Revista

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Gaya

Una mirada al mundo

Montañas en el mar Lo que no conoces de los montes submarinos.

La mordedura que cura

Los científicos están desentrañando el potencial médico del veneno.

Marfil de culto

Miles de elefantes son abatidos cada año para fabricar con el marfil de sus colmillos objetos religiosos. ¿Es posible detener la carnicería?

Bosque lluvioso en venta

La demanda de petróleo está desangrando uno de los lugares más vírgenes del planeta.

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Editorial

Indice

El munfo es un conjunto que engloba los seres y las cosas. También podría definirse como el lugar en el que se desarrolla la vida humana y sus diversas actividades. La fe cristiana, al basarse en una vida después de la muerte, ha determinado que a veces se considere de forma errónea el mundo como el lugar del mal del que es necesario huir y contra el que debe combatirse. La verdadera interpretación cristiana es diferente. El mundo ha sido creado por Dios y no puede ser, por tanto, malo en sí mismo. Los seres humanos son los responsables del cuidado y transformación de ese lugar. La naturaleza o natura, en su sentido más amplio, es equivalente al mundo natural, universo físico, mundo material o universo material. Dentro de los diversos usos actuales de esta palabra, “naturaleza” puede hacer referencia al dominio general de diversos tipos de seres vivos, como plantas y animales, y en algunos casos a los procesos asociados con objetos inanimados - la forma en que existen los diversos tipos particulares de cosas y sus espontáneos cambios, así como el tiempo atmosférico, la geología de la Tierra y la materia y energía que poseen todos estos entes. A menudo se considera que significa “entorno natural”: animales salvajes, rocas, bosques, playas, y en general todas las cosas que no han sido alteradas sustancialmente por el ser humano, o que persisten a pesar de la intervención humana. Este concepto más tradicional de las cosas naturales implica una distinción entre lo natural y lo artificial (entendido esto último como algo hecho por una mente o una conciencia humana).

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Benemerita Universidad Autonoma de Puebla Materia: Edicion editorial digital Diseño editorial: Mariana Alaide Martinez Martinez

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MontaĂąas en el mar Por Gregory S. Stone, octubre de 2010

Cientos de miles de montes submarinos emergen del fondo oceĂĄnico de la Tierra. Hasta el momento apenas se ha explorado la biologĂ­a de unos trescientos.

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Pero no, es un vestigio volcánico, tal vez de varios millones de años de antigüedad. A los pocos minutos un ronroneo amortiguado delata que Klapfer ha invertido la propulsión y está maniobrando el sumergible para que quede suspendido a escasos centímetros del fondo, dentro de un antiguo cráter del volcán hoy extinguido que conforma Las Gemelas. Sus paredes se nos antojan la fachada de una catedral abisal. Es la última de nuestras cinco inmersiones con el DeepSee. Durante la estancia de una semana en Las Gemelas, hemos observado la fauna que habita en la cumbre de esta montaña submarina y los invertebrados pelágicos que ocupan la columna de agua circundante.

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ientras aguardamos en el interior hermético de nuestro sumergible, el DeepSee, la tripulación del Argo grita órdenes en la cubierta, como en una película sin sonido. Poco después somos lanzados del bote, a la deriva, un punto minúsculo en la inmensidad del Pacífico. El piloto Avi Klapfer inunda los tanques de lastre y nos hundimos en una vorágine de burbujas.

Es como caer en una copa de champán, y nos sentimos algo mareados. Un buzo atraviesa la cortina de burbujas para dar los últimos retoques a la carcasa de la cámara instalada en el exterior del sumergible. Junto a ella están el sistema hidráulico, los propulsores y cientos de piezas esenciales para nuestra seguridad.

Los científicos no suelen explorar las laderas de esas cadenas montañosas sumergidas, ni siquiera las cumbres más cercanas a la superficie: laberintos vivos de coral duro, esponjas y abaniWcos de mar rodeados de bancos de peces, entre ellos peces reloj centenarios.

Dentro de la esfera de 1,50 metros del DeepSee vamos tres personas: Klapfer, el fotógrafo Brian Skerry y yo, apretujados entre los sistemas de comunicación, válvulas de presión, mandos de pilotaje, tentempiés, cámaras, bolsas especiales para orinar…, todo cuanto necesitamos para alcanzar un monte submarino llamado Las Ge¬¬melas. Su conjunto de picos, rara vez vistos antes de cerca, se yergue sobre el fondo del Pacífico cerca de la isla de Cocos, 500 kilómetros al su¬¬doeste del costarricense cabo Blanco. La cumbre más alta del grupo mide unos 2.300 metros.

En 2011 la presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, concedió a Las Gemelas el estatus de Área Marina de Manejo de Montes Submarinos. El objetivo era «establecer parámetros claros en defensa del ciclo de vida en una de las zonas de mayor riqueza marina del mundo». Sin embargo, esa riqueza corre peligro en muchos lugares del planeta. Cada vez son más los arrastreros de profundidad que se valen de redes lastradas con cadenas para barrer las montañas submarinas y pescar los cardúmenes que se congregan en torno a ellas, una práctica que destruye corales longevos y de crecimiento lento, esponjas y otros invertebrados. Producida la alteración de estas comunidades marinas, su recuperación puede llevar siglos, e incluso milenios. Sabemos muy poco de estos oasis de vida en las profundidades. De todas las montañas submarinas de la Tierra, los biólogos marinos apenas han estudiado entre 300 y 400. Tal vez existan mapas más detallados de la superficie de Marte que de las zonas más remotas del suelo oceánico.

Los montes submarinos son montañas, generalmente de origen volcánico, que se elevan del fondo del océano pero no llegan a sobresalir del nivel del mar (en tal caso se convertirían en islas). Los científicos calculan que hay alrededor de 100.000 montañas submarinas de al menos un kilómetro de altura. Pero si se computasen las de menor altura, la cifra podría acercarse al millón. Sabemos muy poco de estos oasis de vida en las profundidades. De todas las montañas submarinas de la Tierra, los biólogos marinos apenas han estudiado entre 300 y 400. Tal vez existan mapas más detallados de la superficie de Marte que de las zonas más remotas del suelo oceánico.

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A unos 200 metros las cegadoras luces del sumergible revelan el fondo. Klapfer maniobra con destreza, pero la corriente es fuerte y es posible que no podamos quedarnos mucho rato. De pronto, justo donde se acaba la luz, algo se eleva del monótono lecho marino. Bromeamos con la idea de que quizás hayamos descubierto un barco hundido. G A Y A

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FOTOGRAFÍAS DE BRIAN SKERRY

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La mordedura que cura Por Jennifer S. Holland, febrero de 2013

Michael decidió darse un chapuzón. Estaba de vacaciones con su familia en Guerrero, México, y hacía un calor infernal. Cogió el bañador de la silla, se lo puso y se lanzó a la piscina. En lugar del alivio que proporciona el agua fresca, sintió un dolor ardiente y desgarrador en la parte posterior del muslo. Se arrancó el bañador y salió disparado de la piscina, desnudo, con la pierna ardiendo. Tras él, una criatura pequeña, fea y amarillenta braceaba en la superficie del agua. La atrapó en un contenedor de plástico, y el encargado de la casa lo trasladó urgentemente al dispensario de la Cruz Roja, cuyos facultativos identificaron al momento a su atacante: un escorpión de corteza de Arizona (Centruroides sculpturatus), una de las especies más venenosas de América del Norte. Su dolorosísima picadura suele desencadenar lo que se percibe como descargas eléctricas que sacuden todo el cuerpo. Puede ser mortal.

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or suerte para Michael este escorpión es común en la zona y el antídoto estaba a mano. Se lo inyectaron y en unas horas le dieron el alta. Al cabo de 30 horas el dolor había desaparecido. Lo que ocurrió a continuación fue toda una sorpresa. Michael llevaba ocho años sufriendo una espondilitis anquilosante, una enfermedad autoinmune y crónica de afectación ósea, una especie de artritis de la columna. Se ignora qué la causa. «Me dolía la espalda todas las mañanas, y en las épocas que tenía un brote fuerte el dolor era tan horrible que no podía ni caminar», dice. Pero días después de la picadura del escorpión, el dolor desapareció, y hoy, dos años después, vive prácticamente sin molestias y apenas toma medicación. Michael, médico de profesión, se cuida mucho de exagerar el papel que ha desempeñado el veneno en su recuperación. Sin embargo, asegura que «si regresase el dolor, dejaría que ese escorpión me picase otra vez».

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El veneno animal es una sustancia perfectamente diseñada para dejar a la víctima paralizada casi al instante. Ese líquido complejo y perfeccionado al máximo es un torbellino de proteínas y péptidos (cadenas cortas de aminoácidos similares a las proteínas) tóxicos cuyas dianas y efectos pueden ser diferentes, pero que actúan en sinergia para que el efecto sea el más contundente. Algunos van a por el sistema nervioso y paralizan el organismo al bloquear los mensajes entre los nervios y los músculos. Otros devoran las moléculas, provocando el colapso de células y tejidos. Hay venenos que matan al coagular la sangre y causar una parada cardíaca, mientras que otros inhiben la coagulación y desencadenan una hemorragia fatal. Todos los venenos animales son polifacéticos y multitarea. Una sola dosis, inyectada en la víctima por medio de estructuras corporales especializadas a través de un mordisco o de una picadura, puede inocular decenas e incluso centenares de toxinas, algunas con misiones redundantes (produciendo los mismos efectos) y otras, con un efecto exclusivo. G A Y A

En la carrera armamentística evolutiva entre depredador y presa, las armas y las defensas se mejoran constantemente. El resultado son fórmulas potentísimas. Imaginemos que intoxicamos al enemigo, luego lo apuñalamos y finalmente lo rematamos de un tiro en la sien: así actúa el veneno.

La mayoría de los fármacos actúan del mismo modo, encajando en unas cerraduras moleculares a las que controlan para poner coto a los efectos nocivos. Es un reto localizar la toxina que hace diana solo en un objetivo concreto, pero a partir de los venenos animales ya se ha conseguido obtener medicamentos de primera línea para afecciones coronarias y diabetes. En los próximos diez años podrían desarrollarse nuevos tratamientos para combatir enfermedades autoinmunes, tratar el cáncer y paliar el dolor. «No hablamos de unos cuantos medicamentos nuevos, sino de grupos farmacológicos enteros», dice el toxinólogo y herpetólogo Zoltan Takacs, Explorador Emergente de National Geographic Society. Hasta la fecha se ha investigado el valor medicinal de menos de mil toxinas, y en el mercado hay apenas una docena de fármacos importantes. «En los venenos animales podría haber más de 20 millones de toxinas esperando a ser analizadas –dice Takacs–. El horizonte es inconmensurable. Los venenos han inaugurado nuevas áreas de estudio en farmacología.» Las toxinas de los venenos también nos ayudan a entender cómo actúan las proteínas que controlan muchas de las funciones celulares cruciales del organismo. imaginaba.» «Nuestra motivación es hallar nuevos compuestos para aliviar el sufrimiento humano –me dijo Angel Yanagihara, de la Universidad de Hawai–, pero en el camino podemos descubrir cosas inesperadas.» Espoleada en parte por la sed de venganza tras sufrir una picadura de cubomedusa hace 15 años, Yanagihara descubrió un agente con potencial curativo en los mismos túbulos que contienen el veneno de la medusa.

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Más de 100.000 animales han evolucionado para producir veneno, además de desarrollar las glándulas necesarias para albergarlo en su organismo y los aparatos para expelerlo: serpientes, escorpiones, arañas, algunos lagartos, abejas, animales marinos como el pulpo, muchas especies de peces y las caracolas cono. El macho de ornitorrinco pico de pato, cuyos espolones contienen veneno, es uno de los pocos mamíferos venenosos. El veneno animal y sus componentes surgieron independientemente, una y otra vez, en distintos grupos zoológicos. La composición del veneno de una especie de serpiente varía de un lugar a otro y es distinta en los adultos que en las crías. Incluso la dieta puede modificar el veneno de un espécimen. Aunque la evolución lleva más de cien millones de años perfeccionando estos compuestos, la arquitectura molecular del veneno es muy anterior. La naturaleza recicla moléculas fundamentales del organismo (de la sangre, el cerebro, el sistema digestivo y demás) para ofrecer a los animales métodos de depredación y de protección. «Es lógico que la naturaleza se apropie de los andamiajes preexistentes –dice Takacs–. Para crear una toxina que cause estragos en el sistema nervioso, lo más eficaz es tomar del cerebro un modelo (una estructura química) que ya funcione en ese sistema, introducir algunos cambios mínimos, y voilà: ya tenemos una toxina.» No todos los venenos son letales, por supuesto; el de las abejas sirve para aturdir al enemigo y escapar, y el ornitorrinco macho se vale de él para imponerse a sus rivales en la época de celo. Pero su finalidad principal es matar, o al menos inmovilizar, el próximo bocado; es decir, a su presa. Los humanos somos a menudo víctimas accidentales.

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La Organización Mundial de la Salud calcula que unos cinco millones de mordeduras acaban con la vida de 100.000 personas cada año, aunque se cree que la cifra real podría ser mucho más alta. Las áreas rurales de los países en desarrollo, principal escenario de las inoculaciones, no figuran en las estadísticas, pues las víctimas quizá no tengan acceso a un tratamiento u opten por terapias tradicionales.

los síntomas», escribió el autor. Pero añadía: «La dosis curativa [está] muy próxima al límite de la dosis patogénica».

La ciencia de transformar los venenos en tratamientos nació en la década de 1960, cuando un médico clínico inglés llamado Hugh Alistair Reid sugirió que el veneno de la víbora de fosetas malaya podría tener aplicación en caso de trombosis venosa profunda. Había Las terapias basadas en venenos no son nuevas. Se descubierto que una de las toxinas de la serpiente, una mencionan, por ejemplo, en textos sánscritos del siglo proteína llamada ancrod, elimina una fibroproteína II, y en torno al año 67 a.C. Mitrídates VI, rey del Pon- de la sangre, impidiendo así la coagulación. Arvin, un to y enemigo de Roma que flirteaba con la toxicolo- anticoagulante derivado del veneno de la víbora, llegó gía, supuestamente fue salvado dos veces en el campo a los hospitales europeos en 1968. En la actualidad ha de batalla por hechiceros que aplicaron en sus heridas sido reemplazado por otros anticoagulantes a base de veneno de la víbora de Orsini. (El veneno cristalizado veneno de víbora. de estas culebras se exporta hoy como fármaco desde Azerbaiján.) El veneno de cobra, presente desde hace siglos en las medicinas tradicionales china e india, fue introducido en Occidente en la década de 1830 como analgésico homeopático. La Materia Medica de John Henry Clarke, publicada hacia 1900, atribuye al veneno la capacidad de aliviar muchas dolencias, incluidas las causadas por la propia ponzoña. «Deberíamos intentar siempre curar con la misma droga que produjo

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Bosque lluvioso en venta Por Scott Wallace

Todavía gotean las hojas después del aguacero nocturno cuando Andrés Link se echa al hombro la mochila y se interna en la fría y húmeda mañana. Acaba de amanecer y el bosque ya es una algarabía de cantos y parloteos: resuena el potente grito de un mono aullador, el tac tac tac de un pájaro carpintero, el chillido de los monos ardilla persiguiéndose de rama en rama. A lo lejos empieza a oírse un sonido extraño y ululante; se desvanece; vuelve a empezar. «¡Escuche! –dice Link, orientando el oído–. Titíes. ¿Los oye? Son dos, cantando a dúo.» No. de pagina 14

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sta celebración estridente pone la música de fondo al paseo cotidiano que lleva a Link a su puesto de trabajo a través del que quizá sea el lugar con mayor biodiversidad de la Tierra. Link, primatólogo de la Universidad Peruana Los Andes, está estudiando al mono araña común, y esta mañana se dirige a un lambedero (un depósito natural de sal donde acuden los animales a lamer), situado a media hora a pie, donde se reúne a menudo un grupo de estos monos. Ceibas y ficus de inmensas raíces que parecen contrafuertes se alzan cual columnas romanas hacia el dosel del bosque. Las ramas bifurcadas de estos gigantes están cubiertas de orquídeas y bromelias que sustentan comunidades enteras de insectos, anfibios, aves y mamíferos, y los troncos están ceñidos por el abrazo helicoidal de las higueras estranguladoras. Hay tanta vida que hasta en una pequeña charca dejada por la huella de un animal colean diminutos pececillos.

«Puedes pasarte aquí la vida entera, y cada día sorprenderte por algo nuevo», dice Link. En el bosque que rodea la EBT hay diez especies de primates y una variedad de aves, murciélagos y ranas que no conoce parangón en prácticamente toda América del Sur. La geografía de Yasuní es el germen de esta riqueza. El parque se ubica en la intersección de los Andes, el ecuador y la Amazonia, un punto en el que convergen riquísimas comunidades de plantas, anfibios, aves y mamífe¬ros. Los aguaceros son casi diarios durante todo el año y apenas hay diferencias entre las estaciones. El sol, el calor y la humedad son constantes. Esta parte de la Amazonia también es hogar de dos pueblos indígenas, los quechuas y los huaorani, asentados en poblaciones a la vera de caminos y ríos. El primer contacto pacífico entre los huaorani y los misioneros protestantes se produjo a finales de la década de 1950. Hoy la mayoría de las comunidades huaorani tienen relación comercial e incluso turística con el mundo exterior, al igual que los que fueran sus enemigos tribales, los quechuas. Pero dos grupos de huaorani han dado la espalda a esos contactos y han preferido buscar su sustento por las altitudes selváticas en la llamada Zona Intangible, estable¬cida para protegerlos. Por desgracia, esta zona, que se solapa con el sector sur de Yasuní, no incluye toda su área de distribución tradicional, y los guerreros nómadas han atacado a colonos y madereros tanto dentro como fuera de la zona de protección; el último ataque fue en 2009.

Descendemos por una ladera hasta internarnos en un bosque salpicado de palmas del género Socratea, conocidas como jiras zanconas, cuyas raíces aéreas de un metro de alto les permiten desplazarse ligeramente en busca de luz y nu¬¬trientes. Es una de las innumerables adaptaciones evolutivas que se despliegan por la Estación de Biodiversidad Tiputini (EBT), unas instalaciones gestionadas por la Universidad San Francisco de Quito que ocupan 650 hectáreas de selva prístina en la periferia del Parque Nacional Yasuní, un hábitat de unos 9.800 kilómetros cuadrados de bosque lluvioso en el este de Ecuador.

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El subsuelo de Yasuní alberga otro tesoro que amenaza el inestimable sistema ecológico de la superficie: cientos de millones de barriles de crudo amazónico sin explotar. Con el paso de los años se han ido otorgando concesiones petroleras en el mismo territorio que ocupa el parque, de modo que los intereses económicos han triunfado sobre la conservación en la lucha por el destino de Yasuní. Al menos cinco concesiones activas se solapan con la sección norte del parque, y para un país pobre como es Ecuador la presión para perforar ha sido casi irresistible. La mitad de lo que ingresa el país por exportaciones ya corresponde al petróleo, casi todo procedente de las provincias amazónicas orientales. En una propuesta presentada por primera vez en 2007, el presidente Rafael Correa ha ofrecido dejar intactos sine díe los 850 millones de barriles de crudo que se calcula alberga la esquina nororiental de Yasuní en la zona denominada Bloque ITT, en referencia a los tres campos pe¬¬trolíferos que contiene: Ishpingo, Tambococha y Tiputini. En contrapartida por preservar la fauna y la flora y frustrar la emisión a la atmósfera de unos 410 millones de toneladas de CO2 por la quema de combustibles fósiles, Correa ha pedido al mundo que dé un paso al frente en la lucha contra el calentamiento global. Persigue una compensación de 3.600 millones de dólares, más o menos la mitad de lo que se habría embolsado Ecuador en concepto de explotación de los recursos a precios de 2007. Ese dinero se invertiría, asegura Correa, en energías alternativas y proyectos de desarrollo de las comunidades. Calificada por sus valedores de hito histórico en el debate sobre el cambio climático, la llamada Iniciativa Yasuní-ITT es muy popular en Ecuador. Las encuestas nacionales revelan siste¬máticamente que cada vez es mayor la concepción de Yasuní como un tesoro ecológico que debe ser protegido. Pero la reacción internacional a la propuesta no ha sido muy entusiasta.

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A mediados de 2012 solamente se habían garantizado unos 200 millones de dólares. En respuesta Correa ha presentado una serie de coléricos ultimátums, dando pábulo a los detractores de la propuesta para calificarla de chantaje. Con la iniciativa en punto muerto y Correa advirtiendo de que se acaba el tiempo, la actividad petrolera continúa su avance por el este de Ecuador, incluso dentro de los límites de Yasuní. Cada día, otro pedacito de naturaleza sucumbe a los bulldozers. Tras media hora de caminata desde el laboratorio de la EBT, Andrés Link llega a la entrada de una cueva baja situada al fondo de un abrupto barranco. Es el lamedero de sal que buscaba, pero esta mañana no hay rastro de monos. «Tienen miedo de los depredadores –dice, mirando el cielo a través del dosel del bosque–. Cuando está nublado como hoy, no les gusta bajar.» Los monos pueden recelar de los jaguares o de las águilas harpía, pero Link está pensando en una amenaza más a largo plazo y potencialmente definitiva: el avance de la actividad petrolera. «Ya ve que hay un gran interés en localizar el crudo –dice– . Si temo es porque se necesita bien poco para que esto se ponga en marcha, y entonces…» Lo deja ahí, como si expresarlo en voz alta resultase demasiado doloroso.

De nuevo en el laboratorio de la EBT esa tarde, charlo con el director y uno de los fundadores de la estación, Kelly Swing, sobre los cambios que él observa a medida que se acerca la actividad petrolera. «Notamos la presión –me dice, perdiendo la mirada en la penumbra que se va adueñando del bosque–. Está tan cerca que empezamos a ponernos nerviosos.» Las instalaciones de producción más próximas están a solo 13 kilómetros al nordeste, en una concesión operada por la petrolera estatal, Petroamazonas. Los científicos dicen a Swing que a menudo oyen el zumbido de los generadores cuando están en el bosque y que cada vez es más frecuente que los animales que estudian huyan despavoridos por el vuelo bajo de los helicópteros. Seguramente el éxito o el fracaso de la Iniciativa Yasuní-ITT no tenga consecuencias directas sobre esta zona de bosque, dice Swing, pero teme que si el plan se frustra, será un duro golpe para los esfuerzos conservacionistas y el pistoletazo de salida para una marea de explotaciones petroleras que podría inundar la mitad sur de Yasuní, quizás incluso la Zona Intangible. «Las concesiones petroleras se han convertido en una suerte de pasaderas –dice–. Cada vez que se explota una, empieza a intensificarse la presión para que se desarrollen los bloques restantes situados al este y al sur.»

Las autoridades ecuatorianas insisten en que es posible hacer una extracción de crudo con responsabilidad, incluso en hábitats delicados. Aseguran que las prácticas actuales nada tienen que ver con los métodos altamente contaminantes que predominaban en los años setenta y ochenta, cuando el gigante petrolero estadounidense Texaco presuntamente dejó una serie de zonas contaminadas que han arrastrado a Chevron, la matriz de Texaco, a un pleito multimillonario con las comunidades indígenas. Pero la explotación tiene consecuencias mucho mayores para entornos tan biodiversos como Yasuní, dice Swing, empezando por los incontables millones de insectos, muchos de ellos sin duda desconocidos para la ciencia, que perecen cada noche abrasados por las ondulantes llamaradas de gas. En los bosques afectados por la explotación petrolera, el 90 % de las especies que viven alrededor de las parcelas perforadas pueden desa¬parecer, advierte. «¿Es esto admisible? Y, ¿para quién lo es?» Días después me embarco bajo la llovizna con un equipo de biólogos de la Wildlife Conservation Society (WCS) para bajar por el río Tiputi¬ni, rumbo al este. Las cortezas blanquecinas de los guarumos (del género Cecropia) dibujan los márgenes del serpenteante río, que marca parte del límite

En el río no hay la menor presencia humana. O eso parece, hasta que al salir de un meandro nos topamos con una barcaza a motor atracada en la orilla. El lugar bulle de obreros con casco y botas de agua, y se ve la tierra roja al descubierto, en carne viva, lacerada por excavadoras y bulldozers. Un tajo similar en la margen opuesta, ancho y de color rojo sangre, crea la impresión de que la carretera ha saltado el río por arte de magia, penetrando de motu proprio en el parque nacional. Elevo la cámara para tomar una imagen, y rápidamente dos soldados me gritan desde la barcaza en un inglés muy rudimentario que está prohibido hacer fotos. Cuando atravesamos el lodo y abordamos la barcaza, los hombres, vestidos con mono azul de trabajo y casco, nos reciben con un silencio hermético. Pero un hombre alto y corpulento me ofrece una mano fornida y una cálida bienvenida. «Soy uno de los malos», dice en inglés con una carcajada, antes de identificarse por su nombre. Robin Draper, de 56 años, parece tan sorprendido por nuestra repentina entrada en escena como nosotros por toda esta operación. «Llevamos aquí semanas y sois el primer bote que baja por este río», dice. Draper, oriundo de Sacramento, California, y veterano de los campos petrolíferos de la bahía de Prudhoe, en Alaska, es el dueño y operador de la barcaza, llamada Alicia, cuyos servicios contrata Petroamazonas. A salvo del escrutinio público, salta a la vista que la petrolera estatal está entrando a toda marcha en el Bloque 31. Hace unos años los ecologistas celebraron haber impedido que otra compañía, Petrobras, construyese esa misma carretera, pero en el ínterin la concesión ha revertido a Petroamazonas y ahora los 14,5 kilómetros que conectan el río Napo con el Tiputini son una realidad. Es más, los bulldozers ya han penetrado hasta el corazón de la selva al otro lado del Tiputini.

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Semejante maniobra es sinónimo de polémica, porque representa una nueva intrusión en el parque. Sus detractores también alegan que las reservas del Bloque 31, estimadas en 45 millones de barriles, no son suficientes para justificar una inversión ingente en la concesión. El verdadero objetivo de la entrada en el Bloque 31, afirman, sería construir la infraestructura necesaria para penetrar finalmente en el Bloque ITT colindante, lo cual deja en la cuerda floja tanto la credibi¬lidad de la iniciativa como a la fauna, a la flora y a los grupos indígenas aislados que transitan sus bosques de tierras altas. Informes recientes apuntan a la posible presencia en la zona de tales grupos, que el Gobierno está obligado a proteger. Aunque Draper no tiene opinión al respecto, asegura que la empresa hace todo lo posible por minimizar el impacto en la zona. «No van a construir un puente en el río. Aquí habrá una barcaza permanentemente», nos explica mientras tomamos un café en el puente de la Alicia. Luego describe un «proceso de construcción de carreteras totalmente novedoso» al otro lado del río, donde se está colocando un material sintético que podría enrollarse y retirarse. Pero él no lo ve claro. «La intención es buena, pero en mi opinión ni siquiera deberíamos estar aquí.» De nuevo en el río, pregunto a Galo Zapata, uno de los biólogos de la WCS que va a bordo, cómo afectará a la selva esta nueva vía. «Estoy seguro de que la empresa hará cuanto esté en su mano para controlar el acceso a la carretera –dice–, pero no van a impedir a los quechuas y a los huaorani que se asienten a lo largo de ella.»

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Hay precedentes, explica. Cuando en los años noventa las petroleras construyeron la carretera Maxus (en alusión a Maxus Energy Corporation, una empresa estadounidense de prospección petrolera) en Yasuní, se tomaron medidas para bloquear el acceso desde el exterior, pero los nativos que vivían en el parque trasladaron sus aldeas a las márgenes de la vía y empezaron a cazar para vender las presas en el mercado negro. «Con la cantidad de personas que van a instalarse aquí, habrá una demanda enorme de carne de selva. Será negativo para las aves y animales grandes. Será negativo para las personas. La historia se repetirá.» Conforme avanzamos río abajo, el paisaje va allanándose hasta convertirse en un vasto pantano jalonado de palmas de asaí. Nuestro GPS indica que hemos entrado en el Bloque ITT, el epicentro de la polémica. Varamos en una ribera baja, donde un cartel pintado a mano identifica la pequeña comunidad quechua de Yana Yaku.

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El líder de la comunidad, César Alvarado, sale de su casa de techo de paja y nos habla de cuando en su tierna infancia llegaron las petroleras. Los primeros hombres se presentaron en unos helicópteros que antes de aterrizar sobrevolaron los altos moriches que orlaban la aldea. Luego llegaron barcazas con viviendas prefabricadas para los obreros y tractores que arrasaron el bosque y trasladaron las torres de perforación. «Había una ciudad entera de obreros», recuerda, abarcando con la mano la maraña de vegetación. Alvarado, que ahora tiene 49 años, nos conduce por un sendero embarrado que deja atrás las bastas cabañas de Yana Yaku. Quiere mostrar¬nos lo que vinieron a hacer todos aquellos obreros hace tanto tiempo, y el monumento solitario que dejaron tras de sí. Al entrar en un claro um¬¬brío nos recibe una estampa asombrosa. Parece una especie de escultura, un crucifijo abstracto montado con tuberías, válvulas y codos. Con unos 4,50 metros de alto, ha perdido el brillo y está cubierto de musgo, como un tesoro arqueológico perdido. Pero no olvidado: es el eje central en torno al que gira toda la cuestión de la Iniciativa Yasuní-ITT, un pozo exploratorio hoy cegado del campo petrolífero de Tiputini. En este y otros pozos de exploración se basan las autoridades para calcular que el Bloque ITT contiene más del 20 % de las reservas de petróleo de Ecuador, unos 850 millones de barriles. Es difícil imaginar un símbolo más obvio de la potencial riqueza petrolera ecuatoriana. ¿Y si vuelven los obreros?, pregunto. ¿Le parece bien a Alvarado que extraigan el petróleo de debajo de la aldea? «Nosotros queremos sanidad y educación para la comunidad –dice–. Mientras protejan el medio ambiente, los apoyaremos.» Para la mayoría de los huaorani, en cambio, esa perspectiva no es ni mucho menos tan tentadora. Una mañana nublada y bochornosa me monto en una camioneta en la ciudad de Coca en compañía de guías nativos para dirigirme al sur por la llamada carretera Auca. Construida por Texaco en la década de 1970 para trasladar las torres de perforación a los campos petrolíferos y tender oleoductos desde ellas, la carretera partió en dos el que había sido territorio huaorani. Por si esa injuria fuese poco, la empresa bautizó la vía con el nombre de Auca, con el que se refieren a los huaorani sus enemigos, y que significa «salvaje». Nos dirigimos al puente del río Shiripuno, la puerta de entrada a la Zona Intangible, donde al menos dos grupos huaorani, los taromenane y los tagaeri, viven en un aislamiento voluntario del resto del mundo. B o s q u e

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Marfil de culto Por Bryan Christy, octubre de 2012

En enero de 2012 un centenar de hombres a caballo entraron, desde Chad, en el Parque Nacional Bouba Ndjidah de Camerún y mataron a cientos de elefantes en una de las peores matanzas cometidas desde la prohibición mundial del tráfico de marfil en 1989. Armados con fusiles AK-47 y lanzagranadas, los aniquilaron con precisión militar. La carnicería recuerda la perpetrada en 2006 cerca del Parque Nacional Zakouma. Visto a ras del suelo, cada cadáver es un monumento a la codicia humana. La caza furtiva de elefantes está en su punto máximo de la última década, y las incautaciones de marfil ilegal, en su nivel más alto en años. Vistos desde el aire, los cadáveres componen la escena de un crimen sin sentido: se puede ver a los que huyeron, a las madres que protegieron a sus crías, y el terror de 50 ejemplares que cayeron juntos, las últimas víctimas de las decenas de miles de elefantes abatidos cada año en África. Desde más lejos, desde la perspectiva que da la historia, la escena de muerte no es nueva. No. de pagina 22

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La conexión filipina En una iglesia abarrotada, monseñor Cristóbal García, uno de los coleccionistas de marfil más conocidos de Filipinas, dirige un extraño ritual en honor de la imagen religiosa más importante del país, el Santo Niño de Cebú. La ceremonia, que el sacerdote celebra todos los años en Cebú, se llama Hubo, palabra que en lengua cebuana significa «desvestir». Varios monaguillos desnudan una pequeña figura de madera del Niño Jesús vestido de rey, réplica de otra que, según se cuenta, Fernando de Magallanes llevó a la isla en 1521. Los niños le quitan la pequeña corona, el manto rojo y las botas minúsculas, y le retiran una a una las prendas de vestir superpuestas en capas. Después, mientras los monaguillos cubren pudorosamente la imagen desnuda con una toalla blanca, el sacerdote la sumerge sucesivamente en varios toneles de agua, produciendo así suficiente agua bendita para el resto del año, tanto para uso de su iglesia como para venderla.

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García es un hombre rollizo, de mirada estrábica y rodillas artríticas. A mediados de los años ochenta, según información publicada en 2005 por el Dallas Morning News y el proceso judicial correspondiente, cuando era sacerdote de la iglesia de Santo Domingo en Los Ángeles, García abusó sexualmente de un monaguillo de poco más de 13 años y fue destituido. De vuelta en Filipinas fue ascendido a prelado y puesto al frente de la Comisión Archidiocesana de Culto de Cebú, lo que lo convirtió en jefe de protocolo de la mayor archidiócesis católica del país, una comunidad de casi cuatro millones de personas en un país donde hay 75 millones de católicos, la tercera comunidad que tiene esta iglesia en el mundo. García es conocido fuera de Cebú. El papa Juan Pablo II bendijo al Santo Niño durante la visita del prelado a su residencia de verano en Castel Gandolfo, en 1990. García es tan famoso que para encontrar su iglesia solo tengo que bajar la ventanilla del coche y preguntar «¿Monseñor Cris?», y enseguida me indican el camino a su complejo amurallado.

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Me abro paso entre la multitud durante la misa de monseñor García, y en lugar de recibir la co¬¬munión de pie como la mayoría, me arrodillo. «El cuerpo de Cristo», dice el padre. «Amén», respondo yo, y abro la boca. Me presento después de la misa y le digo que soy de National Geographic. Concertamos una cita para hablar del Santo Niño. La antesala de su despacho es un minimuseo dominado por grandes imágenes religiosas con cabezas y manos de marfil, guardadas en vitrinas. Hay una Madre del Buen Pastor de tamaño casi natural junto a un Jesucristo, ambos de marfil. Cerca del escritorio veo un Cristo crucificado de marfil macizo. En Filipinas las imágenes religiosas de marfil son de dos clases: tallas de marfil macizo, o bien estatuas, a veces de tamaño natural, con la cabeza y las manos de marfil y el resto del cuerpo de madera, ataviado con lujosas vestiduras. García es el miembro más destacado de un grupo de pro¬minentes coleccionistas de imágenes del Santo Niño que exponen sus piezas durante las fiestas patronales de Cebú en algunos de los mejores hoteles y centros comerciales de la ciudad. Le digo que quiero comprar una imagen de marfil del Santo Niño dormido. «Así», le aclaro, llevándome un dedo a la boca. Él imita mi postura. «Dormido», dice con gesto aprobador.

Cada mes de enero dos millones de fieles concurren en Cebú para caminar en la procesión del Santo Niño. La mayoría lleva réplicas en miniatura de plástico o de madera de la imagen. Muchos creen que cuanto más inviertan en su devoción, más bendiciones recibirán. Para algunos, una réplica de plástico o de madera no es suficiente: el material ideal es el marfil de elefante.

«El que no es devoto del Santo Niño no es un auténtico filipino –dice el padre Vicente Lina, Jr. (conocido como «padre Jay»), director del Museo Diocesano de Malolos–. Todos los filipinos tienen su imagen del Santo Niño, aunque vivan debajo de un puente.»

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El objetivo de mi reunión con García es conocer los entresijos del comercio del marfil en su país y, a ser posible, averiguar quién estaba detrás de las 4,9 toneladas de marfil ilegal confiscadas por la policía aduanera de Manila en 2009, de las 7 toneladas incautadas en 2005 y de las 5,5 toneladas que iban camino de Filipinas y fueron de¬¬comisadas en Taiwan en 2006. Calculando un promedio de 10 kilos de marfil por ejemplar, las remesas confiscadas representan 1.745 elefantes. Según la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES), la organización del tratado que establece las políticas internacionales sobre tráfico de especies naturales, Filipinas no es más que una etapa en el tránsito del marfil hacia China. Pero los recursos de la CITES son limitados. Hasta el año pasado la organización tenía un solo agente para controlar el tráfico de más de 30.000 especies animales y vegetales. Su evaluación de la situación en Filipinas no coincide con las declaraciones que José Yuchongco, jefe de la policía aduanera de ese país, hizo a un periódico de Manila tras ser confiscado el alijo de 2009: «Filipinas es uno de los principales des¬tinos del contrabando de colmillos de elefante, quizá porque aquí los católicos aprecian las imágenes de santos hechas con este material». En Cebú, la relación entre marfil e Iglesia es tan estrecha que la palabra cebuana para designar marfil, garing, también significa «imagen religiosa».

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Clandestinidad católico-musulmana «Marfil, marfil, marfil –anuncia la vendedora de la Galería Savelli en la plaza de San Pedro, en el Vaticano–. No esperaba encontrar tanto, ¿verdad? Lo veo en su cara.» El Vaticano ha demostrado en los últimos tiempos su compromiso con la lucha contra los delitos transnacionales al suscribir diversos convenios sobre tráfico de drogas, terrorismo y crimen organizado. Pero no ha firmado el convenio CITES y, por lo tanto, no está sujeto a la prohibición del comercio de marfil. La vendedora me informa de que si compro un crucifijo de marfil, la tienda me lo hará bendecir por un sacerdote del Vaticano y me lo enviará a mi domicilio. Aunque el mundo ha encontrado sucedáneos para todos los usos prácticos del marfil (bolas de billar, teclas de piano, mangos de cepillo), su uso religioso ha quedado congelado en el tiempo, y su función como símbolo político persiste. El año pasado el presidente de Líbano, Michel Sleiman, regaló al papa Benedicto XVI un incensario de oro y marfil. En 2007 la presidenta de Filipinas, Gloria Macapagal Arroyo, regaló al pontífice una imagen de marfil del Santo Niño. Todos esos regalos fueron portada en todo el mundo. Incluso el presidente de Kenya, Daniel arap Moi, inspirador de la prohibición mundial del tráfico de marfil, le regaló una vez a Juan Pablo II un colmillo de elefante. Moi protagonizaría más tarde un gesto de la mayor importan¬cia simbólica al

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ordenar la quema de 12 toneladas de marfil keniano, tal vez el acto más emblemático de la historia del conservacionismo. El padre Jay es el comisario de la exposición anual del Santo Niño de su archidiócesis, una muestra que da a conocer lo mejor de las colecciones de sus fieles y ocupa todo un edificio de dos plantas en las afueras de Manila. Las más de 200 piezas están rodeadas de tantas flores frescas e inmersas en tan solemne música religiosa que me parece estar en un funeral mientras miro los cuerpecitos pálidos vestidos como reyes diminutos. Los Santos Niños de marfil lucen coronas chapadas en oro, joyas y collares de cristales de Swarovski. Tienen ojos de cristal importado de Alemania y pintado a mano. Cada una de sus pestañas es un pelo de cabra. El hilo de sus capas es de oro auténtico, importado de la India. Muchas de las refinadas piezas que se exponen pertenecen a familias muy modestas. Algunos devotos abren cuentas bancarias a nombre de sus imágenes de marfil y las recuerdan en sus testamentos. «No me parece un derroche –asegura el padre Jay–, sino una ofrenda al Señor.» El sacerdote contempla las imágenes, algunas de ellas adornadas conlagang, flores de madreperla talladas en conchas de nautilos. «Para los devotos del Santo Niño –añade–, ningún exceso es suficiente. Si Dios creyera que todo esto es una estupidez, ya le habría puesto fin.»

M a r f i l o

El padre Jay me señala un Santo Niño con una paloma en la mano. «La mayoría de las piezas antiguas de marfil son herencia familiar –dice–. Las nuevas vienen de África. Entran por la puerta trasera.» En otras palabras, son de contrabando. «Es como enderezar lo que estaba torcido: se compra marfil de origen turbio y se transforma en un objeto espiritual, ¿entiende? –dice con una risita. Pero enseguida baja la voz y añade–, porque es como comprar un artículo robado.» La gente debería comprar piezas nuevas, dice, para evitar a los estafadores que manchan el marfil con té o con CocaCola para que parezca antiguo. «Animo a la gente a que compre piezas nuevas, así la historia de la imagen empezará con ellos.» Cuando le pregunto cómo llega el marfil nuevo a Filipinas, me dice que lo llevan de contrabando los musulmanes de la isla de Mindanao. Después, para indicarme que todo funciona con sobornos, me pone dos dedos sobre el bolsillo de la camisa. «A los guardacostas, por ejemplo. Hay que pagar y pagar a mucha gente hasta que el marfil entra en el país.» Es parte de los sacrificios que hay que hacer por el Santo Niño: pasar de contrabando marfil de elefante como acto de devoción.

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