La dama de cristal

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La dama de cristal Por Fabián Núñez Baquero


Cuando pienso que el mundo es una bola que rueda, y que cada día rueda menos- pese a lo que digan los astrónomos sobre la fuga de las galaxias- me viene al recuerdo el motivo de mi diáspora, la razón de mi éxodo estéril y sin rumbo. Ahora que hasta mi sangre parece haber palidecido; ahora que hasta mis ojos han perdido su expresión y yerran, cometas idiotas, por el mundo de las cosas, rememoro amargamente el velo de la angustia inexpresable que cayó sobre mis párpados aquella mañana de agosto… Todo detalle, toda minucia, los hace flotar el dolor que me sacude y me despierta. Yo no sé nada hasta ese día, yo jamás entendí absolutamente nada hasta ese momento. Cuando la luz es demasiado fuerte, enceguece y hace llorar; cuando la sombra nos posee la razón se retira y sólo el delirio clama… Ella era la primavera y la fuerza; el mar es hondo, ella era inmensa; el cielo es claro y azul, ella tranquila; las montañas son gigantes, altaneras, soberbias, pero ella era pequeña y mansa, diminuta como un átomo, pero tan fuerte y enérgica como él. Luchaba de sol a sol con la espiga y el trigo que los ablandaba para darnos el milagro del pan que, cuando llegaba la hora de sentarnos a la mesa a disfrutar lo que el bun Dios nos había dado, lo levantaba como hostia para luego bajarlo humildemente y humedecerlo con sus lágrimas y sazonarlo con la sal de su inmenso corazón. Todo era cenit en esos días. Su imagen giraba robusta en el pequeño espacio de nuestro hogar. No había un satélite, por muy alejado que esté, que no sienta el calor de su maravillosa presencia. Es que era diáfana, luminosa como el alma de un ángel. Las flores solían llamarla, cuando oían sus pasos encantados por los jardines soñolientos: -Hada Maravilla, tú eres un perfume, ven y reposa en nuestras húmedas corolas. El viento murmuraba: -Ved, es la Dama de Cristal la que pasa, venid y escuchad el canto de sus sedas. El cielo sólo era cielo porque era limpio como su mirada. Nada podía decir el paisaje infinito, ninguna otra cosa podía expresar, que no sea su dulzura evangélica, su ternura judaica. A veces pensaba y era como si se alejara a reinos desconocidos para luego otra vez volver a contemplarnos con ese extraño dejo de divinidad protectora. En esos instantes sus ojos sólo podían ser lagos nazarenos. Transitaba por el sendero de la vida como descalza, como sigilosa, como pausada, como etérea. Siempre radiante, bailaba en círculos concéntricos de amor y de piedad A pesar de haber sido el retoño más querido de nuestra señora Soledad, ella era la hija fluvial y nemorosa, el dátil dulce, la caridad del oasis en el desierto de la existencia. Por eso, cuando pienso en su mano clara que iluminaba nuestra senda; cuando pienso en el impulso desnudo pero paciente que daba a nuestras vidas; cuando recuerdo lo que ella fue, se me entristece el corazón. El Hada-Maravilla, marchó un día, descuidada y pensativa por la avenida de los setos que lleva hacia el


Confín de las Violetas. Tenía una cita. Mientras caminaba, escuchaba como un rumor distante, pero que le sentía cerca, las palabras de las tímidas florecitas y los tréboles azules ,que la decían:: Dama de Cristal, no seas tan pura, no seas tan clara, porque la espada del aire te herirá el corazón. Y fue el día primero del mes de los sauces. Las salmodias roncas de los sicomoros arrullaban el Confín de las Violetas; las hamacas longevas de los extraños abedules cantaban el Himno de la Noche. Fue el día primero del mes de los sauces ingrávidos y dolorosos, dolientes y compungidos, cuando acudió el Caballero del Crepúsculo a la cita de amor . Al verla, aérea, pálida, divinizada en su belleza, temblante exclamó: Dama de Cristal, ven al país occiduo, ven a la montaña de oro, donde los ríos son dorados y jamás regresan; donde se esconden los tesoros opulentos del sueño que jamás te disputarán; donde la serenidad es recta e inalterable ;donde tú eres inmensa y no tienes fin. Hada-Maravilla ,sube conmigo a las montañas, a mis montañas impasibles; asciende conmigo a la cima del éter para que te emborraches de dulzura… Dicho esto la mujer de alabastro sintió como que se cristalizara más; como si girara menos; como si un éxtasis la poseyera en un remolino de inmovilidad; como si un hálito blanco y frío se confundiera con su cuerpo y la dejara paralítica.

Tomado del libro Pura Lámpara


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