CUENTO QUE TE CUENTO PERÚ 01 - I
2021
0CTUBRE
toledo aguilar romero ortiz
edición YARKAN
CUENTO QUE TE CUENTO PERÚ 01 - I
2021
0CTUBRE
toledo aguilar romero ortiz
edición YARKAN
c edición YARKAN octubre, 2021
Lima-Perú
c Walter Vidal Tarazona
Yarkán
Cuento que te cuento apertura su publicación como una sección de la Revista Yarcán, ofreciendo sus páginas para difundir la producción de nuevos escritores e ir por el camino de forjar un sello de lanzamiento editorial. Inauguramos Cueto que te cuento con trabajos iniciales de jóvenes con vocación de creación literaria. Consideramos que inquietudes de creación deben seguir su camino de experimentación para ser propuesta de renovación.
Ofrecemos textos para ser leídos y comentados, en esta oportunidad cuatro cuentos, con la sencillez de los inicios y el trabajo de novel acompañado del deseo de abrir un abanico de opiniones. Esperamos que la sensibilidad del lector abra la valoración de la propuesta escritudinal de nuestros amigos que tienen la necesidad de un espacio para ser tenidos en cuenta. Amigo lector de ti esperamos opiniones.
JORGE LUIS TOLEDO HUAMÁN
EL ABUELO
¡E
I L ABUELO, ES EL ABUELO!, fueron palabras que retumbaron en sus oídos durante el trayecto que le condujo al hospital. Al llegar, entró raudo y la encontró sentada en la sala de emergencias, llorando a mares. No le dijo palabra alguna, pero se acomodó junto a ella y decidió hablarle a través de un abrazo que se prolongó un largo rato. Minutos después, llegaron varios conocidos. Primos, tíos e incluso vecinos se sumaron para acompañar a la abuela que no dejaba de lamentar la situación de su compañero de vida. Gabriel lo recordó. En su mente apareció el anciano bonachón que religiosamente estudiaba las sagradas escrituras y tostaba su piel bajo el sol del mediodía. Pensar en el ser amado lo consternó. Un hormigueo le recorrió las venas al imaginarlo en su lecho, consumido por la enfermedad. Cuando escuchó la voz del doctor volvió a la realidad. El especialista diagnosticó un colapso respiratorio que afectó los pulmones del paciente, al cual lo mantenían en cuidados intensivos. -–Está grave, solo queda esperar, el tiempo nos dirá cómo evoluciona –dijo con profesionalismo. Gabriel decidió volver a su hogar. La mejor opción era esperar las noticias en casa. Antes de emprender su camino se despidió de sus familiares y les recordó que Dios da pruebas. Regresó caminando, ensimismado en sus cavilaciones. Tenía la costumbre de repasar mentalmente algunos fragmentos de su infancia para recordar a sus padres. Cada vez que lo hacía, su olfato se colmaba del aroma exquisito del perfume de su madre; sus oídos se deleitaban con las suaves melodías que emitía el piano de Mozart; y su corazón de niño, rebosaba con el amor de sus pro-
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genitores.
II El reloj ceñido en su muñeca marcaba las siete menos cuarto, justo a tiempo para presenciar la obra de teatro escolar donde su hijo sería el protagonista. Cogió las llaves de su auto, frente al espejó se alegró de tener buen aspecto, y saliendo le dijo a su esposa que la esperaría en la calle. Afuera, el viento helado y las espesas nubes anticipaban precipitaciones, así que apuró el paso hacia su vehículo. Minutos después, Elena apareció llevando de la mano a Gabrielito que vestía un disfraz de príncipe y lucía en el rostro una gigantesca sonrisa. Al verlos, sintió una mescolanza de emociones que le conmovieron: el amor de su vida y su primogénito significaban lo más valioso para él. Su hijo realizó una excelente puesta en escena, tanto que el público se puso de pie para ovacionarlo. Estuvieron tan contentos que, cuando se acercó a ellos, lo colmaron de besos y cumplidos.
De regreso a casa se desató un aguacero que caía a cántaros. Para silenciar el ruido, reprodujo una pieza de Mozart en el autorradio y continuó conduciendo por la autopista inundada. Los coches que avanzaban junto al suyo formaban una procesión que se ralentizaba por el tráfico. Después de un largo rato apresado en el embotellamiento logró desviarse hacia una amplia avenida que le permitió avanzar más rápido. Pero antes de recorrer el último tramo de la ruta, unos imponentes faros cegaron su visión; escuchó cristales rompiéndose y fierros torciéndose. Luego, un profundo adormecimiento lo relajó: era el abrazo de la muerte. A su costado, yacía el cuerpo inerte de su amada, cuyos brazos habían protegido al único superviviente de aquella tragedia.
III Gabriel no tardó en llegar a casa. Había sentido el mismo miedo de aquella noche lluviosa cuando quedó huérfano, pero esta vez, temía perder a su segundo padre; parecía tener a la muerte como fantasma. En su habitación, hizo a rajatabla lo que su abuelo le había enseñado cuando la soledad embargaba su alma: se hincó de rodillas y pronunció plegarias al cielo.
–Dios todo poderoso..., Pongo en ti mi confianza… –oraba con mucho fervor. Aquel día las rodillas se le inflamaron, pero su fe no se debilitó a pesar del dolor que sentía. Horas después, el teléfono móvil interrumpió su comunicación con el Divino. Recibió una llamada de sus familiares, le dijeron que el abuelo no sobreviviría la noche, que su estado de salud estaba muy deteriorado y que, lo mejor por hacer, era acompañarlo en sus últimas horas y brindarle todo el afecto posible. Gabriel por primera vez sintió que sus peticiones no rendían fruto. Se vio como aquel hombre en la cruz que alzó sus ojos al cielo y reclamó a su Padre por abandonarlo. Inmediatamente emprendió una carrera casi olímpica hacia el hospital. En el camino, gruesas lágrimas de enojo nublaron su visión y consciencia, no logró distinguir las calles por donde transitaba. Las personas con quienes se estrellaba le escupían improperios vociferando que tuviese cuidado. Incluso los taxistas le reprendieron por cruzar las calles distraído.
IV Le dio las buenas noches a su esposa y se acostó, como siempre, en el lado derecho de la cama, junto a la lamparilla que utilizaba para leer cuando el insomnio le arrebataba el sueño. Pero tuvo que levantarse minutos después para contestar el teléfono. Al otro lado del auricular, una voz recta le informó una serie de acontecimientos que lo conmocionaron. Eusebio soltó el aparato e inmutado acudió a su habitación para despertar a Rosario. –¡Es Manuel, ha sufrido un accidente! –le dijo con voz angustiada–. Elena y Gabrieli-
to estaban con él –agregó, pese a que su mujer lo miraba incrédula. Se vistieron sus abrigos. Eusebio encendió el auto y su esposa buscó el paraguas. Cuando arribaron al lugar de los hechos, encontraron a su nieto lloriqueando al lado de los cuerpos de sus padres. Los agentes no lograron separarlo para levantar a los occisos, el niño se aferraba con todas sus fuerzas tratando de reanimarlos con caricias y súplicas. Rosario, a petición del fiscal, se encargó de trasladar a su nieto hasta un vehículo de la ambulancia. Se acercó lentamente a él y lo cargó por la espalda, soportando sus gritos y pataletas. Inmediatamente el pequeño fue sedado y lo condujeron al hospital para monitorear su estado de salud. Entretanto, el capitán de la policía le narró el accidente: el vehículo de su familiar había cruzado la intersección cuando un tráiler con los frenos vaciados los embistió y arrastró por al menos
cien metros. El niño fue el único sobreviviente gracias a su madre quien lo protegió con su propio cuerpo.
V Gabriel halló a sus familiares rodeando el cuerpo desvalido de su abuelo. Se encontraba conectado a varios equipos médicos que intentaban prolongarle la vida. A pesar que aún mostraba signos vitales, su rostro cadavérico confirmaba las sospechas. Pasó años yendo a terapia hasta que sus heridas del alma lograron cicatrizar, pero aquella noche, se abrieron nuevamente. Eusebio se convirtió en su segundo padre, él terminó de criarlo como si de su hijo se tratase. Le enseñó amar a Dios, le decía que si oraba de corazón sus peticiones serían cumplidas. Entonces enunció sus últimos ruegos, pidió misericordia por el ser amado, incluso imploró su inmortalidad creyendo en la omnipotencia del Divino. Pero su decepción se hizo grande cuando uno de los monitores avisó el deceso.
Se sintió más solo que nunca: sin padres, sin abuelo, sin nada de valor a qué aferrarse. Renegó de las enseñanzas bíblicas que siempre había practicado; pero escuchó la voz de un anciano que le decía: “porque polvo eres y al polvo volverás”. Abandonó el hospital, afuera llovía como la noche en que debió partir a su morada eterna. Esta vez, bajo la lluvia, había decidido entregarse.
MEG NICOLE AGUILAR RAMOS
CIELO VIOLÁCEO
S ENTADA EN EL VIEJO ESCRITORIO DE LA CASA de mis padres, junto a una ventana llena de polvo que tiene dos velas consumidas y un espejo roto que en sus pedazos refleja la puesta de sol en el horizonte, un recuerdo muy grato llega a mí, invade por completo mi mente y rememoro el por qué me fascina tanto el firmamento. Bajo ese cielo un acontecimiento marcó mi vida para siempre. Una tarde, como esta, cuando salí del colegio, jugaba con mis amigos en espera de mi abuelo; a lo lejos, en el estacionamiento, vi su automóvil negro, entonces supe que venía por mí, me puse muy contenta, y caminé raudamente para alcanzarlo, amaba mucho a aquel viejecillo que me contaba historias de su infancia cada vez que me devolvía a casa. Contando cada una de mis pisadas en las veredas de aquella calle, llegué al lugar donde el auto estaba estacionado y alcé la mirada para saludarlo. Al instante los músculos de mis ojos se extendieron y me quedé atónita al encontrar a mi padre sentado en el auto, algo que no esperaba. Lo noté muy preocupado y apesadumbrado, tanto que, a penas me quité la mochila para subir, me apresuró jalándome del brazo y dijo: —¡Sube Yann, nos esperan en el Hospital!, date prisa—. A lo que muy molesta
respondí: —Papá, espera un momento, me pesa la mochila, ¿Podrías ayudarme? —. Subí y en el asiento delantero vi la ropa del viejecito que me contaba historias, en ese momento los latidos de mi corazón se aceleraron y no podía controlar los nervios, no pregunté nada, se me vino a la mente que en estas últimas semanas se había convertido en un hombre muy callado que ya no realizaba sus habituales caminatas alrededor de la casa. El auto avanzaba a toda velocidad por la avenida Fitzcarrald; contemplaba el
cielo, no era el mismo que veía en Huaraz todos los días, este mostraba un color
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violeta que culmina en un tono rojizo, es impresionante, una belleza más de la naturaleza que parece augurar una gran desdicha. Llegamos al hospital, vi a mamá con la abuela en la sala de espera y corrí a sus brazos, tan perfecta ella, a pesar de que sus ojos estaban decaídos, no perdía su belleza. De pronto un sujeto gritó enérgicamente: “¡Ser padre es un regalo, pero ser padre de diez hijos es lo mejor del mundo!”. Muy curiosa pregunté a la enfermera que pasaba por el pasillo: —¿Qué sucede? —. Con el índice apuntó al cuarto de incubación donde diez recién nacidos descansaban tranquilos y su madre agradecía a Dios por el regalo de la vida. Al poco tiempo, equipos de prensa se instalaron en aquel espacio dónde otra vez la naturaleza fue la protagonista. Distraída, caminé hacia otro pasillo donde escuché los gritos de desesperación y confusión de un joven a quién los doctores trataban de calmar, diciendo: —Lamentamos esta enorme equivocación, pero tu padre aún está con vida—. Me sentí más confundida que aquel muchacho, mis sentidos y mi espíritu estaban alterados y solo pensaba en mi abuelo. La enfermera me llamó la atención y me llevó de vuelta a la sala de espera, donde una doctora se acercó a mi familia y les dijo: —Él ya está descansando—. Esta frase, en aquel momento, me alegró e imaginé a mi abuelo tomando una siesta luego de la comida o después de una ducha. Todo cambió, sin embargo, cuando mi abuela se descompensó en medio de aquel pasillo y varios enfermeros acudieron a conectarle una válvula de oxígeno. Entonces mi madre tomándome en sus brazos me alejó de aquel lugar hasta llegar a casa, no entendía nada; vaya, era tan solo una ni-
ña… Pasado un largo tiempo, un siete de octubre, el día de mi noveno cumpleaños, me vino a la mente la imagen del abuelo, hasta ese entonces no lo había visto, le pregunté a mamá: —¿Dónde está Paquito? — así le decía de cariño. Mi madre tan amable, me explicó con detalles todos los sucesos que presencié aquel día, pero esta vez cobraran sentido. Mis padres me hicieron reflexionar acerca del ciclo de la vida, lo cual solo provocó en mí un llanto incesante. No podía concentrarme en las tareas, no comía, no dormía bien… Hoy, con 24 años, viendo el reflejo del cielo y de mi rostro en este espejo viejo y roto,
comprendo por qué días antes del deceso de Paquito, cuando bajé a verlo a su cuarto cargando el peluche que me había regalado, lo encontré postrado en cama, sus ojos estaban hinchados y por un lado de sus mejillas caían gotas gigantes. Su palpitar era lento, podía sentir su respiración, aquella que cuando existe un largo silencio se puede oír. También entendí por qué su cuerpo se asemejaba a aquel cielo color violeta, rojo o naranja que está por decaer para darle paso a la oscuridad profunda.
ANTHONY ROMERO FIGUEROA
ALGUIEN TENÍA QUE BAJAR
A
mitad del negro portón esta Ángel con el cabello desordenado oscuro como la noche, camina desorbitado como siempre, él es un andante sin lugar seguro. Pero,
se ve bien, su cara redonda no deja de mostrar sus hoyuelos, vibra de alegría. Se ha parado en la esquina de la farmacia, sonríe más que nunca, de pronto se ve una sombra que se acerca, él muestra seguridad y encanto. ¡Hola, Ana! Ella corre a sus brazos, tienen buen soporte, ambos lloran, lloran mucho, como siempre. Luego, el silencio en sus miradas lo dicen todo; Ana, está bien, aparenta una vida tranquila, parece que todo ha pasado. Es muy probable que se le hayan ido sus noches sin dormir y los tormentosos ruidos en su cabeza. -Has ganado -dice Ángel-, ríe, ríe de nuevo.
- Ángel, aún tiene los ojos oscuros, no has podido limpiarlos. Sigues soportando todo sin dejar de ser humano. Practicas natación, tus brazos así lo muestran. Permanece en ti un amor profundo, entonces ¿Todo ha pasado? -dice Ana. Ambos empiezan a caminar, el silencio es parte de ellos, de ellos ha sido siempre; con mirarse a la cara les era suficiente. De pronto Ángel ríe, la mira y le dice: Dejemos los misterios y vayamos a ver los pasillos del colegio. Ahora están juntos como antes, caminan y se sienten en el lugar más agradable del mundo, su verdadera historia se muestra, no es necesario romper el silencio. Una
quebrada brillante bordeada de árboles con caminos solitarios y mucha risa.
Ángel, ha corrido a quitarle la mochila, ella ríe, ríe mucho, va tras él y empiezan los juegos de niños, Ángel se sumerge en el agua de la quebrada, quiere ir a la catarata, empieza a nadar, Ana dice: Ángel detente no puedo entrar. El ríe -vamos tú puedes sola tienes que sentir el agua y dejar que todo fluya. Ana se sumerge en el agua, y siguen jugando, de pronto ambos lloran, lloran mucho como siempre; solo
se miran y se abrazan, saben lo que pasa. El estado de ánimo que tienen es como
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el juego del subibaja. De pronto, Ángel muy sereno dice: Ana, ven he traído comida y un poco de licor, vamos a olvidar todo, seamos felices, siempre esto nos funciona. Mientras beben, cantan, bailan y comen, así todo está bien de nuevo. Pero ahora toca regresar a casa. En la casa de Ángel esta su madre, su padrastro y sus tres hermanos, este lugar es el más horrible de todos, aquí crece el dolor. En casa de Ana la esperan sus padres y sus dos hermanos, todos sonríen, parece que todo marcha bien por el momento, pero, esto no dura, casi nunca dura. Han pasado dos días desde que escaparon del colegio, nadie sospecha nada. Ana tiene miedo, miedo de su padre, de enterarse acabaría con ella. A Ángel no le importa, le dice: mientras podamos reír y encontrar un lugar donde ser felices todo está bien. Los sucesos se repiten, se escapan, bebe, bailan, cantan y comen. La madre de Ana se ha cansado, ella sabe todo, quiere que Ángel se aleje de su hija, pero ella dice que estar con él le hace bien. Pobre, la madre no sabe qué hacer, de pronto escucha la voz de la madre de Ángel, que dice: “es necesario que tengas a tu hijo, ha llegado el momento de que te encargues de él”. Ángel llega a casa, con la misma facha de siempre, la madre le dice: tu padre quiere cuidar de ti, tienes que viajar a la ciudad. Han pasado dos semanas, Ángel no sabe cómo decírselo a Ana; ellos solo se tie-
nen a ellos, nadie más que ellos. Ana lo ha notado distante, se preocupa; ya no ríe, tampoco llora, entonces dice: Ángel, ¿Qué pasa? Y el responde: me tengo que ir, mi padre quiere que viva con él. Ana se queda en silencio, Ángel la abraza y le dice: todo va estar bien, vendré a verte, Ana le pide que no se vaya, Ángel le dice que se calme, que está bien… Ángel se ha ido, Ana ya no es la misma, le cuesta hablar con el resto, no confía en nadie, entonces, empieza a leer, a leer hasta el cansancio. Ya han pasado dos años, Ana sigue recodando a Ángel, y él a ella, ya terminaron la secundaria.
Ambos vuelven bruscamente de los recuerdos, se miran, solo se miran, de pronto Ángel la abraza y le dice: ¿has salido del juego del subibaja? Ana lo mira y le dice: alguien tenía que bajar, dolía mucho. Cuando te perdí conocí a un ser Divino que me ayudó, pero todavía te quiero, no he olvidado nada, hermano. Ángel entre lágrimas suspiró, su único alivio fue oír la voz de confirmación de que ella estaba viva, y que ya no sentía dolor por estarlo. De nuevo solo se miran, sus ojos siempre lo han dicho todo….
BEEKER HERLIN ORTIZ CARO
RAROS SUCESOS DE LA
VIDA
E
L VIENTO ingresó por la grieta de la ventana. Agitó las cortinas del cuarto oscuro. El frío invadió toda la habitación. El ambiente se dibujó lúgubre por el cielo
nublado. Los pájaros cantaban a su libre albedrío melodías alegres que retumbaban en la ventana con júbilo mientras las tristes se quedaron en el patio. Estoy tan ansioso e inquieto, con un miedo inexplicable que habita dentro de mí, nunca tuve esta sensación rara. Es el inicio de un nuevo mes, el de las clases, es marzo, pasé unas largas vacaciones con mi tío y mis primas en la costa. No tuve contacto desde la clausura con mis compañeros de clase, que al igual que yo deben de sentir este atroz frío de invierno. Llegó el momento de ir al colegio. Piero impecablemente uniformado para empezar un nuevo año escolar cursando el quinto de secundaria, exhibía ahora la contextura regular de un jóven intelectual, con los lentes a medida, su alegría contagiosa llena de entusiasmo explosionó al encontrarse con sus compañeros después de unas largas vacaciones. Al llegar al colegio todos estaban formados, luego de las actividades que se desarrollaban cada inicio y fin de semana; todos ingresamos a nuestras aulas. Todos nos manteníamos inquietos y felices, también a la vez generando desoden, porque no se presentaba ningún docente a nuestra aula, seguramente que así iba ser toda la primera hora, pero de pronto se acercó el auxiliar para callarnos por el alboroto que hacíamos, mientras el auxiliar nos llamaba la atención se presentó el profesor Gregorio, del área de Ciencia, tecnología y ambiente, nos dio la bienvenida por este nuevo año académico, hizo una reflexión del modo que debíamos de comportar-
nos; no por estar en quinto de secundaria relajarnos, sino debiéramos de ser el ejemplo para los demás estudiantes.
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Se ubicó junto al pupitre, jaló la silla y comenzó a leer la revista que trajo en la mano. - ¿De qué tratará esa revista?, tendrá algo novedoso, me dije. Rompió el silencio una voz: - Esta noticia sucedió hace pocos días atrás, una mujer sudafricana rompió el récord mundial Guinness de mayor cantidad de niños nacidos en un solo parto al dar a luz a diez bebés en Sudáfrica – era la voz del profesor, que como siempre nos llenaba de explicaciones-. El profesor fue comentando la noticia mientras impresionado y temeroso me preguntaba ¿Qué sería de mí sí fuera mí caso?, tendría que trabajar el doble o tal vez el triple que trabaja papá. Sudaba frío, mi camisa la sentí húmeda; todo giraba a mí alrededor, la mujer y los niños gritando pidiendo atención. Estaba perdido en mi pensamiento, de pronto el profesor Gregorio apareció de pie junto a mí, esperando una respuesta a la pregunta que realizó, no sabía que responder, me puse colorado, y en su rostro noté enojo. Regresé a casa de manera rápida, al ver a la casa del vecino Lorenzo, veo que en su puerta colgaba la tela de catafalco, ¿habrá fallecido el vecino Lorenzo o tal vez su esposa? Me encontré conmocionado por lo que había visto, algunos de mis vecinos comentaron lo que había fallecido el vecino Lorenzo. Fui a casa lleno de tristeza recordando las anécdotas que pasamos cuando estaba en la vida, ingresé a casa, pero nadie estaba. El estómago me comenzó a sonar de hambre, fui a almorzar a la calle, pero al llegar al restaurante se me había esfumado el hambre que tenía, al regresar caí en un profundo sueño.
Pasaron tres días de que el vecino Lorenzo había fallecido, papá y mamá fueron al velorio todos los días, no me atrevía ir al velorio pues esas cosas me ponían de un estado nostálgico, como fue el tercer y último del velorio papá me obligo acompañarlos. Estábamos en el velorio, me acerqué al ataúd para ver el cuerpo de mi vecino y despedirme por última vez, pero en eso siento que me sonríe, me asusté, caminé de inmediato a mí asiento, me causó un escalofrió. ¿Sería tan solo acaso que pasó en mí mente? Comenzaron a cantar canciones de difunto, era como las 2 de la mañana, cuan-
do cantan la canción de Entre esas cinco llagas, las luces apagaron, para que el
alma del difunto se despida de su hogar, quedamos todo en oscuridad cantando aquella canción, en eso el ataúd retumba y el cuerpo que ya hacía muerto, se levantó, todos quedamos taciturnos del episodio que estábamos presenciando.