Fe ciega Diana Gutiérrez
A Leonardo le dispararon un balazo en la cabeza. Víctor cayó al desagüe por una coladera abierta y no sabía nadar. A Miguel Ángel lo atropelló un auto mientras cruzaba la calle junto con su amigo, quien murió debido al golpe. Mario se quedó atrapado en el espacio entre el Metrobús y la plataforma de la estación. A Guillermo le picaron un ojo con la punta de una sombrilla en el metro. Justo pasó a toda velocidad por encima de un burro que descansaba en la banqueta y el animal ni siquiera se inmutó. Todos ellos están vivos y forman parte, según el INEGI, con datos de 2010, del 0.94 por ciento de la población total en México, es decir, 1 292 201 individuos. Este grupo de personas, casi una centésima parte de los mexicanos, desarrolló, en una centuria, su propio abecedario y un lenguaje oral alternativo al español, llamado Carolín, que se basa en el cambio de las vocales y las consonantes unas por otras —«i» por «o», «a» por «e», «f» por «t», «m» por «p»—, mientras algunas permanecen igual como la «n», «y», «r» y «u». Un argot que tuvo sus orígenes, cuenta la leyenda, en Carolia, un pueblo de El Salvador, para establecer comunicación entre sus habitantes sin que nadie más pudiera comprenderlos. En México, hubo dos personajes famosos entre ellos, Lucio Limas, que cantaba en carolín y otro al que le decían El Cuino, declamador en el mismo idioma. Un dialecto casi en extinción porque pocos lo practican y en la actualidad se emplea, sobre todo por los más viejos, combinándolo con el español porque ni ellos mismos lo recuerdan bien, para decir groserías y alburear. «Mufi» significa puto, «soaji», ciego. Es un código secreto. Fincan sus relaciones interpersonales en la confianza. No se vale mentir ni buscar problemas. Valoran sobremanera la amistad. Aunque a partir de los medios económicos de subsistencia se dividen en dos grupos: los que no están dispuestos a pagar por nada, porque creen merecerlo todo gratis, y esos que gastan hasta cinco mil pesos en una noche, invitan la ronda de tragos a sus amigos y dejan un propina jugosa al mesero. Cuando salen a divertirse, procuran regresar a casa cuando aún hay luz, si se hace tarde afuera y oscurece se hospedan mejor en un hotel.
«Aquí a cada rato abren y cierran antros, un día son unos y luego otros. La otra vez fuimos a uno al que íbamos siempre y pedimos unas cervezas. A la segunda, cuando pusimos atención, ¡cuál!, ¡nos habíamos metido en un antro de esos darks. Un cuate alcanzó a ver a todos vestidos de negro. Mejor nos salimos», cuenta uno de ellos, entre risas. Leonardo, Miguel Ángel, Víctor, Justo, Mario y Guillermo se reúnen de lunes a sábado en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Su centro de operaciones. Trabajan en Donceles 43, entre Allende y República de Chile, adentro de una casa con balcones de herrería, donde alguna vez hubo dos mueblerías, un taller de reparación y barniz y, en años recientes, el Instituto Nacional de las Personas Adultas (INAPAM), del cual sólo queda ya un letrero sobre el pizarrón de la entrada con la dirección de su nuevo domicilio en la colonia Roma. Otro rótulo de letras negras en la puerta anuncia el servicio que ellos ofrecen ahora en el lugar: «Atención a toda clase de luxaciones, torceduras, esguinces, desgarres, desviaciones de columna vertebral, dolores de cintura, lumbalgias, ciáticas». Ocupan la planta baja del edificio colonial, al fondo de una estancia que se inunda en temporada de lluvias. Una gotera permanente en el techo separa la recepción de la sala de espera compuesta por ocho sillas de metal y vinipiel beige. Las paredes, alguna vez blancas, han cambiado al color de la nata con humedad, y tienen un remate rosado a los pies, antes rosa mexicano, el tono institucional de la administración política pasada. Hay letreros en los muros, uno de guardar silencio, otro de pedir informes y uno más de toque el timbre si quiere masaje. Enmarcan el pasillo que conduce hacia las cabinas, los retratos de los doctores Ángel Vallarino Montes de Oca y Alfonso Herrera, sus mentores. Tienen una organización rigurosa que vigilan cada tres meses en una junta donde ponen al tanto a sus compañeros del número de pacientes pendientes, sus roles y guardias. Lo único que tienen para comprobar todo lo que se dicen es su palabra. Por eso, a diferencia de cualquier spa en silencio, ahí siempre se escuchan voces en el pasillo. Es común que, mientras alivian mediante el tacto a sus pacientes recostados adentro y sus compañeros afuera hablan y hablan, se detengan un momento, suelten las manos e inclinen ligeramente el cuello hacia un lado para atender con el oído aquello que alguno informa. «Nos asignamos los pacientes de primera vez según nuestros apellidos por orden alfabético. Si al que le toca atender está ocupado, se lo apuntamos como pendiente, y el siguiente en el
orden lo recibe, pero no tiene permitido dar al paciente su nombre. Tratamos de ser justos», explica Leonardo. Cuando algún paciente pregunta por un masajista y éste no se encuentra o está ocupado con otra persona, ninguno de sus compañeros tiene el derecho de ofrecer sus propios servicios, sólo puede informar al solicitante que el masajista de su preferencia no está disponible. En caso de romper esa regla, recibirán una amonestación monetaria. Otra de las razones por las cuales podrían ser multados sería llegar tarde o faltar a una junta de planeación. El dinero que recolectan se suma a la cuota de 600 pesos que aportan cada mes, con lo cual pagan los gastos operativos del centro de masajes, salvo la renta porque el inmueble es un préstamo del DIF. Hubo un tiempo en el que se anunciaron en el aviso oportuno de los periódicos, pero los ponían al lado de los clasificados de servicios sexuales que se hacen pasar por masajes, y eso les restaba prestigio, así que dejaron de hacerlo. Su fama se sostiene en un hecho inédito, ocurrido hace unos años: un hombre entró en silla de ruedas y salió, caminando. II Ahora estaba a punto de ocurrirles algo más. Ese miércoles de julio, los seis compañeros realizaron, como cualquier otro día, sus actividades cotidianas en el Centro de Masajistas “Dr. Alfonso Herrera”, donde el de mayor antigüedad tiene treinta años y el de menor tiempo, uno de laborar ahí. Leonardo fue el más ocupado: recibió una docena de pacientes consecutivamente, la mayoría con problemas en la espalda y ciática. A lo largo de la mañana, sus clientes se aglomeraron en la estancia, preguntando por él, como si hubieran respondido a una promoción de descuento o algo así. Fueron tantos que no tuvo oportunidad de recibir a los que asistían por primera vez, identificados, entre sus compañeros, como los 01, y que, por reglamento, le tocan a diario masajear tanto a él como a cada uno de ellos. La recomendación en estos casos es atender en los días posteriores a todos los pacientes que se puedan, con el objetivo de no alcanzar los cincuenta pendientes, pues si los acumulan la cuenta empieza desde cero. Para entonces, Leonardo sumaba treinta y cuatro pacientes de primera vez. Cuando por fin terminó esa tarde, se sentía tan contento que le invitó, con el dinero que acababa de ganar, una torta a María Antonieta, la secretaria, con la condición de que ella fuera a comprarlas a La Vasconia, a
unas cuadras de ahí. Él pidió una de pollo; ella, una de milanesa. Comieron juntos, sentados en el vestíbulo, tras el escritorio café de melanina imitación madera. «¿Te fuiste a bailar a Chalma, verdad? », le dijo la recepcionista, aludiendo al montón de gente que había ido a verlo en esa ocasión. «Al Pico de Oro, dirás», respondió él, refiriéndose al bar de variedad ubicado en la Calzada de Tlalpan, cerca del metro Portales. Leonardo Guayuca es débil visual, aun con lentes sólo distingue claridades, siluetas, grandes volúmenes, o apenas colores. Tiene 58 años y perdió la visión a los 30, tras recibir un disparo en la sien, cuya bala entró y salió por el cráneo. El ladrón se llevó ochenta pesos que había en su cartera. Con su nueva condición, se quedó sin amigos porque, de un día para otro, ya no hacía lo que ellos, como jugar billar. El médico le preguntó si tenía esposa, y el respondió que no. «Qué bueno», dijo, «si no, con esto, te hubiera dejado». Ha escuchado eso de que Dios pone pruebas y ante eso responde que a él lo quiere reprobar. Tomó clases de terapia física en la UNAM con un profesor por cuyas manos han pasado entrenadores del futbol mexicano y con otro maestro que le permitía usar la grabadora para registrar las clases con la condición de que Leonardo las impartiera a los demás alumnos todos los viernes. En una ocasión lo defendió de otra académica que le dijo que no tenía derecho de estar ahí porque era ciego. El profesor retó a su par: «Tráeme a tu mejor alumno de tercer semestre y les hacemos un examen de anatomía, al tuyo y al mío, y vemos quién está mejor preparado para esto». Esa mañana, Víctor, quien también tiene a sus clientes incondicionales del turno matutino, recibió en el cubículo a su amigo Arnulfo, al que da masaje contra el estrés cada cierto tiempo. Entre percusión, roce y amasamiento —tres de las siete maniobras básicas de la técnica masajista, junto con tachadura, compresión, fricción y vibración—, transcurrió la sesión, platicando acerca de los nuevos fallecidos por muerte natural entre sus conocidos, como Amador Covarrubias y Félix Santacruz, y del beneplácito de seguir vivos ellos. Víctor unta sobre la piel de los pacientes una crema especial, cuya fórmula le legó su maestro Federico Castro, compuesta de sábila, salicilato de metilo, menta piperita, lavanda y trementina, y la irradia con luz infrarroja de un foco medicinal, liberando las propiedades relajantes, desinflamantes y analgésicas de la sustancia sobre el cuerpo.
Su ceguera fue progresiva hasta los 24 años, cuando perdió la vista para siempre. Durante el día podía ver, pero en la noche sus ojos ya no le alcanzaban para hacer nada. «Era como los pollos», dice Víctor Bernal. Entonces una tarde, cuando se suponía que podía desempeñar su oficio sin problemas, boleaba los zapatos de alguien y los estropeó, porque eran de dos colores que él ya no distinguía. El cliente le reclamó. «No se preocupe, yo le voy a desmanchar sus zapatos y no le voy a cobrar el servicio. Discúlpeme, es que no veo bien», le explicó Víctor Bernal, quien padece retinitis pigmentaria, y ahora sólo percibe dos manchas azules en su horizonte. No conoció las estrellas ni las hormigas. El médico le recomendó no tener hijos porque su enfermedad podía heredarse. Durante buena parte de su juventud se abstuvo de tener relaciones sexuales con Prisca, su primera esposa. Hasta que le diagnosticaron a ella, también invidente, hipoplasia uterina o matriz infantil, que disminuía las posibilidades de concebir, y comenzaron su vida sexual sin preocupaciones. Pero entonces ella quedó embarazada inesperadamente. Si su primogénito era ciego, y éste se los reclamaba, ellos no lo maltratarían. Ambos se lo propusieron. Durante nueve meses, Víctor le compró sin falta a Prisca medio litro de jugo de zanahoria. Su hija es normovisual, sí ve. Minutos antes del suceso, Miguel salió silbando del centro de masajes hacia Pantitlán, donde vive con su esposa y sus dos hijos. Su turno había terminado. No le gusta el olor de los perros, así que un lazarillo para guiarse nunca fue una opción para él, además no tiene espacio en su casa. Maneja el bastón con pericia. Al cruzar la puerta hacia la calle, su oído se aguzó, pues aunque ha memorizado la ruta, tanto ruido en el primer cuadrante de la ciudad, a veces, lo desorienta. Es el más joven de todos, tiene 37 años. Antes de integrarse al grupo, era comerciante de música compilada por él mismo en discos compactos y el gusto por escucharla a la menor provocación se le quedó. Todos los días, ése no fue la excepción, sonorizó el lugar con los acordes para mariachi de la composición tradicional mexicana, “El son de la negra”, de Blas Galindo, después el “Cielito lindo” y luego el “Jarabe tapatío”, provenientes de su recién adquirida computadora portátil, de la cual emergían también, cuando tenía consulta, otras canciones de su selección musical, como los éxitos de José José. Es el único que usa la música en sus terapias.
Originario de Tixtla Guerrero, Miguel Ángel García cree que su ceguera inició a partir de un golpe en la cabeza, al caer de una barda alta, donde se quedó tirado un rato en el piso sin perder el conocimiento. Al paso de los días, vio como si todo a su alrededor se derritiera. No les dijo a sus padres porque lo iban a regañar. Tenía 9 años y se pasó otros tantos de su vida sin hacer prácticamente nada, encerrado en casa, hasta que un primo se lo llevó a Acapulco, donde cursó la primaria y la secundaria. El diagnóstico fue glaucoma. Usa prótesis en ambos ojos y lentes negros con fines estéticos, porque sus cavidades oculares producen secreciones la mayor parte del tiempo y uno de los ojos postizos se mueve constantemente de su lugar. Aunque en una buena semana en el centro puede llegar a ganar hasta 3500 pesos —el costo de los masajes varía entre 130 y 250 pesos—, conserva la esperanza de tener algún día su propia sala de masoterapia. «Por lo que sé, que me han dicho, éste es un edificio algo viejo, al que le falta mantenimiento. Luego la gente llega a desconfiar». Guillermo ya no daba masajes ahí entre semana, como cuando empezó hace catorce años, porque ahora acudía como administrativo de lunes a viernes a una oficina en la Secretaría del Trabajo. Pero aquel miércoles fue distinto; tuvo cita con el doctor y pidió permiso para ausentarse ese día de la institución. Al término de la consulta, sin nada más qué hacer el resto de la tarde y con ganas de pasarla bien, se dirigió a Donceles, como solía referirse al centro de masaje donde laboraba únicamente los sábados. Atrás habían quedado los días en que caminaba por ahí, acompañado de Melody, su perro guía, un labrador negro que se jubiló de servicio a los ocho años, pero se quedó a su lado hasta los quince como mascota de compañía. En su opinión, el Centro Histórico, a diferencia de otras colonias en la CDMX, es un lugar cómodo para los invidentes, desde la instauración, en 1870, de la Escuela Nacional para Ciegos “Lic. Ignacio Trigueros” en Mixcalco 6 —donde todos ellos estudiaron la única carrera técnica que se ofrece: Masoterapia—, cuando poco a poco se adaptó el espacio público con el fin de que los ciegos tuvieran autonomía al desplazarse, recabar información y hacer uso de los diferentes servicios. Por eso hay tantos invidentes en esta zona de la ciudad. Se tituló como psicólogo social en la UAM Iztapalapa y ejerce el activismo de la discapacidad contra los eufemismos y los enfoques lastimeros hacia su condición. Cada tanto se reúne con diferentes colectivos y discuten la incidencia en la agenda de la administración pública. Hasta ahora han logrado algunos cambios como que los billetes tengan una variación
de 7 milímetros de longitud entre una y otra denominación consecutiva, además cada uno presenta una marca con relieve según su valor. El Banco de México diseñó una tablilla de plástico para identificarlos por tamaño y la ayuda de caracteres Braille. En las elecciones de 2018, un diputado ciego, Hugo Ruiz Lustre, de MORENA, fue elegido para representarlos por primera vez a nivel federal, en el Congreso. Guillermo Frías es el encargado de las redes sociales, Facebook y Twitter, del centro de masajes, que actualiza cada cierto tiempo mediante un dispositivo parlante de su teléfono. Casi todos los celulares y computadoras hoy en día cuentan con un asistente inteligente de voz incorporado. Cada sistema operativo tiene el suyo, él usa Cortana, pero también existen Siri, Bixby y Alexa. Estas aplicaciones describen imágenes y reconocen rostros. Mario, masajista del turno vespertino, llegó acompañado esa tarde de Lidia, su novia, quien suele ir a dejarlo y, a veces, a recogerlo al final de la jornada. Lucían contentos; en el camino habían planeado su asistencia a la Feria de la Torta en la Venustiano Carranza. «Caminamos, platicamos, le describo cosas, apreciamos los pequeños detalles», cuenta ella. Se conocieron cuando Lidia, que sí ve, trabajaba ahí como secretaria. Su novatada fue contarle a otro de los masajistas de qué trataba un libro en Braille, él se lo entregó después de que ella respondió afirmativamente a su pregunta de si le gustaba leer. En esa época Lidia no sabía nada acerca de los ciegos, ahora puede indicarle a su novio con un solo movimiento de brazos cuando un lugar es estrecho y debe ponerse detrás suyo para pasar. Mario ve humo de colores flotando a su alrededor. Separa su ropa en el armario por tonos para poder ubicarla mejor y hacer una elección más acertada cada día. Todo ocurrió el miércoles 11 de julio alrededor de las cuatro de la tarde. La única que lo vio entrar fue María Antonieta. El señor Justo, sentado al lado de ella en el recibidor, en espera de un nuevo paciente para iniciar sus labores, escuchó los pasos de aquel visitante atravesar el umbral de la puerta. El masajista más veterano del centro, Justo Pérez, perdió la vista a los cinco años, ahora tiene 77. De niño le gustaba tanto correr que chocaba contra los muros y los postes con frecuencia. Pero nadie le preguntaba qué le pasaba, con sus padres nunca hubo buena comunicación. Pese a su discapacidad, aprendió a tocar la mandolina y con esa habilidad
calzó a toda su familia; la madre lo llevaba afuera de las tienditas en Puebla, él tocaba unas canciones y se ganaba un dinero. Otro lugar al que lo llevaron fue con el Niño Fidencio; no lo curó. Padece glaucoma congénito y le cuesta trabajo distinguir los olores, como consecuencia de un pelea juvenil con otro compañero ciego. En la escuela había un solo teléfono para todos los internos. La mayoría hacía llamadas cortas, pero este muchacho se tardaba demasiado en el auricular. Cuando algo así ocurría era común que los de atrás silbaran o gritaran y Justo eso mismo hizo. El joven concluyó su llamada pero se quedó atrás de él para cortarle la suya apenas diera tono. El masajista terminó en el piso y con un golpe en la nariz. Su contrincante era cinta negra. Sólo conoce los colores primarios y los secundarios. Dos de sus mayores aficiones, en la actualidad, es tomar un baño diariamente, incluso en días festivos, y trabajar. Es jubilado en terapia física del Gobierno, obtuvo su plaza, por concurso, sólo hasta la tercera vez que aplicó para tenerla. Durante un tiempo, vendió en su casa vino, brandy, tequila y ron Potosí. De boca en boca se hizo su fama. Es viudo y tiene tres hijos, que se turnan para acompañarlo los fines de semana, porque no le gusta quedarse solo en casa, se pone nervioso. III El hombre frente a ellos vestía uniforme de bombero y tenía un ojo malo. Preguntó por los masajes, su hijo había volado por los aires con el estallido de un polvorín en un taller de pirotecnia en Tultepec, y se lastimó la columna. María Antonieta recordó lo que le había contado su hermana, quien vive en ese municipio, sobre el siniestro ocurrido unos días antes: «Pusieron una corona y un moño negro a la entrada del pueblo. Hubo muchos muertos, más de los que dijeron en las noticias». Él mismo resultó lastimado en el ojo, como podía notarse. Justo escuchó con aflicción lo que decía aquel hombre y se ofreció para recibir personalmente al muchachito lesionado. Siempre ha sido así, con tal de curar las dolencias de sus pacientes, es capaz de atenderlos diario y ofrecerles descuentos para que no falten a ninguna sesión. El bombero les extendió un folleto con un FELICIDADES en letras grandes y negras. Lo mandaba, a través de ellos, el candidato a la presidencia, Andrés Manuel López Obrador, con la indicación de que lo entregaran a las madres solteras, los ancianos y los discapacitados
Comentado [U1]: Libro de 2017 con evento 2018.
para que, ellos a su vez, lo canjearan por algunos beneficios. El más interesante: una dotación económica de cuatro mil pesos al mes durante seis años. María Antonieta tomó el papel y lo vio. Desde que su hijo enfermó, tras los golpes que recibió en la cabeza por parte de los compañeros de escuela con los que compartía departamento, María Antonieta ha tenido que cuidarlo en casa, administrándole una pastilla diaria escondida entre los alimentos porque a él no le gusta tomársela. La caja contiene catorce y cuesta dos mil pesos. Ella trabaja tiempo completo en el centro de masajes, desde hace mes y medio. Ya había sido recepcionista cinco años atrás, pero se tuvo que ir a los ocho meses porque no aceptó las proposiciones de uno de los trabajadores, quien insistía en invitarla a comer, luego a su casa y también a la playa. Como se negó todas las veces, el hombre inició una campaña en su contra entre los demás compañeros que, al final, derivó en su despido. Si Justo y ella querían obtener la ayuda, iban a tener que seguir dos sencillos pasos: apuntar su nombre completo y sus datos de ubicación en un cuaderno que el hombre cargaba consigo y donar a la causa de los bomberos lo que fuera su voluntad. A cambio, él les entregaría el folleto, como comprobante, para que el domingo siguiente, en cuatro días, lo cambiaran por el apoyo económico prometido. María Antonieta pensó en su hijo. —Tengo un hijo enfermo. Sólo traigo esto, joven, lo demás es para mis pasajes —le ofreció una moneda de diez. —De una vez todo, jefa. Al fin que el domingo se le regresa y hasta más —respondió el bombero, con una sonrisa rara que parecía sobrepuesta en su rostro. Mario se presentó en el recibidor ante ellos con los brazos ligeramente estirados al frente, se quedó ahí unos minutos y después se regresó por el mismo camino donde había venido. Nada de lo que había escuchado le interesó. Mientras todo eso ocurría afuera, adentro en su cabina, Guillermo platicaba con una periodista interesada en escribir una crónica sobre ellos. —Deme uno a mí, también, por favor, —dijo Justo, y le ofreció al bombero un billete de 500 pesos. Al ver esto, María Antonieta se animó a darle también el resto de su dinero, 300 pesos. Después de todo sabía lo que era la necesidad.
En tres décadas, nunca había ocurrido algo así en el centro de masajes. Fue un evento inesperado para todos. Dicen que los rateros tienen su propia oración, para que nadie se dé cuenta de cuando ha sido despojado de sus pertenencias.