HUGO HIRIART

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1 El mar y la noche

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o hay luna, llueve un poco en la profunda oscuridad. La mar está gruesa sin estar verdaderamente enfurecida: grandes olas suben y bajan un barco de guerra. El barco que se bambolea en las tinieblas es una cruza flotante: velero y también barco de vapor. Brillan sus grandes faroles trazando corredores de luz que suben y bajan; la tripulación de impermeables amarillos se mueve en silencio sobre la cubierta mojada. De pronto suena la alarma, fuerte, repetitiva, histérica. Los marinos se apresuran, suben a la cubierta, corren a sus puestos. Se oyen gritos. Algo se aproxima, no es una embarcación, es una extraña bestia marina y sus ojos verdes relumbran en la oscuridad. Desde el barco disparan un cañón y el ruido retumba opaco y monumental en la noche. El monstruo se arroja sobre la embarcación y le arranca un pedazo enorme de casco. En pocos minutos el velero y vapor hace agua y se hunde. Los faroles se sumergen, por unos instantes iluminan con luz verdosa el mar espumoso y agitado, luego se apagan y todo queda en el silencio y la oscuridad, como si nadie hubiera estado nunca ahí, entre esas olas de la mar gruesa. Semanas después, un periódico llamado El semáforo de Marsella publica en letras grandes esta noticia: Horrible destino de

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los marineros que zarparon de Nantucket, y en letras más pequeñas dice: El monstruo marino vuelve a atacar. Figura también un grabado del airoso velero y vapor, el Sherezada, que se había hundido en aquella noche funesta. Este periódico viajaba en el bolsillo del saco del profesor Aronax que estaba, por motivos de trabajo, en el Puerto de Veracruz, en el Golfo de México. El profesor era experto en las ciencias del mar y ahora paseaba con Jules, su sirviente, por el malecón. En aquellos tiempos los viajes a lugares distantes duraban meses y era muy común que la gente viajara con personas que eran una mezcla de secretarios, valetes, criados, confidentes; amigos no se puede decir, pero entre el señor y el sirviente muchas veces había respeto y cariño. El profesor paseaba por el malecón y se entretenía viendo cómo los zopilotes, buitres mexicanos, con su traje negro, se deslizaban silenciosos por el cielo entre las delgadas palmeras tropicales, cuando a lo lejos vio algo que le llamó la atención: se trataba de un pequeño teatro de títeres. —Vamos a ver –dijo el profesor a Jules–, vamos caminando aprisa. El teatro ambulante era pequeño y pobretón, pero en él cabían el mar y una tempestad y un barquito sacudido por las olas. Había muchos niños viendo la función y el profesor se sumó a ellos con la boca abierta. En el barco, un títere pequeño movía los brazos y se oía una voz que decía: —…Y Jonás dijo: «Yo soy, a mí me buscan… Yo desobedecí los mandatos de Dios… A mí me buscan… Arrójenme al mar y la tempestad se calmará…». El profesor aplaudió como niño cuando terminó la pre12

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sentación, estaba entusiasmado y echó en el sombrero que pasaron los pobres titiriteros dos grandes monedas de oro. —Pero, profesor –protestó Jules–, es mucho dinero. —Nada, nada, Jules –contestó Aronax–, la historia de Jonás me ha obsesionado desde que era niño. ¿Cuál puede ser el pez que se lo tragó? Envidiable experiencia viajar por el fondo del mar, ¿no crees? Pero la ciencia, la serenidad de la ciencia, nos obliga a rechazar la leyenda: tenemos que decir que el pez capaz de engullir a Jonás, el monstruo en el que navegó, no existe ni ha existido ni puede existir… Imposible, imposible… —Y sin embargo… –lo interrumpió Jules. —¿Qué? Son cuentos, te digo en el nombre de la ciencia que no puede existir… Imposible, imposible… —Digo que usted no se ha pronunciado acerca del monstruo que hunde los barcos… Podría ser un pez gigantesco, ¿no? —Aaaah, eso… Sí, se anda diciendo, en efecto… Ajá… –murmuraba pensativo el profesor. —Y usted no ha dicho que no existe… —Tampoco he dicho que sí existe… —No, no… Eludimos la pregunta –se burló el sirviente–. Driblamos, como en el futbol, nada por aquí, nada por allá, ¿dónde quedó el monstruo? —Es que no sé… Los testigos, los sobrevivientes dicen haberlo visto… lo juran, dan toda clase de detalles, ¿qué quieres que yo diga? —Que el animal no existe… después de todo usted no es sólo un simple profesor universitario, sino la máxima autoridad científica en cosas del mar… —Gracias, muchacho… 13

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—Yo digo lo que dicen… Porque la verdad, no sé –y Jules hacía gestos y ademanes de presumido–, pero es bueno trabajar para una celebridad, no para un cualquiera… —Debería organizarse una expedición para dar con el monstruo y acabar de una vez por todas con el enigma. Nosotros iríamos con gusto en ella… —Con gusto, no sé, pero iríamos, eso sí… Qué remedio. —Pero que no puede existir, no puede… Y sin embargo… no, no… en nombre de la ciencia lo digo… Imposible, imposible… Está claro: no es oportuno que hable. Y de inmediato se arrepintió de sus palabras. «No es oportuno» es frase que dicen mucho los políticos superficiales y frívolos, que piensan que en política todo es coyuntura, es decir: buena o mala oportunidad. Pueden tener éxitos momentáneos, pero nunca harán historia. Otros, en cambio, sólo piensan en el largo plazo y no perciben la coyuntura. Ésos son honestos, pero no logran plasmar sus proyectos. Los buenos políticos son los que miran a largo plazo, entran a fondo en la comprensión de los problemas y asumen riesgos, pero reduciéndolos, gracias a que no descuidan los cambios en la coyuntura. Pueden y deben a veces zigzaguear, pero no pierden el rumbo y la meta. En la política no hay grandeza sin riesgo, ni éxito sin oportunidad.

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2 En la Academia de Ciencias del Mar

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l profesor caminaba apresurado porque ese día se realizaban elecciones en la Academia de Ciencias del Mar. Y se elegía nada menos que la mesa directiva: Presidente, Secretario y vocales. Como ocurre siempre, la búsqueda del poder es competida. El profesor Aronax tiene un rival, el profesor Agustín Mancera, peruano, a quien llaman el Loco Mancera por sus hazañas como buzo en grandes profundidades. La elección es democrática, es decir, hay voto directo de los miembros de la Academia reunidos en Asamblea y los que no pueden asistir personalmente, como el doctor Piero Besudo, atrapado hasta nuevo aviso en los hielos de la Antártida, envían su voto por interpósita persona a la Asamblea. Al igual que las religiones, la milicia o la diplomacia, la política es ritual y simbólica. Por eso el auditorio del viejo inmueble de piedra rosada ha sido debidamente preparado para la ocasión. Una mesa cubierta con paño verde es el presídium, desde donde Stephen Murray, o Stiven Merri, como él mismo pronunciaba su nombre, irlandés experto en ballenas, dirige la sesión y, con la ayuda de una campanita, impone silencio a la concurrencia ya caldeada en sus ánimos cuando ingresa el profesor Aronax. El irlandés debe

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garantizar el cumplimiento de las reglas acordadas para que el acta de elección sea legítima. La democracia no consiste en elegir bien o mal, sino en hacerlo de manera legítima. Después de la lectura del orden del día y de despachar algunos asuntos menores, Murray hace el anuncio que todos esperan: —Y ahora pasemos a la elección de la mesa directiva. Suplicamos a los miembros de la Academia que pasen a depositar su voto. La tensión del profesor Aronax llega al máximo. Los sabios de las cosas del mar van pasando hacia el presídium y depositan su voto en una caja, que sirve de urna. Previamente la Asamblea ha designado a una profesora austriaca, Bertha Freedberg, rubia y muy guapa, como escrutadora, es decir, encargada de contar los votos y comunicar el resultado. Más allá de sus valores científicos, la elección de la profesora vienesa se debe a que su condición de mujer, con menos involucramiento político previo, le da a todos garantía de imparcialidad. Terminado el escrutinio, la señorita Freedberg pasa un papel al coordinador de la mesa, que lee en voz alta: —La votación para la presidencia está empatada entre los profesores Aurelio Aronax y Agustín Mancera. Al escuchar el anuncio de la guapa escrutadora, el profesor Mancera grita destempladamente: —Tú tienes voto de calidad –señalando a Murray–, decide con tu voto. Stiven Merri sabía que Mancera no estaba mintiendo y también era consciente de que su pronunciamiento le ganaría un encarnizado enemigo para toda la vida. Porque la pasión que desata la lucha por el poder obnubila la razón y 16

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es similar a la pasión de los celos. No se trataba en este caso sólo de votar en favor de alguien, sino también en contra de otro. Elegir es favorecer y excluir simultáneamente. Pero Merri tenía sentido de responsabilidad ciudadana y aunque palideció aún más su blanco rostro de pelirrojo, declaró solemnemente: —Mi voto es para el profesor Aronax. A esto siguió un estruendo: los partidarios del ganador aplaudieron de pie, se dieron la mano y se abrazaron, mientras los perdedores silbaron y abuchearon. El profesor Aronax subió al presídium y, calmadas un poco las cosas, habló. Su primer acto como Presidente fue darle al Loco Mancera el cargo de Presidente Alterno, pese a que lo aborrecía y lo juzgaba un inepto. Aronax mostraba sus dotes de político. Había ganado estrechamente y debía tender puentes. Mancera, humillado por la derrota, podía intentar por ejemplo abandonar esta academia, formar otra y dividir a los investigadores, cosa muy dañina. El profesor Aronax declaró que agradecía la confianza depositada en él y de inmediato informó que en su calidad de Presidente partiría en la expedición para identificar y capturar al monstruo de las profundidades, «hoy por hoy el asunto que más preocupa a las ciencias del mar». La Asamblea aplaudió el anuncio, con moderación próxima a la indiferencia.

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