PRÓLOGO
Las mujeres en el movimiento estudiantil de 1968 ELENA PONIATOWSKA
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ocas veces se ha hablado de las mujeres en el Movimiento Estudiantil de 1968 y quisiera que se me permitiera recordarlas. Dos mujeres, la Tita y la Nacha, Roberta Avendaño y Ana Ignacia Rodríguez Márquez son las primeras que mencionan los sesentayocheros. “La Tita”, Roberta Avendaño, fue la más conspicua y la más querida por su camaradería alegre y dicharachera. La Nacha, su gran amiga, también fue muy popular, muy querida, siempre atrabancada y solidaria. Todavía puede vérsele, atenta y solidaria, en cuanta conferencia surge sobre el 68. Si acaso no asiste, todos los asistentes preguntan por ella porque es una de las figuras más amadas del Movimiento del 68. Hace 51 años, los estudiantes se apoyaron en las dos jóvenes líderes mujeres porque fueron esenciales, como lo es la
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tierra que pisamos. Años después del 68, la Tita siguió representándose a sí misma en obras de teatro hasta que murió de una enfermedad del corazón, en agosto de 1999, acompañada por su único hijo. Otra militante muy valiosa, la abogada Adelita Castillejos, esposa de Armando Castillejos, defendió al lado de Carlos Fernández del Real también abogado laboral, a 22 sindicatos independientes, (entre otros el de “El Ánfora”). Habría que recordar a una actriz extraordinaria, Margarita Isabel, experta en mítines relámpago en las esquinas y en los mercados, quién le dio alegría al Movimiento con sus improvisaciones y logró que ocho personas de una brigada cupieran en un Volkswagen. “Calma, calma, calma, ésta es una provocación, calma ante la alucinante rapidez de la muerte”, decía Margarita. Ella, Margarita Isabel dio a luz a un actor de privilegio por su cultura, su inteligencia y su compromiso con las mejores causas, Mario Iván Martínez, quién ha hecho mucho por la educación de los jóvenes a lo largo de los años con sus enseñanzas y sus excepcionales representaciones de teatro clásico. Clara Scherer publicó en Milenio entrevistas con algunas líderes del 68, como “La Tita” y “La Nacha”, de la Facultad de Derecho de la unam, integrantes del Consejo Nacional de Huelga, quienes sufrieron cárcel acusadas de más de dieciséis delitos. También deberíamos recordar a Rina Lazo, pintora y ayudante de Diego Rivera, a Cecilia Naranjo, de la vocacional 7, a Mika Seeger, encarcelada por “líder comunista”, y a Myrthokleia González, Marcia Gutiérrez, Adriana Corona, Herlinda Sánchez, Martha Servín y Patricia Martínez, entre muchas otras, quienes hicieron política a pesar de la oposición de su fa10
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milia, “practicaron el feminismo antes de conocerlo” y trabajaron con sus compañeros, a quienes no abandonaron ni en la cárcel, aún bajo riesgo de ser detenidas”. Muchas jóvenes resultaron afectadas, entre ellas Alcira, que circulaba todas las mañanas por la Facultad de Filosofía y Letras. En agosto de 1974, en el entierro de nuestra Rosario Castellanos, bajo una lluvia que aumentaba nuestra tristeza, una mujer peinada con cola de caballo repartió hojas tamaño carta con poemas de Rosario. Mojadas, las hojas se convirtieron en sudarios. Cuando me tendió una, entre lágrimas, le pedí su nombre: Alcira Sanst Scaffo, convertida hoy en una leyenda “insensata y transparente” como la llamó José Revueltas. Cuando el ejército tomó la Universidad, el 18 de septiembre de 1968, Alcira, aterrada porque era uruguaya, se escondió en el baño de Mujeres y permaneció allí 15 días bebiendo agua. Hoy la recordamos, entre otras justas razones, porque Roberto Bolaño la consagró en su novela El amuleto. Pero antes del 68, José Revueltas contó que Alcira había puesto en sus manos un poema escrito en francés que traduzco a las volandas y lleva un epígrafe en italiano: L’amor che move il sole e l’astre stelle. Alcira anunciaba que la felicidad sería para todos, cada uno cargaría un sol, una estrella tan ardiente como la sonrisa de un niño, la felicidad brillaría en un mundo tan embriagante que en el no cabrían ni el hambre ni las miradas que congelan. Las miradas que congelan fueron frecuentes en la vida de Alcira. Su estado psicológico alarmó a Revueltas porque “todo se le había aglomerado en el alma: la guerra de Vietnam, la persecución de los negros, el vacío y el dolor de la vida y la muerte de Allende en el Palacio de la Moneda en Chile.” Revueltas la reencontró en la Facultad de Filosofía. 11
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Todas las voces, los ruidos y los paisajes del Movimiento del 68 fueron recogidos por las mujeres que al acompañar a los estudiantes los abrazaban y protegían, pero el mayor abrazo, el más apretado, el de la protección absoluta fue el de la Universidad, en cuyos pasillos muchos se quedaron a dormir arrullados por el canto del mimeógrafo. Los muchachos del Politécnico nunca sintieron la protección de Guillermo Massieu como los universitarios, apoyados por don Javier Barros Sierra, el rector, quién se la jugó, solidario, con sus estudiantes. Elisa Ramírez, la guerrillera de ojos expresivos, hija del psicoanalista Santiago Ramírez, cargaba una bandera del Consejo Nacional de Huelga; Rosaura Ruiz, estudiante de la Prepa 4, llamó la atención de todos por su belleza. Durante muchos años siguieron en la lucha la formidable María Fernanda Campa, María Alicia Martínez Medrano, quien más tarde habría de fundar el Teatro Campesino; Estrella Sámano y otras chavas, quienes decían: “Te quiero un chingo”. Esther Ceceña, hija del abogado liberal José Luis Ceceña vivió el Movimiento intensamente. Laurita (nieta del único presidente de México, Sergio Lascurain Paredes, que duró menos de 24 horas en el poder) fue novia de “El Pino”, Salvador Martínez della Rocca, y su hermana mayor, de Gilberto Guevara Niebla, según los murmullos de aquella época. De tanto asistir a las interminables asambleas, los miembros más destacados del Consejo Nacional de Huelga se dieron cuenta de que las mujeres, con su sentido práctico llegaban en un tres por cinco a conclusiones que a ellos les tomaban días de discusión. Hoy son muchos los hombres que creen que no hay en México una fuerza mayor que la de las mujeres cuando deciden unirse para defender lo que creen. 12
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Ellas. Las mujeres del 68 SUSANA CATO
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o se olvida. No sólo ese 2 de octubre que bañó de nuevo en sangre la antigua Plaza de Tlatelolco, donde en 1520 los invasores españoles dieron la estocada final al imperio azteca para después construir su nuevo templo, día que, según Bernal Díaz del Castillo, “... fue tan sangriento que era imposible caminar por el lugar debido a la cantidad de cadáveres apilados”. No sólo la marcha encabezada por un rector que sí estaba al frente de la honrosa Universidad Nacional Autónoma de México. No sólo las brigadas de jóvenes de preparatorias, politécnicos y universitarios que se unían en ese momento al fervor mundial por el contrapeso al poder absoluto, por la libertad imaginativa, por la protesta, por la playa bajo el cemento, por la minifalda. No sólo las familias enteras que participaron con entrega y las que perdieron a un ser amado en esa plaza de los sa-
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crificios. No sólo los estudiantes, hombres y mujeres jóvenes, idealistas, despistados o no, lúcidos o no, reprimidos con una saña inaudita por las fuerzas del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. No sólo el Ejército ocupando las calles y el territorio sagrado de la unam. No sólo las huelgas, las marchas, la fabricación entregada de volantes, la difícil repartición de los mismos. No sólo los brazos al cielo con la V de la Victoria. No sólo las cartas de amor, la poesía desolada después de la matanza, las puertas sigilosas que se abrieron a estudiantes, profesores, niños, mujeres y ancianos, perseguidos o heridos. No sólo las cárceles llenas o los jóvenes desnudos, sangrando. No sólo las amenazantes llamadas anónimas o los tanques que ensuciaron con sus ruedas de oruga el Zócalo. No sólo los cantos bravíos de Judith Reyes o las desoladas canciones de León Chávez Teixeiro. No sólo las mantas que rezaban: “Mamá, nos vemos en la Procu” y “Prohibido prohibir”. No sólo las consignas repetidas como mantra: “Chango Díaz Ordaz, Chango Díaz Ordaz…”. No sólo los pequeños “judas’ de papel maché con el rostro de los más represivos jefes policiacos. No sólo la prensa silenciada. Obediente. No sólo sus dignas excepciones. No sólo los cronistas rebeldes, como José Alvarado y Carlos Monsiváis. No sólo la revista Siempre! y la revista Por qué? O el cartón enlutado con tinta negra de Abel Quezada el 3 de octubre en las páginas editoriales del Excélsior de Julio Scherer. No sólo los libros que nadie podrá quemar nunca, como Los días y los años, del líder estudiantil Luis González de Alba, o La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. No sólo la reportera italiana herida Oriana Fallaci, cuya frase sobre ese episodio: “una cosa terrible e increíble”, dio la vuelta al mundo. No sólo la CIA, bien informada desde México, torturando estudiantes en México. No sólo los grabados 14
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con y sin firma. No sólo el nombre del traidor, Sócrates Amado Campos Lemus. No sólo los entre cinco mil y 15 mil asistentes a Tlatelolco y sus muertos (al día siguiente la prensa publicó que una treintena; los testigos hablan de cientos, quizá más). No sólo quien recuerda: “Todos tirados al piso, en la eternidad”. También los fantasmas, como el del maestro Carlos Beltrán Maciel, uno de los líderes, detenido y preso a los 27 años por negarse a denunciar a sus compañeros. Al salir de la cárcel, tres décadas después, su esposa y su hijo habían fallecido, y el profesor se quedó hasta su muerte en los escalones de la plaza, contando a quien se sentara con él toda la historia, así, como no hay que olvidarla: “Aquí era el infierno”. Y: “¿Saben qué pedíamos? Uno, indemnización para los familiares de los compañeros caídos (al inicio del movimiento). Dos, libertad a los compañeros presos. Tres, derogación de los artículos 145 y 145 bis, que hablaban de disolución social. La destitución del jefe de policía, la desaparición del cuerpo de granaderos y el desalojo militar de los planteles educativos. ¡Por eso nos mataron, por eso nos mataron!” Pretendían que todo se olvidara. Para el gobierno mexicano (tampoco hay que perder de vista a Luis Echeverría Álvarez, entonces secretario de Gobernación), provocar la matanza con misteriosos enviados de guante blanco en la mano izquierda, el Batallón Olimpia, de triste fama, y después lavar la plaza con mangueras de presión, podía borrar a los muertos, los detenidos, los desaparecidos, los heridos y sacados del hospital, los vejados, los torturados. La culpa. Faltaban 10 días para los xix Juegos Olímpicos, que hoy pocos recuerdan. Lo que no se olvida es a los oradores estudiantiles desde el tercer piso del edificio Chihuahua. La pri15
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mera luz de bengala. Las dos bengalas más lanzadas desde un helicóptero. Los disparos desde el balcón de ese mismo piso. Los soldados desconcertados que disparan a los francotiradores desconocidos mientras la gente corre, grita, huye. No se olvida que la Iglesia de Santiago Tlatelolco cerró sus puertas esa tarde. Que la ropa y los cadáveres, sobre todo de jóvenes, colmaron su entrada. No se olvidan la lluvia, los niños, los zapatos que un periodista describió como “mudos testigos de la desaparición de sus dueños”. Los cristales de los departamentos hechos añicos. No se olvidan las madres tratando de salvar a sus niños de la balacera. Madres y padres revisando cadáveres, temblando, en busca de sus hijos. Madres gritando desde un taxi: “¡Están masacrando gente!” ante el indiferente y entonces transparente aire urbano. No se olvidan las ametralladoras. Ni los jóvenes desnudados. Tampoco que los soldados levantan los cuerpos, llevan a los detenidos a distintas cárceles y ocupan Tlatelolco hasta el día 9. No se olvida la manta que propone otro himno: “Una cárcel para cada hijo te dio”. No puede perderse lo que nos recuerdan historiadores como Lucio Rangel: que la lucha estudiantil no empezó en ese 1968, que Lázaro Cárdenas fundó el Politécnico para los trabajadores de las fábricas y que los estudiantes tuvieron que defenderse y sufrir cuando el alemanismo quiso imponer un modelo educativo acorde con el tecnócrata estadunidense y bajó sin piedad el presupuesto a la educación popular. Tiempos en los que, entre otros episodios que no deben olvidarse, Adolfo Ruiz Cortines ordenó la ocupación militar del ipn, durante dos años, en 1956, y la clausura de su internado, lo que dejó sin posibilidad de continuar sus estudios (por el apoyo que ahí recibían de hospedaje y comida) a un gran contingente de estudiantes de 16
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provincia. Acto que provocó la movilización solidaria de cerca de 100 mil jóvenes de las Normales Rurales, Escuelas Prácticas de Agricultura, Tecnológicos Regionales y universidades de provincia. La lucha continúa hasta 1968, cuando suceden muchas cosas más que no se olvidan. Algunas fueron guardadas para siempre por bravos cineastas independientes, como Leobardo López Arretche con la película El Grito. Y otras en ese invento magnífico que apresa la imagen en un tiempo y no la deja volar con la historia: la cámara fotográfica. Los fotógrafos y las fotógrafas de prensa o de calle sufrieron entonces salvando esas imágenes de la censura, de la destrucción. Si tenían la suerte de publicarlas, debían ir sin firma. No era sólo para salvaguardar esos valiosos testimonios, sino para salvarse a sí mismos. A sí mismas. Pretendían que todo se olvidara. Como en el poema “Memorial de Tlatelolco”, de Rosario Castellanos: “¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie”. Y en esa ausencia también han estado las mujeres. Poco se sabe de su presencia intensa en el 68. Ellas ejercieron ese derecho en tiempos en los que había que competir con algo más que con pasión en una lucha que se sentía destinada sólo a los hombres, a pesar de que los mariachis nos criaron a todos cantando y recordando a las Adelitas de nuestra Revolución. Este libro es una suma de invaluables testimonios: entrevistas con un abanico de mujeres que vivieron en carne propia o ajena ese brutal episodio, hace ya más de 50 años. Ellas lo cuentan y recuerdan con una claridad política y una profundidad quizá de género, sorprendente que entreteje la ternura con la valentía, la lucha con el amor, el teatro con la inclemencia, el fervor revolucionario con la tragedia. 17
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Están Elisa Ramírez, antropóloga y poeta, cuya arma más terrible es su sabio humor negro. Rina Lazo, pintora guatemalteca, alumna y colega de Diego Rivera, que cayó en la cárcel de mujeres. La gran actriz María Rojo, que actuaba a sus veintitantos, salvada por un soldado mientras su novio era detenido por su barba falsa de actor. Las psicoanalistas Beatriz y Arcelia Ramírez, que tomadas de la mano se refugiaron en el departamento de una madre soltera. La antropóloga Liliana García, biógrafa de Judith Reyes, a quien podemos escuchar aún en sus cantos y corridos rebeldes, y en su disco especial, dedicado a Tlatelolco. También Eufrosina Rodríguez, maestra normalista, presente en el movimiento, cuya madre, igualmente rebelde, paseaba a su nieto mientras repartía los folletos que cargaba en la carriola. Y a Claudia Calderón, que distribuía propaganda a los siete años, con su hermanita de cinco. La médica epidemióloga Margarita Castillejos, que quedó en una relativa orfandad con sus dos hermanos cuando sus padres, al enterarse de que el Ejército estaba entrando a la unam, fueron a buscarla y acabaron encarcelados durante años. Están, en inagotables cajoneras preservadas por la fotógrafa María García, las clásicas imágenes de su esposo, el reconocido Héctor García, y las suyas, que hoy son historia. Está la niñez rasgada con los gritos oscuros de esa noche, grabados para siempre en el recuerdo de Marta Arias Carrera, atrincherada a los cinco años con su familia en un baño minúsculo en su departamento de Tlatelolco, donde hoy tiene una estética justo frente a las escaleras de la plaza. Y Patricia de los Ríos, que a los 15 años iba con su madre y su hermana a Tlatelolco y terminó casada con uno de los líderes. Está Dolores González Casanova, con una crónica. Y no podía faltar Ana Ignacia Rodríguez (La Nacha), quien con Ro18
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berta Avendaño (La Tita), ya fallecida, fueron las dos mujeres reconocidas como cabezas del movimiento, con sus respectivos dos años en prisión. Tampoco la locura rebelde de la poeta uruguaya Alcira Soust, 12 días encerrada en los baños de Filosofía de la unam cuando entró el Ejército y que fue hallada, casi sin vida, por el también poeta Rubén Bonifaz Nuño. También están en estas páginas la sublime compositora de jazz Olivia Revueltas, hija del gran escritor José Revueltas; Mariángeles Comesaña, que en sus poemas describe los detalles invisibles de esta historia. Memorias femeninas que recogen ese pasado que se niega a reposar. Que parece invadir el presente. Sin clemencia. Sin sosiego. Y está, por supuesto, la ya clásica voz de Elena Poniatowska. No se olvida. Este coro femenino lo hace sonar con una música única que tiene como encore a Ismael Colmenares, Mailo, luchador y músico, cantándoles a ellas, “Las aves nocturnas”. No se olvida. Las voces y las fotografías lo demuestran en cualquier tribunal celeste o mundano. Más de medio siglo después, esa lucha juvenil, aplastada por un vergonzoso y negro episodio de la historia nacional, no se olvida. “En muchos países del mundo hubo movimientos estudiantiles, el único que terminó con una masacre fue el mexicano”, sostuvo Octavio Paz en esos años, en su renuncia como embajador en la India. Ellas no lo olvidan. Nosotros tampoco.
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