¿POR QUÉ LE LLAMO MI DIEGO? NUNCA FUE NI SERÁ MÍO. ES DE ÉL MISMO… (FRIDA KAHLO)
Tengo la teoría muy personal de que en otra vida Diego Maradona era mexicano. No en vano en México hizo lo más emblemático de su carrera: los dos goles increíbles a los ingleses y logró la Copa del Mundo en un Estadio Azteca rendido a sus pies. Sin él, Argentina no hubiese sido campeón. No es una especulación. Es un dato certero; o de sentido común. «En ese Mundial Diego llegó a hacernos creer que cualquier selección hubiera sido campeona con él en punta» y «sería un delirio imaginar a Argentina campeona sin Diego en México 86», reflexiona el escritor mexicano Juan Villoro en su libro Dios es redondo. Lo que jugó Diego en ese Mundial no lo hizo ningún otro jugador en cualquier otro Mundial. Es el «guerrero que no detiene jamás su marcha», como cantaba Luis Alberto Spinetta. Desde ese campeonato existe una gratitud maradoniana a la que, siguiendo con la misma canción spinetteana (Dale gracias) hay que agradecer estar cerca suyo, ser testigos de su tiempo, de su fútbol. Ese Diego es poesía, es búsqueda y es encuentro. Es el guerrero que va al frente y que no detiene su marcha jamás. Es el silbido en el viento, es el que crece y nos engendra, es lo que está bien y lo que está mal, es el ángel que brilla y nos ilumina. Fue también México el país desde el que lo llamaron para dirigir a los Dorados de Sinaloa y, sin saberlo, empezar a despedirse. Estuvo desde septiembre de 2018 a junio de 2019. Cuando llegó a Sinaloa fue recibido en el aeropuerto de Culiacán como un héroe por mexicanos que lo idolatraban: «No voy a hablar», les dijo a los periodistas y se fue. Ya patinaba un poco al hablar y estaba súper medicado. Gordo y
lento, no daba un paso sin la compañía de su asistente, el exarquero del seleccionado argentino Luis Alberto Islas. Por la artrosis andaba con bastón en las canchas donde jugaba su equipo. Sus rodillas le decían basta y él caminaba cómo podía. Hasta que su cuerpo le dio señales y volvió a Argentina para tratarse. Era la imagen sin color del tipo que le había dado brillo al mundo. Sinaloa es una ciudad marcada por la violencia del narcotráfico y que tiene al béisbol como deporte preferido. A cierta parte de la prensa le llamó la atención que un exadicto fuese a dirigir justo ahí. A Diego siempre se le pedían explicaciones. El 15 de mayo de 2017, un año antes de que Maradona asumiese como técnico de los Dorados, fue asesinado el periodista Javier Arturo Valdez Cárdenas, nacido en Culiacán. Fue el sexto periodista asesinado por el narcotráfico en lo que iba de ese año. Tenía cincuenta años cuando lo balearon en plena calle. Su temática era el narcotráfico. Había ganado premios y publicado libros excelentes. Malayerba. La vida bajo el narco es uno de ellos. Textos cortos pero contundentes. Su muerte fue vinculada a los hijos del Chapo Guzmán, uno de los capos narcos más importantes de Sinaloa, primero, y de todo México, después. El Chapo hoy está preso y condenado a perpetua. El otro líder narco de peso en Sinaloa es Jorge Hank Rhon, quien maneja a los Dorados junto a su hijo, Jorge Alberto. En 2011 Jorge Hank Rhon fue detenido por contrabando de armas (tenía ochenta y ocho en su casa) y a los diez días recuperó la libertad por falta de pruebas. También lo acusaron del asesinato de otro periodista que investigaba sus negocios, Héctor Félix Miranda, en 1988. Los culpables fueron los guardaespaldas de Hank Rhon. Es dueño de una veintena de casinos, un hipódromo, un galgódromo, un zoológico, hoteles y otro club, aparte del Dorados: el Tijuana (Xolos), de la ciudad en la que fue alcalde entre 2004 y 2007. Además se dedica a las apuestas deportivas. Sinaloa, con tres millones de habitantes, es aún considerada la capital mundial del narco. El promedio de asesinatos es de cien
personas al mes. ¿Por qué Diego estaba siempre donde había quilombo? Pero con Diego en Sinaloa lo que se muestra es otra fiesta. La de los goles de su equipo y las celebraciones de sus hinchas. Los festejos siguen en los vestuarios, donde se imponía la cumbia y los cantitos de canchas argentinas. Hay que verlo arengar a sus dirigidos. Tengo un amigo mexicano que es abogado, docente y escritor: Farid Barquet Climent es hincha de los Pumas de la UNAM. El día que murió Diego me mandó un mensaje por WhatsApp para que le confirmara la noticia. Tampoco podía creerlo. Enseguida me mandó una foto del Estadio Azteca. La acababa de sacar con su teléfono celular desde el séptimo piso del hospital público en el que acababan de operar de un infarto a su padre. El estadio se ve, incluso a unas cuadras, imponente. Una mole de cemento e historia que se destaca sobre el resto de las construcciones. Farid estaba en la sala de espera, solo, cuando empezó a correr la información de que Maradona había muerto. Fue en ese instante cuando miró por la ventana y vio el estadio, con todo lo que significa. «En ese mismo momento en el que se confirma lo de Diego sube un médico para darme el parte de salud de mi padre. Me dice que mi padre está bien, que salió bien de la operación. Pero fue una sensación rara. Recibí dos noticias que en su choque resultan colapsantes y emocionantes. Por un lado el alivio de que mi padre estaba bien y por otro la muerte de Maradona; los dos vinculados a asuntos del corazón», me cuenta. «El Azteca es parte del paisaje del sur de la ciudad. Siempre me gusta verlo», señala. Y después: «Si algo me ha unido a mi padre es el fútbol. Fue quien me llevó al Estadio Azteca a fines de mayo para ver la inauguración del Mundial 86, entre Italia y Bulgaria. Yo tenía seis años y recuerdo las banderas de cada país en la parte alta del estadio. Y también me acuerdo de que mi padre me llevaba a los festejos tras cada victoria de México en el Ángel de la Independencia. Siempre, siempre, siempre, mi papá. Y Maradona.»
Farid se pone nostálgico al hablarme de Diego. Me dice que aquel Mundial mexicano fue «el momento luminoso» de Maradona, quien era la gran referencia futbolera suya y de sus amigos del colegio. Y esa referencia estaba en México para jugar el Mundial después de un terremoto que había golpeado duro a todo el país. «Es universal y artístico, aunque no exige calificación ni título universitario. El hecho de que su consagración haya sido en México nos hace sentirlo más nuestro», suelta. También dice que «es imposible no evocar a Maradona cada vez que un mexicano vaya al Azteca. Por más que vayas a ver a otro equipo, ahí está Diego. En el Azteca siempre flota Diego». Para los mexicanos Diego es el símbolo de una época. Tal vez por el Mundial que organizaron luego de poner de pie al país. Tras el terremoto había quienes aseguraban que el torneo debería suspenderse. O posiblemente porque él alcanzó el zenit. Después del Maradona de México no hubo otro mundial en el que un jugador haya alcanzado el mismo nivel. «Y eso que Diego llegaba medio medio, porque ya se rumoreaba que Cristiana Sinagra estaba embarazada de él», me sugiere el profesor Fernando Signorini, un hombre de gran incidencia en el desarrollo físico de Maradona. «Pero cuando Diego entraba a una cancha se le acababan todos los problemas y era feliz. Era literal eso de que él era feliz en una cancha», agrega desde la mesa del café en el que nos juntamos. Encuentro en cada mexicano con el que hablo el sinónimo entre Maradona y su Mundial. Cada uno que me escribe desde ese país me refiere la alegría que regalaba Diego en esas tierras. Además, esa competencia les hizo creer a los mexicanos que su fútbol cambiaría, que tomaría una dirección más profesional y mejor organizada. Pero para Italia 90 quedaron descalificados en los escritorios y lo que quedó, entonces, fueron los resabios de un tiempo de esperanza del que Maradona fue abanderado. Farid cree en la hermandad argentina mexicana, hecho que se corrobora en la apertura de fronteras a los argentinos que debieron
emigrar en la dictadura. México fue el suelo en el que aterrizaron y se quedaron para escapar de los secuestros, torturas y muertes a manos de los militares. En el 86, me dice, había mexicanos que alentaban a la selección argentina, por más que ahora se diga que en la final iban con Alemania. La democracia argentina tenía apenas dos años y rondaba el fantasma de otro golpe de Estado. La figura de Maradona quedó tan pegada a ese país que en 2018, al asumir en los Dorados de Sinaloa, lo iban a ver hinchas de otros equipos. Entre ellos, el mismo Farid, en un Pumas-Dorados. Él fue más a ver a Diego que a su equipo. Y señala que había tantos mexicanos como él. «Era una forma, al menos nuestra forma, de certificar su presencia. Aunque una presencia disminuida. Caminaba con ciertas dificultades. Causó mucha impresión verlo salir caminando con dificultades por el mismo túnel por el que había salido en el Mundial del 86, cuando Argentina fue local en cancha de los Pumas ante Corea y Bulgaria. Pero ese es un detalle. Lo que importa es la ovación que recibió. Todo el estadio lo aplaudió. Fue un momento muy emotivo que Maradona consolidó cuando saludaba a la gente, mucha con camisetas de Argentina», me dice. Y luego: «Era como un entrenador menguado, por sus problemas en las piernas. Se quedaba en la banca porque no podía salir tanto, así que salían Luis Islas y Mario García, sus asistentes argentinos. Pero lo importante es que jamás voy a olvidar ese momento». Lo de Diego en México fue el primer paso de una despedida que se consolidó en el fútbol argentino, cuando dirigió a Gimnasia y Esgrima La Plata. En cada estadio que visitaba lo recibían con honores. Videos, un sillón, parlantes, aplausos, cantos, saludos de dirigentes y excolegas. La televisión, a su merced. Diego era el negocio por antonomasia. Eso que descubrimos en Argentina había empezado en las canchas de México, donde a las personas mayores se les sumaron jóvenes que llegaron a su figura a través de las redes sociales o por relatos heredados. No en vano el periodista español Santiago Segurola
escribió que «resulta conmovedor que la vena autodestructiva de Maradona no logre apagar el eco de su leyenda». Otros, los menos, en cambio se tomaron la llegada de Diego a México en tono de broma. A veces con mal gusto. Se rieron de su aspecto, de su lentitud para contestar y, sobre todo, de su pasado vinculado a las drogas. Sin embargo, lo concreto es que en ese país no pasó por alto su figura. Ni siquiera al morir. «Fue un hombre que regaló mucha alegría, pero a la vez sufrió muchísimo por las consecuencias que impone la vida por haber sido esa usina de alegría», define Farid. Si bien el fútbol se abrió paso en Sinaloa, y tal vez eso es lo que se buscó con la contratación de Diego, lo cierto es que no sobran los jugadores simbólicos. Uno de ellos es el Maza Rodríguez, nacido en 1981 en Mazatlán, ciudad turística de Sinaloa. De ahí su apodo. Francisco Javier Rodríguez Pinedo es su nombre. Defensor, jugó en el Deportivo Guadalajara, PSV Eindhoven, Stuttgart, América y Cruz Azul. Otro destacado exfutbolista local es el Zorro Borgetti, de Culiacán, también en Sinaloa. Fue símbolo del seleccionado y del Santos Laguna. Jared Francisco Borgetti Echavarría también fue jugador de Dorados. La llegada de Diego consiguió que más allá de jugadores reconocidos se hable, por primera vez, de un club de Sinaloa. La revolución Maradona, como siempre pasaba a su alrededor, se produjo ni bien llegó a la ciudad. Todavía, me dicen amigos desde México, se cree que si a Diego le iba bien, se le ofrecería luego la dirección técnica del Tijuana, el otro club propiedad del mismo grupo empresario de Dorados. Como técnico, Maradona estuvo a las puertas de lograr el objetivo de llevar a sus dirigidos a Primera y no se le dio. Como Diego, se fue antes de tiempo. Sus rodillas reclamaban atención y él sabía que en Argentina, caminando o no, lo esperarían con los brazos abiertos.