nacimiento. El gran narrador proyecta América Latina hacia Europa y, en un movimiento de espiral, su erudición occidental plantea una imagen caricaturesca de Europa en América Latina. El 26 de diciembre del 2004 el novelista y ensayista Alejo Carpentier habría cumplido cien años de edad. Nació en La Habana, Cuba y en Lausana, Suiza.

El reino revisitado Ambrosio Fornet El

proceso de colonización del Nuevo Mundo iniciado a principios del siglo XVI convirtió a la América que hoy llamamos latina en el insólito escenario de vastos y profundos mestizajes, tanto étnicos como culturales. De ahí que para la intelligentsia latinoamericana el anhelo de legitimidad y autoctonía haya adoptado a menudo, por contraste, la dramática forma de una crisis de identidad. La noción de lo "real-maravilloso" –expuesta por Carpentier en un texto de 1948 que al año siguiente serviría de prólogo a El reino de este mundo– forma parte del arsenal de metáforas con que la intelectualidad del Continente trató durante siglos de conjurar el desconcierto de su propia naturaleza híbrida, es decir, el trauma de sus orígenes coloniales.1 Pero aquí la metáfora, mordiéndose la cola, devolvía la reflexión a los orígenes, puesto que lo maravilloso está en la base misma del discurso historiográfico hispanoamericano. Si los relatos históricos fueran simples artefactos verbales, sin nexo alguno con sus posibles referentes, cabría afirmar que ciertos pasajes de las Crónicas de Indias son los textos


fundacionales de la literatura fantástica hispanoamericana. Carpentier era muy consciente de ese vínculo primigenio entre realidad autóctona y ficción literaria –en su famoso prólogo, de hecho, alude a ciertas utopías que podían trocarse en obsesiones tan pronto como los crédulos y codiciosos aventureros españoles pisaban suelo americano–, pero sólo lo hace explícito en sendos textos publicados en Cuba y México, uno de los cuales, virtualmente desconocido por la crítica, parece ser una paráfrasis del otro, incluido en su libro de ensayos Tientos y diferencias. En éste hace la desafiante, categórica afirmación de que la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, es "el único libro de caballería real y fidedigno que se haya escrito". Al rememorar las aventuras vividas por Hernán Cortés y sus esforzados seguidores en la conquista de México –aquel mundo de hechiceros, ciudades fabulosas, dragones de río, insólitas montañas nevadas que despedían bocanadas de humo...– el cronista, sin proponérselo, había narrado proezas superiores a las de los más ilustres personajes de las novelas de caballería. 2 El otro texto, no firmado por el autor, sirvió de prólogo a la edición cubana de la Verdadera historia...., una de las primeras obras que Carpentier hizo publicar cuando asumió la dirección de la Editorial Nacional de Cuba en 1962. Llevaba un epígrafe del hispanista norteamericano Washington Irving: "La acciones y aventuras extraordinarias de estos hombres que emulaban las gestas de los libros de caballerías tienen, además, el interés de la veracidad...". Ese "además", subrayado por mí, parece extraído de un ensayo sobre teoría de la recepción; se diría que para Irving el valor testimonial de las Crónicas se da por añadidura: es sobre todo su carácter novelesco el que les otorga interés. Idéntica impresión se desprende de la lectura de Bernal que hace ahora Carpentier. Dice que antaño el público aficionado a los libros de caballería, dejándose arrastrar por su imaginación, soñaba con aventuras y andanzas por regiones fabulosas. Y he aquí que, de pronto, ocurrió lo inesperado: en ciudades extraordinarias, como Tenochtitlán, en reinos desconocidos, como Tlaxcala, entre magos y hechiceros (los llamados teules), entre montañas humeantes (los volcanes) y dragones acuáticos (los cocodrilos), Cortés y sus compañeros vivirán "su propio Libro de Caballería", más fascinante que el protagonizado por el mismísimo Amadís de Gaula. "Aquí el prodigio era tangible, el encantamiento era cierto, los hechiceros hablaban dialectos nunca oídos..." Ahora lo maravilloso había pasado a ser, "por primera vez, lo real maravilloso.3 Es evidente que estamos ante la búsqueda de un linaje propio, ese incoercible afán que hizo decir a Borges que cada escritor acaba creando a sus precursores. Pero se evidencia también el osado propósito de legitimar, gracias al prestigio de los hechos, la visión ontológica que le había permitido a Carpentier concluir el prólogo de El reino de este mundo con esta desmesurada pregunta: "¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real-maravilloso?" Así, contrariando el dictamen de Hegel, el Nuevo Mundo dejaba de ser pura geografía para inscribirse en la Historia universal con sus propias señas de identidad. Uno de los


mayores méritos del relato, en opinión del autor, era su irreductible autoctonía: se trataba de "una historia imposible de situar en Europa". Pero al mismo tiempo –añadimos nosotros– inseparable de la historia europea, porque Europa era el Otro en cuyo rostro patriarcal América podía reconocerse a sí misma como algo diferente y delinear – como lo hizo a lo largo del siglo xix– los rasgos distintivos de su incipiente personalidad. De hecho, lo que Carpentier descubre en Haití, durante su alucinante viaje de 1943, no es sólo la presencia de lo maravilloso sino también la viabilidad de un método, de una hermenéutica del espacio americano. Se percató de ello ante las ruinas que atestiguaban la insólita presencia de Paulina Bonaparte en Cap Français. Se trataba de un método que permitía mostrar, mediante sutiles paralelismos, el fenómeno de la simultaneidad de tiempos característico de una Historia, como la colonial, donde suelen coexistir diferentes modos de producción material y espiritual, o mejor, diferentes épocas y culturas. Más que un hallazgo, eso significó para el viajero "una revelación". Vi –diría años después– la posibilidad de establecer ciertos sincronismos posibles, americanos, recurrentes, por encima del tiempo, relacionando esto con aquello, el ayer con el presente. Vi la posibilidad de traer ciertas verdades europeas a las latitudes que son nuestras.4

Europa aportaba también, como telón de fondo, el espacio reflexivo gracias al cual podía mostrarse por contraste lo específico de la maravilla americana. El prólogo de El reino de este mundo, con las consabidas declaraciones de Breton como subtexto, puede considerarse un verdadero contra-manifiesto del movimiento surrealista. Lo maravilloso "presupone una fe"; el escepticismo convierte a los falsos taumaturgos en burócratas de lo maravilloso, aptos sólo para inventar ridículas patrañas como aquella del encuentro casual, en un quirófano, del paraguas y la máquina de coser. Esa afición a la maravilla prefabricada –o, como dice Carpentier, a lo maravilloso suscitado "a todo trance"– carece de sentido en un Continente que "está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías" y donde el racionalismo positivista, en consecuencia, tiene escasas posibilidades de echar raíces. Citando a France Vernier, el ensayista colombiano Carlos Rincón ha llamado la atención sobre el hecho, a menudo olvidado, de que lo maravilloso es un concepto histórico, que varía con las épocas: significó cosas distintas "en la Edad Media, en la época romántica y en los años veinte en Francia". Rincón insiste en destacar los matices que diferencian la meraviglia de Giambattista Marino de lo meraviglioso de Tasso, lo extraordinaire et merveilleux de Boileau y das Wunderbare de Wieland y el romanticismo alemán. Y afirma que la noción de lo real-maravilloso contribuyó a forjar "un nuevo sistema estético" en Latinoamérica. Ha de admitirse, sin embargo, que el campo de significación propio de la metáfora es bastante ambiguo porque, en efecto, si lo maravilloso "presupone una fe", surge la duda: ¿la maravilla está en las cosas o en nuestra manera de percibirlas? ¿El concepto remite a la ontología o a la fenomenología? Dudar es caer de nuevo en la


trampa del racionalismo, esta vez desde la orilla opuesta. Hay que poner la incredulidad entre paréntesis: estamos ante una estrategia discursiva que aspira a dar cuenta de realidades naturales y culturales de proporciones desconocidas en Europa y aún no encasilladas por la ratio europea. En otras palabras, es la razón poética de un mundo donde la magia conserva su virtud transformadora y lo insólito se inscribe en lo cotidiano como parte de un incesante proceso de contraposición y mestizaje de culturas. El método incluye la capacidad del escritor o el artista americano para detectar las fallas del discurso europeo e instalarse en sus grietas e intersticios, tomando posesión de los espacios vacíos. En primer lugar, los de la lengua misma. Estamos muy lejos aún de la ironía histórica que supone la capacidad de Calibán para maldecir al amo en su propia lengua. Cuando hablamos de espacios vacíos nos referimos literalmente a las carencias lingüísticas que impiden al forastero llevar a cabo la apropiación simbólica de un ámbito exótico, lo que aquí podía significar que los sonidos propios de América debían articularse sobre los silencios europeos. Carpentier solía referirse al desconcierto de Cortés, que en una de sus cartas al rey de España lamentaba carecer del vocabulario necesario para describir el mundo que estaba conquistando para él. No tenía palabras con que domesticar aquella realidad inédita. Y para Carpentier estaba claro que su misión consistía en encontrar esas palabras y dar voz a esos silencios. Había hallado en la historia americana el único asunto que, al decir de Roberto González Echevarría, podía situarse junto a los mitos homéricos y bíblicos, y ahora debía elaborar los modos de representación que le permitieran abordarlo desde una perspectiva diferente. En opinión de Seymour Menton, el movimiento literario que él mismo denomina nueva novela histórica latinoamericana se inicia en 1949, con El reino de este mundo, y produce en los cuarenta años siguientes varias decenas de obras, entre ellas algunas del propio Carpentier. Basta comparar la inventiva que trasciende de El reino..., desde su título mismo hasta su alucinante y apocalíptico desenlace, para comprender la novedad de su propuesta estética. Pero que el marco historiográfico apenas sobresalga no significa que esté ausente. A propósito de su visita a la casa de Paulina Bonaparte y a la fortaleza de La Ferriére, en Haití, Carpentier se preguntaba con fingido candor: "¿Qué más necesita un novelista para escribir un libro?" Algunos de sus críticos respondieron sin vacilar: una enorme bibliografía en varias lenguas. Emma Susana Speratti-Piñero, que acometió hace más de veinte años la ardua tarea de poner al descubierto esas fuentes, llega a decir que El reino de este mundo, pese a ser un libro muy imaginativo, "es eminentemente libresco". Ante semejante afirmación el autor, probablemente, se hubiera encogido de hombros; en el prólogo de la novela tuvo a bien consignar que su historia se basaba en "una documentación extremadamente rigurosa" y "un minucioso cotejo de fechas y de cronologías". Exageraba, por supuesto. Al terminar la novela creemos saber quién fue Henri Christophe –el delirante y patético monarca que se atrevió a traicionar a su pueblo y a los dioses de su pueblo– pero del verdadero Christophe "lo único absolutamente seguro e irrebatible" que se sabe –si hemos de creer a Speratti-Piñero– "es que nació y murió". No tiene nada de extraño, por tanto, que Carpentier admirara la forma en que Valle-Inclán, al novelar las guerras carlistas, había asumido la Historia sin sucumbir a ella, ni que el crítico checo Emil Volek hablara del "respeto arbitrario" de Carpentier hacia la realidad histórica. Es lo


que el propio autor definió como la necesidad de "ir más allá del documento". Lo que importa no es el mayor o menor apego al dato, sino la conciencia histórica misma, alimentada en este caso por la desafiante convicción de que el territorio insular del Caribe había sido escenario de una de las grandes epopeyas de los tiempos modernos (certeza que subyace también en la estrategia discursiva de El siglo de las luces, otra obra maestra). En ambas novelas –lo he dicho en otra ocasión– las Antillas han dejado de ser la periferia o los vertederos de la Historia para convertirse en el centro del universo, el Gran Teatro del Mundo donde todas las pasiones y todas las ideas –las nociones mismas de humanidad y universalidad– serán sometidas a prueba y llevadas a juicio. González Echeverría ha hecho notar que fue en el Caribe donde comenzó a tomar forma el enigma de la identidad latinoamericana y donde por primera vez se produjeron en el Nuevo Mundo fenómenos tales como "el colonialismo, la esclavitud, la mezcla y la lucha de razas y, en consecuencia, los movimientos de revolución e independencia"... Irlemar Chiampi llamó la atención sobre ese protagonismo histórico al describir el Caribe como "el lugar de encuentro de Colón con los nativos, el eje de expansión de la conquista española por el Nuevo Mundo, el centro irradiador de la problemática política, racial y antropológica que la conquista de América significó en la historia de Occidente. Y es ahí –concretamente, en la colonia francesa de Saint-Domingue, que al independizarse asumirá el nombre aborigen de Haití– donde se desarrollará la acción de El reino de este mundo en un lapso aproximado de ochenta años, cuyos extremos pudieran situarse en 1750 y 1830. La de Saint-Domingue fue, después de la norteamericana, la primera revolución anticolonialista de la historia. Nació al calor de la Revolución francesa, pero –como bien observa Aimé Cesaire en su biografía de Toussaint L’Ouverture– tuvo características muy propias y una sola cosa en común con aquélla: su ritmo, es decir, sus ciclos. Como en una carrera de relevos, las distintas partes involucradas –en Francia los constitucionales, los girondinos, los jacobinos– iban desplazándose mutuamente del poder: tan pronto como una de ellas cumplía su misión y se mostraba incapaz de llevar la revolución adelante, otra la eliminaba y ocupaba su lugar, hasta que le llegaba a su vez el turno de ser desplazada. Cada una, como dice Cesaire, encarnaba un "momento" del proceso revolucionario. Fue lo que – mutatis mutandis– ocurrió en Haití con los blancos, los mulatos y los negros, que en este contexto, además, eran o fungían de amos y esclavos. En la novela, la rebelión contra los colonos blancos da paso al reinado de Christophe, y la rebelión contra éste, al gobierno de los mulatos republicanos, que imponen un régimen de trabajo forzado en las zonas rurales. Son hechos históricos. Pero una simple ojeada al texto bastaría para convencernos de que no estamos ante el esquema clásico de la novela histórica, tal como fue elaborado en 1955 por Lukács. Aquí el acontecimiento, el magma histórico es apenas el punto de partida para una reflexión sobre el sentido de la historia y, por tanto –como bien observa Alexis Márquez–, sobre el problema político de la libertad colectiva y el problema ético de la libertad individual. En la novela histórica clásica el tiempo afecta no sólo el plano


de la acción –de la diégesis–, sino también el de la construcción del personaje, que cambia bajo la presión de las circunstancias. En El reino... –como conviene, por lo demás, a su carácter episódico–, los personajes se mantienen iguales a sí mismos o cambian fuera de la narración, sin que sepamos cómo ni por qué, sujetos, por decirlo así, a la lógica de un tiempo extradiegético, a la secreta voluntad del "viejo topo". Ti Noel –el hilo conductor del relato– es un joven en el primer capítulo y un anciano en el último, pero básicamente es el mismo en ambos extremos. Christophe, por el contrario, es un cocinero al comenzar la segunda parte del relato, un artillero poco después y un poderoso monarca finalmente, pero sobre el proceso que condujo a aquel cambio y a esta increíble metamorfosis nada se nos dice, como para subrayar que lo maravilloso no tiene ni requiere explicación, porque no responde a leyes de causa y efecto. Y eso nos trae de vuelta al componente esencial de la nueva visión de la realidad americana y de sus formas de representación discursiva. Se trata del papel que desempeña el mito, o más exactamente la conciencia mítica en el curso de los acontecimientos históricos y en la conducta de los personajes. Aquí estamos ante un sistema de creencias y de rituales mágicos –los del vudú–, que permiten a los esclavos ver escapar a su líder de la hoguera volando por sobre la cabeza del verdugo mientras les arranca el grito de "Mackandal sauve!" en el momento mismo en que su cuerpo es consumido por las llamas –simultaneidad de visiones que, por cierto, Carpentier resuelve magistralmente en el plano discursivo alternando la narración en tercera persona con el estilo indirecto libre. Fueron aquellas creencias las que persuadieron a los negros de que la victoria sobre los blancos era inevitable porque los líderes rebeldes habían sellado un pacto con sus dioses ancestrales, los grandes Loas del África. Y fueron ellas las que llevaron al anciano Ti Noel, en uno de sus escasos momentos de lucidez, a la desafiante conclusión de que la magia tenía en efecto una función liberadora, pero sólo cuando se proyectaba hacia lo terrenal, como parte de una ética que exigía al hombre "imponerse Tareas" para "mejorar lo que es". Así, inducido por el autor, Ti Noel cumplía al final de su vida una secreta misión ideológica: la de refutar de antemano a los detractores de Carpentier, que lo acusarían de pesimismo o fatalismo histórico basándose en su supuesta adhesión a la doctrina del corsi e ricorsi (Vico). Carpentier, sin embargo, nunca había sido más realista que al fabular esas iteraciones, primero porque las revoluciones francesa y haitiana –como observó Cesaire– respondieron en lo político a una dinámica cíclica, y segundo porque, en un sentido más general, todas las sociedades posteriores a la comunidad primitiva– llámense esclavistas, feudales o burguesas– han tenido en común su capacidad para reproducir el mismo esquema de dominación. El lector disculpará que repita lo que ya escribí en otra ocasión: a lo largo de siglos, la conciencia popular –tanto la mitológica como la cotidiana– ha percibido aquel fenómeno y lo ha formulado de maneras diversas: a través de mitos, como el de Sísifo –que Ti Noel encarna literalmente en un dramático pasaje del texto–, o de imágenes y símbolos como la Cruz que cada ser humano debe sobrellevar para cumplir su destino en este Valle de Lágrimas. Pero si la misión del hombre consiste en "imponerse Tareas" con el fin de "mejorar lo que es", puede llegar el momento en que la implacable dinámica de los ciclos se quiebre definitivamente.


Si la tesis de lo real-maravilloso no hubiera cuajado como fabulación en la práctica de la escritura, el prólogo y el cuerpo de El reino de este mundo no habrían pasado a la historia de la literatura latinoamericana como una unidad indivisible. Aquí, teoría y práctica, lo programático y lo narrativo se entrelazan y establecen un impresionante diálogo recíproco. Quizás esa coherencia sea el logro supremo del autor, visible también en un estilo sabiamente añejado que le da sabor de crónica a la fábula, y en el modo irónico, casi subrepticio con que nos reintroduce una y otra vez en su tema: aquí, una referencia a los idílicos paisajes de Bernardin de Saint-Pierre; allá, una reflexión sobre el momento en que Paulina Bonaparte siente el llamado de su sangre corsa; más allá, casi al final de la novela, una descripción del improvisado refugio de Ti Noel, entre las ruinas de lo que fuera la hacienda de su amo. Lo curioso es que el refugio se ha convertido en una réplica del quirófano de Lautréamont; por obra y gracia del azar coinciden en ese minúsculo espacio un pez embalsamado y una bombona de vidrio, una cajita de música y varios tomos de la Gran Enciclopedia. Hemos de suponer que estos últimos son voluminosos, porque Ti Noel suele sentarse en ellos a comer trozos de caña de azúcar.5 * Versión ampliada del texto que servirá de prólogo a la edición de la colección Relato Licenciado Vidriera, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Apareció originalmente en italiano, en el volumen Il romanzo (II), compilado por Franco Moretti (Turín, Einaudi, 2002). 1 Sobre la poética de lo real-maravilloso –y en general sobre la obra de Carpentier– véanse también Irlemar Chiampi, O Realismo Maravilhoso. Forma e ideología no Romance Hispano-Americano. Sao Paulo, 1980 (hay ed. en castellano: Monte Ávila, 1983); Alexis Márquez Rodríguez, Lo barroco y lo real-maravilloso en la obra de Alejo Carpentier, México, 1982; Roberto González Echevarría, Alejo Carpentier: el peregrino en su patria, México, 1993 (versión ampliada de Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home, Ithaca, 1977); Leonardo Padura Fuentes, Un camino de medio siglo: Carpentier y la narrativa de lo real-maravilloso, La Habana, 1994. En Salvador Arias (ed.), Recopilación de textos sobre Alejo Carpentier, La Habana, 1977, pueden consultarse algunos de los ensayos y críticas más representativos publicados hasta esa fecha. La Biobibliografía de Alejo Carpentier, La Habana, 1984, de Araceli García-Carranza, con sus casi cinco mil asientos, es la más completa hasta la fecha; tiene como único antecedente notable Alejo Carpentier. Estudio biográfico-crítico, New York, 1972, de Klaus Müller-Bergh. 2 . A.C., "De lo real maravillosamente americano" [sic] en Tientos y diferencias, México, 1964, pp. 115-135. (El verdadero título, cambiado por error de la editorial, es –como se sabe– "De lo realmaravilloso americano".) Se trata, en realidad, de un nuevo ensayo que concluye anexando el prólogo de la novela. 3 . A.C., Prólogo, en Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, La Habana, 1963, p.11. 4 A.C., Tientos y diferencias, ed. cit. p. 129. 5 Para Bernardo Subercaseaux se trata de un gesto simbólico que implica un rechazo del saber eurocéntrico. El mismo irónico contraste se establece en El siglo de las luces, mientras, en su cabaña de la Cayena, Billaud-Varenne escribía a la luz de un quinqué, su joven amante, la mulata Brígida, desnuda en un camastro, "se abanicaba los pechos y los muslos con un número de La décade philosophique".


El siglo de Alejo Carpentier Roberto Fernández Retamar El

4 de abril de 1978, después de recibir en el paraninfo de la Universidad Complutense el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes de manos de S.M. el Rey de España D. Juan Carlos, Alejo Carpentier leyó su texto "Cervantes en el alba de hoy", e imaginó en él una fiesta grande que ocurrió el domingo 9 de octubre de "un día de otoño ya muy lejano", en la "magnífica ciudad de Alcalá de Henares", cuando tuvo lugar la ceremonia del bautismo de Cervantes. Se trató de una "fiesta de muchísimos personajes –de tantos y tan renombrados personajes que el mismo historiador Cide Hamete Benengeli, de haber estado presente, hubiera perdido la cuenta de ellos, por lo numerosos". Y añadió: "al memorable y jubiloso bautismo asistieron, entre muchos otros, las señoras Emma Bovary, Albertina de Proust, Ersilia de Pirandello y Molly Bloom, venida especialmente de Dublín, con su esposo Leopoldo Bloom y su amigo Stephen Dedalus, el príncipe Mishkin, el cándido Nazarín, taumaturgo sin saberlo, y hasta un Gregorio Samsa, de la familia de los Kafka –aquel mismo que, una mañana, había amanecido transformado en escarabajo– pertenecientes todos a la [...] cofradía de la dimensión imaginaria, fundada, con su llegada al mundo, por quien iniciaba entonces su existencia entre nosotros.// Y es que con Miguel de Cervantes Saavedra –y no pretendo decir ninguna novedad con ello– había nacido la novela moderna". Hoy, al conmemorar el centenario de Alejo Carpentier, se anuncia otra fiesta de personajes aún más numerosos, muchos de los cuales, precisamente, fueron creados por el extraordinario cubano cuya secularidad celebramos. Tales personajes proceden de sus novelas Écue-Yamba-Ò, pero sobre todo de El reino de este mundo, con el que inició un ciclo admirable que incluyó también Los pasos perdidos, El acoso y El siglo de las luces, y un segundo ciclo formado por El recurso del método, Concierto barroco, La consagración de la primavera y El arpa y la sombra. Como si ello no bastase, muchos otros personajes imaginados o transformados por Alejo asoman sus rostros en los ballets La rebambaramba y El milagro de Anaquillé y en la ópera bufa Manita en el suelo; y en los relatos "El camino de Santiago", "Viaje a la semilla" y "Semejante a la noche" (publicados conjuntamente con la novela El acoso en su libro Guerra del tiempo), en otros dispersos, y en páginas que dejó inconclusas, además de la obra de teatro La


aprendiz de bruja. Ese impresionante conjunto, que lo hace uno de los fundadores y protagonistas de la moderna literatura de nuestra América, fue paralela a otra faena descomunal: la que desempeñó como periodista, faena gracias a la cual informó de la vida cultural de su momento desde la adolescencia. Los órganos de prensa en que colaboró fueron numerosos y de muy variados países. Por ejemplo, hace unos veinte años Araceli García-Carranza realizó un catálogo de más de mil setecientos artículos que Alejo escribió para la columna "Letra y solfa", en el mejor momento del periódico caraqueño El Nacional. Nacieron durante los fértiles años, entre 1945 y 1959, que Alejo vivió en Venezuela, donde alcanzó sus madurez literaria (como le había ocurrido a Martí, también en Caracas, en 1881). Y habían sido antecedidos (y luego acompañados) por los que enviara a publicaciones periódicas de Cuba y otras tierras. En Cuba inició su tarea literaria y allí se formó para siempre. La larga y fructífera estancia de Alejo en Francia, entre 1928 y 1939, así como su condición bilingüe, han confundido a algunos que han creído ver en él un representante más del latinoamericano ganado por las tempestades o las brisas de Europa. Nada más lejos de la verdad. El Alejo que por razones políticas harto conocidas sale de La Habana aquel 1928 con los papeles de su fraterno Robert Desnos y permanece más de una década en París (con hiatos como el de la Guerra civil de España, cuando participó en su memorable Congreso en defensa de la cultura y escribió fuertes páginas contra la barbarie fascista) era ya un hombre formado. Y formado en el fuego de un ambiente en que se cruzaban las aspiraciones políticas y sociales de un país neocolonial en lucha por liberarse, con inquietudes artísticas que encontrarían pleno desarrollo años después, sobre todo en la propia obra de Carpentier. Sin duda su vinculación en Francia con el grupo surrealista habría de serle importante, y esto es válido incluso cuando rompió con él, considerando que sólo le sería dable ser allí un epígono. Pero buena parte de la ulterior discusión teórica de Alejo se haría teniendo a la vista la magna aventura surrealista. En Cuba había vivido ya a fondo las inquietudes políticas y estéticas de una época de fundación sofocada entonces. Un año antes de viajar a París, estuvo entre los firmantes de la "Declaración del Grupo Minorista" que redactara en 1927 Rubén Martínez Villena, cuyo magisterio reconoció siempre Alejo. Por suficientemente conocidos no repito aquí todos los puntos de aquella "Declaración" en la que, de modo elocuente, se mezclaban las reivindicaciones "por el arte vernáculo y, en general, por el arte nuevo en sus diversas manifestaciones", junto a otras "por la independencia económica de Cuba y contra el imperialismo yanqui" o "por la cordialidad y la unión latinoamericanas". Ya en un artículo de 1931, "América ante la joven literatura europea", donde comentaba el único número de la revista Imán, cuya jefatura de redacción ejerció, dijo: "Si he creído útil, en los terrenos del periodismo, el dar a conocer los valores más representativos del arte moderno europeo, me he separado siempre del viejo continente en mi labor personal de creación." Y en 1975, en su "Problemática del tiempo y el idioma en la moderna novela latinoamericana", sería más explícito al proclamar que, radicado por razones políticas en Francia a partir de 1928, "se me presentó un dilema: escribir en francés, o escribir en español. No vacilé un solo minuto: escribir en francés aquello que me ayudaba a vivir –artículos, ensayos, reportajes que publicaba la prensa– pero lo que era mío, lo que era mi expresión, lo que era mi literatura, lo escribía en castellano".


Que el ideario de aquella "Declaración" habanera coincidía con el del joven Carpentier lo ratifica, entre muchísimas cosas, un texto que permaneció prácticamente desconocido durante cerca de medio siglo, y que el propio Alejo, a solicitud nuestra, nos entregara para la sección "Páginas salvadas" de la revista Casa de las Américas, donde apareció en su número 84, mayo-junio de 1974: su "Carta abierta a Manuel Aznar sobre el meridiano intelectual de Nuestra América", publicada originalmente en el Diario de la Marina el 12 de septiembre de 1927, el mismo año de la "Declaración del Grupo Minorista", y provocada por un insensato artículo eurocéntrico aparecido en la madrileña Gaceta Literaria. Para entonces, a pesar de su juventud, Alejo tenía el conocimiento profundo no sólo de aspectos fundamentales de su país, lo que incluía una familiaridad inusual con aportes africanos a distintas manifestaciones nuestras, sino además de muchas de las grandes creaciones contemporáneas mexicanas, pues a mediados de la década Alejo había visitado México, país que vivía a la sazón una efervescencia tanto política como artística que irradiaba sobre todo nuestro Continente. El periódico El Machete defendía allí aspiraciones de revolución social mantenidas por figuras cimeras de la plástica de aquel país. Rivera y Orozco, aún no considerados las grandes figuras que eran, le habían ganado el corazón para siempre al joven cubano. En aquella carta a Aznar, Alejo apunta que, a diferencia de lo que sucedía entonces en Europa, en nuestra América [...] las cosas ocurren de muy distinta manera. Si los observa usted, verá que hay un gran fondo de ideales románticos tras los más hirsutos alardes de la nueva literatura latinoamericana. Desde el río Grande hasta el estrecho de Magallanes, es muy difícil que un artista joven piense seriamente en hacer arte puro o arte deshumanizado. El deseo de crear un arte autóctono sojuzga a todas las voluntades. Hay maravillosas canteras vírgenes para el novelista; hay tipos que nadie ha plasmado literariamente; hay motivos musicales que se pentagraman por primera vez (recuerdo que Diego Rivera me decía que hasta el año 1921 nadie había pensado en pintar un maguey). Estas circunstancias son las que propician ciertos ideales románticos: nuestro artista [...] ve algo más que un elevado juego en sus partos intelectuales. A veces sueña dejar sus huesos en algún Misolonghi andino. Y esto le induce a menudo a adoptar actitudes que en Europa resultarían completamente inverosímiles.

Esas palabras de la carta a Aznar concluyen con una posdata no menos aguda que las líneas transcritas. Dice allí Alejo: "Me parece que nunca, en América, se acudió a la literatura francesa más que para encontrar la solución a ciertos problemas de métier, que interesan a todos los que intentan traducir matices del espíritu nuevo. Y ya sabe usted que la literatura gala de ahora –más inquieta que medular– se afana en resolver esos problemas." Acaso sin proponérselo, en ese texto juvenil Alejo produjo un importante manifiesto. Para entonces, su producción literaria estaba prácticamente por hacer. La carta era una flecha disparada al porvenir. Lo sorprendente es la vigencia de esa flecha, que mucho tiempo después hizo a aquellas palabras tempranas dignas de situarse junto a otras de madurez como


"Tristán e Isolda en Tierra Firme" (ensayo editado en Caracas, en 1949, que también había permanecido casi olvidado hasta que la revista Casa de las Américas lo republicara en su número 177, noviembre-diciembre de 1989, autorizado por la entrañable Lilia Carpentier, quien también nos diera para esa ocasión las páginas iniciales de la novela en que Alejo trabajaba al morir), el prólogo a la primera edición de El reino de este mundo (que después crecería hasta volverse "De lo real maravilloso americano", incluido junto con varios de estos ensayos y otros en Tientos y diferencias, México, 1964), "Literatura y conciencia política en América Latina", "Problemática de la actual novela latinoamericana", "Papel social del novelista", el conjunto de conferencias que reunió en 1975 con el título Razón de ser, o "La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo". La lectura de estos materiales a menudo polémicos revela la penetración constante con que Alejo fue viendo no sólo su obra sino la que estaba por hacer, y también la de otros escritores y artistas, todo lo cual ratifica la justeza de José Antonio Portuondo cuando subrayó el alto valor teórico de muchos textos de Carpentier. Pero sin duda fue su ficción la que le dio la primacía que ostenta su obra. Sólo que esa obra no pude verse desvinculada del músico que llevaba dentro, según palabras suyas, quien nos dio en 1946 la primera historia orgánica de la música en Cuba; del comentarista de literatura, artes plásticas, cine, ballet; del renovador de la radio, que en un momento creyó que de ella saldría un arte nuevo, como había sido el caso del cine; del promotor cultural que organizó en el Lyceum de La Habana, en 1942, la primera exposición personal de Picasso en América Latina; del editor erudito y audaz. Y, quiero destacarlo, de la criatura nada neutral, que una y otra vez abrazó causas justas: sufrió en su juventud prisión política por combatir un régimen tiránico en Cuba; defendió a la agredida República Española; combatió en sus artículos al nazismo; se identificó plenamente con la Revolución cubana, que lo movió a regresar a su patria y ponerse a disposición suya; fue testigo directo y denunciante de la guerra monstruosa que Estados Unidos le infligió a Vietnam; murió en su puesto, como un soldado de la guerra de su tiempo. La Casa de las Américas considera un alto honor que la Comisión Organizadora del Centenario la haya escogido para organizar este Congreso, pero por otra parte era natural que ocurriera, dados los vínculos tan estrechos que Alejo mantuvo con ella prácticamente desde su fundación. Se sabe que él diseñó las bases del concurso que acabó llamándose Premio Literario Casa de las Américas, y sugirió los nombres de los integrantes del primer jurado, la calidad de cuyas obras marcó un nivel que caracterizaría a los venideros, los cuales a menudo contaron con su presencia. Colaboró frecuentemente en la revista que es órgano de la institución, y acaba de crear una colección de materiales aparecidos en ella cuya entrega inicial recoge textos de Alejo que vieron la luz allí. La presidenta y alma de la Casa, la compañera Haydee Santamaría, que tanto lo admiró y quiso, viajó a España para asistir a la recepción por Alejo del Premio Miguel de Cervantes. Puede decirse que Alejo fue uno de los hacedores de la Casa. Pero comprendemos que su dimensión nos desborda, como desborda a su patria y aun a nuestra América toda. Es un escritor de envergadura mundial. Lo que no está en contradicción con la fidelidad que toda su obra guardó al ámbito no sólo cubano, sino latinoamericano y caribeño. En más de una ocasión (incluso al recibir el Premio Cervantes) citó e


hizo suyas las palabras de Miguel de Unamuno según las cuales "hemos de hallar lo universal en las entrañas de lo local, y en lo circunscrito y limitado, lo eterno". Así procedió él. Nos parece muy acertado el nombre de este Congreso. No es sólo la glosa del título de una de sus grandes novelas. Es que Alejo Carpentier es de los seres humanos que supieron encarnar, en sus luchas, sus creaciones, sus dolores y sus esperanzas, el convulso siglo xx. Y por haber sido a cabalidad un hombre de su época, seguirá siéndolo mientras la humanidad perviva en este asendereado planeta.

* Palabras en la inauguración del Congreso Internacional El siglo de Alejo Carpentier, realizado en la Casa de las Américas entre el 8 y el 12 de noviembre de 2004.


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