Vicente Guerrero. El Guerrero

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I. VICENTE GUERRERO “GUERRERO, usted que habla el mexicano, diga a estos naturales que están libres, y que si quieren seguir nuestras banderas, que los recibiré con gusto.” 1 Guerrero obedeció la orden de Morelos y consiguió que los indios de Tixtla se incorporaran a sus fuerzas. ¿Quién era Guerrero? ¿De dónde venía? ¿Cuáles eran sus méritos y cuáles sus hazañas militares? El pasado de este oficial se perdía en lo ignorado. La primera referencia sobre su persona era ésta. Y su primera actuación sobresaliente, aquélla, aunque ya en el ejército insurgente ostentaba el grado de capitán y sus compañeros lo tenían por soldado cumplido y valiente, lo que era fácil descubrir en sus miradas vivaces, que iluminaban su broncíneo semblante, y en la aquilina nariz, que le daba un aspecto enérgico y audaz. Alto, fuerte y ágil a la vez, Vicente Guerrero constituía un bello tipo humano. Su gravedad y su resolución explicaban por qué Morelos, que tan justamente sabía aquilatar el valor de los suyos, se había fijado en él. Y por qué las gentes de su rumbo, que lo conocían, lo amaban. Durante no pocos años lo habían visto transitar, sobre la ruta de Tixtla y la Costa Grande, dedicado a la arriería. Pero ¿dónde se incorporó a la Revolución? ¿Con qué jefe? ¿Con Morelos directamente? ¿Con Galeana? De su niñez, de su juventud, de sus familiares poco se sabía, sólo que procedía de una humilde familia campesina; que sus padres se llamaban Pedro Guerrero, realista convencido, y María Guadalupe Saldaña, sencilla mujer que “había visto partir a su hijo con doble pesar, porque no era éste uno de los viajes acostumbrados en la vida del arriero y porque su esposo don Pedro no sólo evitó ayudar a su hijo Vicente, sino que prohibió toda comunicación con él”, 2 cuando el hijo se decidió a secundar a Morelos en su lucha por la independencia de la patria. Vicente Guerrero “era el hijo único que, aparte de sus padres y su casa, dejaba tras de sí, para ir a esta aventura, a la pequeña Natividad, producto de sus amores con María Nieves”, 3 mujer del pueblo que, allá por los Arenales, se había enamorado del arriero. Su fe de bautismo decía: En esta parroquia de Tixtlán a diez de agosto de mil setecientos ochenta y dos años: Yo el bachiller D. Francisco Cavallero baptizé solemnemente, puse óleo, y crisma, a Vicente Ramón, hijo de D. Juan Pedro Guerrero y de doña María Guadalupe Saldaña.4 1

Alfonso Teja Zabre, Vida de Morelos, UNAM-Instituto de Historia, México, 1959, p. 55.

2

Antonio Magaña Esquivel, Guerrero, el héroe del sur, Ediciones Xóchitl, México, 1946, p. 12.

3

Idem.

4

Ibid., p. 187, n. 1.


Allí, en Tixtla, pasó su infancia, sin otro maestro que la vida y sin otro horizonte que el que reducían a mínima expresión las vastas y negras montañas que rodeaban el rústico paisaje. Guerrero no venía, como Hidalgo, de los medios culturales de la Nueva España, ni era, como Morelos, un genio; pero, en cambio, la quemante tierra y las inhóspitas serranías le dieron su carácter. Luchando día a día y desde sus tiernos años contra las fuerzas ciegas de la naturaleza y el medio social en que vivía, adquirió su excepcional, indomable fortaleza de ánimo, que le permitió desafiar peligros y dificultades, privaciones e infortunios. Guerrero tenía, de la abrupta serranía, su dureza; de los bosques y montañas, su persistencia; de los torrentes y los ríos, su ímpetu demoledor. Así recorrió, endurecido en el trabajo, selvas, llanuras y serranías sin fin para conducir, antes que a sus tropas triunfadoras, sus dóciles atajos cargados de ricas mercaderías confiadas, por igual, a su valor y a su honradez. De su fortaleza de carácter dio pruebas, muy pronto, ante la acometida de la División de Puebla, mandada por el brigadier Llano, contra Izúcar. Ya Morelos había hecho acto de presencia en el Valle de Toluca y su dominio se extendía hasta la costa del sur; había deshecho a la División de Apam y escarmentado, en otros sitios, a los realistas. Su fama corría de boca en boca y se aprestaba a batirse contra Calleja. Pero la defensa de Izúcar, plaza que sería atacada, indudablemente, por las fuerzas enemigas, representaba para él un problema. No dudó, sin embargo, cuando pensó en aquel joven capitán cuyo valor se había puesto a prueba en Tixtla, y sin pensarlo más, dejó Izúcar en manos de Guerrero. Y aunque éste tembló por la gran responsabilidad que recaía sobre él, lo celebró también, porque ahora sería uno de los jefes de Morelos. Así tomó disposiciones para defender Izúcar, sobre la cual se movilizaba el brigadier Llano, con 1 500 hombres y ocho piezas de artillería. Mientras, Calleja, con la División del Centro, se dirigía a Cuautla para batir a Morelos. Guerrero sintió el enorme peso descargado, de repente, sobre sus hombros. Hasta entonces no había sido sino un oficial subalterno, distinguido, sí, pero un oficial sin otra obligación que la de obedecer las órdenes de sus jefes. Desde ese momento, todo lo que en Izúcar, bueno o malo, sucediera dependería de él, de su capacidad de mando, de su audacia y de su discreción, de su cautela y de su temeridad. Por eso no descuidó nada y activó las obras de defensa y la organización de sus tropas, a las que arengó en nombre suyo y en el de Morelos. Cuando Llano y su división fueron avistados, Izúcar se hallaba en magníficas condiciones de defensa. A las ya establecidas bajo la vigilante mirada de Matamoros se agregaban las dirigidas por el propio Guerrero, a quien secundaba el padre Sánchez y Sandoval. Llano inició su ataque el 23 de febrero (1812), pero fracasó, rechazado por Guerrero. Y apurado por Venegas, cuyos planes se trastornaron por las noticias de la resistencia de Cuautla, abandonó el ataque al día siguiente. Ya no sería Guerrero un soldado anónimo, porque allí, en Izúcar, había nacido a la fama que acrecentaría, cada día, su indomable tenacidad. Libró, en seguida, una enérgica campaña en el sur de Puebla, y, más tarde, cuando Morelos rompió el sitio impuesto por Calleja a Cuautla, se le incorporó nuevamente para militar, desde entonces, a sus órdenes directas. Lo acompañó a Oaxaca, y recorrió después la costa de Tehuantepec hasta limpiarla de realistas, adueñándose, a su paso, del tabaco y del cacao abandonado por los españoles en su fuga. Guerrero era ya teniente


coronel y uno de los jefes que por su capacidad se había hecho acreedor a la confianza de su jefe. Eran los días en que Calleja, desde México, se dirigía al gobierno español desesperanzado: Como los rebeldes armados […] discurren en gavillas sin localidad ni asiento, y se componen en su mayor parte de hombres del campo, de los trapiches y de las minas, gente de a caballo, acostumbrada al vicio, a la frugalidad y a la miseria, ni tienen ni necesitan de una administración regulada: sin cálculo ni previsión, vagan por todas partes; roban, talan y saquean donde lo encuentran, ya reuniéndose en grandes masas, ya dividiéndose en cortas partidas, y el daño lo hacen todo refluir sobre nosotros. Esta proporción que tienen de satisfacer sus necesidades del momento y sus caprichos y venganzas tumultuarias, los mantiene en la vida de bandidos; la sangre corre sin cesar; la guerra se hace interminable y el fruto jamás se coge. La fuerza militar con que cuento […] es la muy precisa para conservar las capitales y varias poblaciones principales aisladas; mas entretanto, una infinidad de pequeños pueblos están a merced de los bandidos. Los caminos no son nuestros sino mientras los transita una división; y lo que es más, los terrenos productivos son en la mayor parte de los bandidos, superiores infinitamente en número. Por consecuencia, el tráfico está muerto, la agricultura va expirando; la minería yace abandonada; los recursos se agotan; las tropas se fatigan; los buenos desmayan, los pudientes se desesperan; las necesidades se multiplican y el Estado peligra.5

Pero la estrella de Morelos se apagaba. Habían caído ya Matamoros y Galeana. Y aunque el Congreso de Chilpancingo consumaba al fin su misión histórica, el genial insurgente se hallaba maniatado por aquellos mismos a quienes quería salvar. Pensó entonces en reconquistar Oaxaca, dominada nuevamente por el enemigo, y poner en armas el sur. No podía olvidar lo que aquella región representaba en la lucha por la independencia nacional. Allí vivían sus mejores recuerdos. El sur había respondido con creces a su llamado, y sólo las rencillas entre los jefes insurgentes permitían ahora que los realistas anularan lo que él con tan firme tesón había construido. Pero ¿a quién confiar una misión que exigía, además de valor, energía, tenacidad y discreción? ¡Ah! Allí estaba Guerrero … Guerrero era el indicado… A él lo nombraría, con el grado de general, para levantar el sur en favor de las armas revolucionarias. Guerrero aceptó complacido, aunque no se le ocultaron las dificultades con que tropezaría. Carecía de elementos para iniciar sus propósitos. Morelos no podía darle nada, como nada le había dado Hidalgo a él al encomendarle la conquista de ese mismo sur que ahora Guerrero debía reconquistar. Así, cuando éste salió de Coahuayutla rumbo a la Mixteca, lo acompañaba solamente su ordenanza. Largo iba a ser el recorrido, entre fuerzas y territorio enemigos, y no tardó el joven general en palpar, en persona propia, las hondas desavenencias, las envidias, los celos y los rencores que entre los jefes insurgentes se habían producido. Su llegada a Zilacayoapan despertó, al par que la desconfianza del jefe, el entusiasmo 5

Lucas Alamán, Historia de México, tomo 4, Imprenta de J. M. Lara, México, 1851, pp. 238-239.


de los soldados; porque para ellos, campesinos del sur, su nombre era una esperanza; no así para aquél, que, tratando de eliminarlo, le ordenó su incorporación con Rosains, tan intrigante como malvado. Hombre de campo, y por lo mismo suspicaz, no creyó en la rectitud de Sesma, por lo que, acechando el paso de Francisco Leal, enviado de aquél ante Rosains, logró descubrir la intriga en que se trataba de envolverlo, al aconsejar Sesma a Rosains que “no le diese mando alguno”, y que “se le vigilase mucho”, igual que a Leal, “que era realista y adicto a Guerrero”.6 Pero Guerrero contramarchó rápidamente, y se situó a la altura de Papalotla, aunque inerme como se hallaba nada podía hacer sino impedir un encuentro con Sesma. No logró evitar, sin embargo, a una fuerza de 700 soldados que al mando del jefe realista De la Peña apareció ante él. Sólo los separaba, a unos y a otros, el delgado hilo de un río que se deslizaba, mansamente, a sus pies. ¡Dura le resultaba esta primera prueba! Pero quien tuviera por maestro de la guerra a Galeana primero y a Morelos después, no carecería de recursos para resolver el apremiante problema que se le presentaba. Así esperó las sombras de la noche, armó con palos a sus antes inermes soldados y cayó por sorpresa sobre el enemigo, que dormía confiadamente. Al amanecer del siguiente día contaba con un núcleo armado y con más de 400 fusiles disponibles, con los que dotó a su pequeño ejército. Y así, bajo su propia dirección, bien comenzaba su vida militar. No se detuvo, sin embargo, sino que siguió rumbo a Xocomatlán, instalándose en un cerro cercano, desde donde sus soldados bajarían al pueblo en busca de víveres y provisiones con que avituallarse, cuando inesperadamente hizo su aparición una fuerza realista mandada por Félix Lamadrid, quien cargó contra los insurgentes dispersos. Guerrero midió el peligro. Recurrió otra vez a su audacia, y haciéndose acompañar del centinela y el tambor, sus únicos compañeros en el campamento, atacó a los soldados de Lamadrid con ayuda del vecindario mientras los parches repicaban al asalto. A sus fusiles agregó, con esta nueva victoria, un cañón. No se conformó Lamadrid con su derrota. Pero tampoco Guerrero se conformó con aquellos desordenados soldados a quienes tomó, como pie veterano, para formar un ejército. Organizó, entonces, una división, se instaló en el cerro del Chiquihuite, y cuando el jefe realista apareció en busca del desquite, se encontró con un enemigo estratégicamente preparado que lo derrotó y aniquiló por completo. Luego dio cauce a la imaginación y a su instinto organizador. No olvidaba a Morelos: su capacidad para el mando, para la disciplina y para la organización. Por eso decidió ensanchar su radio de actividades y hacer crecer sus fuerzas para batir a los realistas dondequiera que se hallaran. Pero tendría, si quería lograrlo, que formar una división, que equiparla, que disciplinarla, que foguearla y que imbuirle su moral de victoria. Tendría, asimismo, que establecer una maestranza. Marchó a Xonacatlán sin dejar de meditar en sus propósitos. Mas, como solía acontecer, el cura del lugar estorbaba sus planes. Y aunque trataba de engañarlo fingiéndose su amigo, ya estaba él en posesión de las pruebas que le revelaban su complicidad con 6

José María Lafragua, Vicente Guerrero, el mártir de Cuilapan, SEP, México, 1946, p. 10.


los realistas. ¿Quién, si no, había avisado a Joaquín Combé de su presencia en la población? Con todo, sin demostrar encono, Guerrero fingió también e hizo entrar en confianza no sólo al cura, sino al mismo jefe realista, abandonando la plaza sólo para retornar cuando el enemigo dormía, derrotándolo completamente. Guerrero no abandonaba sus pensamientos. El nuevo sesgo que tomaba la lucha, en el sur, agradaría a Morelos. Ya Rosains y Sesma, convencidos de su influjo en aquella región, pretendían un acuerdo que él vio con recelo. La Constitución de Apatzingán había sido promulgada. El sueño de Morelos era una realidad. Y el suyo estaba en vías de realizarse. Así lo demostraban sus recientes victorias y millares de testigos para contarlo. También la desesperación del gobierno virreinal, cuyos decretos eran reveladores: el de la acuñación de $300 000 cobre con el encarecimiento inmediato del costo de la vida; el de la contribución directa sobre las utilidades de todos los capitales e industrias, así como sobre las rentas y los sueldos y, más tarde, el del aumento del derecho de alcabala en 6% para el comercio interior del virreinato. No bastándole aún, el 15 de noviembre (1814) Calleja promulgó un bando que ampliaba la duración del gravamen de 10% sobre las fincas urbanas por todo el tiempo que prevaleciera el estado de guerra. Y todavía recurría al consulado solicitando un préstamo de 500 000 pesos, de los que obtuvo, inmediatamente, 300 000. Coincidieron con estos decretos el restablecimiento de la Inquisición, el uso de la horca y las penas de azotes, en la picota y en burro, desterradas tiempo antes, con que Fernando VII iniciaba su reinado.


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