6 En la noche del 15 de diciembre de 1980, en el campo del centro de Australia, soñé lo siguiente: Ulay se va a la guerra, que comienza en ese momento. Yo lloro en el hombro de mi abuela diciendo «¿Por qué, por qué?». Me siento desesperada porque ya sé que es imposible cambiar algo y que todo esto debía suceder. Intentan matarme lanzándome granadas. Pero ninguna de las granadas estalla. Las levanto del suelo y las lanzo de vuelta. Más tarde me dicen que he vencido. Me muestran la cama en la que debo dormir. La cama es pequeña, militar, con sábanas azules. Desde mediados de los años setenta hasta el final de la década, el arte de performance se popularizó. Se montaban muchas performances y muchas eran malas; parecía que todos las estaban haciendo y que había muy pocas buenas piezas. Llegó a tal punto que casi me avergonzaba contarle a la gente lo que hacía, pues había mucho arte de performance muy malo. Alguien escupía en el suelo y lo llamaba performance. Al mismo tiempo, los creadores del medio ya no eran jóvenes, y el trabajo era muy duro físicamente. El mercado, en especial los
comerciantes, presionaban cada vez más a los artistas para que hicieran algo que se pudiera vender, pues, al fin y al cabo, la performance no produce nada vendible. Así que, conforme los setenta se transformaban en los ochenta, parecía que todos los artistas de performance malos se convertían en pintores malos. Incluso artistas importantes como Chris Burden y Vito Acconci comenzaron a crear piezas y arquitectura, respectivamente. Todo esto ocurría mientras Ulay y yo buscábamos una solución, nuevas formas de hacer performances. No tenía ninguna gana de volver a pintar, él no deseaba retomar la fotografía. Así que dijimos: «Vayamos a la naturaleza. ¿Por qué no nos vamos al desierto?». Siempre bromeábamos con que tanto Moisés, como Mahoma, Jesús o Buda habían entrado al desierto como donnadies y habían regresado siendo alguien, así que algo debía de tener el desierto… En 1979 nos invitaron a Australia para la Bienal de Sídney. Se trataba de un evento importante, la primera vez que los australianos verían a los nuevos artistas europeos. Invitaron a muchos artistas y nos pidieron que hiciéramos la performance de apertura: un gran honor. Aceptamos, pero les dijimos a los organizadores que tendríamos que llegar antes y entender el ambiente, pues nunca habíamos estado en esa parte del mundo. Deseábamos que una idea llegara espontánea y orgánicamente: no queríamos solo acudir con algo preparado que al final no encajara. También tenía otro motivo para aceptar la invitación. A los catorce, en Belgrado, descubrí a un hombre increíble, un antropólogo alocado y maravilloso llamado Tibor Sekelj. En aquel entonces rondaba los cuarenta años, había estado en todos los lugares del mundo y había hecho de todo. Aprendía un idioma nuevo cada cuatro años. Y anualmente realizaba los viajes más exóticos: por el Amazonas en
Brasil o el río Sepik en Nueva Guinea, o a una docena más de lugares. En sus viajes se encontraba con tribus casi extintas, caníbales, o cazarrecompensas, y luego, a finales de cada año, iba a una universidad y daba charlas sobre sus expediciones. Yo estaba siempre en la primera fila, a los catorce, quince, dieciséis y diecisiete. Devoraba cada palabra. Mi sueño era ir algún día yo también a esos lugares y tener una experiencia como esas. Una vez me contó una historia que nunca olvidaré. En algún lugar de Micronesia, había dos grupos circulares de islas, un círculo pequeño dentro de uno más grande. Sekelj contó una historia sobre un anillo y un brazalete. Dijo que los nativos en una de las islas del círculo más pequeño tenían un ritual: en un día particular del año, todos los aldeanos tomaban canoas y se dirigían a la isla de al lado para llevar un anillo especial. Pero, cuando llegaban, todos los que ya estaban allí se encerraban en sus chozas y fingían que no estaban en casa. Así que los portadores del anillo gritaban y bailaban para que la gente saliera de sus chozas. Cuando finalmente salían, quienes traían el anillo les contaban una historia sobre lo difícil que había sido llegar desde su isla hasta esta otra. Había habido una tormenta; una ballena se había comido el anillo y tuvieron que luchar contra la ballena para recuperarlo. Toda una hazaña. Finalmente, entregaban el anillo y regresaban a su isla. Al año siguiente, los nativos que habían recibido el anillo lo llevaban de vuelta a la otra isla y llevaban a cabo el mismo ritual, con la diferencia de que este nuevo grupo de porteadores del anillo añadían su historia a la del grupo que les había dado el anillo el año anterior. Así que año tras año, el anillo viajaba por el pequeño círculo de islas. ¡Y lo increíble era que ese proceso ocurría en la dirección opuesta en el círculo exterior con un brazalete! Ocurría en el sentido de las manecillas del reloj con el anillo en
un círculo de las islas, y en sentido contrario de las manecillas del reloj con el brazalete en el otro círculo. Y todas las historias se acumulaban. Para mí era como una película sin fin. Así que, cuando pensaba visitar Australia, lo que me atraía más que nada era ir al outback1, al Gran Desierto de Victoria en el centro del continente, y encontrarme con aborígenes australianos, como lo hubiera hecho mi ídolo, Sekelj. Seguro que tendrían historias sorprendentes. Ulay y yo comenzamos a leer todo lo que pudimos encontrar sobre los aborígenes, y, cuanto más leíamos, más comprendíamos lo alucinante que era aquella cultura. Aprendimos que cada característica del paisaje era sagrada para los Anangu, como se llamaban a sí mismos. (Al igual que con los nativos americanos, el término que los aborígenes usan para sí simplemente quería decir «personas» o «seres humanos».) Aprendimos sobre el Tiempo del Sueño, el concepto aborigen de la Creación, el cual existe en el pasado, el presente y el futuro al mismo tiempo. Leímos que los creadores viajaban por caminos que cruzaban la tierra llamados songlines o «vías del canto». Las letras de cada canción describían los puntos de referencia (las rocas sagradas, los árboles, los pozos y las montañas) que marcan la ruta. Y los creadores, leímos, existían a través del espacio y el tiempo: los aborígenes estaban en contacto con ellos tanto en sueños como en la vida consciente. Estaba ansiosa por ver esa tierra con mis propios ojos. Los organizadores de la Bienal estuvieron de acuerdo con nuestro plan de que se nos ocurriera una performance después de llegar. Diez días después de aterrizar en Australia, nos llegó una idea muy sencilla y hermosa. Después de todo, habíamos viajado al otro lado del mundo, donde las estaciones se invertían y la luz era diferente, por lo que deseábamos realizar algo con la luz y la sombra. El resultado fue una obra
llamada El borde. En ella, Ulay caminaba lentamente de un lado a otro sobre un muro alto del jardín de esculturas de la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur. Del otro lado del muro había una autopista altamente transitada. Mientras él andaba, con el peligro real de caerse, yo caminaba por el borde de la sombra del muro en el jardín de abajo, en un peligro metafórico. Mientras tanto, la sombra se arrastraba muy lentamente por el jardín; hasta que, precisamente tras cuatro horas y quince minutos, cuando ya no había luz solar en el espacio, la performance terminaba.
Ulay/Marina Abramović, El borde (performance, 4 horas, 15 minutos), Bienal de Sídney, 1979.
Tras presentar la pieza, contábamos con diez días libres antes de tener que regresar a casa. Estábamos ansiosos ante la idea de pasar ese tiempo en el outback. Al contarle a Nick Waterlow, el director de la Bienal, sobre
nuestra intención, nos dijo que tenía un amigo llamado Phillip Toyne, que vivía en Alice Springs, en el corazón del desierto, y conocía muy bien el territorio. Nick nos contó que Tony era un abogado activista por los derechos de la tierra aborigen; estaba decidido a regresar a las tribus las tierras sagradas que los colonos australianos les habían quitado. Nick nos entregó una carta de presentación para Phillip. —Es un personaje un poco áspero —dijo Nick—, pero si le dais esta carta, quizá os muestre el outback. Entonces era más fácil volar de Sídney a París o a Londres que volar a Alice Springs. Compramos el billete más barato posible, nos presentamos a la hora indicada y nos fuimos. Por aquel entonces solo había tres calles en Alice Springs y no había muchos peatones. Comenzamos a preguntarles a todos los que veíamos: «¿Dónde está Phillip Tony?», y finalmente un tipo nos dirigió a una especie de motel medio destruido al final de un camino de tierra. Esa era la sede de los Derechos de la Tierra de los Aborígenes. Entramos y encontramos a un hombre sucio sin afeitar que le gritaba a alguien por un teléfono de campaña. Finalmente colgó y nos miró a Ulay y a mí, de arriba abajo, y dijo: —¿Y quién demonios se supone que son ustedes? —Somos amigos de Nick Waterlow —le contestamos—. Nos dio esta carta para entregársela. Leyó la carta y comenzó a gritarnos. —Hijos de puta, ¿acaso están locos? —gritó—. ¡Salgan de mi oficina ahora mismo! ¿Por qué me envía a estos idiotas? ¡No son más que turistas chupasangre iguales que el resto! ¡Quieren tomarles fotos a los aborígenes, luego regresar a su dulce hogar y contar que los vieron! ¡No quiero tener
nada que ver con ustedes! ¡Salgan de aquí, váyanse al diablo! —Se levantó amenazante; nos fuimos de su oficina. Así que estábamos estancados. Habíamos comprado unos billetes tan sumamente baratos a Alice Springs que no podíamos regresar antes. Nos encontrábamos atrapados durante diez días en aquel pueblo de tres calles; no podíamos ir a ningún otro lugar cercano sin un permiso. Y aunque sí pudiéramos, no teníamos ni idea de adónde ir o cómo llegar. Solo había tres lugares para comer en el pueblo y, fuéramos donde fuéramos, nos topábamos con Phillip. Después de unos días comenzó a hablarnos. Dijo: —De acuerdo, ¿qué es lo que quieren? Le dijimos, como pudimos, quiénes éramos y a lo que nos dedicábamos. No somos turistas, le aclaramos; somos artistas. Habíamos estado en sitios remotos y teníamos el mayor respeto por las poblaciones indígenas. Nos fascinaba el outback y sus tribus; solo queríamos conocerlas y dejar que lo que aprendiéramos llegara a nuestra obra. Sacudió la cabeza casi con empatía. —Lo siento, amigo —dijo—. No será en esta ocasión. Los derechos de las tierras aborígenes son un asunto muy sensible. A toda clase de grupos les preocupa que a las tribus se las explote, especialmente los extranjeros. Pero si de verdad desean hacer algo por ellos, podrían regresar con una propuesta seria. Veremos la próxima vez. Así que durante diez días pasamos el rato en Alice Springs, y al volar a casa escribimos una propuesta para el Consejo Australiano de Artes Visuales. Dijimos que deseábamos vivir en el outback entre los aborígenes un período de seis meses. Queríamos aprender quiénes eran y cómo vivían, y dejar que lo que aprendiéramos colmara nuestro arte de algo novedoso. Después pasaríamos los siguientes seis meses viajando por Australia,
montando las piezas que se hubieran inspirado en nuestras experiencias y dando charlas sobre nuestra etapa en el desierto. A los miembros del Consejo les había encantado El borde. Dijeron que sí a nuestra propuesta y nos otorgaron una beca generosa para el siguiente año. En octubre de 1980, vendimos la furgoneta, llevamos a Alba a casa de nuestra amiga Christine König en Ámsterdam para que se hiciera cargo de ella y volamos a Australia. En Sídney compramos un todoterreno usado y nos hicimos con todo el equipo que pensamos que necesitaríamos los siguientes seis meses en el desierto. Hicimos un largo viaje en carretera hasta Alice Springs (más de 1.500 kilómetros; tardamos casi dos semanas) y ahí estábamos de nuevo, con Phillip Toyne, quien dijo: —¿Qué, tan pronto de regreso? Necesitábamos que alguien nos guiara y nos presentara a las tribus. Él conocía el territorio y a las tribus. Sabíamos que estaba escribiendo un libro sobre los derechos de las tierras aborígenes para presentarlo al gobierno australiano, así que le preguntamos qué podíamos hacer por él. —¿Qué saben hacer? —preguntó. Ulay alguna vez fue ingeniero, así que sabía cómo hacer mapas y fotografías de la región. Todas las noches regresábamos a Alice Springs y comíamos en uno de los tres restaurantes con Phillip y su amigo Dan Vachon, un antropólogo canadiense. Nos hospedamos en el motel en ruinas que servía como sede de Toyne. Era un lugar algo inusual. En la habitación con frecuencia aparecían serpientes y arañas gigantes. No había aire acondicionado y hacía un calor infernal. Cuando es otoño en el hemisferio norte es primavera bajo el ecuador, por lo que el centro de Australia
comenzaba a calentarse. Las temperaturas diurnas se acercaban a los 45º C, cerca de los 115 grados Fahrenheit. Algunos días los pasábamos conduciendo por la cerca a prueba de dingos, la barrera de 5.600 km de largo que protege a las ovejas del sureste del país de los perros salvajes del interior. No podíamos creer que una cerca fuera tan larga o que pudiera ser tan efectiva para alejar a los depredadores. Nos recordó, tanto a Ulay como a mí, a otro ejemplo al norte, más largo y mucho más antiguo: la Gran Muralla China.
En el Gran Desierto de Victoria, 1980.
Con la guía de Philip, Ulay hizo un mapa de todos los árboles, rocas, pozos y montañas que les eran sagradas a las tribus cercanas. Habíamos leído sobre aquellos temas, pero allí, en el desierto, bajo el calor sofocante y el
amplio vacío, todo lo que habíamos escuchado y visto se llenó de un significado mayor. Para los aborígenes, todo en la tierra y en el cielo contiene un espíritu. Me hizo pensar en las presencias del plakar, el armario hondo y oscuro en nuestro apartamento de Belgrado con quienes hablaba de pequeña. Conocer a los aborígenes pronto me brindaría la prueba de que no estaba sola al pensar de esta manera, que este mundo supuestamente invisible existía de verdad. Pronto me enteraría de que los aborígenes vivían de manera permanente en este mundo. Phillip finalmente quedó satisfecho y decidió que no éramos turistas. Seguramente pensó que estábamos locos, seguramente no entendía lo que hacíamos, pero creo que lo respetaba. Y entonces, ya que habíamos terminado de ayudarle, Phillip nos dio permiso para dirigirnos a las estaciones del sur, el territorio que era inaccesible para viajeros ordinarios. Él nos llevaría y nos presentaría a los miembros de las tribus Pitjantjatjara y Pintupi. Después de eso, nos quedaríamos solos. Antes de emprender el viaje, tras muchos meses sin comunicación, le escribí una carta a Danica: Hoy es nuestro último día en la civilización y volveré a escribirte a final de año. En cualquier caso vivo una vida muy saludable, mucho mejor que en la ciudad. La naturaleza aquí es increíblemente hermosa. Comemos conejos, canguros, patos, hormigas y lombrices que viven en los huecos de los árboles. Es pura proteína y es muy saludable. En mis pies llevo unas botas de tela que son muy buenas para protegerme de las serpientes y las arañas. Este año celebraremos nuestro cumpleaños frente a una fogata en el desierto. Cumpliré treinta y cuatro años y Ulay cumplirá treinta y siete. Nunca me había sentido tan joven como ahora. Viajar rejuvenece a las personas porque no te queda tiempo para envejecer […] La temperatura de momento es de 40-45 grados Celsius. Estamos pasando mucho calor. Dormimos bajo el cielo lleno de estrellas. Nos sentimos como si fuéramos las primeras personas en el planeta.
No solo fue el calor lo que nos impactó. Nada te prepara para el polvo ubicuo, el olor sobrecogedor y las implacables moscas pululantes del outback, y nada prepara a los occidentales (incluso a los occidentales acostumbrados a experiencias extremas) para conocer a los primeros habitantes de Australia. Los aborígenes no solo son la raza más antigua de Australia, son la raza más antigua del mundo. Debe tratárseles como tesoros vivientes. Aunque no lo son. No hay (al principio) comunicación con ellos. Los aborígenes tribales no te hablan, pues no se comunican de la manera que acostumbramos. Tardé tres meses en descubrir que de hecho me hablaban, en mi cabeza, mediante telepatía. Ahí fue cuando todo comenzaría a esclarecerse. Pero debes esforzarte e intentarlo durante tres meses; la mayoría de los australianos no lo hace. Prefieren ir a París o a Londres que al desierto. Y luego está el olor. Los Pitjantjatjara y los Pintupi no se lavan con agua, para empezar, porque no hay mucha agua en el desierto, pero también porque no quieren molestar a la Serpiente de Arcoíris, la todopoderosa diosa creadora que vive cerca de los pozos de agua. En cambio, utilizan las cenizas de sus fogatas para lavarse, pero eso no les quita el olor. Para un occidental, este aroma es insoportable: olerlo es como tomar una cebolla cruda y frotártela en los ojos.
Ulay bebiendo agua después de llover, en el desierto en el centro de Australia, 1980.
Y, sin embargo, hay muchas cosas de los aborígenes que resultan fascinantes. Primero, son una cultura nómada, muy antigua y conectada con la tierra. La tierra está llena de historias: siempre viajan por ese
paisaje místico. Un aborigen te diría: «Este es un hombre serpiente, justo aquí pelea con una mujer de agua». Y lo único que ves son rocas, quizá un arbusto que parece un pez extraño. Ves ese paisaje, escuchas esa historia, no es que haya sucedido en el pasado, no es algo en el futuro. Está sucediendo ahora. Siempre es ahora. Nunca ha «sucedido». Está sucediendo. Este fue un concepto revolucionario para mí; todas mis ideas sobre existir en el presente provienen de ahí. La ceremonia era su forma de vida. No es que simplemente lleven a cabo sus rituales en cierto momento del año. Son constantes. Se ven aborígenes vestidos con plumas y con pintura en la cara y que caminan por el desierto, en mitad de la nada, con el polvo volando por todos lados y un calor insoportable, y si preguntas: «¿A dónde vas?», ellos responden en inglés chapurreado: «Ah, tenemos unos asuntos», que se refiere a una ceremonia. «Pero ¿dónde es ese asunto?», preguntas y te muestran una roca y un árbol a la distancia. «Ahí está la oficina», dicen. Lo que más me fascinó fue que no tienen absolutamente ninguna posesión. Esto se conecta con el hecho de que no creen en el mañana. Para ellos solo existe el hoy. Por ejemplo, es muy raro encontrar un canguro en el desierto, y cuando lo encuentran, obtienen comida, que para ellos es un asunto importante, pero, después de matar y cocinar al canguro, nunca se lo terminan: siempre queda mucha carne. Entonces, como siempre se mudan de un lugar a otro, cuando despiertan a la mañana siguiente, dejan la carne. Sencillamente dejan todo. El día siguiente es el día siguiente.
Frederika, mi canguro rescatado, y yo, Gran Desierto de Victoria, Australia, 1981.
Ulay y yo nos separamos porque, entre los aborígenes, los hombres se quedan con los hombres y las mujeres con las mujeres. Solo hacen el amor en noches de luna llena, luego vuelven a separarse. Esto crea una completa armonía. ¡No tienen oportunidad de fastidiarse el uno al otro! Cuando las mujeres dan a luz, cualquier mujer que tenga leche puede ser la madre de cualquier niño. Los niños corren por doquier, jugando al futbol, luego se
detienen unos minutos, chupan de un pecho y luego corren y juegan un poco más. Mi labor principal con las mujeres era verlas presentar sus sueños. Cada mañana nos dirigíamos a algún campo y en orden jerárquico, empezando por la más anciana hasta la más joven, usaban un palo para dibujar en la tierra lo que habían soñado la noche anterior. Cada mujer nos asignaba papeles para representar el sueño como ellas lo interpretaban. Todas soñaban; todas debían mostrarlo. ¡Representábamos los sueños todo el día! A veces no lograban terminar todos los sueños, así que a la mañana siguiente había que mostrar los sueños pendientes del día anterior junto con los nuevos… Era mucho trabajo. Mi recuerdo más fuerte del desierto es de inmovilidad. La temperatura resultaba insoportable. A medida que la primavera se convertía en verano, el calor ascendía a los 50 grados Celsius o más (más de 130 grados Fahrenheit). Parecía un muro ardiente. Si simplemente te parabas y caminabas unos pasos, parecía como si tu corazón te martillara el pecho. No podías hacerlo. Había muy pocos árboles; había muy poca sombra de cualquier tipo. Así que literalmente debías permanecer inmóvil durante largos períodos. Eras funcional antes del amanecer y después del atardecer. Nada más. Para permanecer inmóvil por el día se debe ralentizar todo: la respiración, incluso los latidos del corazón. También quiero mencionar que los aborígenes son el único pueblo que conozco que no ingiere drogas de ningún tipo. Para ellos, incluso el té sería demasiado fuerte como estimulante. Es por eso por lo que no tienen resistencia ante el alcohol. Borra su memoria por completo. Al principio había moscas por doquier. Me cubrían entera: mi nariz, mi boca, todo mi cuerpo. Era imposible perseguirlas, así que comencé a
darles nombre. Jane era la que estaba arriba de mi boca, George era a la que le gustaba estar en mi oído. Después de tres meses, desperté una mañana sin una sola mosca sobre mí. Entonces entendí que atraía a las moscas por ser algo extraña y diferente: conforme me fusionaba con mi entorno, perdía mi atracción. No me parece que fuera una coincidencia que al mismo tiempo dejara de percibir el olor de los aborígenes.
Una noche, casi al mismo tiempo que se marcharon las moscas, estaba sentada frente a la fogata con las mujeres de la tribu cuando me percaté de que charlaban en mi cabeza. No estábamos hablando, pero decían algo: yo pensaba y ellas me respondían. Entonces mi mente de verdad comenzó a abrirse. Me di cuenta de que podíamos sentarnos en completo silencio y tener toda una conversación. Por ejemplo, si yo deseaba sentarme en un lugar en concreto, uno de los aborígenes me decía en mi cabeza que ese no era un buen lugar y que debía moverme. Yo me movía y nadie había dicho una sola palabra; todo se entendía. Al vivir en ese nivel de calor, en un estado tranquilo y con muy poca comida y agua, me convertí en una especie de antena natural. Recibía las imágenes más asombrosas, tan claras como si las transmitieran por la pantalla de una televisión. Las apunté en mis diarios y, extrañamente (como descubrí más adelante), muchas parecían prever eventos reales. Soñé con un terremoto en Italia: 49 horas después, el sur de Italia sufrió un terremoto. Tuve una visión de que alguien le dispararía al Papa: 48 horas después, alguien intentó dispararle al Papa Juan Pablo II.
También funcionaba en niveles más sencillos y personales. Por ejemplo, en el loft en Ámsterdam, mi amiga Marinka tenía una cama que siempre estaba en un rincón oscuro de su habitación. Sentada en la mitad del desierto en pleno enero, tuve una visión de su habitación frente a mí, en tres dimensiones. En aquella visión, su cama quedaba junto a la ventana y no en el rincón, ella no aparecía. Simplemente era una habitación vacía y una cama junto a la ventana. Hice un pequeño apunte: «Extraña imagen, qué bien que puso su cama junto a la ventana». Eso fue todo. Y escribí la fecha. Pasó año y medio. Regresé a Ámsterdam. Entré a su habitación y vi la cama como siempre, en el rincón oscuro. Dije: «Marinka, esto es muy extraño; tuve una visión en Australia, en medio del desierto: tu cama estaba junto a la ventana. Lo escribí en mi libreta». Ella preguntó: «¿Puedo ver la fecha?». Ella miró la fecha y dijo: «En esa fecha había regresado a Belgrado y le alquilé mi habitación a una pareja sueca. Lo primero que hicieron fue poner la cama junto a la ventana. Cuando volví, la volví a poner en su lugar».
Al principio, cuando me encontraba con las mujeres de la tribu, me daban unas migrañas insoportables debido al calor. Ulay me llevó con el curandero de la tribu, que dijo que podía encargarse. Me pidió un contenedor, cualquier tipo de contenedor. Le llevé una lata de sardinas vacía y me pidió que me recostara en el polvo y cerrara los ojos. Podía sentir cómo ponía sus labios, muy suavemente, en dos puntos diferentes de mi frente. Luego, cuando abrí los ojos, la lata de sardinas estaba llena de sangre. Me dijo: «Esta es la lucha, entiérrala». Enterré la lata en el suelo. Después me miré en el espejo y en las zonas de mi frente donde me había
tocado sólo tenía unas manchas azules: la piel permanecía intacta. Mi dolor de cabeza se había ido, y experimentaba una excelente sensación de ligereza. En cuanto regresé a la ciudad, la migraña volvió. Las mujeres simplemente me aceptaron, pero los hombres hicieron algo más que aceptar a Ulay. No pasó por ninguna iniciación, pero sí desarrolló una cercanía con un curandero Pintupi llamado Watuma, quien le dio a Ulay su nombre tribal, Tjungurrayi, lo que significaba que estaba en camino hacia su iniciación. Después de pasar un tiempo lejos del otro, Ulay y yo decidimos explorar un poco por nuestra cuenta. Había una formación de rocas que deseábamos visitar, un paisaje extraño que rodeaba un pozo de agua y parecía el sitio de impacto de un meteorito. Tomamos nuestro todoterreno, galones de agua hirviendo, una lata de alubias y emprendimos el viaje. Era la tercera semana de diciembre y queríamos llegar a aquel pozo de agua para Navidad.