El Antejard铆n
Fanzine No 6 - Octubre de 2011 - Distribuci贸n Gratuita
El Antejardín. Fanzine Dirección · Diagramación Juan David Jaramillo Flórez.
Comité editorial Marcela Ceballos • Miguel Arango • Juan Jaramillo
Edición y corrección de textos Juana Manuela Montoya
Colaboradores Hugo Ceballos • Gustavo Sevilla (La Mala Semilla)
Fotografía MIguel Arango • Juan David Jaramillo • Marcela Ceballos
Portada Sara Ramírez Distribución gratuita y de libre circulación Octubre de 2011 Medellín • Colombia
www.antejardinoficina.com
“...puede entenderse la materialidad de los objetos como aquello que es medible, que tiene un peso, que ocupa un espacio y que tiene una geometría definida... también puede pensarse como la representación tangible de una idea, como el vehículo de un mensaje o un discurso, como la manifestación física y objetual de una cultura.” Guelmi Angora. La invención de las ideas.
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Pinta la ciudad de domingo. Juan David Jaramillo Flórez Deambular por Medellín los domingos en la tarde nos permite a los desprevenidos transeúntes encontrarnos en situaciones que muy pocos días de semana o del fin de semana fiestero se pueden propiciar. Este aporte es la simple evidencia de ello, de la conversación con un vendedor de raspaos (golosina hecha a base de hielo raspado y decorado con un delicioso líquido de varios colores) que en las afueras de uno de los nuevos parques lineales de la ciudad fue abordado por mí para preguntarle por su hermoso carruaje y, evidentemente, para comprarle un par de sus productos. El propietario de la venta itinerante, a quien llamaré Don Julio, por poco logra escaparse del insistente llamado que una compañera y yo le hacíamos desde la distancia; su vehículo motorizado se alejaba demasiado rápido para nuestra parsimonia dominical y fue solo con la ayuda de uno de los vigilantes de la zona que Don Julio se detuvo y esperó pacientemente a que lográramos alcanzarlo. Mientras nos acercábamos, no pude dejar de ver unas pinturas que decoraban el vehículo de trabajo de Don Julio, e inmediatamente le pregunté si él era el responsable de estas creaciones. Él, de manera muy entradora y amigable, me respondió que sí, que a él le gustaba mucho “tener su trabajadero muy bonito”. Esta buena actitud, su cordialidad al hablar y al responderme una pregunta que podría ser de rutina, me animó a sentarme un rato para preguntarle un par de cosas mientras nos preparaba dos raspaos especiales, de dos mil.
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Esta vez no estaba interesado en las prácticas alimenticias, en la forma de preparación de los raspaos, en su clientela habitual, en su vida doméstica, en los años que lleva trabajando (aunque me contó que lo ha hecho durante 15 años), sino en un objeto bastante importante para su labor: la máquina de raspao. Me interesaba su materialidad, saber cómo funciona, dónde se podría comprar y principalmente por qué había decidido pintarla de esa manera.
Don Julio comenzó a contarme que esa máquina en especial ya no se consigue en el mercado, que él tiene la suerte de contar con esta porque fue un regalo que le hizo un amigo hace muchos años, y que por nada del mundo saldría de ella (NO la vende). Añadió que se consiguen actualmente unas máquinas de muy baja calidad, con un tornillo que no es para nada resistente y que al pasar un par de años comienza a fallar. En cuanto a la pintura, a los dibujos que tenía, en fin, a la decoración del vehículo, orgullosamente comentaba Don Julio que para él era muy importante tener su sitio de trabajo en buenas condiciones; no se refería a que debía permanecer limpio (como además estaba) sino a que era necesario que fuera bonito. Por eso, en el momento en que recibió de manos de un amigo esta máquina, decidió intervenirla y llenarla de colores para que fuera muy llamativa y la gente quisiera venir a comprarle. Cuando llegamos a este punto, y precisamente mientras estábamos en la transacción económica posterior a la entrega de los raspaos, me percaté de que había un paisaje pintado en una de las caras del vehículo; y a pesar de su rápida salida, pude preguntarle por qué y quién había pintado ese paisaje. Él, ya habiéndose montado sobre el sillín y encendido el motor, me dijo: “Lo pinté yo mismo, y por qué, pues porque es la ciudad donde trabajo”. Pues bien, estas son las situaciones que me gustan de un domingo, estos los oficios que me alegran un poco más la vida y estas son las cosas, como la máquina de raspao, que le dan sentido a lo que trato de hacer: algunas otras cosas.
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Planetario 2000 Miguel Arango Marín
Hace un par de semanas me encontraba en el centro comercial Villa Nueva esperando a que fueran las 12:30 para encontrarme con mi novia y un amigo e ir con ellos a almorzar. Como contaba con algún tiempo, decidí recorrer el lugar con una meticulosidad propia de quien tiene que matar el rato. Me sorprendí gratamente por dos cosas. La primera es que vi, en uno de los patios centrales del readaptado centro comercial, un inmenso árbol que daba una agradable sombra a una zona de comidas y a unas bancas de cemento. Para mi ojo inexperto, el árbol era un almendro muy grande que hacía que todo el espacio fuera bien acogedor, lo que contribuyó a que la parte final de mi espera se convirtiera en una experiencia bastante gratificante. La segunda es que me reencontré con un almacén esotérico que había visitado tiempo atrás cuando estaba estudiando mi carrera, y que en su momento llamó mucho mi atención y me dejó una serie de buenos recuerdos. El almacén se encuentra en el local 132. Sobre su entrada hay un letrero de metal cortado a láser que se vale de su iluminación interior y de la tipografía que combina letras del alfabeto con un dragón que se asemeja al número dos, cual caligrama, para componer un sugestivo nombre: “Planetario 2000 productos esotéricos de gran calidad”.
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La fachada de la tienda posee dos grandes vitrinas enmarcadas en madera tallada, al igual que la puerta. Los diversos y abundantes objetos que decoran las vitrinas llaman la atención del transeúnte más despreocupado. La variedad de productos que se observa desde afuera es algo confusa, hay budas grandes, medianos y pequeños; hay espadas estrafalarias para los ñoños más ñoños; hay lámparas de estilos orientales; hay costosísimas esferas de piedra y de cristal; hay maniquís en hierro forjado, similares a la joyería de Calder; en fin, hay una abundante variedad de materialidades que, a pesar de sus notables y hasta contradictorias diferencias, extrañamente hablan, en su conjunto, de un lugar donde se hallarán diversas alternativas para los embrollos espirituales. Debo decir que soy una persona bastante escéptica. No creo sufrir de ningún problema espiritual, creo más bien en los
enredos sicológicos (de estos está llena mi cabeza). Así que mi decisión para entrar a este santuario del consumo espiritual se dio por la curiosidad de quien vuelve a un lugar hace tiempo visitado, tratando de buscar algún cambio crucial o de refrescar las imágenes antes capturadas. Al entrar me di cuenta de que el lugar no había cambiado en nada, seguía estando el mismo olor a incienso, la misma distribución de los pesados y grandes muebles, la misma variedad de productos, el mismo buda en lo alto de la pared, encima de donde transitan los vendedores, y hasta el mismo dueño con sus mismas vendedoras.
Estas figuras me gustan mucho, tanto que las comencé a coleccionar desde hace unos dos años cuando visité por primera vez el “Planetario 2000”. En ese entonces me compré un santico que me cautivó por estar de cachaco con sombrero de copa; al preguntar por su significado me contaron que era un santo popular venezolano que en vida había sido médico y que la gente comenzó a adorarlo luego de su muerte, pues ayudaba a proteger y a curar a los enfermos. El nombre del santo era San Gregorio o José Gregorio.
Saludé discretamente y luego de un: “… a la orden” de una de las vendedoras, respondí con un básico: “… solo para mirar, gracias”. Comencé entonces a repasar cada una de las vitrinas y me encontré con unos pequeños santos inyectados en plástico reciclado y pintados aparentemente a mano, de unos diez centímetros de alto.
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En mi última visita me gustaron otros dos personajes; el primero fue San Lázaro, con su cuerpo semidesnudo, sus heridas pintadas, sus muletas y sus dos pequeños perritos acompañantes. El segundo, San Próspero que lleva un hábito propio de los franciscanos y que me llamó la atención más que nada por su nombre. Compré estas dos figuritas, íconos de la religión católica, por la módica suma de $4.000 pesos.
Mientras esperaba mi devuelta me entretuve mirando y oyendo a la gente que entraba a la tienda para adquirir productos que les ayudaran a sobrellevar sus problemas cotidianos. Allí los clientes pueden encontrar jabones y escénicas para baños que alejen las malas energías; lociones para atraer al ser amado; velones en forma de una pareja que se abraza, para reavivar las relaciones que han caído en la monotonía; activadores orientales para atraer la buena suerte en el juego, el amor y los negocios; libros de magia negra y magia blanca, para guiar al cliente iniciado en el tema; menjurjes para la solución de grandes problemas, que son preparados por el dueño del almacén al interior de un cuarto misterioso en la parte
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trasera del local; y otra gran variedad de productos orientados al fortalecimiento anímico y espiritual de los abundantes clientes.
Recibí mi devuelta y salí de allí pensando que era curioso ver cómo, en un centro comercial dirigido por la institución católica, existe un lugar en donde no solo se venden representaciones de diversos santos populares y de otras religiones, sino que también se propician un gran número de prácticas paganas cargadas de misterio, magia y simbología, por medio de los objetos y preparados que allí se venden y que las personas usan y reinterpretan según su necesidad. También pensé que dichas prácticas pueden ser entendidas como fuertes remanentes de un sistema de creencias del pasado, retomado y reinterpretado en la actualidad para ser usado como ayuda alternativa y utilizado por la gente para ver si se le “cumple el milagrito”. Pensando en todo esto, me senté en una de las bancas sombreadas por el inmenso almendro para terminar de esperar a mis acompañantes de almuerzo. Una vez allí, saqué mis dos santicos y, luego de mirarlos detenidamente, concluí que para mí son a la vez una representación icónica de un modo de producción sumamente barato y de un sistema de creencias que no comparto. También me hablaban, más que nada, de una resistencia pagana, manifiesta en esas prácticas espirituales alternas en las que la gente deposita sus sueños y deseos. Y es por esto último por lo que más me gustan mis figuras y por lo que siento gran afinidad hacia ellas, pues considero que en estas representaciones icónicas y en el uso y las significaciones que le dan las personas es donde reposa nuestra identidad y de donde sale esa sazón propia de los latinoamericanos.
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La Sombrilla Hugo Hernán Ceballos
hugohernan.ceballos@gmail.com Soy Umbrela la sombrilla. No sé cuántas veces he evitado que las personas se mojen. Seguramente también las he protegido de resfriados y gripas. Además, soy única entre todas las sombrillas porque soy la que quedó en el cuento de García Márquez, aquel en el que todo desaparece de una foto del casamiento de una princesa japonesa. ¿Recuerdan? El maestro le dice a cada cosa: “desaparece” y todas las cosas, una a una, van desapareciendo. Hasta que solo quedo yo y él señala: “en esta sombrilla hay una historia”. Pero debería llamarme Umbrela la sombrilla triste, no solo porque Gabito nunca escribió la historia que él dijo que había en mí, sino porque no tengo a nadie a quien proteger del agua, y ustedes saben que llueve a cántaros en estos inviernos. Pero lo más importante tiene que ver con mi dignidad. No hay quien me pregunte si a mí me gusta mojarme. !Pues no! No me gusta. Soy alérgica al agua.
Dibujo tomado de la obra del artista Santiago Cárdenas
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A mi que me hagan el rachel. Marcela Ceballos González Después de cinco años de no ir a la peluquería y de haberme cortado el pelo yo misma volví a una a finales del año pasado, muerta de miedo. Desde ese día no me volví a tocar el pelo porque me regañaron mucho y porque el resultado fue mucho mejor que el de mis experimentos con las tijeras. Desde ese día también he ido tres o cuatro veces a ciertas peluquerías que me han recomendado distintos conocidos. Estas peluquerías, con nombres que rayan en lo extravagante o en lo sofisticado, tienen por lo general instalaciones grandes y sobrias, con varias pantallas planas que
pasan canales internacionales de música y de moda todo el tiempo. Sus precios no son bajos pero, eso sí, se garantiza un nuevo estilo con mucha originalidad –al menos eso dicen-. Todo el potencial que los estilistas que trabajan en esos sitios ven en cada cliente no se queda fuera de sus comentarios, que no son pocos; y no faltan las comparaciones con modelos o cantantes para intentar convencerlo a uno de que, con unos cambiecitos que ellos ya visualizaron desde que uno entró, se podría ser la persona con más clase de la ciudad.
Hace más o menos tres semanas volví a motilarme en uno de esos casi-spa. Los resultados fueron poco impactantes y casi nadie los notó, pero he estado muy atenta a las peluquerías desde ese día. Me han llamado mucho la atención las peluquerías de barrio, de garaje, porque pienso que, a otro nivel, proponen cosas similares a las de estas
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peluquerías de alto turmequé de las que hablaba. Yendo para la casa de mi abuela, por ejemplo, hay una pequeña peluquería que tiene como imagen promocional la foto vieja de una actriz norteamericana con un estilo de mediados de los años
90. Como esta, ya he contado varias peluquerías de barrio que muestran fotos no tan recientes de gente famosa posando para promocionar el lugar o, en su defecto, modelos locales con cortes que imitan el de alguna otra estrella.
Supongo que las personas que van a esas peluquerías no salen pareciéndose a los modelos de los letreros, así como el prometido estilo de mi peluquería chic no se hizo evidente, pero me atrae la manera en que estos espacios y sus materialidades reflejan unos imaginarios estéticos que supongo que los dueños asumen que los clientes tenemos. Es curioso ver cómo esos simples estilos visuales podrían representar nuestros anhelos, y mucho más cuando suelen alejarse tanto de nuestro entorno y acercarse tanto al gringo o al europeo. Estas imágenes, que simplemente hacen parte de una estrategia para vender una motilada o una pintada de uñas, aparecen como manifestaciones claras de ese fenómeno nuestro que consiste en mirar hacia afuera para saber lo que se quiere, en una venta de promesas a la que estamos tal vez acostumbrados; pero por otro lado me simpatiza ver cómo las personas se apropian de retratos ajenos y los usan en sus letreros de forma casi ingenua para echarnos el cuento. Dudo de que en este momento haya alguien que quiera claramente tener el corte noventero de la actriz del letrero, y hasta de pronto hay quien no sepa que es famosa. Tampoco estoy muy segura de que alguno pretenda igualarse realmente a los diseñadores y modelos europeos gracias al color de su tintura ni de que el uso de estos personajes sea mera coincidencia, pero algo tendrán que intuir las personas que le meten la mano a nuestra imagen sobre las ideas de belleza que sus usuarios tenemos.
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S铆, c贸mo no
Reseña: El gauchito Antonio Gil Juan David Jaramillo Flórez
El gauchito Antonio Gil es un personaje de la religión popular argentina que conocí por una película de Carlos Sorín (aprovecho para recomendar el trabajo de este director) llamada El camino de San Diego. El protagonista, en una de las escenas del viaje que realiza de Misiones -provincia selvática argentina- hacia Buenos Aires, se encuentra en una peregrinación religiosa para visitar el santuario del santo del cual hablamos en esta reseña.
El personaje llamó mi atención de inmediato, así que decidí ponerme en la tarea de conocer un poco más sobre él. Para mi fortuna, por esa época, varias personas andaban viviendo en Buenos Aires y se me ocurrió que podría indagar directamente por las prácticas al rededor del gauchito. Fue así como una querida amiga me contó que este personaje era muy recurrente en la vida cotidiana de los bonaerenses, a pesar de ser un personaje de la provincia Corrientes. Las plegarias que se hacen a Antonio Gil van desde el tema de las situaciones amorosas hasta el de los problemas de salud, siendo estos últimos los más recurrentes en los fieles. Ante mi emoción por la historia que estaba compartiendo con mi amiga, ella prometió traerme a su regreso una pequeña estatua del santo y unas sorpresitas más, relacionadas con él.
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Pasados unos meses, Alejandra me anunció su regreso y acordamos un encuentro para hacerme entrega de la estatua. Al llegar al lugar acordado me entregó una gran estatua de cerámica del gauchito Antonio Gil, que hace parte de los santos de nuestra oficina, y tres billetes donde los creyentes escriben: “Gauchito dale suerte al que tenga este billete, hace tres copias“.
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El Antejardín es una publicación que recopila periódicamente reflexiones, ilustraciones, fotografías y otras expresiones que buscan mostrarle al lector múltiples puntos de vista cercanos a la disciplina del diseño. En cada número se reúnen pensamientos y opiniones que aportan a la construcción de una mirada ampliada de este quehacer creativo.
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