E S T R E L L A S D E C I N E E N L I B E R TA D
Una noche, hará unos diez años, muy tarde, yo estaba sentada en la gran barra cuadrangular del Jumble Shop cuando Jean Gabin entró y se sentó en una mesa de la esquina. Hará unos seis años, estaba tomando el té en Rosemarie de París —el que está cerca de la calle Cincuenta y cuatro— y descubrí que Marlene Dietrich estaba sentada en la mesa contigua a la mía. Vi a Judy Holliday paseando por la planta principal de Lord & Taylor una tarde, tal vez haga cinco años, y en aquella época o quizás algo antes aquel mismo año, estaba yo de pie en un ascensor que se había parado en la cuarta planta de Lord & Taylor y entró Paulette Godard, con un vestido amarillo. Debía de ser verano, por el vestido amarillo. Judy Holliday llevaba ropa abrigada. Creo que la vi hacia las Navidades de aquel año. De hecho, estoy segura de que era Navidad, porque nunca voy por la planta principal de ningunos almacenes salvo en Navidad, cuando busco la clase de regalo que le hago a gente que usa bolsitas aromáticas, zapatillas Pullman, carteras con aire femenino y cosas así. Me gusta ver estrellas de cine cuando ando por la ciudad. Me gusta reconocerlas y saber quiénes son y tener la conciencia de que allí donde esté ellas me vuelven invisible, un rostro en la multitud, otro par de ojos que miran. Nunca doy empujones para acercarme a las estrellas de cine, ni les pido autógrafos, ni intento cortarles un bucle, pero sí las miro. Siento que reconociéndolas me he ganado el derecho a mirarlas fijamente, y también creo que no les importa. Es distinto si uno no es una estrella de cine. Una vez me confundieron con una estrella de cine. Luego, cuando el error se aclaró, me miraron fijamente por no ser una estrella de cine. Yo tenía unos catorce años. Estaba sentada en la sala del fondo del Minetta Tavern, había acabado de comer y estaba esperando el café. De pronto, una niña muy pequeña se apretó contra mí y 402
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puso un cuaderno de autógrafos abierto en la mesa, frente a mí. Yo la miré y ella me miró. No sonreímos. Entonces se acercó una mujer, supongo que su madre. —Oh, señorita Astor —dijo la mujer—, ¿no le firmará un autógrafo a Rosalie? La hemos estado mirando desde que hemos entrado. Yo ya le había dicho que aquí vería estrellas de cine. —Pero yo no soy la señorita Astor —dije yo. —¿No es usted la señorita Astor? —preguntó la mujer. —No, claro que no —dije yo. —Pues se parece muchísimo —dijo la mujer. —Lo siento de verdad —le dije a la niña—. No puedo firmar en tu libro. La niña alargó la mano y la puso sobre el cuaderno. —Bueno —dijo la mujer—, qué decepción. ¿No puede escribir su nombre, de todas formas? —Y luego añadió—: Venga, escriba «Mary Astor». Escriba algo. Ella no se dará cuenta de la diferencia. —No —respondí—, eso no. La mujer agarró a la niña y el libro de autógrafos, furiosa, y se volvieron a su mesa. Yo no las miré alejarse. Me sentía avergonzada. Al cabo de un rato, miré hacia su mesa. La niña parecía abatida y llena de reproche. Me estaba observando y su cuaderno de autógrafos colgaba de sus manos. La mujer me estaba mirando fijamente. Me pareció que tenía una expresión desdeñosa. Me sentí aún más avergonzada. Al entrar en el Minetta Tavern coincidiendo conmigo me habían convertido en una impostora. Todo era culpa mía. Yo era cualquiera, pero no había podido ser alguien en concreto. Me fui del restaurante a toda prisa, sin tomar café. Ahora estoy llegando al punto clave de la historia. Desde que volví a la ciudad tras una larga estancia en el campo, he vivido en distintos hoteles de distintos barrios, buscando el lugar donde me gustaría de verdad instalarme. Hace poco, dejé el pequeño hotel del Village donde vivía y me trasladé a un hotel de la calle Ochenta y seis este, justo frente a Central Park. Una noche —un lunes—, iba hacia el hotel a las nueve cuando advertí cierta 403
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conmoción y muchas luces brillantes, focos, en la esquina de la calle Ochenta y seis y la Quinta Avenida, justo enfrente. Le pregunté al portero qué ocurría. —Están rodando una película —me dijo. Entré en el hotel y le pregunté a la chica del ascensor sobre la película que estaban rodando. —Es Butterfield 818 —me dijo—. Con Elizabeth Taylor. Y Laurence Harvey. Aquella noche caía una lluvia que no presagiaba nada bueno, y hacía frío. Yo me puse un gran sombrero de fieltro y una gabardina, bajé, salí y me quedé cerca de la esquina, contemplando la escena desde la acera de enfrente. Habían acordonado y vallado el lugar de los focos y las cámaras, estaba muy bien protegido por un batallón de policías y otras autoridades, ocupadas en facilitar el desvío del tráfico y abrirles camino, animando a los motoristas a seguir adelante e incluso persuadiendo a los conductores de autobús de la Quinta Avenida, que mostraban una agradable docilidad. Yo me quedé mirando para ver qué ocurría. Unas pocas personas observaban el lugar cerca de mí, y todos los que paseaban a sus perros se detenían a mirar un momento. Hacía demasiado frío y viento para quedarse mucho rato. Al otro lado de la calle, un diminuto coche rojo brillante estaba aparcado junto al bordillo de la esquina de la Quinta Avenida donde hay un edificio de viviendas. El coche arrancó de pronto marcha atrás, dio la vuelta a la esquina y recorrió una franja de la calle Ochenta y seis, deteniéndose justo enfrente de la entrada de mi hotel. Elizabeth Taylor iba al volante, y Laurence Harvey, sentado junto a ella. Durante la pausa antes de que ella volviera a arrancar el automóvil, Elizabeth Taylor miró el retrovisor y se ahuecó ociosamente su oscuro pelo, que llevaba alborotado, con la mano izquierda. Laurence Harvey miró más de cerca el retrovisor y con las dos manos se arregló el pelo con un peine. A una señal que yo no advertí, la
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En España, Butterfield 8 se tituló La mujer marcada. (N. de la T.) 404
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señorita Taylor arrancó el coche, avanzó y volvió la esquina y se detuvo donde estaba originalmente, justo frente a la marquesina del edificio de viviendas. El señor Harvey salió inmediatamente del coche. Llevaba abrigo. Se tambaleó. Un portero de uniforme corrió hacia él para sujetarle. Y así sucesivamente. Repitieron esa escena varias veces —muchas— retrocediendo con el coche, deteniéndose y adelantando de nuevo. Era una noche realmente fría. La gente seguía viniendo a mirar y luego se marchaba. En un momento dado, llegó un policía y puso una barrera frente a mí. Yo miré a mi alrededor. Era la única persona tras la barrera. Ahora tengo un sueño. En mi sueño, son cerca de las dos de la madrugada y hace un frío horrible. Yo estoy de pie en la esquina de la calle Ochenta y seis y la Quinta Avenida y enfrente, está Greta Garbo de pie, rodeada de focos y enormes cámaras. Lleva un enorme sombrero de piel que no oculta su espléndido rostro. Donde yo estoy es oscuro. Al otro lado de la Quinta Avenida, los árboles, la hierba y los caminos de Central Park han desaparecido en la noche. No hay tráfico de ninguna clase. Llega un policía y pone una barrera frente a mí. Yo miro alrededor. Estoy sola. Yo soy toda la multitud que hay. Soy la multitud. Miro a Greta Garbo y rujo como si fuese una multitud. Me invade el entusiasmo y aúllo. En cuestión de minutos, soy una turba. Empujo para tener mejor vista de la señorita Garbo y luego me proyecto descontroladamente como una ola hacia delante. La barrera cae con estrépito. Llegan policías y forman un cordón para contenerme. Dos policías cogen la barrera e intentan levantarla mientras los demás policías clavan los talones al suelo y casi se sientan en la acera en su determinación de mantenerme dentro de los límites. Empiezo a animar. Estoy casi completamente descontrolada. Parece que me estoy convirtiendo en un disturbio, pero llegan refuerzos de policía y me calmo. Pronto estoy de nuevo tras la barrera. Los policías desaparecen. Yo continúo mirando a Greta Garbo. De pronto, aparece Jean Gabin entre las sombras. Lleva el uniforme de un oficial del ejército francés en la guerra de 1914. El señor Gabin dice: 405
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—Llevo mirándola hace rato. ¿Nos hemos visto en algún sitio antes? Estoy seguro de que la conozco. —No, no lo creo —respondo yo. —Usted me parece muy familiar —dice él—, estoy seguro de que la he visto antes. —No creo que nos hayamos visto —digo yo—. Pero puedo decirle una cosa. No soy Mary Astor. Ni siquiera me parezco a ella. —Claro que usted no es Mary Astor —dice el señor Gabin—. No se parecen en nada. ¿Cómo iba a serlo? Usted es invisible. Cualquiera puede darse cuenta. Y desaparece en la brumosa dirección de Central Park. Yo me quedo tras la barrera, contemplando a Greta Garbo. Y aquí acaba mi sueño, pero de hecho, esta es una ciudad maravillosa. Siempre me da algo en qué pensar. Ahora estoy pensando en la avenida Madison. El mejor trayecto de autobús de la ciudad está allí, pero esta noche creo que andaré por Madison hacia casa. Nunca he sido invisible en la avenida Madison, pero quizá después del paseo que daré esta tarde, entre las seis y diez y las siete menos veinticinco, tendré una historia distinta que contar. Tal vez será Alee Guinness el que no me vea. 3 de diciembre de 1960
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