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Ni siquiera sé si se llamaba doña Eulalia, aunque tampoco me he inventado el nombre. Al atardecer, invariablemente, cuando la luz recubría la cuesta empedrada de la calle con su polvo cenizo, el loro de Guinea gritaba: “¡Eulalia, Eulalia!”. Minutos después, tras los visillos, asomaba la mano regordeta, y, empujando la ventana con suavidad, introducía la jaula al interior. Había llegado a la ciudad con la intención de vender mis cuadros, reunir dinero suficiente y embarcarme, en busca de gloria y fortuna, hacia tierras extranjeras. Con escasas referencias, pero mucha decisión, me llegué hasta el barrio de los artistas y, no con poca lucha, conseguí instalarme en un maltrecho desván convencido de que la Providencia había puesto mi camino en manos de la mejor estrella. Era este barrio sitio de reunión de pintores, poetas, bohemios y toda clase de vagabundos y ropavejeros que en domingo solían extender por las aceras sus trastos, cachivaches, antigüedades, cuadros, dibujos, y hasta recuerdos de familia. Recitaban, cantaban, jugaban a las cartas, discutían los acontecimientos y noticias del momento, criticaban y reían mucho. De todos los rincones de la ciudad llegaban hombres y mujeres a manosear, a curiosear, a lucir sus galas, a buscar encuentros, a encontrar baratijas y sorpresas. Y —ya fueran simples aficionados o verdaderos conocedores— en sus ojos y sus movimientos flotaba una especie de embriaguez aventurera, febril y sonriente. Las mujeres abundaban más, o sería que yo las observaba con mayor interés, pues esperaba hallar alguna hermosa y rica heredera que, al estar mirando mis incipientes obras de arte, reparara en mi aspecto un tanto abatido pero digno y orgulloso, dignidad y orgullo que —me imaginaba— reflejaban mis sombreadas ojeras. Y no estoy haciendo alarde de mi mucha o poca gracia: fueron los otros pintores los que me hicieron notar esa particularidad en mi rostro 69
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de piel blanca, ellos los que se inventaron a la señorita locamente enamorada de mí. En aquellos principios —antes de que ese loro gris y doña Eulalia fascinaran mi quehacer y mis desvelos cotidianos—, soñaba yo con hacer el retrato de esa enamorada clandestina que vendría a visitarme, y trazaba en el lienzo los menores detalles de su cuerpo y vestido: el brillo del satén, los botines encarnados, los guantes blancos, los dedos largos, la transparencia marfil del velo sobre los cabellos negros, las sombras y texturas de la falda y encajes, la cintura estrecha. Como siempre me faltaron los rasgos de la cara, me di a la tarea de recortar la figura contra la ventana, de manera que, así como cambiaban sus ropas y los colores, el rostro permanecía siempre oculto, o por el velo, o por el chorro de luz que entraba del exterior. Pocas personas subían hasta mi estudio. Los pintores que llegaron a conocerlo, se iban desilusionados por la falta de alcohol y de alguna locura personal mía. Me encontraban “simpático”, pero soso, “buen chico”, y, palmeándome la espalda, “no está mal, no está mal”, echaban una rápida ojeada a los cuadros para despedirse de inmediato con el pretexto de “no queremos interrumpir tu trabajo, ya volveremos otro día. Adiós Fermín”. Lo que vendía eran generalmente paisajes de mi pueblo con sus casonas blancas, o de las calles del mismo barrio, bajo diversos efectos de luz que lograba dar con el toque de color y gracias a la consistencia de los polvos y tierras que le mezclaba al óleo y cuyo volumen y textura eran lo que, sin duda, interesaba a los compradores dominicales. Esas ventas me permitían ir viviendo con desahogo, sin despilfarros, pero sin estrecheces. ¿Cuándo empezaron el loro y doña Eulalia a filtrar su pequeño mundo habitual en el mío propio? Quizá en el momento de descubrir que el tal loro no era ese animal común verde y desagradable, sino un extraño pájaro gris de plumas muy sesgadas y ligeramente blancas, de una cola corta que, vista de frente, era por debajo una mancha roja bordeada del mismo gris blanquecino de las plumas del pecho. Quizá al advertir —una mañana no funcionó el viejo ascensor y, al ver la puerta de su casa abierta, me detuve a husmear en el rellano de la escale70
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ra— el extraño olor que brotaba desde detrás de los gruesos cortinajes que daban acceso a la estancia oscura: un olor amargo, seco, de polvo y encierro, dulzón hasta la náusea, con un dejo a anís, a hojas marchitas y a naftalina. Quizá, por último, al tratar de darle un rostro y un cuerpo a esa figura borrosa y a esas manos que se movían tras los visillos. Durante algún tiempo resistí la tentación de comprar unos binoculares, “es demasiada impertinencia”, me dije, recordando el respeto que siempre supe guardar en asuntos ajenos, pero, no sé, de pronto una tarde, frente al lienzo embadurnado y caótico, decidí —contra mi costumbre, pues de ordinario pintaba hasta muy entrada la noche— limpiar los pinceles y salir a buscar un tubo de color que no me hacía ninguna falta, aunque argüí que bien podría necesitarlo para el día siguiente que era domingo y todo estaría cerrado. Y así fue como me encontré en pleno centro aquella tarde, vagando sin rumbo y a merced del gentío que me empujaba de un lado a otro por las estrechas y alegres callejuelas sembradas de escaparates a cual más llamativo. Era día de pagos y de compras, inconfundible día de agitaciones mercantiles, bullicioso, estridente, largo, mitad verbena mitad combate, aturullado. No sé en qué momento me hice con los prismáticos. Tuve remordimientos e intenté abandonarlos en la mesa del café al que tampoco sé cómo entré. El mesero me atrapó en la puerta, ufano y servicial: —Olvida usted su paquete, caballero. —¡Ah!… Sí… Sí… Gracias, muchas gracias… Realmente exageré, y, para colmo, en mi desconcierto, ni siquiera le di una propina. No podré volver ahí, es claro. Regresé a casa apretando aquello con terror y vergüenza. Fue el primer domingo que no bajé a exponer mis telas al lado de los otros pintores y de los anticuarios. Sospecho que doña Eulalia me tendió una trampa, pues a partir de entonces los visillos se recorrían inopinadamente a cualquier hora del día, e incluso de la noche, dejando la intimidad de las habitaciones a mi entera curiosidad. Una pieza la ocupaba la cocina; la otra era un pequeño salón. Mas no fue tan fácil dar con el cometido de cada una 71
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de ellas, tal era el desorden y el amontonamiento de trebejos, cacharros y reliquias que en ambas había. Bien dice el dicho: “más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena”. No debí haber caído en la tentación. No debió don Pascual mirarme así y comentar entre dientes, mientras envolvía los comestibles que decidí llevarme en cantidad suficiente para no tener que bajar a diario y poder apostarme sin prisa tras la ventana: —¡Vaya cara! A ver si a este me lo embruja también el loro… Absurdo. Ahora resultaba que doña Eulalia era una especie de Copelius, de Circe, o de sabe Dios cuál de todas las brujas y demonios que encantan y seducen mortales. Me negué a aceptar tales insinuaciones, por supuesto, y no solo como una defensa contra la posible idea de una posesión, sino, simplemente, porque la vida cotidiana de los moradores del cuarto piso no tenía nada de particular. De modo que empecé a justificar mi espionaje diciéndome que acechaba para probar que eran puras habladurías. Dejé de pintar, de vender, de comer; con un ojo dormía y con el otro velaba; enflaquecí y empezaron las alucinaciones. En la habitación que hacía las veces de cocina, comedor y lavadero, se encontraban incomprensibles restos de madera, vigas, duelas, pedazos de yeso, vestigios de muebles, trapos, baldes, una escalera, cajones, un paraguas y algunas grandes ollas de cobre enmohecido formando un enorme montón de escombros que ocupaba la casi totalidad del espacio, de manera que solo se podía circular entre una mesa desvencijada donde doña Eulalia pasaba la mañana entera mondando verduras, el fregadero lleno de más trastos, y la estufa. Sobre esta mesa descubrí una caja de tamaño regular con una muñeca dentro. Doña Eulalia conversaba con ella sin sacarla de su envoltorio. En la otra pieza, la del balcón con el loro, retratos y estampas amarillentos cubrían las paredes alrededor del librero y de unos estantes que nunca vi abrirse y sobre los que se encontraban más cajas de muñecas. Un tresillo pardo, una alfombra que quizá fue azul, una mesa camilla con más retratos, figuritas de porcelana y jarrones, chicos y grandes y de cualquier tamaño, con viejas flores de papel. Al centro del techo, el candil de prismas rosados. 72
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Llegó el verano y la ciudad empezó a vaciarse como por encanto. Un espeso silencio se extendía por encima de los techos calcinados; las calles eran fuego líquido; las hojas de los árboles, peces sin aire; las ventanas abiertas de par en par, cuencas vacías; y párpados muertos las que se cerraron. Los pocos transeúntes de medio día no llegaban ni siquiera a hacer sombra en el pavimento, y las fuentes borboteaban inflamadas. Mi desván era un horno, pero más tenaz era la obsesión en que me encontraba sumido. Algo había cambiado en el mundo habitual de doña Eulalia: el loro no apareció más en su balcón, y perdí de vista la mano regordeta. Entre tanto, el calor alcanzó su máximo apogeo. Una noche —creo que me quedé dormido en el alféizar— desperté sudoroso y con fiebre. Decidí salir a buscar una farmacia y a dar después un paseo por alguno de los jardines de la ciudad. El ascensor no funcionó. La puerta de la casa, como aquella mañana, estaba abierta gritándome su tufo a la cara. Ningún ruido. Ningún movimiento. Entré. Un largo pasillo en penumbra sembrado de montoncitos de polvo, percheros en las paredes, paraguas, un pasillo más y otro más detrás de cada una de las puertas de vidrios opacos y sucios que fui abriendo. Quise regresar. Empujé los gruesos cortinajes del recibidor y rodé, no sé cómo, escaleras abajo. —Pero hombre, ¡qué sorpresa! ¿Dónde te escondes? Creí que ya te habías marchado. ¡Vaya casualidad! ¿Tienes algo qué hacer? Vamos entonces a tomar un refresco. Óscar me llevaba del brazo. El más charlatán de los pintores, tan elegante, tan fatuo. Venía solo de paso a buscar sus cosas pues se iba al extranjero —¡qué suerte!—. “Nada de eso, me caso, sí, riquísima… y bella… viajaremos en barco, imagínate, un trasatlántico… ya te escribiré… Caramba, tú siempre tan reservado…” Me enteraba sin oírlo, mi cabeza zumbaba y mi cuerpo era arrasado por calosfríos. Cuando menos me di cuenta, ya estaba otra vez en la buhardilla. Busqué los prismáticos por todas partes sin encontrarlos. Mi cuarto parecía misteriosamente vacío. En el cielo, la luna brillaba con gran intensidad, y en casa de doña Eulalia —contra lo acostumbrado— también la luz era muy 73
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intensa, de un blanco verdoso, y los visillos transparentes y ligeros volaban hacia afuera al impulso de un viento fresco que, de pronto, había empezado a soplar. Ella me ofreció una copa de anís. —Siéntese. Le esperaba. Tomó un antiguo álbum con cubiertas de plata realzada, ennegrecida; se sentó junto a mí, hizo saltar el broche que unía las tapas, y empezó a hojearlo relatándome todas y cada una de las anécdotas referentes a todas y cada una de las fotografías amarillentas. Lo extraño no era sentir que yo ya conocía esa nuca, esa voz, sus manos, esas historias, esos rostros y esos trajes, su olor, sobre todo su olor. Lo verdaderamente extraño fue el grito del loro, una tarde, “¡Fermín, Fermín!”, mientras yo continuaba escuchando a doña Eulalia con la vista fija en la borrosa figura que nos observaba, a través de unos prismáticos, desde el desván. Empujé la ventana con suavidad e introduje la jaula al interior.
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