RAYMOND CARVER
ANTOLOGÍA POÉTICA (EDICIONES ALMA_PERRO)
LISTADO DE POEMAS CONTENIDOS - MIEDO - TU PERRO SE MURIÓ - MI CUERVO - ALGO ESTA PASANDO - EL CONTACTO - SEMILLAS - EL HOMBRE DE AFUERA - DESOCUPADO - NATURALMENTE - HIJO - LA LAPICERA - DURMIENDO - EL RASGUÑO - UNA TARDE - ESPERANZA - LOS DESNUDOS DE BONNARD - SANGRE - LA CAÑA DE PESCAR DEL AHOGADO -
BAJO
UNA
LUZ
MARINA
WASHINGTON - EN BUSCA DE TRABAJO - AMENAZA - DOS MUNDOS - ONDAS DE RADIO - ÚLTIMO FRAGMENTO - SALA DE AUTOPSIAS - EL DON DE LA TERNURA
CERCA
DE
SEQUIM,
- EL CABALLETE - PARA SIEMPRE - FELICIDAD - UN PASEO - MI MUERTE - PARA TESS - DONDE HAYAN VIVIDO - DULCE LUZ - ZAPATILLAS - LO QUE DIJO EL MEDICO - PROPINA
MIEDO Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa. Miedo de quedarme dormido durante la noche. Miedo de no poder dormir. Miedo de que el pasado regrese. Miedo de que el presente tome vuelo. Miedo del teléfono que suena en el silencio de la noche muerta. Miedo a las tormentas eléctricas. Miedo de la mujer de servicio que tiene una cicatriz en la mejilla. Miedo a los perros aunque me digan que no muerden. ¡Miedo a la ansiedad! Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto. Miedo de quedarme sin dinero. Miedo de tener mucho, aunque sea difícil de creer. Miedo a los perfiles psicológicos. Miedo a llegar tarde y de llegar antes que cualquiera. Miedo a ver la escritura de mis hijos en la cubierta de un sobre. Miedo a verlos morir antes que yo, y me sienta culpable. Miedo a tener que vivir con mi madre durante su vejez, y la mía. Miedo a la confusión. Miedo a que este día termine con una nota triste. Miedo a despertarme y ver que te has ido. Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado. Miedo a que lo que ame sea letal para aquellos que amo. Miedo a la muerte. Miedo a vivir demasiado tiempo. Miedo a la muerte. Ya dije eso.
TU PERRO SE MURIÓ una furgoneta le pasó por encima. Lo encontraste a un lado del camino y lo enterraste. te sientes mal por ello. te sientes mal en lo personal, pero peor te sientes por tu hija porque era su mascota, y ella lo quería mucho. acostumbraba a cantarle con voz suave y lo dejaba dormir en su cama. para ti esto fue el motivo de un poema. lo llamaste un poema para tu hija, un poema acerca de un perro que es atropellado por una furgoneta y de lo que hiciste después, de cómo lo llevaste al bosque y lo enterraste en lo profundo, profundo, y ese poema resultó ser muy bueno casi te contentas de que el pequeño perro haya sido atropellado, porque de lo contrario nunca hubieras escrito ese poema tan bueno. entonces te sientas a escribir un poema acerca de la escritura de un poema que trata de la muerte de ese perro, pero mientras escribes escuchas que una mujer grita tu nombre, tu nombre de pila,
ambas sílabas, y tu corazón se detiene. después de un minuto, continuas escribiendo. ella vuelve a gritar. Tú te preguntas cuánto podrá durar esto. tu nombre, tu nombre de pila, ambas sílabas, y tu corazón se detiene. después de un minuto, continuas escribiendo. ella vuelve a gritar. Tú te preguntas cuánto podrá durar esto.
MI CUERVO Un cuervo se posó en el árbol que hay frente a mi ventana. No era el cuervo de Ted Hughes, ni el cuervo de Galway. Ni el de Frost, ni el de Pasternak, ni el cuervo de Lorca. Tampoco era uno de los cuervos de Homero, impregnados de sangre coagulada tras la batalla. Era sólo un cuervo. Que jamás encajó en parte alguna ni hizo nada digno de mención. Se quedó ahí en esa rama durante unos minutos. Luego alzó el vuelo maravillosamente y salió de mi vida.
ALGO ESTA PASANDO Algo me está pasando si le creo a mis sentidos no es solamente querida otra distracción sigo atado a mi vieja piel las ideas puras y los anhelos desmedidos a toda costa una limpia y saludable polla pero mis pies han comenzado a decirme cosas de sí mismos sobre su nueva relación con mis manos ojos corazón y pelo Algo me está pasando te preguntaría si pudiera has sentido alguna vez algo parecido pero tú ya estás lejos está noche que no creo que escucharías además mi voz se ha visto afectada también Algo me está pasando no te sorprendas si caminando algún día de pronto en este brillante sol mediterráneo tú me miras de largo y descubres
una mujer en mi sitio o peor un extraño de cabello blanco escribiendo un poema alguien que no puede ya formar palabras que está simplemente moviendo sus labios tratando de decirte algo
EL CONTACTO Marquen al hombre con el que estoy. El pronto va a perder Su mano izquierda, la nariz, las bolas y su hermoso bigote. La tragedia está por todos lados Oh Jerusalem. El levanta su taza de té. Esperen. Entramos al café. El levanta su taza de té. Nos sentamos juntos. El levanta su taza de té. Ahora.
Asiento. ¡Caras! Sus ojos, cruzados, Caen lentamente de su cabeza.
SEMILLAS Intercambio nerviosas miradas con el hombre que le vende semillas de sandía a mi hija. La sombra de un pájaro pasa sobre nuestras manos. El vendedor levanta el látigo & se apura tras de su viejo caballo rumbo a Beersheba. Me ofreciste las semillas que escogí. Ya has olvidado al hombre el caballo las sandías mismas & algo invisible fue la sombra entre el vendedor & mí mismo.
Acepto tu don aquí sobre el camino seco. Alargo la mano para recibir tu bendición.
EL HOMBRE DE AFUERA Hubo siempre el adentro y el afuera. Adentro, mi mujer, mi hijo e hijas, ríos de conversación, libros, suavidad y cariño. Pero entonces una noche afuera de la ventana del cuarto alguien-algo, respiraba, se arrastraba. Desperté a mi mujer y aterrorizado temble en sus brazos hasta la mañana. ¡Ese espacio fuera de la ventana de mi cuarto! Las pocas flores que crecen ahí pisoteadas, las colillas de Camel aplastadas. No estoy imaginando cosas.
La noche siguiente y la siguiente ocurrió, y desperté a mi mujer y otra vez ella me consoló y otra vez frotó mi pierna entumida por el miedo y me tomó en sus brazos. Pero entonces yo comencé a demandar más y más de mi mujer. Con pena ella revisababa el piso del cuarto de arriba a abajo, yo la dirigía como a una carretilla cargada, el conductor y su carrito. Finalmente, esta noche, toco a mi mujer despacio y ella se incorpora ansiosa y preparada. Las luces prendidas, desnudos, nos sentamos frente a la cómoda y miramos frenéticos el cristal. Tras de nosotros dos labios, el reflejo de un cigarrillo encendido.
DESOCUPADO Los que eran mejores que nosotros vivían cómodamente en casas recién pintadas con inodoros a botón en todos los baños. Manejaban autos de modelo y marca reconocibles. Los que no tenían trabajo, estaban apenados, no les iba bien.
Sus autos extraños estaban estacionados sobre cajones, ‘al fondo’ de casas polvorientas, donde se amontonaban infinidad de objetos inútiles. Los años pasan y todo y todos son reemplazados. Existen siempre, es lo que dicen, nuevas oportunidades. Pero, para decir la verdad, a mí nunca me gustó el trabajo. Mi objetivo era permanecer desocupado. Ése era mi mérito. Me gustaba la idea de sentarme en una silla, hora tras hora, frente a la casa, sin hacer nada con un sombrero sobre mi cabeza y tomando una gaseosa. ¿Qué hay de malo en eso? Fumar, escupir de vez en cuando. Tallar madera con mi cuchillo. ¿Hay daño o maldad en esto? En ocasiones salgo con mi perro a perseguir conejos. Tienes que hacerlo alguna vez. A veces levanto a un chico gordo y rubio como yo, diciéndole: ‘‘¿de dónde te conozco?’’. Nunca digas: ‘‘¿Que quieres ser cuando seas grande?’’
NATURALMENTE Un claro en las nubes. El macizo perfil de las montañas azules que recortan el horizonte.
El amarillo apagado de los rastrojos. El río muy negro. ¿Qué estoy haciendo en este lugar, solo y cargado de culpas? Me pregunto. Sigo comiendo las frambuesas de la fuente. Sin hacerme problemas. Si estuviera muerto, me recuerdo, no podría saborearlas. Nada es tan simple. Sí, todo es así de simple. Naturalmente.
HIJO Esta mañana me despertó una voz que regresaba desde mi infancia. La voz dice: ‘‘despiértate’’, y yo salto de la cama. Es extraño, toda la noche, en mis sueños yo busqué ‘ese’ bendito lugar donde mi madre pueda vivir y ser feliz. ‘‘Si quieres que enloquezca, está bien, si ése no es tu deseo, por favor sácame de acá’’, repetía la voz. Me reconozco único culpable. Yo la mudé a esta ciudad que odia. Yo alquilé la casa que odia, rodeada
de vecinos que odia, llena de muebles que odia. ‘‘¿Por qué no me diste la plata para que yo la gastara?’’ ‘‘Quiero volver a California, ¡ahora!’’, grita la voz. ‘‘Voy a morir si me quedo’’. ‘‘¿Vos quieres que muera?’’ gime la voz. Esta mañana en el mundo, no existen respuestas a esta pregunta ni a ninguna otra. Suena el teléfono y suena, no deja de sonar. No me acerco al aparato, tengo miedo de oír una vez más, la pronunciación de mi nombre. El mismo nombre que mi padre escuchó durante 53 años. Antes de abandonarnos en busca de su recompensa. Murió después de decir: ‘‘lleva estas cosas a la cocina, hijo’’. La palabra hijo emitida desde sus labios, tembló en el aire para que todos la oyeran.
LA LAPICERA La lapicera que no faltaba a la verdad, por todas sus preocupaciones terminó dentro del lavarropas. Salió una hora más tarde y la tiraron al secarropas junto con un par de ‘jeans’ viejos y una camisa a cuadros.
Los días pasaron y ella permaneció recostada tranquilamente sobre el escritorio que estaba frente a la ventana. Ella pensaba que estaba totalmente agotada. Sin convicciones. Sin voluntad. Una mañana, poco antes del amanecer, recuperó antiguas fuerzas y escribió: ‘‘Los campos húmedos duermen bañados por la luz de la luna’’. Después de este esfuerzo se quedó muy quieta, nuevamente vacía, su utilidad terminada. Él la sacudió, la golpeó sobre la tapa del escritorio. La dejó a un lado. Abandonó las pretensiones de hacerla trabajar o casi todas. Sin embargo ella realizó un nuevo esfuerzo, apeló a sus últimas reservas. Esto es lo que escribió: ‘‘Un viento suave, y más allá del ventanal los árboles flotan en el dorado aire de la mañana’’. Él trató de hacerla escribir algo más, pero eso fue todo. La lapicera
dejó de escribir, definitivamente. Él la puso con otras cosas inservibles en el incinerador. El tiempo transcurrió, días o meses, y fue otra lapicera una que todavía no había demostrado nada la que con facilidad escribió: ‘‘La oscuridad se posa en las ramas. Quédate muy quieto, no salgas de la casa, quédate muy quieto...’’
DURMIENDO Él durmió sobre sus manos. Sobre una roca. Sobre sus pies, sobre los pies de algún desconocido. Él durmió en micros, en trenes, en aviones. Se durmió estando de guardia. Se durmió a un costado de la ruta. Se durmió apoyado en una bolsa de manzanas. Él durmió en un baño público. En un galpón. En el estadio. Durmió en un Jaguar descapotable y en la caja de una camioneta. Durmió en los teatros.
En la cárcel. Sobre los barcos. Él durmió en casillas deshechas y en una ocasión en un inmenso castillo. Soportó dormido las frías gotas del agua de lluvia y los ardientes rayos del sol. Durmió sobre caballos. Se durmió sobre sillas. Él durmió en iglesias, en hoteles de lujo. Él durmió bajo techos extraños toda su vida. Ahora él duerme cubierto por la tierra. Duerme y seguirá durmiendo. Igual que un rey antiguo.
EL RASGUÑO Me desperté con una mancha de sangre reseca pegoteada sobre uno de mis párpados. Un arañazo, profundo, cruza transversalmente las arrugas de mi frente. Sin embargo, últimamente, he estado durmiendo solo. Y me pregunto por qué un hombre, incluso en un mal sueño, alzaría la propia mano para lastimarse la cara. Esta mañana pretendo responder esta pregunta y otras similares, mientras observo en silencio mi rostro que se refleja en los cristales de la ventana.
UNA TARDE Mientras escribe, sin observar el océano, siente entre sus dedos el temblor de la pluma de su lapicera. La marea se retira arrastrando pequeñas piedras, restos de vida marina. Todo esto no tiene nada que ver, no, con el origen de su emoción. No. Su corazón se acelera porque ella en ese instante ha decidido entrar completamente desnuda en la habitación. Somnolienta, por un momento no puede imaginar dónde está. Se dirige al baño. Sacude su cabellera. Se sienta en el inodoro con los ojos cerrados, la cabeza inclinada; las piernas extendidas, abiertas. No ha cerrado la puerta del baño, él puede verla. Quizás, ella esté recordando lo que sucedió esa madrugada. Porque después de un rato, abre un ojo y lo mira. Y sonríe con mucha dulzura.
ESPERANZA Me dejó el auto y doscientos dólares. Dijo: ‘‘hasta luego, querido. Tomate las cosas con tranquilidad ¿me entiendes? Esto es todo. Absolutamente todo. Esto es lo que queda después de veinte años de matrimonio. Ella cree adivinar lo que sucederá. Piensa que me voy a gastar la plata en dos o tres días y que tarde o temprano voy a destruir el auto - que ya era mío y que además necesitaba varios arreglos -. Al momento de alejarme Los vi, a ella y a su novio, estaban cambiando la cerradura de la puerta. Saludaron con el brazo en alto. Los saludé de la misma manera. Sólo para que supieran que no había malos sentimientos de mi parte. Apreté el acelerador y me alejé rápidamente. Estaba como atolondrado. Ella, por lo menos, tenía razón en eso. Seguí el camino de la ruina. El alcohol fue mi compañero fiel. Resultamos buenos amigos. No me detuve. Recorrí el largo camino sin escalas.
Pude, al fin, dejar en el pasado A mi amiga, la botella. Meses, quizás años más tarde, cuando aparecí frente a la puerta de esa casa manejando un auto diferente, sobrio, vistiendo camisa y pantalones limpios y las botas bien lustradas, ella lloró al ver mi cara. Su última esperanza estalló en el aire. Y ya no tendría más esperanzas.
LOS DESNUDOS DE BONNARD Su esposa. Durante cuarenta años su modelo. Él la pintó una y otra vez. El desnudo de su último cuadro, es el mismo desnudo joven del primer cuadro. Su esposa. Él la recordaba joven. Los tiempos en que ella era joven. Su esposa, en la bañadera, en el tocador frente al espejo. Sin ropas.
Su esposa cubriéndose con las manos los pechos duros, mirando hacia el jardín, donde los rayos del sol desparraman tibieza y color. Todas las especies vivientes floreciendo. Ella joven y temerosa y excesivamente deseable en su desnudez. Cuando ella murió, él continuó pintando un poco más. Fueron algunos paisajes, luego se murió. Lo enterraron junto a ella. Su joven esposa.
SANGRE Éramos cinco a la mesa de juego sin contar al croupier y su ayudante. El hombre de junto a mí tenía los dados en la mano. Se sopló los dedos, dijo: ¡Vamos, pequeños! Y se inclinó sobre la mesa para tirar. En ese momento, una sangre roja brotó de su nariz, salpicando el verde paño de fieltro. Soltó los dados. Se echó hacia atrás pasmado.
Y luego aterrorizado cuando la sangre corrió por su camisa abajo. ¡Dios mío! ¿qué me está pasando? gritó. Se agarró a mi brazo. Oí funcionar los motores de la Muerte. Pero en aquella época yo era joven, y estaba borracho, y quería jugar. No tenía por qué escuchar. Así que me largué. No me volví ni siquiera, ni encontré esto dentro de mi cabeza, hasta hoy.
LA CAÑA DE PESCAR DEL AHOGADO Al principio no la quería usar. Luego pensé, no, me revelará secretos y me dará suerte que es lo que entonces necesitaba. Además, me la dejó a mí para que la usase cuando fue a bañarse aquella vez. Inmediatamente después, conocí a dos mujeres. Una adoraba la ópera y la otra era una borracha que había pasado un tiempo en la cárcel. Ligué con una y empecé a beber y a reñir sin parar. ¡El modo en que esta mujer podía cantar y seguir bebiendo! Fuimos directamente al fondo.
BAJO
UNA
LUZ
MARINA
CERCA
DE
SEQUIM,
WASHINGTON Empiezan los verdes campos. Y las altas, blancas granjas después de los charcos de la marea, y aquellos pequeños cangrejos listos para echar a correr, o darse la vuelta, si levantábamos la roca debajo de la que vivían. La languidez de aquella carretera del campo. Hablando de París, nuestro París. Y luego encuentras ese sitio en el libro y me lees la vida de Anna Akhmatova allí con Modigliani. Sentados en un banco de los jardines de Luxemburgo bajo su enorme sombrilla negra recitándose a Verlaine el uno al otro. Los dos “todavía no alcanzados por el futuro”. Cuando allá en el prado vimos a un joven desnudo de medio cuerpo para arriba y con los pantalones remangados, como un antiguo remero. Nos miró sin curiosidad. Se quedó allí observándonos indiferente. Luego nos dio la espalda y siguió con su trabajo. Mientras pasábamos como una hermosa guadaña negra por aquel paisaje perfecto.
EN BUSCA DE TRABAJO Siempre he querido trucha de montaña de desayuno. De repente, encuentro un sendero nuevo a la cascada. Empiezo a tener prisa. Despierta, dice mi mujer, estás soñando. Pero cuando intento levantarme, la casa se ladea. ¿Quién está soñando? Es mediodía, dice ella. Mis zapatos nuevos esperan junto a la puerta, relucientes.
AMENAZA Hoy una mujer me señaló y dijo algo en hebreo. Luego se echó el pelo atrás, tragó saliva y desapareció. Cuando volví a casa, tembloroso, tres carros estaban junto a la puerta con uñas asomando entre las sacas de trigo.
DOS MUNDOS En el aire denso con olor a azafrán, sensual olor a azafrán, miro cómo desaparece el cielo limón, un mar que cambia de azul a negro aceituna. Miro el relámpago que salta desde Asia como dormido, mi amor se agita y respira y se vuelve a dormir, parte de este mundo y sin embargo parte de aquél.
ONDAS DE RADIO La lluvia ha cesado, y la luna ha salido. No entiendo nada de las ondas de radio. Pero creo que se transmiten mejor justo después de llover, cuando el aire está húmedo. En cualquier caso, ahora puedo coger Ottava, si quiero, o Toronto. Últimamente, de noche, me sorprendo ligeramente interesado por la política canadiense y sus asuntos internos. Es verdad. Pero normalmente lo que buscaba era sus emisoras con música. Me siento aquí en la butaca y escucho, sin tener nada que hacer, o pensar. No tengo televisor, y dejé de leer los periódicos. De noche pongo la radio. Cuando escapé aquí trataba de alejarme de todo. Especialmente de la literatura. De lo que ella entraña, y de lo que trae a rastras. Hay en el alma un deseo de no pensar. De estar quieto. Emparejado con éste, un deseo de ser estricto, sí, y riguroso. Pero el alma también es una afable hija de puta no siempre de fiar. Y olvidé eso. Escuché cuando dijo: Mejor cantar a lo que se ha ido y nunca volverá que a lo que aún sigue con nosotros y estará con nosotros mañana. O no. Y si no, también está bien. Tampoco importa demasiado, dijo, si un hombre nunca canta. Esa es la voz que escuché. ¿Puede imaginarse que alguien piense cosas así?
¡Qué absurdo! Pero tengo estas estúpidas ideas de noche cuando me siento en la butaca y oigo la radio. Entonces, Machado, ¡su poesía! Era como un hombrecillo mayor que se vuelve a enamorar. Una cosa digna de observar, y embarazoso, además. Y llevo tu libro a la cama conmigo y me duermo con él a mano. Un tren pasó en mis sueños una noche y me despertó. Y lo primero que pensé, el corazón acelerado allí en el dormitorio a oscuras, fue esto: Todo es perfecto, Machado está aqui. Entonces me volví a dormir. Hoy llevé tu libro conmigo cuando salí a dar mi paseo. “¡Presta atención!” -decías, cuando alguien preguntó qué hacer con su vida. Conque miré alrededor y tomé nota de todo. Luego me senté al sol, en mi sitio de junto al río desde donde puedo ver las montafias. Y cerré los ojos y escuché el sonido del agua. Luego los abrí y me puse a leer «Abel Martín». Esta mañana pensé mucho en ti, Machado. Y espero, incluso cara a lo que sé de la muerte, que recibirás el mensaje que pretendo enviarte. Pero está bien aunque tú no lo recibas. Que duermas bien. Descansa. Antes o después espero que nos veamos. Y entonces yo podré decirte estas cosas directamente.
ÚLTIMO FRAGMENTO ¿Y conseguiste lo que querías de esta vida? Lo conseguí. ¿Y qué querías? Considerarme amado, sentirme amado en la tierra.
SALA DE AUTOPSIAS En esos tiempos yo era joven y la fuerza de diez hombres habitaba mi cuerpo, para lo que mandaran. Trabajaba en el hospital en el turno noche y una de mis responsabilidades cuando el forense terminaba sus tareas era la de limpiar la sala de autopsias. Ellos no tenían horario, algunas veces terminaban temprano, otras demasiado tarde. Y para que el personal de limpieza no se aburriera dejaban objetos olvidados en la mesa de trabajo. Un pequeño bebé quieto como una piedra y más frío que la nieve. Un negro corpulento de pelo blanco con el pecho partido al medio y los órganos vitales flotando en una bandeja a un costado de su cabeza. Yo siempre estaba solo, ahí. La manguera derramaba agua.
Las luces colgadas del techo encandilaban. Una vez dejaron sobre la mesa una pierna, una pierna de mujer de formas perfectas y excesiva palidez. Yo sabía para qué era la pierna, en ocasiones los había observado. A pesar de eso me quedé sin respiración. De madrugada en casa mi mujer me decía “Dulce, todo va a salir bien. Podemos hacer cambios, vivir de otra manera”. Pero no es tan fácil. Ella agarraba mi mano entre las suyas, con fuerza, yo me reclinaba en el sillón y cerraba los ojos. Yo pensaba en… cualquier cosa. No sabía en qué. Yo dejaba que ella llevara mi mano a sus tetas. Yo abría los ojos y miraba el cielorraso o el piso, qué importa… Mis dedos se arrastraban hacia su pierna, tibia y bien formada, que ante la más suave caricia temblaba y se levantaba delicadamente. Mi mente estaba confundida y cómo decirlo ¿sacudida? No pasaba nada. Todo estaba pasando. La vida era una piedra que lentamente se iba gastando
EL DON DE LA TERNURA Tarde en la noche. Comenzó a nevar. Los copos húmedos caían más allá del cristal de las ventanas, surcando el aire frío ocultaban el resplandor de la ciudad. Observamos un rato la tormenta sorprendidos, felices, satisfechos de estar allí y no en otro sitio. Puse un leño en el hogar, me pediste que regulara el tiro de la chimenea. Nos metimos en la cama. Cerré mis ojos, de inmediato, pero por razones que desconozco antes de dormirme el aeropuerto de Buenos Aires atravesó mi memoria. Recordé esa tarde, la temprana oscuridad, las sombras. Reconstruí la escena: regresé a ese paisaje desolado donde flotaba un silencio sepulcral interrumpido únicamente por el rugido de las turbinas del avión que carreteaba lentamente bajo una lluvia de granizo, tan fino que lo confundimos con nieve.
En las ventanas de los edificios no había luz. Un lugar realmente solitario. Sólo pasillos abandonados, hangares vacíos. No vimos a una sola persona. “Es como si todo estuviera de luto,” fue tu comentario. Abrí mis ojos. El ritmo de tu respiración me dijo que estabas profundamente dormida. Te cubrí el cuerpo con uno de mis brazos. Mis evocaciones me trasladaron de la Argentina a un departamento en el que pasé un tiempo de mi vida, en Palo Alto. No nieva en esa ciudad, pero el departamento disponía de un amplio ventanal desde donde podríamos haber mirado por horas la autopista que rodea la bahía. La heladera estaba al lado de la cama. Las noches calurosas, sofocantes, cuando me despertaba con la garganta seca sólo tenía que estirar el brazo, abrir la puerta y dejarme guiar por la luz interior hasta el botellón con agua refrescante. En el baño un pequeño calentador eléctrico descansaba cerca del lavatorio. Todas las mañanas mientras me afeitaba
calentaba agua en una vieja sartén, el frasco de café instantáneo, siempre a mano, en el botiquín. Una mañana me senté en la cama vestido, recién afeitado, bebiendo sorbos de café caliente intentando olvidar planes, proyectos, todas esas cosas que había decidido realizar. Finalmente disqué el número de Jim Houston que vive en Santa Cruz, le pedí prestados 75 dólares. Me contestó que estaba sin fondos. Su mujer había viajado a México por unos días y él ya no tenía dinero, no llegaba a fin de mes. “Está bien”, le dije. “Te entiendo.” Y así era, no necesité explicaciones. Hablamos un poco más y cortamos. Terminé el café cuando el avión comenzaba a elevarse en mi recuerdo y yo desde la ventanilla miraba por última vez las luces de Buenos Aires. Después cerré los ojos iniciando el largo regreso.
Esta mañana hay nieve por todos lados. Hablamos sobre la tormenta. Me comentas que no dormiste bien. Te digo que yo tampoco. Tuviste una noche terrible. “Yo también.” Estamos tranquilos el uno con el otro, nos asistimos tiernamente como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo, las mutuas inseguridades. Creemos adivinar los sentimientos del otro, no podemos, por supuesto, nunca podremos. No tiene importancia. En realidad es la ternura la que me interesa. Ése es el don que me conmueve, que me sostiene, esta mañana, igual que todas las mañanas.
EL CABALLETE He perdido el tiempo esta mañana, y estoy profundamente avergonzado. Ayer noche me acosté pensando en mi padre. En el riachuelo donde pescábamos -Butte Creekcerca del lago Almanor. El agua me arrullaba en sueños. En el sueño, estaba por todas partes y yo no podía levantarme ni moverme. Pero cuando desperté esta mañana temprano fui al teléfono. Aunque
el río fluía allá abajo en el valle, en la pradera, corriendo entre los tréboles. Pinos se alzaban a ambos lados de la pradera. Y yo estaba allí. Un niño sentado en un caballete de madera, mirando hacia abajo. Viendo a mi padre beber agua con las manos. Luego dijo: "El agua está tan buena. Me gustaría poder llevarle a mi madre un poco de este agua" Mi padre todavía la quería, aunque estaba muerta y él había pasado mucho tiempo lejos de ella. Tuvo que esperar algunos años más hasta que pudo ir a donde estaba. Pero él quería a esta región donde se encontró a sí mismo. El Oeste. Durante treinta años la tuvo en el corazón, y luego la dejó ir. Se acostó una noche en un pueblo del norte de California y no despertó. ¿Hay algo más sencillo? Me gustaría que mi vida y mi muerte fueran tan sencillas. De modo que cuando despierte una hermosa mañana como ésta, después de estar en algún sitio donde quería estar toda la noche, algún sitio importante, pudiera moverme del modo más natural y sin pensar en ello, hasta mi mesa de trabajo.
Digamos que lo hice, del modo más sencillo que he descrito. De la cama a la mesa de trabajo de la infancia. Desde aquí no hay mucho hasta el caballete. Y desde el caballete podría mirar hacia abajo y ver a mi padre cuando necesitara verlo. Mi padre bebiendo aquel agua fresca. Mi dulce padre. El río, sus praderas, y pinos, y el caballete. Ese. Donde estuve una vez. Me gustaría hacer eso sin tener que disculparme ante mí mismo por ello. Ni sentirme mal por interesarme por cosas menos importantes. Sé que es hora de cambiar de vida. Esta vida -con sus complicaciones y llamadas telefónicas- es indecente, y una pérdida de tiempo. Quiero hundir mis manos en agua fresca. Del modo en que lo hizo él. Otra vez y otra vez y otra.
PARA SIEMPRE A la deriva en una nube de humo, sigo la raya que en el suelo del jardín deja un caracol hasta el muro de piedra. Solamente al final me acuclillo, veo
lo que hay que hacer y, de repente, me adhiero a la piedra húmeda. Empiezo a mirar lentamente alrededor y a escuchar, utilizando para ello mi cuerpo entero como el caracol utiliza el suyo, relajado, pero alerta. ¡Atención! Esta noche es un hito en mi vida. Después de esta noche, ¿cómo podré volver a mi vida anterior? Mantengo los ojos fijos en las estrellas, les hago señales con mis antenas. Me sujeto bien durante horas, descansando sin más. Más tarde, la pena comienza a gotear en mi corazón. Recuerdo que mi padre está muerto, Y que me voy a ir pronto de esta ciudad. Para siempre. Adiós, hijo, dice mi padre. Casi al amanecer, bajo y vuelvo errabundo a casa. Todavía están esperándome, el espanto aletea en sus rostros cuando se encuentran con mis nuevos ojos por primera vez.
FELICIDAD Tan temprano que casi está oscuro todavía. Me acerco a la ventana con una taza de café y el atasco de siempre a estas horas de la mañana en la cabeza. Veo entonces al chico y a su amigo calle arriba repartiendo el periódico. Llevan gorras y sudaderas, uno de ellos con una bolsa al hombro. Son tan felices que no se dicen nada, estos chicos. Creo que si pudieran, se cogerían del brazo. Es temprano por la mañana y están haciendo esto juntos. Se acercan, despacio. El cielo empieza a cubrirse de luz, aunque todavía cuelga pálida la luna sobre el agua. Tanta belleza que, durante un instante, la muerte o la ambición, incluso el amor, no tienen cabida aquí. Felicidad. Llega de forma inesperada. Y sigue su camino, realmente. Cualquier madrugada te lo dice.
UN PASEO Fui a dar un paseo por la vía del tren. La seguí durante un rato y me salí en el cementerio del pueblo. Allí descansa un hombre entre sus dos esposas. Emily van der Zee, Esposa y madre Amantísima, está a la derecha de John van der Zee, Mary, la segunda señora van der Zee, Amantísima esposa también, a la izquiera. Primero se fue Emily, luego Mary. Al cabo de unos años, el propio John van der Zee. Once hijos nacieron de esas uniones. También estarían muertos a estas alturas. Este es un lugar silencioso. Un lugar tan bueno como cualquier otro para descansar del paseo, sentarme y pensar en mi propia muerte, que se acerca. Pero no lo entiendo, no lo entiendo. Todo lo que sé de esta vida llena de sudor y delicadeza, de la mía y de la todos los demás, es que dentro de poco me levantaré y dejaré este lugar tan insólito que ofrece amparo a los muertos. Este cementerio. Me iré. Andando primero sobre un raíl y luego sobre el otro.
MI MUERTE Si tengo suerte, estaré conectado a una cama de hospital. Tubos por la nariz. Pero intentad no asustaros, amigos. Os digo desde ahora que está bien así. Poco se puede pedir al final. Espero que alguien telefonee a los demás para decir, “¡ven rápido, se está yendo!” Y vendrán. Así tendré tiempo para despedirme de las personas que amo. Si tengo suerte, darán un paso adelante para que pueda verles por última vez y llevarme ese recuerdo. Puede que bajen la mirada ante mí y quieran echar a correr y aullar. Pero, al menos, puesto que me quieren, me cogerán la mano y me dirán “Valor” y “Todo va a ir bien”. Y tienen razón. Todo va a ir bien. Me basta con que sepas lo feliz que me has hecho. Sólo espero que siga la suerte y pueda mostrar mi agradecimiento. Que pueda abrir y cerrar los ojos para decir “Sí, te escucho. Te entiendo”. Incluso que pueda llegar a decir algo así: “También yo te quiero. Sé feliz”. ¡Así lo espero! Pero no quiero pedir demasiado. Si no tengo suerte, si no la merezco, bueno, me tendré que ir sin decir adiós ni darle la mano a nadie.
Sin poder decirte lo mucho que te quise y lo mucho que disfruté de tu compañía todos estos años. En cualquier caso, no me guardes luto mucho tiempo. Quiero que sepas que fui feliz contigo. Y recuerda que te dije esto hace tiempo, en abril de 1984. Pero alégrate por mí si puedo morir en presencia de mis amigos y de mi familia. Si es así, créeme, salí de mi vida por la puerta grande. No perdí esta vez.
PARA TESS Afuera en el Estrecho el agua chapotea, como dicen aquí. Anuncia la tormenta, me alegra no estar fuera. Contento porque estuve todo el día pescando en Morse Creek, probando una Daredevil roja, lanzándola una y otra vez. No saqué nada. Ni una pieza siquiera, nada. Pero estuvo bien. Fue divertido. Llevé la navaja de tu padre y durante un rato me siguió n perro que su dueño llamó Dixie. A veces me sentía tan feliz que tenía que dejar de pescar. Una vez me tumbé en la orilla con los ojos cerrados, escuchando el sonido que hacía el agua y el viento en la copa de los árboles. El mismo viento que sopla afuera en el Estrecho pero diferente, también. Durante un rato incluso me permití imaginar que había muerto, y eso estuvo bien, al menos durante un par de minutos, hasta que la realidad caló en mí: Muerte.
Mientras estaba allí tumbado con los ojos cerrados, justo después de haber imaginado qué ocurriría si de veras nunca me levantara otra vez, pensé en ti. Entonces abrí los ojos, me levanté y volví a sentirme feliz otra vez. Te lo debo a ti, ya ves. Quería decírtelo.
DONDE HAYAN VIVIDO Fuera donde fuera, aquel día andaba por su propio pasado. Dando puntapiés a jirones de recuerdos. Mirando las ventanas que no hace mucho le habían pertenecido. Trabajo, miseria y pocos cambios. En aquella época vivían para sus deseos, decididos a ser invencibles. Nada les detendría. Al menos durante muchísimo tiempo. En la habitación del motel aquella noche, de madrugada, abrió una cortina. Vio nubes cubriendo la luna. Se apoyó en el cristal. Le traspasó un aire frío que puso la mano sobre su corazón. Te amé, pesó. Te he amado mucho. Hasta que se acabó el amor.
DULCE LUZ Tras el invierno, torpe y afligido, florecí con la primavera. Una dulce luz me colmó el pecho. Sacaba una silla. Me sentaba durante horas frente al mar. Escuchaba las balizas y aprendí a expresar la diferencia entre una campana y el sonido de una campana. Quería todo lo que estaba a mi lado. Incluso quería dejar de ser una persona. Y lo logré. Sé que lo hice (ella me trajo de vuelta). Recuerdo aquella mañana en que cerré la caja de la memoria y giré la llave. Cerrada para siempre. Nadie sabe lo que me ocurrió aquí fuera, mar. Sólo tú y yo lo sabemos. Por la noche, las nubes cubrieron la luna. Por la mañana ya se habían ido. ¿Y aquella dulce luz que dije antes? También se había ido.
ZAPATILLAS Los cuatro sentados en círculo aquella tarde. Carolina nos contaba su sueño. Cómo se despertó ladrando una noche. Y se encontró a su pequeño perro, Teddy, al lado de la cama, mirándola. El hombre que entonces era su marido también la miraba mientras lo contaba. Escuchaba atentamente. Incluso sonreía. Pero había algo en sus ojos. Una forma de mirarla, una mirada. Todos la teníamos… Por entonces salía con una mujer llamada Jane, pero no se trata aquí de juzgarle ni a él, ni a Jane, ni a nadie. Cada uno fue contando su sueño. Yo no tenía ninguno. Miré tus pies, subidos al sofá, en zapatillas. Todo lo que se me ocurría decir, pero no lo hice, era que esas zapatillas aún conservaban el calor una noche que las recogí de donde las habías dejado. Te las dejé junto a la cama. Pero el edredón se cayó durante la noche y las cubrió. Por la mañana, las buscaste por todos lados. Entonces tu voz desde arriba, "¡Encontré mis zapatillas!” No tiene importancia, ya lo sé, se queda entre nosotros. Sin embargo, tiene su cosa. Aquellas zapatillas perdidas. Y el grito de alegría. Está bien que haya pasado hace un año o algo más. Podía haber sido
ayer, o el día antes. ¿Qué más da? La alegría, el grito.
LO QUE DIJO EL MEDICO Dijo que la cosa no tenía buen aspecto dijo que lo tenía malo malo de verdad dijo que había contado treinta y dos en un pulmón y que dejó de contar le dije me alegro porque no quería saber si hay más dijo si usted es un hombre religioso arrodíllese en el bosque y pida ayuda cuando llegue a la cascada la neblina le rodeará los brazos y la cara deténgase y trate de comprender esos momentos yo le dije no lo soy pero trataré de empezar hoy dijo lo siento mucho dijo me hubiera gustado tener otras noticias que darle dije Amén y él añadió algo que no entendí y no sabiendo qué más hacer y para no hacerle repetirlo y a mí digerirlo me quedé mirándole sin más durante un rato y él me miraba a mí me puse de pie de un salto y le tendí la mano al hombre que acababa de decirme lo que nunca nadie me había dicho puede que incluso le haya dado las gracias por costumbre.
PROPINA No hay otra palabra. Pues eso es lo que fue. Una propina. Una propina, estos diez años. Vivo, sobrio, trabajando, amando y siendo amado por una buena mujer. Hace once años le dijeron que le quedaban seis meses de vida si seguía así. Y que por ese camino no llegaría al fondo. De modo que cambió su modo de vida. ¡Dejó de beber! ¿Y el resto? Después de eso, todo fue una propina, cada minuto hasta ahora, incluyendo el momento en que se lo dijeron, bueno, aunque hubo cosas en su cabeza que se vinieron abajo y otras que empezaron a formarse. “No lloréis por mí”, les dijo a sus amigos: “Soy un hombre con suerte. He vivido diez años más de lo que yo o nadie Esperaba. Pura propina. Y no lo olvido”.
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