V SEMINARIO INTERNACIONAL DE EDUCACIÓN ARTÍSTICA Aguascalientes, 17 al 20 de abril de 2013
DEL ARTE Y LO SAGRADO SERGIO ESPINOSA PROA Universidad Autónoma de Zacatecas
1. La diferencia esencial entre el arte y la religión es, para empezar, que el primero no exige que creamos en él. La Ilíada no es la Biblia y Gracias por el fuego no es el Corán. Quizás hay algo sagrado en la literatura, en la pintura, en la música, pero no es un sagrado del mismo tipo que el de la religión. Lo sagrado que hay en las religiones no es para disfrutarse sino exactamente para lo contrario, para someterse a él, para sufrirlo. Uno puede decir que las cantatas de Johann Sebastian Bach o la Transfiguración de nuestro Señor Jesucristo de Olivier Messiaen son expresión de lo sagrado, pero si no nos dicen qué hacer no son manifestaciones propiamente religiosas. La religión, su nombre lo delata, es obligatoria: re-ligare es ante todo un ob-ligare. Con esta premisa inicial, que reformularemos o abandonaremos en cuanto sea necesario, se presenta de improviso el problema del llamado arte sacro. La conjunción de estas dos palabras nos remite a otra conjunción que no por ser de uso casi universal se halla exenta de ambigüedad; me refiero a la expresión filosofía científica. La ambigüedad procede en primer lugar del hecho de que damos inmediatamente por descontado que el arte o la filosofía son sustantivos que pueden ser adjetivados. Que exista el arte sacro implica que por otra parte existe un arte profano o secular. Que haya una filosofía científica significa que hay también una filosofía crítica o metafísica. Etcétera. Ahora bien, el caso es que desde cierto punto de vista, que aquí trataré de explicitar y de ser posible defender, todo el arte es sacro, pero no toda la religión lo es. Paralelamente, hay una filosofía que hace de la ciencia su objeto, pero, en rigor, no existe algo así como una “filosofía científica”. He escrito “en rigor”; la ciencia es impensable sin la filosofía, pero no aplica la contraria: la ciencia es una
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posibilidad que abre la filosofía y que puede realizarse o no. Depende de muchos factores. La ciencia funciona al contrario: una vez en marcha, excluye cada vez más —en la teoría y en la práctica— a la filosofía, que en adelante será identificada con la metafísica, es decir, por señalar sólo lo decisivo, una manera superada (por las ciencias, precisamente) de actividad pensante. La filosofía, en la época de la imagen científica del mundo, se justifica exclusivamente (y a duras penas) como historia de la filosofía. En cualquier caso, ya adivino objeciones y reservas, esta es la tendencia predominante. A la filosofía le cuesta cada vez más trabajo “posicionarse”, como dicen, en la cultura actual, dominada ampliamente por la ciencia. A la mayoría de la gente no acaba de quedarle claro por qué tendría que permanecer la filosofía o recibir apoyos económicos si tanto la naturaleza —el mundo— como el hombre —el alma—, en su totalidad y en su detalle, han llegado a ser objetos legítimos de la mirada y la manipulación científico-técnica. ¿Qué objeto o qué tema le resta a la filosofía? ¿Diosito? Pues ni ese, porque la teología hace mucho que se lo arrebató. Quiero decir solamente, porque no es el asunto principal de esta charla, que la filosofía es irreductible —y ajena— al proceder de las ciencias. Éstas quieren algo que la filosofía considera secundario o derivado; a saber, efectividad. O la ciencia aplica (y arroja resultados mensurables) o no es ciencia. En este punto, no debería asustarnos reconocer lo de cualquier manera evidente: la filosofía es un incesante e inmenso (aunque instructivo) fracaso. Pero sólo en este punto. Y lo es porque no es lo que a la filosofía parece interesarle. Quiere, espera otra cosa. Imaginemos al filósofo como una persona extremadamente curiosa —lo es siempre, si en verdad es filósofo— que a fin de conocer o comprender algo se planta ante una alternativa: o bien lleva ese algo a la mesa del quirófano, desinfectándose cuidadosa y metódicamente y arrojando sobre él una luz potente que disipe todas las sombras, o bien… O bien, permitiendo que ese algo diga lo que tiene que decir. Y, cuando mucho, como en el psicoanálisis, ayudándolo a decirlo.
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Ese filósofo, si se me concede seguir un momento más con la parábola, se planta ante la disyuntiva de comportarse como un científico… o como un poeta. Si se decide por lo primero está muy bien, pero el poeta —basta recordar el gesto de Platón en la República— será excluido sin remedio y sin miramientos. Y si opta por lo segundo, ¿continúa siendo filósofo? La poesía (o el arte), ¿excluye a la ciencia, o la incorpora sin someterse a su lógica? 2. Dejemos abierta la pregunta y volvamos a nuestra preocupación básica. ¿Qué relación existe entre el arte y la religión? ¿Podemos trasladar a esta pregunta lo que acabamos de decir a propósito de la relación entre la filosofía y la ciencia? Según lo dicho, la ciencia designa una de las posibilidades de realización de la filosofía; ésta no ha muerto en el parto y aquélla no es su hija única. Dentro de la filosofía hay otra virtualidad que aquí designamos con la palabra “poesía”. Educados en el seno de una cultura (dominantemente) científica, la “poesía” suscita en nuestro ánimo una imagen frágil y delicada —como una flor; designa algo así como el “domingo” de la vida, la sensibilidad y el ocio creador. Designa, también, cierta clase de sentimientos: armonía, paz, generosidad, amor… Nuestra imagen de lo poético es, por emplear un giro idiomático ya casi en desuso, exageradamente fresa. Y confieso que yo mismo he contribuido hasta cierto punto a perpetuar esta imagen con la parábola que presenté para oponer la violencia del quirófano (científico) a la (santa) paciencia del poeta, que en lugar de encender la luz y abrir los cuerpos con un escalpelo permanece atento a la música callada de las cosas mismas. Me retracto. O, mejor, me corrijo. No pienso que la ciencia —o la técnica— sea violenta y la poesía —o la obra de arte— no; ambas son violentas. Pero mientras que la violencia de la ciencia consiste en suprimir lo singular para acceder a un poder universal de sujeción, la violencia de la poesía marcha en sentido opuesto: suprime lo universal —que es un postulado de la razón, como muy bien
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vio Kant— a fin de dar sitio a lo singular. A lo singular que son las cosas y que es uno mismo, en el sentido de que nada nunca termina de ser “parte” de un “todo”. No es que una sea violenta y perra mientras que la otra es pura ternura. A la violencia de la razón (técnica) le acompaña como una (ominosa, numinosa) sombra la violencia de la razón —porque es razón— poética. Una compañía que ninguna dialéctica ha encontrado el poder de reconciliar o de neutralizar en provecho de alguna “síntesis superadora”. Aquí hasta Hegel tendría que tragarse sus poderosas palabras. Y de los positivistas, mejor ni hablamos. O bueno, sí, digamos al menos una palabra. El positivista cree de buena o mala fe que la poesía —que la obra de arte— es incluso necesaria para la existencia humana. Satisface alguna necesidad que la ciencia no le provee. Necesidades emotivas, necesidades afectivas, necesidades —y miren qué bonita palabra— sentimentales. El positivista sabe que sólo la ciencia salva, pero concede que el arte es parte de la cultura y que nada se puede hacer para erradicarlo. Basta con que no se le deje mandar, porque ya sabemos lo que pasa cuando los Nerón, los Mussolini y los Hitler toman el poder. Más vale, llegado el caso, politizar la estética que estetizar la política. Pero estábamos, creo, con Hegel. Sostengo que ninguna operación, ni técnica ni dialéctica, ni científica ni política y muchísimo menos religiosa tiene el poder de absorber sin residuos la violencia de la razón —llamémosle aquí— poética. Esta razón no es pacifista porque la solidaridad con lo singular es violencia contra la violencia. Ahora bien, ¿qué es lo singular? Lo singular es lo que es, ni más ni menos. Lo universal, exactamente igual que Dios, no necesita existir para acosar, disminuir, debilitar y —en el límite— suprimir lo singular. Lo universal es la violencia de lo abstracto contra lo real; una violencia que jamás podrá ser “convertida” en ternura o consideración, pero que tampoco —por más que resista y se le oponga— podrá ser erradicada o liquidada por lo singular. La violencia es congénita, es constitutiva de los seres reales. Los seres son singulares, no particulares. Hacer de lo singular algo particular es la obra maestra de las religiones, primero, y de las ciencias, después. Porque no se trata, para un ser real, de llegar a ser “parte” de un todo; el todo no existe
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sino en la imaginación de los científicos y de los religiosos (por eso a veces no se distinguen muy bien unos de otros). Sujetar al individuo forzándolo a ser parte de un todo (siempre virtual, nunca actual) es la operación esencial de la religión; al menos, de la religión histórica, porque de la prehistórica, a pesar de saber tan poco de ella, no deja la impresión de funcionar de la misma manera. ¿Qué significa, por ejemplo, el animismo, sino que todo está animado y, en consecuencia, que “todo” es sagrado? Pero, ¿en realidad, “todo”, o cada uno de los seres en su singularidad? La dialéctica es el nombre del malabarismo racional que conecta-y-activa a la parte en un todo que siempre se encuentra postulado, nunca realizado, nunca efectuado. El individuo se subjetiva: queda —si todo va bien— integrado en la comunidad, en la sociedad, en la nación, en la civilización, en la humanidad. Es fácil advertir que cada esfera es gradualmente más abarcadora —y más abstracta. Pues bien: esa es la violencia técnica de la razón. Convierte al ser real, singular, en un miembro, en un feligrés, en un ciudadano. ¿Me atreveré a usar la palabra correcta? Sí: en un siervo. En la modernidad cartesiana o hegeliana (ambas, filosofías que dejan intacta la moral cristiana y se comprometen hasta el final con ella), el individuo es tan sólo (pero ya es mucho) un servomecanismo. Hasta el esforzado y valeroso Lev Trotski llegará a decir que lo más sagrado, para un hombre, consiste en convertirse en “un instrumento lúcido de la Historia”. 3. Lúcido, menos mal, pero instrumento, al fin. Una herramienta al servicio de una abstracción: Dios, la Salvación, la Patria, la Historia, el Progreso, la Paz Mundial, la Humanidad… Da igual. Pues bien, ocurre que el ser singular que somos a veces no puede —aunque a veces quiera— tragarse tanta patraña. Le hace daño, y la reacción que tiene es una especie de morbo sacro que por mi parte prefiero llamar… Arte. El ser singular es un individuo, pero un individuo que, como en el caso del famoso empleado que se enfrenta desarmado, en mangas de camisa, y sin soltar ni su portafolios
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ni quitarse sus gafas, a una larga hilera de tanques en la Plaza de Tian An Men, planta cara a todas las estrategias de moralización, es decir, de domesticación, del mundo. Ese gesto no revela la defensa de ideal alguno; es un movimiento primario, casi un instinto1. Es la violencia real enfrentada a la violencia ideal de la moral. En este sentido, es un gesto ético y estético que desarticula —momentánea y precariamente— la dominación de la moral, encarnada en una religión, en una ciencia o en una política. Esto es lo que yo entiendo por sagrado. Lo sagrado es lo real, todo lo real y nada más que lo real. Para enseguida afirmar que lo real nunca es como lo pintan… A menos que sea un verdadero artista el que lo pinte. El héroe anónimo de Tian An Men enseña que el ser singular — eso que somos— no se enfrenta a todo, sino al Todo. El ser singular es antihegeliano por naturaleza (“Lo verdadero es el Todo”) y adorniano por añadidura (“El Todo es lo falso”). Es la defensa de ese ser singular (nunca deducible, nunca integrable, nunca totalmente domesticable) lo que hace que un individuo sea un artista. Lo ético es resistir el dominio de la moral; lo estético es resistir incluso desde la abstracción (pictórica, musical o literaria) el dominio de lo abstracto. Sostengo entonces que la ética de lo sagrado se opone puntualmente a la moral de la religión (histórica). Una y otra pueden adoptar infinidad de formas. Existe una ética taoísta, por ejemplo, que consiste en una lectura del instante independiente de cualquier revelación. Sin revelación no hay libro sagrado, pues la escritura se configura no de una vez por todas sino en cada “tirada de dados”, que viene a ser la lógica de ese libro-negación de todos los libros que es el I Ching. Esto es lo ético: no someter la soberanía del instante y su singularidad a una moral prefabricada y aplicable en cualquier circunstancia. Lo ético es preservar la singularidad, protegerla de la dentellada de lo universal. 1 Se diría que es lo contrario de un instinto, al menos del instinto básico que es el de autoconservación. Pero autoconservarse no consiste en huir en todos los casos del peligro, sino en enfrentarlo incluso cuando las posibilidades de sobrevivir son con toda evidencia reducidas a cero.
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Con todo, la “ética de lo sagrado” ha recibido una formulación hasta ahora insuperable en la Ética de Spinoza. Aquí me gustaría simplemente señalar hasta qué punto esa ética es la negación determinada (es decir, el rechazo terminante) de la moral religiosa, que fuera de la religión oficial se encuentra casi íntegramente absorbida por la ciencia normal (en el sentido de Kuhn) y sus instituciones. La ética del “filósofo maldito” (después devenido santo) se funda en una ontología de la afirmación pura, que nada tiene que ver con culpas y deudas, premios y castigos, promesas y amenazas. Nadie tiene que sacrificar nada a fin de ganarse la bienaventuranza. Se trata de una ética trágica, en el sentido más riguroso de la palabra: una ética del amor propio acentuada por el desinterés y la generosidad. El retorno del pensamiento crítico a Spinoza revela una avería: el desengaño que produce encontrar al pensamiento dialéctico como un aliado no de la emancipación sino de la dominación. Es lo que ocurre con Althusser, con Macherey, con Negri: ellos disciernen en la dialéctica (hegeliana) un fraude, puesto que se presenta como “la llave que abre todas las puertas” y en cuanto tal roba las energías de la multitud —su concepto emergente— para fortalecer al Estado capitalista. De lo que se trata, para estos desengañados, es de articular mientras ello sea posible el no hegeliano —crítico— con el sí spinozista —trágico— a fin de superar el sí del positivismo más estúpido. ¿Hegel con o contra Spinoza? Esta disyuntiva es aplicable en un plano más comprehensivo: ¿dialéctica o tragedia? Que Hegel sea la cúspide del pensamiento dialéctico no tiene vuelta de hoja, pero, ¿Spinoza, trágico? ¿Hasta dónde y en qué sentido? El gran y eterno problema con Hegel es que su sistema es tan diabólico que se halla siempre en guardia contra cualquier objeción de detalle; y si se opta por rechazarlo en su conjunto, el sistema ya sabe por qué y nos hace sentir que no esperaba menos de nosotros. Algo parecido ocurría con el marxismo: blindado contra la crítica, que era por anticipado una complicidad con el mal, es decir, con el —terso o áspero— terrorismo de los poderes fácticos. Ocuparse de Spinoza después de Hegel (y de Marx) da fe, pues, de un inmenso fracaso; la dialéctica miente y además
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traiciona. Desde la perspectiva de Hegel, Spinoza aparece como cómplice del horror y la injusticia de lo real; carece del momento negativo y crítico. Desde la mirada dialéctica, la afirmación (positivista o trágica) es una santificación —ingenua o culpable— de lo dado. Para Hegel, es preciso partir de lo contrario: de la crítica, de la negación. El “sí” que no viene precedido de un “no” no es sí. Ahora bien, ¿qué es lo que afirma la afirmación trágica? Afirma lo real. Pero un real que no es el real de Hegel, que ha sido negado antes de siquiera reconocerlo como real. Y, para Spinoza, lo real es fundamentalmente deseo de real. Lo cual abre un pequeño problema. Pensar es, de Platón a Freud, distinguir la realidad del deseo; aquélla no depende de éste. La cuestión se complica tremendamente cuando, buscando la verdad, se concluye, con Spinoza y el pensamiento trágico, que la realidad es deseo. Deseo de real, se entiende. De Spinoza, para nuestro tema, lo decisivo es, por un lado, la idea de expresión frente a la de creación/sujeción. Por otro, la polaridad singular-plural frente a la dialéctica universalparticular. El Dios de Spinoza no es en absoluto un Señor Todopoderoso que afirma su poder sirviéndose del vasallaje de los súbditos y manifestándose en su obediencia; es, todo lo contrario, la afirmación libre y soberana del singular concreto, cuya potencia se incrementa en la afirmación —no en la sumisión— de una pluralidad siempre actual, siempre efectiva, siempre existente, siempre real. En esta ética, mi afirmación es simultáneamente la afirmación del otro y la afirmación del otro me afirma a mí. Esta afirmación es también la afirmación de un silencio y de un retroceso. La afirmación se produce en un espacio y en un tiempo modulados. Pero ese silencio no es forzado, no es la condición para obtener alguna satisfacción, sino que el silencio mismo es la satisfacción. El retroceso a su turno no es un vade retro ante el demonio, sino un paso atrás que exige y propicia la danza de la existencia. 4.
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Para continuar, intentaré volver sobre mis pasos aportando un pequeño número de ejemplos. ¿Por qué el arte no puede ser religión? Porque si es en verdad una obra, no nos ofrece “otro mundo” a cambio del pésimo mundo en que vivimos y andamos dando lástimas; lo que intenta es proponer este mundo y todos los demás, posibles o deseables o aborrecibles, como enigmas para la imaginación, la memoria, la inteligencia y la sensibilidad. Modelos para armar, tal vez, pero desprovistos de instrucciones y de explicaciones justificatorias. Aun si son planicies, las obras son escarpaduras. A tal respecto, es naturalmente Samuel Beckett nuestro máximo arúspice. En sus desesperantes y en cierto modo insípidos relatos y monólogos, la propuesta es huir precisamente de toda propuesta: “Beckett”, asegura un avezado lector, “huye de todo mimetismo, no intenta englobar jirones de realidad y de deseo, sino suspender y vanificar el sujeto, mostrando la improponibilidad, la ceguera, la vulgaridad de un cuerpo y de un espíritu que se presuman positivos y se dispongan al dominio del mundo y del hombre”. De lo contrario, ¿cómo distinguir una obra de la ideología, o de la razón técnica? ¿Cómo apartarla y ponerla a salvo de estos inmensos, omnímodos pesos? Lo que aprendemos en Beckett es (o debería ser) extensible a todas las obras de arte: prehistóricas, arcaicas, antiguas, clásicas, sublimes, extintas, modernas, simbólicas, manieristas, abstractas, moribundas, inexistentes y futuras. Extensión que no por ser necesaria nos exime de pisar con extrema cautela. Todavía no sabemos qué cosa sea el arte, y confiemos por el bien de todos (y principalmente de los artistas, o de eso que de artista hay en cada uno) en que no lo sabremos bien a bien jamás. Sabemos por lo pronto que algo ocurre o tiene lugar en la obra, que es la auténtica —si no exclusiva— creadora del artista, y no al revés. La obra acontece, no sólo expresa o condesciende o ejemplifica. Presentimos que ese algo que tiene lugar en la obra mantiene un nexo tan vaporoso cuanto indestructible con la muerte. Sentimos que en el arte hay una especie de ejercicio radical de la libertad, y esta libertad adopta con muchísima frecuencia la fisonomía y la lividez de un escape. Sabemos que en toda obra hay una crítica inmanente a los “estados de cosas” en que se
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enredan los individuos (y las colectividades), pero no hemos delimitado ni reconocido con nitidez el alcance ni la naturaleza profunda de esta crítica. No es mucho, pero sí es algo. La obra no propone un enigma —otro más— al mundo, sino que propone el mundo en cuanto tal, el mundo en cuanto que mundo, como un enigma. La primera consecuencia de este movimiento de retroceso es la desactivación de la manía —muy humana— de responder. Queda en suspenso el vicio de oponer una respuesta a todo enigma, o, lo que es lo mismo, de destruirlo en cuanto que enigma. La desactivación tiene la forma básica de una deserción. Por ejemplo, ya no se trata de preguntarnos: “¿Por qué —¡oh dioses!— la muerte?”; toda respuesta será o bien cómica, o bien cínica. Claro que no voluntariamente. Pero tampoco se trata de preguntar, más resignados (o más elegantes): “¿Qué es la muerte?”, porque al definirla y asignarle cualquier contenido (siempre más o menos convincente y conveniente) estamos obrando una vez más con comicidad o con cinismo —en variadas dosis, mezclas y proporciones. El “aprender a morir” de Sócrates es sólo una de las posibilidades de este “aprendizaje de la muerte” que sospechamos viene a ser lo propio de la obra (de arte). Acaso este aprendizaje de la obra y por ella no sea otro que dejar en paz a la muerte. Escuchar el Stabat Mater de Giovanni Batista Pergolesi (1710-1736) podrá desde luego “mover fibras” del alma humana, pero si logra hacerlo es menos por referencia a la inevitablemente dolorosa imagen de la madre de Cristo sufriendo al pie de la crucifixión, que por ese giro — íntimamente trágico: íntimo por trágico y trágico por íntimo— susceptible de percibir la irredimible e irrenunciable belleza de un ser finito. Cristiana o no, el alma humana queda arrobada, conmovida, trastornada. Advirtamos que su impacto no debe nada a la “religión”; es al revés, la religión se ha apropiado con relativo éxito de esta experiencia cuya belleza deriva de la afirmación —infinitamente adversa al dogma— de la finitud. ¿No es una magnífica enseñanza? La muerte no sólo es irrenunciable: es esencialmente irredimible.
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Lo diré de otra forma: la belleza no es ni será nunca atributo (o prenda) de un ser no mortal. ¿Es que acaso el dolor es en sí mismo bello, o más bien la obra produce la mágica transfiguración del tormento en delicia, de la desesperación en apaciguamiento? Escasamente. No es cuestión de dulcificar, de “embellecer” a la muerte. Menos aun de declararla vencida, o de esforzarse en hacerla “justa”, “noble”, “merecida”, “heroica”, “salvífica”. En ello se ha empeñado toda una civilización, y los resultados —¡ay!— los tenemos a la vista. Es, al contrario, creo, la intensa y difícil pero maravillosa experiencia de dejar ser a la (nuestra) finitud. No veo otra cosa en el célebre Ángelus de Millet, que según se sabe ha servido a Salvador Dalí para proponer su “teoría crítico-paranoica” de la obra de arte. Más acá de ella, que es tan exagerada como cualquiera otra, es importante destacar el valor de perturbación que ejerce la obra en el sujeto. “Yo siento una gran impresión”, explicaba Dalí, “un gran trastorno porque, aunque en mi visión de la … imagen todo ‘corresponde’ con exactitud a las reproducciones que conozco …, ésta se me aparece ‘de súbito’ para mí en la obra pictórica más turbadora, la más enigmática, la más densa, la más rica en pensamientos inconscientes que jamás ha existido”. En el comienzo está el delirio.
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5. Pero sólo en el comienzo; la “teoría” de Dalí (en lo que tiene de común con otra) apunta a disminuir la violencia del choque. “¿De qué modo explicar, conciliar esa unanimidad obsesiva, esa violencia innegable ejercida sobre la imaginación, esa fuerza, esa eficacia absorbente y exclusivista en el reino de las imágenes?”. La obra absorbe y suspende el juicio. Pero el surrealista no se deja avasallar: ¿Cómo conciliar, insisto, esa fuerza, esa furia de las representaciones con el aspecto miserable, tranquilo, insípido, imbécil, insignificante, estereotipado y muy convencional de el Ángelus de Millet?” . Lo que el espíritu (paranoico, dialéctico, crítico o positivo) no puede negar es que, ante una obra, algo ocurre. No me detendré más en esta curiosa tentativa de interpretación; me conformo con afirmar que en este dejar ser a la finitud —mía, tuya, suya, nuestra, vuestra…— se encuentra implicada toda la potencia crítica de la obra. Crítica, según decíamos, inmanente, dado que en ella y a su través se hace presente —un presente móvil, escorzado, infrangible como una llama— la radical contingencia del mundo: su “historicidad”, si se quiere, su arbitrariedad, su simulación perpetua, su ilegitimidad. Su nihilidad. Inmanente en un sentido enfático: no efectúa una crítica del “estado de cosas” desde un “estado mejor”, desde un “Deber Ser”, desde un “modelo supraceleste”, desde una “Idea” o un “Arquetipo” debajo de los cuales los prácticamente infinitos “planos de inmanencia” (Deleuze) habrán de ser buscados, identificados, coaccionados y finalmente subyugados. (Esta inmanencia de la crítica de la obra tendría que entenderse a partir no tanto de su politicidad intrínseca, tal como propone Gilles Deleuze, por ejemplo, sino de su naturaleza profundamente impolítica, en consonancia con los trabajos de Roberto Esposito, controversia que aquí no podemos sino dejar apenas insinuada). Retornemos brevemente, y por otro costado, al asunto del enigma. La obra, decimos, presenta no un enigma al mundo, sino al mundo como enigma. ¿Qué significa esto? En buen indoeuropeo, “enigma” es un discurso inmediatamente ininteligible, pero no por ello insignificante. Es un discurso cuyo
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sentido debemos adivinar. Adivinar no es resolver. Lo propio del enigma es emplear un lenguaje alusivo. Ahora bien, “aludir” no es solamente emplear un lenguaje indirecto u oblicuo, sino “jugar” con las palabras, o, también, “poner en juego” al discurso mismo. Ad ludere, decían los romanos. El enigma no pide una “resolución”; por el contrario, invita al juego. De manera que el “mundo” es un juego. No precisamente frívolo; el juego del mundo es su insoportable seriedad. Insoportable, ciertamente, pues lo “serio” del mundo remite a su ingente pesadez. La gracia de la obra, sea o no humorística, reside en desnudar al mundo de sus pretensiones, siempre y en cualquier parte desmedidas. ¿Bastará para ello escuchar Les tours de passe-passe de François Couperin? Podríamos afirmar, con el permiso de Kundera, que a la intolerable pesadez del mundo (eterno), la obra opone —entre otras jugarretas— la insoportable levedad (o ligereza) del ser (finito). La obra dice que el juego del mundo es el juego que consiste en olvidar —borrando sus propias huellas— su carácter de juego. Hay arte sólo si y cuando el funcionamiento del mundo puede ser suspendido. No decimos: destruido, o reemplazado por otro (mejor) funcionamiento. Suspendido. Presentar al mundo en su totalidad como un enigma equivale a mostrar cómo y de qué está suspendido. El peso del mundo es prestado: fingido, impostado, como toda voz de mando. ¿Es pues la obra (de arte) el poder contrafáctico que escapa (sin abiertamente proponérselo) de la facticidad del mundo?
6. Lo real se convierte en “problema” en el instante en que el lenguaje se concibe como un “medio” para acceder a ello. La ambigüedad elemental del lenguaje es que en él se pierde el contacto con lo real —y por su merced se espera poder recuperarlo. ¿Bajo qué condiciones? Una de ellas es la vía filosófica (o “crítica”): perforar la caparazón del lenguaje y “tocar” lo real; la otra es la vía poética (o “mística”, si así
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queremos seguir llamándola): permitir que lo real (o el ser) resuene en la lengua. Algo de lo segundo “resuena” en versos como estos2: Yo estoy ausente, pero en el fondo de esta ausencia Hay la espera de mí mismo. Y esta espera es otro modo de presencia La espera de mi retorno Yo estoy en otros objetos Ando de viaje dando un poco de mi vida A ciertos árboles y a ciertas piedras Que me han esperado muchos años. Se cansaron de esperarme y se sentaron. La vía poética no espera nada de las cosas; espera que las cosas nos traigan de vuelta. Al ser un ser hablante, he quedado pendiente, pendiendo de mis palabras. Dependiendo de ellas. Mi retorno a mí ha quedado en suspenso. En mi lengua he quedado esperando mi regreso. Soy eso: la espera de mi retorno. ¿A qué lugar? ¿Hay tal lugar? Porque incluso el título del poema dice las cosas con claridad extrema: La poesía es un atentado celeste. Pues quizá el poeta sospecha que las Ideas (o los conceptos, o las categorías, o las palabras mismas) son lo menos adecuado a las cosas en su —terrible, jubiloso— ser lo que son. Yo no estoy y estoy Estoy ausente y estoy presente en estado de espera Ellos querrían mi lenguaje para expresarse Y yo querría el de ellos para expresarlos He aquí el equívoco, el atroz equívoco. ¿En qué reside su atrocidad? Lo real persiste en mí, pero bajo la modalidad de la espera. Una ausencia en cuyo fondo sólo late la espera. ¿Querrán el árbol y la piedra “expresarse” 2 Vicente Huidobro, “La poesía es un atentado celeste”, en Francisco Montes de Oca, Ocho siglos de poesía en lengua castellana, Porrúa, México, 1998, p. 674
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en nuestro lenguaje? ¿Lo sabemos? ¿O sólo lo deseamos? ¿Y con qué objeto? Angustioso lamentable Me voy adentrando en estas plantas Voy dejando mis ropas Se me van cayendo las carnes Y mi esqueleto se va revistiendo de cortezas. Me estoy haciendo árbol. Cuántas veces me he ido convirtiendo en otras cosas… El lenguaje y la conciencia del cambio, del tiempo —es decir: de la muerte— nacen en una misma angustia y en un mismo lamento. ¿Qué es lo que soy? Desde el cielo de las palabras sólo advierto que no soy lo que soy y que soy lo que no soy: “Me estoy haciendo árbol”. Es doloroso y lleno de ternura. Podía dar un grito pero se espantaría transubstanciación Hay que guardar silencio. Esperar en silencio.
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La vía poética no dice —ni lo pretende— qué sean “el árbol y la piedra”. Ni en sí mismos ni para nosotros. Ni siquiera se empeña en decir lo que “uno” sea. En la palabra poética — trémula, atroz, dolorosa y tierna— se deja ser al árbol y a la piedra aquello que son —pues son, en cualquier caso, aquello en lo que cada uno de nosotros, en vida, se está convirtiendo. ¡Trágico saber! ¡Afirmación libre! Cada vez queda más claro que el único lenguaje capaz de sostenerse a la altura de esta fatalidad es el de la poesía. Aunque es preciso insistir en un punto: no existe un lenguaje metafísico (o religioso, o técnico) por un lado y un lenguaje poético (o artístico) por el otro. No son dos idiomas. Es el mismo lenguaje el que se tiende a espaldas de la finitud —y el que al asumirla sin culpas ni deseos expiatorios le hace frente, afirmándola.
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