Isabel la Católica

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Archivo Ducal de la Casa de Alburquerque CUÉLLAR

ISABEL, INFANTA Y PRINCESA DE CASTILLA 1451-1474

J U L I A M O N TA LV I L L O ARCHIVERA


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ISABEL, INFANTA Y PRINCESA DE CASTILLA 1451-1474

DESCRIPCIÓN DE ISABEL: De estatura media, rubia y muy blanca, de ojos entre verdes y azules y rostro alegre, una mujer de buen porte, majestuoso, mirar gracioso y honesto, facciones del rostro bien puestas, cara muy fermosa e alegre, era muy cortés en sus fablas, dueña de sus sentimientos, era muy religiosa, muy inclinada a fazer justicia, tanto que le era imputado seguir más la vía del rigor que de la piedad. Dotada de

una

poderosa

naturaleza

extraordinariamente robustecida por la afición ecuestre y una genética aptitud para la caza. Exigía ser obedecida sin ningún reparo ni dilación. Prefería ser temida que amada. No era generosa porque cuidaba que no disminuyese el patrimonio regio, pero era firme en sus propósitos, de modo que una vez tomada una grave decisión difícilmente se volvía atrás por muchas que fueran las dificultades que surgieran, conducta que le daría triunfos asombrosos, de igual modo le gustaba cumplir su palabra, salvo que las circunstancias le obligasen a mudar, le gustaba que algo de la grandeza se mostrase también en su modo de presentarse en la corte, era mujer ceremoniosa en sus vestidos e arreos y en el servicio de su persona e quería servirse de homes grandes e nobles e con grande acatamiento e sumisión.


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El 22 de abril de 1451, un correo salió a galope de Madrigal de las Altas Torres para llevar con presteza a Juan II, que se encontraba en el alcázar viejo de Madrid, la noticia de que, a las cinco menos cuarto de la tarde había nacido una niña. La nueva infanta recibió inmediatamente las aguas del bautismo con el mismo nombre de su madre, Isabel.

Su padre murió en julio de 1454, en su testamento asignaba a Isabel el señorío de Cuéllar, las rentas de Madrigal cuando su madre falleciera y una cantidad

supletoria

hasta

que

sus

ingresos

alcanzasen el millón de maravedís al año. El rey encomendaba a dos notables eclesiásticos, Lope Barrientos, obispo de Cuenca y Gonzalo de Illescas, prior de Guadalupe, que tomasen a su cargo de los dos hijos de su segundo matrimonio.

Enrique cuidó muy poco de cumplir las mandas recibidas, de modo que la casa de la reina viuda padeció con frecuencia la escasez de recursos. A la infanta no se le hizo efectiva la renta de un millón de maravedís. Tras la muerte de su marido, Isabel de Portugal se instaló en Arévalo, cuyo señorío formaba parte de las arras de acuerdo con el contrato matrimonial. La vida de la infanta y su hermano será oscura y triste, lejos del fasto de la corte, sin conocer el lujo y la brillantez de la vida cortesana, en medio de privaciones, y con una madre que empieza a mostrar los primeros síntomas de su enfermedad mental. Los tres permanecen olvidados del rey y del reino. Isabel recibió una educación completa que abarcaba un amplio abanico de conocimientos, superando bastante la educación elemental reservada a las


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mujeres de saber leer y escribir correctamente. Allí estaba Beatriz de Silva, una dama que vino de Portugal acompañando a la reina, y que más adelante se trasladó a Toledo para fundar las concepcionistas. En ese ambiente, muy portugués, se forman dos rasgos esenciales de su carácter: la reserva y la piedad. En esta primera etapa de su vida Isabel no tiene ninguna importancia para el reino, solo reinará si sus hermanos mueren y en ese momento parecía imposible que eso ocurriera, además era mujer y el destino de las mujeres de estirpe real estaba ligado al matrimonio, que se realizaría con quien las circunstancias políticas aconsejasen. En numerosas ocasiones va a ser solicitada o propuesta en matrimonio por príncipes españoles y europeos. En 1458 se propone el matrimonio entre la infanta y Fernando de Aragón, este primer proyecto matrimonial será abandonado muy pronto. En el verano de 1461, cuando Isabel tenía 10 años, la reina Juana anunció su embarazo. La inminencia de un alumbramiento venía a alterar las relaciones de sucesión, por eso los consejeros de Enrique IV decidieron que los dos infantes, Isabel y Alfonso, debían ser llevados a la Corte y mantenidos en cuidadosa custodia hasta que se decidiese su ulterior destino. El propio monarca acompañado de Juan Pacheco y Pedro Girón acuden a Arévalo a recogerlos, separándolos de su madre y dando lugar a una dramática escena que Isabel más adelante describe así “inhumana y forzosamente fuimos arrancados de los brazos de nuestra madre y llevados a poder de la reina doña Juana, que esto procuró porque estaba preñada”.


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El 28 de febrero nació una niña y en marzo de 1462 la bautizaron siendo madrinas la marquesa de Villena y la infanta Isabel. El 9 de mayo de 1462 las Cortes procedieron a efectuar el preceptivo juramento de la recién nacida como heredera del trono. Sin embargo, unas horas antes de esta ceremonia, el marqués de Villena, que había requerido la presencia de un notario, hacía levantar acta, protestando la nulidad de los actos, alegaba que mediante amenazas y engaño se estaba reconociendo y jurando como sucesora a una hija ilegítima, con el acta notarial se estaba proveyendo de armas para la intriga política que tenía un único fin: someter al rey sus herederos bajo el techo de su influencia. Isabel acompañaba a doña Juana en todos sus desplazamientos. Era, indudablemente, un rehén. La infanta no había sido llevada a la corte para ocupar en ella el puesto que en el testamento de su padre se señalara; al contrario, Cuéllar, que hubiera debido convertirse en el núcleo fundamental para su estado pasó a manos de Beltrán de la Cueva, había sido llevada a la corte para servir de instrumento a los planes e intereses políticos mediante la vía del matrimonio, como ocurrió cuando debido a la enemistad entre Juan II de Aragón y Enrique IV éste se alía con el príncipe de Viana, don Carlos, sublevado contra su padre, Isabel es ofrecida por su hermanastro en matrimonio a Don Carlos, heredero del trono navarro y del aragonés; él, aunque se siente halagado por la propuesta y lo que ella representaba y aún sabiendo que esta unión proporcionaría una importante ayuda a su causa no acepta, por el momento, con la intención de satisfacer con esta conducta a su padre y evitar el colocarle en la situación comprometida, pero ocurre lo contrario, Juan II ordena la prisión de su hijo, precisamente para evitar el matrimonio con Isabel, incluso llega a pedir la mano de Isabel para Fernando en 1462. Es ahora cuando Carlos accede al matrimonio con la infanta castellana, pero muere poco después. Su muerte como casi todas las que se producen en el entorno de Isabel provocó rumores de que había sido producida por envenenamiento.


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Por aquel entonces se conformaron algunos de los hábitos esenciales de su existencia: el ahorro, que venía impuesto por la escasez de sus rentas, aficionada a la lectura tanto como a la conversación comenzó a coleccionar libros y la religiosidad, sin la cual no se concebiría su vida y su obra, empleaba muchas horas en la oración, sus aciertos y sus errores tienen origen en esa religiosidad. El siguiente pretendiente será Alfonso V de Portugal, este proyecto será tratado por primera vez en Gibraltar, a principios de 1464, en las vistas que allí celebraron Enrique y Alfonso. Pocos meses después ambos monarcas vuelven a encontrarse en Puente del Arzobispo, en esta ocasión Enrique lleva con él a su esposa, Juana y a su hermana Isabel con el propósito de formalizar el matrimonio, Isabel se niega alegando que una infanta de Castilla no puede casarse sin el consentimiento del reino. En 1464, los grandes que formaban la Liga Nobiliaria, encabezada por el marqués de Villena, Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo y Pedro Girón, maestre de Calatrava proclaman que el juramento de las Cortes de Madrid debía ser recusado porque Juana no tenía derecho a la sucesión, pues no es hija del rey sino de Beltrán de la Cueva.

Entre

acusaciones

las

muchas

destinadas

a

la

propaganda se decía que los consejeros del rey planeaban asesinar a Alfonso y a dar a Isabel en matrimonio con quien no

cumplía.

obedecía

la

A

este

custodia

objetivo de

los

infantes por parte de la reina Juana;

reclamaban,

en

consecuencia que tal custodia cesara y que los interesados fuesen entregados a personas de confianza, es decir, Villena y


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Carrillo. Se seguía considerando a los infantes como preciosos rehenes que podían procurar a quienes los tuviesen un mayor ejercicio de poder. Aunque las demandas eran, evidentemente, injuriosas para Enrique IV, se entrevista con los nobles rebeldes en Cigales, el rey aceptó que Alfonso fuera considerado como sucesor, pero con el compromiso de casarse con Juana, que entonces tenía 2 años, Pacheco conseguía uno de sus objetivos: el infante pasaba de la custodia de la reina a la suya. Isabel seguiría en la corte. Una comisión de nobles redactaría un documento que fijara por escrito las funciones y atribuciones a que debía sujetarse el monarca con su consejo. Esta comisión había tomado acuerdos acerca de Isabel, debía cesar la custodia que ejercía la reina, constituyéndose su Casa con las condiciones que fijara el difunto rey en su testamento, podría elegir su residencia, bien al lado de su madre o en Segovia, acompañada por cinco damas que esta última escogiera, pero esta mejora no significaba la libertad se la había separado de su hermano Alfonso, convertido en prisionero del marqués de Villena. Pese a todo tenía que observar ciertas mejoras, especialmente en cuanto a la presencia de las cinco damas, en algunas de la cuales llegaría a depositar mucha confianza. Las disponibilidades económicas no eran ya tan escasas: algunos juros, más las rentas de la villa de Casarrubios del Monte, aunque estuvieran lejos del millón que le fuera asignado en el testamento de su padre, daban para un modesto pasar. De Roma acababa de recibir el primer privilegio pontifico: uso de altar portátil. De este modo tenía la seguridad de que el auxilio espiritual de la misa no iba a faltarle, aunque tuviese que andar por campamentos o posadas de pura improvisación. Había salido del poder de la reina pero no se le ocultaba que, en Segovia, todavía no era dueña de su destino. El 5 de junio de 1465 los miembros de la Liga y otros muchos nobles que se les habían adherido, capitaneados por el marqués de Villena que custodiaba a don Alfonso, había decidido proclamarle rey, aunque solo contaba once años, es la llamada “Farsa de Avila”. Isabel no hizo ningún intento para sumarse a los partidarios de su hermano, permaneció en actitud pasiva mientras crecía la


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confusión. En

1466

se

hizo

evidente que ninguno de

los

dos

partidos

estaba en condiciones de lograr la victoria. La importancia política de la infanta había crecido para ambos bandos. Villena intentó apoderarse de ella. Acudió al rey con una propuesta: procurarle una victoria completa eliminando a su rival de la escena política, siempre y cuando fuesen eliminados al mismo tiempo los consejeros que le estorbaban, devolviéndosele el poder que poseía al comienzo del reinado. Su hermano Pedro Girón, maestre de Calatrava, contaba con los medios necesarios para alcanzar esa inmediata resolución: enorme capital de 60.000 doblas de oro, fruto de algunas pingües operaciones que efectuara dentro de su orden y una tropa de 3.000 jinetes que, al sumarse a las fuerzas del rey y a las del marqués, liquidarían cualquier resistencia. Por esta ayuda, que devolvería al reino la unidad en la sumisión, Enrique IV tenía que pagar un precio, entregar en matrimonio a la infanta Isabel a Pedro Girón, que era un indeseable hombre maduro, cuyos cambalaches y trapacerías darían lugar al drama de Fuenteovejuna; padre de bastardos, freire incapaz de cumplir sus votos, ambicioso y violento, tenía 40 años y la infanta 15. Las modificaciones introducidas poco antes en los estatutos de la orden le permitían celebrar una boda. Con aquel matrimonio el maestre de Calatrava se situaría dentro de la escala de sucesión real, dando un paso que nadie, hasta entonces, se atreviera a franquear. Es posible que en la combinación urdida, que el rey aceptó, se hablara únicamente de desmontar los derechos de Isabel arrojándola fuera de la estirpe real, pero es indudable que de haberse consumado el matrimonio un rechazo más insistente en la ilegitimidad de Juana y una desgracia en la vida del joven príncipe habría colocado a Girón como rey.


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Isabel tomó la cosa muy en serio, sabía que de nada iba a servirla el oponerse, el maestre de Calatrava efectuaría el matrimonio quisiera ella o no, el cronista Galíndez Carvajal describe la dramática reacción de la infanta “la infanta estuvo un día y una noche sin comer ni dormir; puesta en muy devota contemplación, suplicando humildemente a Nuestro Señor que le plugiese hazer una de dos cosas o matar a ella o al maestre, porque este casamiento no tuviese efecto...” hizo lo que sus maestros de espiritualidad le enseñaran, ponerse de rodillas y pedir a Dios que la sacara de aquel trance. Girón viajaba despacio porque venía enfermo. Consiguió llegar hasta Villarrubia de los Ojos, a orillas del Guadiana, y allí murió el 20 de abril de 1466. De modo que, dos días más tarde, pudo Isabel celebrar dos acontecimientos, su 15º cumpleaños y el final de la tremenda amenaza, en la mente de la infanta se dibujó la idea de que Dios había respondido a sus peticiones, sucesos como este se repitieron en su vida y contribuyeron al fortalecimiento e su fe y a creer que cuanto hacía estaba dirigido por Dios. Pese a este golpe para sus planes, Villena no cejó en su empeño de hacerse con la custodia de Isabel y no alteró su propósito de volver al lado de Enrique IV, no para servirle sino para edificar sobre él su propio poder. La causa de Alfonso, cuya custodia se tornaba más difícil a medida que el chico crecía le parecía ahora un error de cálculo. Juan II de Aragón, cuya situación militar en Cataluña seguía siendo difícil, necesitaba que Castilla fuera su aliada, no su enemiga, así es que envía allí a uno de sus hombres de confianza, el condestable de Navarra, Pierres de Peralta, la primera impresión que este recogió fue la de que Pacheco volvía a ser factor esencial. En consecuencia dio a su rey un consejo: concertar el matrimonio del heredero de Aragón, Fernando, con una hija del marqués, Beatriz Pacheco, poniéndolo de este modo a su favor, Juan II aceptó en principio la idea.


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Ambos bandos habían pedido a Paulo II que interviniese como pacificador y encargó la delicada misión a Antonio de Veneris, que vino a España con iguales poderes a los del propio pontífice si estuviera presente. El legado a latere llegó a la Corte y manifestó enseguida su opinión: la legitimidad en origen y ejercicio pertenecía a Enrique IV y debía ser acatado por todos como rey, regresando Alfonso a la posición de infante sucesor con los compromisos de matrimonio con Juana. Enrique seguía admitiendo esta fórmula, lo que parece demostrar que no estaba demasiado seguro de los derechos que asistían a Juana o por lo menos que no estaba seguro de disponer de medios para que los reconociesen. Estamos en 1467, Isabel seguía en Segovia pero no en el alcázar porque allí se había instalado la reina Juana. La servían cinco damas, una de las cuales, Beatriz de Bobadilla, estaba casada con el converso Andrés Cabrera, alcaide del alcázar y custodio del tesoro. Se ha producido la batalla de Olmedo y el rey y la nobleza están negociando, Pacheco, que no asistió a la batalla planeaba apoderarse de Segovia, lo que le permitiría apoderarse de la reina, la infanta y el tesoro. La ciudad, que no contaba con suficientes medios de defensa, cayó en sus manos, pero Andrés de Cabrera retuvo el alcázar y a la reina. Fue entonces cuando el marqués de Villena pudo incorporar a su bando a Isabel, que se reunió de nuevo con su hermano Alfonso.


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Una de las primeras decisiones de Pacheco fue despedir a las cinco damas para sustituirlas por otras que se harían cargo de la custodia de la infanta. Dos de ellas, Mencía de la Torre y Beatriz de Bobadilla, dijeron que no iban a separarse de la infanta de ninguna manera. Isabel, que conocía muy bien lo que podía esperar de Villena y de esta supuesta “liberación”, fue en busca de los otros dos prominentes jefes del bando alfonsino: Alfonso Carrillo y el duque de Alba, como si en ellos tuviera más confianza y les puso delante un papel para que lo firmaran jurando por su honor, en la forma más solemne, ambos empeñaron su palabra de no consentir que se impusiese a la infanta un matrimonio mientras ella, de libre y deliberada voluntad, no diera su consentimiento. Poca garantía era un papel en aquellos tiempos, pero la palabra de honor era una cosa muy seria especialmente si la interponía un primado de España o un Alvarez de Toledo. El 17 de diciembre se celebró en Arévalo la fiesta de cumpleaños de Alfonso, Isabel con sus 16 años, rubia y de ojos azules y muy inteligente, probablemente se preparaba para ser colaboradora eficiente de su hermano. Pero Alfonso, que mostraba cada vez más independencia, comenzaba a convertirse en un estorbo para Pacheco, ya no era el niño que podía mantenerse en velado cautiverio y manejar impunemente. En junio de 1468 Toledo cambiaba de bando pasando al de Enrique. Alfonso decidió abandonar Arévalo, en donde permanecería Isabel, para dirigirse a Ávila donde confiaba reunir el número de soldados suficiente para emprender la conquista de Toledo.

Pero

enfermó

bruscamente y falleció el 5 de julio en Cardeñosa. La imprevista y temprana muerte de don Alfonso, proyectó a su hermana al primer plano de la escena. Una coyuntura que sumándose a otras llevaría a la reina a pensar que Dios había volcado sus designios sobre ella.


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No pretendió proclamarse reina cuando murió su hermano. Isabel trataba de instalarse en una postura de legitimidad para ello le resultaba imprescindible aceptar la obediencia debida a Enrique y rechazar con argumentos objetivos el derecho de Juana a ostentar la sucesión. La única solución posible desde los intereses de Isabel era que, mediante negociaciones, reconociera Enrique que a ella y no a la hija de la reina correspondía el derecho de sucesión. Otro aspecto del que Isabel nunca consintió dudas era que en Castilla las mujeres tenían derecho a reinar cuando faltaban varones en la línea y rango de sucesión en que ellas estuviesen colocadas. Desde Aragón Juan II percibió con mucha claridad estos detalles y por eso envió nuevas instrucciones a Pierres de Peralta, tenía que conseguir que Isabel casara con Fernando. El 17 de julio, 12 días después del fallecimiento de Alfonso, Fernando firmaba el documento que autorizaba a negociar ese matrimonio. Tras la muerte de Alfonso se produce la división del partido nobiliario que le apoyaba, mientras un sector quiere que Isabel se proclame reina, otro, encabezado por Juan Pacheco opina que la mejor solución es tratar de llegar a un pacto con el rey y solucionar el conflicto de forma pacífica, consiguiendo que Enrique la reconozca como heredera. Pacheco ya había perdido todo el interés en el enfrentamiento con Enrique, se había dado cuenta de que para su propio bien era más conveniente la paz con el rey que le reportaría grandes beneficios. Así se produce la entrevista de los Toros de Guisando entre Enrique e Isabel el 19 de septiembre de 1468. La tarde del 18 el primado gastó varias horas tratando de convencerla de que lo mejor era romper las negociaciones y regresar a Ávila, ya que le resultaba evidente que todo aquel embrollo estaba dirigido

a

provocar

su

propia

eliminación

mediante

un

matrimonio

inconveniente. Según él, lo mejor par la causa era estrechar los vínculos con Aragón, celebrar el matrimonio que se le proponía con Fernando, reconstruir el partido y ganar la guerra. Pero la infanta rechazó este plan, era necesaria la paz, con restablecimiento de los principios de legitimidad y, en cuanto al matrimonio, allí estaba el principio de libre voluntad.


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En el verano de 1468 todo el mundo parecía fuera del sitio que ocuparía 7 años después: los Mendoza pataleaban porque se pusiera en duda la legitimidad de su rehén a punto de ser aniquilado; Pacheco parecía el principal defensor de los intereses de Isabel; Carrillo odiaba a la reina y a su hija. Lo que Pacheco prometía al rey, a cambio de que éste entregara todo el poder en sus manos, era la aniquilación política de Isabel privando a los rebeldes de su bandera obligándoles a someterse. Pues una vez que hubiera sido acordado su reconocimiento tendría que integrarse

en la Corte sometida a cuidadosa

vigilancia hasta el momento de su matrimonio. Dos serían los enlaces concertados, el de la infanta con Alfonso V de Portugal y su hijo Juan con Juana, reconociendo a éstos derechos subsidiarios, así reinarían primero Alfonso y luego Juan, los monarcas portugueses. Sutil y complejo plan propio de la mentalidad embrollona de Juan Pacheco. Había motivos para desconfiar. Pacheco, viejo y astuto, podía presumir de que, tendiendo una tela de araña, había prendido en ella a esta adolescente que aún no tenía 18 años, honesta y piadosa, poco experta en los sucesos del mundo, imaginaba que en Ocaña la tenía en su poder. Muy pronto Juan Pacheco demostró su intención, según su costumbre, de incumplir los acuerdos a menos que Isabel se resignara a ser dócil instrumento en sus manos. El 28 de septiembre de 1468, el conde de Tendilla, custodio de Juana, obrando en nombre del poderoso clan de los Mendoza, hizo levantar un acta de protesta contra las decisiones tomadas, se afirmaba que aquella infanta era hija del rey, nacida dentro de matrimonio legitimado por los Papas. El maestre hizo un viaje a Guadalajara para tranquilizar a los Mendoza y asegurarles que todo el plan de Guisando apuntaba a que no sufrieran perjuicio los derechos y aspiraciones de Juana.


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Los detalles del plan fueron explicados en una reunión del Consejo Real, celebrada en Villarejo de Salvanés el 24 de octubre y a la que sabemos que asistieron por lo menos Fonseca, Alvaro Stúñiga, el condestable Velasco, el marqués de Santillana y Pedro González de Mendoza: se casaría a Isabel con Alfonso V que la llevaría consigo a Portugal para que allí reinara, era muy probable que de este matrimonio no nacieran hijos, mientras que Juana contraería matrimonio con el príncipe heredero don Joao. Se reconocerían además a esta segunda pareja derechos supletorios tanto en Portugal como en Castilla, lo que la convertiría en sucesora de la primera. Se alejaba el peligro de un retorno de los aragoneses. Isabel se encontraba ya en Ocaña, fortaleza segura sometida además a estrecha vigilancia para que no pudiera oponerse a los proyectos que acerca de ella se habían forjado. Los embajadores de Enrique IV ya estaban en Roma solicitando la dispensa necesaria para ambos matrimonios y estableciendo así una incompatibilidad respecto a cualquier demanda que pudiera presentarse desde Aragón en favor de Fernando. Aquella trama tenía un punto débil, la voluntad de Isabel, hasta mayo de 1469 cumpliría todas las obligaciones que de los pactos dimanaban, pero se preparaba para ofrecer resistencia. Al elevar a escritura pública el convenio de Guisando demostraba su resolución de que no pudiera ser considerado como un simple compromiso entre personas particulares. Así quedaba también claro que la sucesión no era algo graciosamente otorgado y por tanto revocable, sino un derecho reconocido. En enero de 1469, presidida por el arzobispo de Lisboa llegó a Ocaña la embajada portuguesa que venía a concertar las condiciones del matrimonio de Alfonso V con la princesa Isabel. Se había dado al negocio el aire de que era asunto ya concluido. Pero ella haciendo uso de la cláusula de libre voluntad que figuraba en los acuerdos dijo que no, no estaba dispuesta a casarse con el rey de Portugal.


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Pacheco, que seguramente no esperaba esta muestra de firmeza, trató de convencer al rey de que con esta negativa la princesa incurría en desobediencia. Teniendo en cuenta lo que una mujer era y significaba en el siglo XV, entendía que no le era dado elegir. Pero ella alegaba la cláusula de libre voluntad que tenía que ser respetada: podían proponerle candidatos, pero esto no significaba que tuviera que aceptarlos. En ese momento, mediado el mes de enero, la decisión en favor de Fernando parece haber sido adoptada. La respuesta de Juan Pacheco y, en definitiva, de Enrique IV fue suspender el trámite de los acuerdos. De acuerdo con los usos castellanos, el reconocimiento de un sucesor, que empieza en el momento en que es designado y reconocido por el rey en ejercicio, no se consuma hasta que se produce el juramento de las Cortes. Las Cortes fueron convocadas para el mes de abril de 1469 en Ocaña que implicaba especiales condiciones de vigilancia. Solo asistieron procuradores de 10 de las 16 ciudades y villas que tenían reconocido el derecho de voto. Pacheco convenció al rey de que, dada la desobediencia de la princesa, los procuradores debían ser despedidos sin pronunciar el debido juramento. Objetivamente no puede dudarse de que sucesivamente el rey había quebrantado tres de los compromisos que adquiriera: alejamiento de la reina Juana devolviéndola a su hermano Alfonso V; entrega de las villas que debían constituir sus rentas; juramento por parte de las Cortes estando éstas preparadas para prestarlo. Ahora Isabel, casi una prisionera en Ocaña, parecía enfrentarse con muy adversas perspectivas. Tras ser reconocida en Guisando heredera de Castilla son 4 los pretendientes para casarse con ella: un hermano de Eduardo IV de Inglaterra, Alfonso V de Portugal, Carlos, duque de Berri y Guyena, hermano del rey de Francia y el príncipe Fernando de Aragón.


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En abril de 1469 la huida de Ocaña se presentaba ante Isabel como una cuestión urgente. Con el pretexto de que era necesario ordenar su casa en la forma conveniente a su rango de princesa, se la estaba separando de sus damas fieles para rodearla de personas cuya misión principal era vigilarla. El matrimonio con Fernando, príncipe de Aragón, un poco más joven que ella, de su misma estirpe y lengua, aparecía por muchas razones como vehículo de seguridad. Juan II de Aragón tomó la iniciativa y desde septiembre de 1468 puso a Pierres de Peralta a trabajar en el matrimonio. El condestable de Navarra encontró la entusiasta colaboración de su pariente Alfonso Carrillo, que buscaba el fortalecimiento de su influencia, pero también dotar a Castilla de un rey. Hasta el 1 de noviembre de 1468, Peralta no pudo informar a Juan II que Carrillo le había comunicado la decisión de la princesa, expresada en contundentes palabras: me caso con Fernando y con ningún otro, aferrándose a la cláusula de libre voluntad, estaba dispuesta a responder que si no se le permitía el matrimonio con Fernando tampoco aceptaría a ningún otro. Isabel contaba con una ventaja, la del límite establecido con la vida del rey, pues una vez muerto sólo a ella le correspondería tomar las decisiones. Las capitulaciones matrimoniales comienzan a negociarse en enero de 1469, la princesa parece tomar poco interés en esta cuestión, hecho explicable por el reparo que toda doncella tiene en hablar sobre su propio matrimonio, ya que lo acostumbrado era que fueran los padres o los hermanos los que traten de esos asuntos, pero ya que es huérfana de padre, que su madre no puede atenderla en este asunto dada su enfermedad y que su hermano en lugar de cuidar su casamiento trata de unirla a una persona no conveniente, debe ser ella misma la que intervenga.


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Isabel se encontraba indecisa sobre su matrimonio y consulta sobre este asunto al reino, no solo antes de decidirse por Fernando, sino incluso después de tomada la decisión. Por esta razón la princesa envía mensajeros secretos por Castilla con el fin de escrutar la opinión existente sobre su posible matrimonio y sobre sus 3 pretendientes. La mayor parte de los consultados se inclinan hacia Fernando. El condestable de Navarra al visitar a Isabel en Ocaña, cumpliendo el encargo de su señor, sabiendo que en la corte se hallaba el legado Antonio de Veneris, dotado de plenos poderes abordó la importante misión diplomática que se le había encomendado, encontró en el legado apoyo incondicional y completo, también a él le parecía aquel matrimonio el medio adecuado para poner fin a viejas querellas y consolidar la paz que se le había ordenado conseguir. Lo malo era que en aquellos momentos, en Roma, se hallaban ya muy avanzadas las gestiones portuguesas y castellanas para conseguir una dispensa de parentesco entre Alfonso de Portugal e Isabel, por lo que no sería admitida ninguna otra propuesta, la bula se emitió el 23 de junio de 1469. Se volcaron sobre Isabel amenazas muy serias: si se negaba a contraer matrimonio con Alfonso V sería encerrada en el alcázar de Madrid y despojada de la sucesión. Al producirse el rechazo rotundo del portugués, los consejeros de Enrique establecieron la tesis de que los actos de Guisando estaban condicionados a que la princesa obedeciera las órdenes que se le daban: si no lo hacía, era facultad del monarca, en virtud de su poderío real absoluto, revocar el nombramiento de sucesora. Ella esgrimió un argumento distinto: al aceptarse, con la presencia del legado a latere, que Juana no era nacida de legítimo matrimonio, le correspondía la sucesión en cuanto que era la única hermana legítima del rey, como éste comunicara al reino en su carta del 24 de septiembre. Si Isabel desapareciese, por cualquier circunstancia, ese derecho pasaba a la línea aragonesa de los Trastámara, es decir, a Fernando, que por eso resultaba el más adecuado para su matrimonio, una boda entre las dos personas mejor situadas podía cerrar el círculo evitando nuevas banderías.


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Antes de la llegada de la embajada portuguesa, le había venido la propuesta del matrimonio aragonés. Peralta puso en sus manos un medallón con el retrato, en miniatura del príncipe Fernando, no podía ser descrito como agraciado, pues una barba cerrada le daba una aspecto cetrino, pero eso no tenía importancia, porque el sentimiento fundamental que movía a ambos era una conciencia estricta del deber. La princesa envía a su capellán, Alfonso de Coca, pretextando cierto negocio con Francia, para que visite al duque de Berri y al príncipe don Fernando y obtenga una comparación íntima y fideligna de ambos. Este enviado vuelve cuando la princesa se encuentra ya en Valladolid, le cuenta lo opuestas que son las costumbres francesas comparadas con las castellanas. Además en el retrato que hace de cada uno de los dos candidatos le muestra a Fernando gallardo y de buena presencia y al duque de Berri, 4 años mayor que ella, le presenta con el peligro de quedar ciego y con unas piernas delgadas y deformes. Después del informe del capellán Isabel quedó totalmente convencida de su buena elección, pero mucho antes de este total convencimiento, Isabel, mientras permanecía en Ocaña, guiada por los Consejos de Carrillo y las buenas palabras de Gutierre de Cárdenas, había dado ya su consentimiento definitivo. En las negociaciones Isabel exigió el reconocimiento de su condición de soberana. Aunque en Castilla había precedentes de mujeres que ostentaran la legítima sucesión, quedaba la comprobación de que se habían limitado a ser transmisoras a hijos o maridos del poderío real. Carrillo, que desde el primer momento había defendido la conveniencia de que casara con Fernando, pensaba en éste como en un rey propietario, no en un consorte.


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El 7 de marzo, estando en Cervera, Fernando firmó las capitulaciones matrimoniales. Juan II para reforzar un nuevo estado de opinión cedió a su hijo el reino de Sicilia con todas sus rentas y a su nuera los señoríos de Borja, Magallón, Crevillente, Siracusa, Catania y los 100.000 florines de oro que constituían la Cámara reginal de Sicilia. En el curso de estas negociaciones, que no eran públicas sino secretas, Isabel había intercalado una condición: Fernando tendría que reconocer a Enrique IV como único y verdadero rey de Castilla. Quedó entendido que la ceremonia tendría lugar en Castilla, donde los nuevos esposos fijarían después su residencia. Villena trataba ahora de convencer al rey de la necesidad de hacer nulos todos los actos ejecutados en Guisando, para lo que era imprescindible obtener de Paulo II una revocación de las gestiones de Veneris; de este modo se podría devolver a Juana la sucesión. El rey firmó una carta solicitando del Papa tal medida. Sucedió que Paulo II se negó a desautorizar a su legado a latere, de modo que los actos ejecutados por éste recibieron confirmación. Desde el punto de vista romano las decisiones de Guisando eran legítimas. La Curia otorgó la dispensa para el matrimonio con Alfonso V porque las partes coincidían en solicitarla y dejó de momento sin respuesta la demanda aragonesa. Enrique IV tenía necesidad urgente de trasladarse a Andalucía donde su presencia era indispensable para la restauración del orden. Antes de abandonar Ocaña exigió a Isabel un juramento de que nada innovaría en su matrimonio antes de que estuviera de regreso. La existencia de negociaciones con Aragón era conocida. La princesa dio entonces el salto. Nada le obligaba a permanecer en una determinada ciudad cuando la corte ya no estaba en ella. Tampoco se le había invitado a acompañarla en su desplazamiento. Enrique IV había tomado la iniciativa de dejarla atrás, confiando tal vez en la vigilancia que ejercían las damas escogidas por Pacheco para su custodia. Anunció entonces que iba a


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cumplir un deber moral de organizar honras fúnebres por el alma de su hermano Alfonso de cuyo fallecimiento pronto se cumpliría el primer aniversario: el propósito era viajar a Ávila o a Arévalo. Comenzó la marcha y el séquito de damas vigilantes experimentó un rápido proceso de disolución cuando llegaron noticias de que los caminos estaban poblados de hombres de armas. Supo entonces Isabel que Alvaro de Stúñiga, conde de Plasencia, se había adelantado a ocupar militarmente Arévalo, porque iba a ser promovido a duque de esta villa, consumando el despojo de la reina viuda. Desvió la ruta y llegó a Madrigal. El maestre de Santiago convenció al rey de que debían ser cursadas órdenes para que la princesa quedase detenida en este lugar. Enrique escribe a Madrigal para que detuvieran a la princesa y le prohibieran salir de ese lugar, amenazando a los vecinos que se pusiesen a su lado. Por su parte Juan Pacheco ordenó al arzobispo de Sevilla, don Alfonso de Fonseca, que detuviera a Isabel para impedir que se concluyera el matrimonio. Enterada por los vecinos de Madrigal de lo que se quería hacer con ella y viendo que no podía confiar en las personas que le rodeaban decidió pedir socorro al arzobispo de Toledo, también acudió en su ayuda Alfonso Enríquez, hijo mayor del Almirante de Castilla, abuelo materno de Fernando. Desde Valladolid Isabel escribió el 8 de septiembre una larga carta a su hermano explicándole cómo había llegado a la decisión que confiaba en que Enrique aceptara. La edad de Fernando, muy parecida a la suya, sus virtudes y pertenecer a la misma familia real, siguiendo así el deseo expresado en el testamento de su abuelo Enrique III, referente a que se mantuvieran los enlaces entre las 2 ramas de la dinastía Trastámara. Pero es sobre todo por la unión que tiene Aragón con Castilla y porque los reinos de don Fernando va a heredar son vecinos a los castellanos, con lo que la corona de Castilla se verá engrandecida en su día, por lo que la princesa se inclina hacia el príncipe aragonés. Lo que probablemente no existió en esta decisión fue ningún motivo sentimental ya que la princesa no conocía a don Fernando y no le conocerá hasta muy pocos días antes de la boda.


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El arzobispo envió a doña Isabel el collar de piedras preciosas entregado por su prometido y 8.000 florines de los 20.000 que tenían que serle entregados y que Alonso de Palencia y Pedro de la Caballería habían traído desde Aragón siguiendo lo prometido en las capitulaciones matrimoniales. Una vez establecida su residencia en Valladolid Isabel envía emisarios a Aragón para que Fernando acudiera a Castilla El que parece demostrar un mayor interés en la celebración de este matrimonio es el rey de Aragón, pues realmente necesitaba el enlace de su hijo con la heredera castellana a fin de contrarrestar la ofensiva francesa que se estaba produciendo sobre la frontera catalana. Es esta razón militar, junto con la necesidad económica, pues Aragón se ha empobrecido a causa de las continuas luchas, lo que le anima a persistir en su intento matrimonial, sin mirar los sacrificios que para ello fuera necesario realizar. También Fernando muestra un gran interés por esta unión, pues se da cuenta, lo mismo que su padre, que la alianza con Castilla sería la única que podría salvar al reino. Está claro que es la categoría de Isabel como princesa heredera lo que interesa a Aragón. Es curioso observar cómo en las capitulaciones matrimoniales los únicos que realmente adquieren compromisos son los aragoneses, hasta tal punto llegaba el interés de Aragón que era ya casi una necesidad la alianza con Castilla. Fernando jura tratar con devoción y obediencia a Enrique y tratar con honra maternal a la reina, madre de Isabel; que su conducta en el reino se ajustará a las normas de la justicia y que guardará todos los fueros, usos y costumbres, tratando con amor y honra a todos los caballeros del reino, cualquiera que sea su condición y jura que mantendrá la paz establecida en Castilla entre Isabel y Enrique. Se compromete también a respetar las honras y preeminencias de Carrillo, del arzobispo de Sevilla, del maestre de Santiago, y del conde de Plasencia, así como las de los caballeros que se conformen a su servicio;


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a residir en Castilla y no apartarse de Isabel ni sacar del reino a los hijos que con ella pueda tener sobre todo al primogénito; a no hacer ninguna merced sin el consentimiento de Isabel y a firmar siempre con ella los documentos que se otorguen en cualquier reino que puedan tener. Jura también que no pondrá extranjeros en el gobierno de Castilla, que no entregará la tenencia de ninguna fortaleza más que a naturales del reino y en la persona que Isabel determine, que espetará las mercedes que haga su futura esposa y que no quitará ninguna merced hecha anteriormente ni realizará ninguna novedad en el reino sin su consentimiento perdonando cualquier enojo que él o su padre puedan tener con algún caballero castellano. Se compromete a conservar todos los servidores que tiene Isabel, a no hacer ningún movimiento en el reino sin su consentimiento y a no establecer sin él guerra ni paz, comprometiéndose ambos contrayentes, para cuando sean reyes, a hacer la guerra a los moros y a pagar las tenencias de las fortalezas de la frontera como señala la costumbre. El príncipe entrega a Isabel aquellos lugares que las reinas de Aragón suelen tener por suyos, como son Borja y Magallón en Aragón, Elche y Crevillente en Valencia y Zaragoza y Catania en Sicilia, así como otros lugares que ella quisiera con tal de que no fueran cabezas de reinos, de principados o de señoríos. Promete entregar en concepto de arras las posesiones que del rey don Alfonso tuvo la reina doña María, hermana de Juan II de Castilla y entregarle 4 meses después de efectuado el matrimonio 100.000 florines de oro para su mantenimiento. Por fin don Fernando promete también que en el caso de que exista algún entrenamiento en Castilla, él mismo acudirá personalmente con 4.000 lanzas pagadas con las que permanecerá en este reino todo el tiempo que dure el posible enfrentamiento y que si la princesa le necesitara ante cualquier otra necesidad acudirá a su lado.


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Fernando y su padre otorgan una seguridad a Pacheco, su mujer e hijos, por voluntad de la princesa prometiéndole además guiarse en su conducta por lo que el maestre ordenara. Isabel no promete nada, únicamente ofrece la herencia de la corona castellana y la unión de su reino con Aragón. Este acuerdo matrimonial no fue bien recibido en Aragón, Juan II acepta pese a la exigencia económica porque necesitaba a Castilla pero el reino se muestra reacio, la mayor parte se opone a él, pues consideran que al ser Castilla un reino más poderoso de Aragón y unirse ambos reinos en Fernando éste iba a convertirse en un rey poderoso que podría oprimir fácilmente al reino y que podría resistir con mayor facilidad las exigencias de sus súbditos. Además la nobleza aragonesa temía ser absorbida por la castellana. La postura política de Paulo II es muy delicada, ya que en todo momento se ve amenazado por Francia que esgrime contra él la amenaza de un concilio tratando de atraerse hacia esta idea a los reinos de Castilla, Portugal e Italia. Así es que se inclina a realizar concesiones a Francia, lo que le hace parecer contrario a Aragón, aunque sus sentimientos hacia este reino no sean de hostilidad. Además el Papa también se encuentra amenazado por el maestre de Santiago, que exige de él una condescendencia hacia sus planes. Por todo ello el papado no puede realizar en este momento nada que sea favorable a la pretensión aragonesa, a pesar de la insistencia de este reino sobre la dispensa de consanguinidad para la realización del matrimonio de Isabel y Fernando. Va a condescender en junio de 1469 a las peticiones realizadas por éste y Pacheco sobre la concesión de una bula que permitiera el matrimonio entre Isabel y Alfonso V de Portugal. Isabel estaba necesitada económicamente por lo que la urgía la entrega de las arras y de todas las promesas que había recibido de Aragón.


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El 3 de julio Juan II se dirige a la ciudad de Valencia rogando que el collar de balajes (rubí de color morado) y perlas que la ciudad tenía en prenda por el préstamo que le hizo de 10.000 florines, fuera entregado a su hijo para que éste obsequie a la princesa. Fernando se compromete a restituir el collar a los jurados valencianos si en dos meses no era entregado a Isabel. Solo faltaba la realización del matrimonio para lo cual Fernando tenía que entrar en Castilla. Se iba a poner en peligro la vida del heredero de la corona de Aragón, del varón clave en la dinastía reinante. Juan II debió considerar que la baza era tan importante que valía la pena afrontar el peligro.

Una vez en Valladolid Isabel envía de nuevo a Aragón a Alonso de Palencia y a Gutierre de Cárdenas para pedir a Fernando que acudiera a Castilla lo antes posible para celebrar el matrimonio. Los enviados de Isabel a Aragón se dirigen


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al Burgo de Osma, donde tienen que pedir 150 lanzas al obispo, Pedro Montoya, partidario del arzobispo Carrillo. Al llegar allí se encuentran con que el obispo ha cambiado de bando, ya no pueden contar con él y hay que cambiar los planes sobre la marcha. Palencia concibió un nuevo proyecto: que Fernando entrara en Castilla disfrazado, sin ninguna escolta, Cárdenas aceptó, apresuraron el viaje haciéndose pasar Cárdenas por criado de Palencia par evitar sospechas. Llegan a Aragón donde Fernando les está esperando, entran en Zaragoza el 25 o el 26 de septiembre, en la entrevista con el príncipe le exponen las dificultades que presenta la entrada en Castilla por estar la frontera del Duero en manos de partidarios de Pacheco, y la conveniencia de realizar el viaje disfrazado y sin escolta lo más rápidamente posible, a fin de que su salida de Aragón sea lo más secreta posible debe simular que se dirige a Calatayud para reposar y que desde allí inicie el camino. A los requerimientos de Alfonso de Palencia Fernando se enardece: “... al saber los temores que su amada prometida, la princesa de Castilla, abrigaba de perder su libertad, me llamó a solas y me preguntó si creía conveniente para el más rápido y oportuno amparo que se pusiese en marcha para Madrigal...” Parece un príncipe juvenil, de 17 años, que se ve ya personaje de una aventura no exenta de peligros, puesto que sabía cuan contrario le era el rey de Castilla, el cronista añade con palabras que parecen sacadas de un libro de caballerías, y que responden perfectamente al ambiente que rodeaba aquel lance “... a fin de consolar a la angustiada doncella o correr el riesgo que ella corriese...”. Nos encontramos ante una novelesca aventura en la que flota el espíritu caballeresco de la época y el tenerlo en cuenta nos ayudará a comprender el arriesgado viaje en que se mete Fernando cuando deja Aragón en el otoño de 1469, para realizar sus bodas en Castilla.


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Y que tendrá su prolongación unos años más tarde cuando Carlos El Temerario, duque de Borgoña, dispuso el envío de una embajada solemne para efectuar la entrega de las insignias del Toisón de Oro, para cuya orden Fernando había sido elegido. Llegó cuando este estaba ausente y por ese la ceremonia tuvo que demorarse hasta mayo 1474, pero su presencia sirvió para que se estrecharan relaciones y se realzara el relieve de los príncipes. La orden creada por Felipe El Bueno contaba con un número limitado de miembros. No se trataba de otorgar una distinción sino de facilitar el acceso a un club cerrado cuya misión en el mundo era difundir y hacer triunfar el noble espíritu de la caballería. Artificio de lo heroico, defensa del honor de la dama, brillante alarde frente al adversario, todo ello aparecía como una mezcla de nostalgia por un tiempo pasado y de tensión hacia un futuro noble que debía ser construido. Al escoger la Y para todas sus empresas, inicial del nombre de su esposa, Fernando convertía precisamente a ésta en la dama que requería su servicio. A fin de no levantar sospechas comenzó a correrse la voz de que el príncipe, llamado por su padre con urgencia, a causa de la guerra de Cataluña, pensaba acudir en su socorro, se dijo también que Pedro de Ulloa saldría hacia Castilla como embajador, para llevar importantes regalos a Enrique IV. Lo que realmente se decide es que Pedro de Ulloa lleve en algunas cargas el equipaje imprescindible de don Fernando y que fuera acompañado hasta Calatayud por los enviados castellanos que debían simular descontento por no haber obtenido éxito en su misión. El 5 de octubre Fernando sale de Zaragoza. En el momento de iniciarse el viaje hacia Castilla, la frontera castellano-aragonesa estaba en poder del conde de Medinaceli, opuesto al enlace, pero no por eso se retrae el príncipe que se muestra decidido a ejecutar el plan, salen de Zaragoza en dirección a Calatayud, Cárdenas y Palencia con Tristán de Villarroel, confidente y enviado del almirante don Fadrique, abuelo de Fernando, y mosén Pedro de Vaca. El


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plan era que Palencia y Villarroel continuasen viaje con la comitiva de Pedro de Vaca y que Cárdenas fuese a Verdejo, en la frontera con Castilla, a esperar a Fernando. La comitiva de Pedro de Vaca tomó el camino de Ariza y Monteagudo dirigiéndose sin ningún disimulo hacia Burgo de Osma, pues pretendían ser enviados de Juan II ante Enrique IV. Después de haber sido advertidos por el camino de que había por aquella zona escuadrones al mando de Gómez Manrique (aliado) llegaron a Ortezuela, allí acudió Manrique desde Berlanga y se le comunicó como estaba haciendo Fernando el viaje, seguidamente se dirige a Burgo de Osma desde donde rogó al conde de Treviño, Pedro Manrique, que acudiera con 200 lanzas. Por su parte Pedro de Vaca envía a Tristán de Villarroel al encuentro del príncipe para comunicarle la presencia de las fuerzas de los Manrique en los alrededores de Osma. Fernando, al salir de Zaragoza se dirige al sur disfrazado de mozo de mulas, en Verdejo se reunió con Cárdenas continuando su camino hacia el Burgo. La entrada en este lugar de los Manrique había presentado dificultades pues el obispo se negaba a dejar entrar a la gente del conde de Treviño. La llegada de la embajada de Pedro de Vaca consigue que el conde de Treviño y su hermano, Garcí Manrique, puedan efectuar su entrada en dicho lugar, siendo también admitido Pedro de Vaca como embajador aragonés junto con Palencia y toda su comitiva. A la noche siguiente llegó el príncipe a las puertas del Burgo, donde se reunió de nuevo con él Juan Aragoneses que, a la mitad de camino, tuvo que volver a la posada en la que habían descansado y dónde se habían olvidado una alforja con monedas de oro y plata que habían dado a guardar al posadero y que era imprescindible para el príncipe. Don Fernando es recibido de forma alarmante ya que la guardia, no sabiendo quien era y pensando que eran enemigos, lanzaron una gran piedra que casi alcanza al príncipe. Despertados Manrique y Palencia le recibieron. Fernando no quiso dormir ni descansar durante mucho tiempo y aprovechó su breve estancia para escribir a su padre. A las 3 de la mañana ordenó seguir el viaje,


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se dirige a Gumiel de Mercado y desde allí a Dueñas, donde es recibido con aclamaciones y donde fijará su residencia hasta que llegue el momento de celebrar la boda. Disfrazado y burlando la vigilancia el príncipe Fernando llega a Castilla. A Dueñas llegó el 9 de octubre y aposenta en el palacio del señor de la villa, don Pedro de Acuña, primer conde de Buendía, hermano del arzobispo Carrillo y emparentado con la madre de Fernando, Juana Enríquez. Cuando la noticia de la llegada de Fernando a Dueñas fue conocida en Valladolid a través de Cárdenas y Palencia hubo grandes manifestaciones de alegría en el entorno de Isabel, ella misma se mostró muy contenta, decidiendo a los pocos días comunicar este acontecimiento a su hermano Enrique y rogarle que aprobara su matrimonio con Fernando. La carta de la princesa está fechada el 12 de octubre. Isabel hasta el último momento trata de buscar el consentimiento de su hermano para efectuar el casamiento, pero no va a conseguirlo, el rey no contesta. El matrimonio se celebra con conocimiento del rey pero sin su consentimiento. El 12 de octubre, en un documento fechado en Valladolid, los príncipes realizan su primera confederación de amistad con el arzobispo Carrillo, se comprometen a guardar su honra, casa y estado, a no ir nunca contra él y a defenderle contra cualquier persona, aunque se tratase del rey, se comprometen a gobernar con él y de acuerdo con sus consejos, que el consejo del arzobispo prevalezca por encima del de cualquier otra persona y a no hacer ninguna amistad ni confederación, ni siquiera con el rey, sin acuerdo previo del arzobispo. Isabel y Fernando, obligados seguramente por la petición del propio arzobispo que teme perder su lugar después de que se celebre la boda, se comprometan a considerar a éste como al principal personaje del reino. Isabel


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accede porque sabe que es quien más decididamente está a su lado y que sin él sus proyectos no pueden triunfar, Fernando, por su parte, seguía los consejos que le diera su padre. El prelado entendía que, con este gesto, asumía el protagonismo absoluto en aquel bando, preparándose para asumir el gobierno del reino, en la forma en que lo hicieran antes don Alvaro de Luna y don Juan Pacheco. El 14 de octubre Fernando viajó desde Dueñas a Valladolid para conocer personalmente a su esposa, estaba a punto de anochecer. Como Isabel no le había visto nunca, Cárdenas hubo de mostrárselo señalándole con el dedo y diciendo en voz baja dos palabras, “es ese”. En recuerdo de este detalle dispuso luego la reina que dos eses figuraran en su escudo. En esta primera entrevista se celebró el desposorio secreto de los príncipes, en presencia de Pedro López, capellán del arzobispo, de Gonzalo Chacón y de Gutierre de Cárdenas, así como de un notario. El príncipe juró de forma solemne las capitulaciones, tras lo cual las firmó y mandó sellar. Después de esto se acordó que el desposorio público se celebrará pocos días después también en Valladolid. El miércoles 18 en acto público, Fernando prestó aquel juramento que en Castilla es preceptivo para todos los herederos o sucesores a los que de una manera directa corresponde reinar: obediencia y cumplimiento de las “leyes, fueros, cartas, privilegios, buenos usos y buenas costumbres” del reino. El matrimonio tuvo lugar en Valladolid en las casas de Juan de Vivero. El 18 de octubre, una vez que llegó el príncipe a las casas donde se aposentaba la princesa, tuvo lugar en la sala rica de esta casa el desposorio solemne. En presencia del Almirante, abuelo de Fernando y de otros nobles castellanos, al arzobispo dio lectura a la bula apostólica de Pío II, ejecutada por el obispo de Segovia, don Juan Arias, juez apostólico comisionado por este Papa, según la cual se absolvía el parentesco de tercer grado de consanguinidad existente


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entre los dos contrayentes y se declaraban legítimos los hijos que nacieran del matrimonio.

Después

de

esto

el

arzobispo

leyó

las

capitulaciones

matrimoniales juradas y firmadas por Fernando y ratificadas por su padre Juan II. Por fin Carrillo celebró el enlace dejando Fernando la casa de la princesa para pasar la noche en la posada del arzobispo. El jueves 19 se celebró la misa de velaciones en el altar mayor de a iglesia románica de santa María la Mayor, prácticamente destruida un siglo más tarde para construir la catedral herreriana. Aquella noche, marido y mujer, consumaron

el

matrimonio

cumpliendo

las

rudas

formas

entonces

acostumbradas. Mostrándose después a los testigos, que esperaban en una sala de la casa, siguiendo la costumbre de Castilla, la sábana de la princesa, tras lo cual tocaron las trompetas y se iniciaron grandes fiestas durante 7 días, al cabo de los cuales el arzobispo les dijo la misa solemne en la Colegiata de Santa María de Valladolid y se les dio la bendición de la iglesia. La situación económica de los príncipes era precaria teniendo que acudir a la solicitud de un préstamo para cubrir sus primeros gastos. Esta precaria situación económica se mantiene hasta el momento en que son reyes. Una vez celebrado el matrimonio los príncipes se lo comunican a Enrique IV. La unión matrimonial suponía la ruptura total del pacto de Guisando. Isabel había pro metido casarse de acuerdo con su hermano y con el consejo y beneplácito del arzobispo de Sevilla, el maestre de Santiago y el conde de Plasencia.


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El casamiento fue recibido en Castilla con bastante frialdad, pues lo que el reino deseaba era conseguir la paz. Pero la ceremonia celebrada el 19 de octubre va a plantear un grave problema que gira en torno a la bula de dispensa de consanguinidad utilizada en su celebración, Isabel y Fernando eran primos segundos con un impedimento para contraer matrimonio de tercer grado de consanguinidad por lo que necesitaban una dispensa apostólica, un impedimento de consanguinidad, cualquiera que sea su grado, solo puede ser dispensado por la autoridad pontificia, pero ésta puede ser ejercida bien por el Papa o bien por sus legados a través de su potestad delegada. Va a ser en torno a este punto donde se va a plantear el problema más agudo del matrimonio de los príncipes. Tanto Juan Pacheco como Luis XI de Francia realizan en Roma una auténtica política anti-aragonesa pues a ninguno de los dos les interesa el matrimonio castellano aragonés. Esta política no tiende únicamente a impedir el matrimonio, tiende a repartir entre Francia y Castilla el reino de Aragón. Por esta causa Paulo II, presionado por ambos, se niega a conceder la dispensa. Así pues en el matrimonio celebrado entre Isabel y Fernando faltaba un requisito de gran importancia: la bula papal. Fue necesario acudir a una supuesta bula de dispensa otorgada por el Papa Pío II, el 5 de junio de 1464, en favor de Fernando de Aragón y que aparecía ejecutada en Turégano por uno de los obispos comisionados para ello, don Juan Arias, obispo de Segovia el 4 de enero de 1469, mientras Isabel estaba en Ocaña. Se comprueba como Juan II y Carrillo habían previsto todas las dificultades que pudieran surgir pues, según el contenido de la bula, Fernando podría casarse con cualquier mujer con la que estuviera emparentado en tercer grado de


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consanguinidad, estando en blanco el nombre de la contrayente. Según todo esto, parece que Juan II en 1464, mientras ocupaba el solio pontificio Pío II solicitó una bula indeterminada de dispensa para un posible matrimonio de su hijo con alguna persona de estirpe real con la que estuviera emparentado y esta le es concedida por el Papa el 5 de junio de 1464 en forma comisoria, siendo sus ejecutores el obispo de Segovia y el de Cartagena y señalando que la bula solo podía ser utilizada pasados 4 años dada la corta edad de Fernando. Esta supuesta bula es la que ejecutó en enero de 1469 el obispo de Segovia. Parecía que nadie iba a sospechar la falsedad de esta bula, pero poco después el cardenal de Arrás, en una audiencia pública en Medina del Campo acusa a los príncipes de haber utilizado una bula falsa para casarse y lo mismo hará don Enrique en el manifiesto que envió al reino. La bula debía ser falsa porque de lo contrario Juan II no hubiera insistido junto al Papa a partir de 1467 para que concediera una dispensa para la celebración del matrimonio de su hijo, aunque no especificaba con quien, por otra parte, si no fuera falsa no hubiera sido necesaria una segunda bula, además Juan II nunca menciona la existencia de la dispensa de Pío II. Por tanto la bula no es auténtica y fue realizada, seguramente, por el legado “a latere”1 Antonio Veneris con la colaboración de Carrillo. Puede que Isabel procediera de buena fe conociera o no la falsedad de la bula, como queda de manifiesto cuando contesta a su hermano sobre este punto, diciendo que ella tiene la conciencia tranquila sobre este particular. Lo que debió suceder es que el matrimonio se realizó sin bula, pero posiblemente con una dispensa apostólica otorgada por Antonio Veneris, acudiendo Isabel a la boda de acuerdo y con conocimiento y autorización del Nuncio. Es posible que esto sucediera teniendo en cuenta que el legado traía plenos poderes para resolver los problemas castellanos según creyera conveniente. Los legados “a latere” pueden estar facultados para dispensar impedimentos de consanguinidad, al menos en tercer y cuarto grado.


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En torno a este problema queda aún otro interrogante que resolver ¿porqué emplear una bula falsa si el legado había absuelto en secreto el impedimento?. Esto puede ser explicado por el hecho de que al no poder ser revelado el secreto de la dispensa y dado que si en la celebración del matrimonio no se presentaba una bula se hubiera producido un gran escándalo la única fórmula que encontraron era la presentación de una bula falsa firmada por un Papa difunto. Pero aunque el matrimonio se realizara con dispensa secreta Juan II no deja de solicitar la dispensa en Roma. Así pues, por causa de su matrimonio la situación de los príncipes es delicada, sobre todo a raíz de que el bando enriqueño les acuse de haberse casado sin bula; aunque Isabel declare que su conciencia estaba tranquila, después del fallecimiento de Paulo II (26 de julio de 1471) se decide a pedir la bula al sucesor, Sixto IV, el cual la otorgará el 1 de diciembre de 1471, con ello todos los problemas de legitimidad quedaban resueltos. Siguiendo la línea de conducta que se había trazado, el día 18 la princesa comunicó por escrito al rey la llegada de su futuro esposo, aclarándole que venía sin armas y sin intención de “meter escándalos y males”. No se formulaba la menor duda acerca de la autoridad de don Enrique al que, sencillamente se pedía que aprobase la decisión, como la más conveniente a los intereses del reino. Pero el monarca, que había dejado pasar en silencio la carta de septiembre, tampoco dio respuesta a esta. Reinaba pues ambigüedad en las relaciones entre ambos hermanos, ya que Isabel podía interpretar el silencio como tácita aquiescencia. Sabemos que no era así, pues Juan Pacheco había convencido al rey de que la princesa, obrando de este modo, consumaba su desobediencia haciéndose acreedora a la pérdida de sus derechos.


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Entre los isabelinos se iniciaban las rivalidades y discordias. Alfonso Carrillo, que se consideraba protagonista de toda la operación, aspiraba a convertirse en el custodio de los príncipes que debían someterse a sus indicaciones, de modo semejante a como Enrique lo estaba haciendo con Pacheco. Otros grandes, en especial los parientes del Almirante mostraban su disgusto. Desde Cataluña Juan II impartía sus órdenes recomendando a sus hijos que se sometiesen a los consejos del arzobispo porque estaba convencido, por los informes tergiversados que recibía, que sin el apoyo de éste no podrían triunfar. Pero Fernando, desde el principio, demostró que estaba mucho mejor preparado para gobernar que para ser gobernado. Tenían que atraer a su causa el mayor número posible de adhesiones: nobles, eclesiásticos y ciudades despertaban en ellos el mismo interés. Concluidas las fiestas de la boda, que fueron breves y parcas por carencia de dinero y escasez de adhesiones, estando todavía en Valladolid, el 22 de octubre, reunieron los príncipes por primera vez un Consejo para acordar las medidas que debían adoptarse: enviar procuradores al rey para solicitar del mismo una aprobación de los actos realizados y reclutar una guardia personal de mil lanzas, las cuales se pagarían con las rentas de la Cámara de Sicilia que pertenecían a Isabel. Por fin llegó la respuesta del rey a las cartas que le había escrito Isabel, trataba de ganar tiempo y no cerrar la puerta a la negociación. Decía que, por tratarse de un asunto tan delicado y difícil no podía tomar ninguna decisión sin previa consulta con los grandes de su Consejo y en especial con el maestre de Santiago que a la sazón se hallaba ausente, de modo que cuando éste se hubiese incorporado a la corte se darían a conocer a los príncipes las resoluciones que adoptase. Coincidía la respuesta con un momento que podríamos calificar de máxima debilidad en el bando de los príncipes. El arzobispo Carrillo comenzaba a sentirse frustrado: aquellos jóvenes príncipes estaban hechos de una pasta muy diferente de la que se esperaba; al carácter tesonero de la mujer se sumaba la serena energía del


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marido. En el curso de una muy tensa sesión del Consejo, Fernando llegó a decir que él no iba a ser gobernado por nadie, poniendo fin al régimen de privados para entrar en el de colaboradores responsabilizados. Profundamente disgustado, don Alfonso elevó sus quejas a Juan II: con esta ingratitud eran pagados los trabajos y desvelos que pasará por la causa. Semejante independencia de criterio mostraría Fernando con su padre. Éste, nervioso ante la deficiencia del matrimonio, que podía poner en peligro la legitimidad de la hija que los jóvenes esposos ya esperaban, ordenó acelerar, en Roma, las gestiones para obtener la dispensa. El príncipe le reconvino: aquel era un asunto que estaba absolutamente bajo control y no convenía, en modo alguno, acelerar o perturbar la marcha de modo que aquella iniciativa. Ahora eran necesarias dos cosas: la aceptación amplia por parte de los súbditos y el restablecimiento de las relaciones personales entre el rey y los príncipes. Aquí es donde Pacheco pensaba asestar el golpe decisivo que los destruyese. Para Fernando e Isabel esa constatación de que el monarca estaba sometido a la voluntad de su ministro, aquel precisamente que con más dureza le combatiera, era una circunstancia afortunada: mal se puede defender aquello que se ha vilipendiado. Inevitablemente, el maestre de Santiago tenía que reducir su política a un juego de intereses, acumulando rentas, comprando y vendiendo voluntades, todo lo cual contribuía a hacer que los príncipes apareciesen como garantía de orden y estabilidad. El cambio de opinión empezó a notarse ya muy pronto en los Mendoza. Ahora la tesis de Pacheco consistía en decir que al monarca reinante correspondía decidir quién había de ser su sucesor. Soldados del conde de Benavente acababan de apoderarse de Valladolid obligando a los príncipes a refugiarse en Ávila, donde se hallaban sin dinero ni medios para procurárselo. Las rentas de Medina y de los otros señoríos asignados a Isabel habían dejado de percibirse.


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Algunos partidarios de primera hora sintieron como se derrumbaba su ánimo, entre ellos el propio Juan II de Aragón, a quien debía producir angustia la ausencia del heredero. En octubre nació la primera hija del matrimonio, le pusieron el nombre de Isabel. El 26 de octubre en Val de Lozoya, con toda solemnidad, tendría lugar la ceremonia del reconocimiento de Juana como sucesora. Las decisiones contradictorias tomadas por Enrique IV colocaban al reino al borde de una nueva guerra civil, al obligar a la nobleza a dividirse entre dos obediencias. No estalló porque era muy firme la voluntad de Fernando e Isabel de eludir esta trampa: querían afirmar su legitimidad la cual excluye la rebelión. Instalados ahora en Medina de Rioseco, en casa de sus abuelos, no podían ser combatidos allí por Pacheco, consciente de que provocaría, de hacerlo, un levantamiento de los grandes, siempre sensibles a un principio de solidaridad. Al no producirse las adhesiones que a la causa de Juana esperaba, tuvo que dejar que transcurriera un tiempo precioso que los jóvenes reyes de Sicilia aprovecharon para restaurar su partido atrayéndose la buena voluntad de ciudades y regiones, esto es, comenzando a sembrar, desde abajo el convencimiento de que ellos garantizaban el futuro mucho mejor que sus contrarios. Alfonso Carrillo, enfurruñado, trasladó su residencia a Alcalá de Henares, dedicándose desde allí a bombardear a Juan II con cartas en que se quejaba de la negra ingratitud anunciando de paso los mayores desastres para la causa de aquellos alocados jóvenes que no se sometían a sus consejos. El monarca aragonés envió a Juan de Gamboa con nuevas instrucciones para sus hijos: debían reconciliarse con el arzobispo abandonando Rioseco lo más pronto posible para no causarle disgusto.


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En ambos bandos se apreciaba la falta de recursos. Los príncipes los reclamaban para sí, no par repartirlos entre ávidos seguidores, dispuestos a acudir al bando que mejor pagase. El reino se desintegraba porque no se estaba ejerciendo esa señoría mayor de justicia y ésta debía ser reconstruida cuanto antes. Villena parecía haber entrado en una fase de frenética acumulación de señoríos despertando con ello el descontento de sus poblaciones, que querían permanecer en el realengo. Por esto en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa aparecían Fernando e Isabel como garantía de sus libertades. Puede decirse que, desde mayo de 1471, la opinión favorable a los príncipes comenzó a crecer y no dejó de hacerlo en adelante. Pacheco con su política de despilfarro de mercedes que muchas veces no llegaban a plasmarse en realidad, sembraba el desconcierto, Fernando e Isabel daban la impresión de que con ellos se garantizaba la ley y el orden. Paulo II murió el 26 de julio de 1471. Fue elegido para sucederle el antiguo general de los franciscanos llamado Francesco della Rovere, que tomó el nombre de Sixto IV. Se mostraba desde luego más favorable a Francia que a España, pero en relación con los sucesos de 1468 estaba decidido a aceptar los planteamientos de Antonio de Veneris. Además en el proceso de su elección había recibido la ayuda, que resultó decisiva, de un sobrino de Calixto III, Rodrigo Borja, cuyo aragonesismo aparece disimulado a italianizarse en Borgia, pero que no olvidaba sus orígenes. Las indecisiones terminaron. Entre las primeras disposiciones del nuevo Pontificado, el 1 de noviembre de 1471, se otorgaba la dispensa que confirmaba la legitimidad del matrimonio de Fernando e Isabel. La sistemática expansión turca por la península de Morea y los Balcanes revelaba un peligro inminente para Italia que reclamaba la movilización de la cristiandad. El 22 de diciembre de aquel año, Sixto nombró cinco legados a latere, uno par cada una


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de las naciones que, de acuerdo con la estructura del Concilio, formaban la cristiandad: naturalmente Borja se encargó de España; él traería y entregaría los ejemplares sellados de la bula. En la voluminosa cartera del legado figuraba también un breve que garantizaba a Pedro González de Mendoza que su nombre se había incluido en la lista de próximos cardenales. Esta decisión tenía que sentar muy mal a Carrillo que se consideraba con mayores méritos. Fue un motivo más que pudo añadir a la aversión que le inspiraban los Mendoza, pero en favor de Pedro González de Mendoza operaba el hecho de haber sido propuesto por ambos bandos, mostrando mucho interés los aragoneses que deseaban atraerlo a su partido, mientras que en contra de su rival operaban las denuncias que se presentaran en el orden político y las sospechas que su confusión de ideas despertaban. Rodrigo Borja viajó por mar hasta Valencia de donde era obispo titular, sería más exacto decir que cobraba sus rentas. Por el camino de tierra se dirigió a Barcelona, muy poco tiempo antes había llegado Fernando, avisado por su padre. Con los dos celebró el legado conversaciones mientras preparaba el viaje a Castilla. Rodrigo Borja explicó a Fernando que la sede romana, que no permitía dudas a cerca de la legitimidad de Enrique IV porque otorgaba gran valor a la participación castellana en la cruzada contra el Islam. Si el monarca exigía que no tratase el problema de la sucesión no tendría más remedio que abstenerse. Borja, en otras palabra, dijo a Fernando que haría cuanto fuese posible en favor de Isabel y nada en contra. En Valencia, Fernando se reunió con el legado y don Pedro González de Mendoza, que llegó el 20 de octubre de 1472, dando las gracias de antemano por el honor que en su persona se hacía a su linaje. Fernando estaba en la cordial relación con ambos eclesiásticos. Desde aquel día los Mendoza ajustaron su decisión al reconocimiento de Isabel como futura reina, sin moverse una línea de la fidelidad de Enrique.


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Desde Valencia, Fernando comunicó estas buenas nuevas a su esposa Isabel, que se hallaba alojada en Torrelaguna, huésped de los Mendoza, pues estos sabían muy bien a quien tenían que agradecer el capelo. Inesperadamente estalló nuevamente el escándalo que favorecía a los príncipes: la reina Juana había abandonado definitivamente a su marido para unirse con el amante, Pedro de Castilla. Constituía para la dignidad de Enrique un duro golpe. Si en 1469 la reina hubiera sido devuelta a Portugal, aunque allí repitiera su relación culpable de nada hubiera podido responsabilizarse al rey, ahora, en cambio, se hallaba en el vértice del escándalo. El rey no impuso la condición que en Tarragona temiera el legado y habló con éste último de la sucesión, aunque con tan riguroso secreto que nada se pudo saber de lo tratado, excepto que se había previsto el establecimiento de una comisión formada por Pacheco, el almirante Enríquez, Alfonso Carrillo y Pedro González de Mendoza, teniendo a Borja como presidente, se encarga de decidir los pasos que debieran darse en orden a una pacífica sucesión. Esta vez eran cuatro contra uno en favor de Isabel, de modo que no podía tratarse de otra cosa que de buscar una adecuada compensación para Juana, nacida a fin de cuentas dentro de legítimo matrimonio. Rodrigo Borja e Isabel hablaron en un encuentro que celebraron en Alcalá, Borja explicó que los Mendoza decepcionados por los errores cometidos en tiempo pasado y visto el “mal vivir” de la reina, estaban dispuestos a recibir a los príncipes en Guadalajara, ofreciéndoles vasallaje y acatamiento como a señores naturales. Tomado el acuerdo, el 26 de marzo de 1473 el legado escribió a los príncipes que obraba ya en su poder el breve del nombramiento y que era llegado el momento de que recorriesen los pocos kilómetros que les separaban de Guadalajara.


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Fue entonces cuando Alfonso Carrillo se puso firme, planteando de manera absoluta la cuestión de e confianza: donde estuviera el cardenal Mendoza no estaría él. Presionados por Juan II de Aragón que seguía creyendo que del arzobispo dependían todas las posibilidades de victoria hubieron de declinar la invitación. Curiosamente los príncipes seguían empeñados en mantener rectitud de conducta incluso en relación con una persona que había decidido ya abandonar su causa. Las consecuencias del desaire no fueron muy serias, pues Borja informó a los Mendoza de cómo Pacheco había trabajado sigilosamente para que la candidatura de don Pedro González no triunfara, mientras que Fernando e Isabel habían puesto toda su influencia y la de la corona de Aragón para conseguirlo Isabel sabía que su ascenso al trono debía producirse sin ruptura ni solución de continuidad. Ella debía tomar el cetro de manos de Enrique IV sin que pudiera acusársele de la desobediencia o rebelión. Al cerrarse el verano de 1473 las perspectivas de victoria eran muy claras: la mayor parte de los linajes de grandes directa o indirectamente, ofrecían su adhesión; en las ciudades había predominio de aquellos sectores que les reconocían como herederos más convenientes; la Iglesia ya no podía mostrar dudas. Faltaba un punto esencial la princesa necesitaba que el reino la viera al lado del rey, compartiendo con éste las muestras de afecto y adhesión. Surgió inesperadamente la coyuntura. El marqués de Villena proyectaba colocarse en una posición tan fuerte que ningún bando pudiera abrigar la esperanza a imponerse en Castilla sin pactar previamente con él. Necesitaba para ello dominar los dos alcázares, Madrid y Segovia, ya tenía el de Madrid, ahora necesitaba Segovia y pudo convencer al rey de que todos los proyectos que en favor suyo y de aquella desdichada hija iba forjando, dependían de que aquel alcázar estuviera en sus manos y no en las de un judío como Andrés Cabrera. La posesión de este otro tesoro revestía la mayor importancia: monedas, joyas, oro y plata constituían, además, una reserva, la garantía para las acuñaciones, los préstamos y los compromisos en que se hallaba involucrada la Corona.


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Dos expertos financieros, Abraham Señor, que era Rab mayor de los judíos y Alfonso de Quintanilla, pusieron a Cabrera sobre aviso; significaba un peligro para ellos y los otros financieros de la corona que Villena obtuviese la custodia de aquellos bines. Pero Enrique IV cursó la orden y Cabrera no se atrevió a desobedecer. El 8 de mayo de 1473, el converso llegó a un acuerdo con Pacheco: cumpliría la orden del rey haciéndole entrega del alcázar con el tesoro, pero retendría la custodia de las torres y de las murallas de la ciudad. En este preciso momento un criado del marqués de Santillana trajo a Cabrera un pliego de avisos: lo que Pacheco estaba preparando un levantamiento popular contra los cristianos nuevos. Los dirigentes de la comunidad judía también advirtieron al alcaide que tenía noticias en el mismo sentido. El 15 de junio de 1473 Quintanilla y Señor volvieron a reunirse con Andrés Cabrera; la esposa de éste era Beatriz de Bobadilla, una de las cinco damas que ejercieran con eficacia la custodia de Isabel; se la puso en antecedentes porque le había sido reservado papel importante en el plan. La conclusión a la que los tres llegaron fue que, tanto para judíos como para conversos, Fernando e Isabel constituían la mejor candidatura, porque solo ella garantizaba el cumplimiento de la ley. Si Isabel hubiese fallecido en 1488 hoy la consideraríamos como la última reina de Castilla que protegió a los judíos. Los tres reunidos, lo mismo que los Mendoza, lo que pretendían era lograr la reconciliación del rey con su hermana, fijando los términos del modo siguiente: mientras éste viviera toda lealtad obediencia le serían dadas; pero tras de su muerte a los príncipes se reconocería como se acordara en Guisando. Cabrera sería elevado a la grandeza con título de marqués en la villa y tierra de Moya. Quintanilla llegaría a ser uno de los más poderosos colaboradores de los Reyes Católicos. En 1492 Abraham Señor recibiría, con los miembros de su familia, las aguas del bautismo, apadrinado por los reyes y tomaría el nombre de Fernando y los apellidos Fernández Coronel que le integraban en la nobleza.


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El conde de Benavente avisó a Cabrera que él y su sobrino Enrique Fortuna también querían entrar en aquel proyecto de reconciliación. El 4 de noviembre de 1473 Pimentel y Cabrera concluyeron su acuerdo. La mejor solución para todos era que Enrique IV se reconciliara con su hermana. Ahora Juan Pacheco estaba desbordado, descubierto su plan de alzamiento en Segovia, pudieron tomarse las medidas pertinentes y abortarlo antes de que llegara a producirse. Cabrera informó de todo esto a Isabel, en la mayor reserva, pero advirtiéndola de que debía estar preparada para trasladarse a Segovia cuando se le avisase. En la tarde del 5 de noviembre, es decir, 24 horas después de que el conde de Benavente y Cabrera cerraran su acuerdo, Isabel explicó el contenido del mismo en una carta para su marido que hizo leer y memorizar al correo, Lope de Toyuela, si en el camino viera peligro de ser interceptado, debía destruirla, repitiendo después a Fernando verbalmente lo que en ella se decía. Mediante el acuerdo con el duque de Benavente los príncipes se comprometían a patrocinar el matrimonio de doña Juana con Enrique Fortuna, haciendo ambos expresa renuncia a cualquier clase de derechos en relación con la herencia real. Se había convencido a Enrique IV para que fuese a pasar las Navidades a Segovia, alojándose en el alcázar donde podría descansar, reponiendo su quebrantada salud. Pacheco no le acompañaba, viajaba a Peñafiel para vigilar más de cerca los movimientos de Isabel que había llegado a Aranda de Duero. No es probable que el valido tuviera noticia de lo que se tramaba. Beatriz de Bobadilla y Cabrera tuvieron la oportunidad de explicar al rey todo el programa que habían trazado. Se trataba de evitar la guerra civil, de resultado siempre incierto, desastrosa especialmente para Juana, mediante el adecuado matrimonio se le garantizaba un porvenir como dama establecida en la cúspide de toda la nobleza, finalmente el rey aceptó aquel razonamiento.


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En la tarde del 27 de diciembre de 1473, disfrazada de aldeana rica, Beatriz de Bobadilla se presentó en la residencia de Isabel. Carrillo, como de costumbre, opuso una negativa: todo aquello no era otra cosa que una burda trampa destinada a poner a Isabel en manos de sus enemigos; no soportaba la idea de una nueva pérdida en su influencia. Justo a tiempo llegó Fernando, él deshizo los argumentos del arzobispo. Había llegado la oportunidad de que Enrique recibiera y tratara a su hermana como sucesora. Isabel no tuvo un momento de vacilación, en una noche de cabalgada, a la luz de las antorchas, cubrió el camino hasta entrar en el alcázar de Segovia. Justo a tiempo, mientras la princesa con un reducido séquito, sin armas ni otra clase de aparato, cruzaba las salas para ir a besar las manos del rey, el marqués de Villena con los suyos, en un estruendo de hierro, retornaba a sus habitaciones del Parral, por pocas horas, el valido perdía la partida. Ella besó su mano, signo de acatamiento y vasallaje, él la alzó para abrazarla con cariño de hermano. A los ojos de la corte y del reino se había operado una completa reconciliación. El 31 de diciembre Isabel pasó aviso a su esposo para que se reuniera con ellos sacando todo el partido de la ocasión y así lo hizo el 1 de enero de 1474. Cuando los criados anunciaron a Enrique IV que el príncipe había llegado se alzó de la mesa y se adelantó a recibirle. Se procuraron en estos días, por parte de los príncipes, muestras de afecto al soberano, cuya salud había decaído considerablemente. El domingo día 9, al salir de misa, los segovianos pudieron comprobar cómo el rey y los príncipes cabalgaban juntos. A los ojos del pueblo el rey y sus sucesores reconocidos se mostraban públicamente en actitud de concordia. Fernando envió un mensajero al marqués de Santillana para preguntarle si, en el futuro, iba a poder contar con él. A diferencia de lo que hasta entonces se acostumbrara, esta pregunta no iba acompañada de dádivas o promesas: la lealtad no se compra. Y la respuesta fue que mientras Enrique IV viviera estaría en su obediencia sin vacilación, pero que cuando Fernando fuera rey “él había de ayudarle contra todas las personas del mundo”.


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La reconciliación de Segovia quedó interrumpida el 9 de enero por enfermedad del rey que regresó a Madrid volviendo a situarse en el centro de poder de Pacheco. Fernando volvió a Turégano reuniéndose con sus tropas que iban creciendo, pero Isabel permaneció en Segovia porque era muy importante retener aquella cabeza de las ciudades de la Monarquía. La vida de Enrique IV declinaba, Pacheco había vuelto a la corte, asumiendo de nuevo la custodia del soberano y, de pronto, encontró la colaboración de aquel pariente que fuera compañero de intrigas en otras circunstancias, Alfonso Carrillo. El prelado se sentía víctima de la más negra ingratitud. Carrillo y Pacheco establecieron contactos muy secretos para elaborar un plan se trataba de destacar que Juana podía ser la opción portuguesa despertando en Alfonso V el temor a lo que para él y su corona podía significar la Unión de Reinos que los príncipes preparaban. Sucedió que el Africano fue sensible a este razonamiento aceptando la idea de que esa proyección hacia la unidad de España podía convertirse en amenaza para Portugal. La consolidación de Fernando en un trono que acabaría abarcando 7 reinos, significaba un cambio importante en las relaciones de poder en Europa. El 4 de octubre de 1474 murió el antiguo marqués de Villena, hacía tiempo que su hijo Diego López Pacheco recibiera el título y el señorío, eran muy diferentes padre e hijo, no era la persona adecuada para capitanear la defensa de Juana, ni siquiera para conservar su vasto patrimonio amenazado. La dolencia de Enrique se fue agravando, el 11 de diciembre, estando en Madrid, se sintió muy mal, aquella noche murió. Isabel estaba en Segovia y Fernando en Cataluña a causa de la guerra del Rosellón.


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De Madrid a Segovia, la distancia no era demasiado larga, disponiendo de buenos caballos podía cubrirse en media jornada y esto hizo el contador Rodrigo de Ulloa, que utilizó las horas nocturnas para que Isabel fuese cerciorada prontamente de la muerte de su hermano. No había testamento, ni Enrique había respondido a ciertas apremiantes presiones de última hora para que manifestara de alguna forma su voluntad, en orden a la sucesión. Anulada por la Iglesia la validez de los actos de Val de Lozoya y confirmados los de Guisando, a los ojos del pueblo de Segovia la situación se expresaba en los términos en que apareciera en enero de 1474 cuando Enrique era rey sin disputa y a su lado Fernando e Isabel sus herederos. A ellos correspondía por tanto ser proclamados, Fernando estaba ausente a los ojos de muchos no parecía conveniente demorar la proclamación, en Castilla los reyes no necesitaban ser coronado o consagrados, sencillamente se les proclamaba. En consecuencia, Isabel decidió proceder con premura, algo que después le reprocharían algunos consejeros. El 13 de diciembre, en la iglesia de San Martín, próxima a la Plaza Mayor, se celebraron solemnes funerales por el difunto rey, que ella presidió, vestía brillante ropa de ceremonia cubierta por paños de luto que no dejaban asomar los colores. Pero a la salida se despojó de ellos apareciendo así con todo el lujo que requería la siguiente ceremonia, ya en la plaza donde se dieron las voces que la proclamaban, junto con su marido, reina de Castilla; aún no había cumplido los veinticuatro años. La ceremonia tuvo lugar en la plaza mayor de la ciudad, en medio de un sencillo ceremonial. La princesa había ordenado levantar un alto estrado donde se colocó el escudo real, una vez llegado el momento Isabel, con vestiduras reales fue a caballo hasta la catedral, delante de ella iban a pie todos los caballeros y regidores de la ciudad; solo Gutierre de Cárdenas, que llevaba la espada levantada y desnuda en señal de justicia, iba a caballo; varios

regidores


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segovianos recibieron a la que iba a ser su reina bajo un palio de ricos brocados. Una vez en la plaza Isabel descabalgó y subió a un trono, aquí Isabel fue proclamada reina de Castilla y reconocida como tal por todos los presentes. Después de que la nueva reina juró guardar las leyes y privilegios del reino, toda la comitiva se dirigió a la catedral donde se entonó un Te Deum de acción de gracias. Finalizados los actos la reina volvió al alcázar, donde la esperaba su alcalde, Andrés de Cabrera, que hizo entrega de la fortaleza y de las puertas de la ciudad. Procesionalmente volvió al alcázar tomando posesión de lo que le pertenecía en virtud de su poderío real absoluto. Se comunicó inmediatamente a las ciudades, donde, en los días siguientes se hizo también el reconocimiento y proclamación, solo tenemos noticia de dos negativas claras, Madrid, residencia de la reina Juana y su hija y Plasencia, capital de los estados de los Stúñiga, este linaje sabía que iba a serles reclamada la devolución de Arévalo, pues la nueva reina no consentiría el despojo de su madre.


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Nadie en todo el reino procedió a una proclamación de Juana como reina. En las primeras semanas el consenso era general . La reina envió a Gaspar d’Espés con una relación detallada de los acontecimientos que tuvieran lugar en Segovia, a fin de que informase detalladamente a Fernando pues la premura

con

que

se

procediera

había

impedido la presencia de algunas personas importantes

como

Alfonso

Carrillo

o

el

cardenal Mendoza, aunque en su caso se trataba de una razón distinta y de peso; cumpliendo sus promesas de fidelidad había acompañado al cadáver de Enrique hasta su última morada en el monasterio de Guadalupe. Muy pocos hicieron lo mismo, de modo que se trataba de un sepelio triste. El cardenal llegó a Segovia la tarde del 21 de diciembre, anticipándose en pocas horas al arzobispo de Toledo. Al besar las manos de Isabel, todo el clan mendocino, incluyendo a Beltrán de la Cueva, cuyos señoríos fueron confirmados, rendía vasallaje y prometía fidelidad. La ausencia de Fernando se prolongaría hasta el 2 de enero de 1475. Seguía siendo motivo de conversaciones la cuestión de si la reina debía sumir por sí misma el poderío real o simplemente transmitirlo a su marido reconociendo la superioridad del varón, los antecedentes en Castilla apuntaban a la segunda solución con preferencia a la primera y más en este caso en que el marido estaba colocado en la línea de sucesión. El 23 de diciembre de 1474 un grupo de grandes, Mendoza, Velasco, Enríquez y Pimentel, celebraron una reunión en Segovia en la que decidieron poner en pie una especie de Liga, al uso de los antiguos tiempos, para permanecer en el servicio de la “reina nuestra señora doña Isabel” y de “don Fernando su legítimo marido” garantizándose además mutuamente la posesión y defensa de


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sus señoríos, estados y preeminencia. Carrillo, presente en Segovia, no tomó parte en la reunión. El arzobispo se sentía defraudado e irritado por los cambios que se habían producido. Conservaba las cartas de Juan II que consideraba como una garantía de que a él correspondería la gestión completa de los asuntos públicos una vez que los príncipes ciñeran la corona. Antes de proceder a la ruptura definitiva, planteó una maniobra que al mismo tiempo le justificase: llamar la atención de Fernando porque se le estaba marginando en relación con su mujer. El argumento era bastante fácil porque bastaba presentar las cosas como si fuesen resultado de un plan de quienes, en la primera etapa, se mostraran como sus enemigos, el rey fue bombardeado por medio de avisos destinados a despertar su recelo: la proclamación precipitada de Isabel, la voluntad de no esperar el regreso del marido; el homenaje que los nobles del partido antes enriqueño le hicieran a ella sola; el establecimiento de pactos para el gobierno y el retraso de algunos grandes en prestar la debida obediencia, todo se presentaba como partes de un plan trazado de antemano para conseguir que Fernando quedara relegado a una posición secundaria. Fernando se dejó influir por los avisos, había ordenado a uno de sus secretarios que leyera en voz alta la carta que Gutierre de Cárdenas le escribiera haciendo el relato minucioso de la ceremonia de proclamación. Cuando llegó al párrafo en que se mencionaba cómo Isabel había llevado delante de sí la espada de la justicia, símbolo de la señoría mayor, los cortesanos presentes murmuraron con disgusto y el rey no les reprendió, dando la impresión de que aprobaba la queja. Seguramente se hallaba en aquellos momentos bajo la influencia que las noticias que Carrillo, por medio de un mensajero, le transmitiera, las cuales divergían de las del enviado de Isabel. Fueron días de reserva y queja, de acuerdo con las tesis que circulaban en el séquito de Fernando, se había operado en Segovia con astucia y no buena fe, a fin de que Isabel asumiera todos los poderes colocando después al marido ante los hechos consumados.


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Inició la marcha hacia Castilla, escondía sus lujosos vestidos de ceremonia, bordados de oro y seda, bajo un gran manto negro, de luto riguroso, que observaría durante dos semanas. El 2 de enero, al entrar en Segovia por la puerta de San Martín, se despojó de él, repitiendo el gesto de su esposa. El duelo por la muerte de Enrique había terminado. Salieron a esperarle Carrillo y Mendoza. La reina les esperaba en la catedral, marido y mujer nuevamente juntos, entraron en el templo para, de hinojos, en el altar mayor, asistir a la ceremonia litúrgica de acción de gracias. Las conversaciones en la intimidad que ofrece el matrimonio fueron eficaces para despejar los recelos que se habían suscitado, es fácil colegir que la reina pudo convencer al marido de que se había hecho lo mejor, dadas las circunstancias. Tras la muerte del rey no era conveniente perder tiempo en la proclamación, pero ésta se había hecho en nombre de ambos y no de ella sola. La llamada “Concordia de Segovia”: el cardenal Mendoza y el arzobispo Carrillo fueron, como reconocen los propios reyes, los responsables del histórico negocio, concertado en 17 epígrafes que se reducen a 4 espectros de actuación. El primero podía ser llamado protocolario, se disponía “… que la intitulación, en las cartas patentes de justicia, y en los pregones y en la moneda y en los sellos sea común a ambos señores rey y reina… pero que el nombre del señor rey preceda al de la reina y las armas de Castilla y León a las de Sicilia y Aragón…”. En segundo término se aborda el destino de las rentas “… con ellas se paguen las tenencias, tierras y mercedes, quitaciones de oficios, el consejo, la cancillería costeo de lanzas que pareciesen ser necesarias y ayuda de gastos y sueldos para la gente fija, mensajeros y embajadas… y que lo que sobre una vez pagado lo sobre dicho lo compartan la señora reina y el señor rey… y que otro tanto haga el señor rey con la señora reina en cuanto a las


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rentas de Aragón y Sicilia…”. En un tercer ámbito se encuentra el control de la política interna, centrado en las tenencias de las fortalezas, cuyos homenajes se han de hacer a la reina, que los responsables de las rentas sean puestos por la reina y que “… en los puestos vacantes de arzobispados, maestrazgos, obispados, priorazgos, abadías y beneficios, actuaremos conjuntamente… los que sean propuestos para ello sean letrados…” La cuarta y última de las grandes inquietudes e los monarcas se centra en la administración de justicia, que habrá de responder a un esquema muy simple: "… si están juntos en un lugar que firmen los dos y si están en distintos lugares de diversas provincias, que cada uno de ellos conozca y provea en la provincia que estuviere. Pero si estuvieran en diversos lugares de una provincia o en diversas provincias que el que de ellos quedare con el Consejo que se ha de formar conozca y provea sobre las cosas de otras provincias y lugares donde estoviere…" práctica que también ha de observarse "… en la provisión de los corregimientos de las villas y ciudades de estos reinos proveyendo el señor rey con facultad de la señora reina…".


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Por Julia Mª Montalvillo García Archivera – Directora de la Fundación Archivo Histórico de la Casa Ducal de Alburquerque Archivera asesora municipal del Ilmo. Ayuntamiento de Cuéllar Responsable del Archivo Histórico Municipal de Cuéllar y del Archivo de la Comunidad de Villa y Tierra de Cuéllar.


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