Catorce voces sobre los 70 años de Adolfo Castañón

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Catorce voces sobre los 70 años de

Adolfo Castañón

José Alfredo Cabrera Editor

BONILLA ARTIGAS EDITORES

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Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos. Catorce voces sobre los 70 años de Adolfo Castañón

9 Primera edición: 8 de agosto 2022 D. R. © A cada autor por su texto D.R. © 2022 Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V., Hermenegildo Galeana 111 Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080 Ciudad de México Teléfono: 55 5544 7340 editorial@bonillaartigaseditores.com.mx www.bonillaartigaseditores.com ISBN: 978-607-8838-28-8 (Bonilla Artigas Editores) Coordinación editorial: Bonilla Artigas Editores Cuidado de la edición: José Alfredo Cabrera Morales Diseño editorial y de portada: Jocelyn G. Medina Impreso y hecho en México

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Contenido Presentación José Alfredo Cabrera

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Adolfo Castañón: el niño de las estampitas Malva FLores

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Setenta años de un ateneísta contemporáneo Alejandro Arras

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Castañón: el país de la invención y la lectura Laura Sofía Rivero

“Los libros nacen de la conversación”: la huella indeleble de Adolfo Castañón en El mundo de tinta Mirna del Carmen Martínez

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Adolfo Castañón: feliz estación florida César Arístides

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8 x 8.75 Ana Lorenia García

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La Boétie y Montaigne, Octavio Paz y Saint-John Perse: dos documentos inéditos sobre la amistad David Noria

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Tejedor de palabras Cristina Villa

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Castañón, el paseante [flâneur] mexicano Sebastián Pineda

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Adolfo Castañón José Javier Villareal

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Las comas del tiempo: un paseo por la poesía de Adolfo Castañón Fabián Espejel

El bosque, la luz, el agua y el fuego: una cartografía del cambio en A veces prosa Imelda Sevilla

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112

Adolfo Castañón, investigador de Alfonso Reyes Gerardo Maldonado

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Un jardín llamado Adolfo Castañón José Manuel Cuéllar

Iconografía Adolfina [incompleta]

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Con su saco de pana habitual.

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Castañón: el país de la invención y la lectura Laura Sofía Rivero

La fascinación que los periódicos y revistas tienen por las novedades editoriales hace que pronto desaparezcan de nuestro mapa colectivo algunas lecturas valiosas. Parecería que lo que importa es corretear a las imprentas (o, mejor dicho, dejarnos atropellar por su furor) y no leer con mirada autónoma, con candor, con curiosidad; por ello, vivir atado a lo actual obliga a un tipo muy específico de ceguera y de olvido. Si por mí fuera, las reseñas no sólo se abocarían a los libros publicados en últimas fechas sino que darían permiso de hablar sobre cualquier texto. Se reseñarían las lecturas más frescas en la historia personal sin importar si éstas se escribieron el mes pasado o en el siglo viii a. C. Serían un elogio al trazado de puentes y una comprobación del porqué los buenos libros siempre son actuales. Inspirada en ese ánimo que suelo encontrar insatisfecho, dedico estas líneas al libro Por el país de Montaigne: un cuaderno del viaje intelectual que Adolfo Castañón emprende a las tierras del ensayo y que, en mi opinión, es un texto al cual debiéramos regresar constantemente para bucear tanto en las profundidades del humanismo renacentista de Montaigne como en la imaginación crítica que Castañón despliega en cada apartado. Es poco decir que Por el país de Montaigne es un libro, pues se nos revela como un objeto multiforme: paseo, autorretrato, galería e invención. Como ensayista de ensayistas, Adolfo Castañón ha dedicado horas de lectura y escritura a grandes figuras del ensayo hispanoamericano y mundial.

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Las elecciones no son poca cosa: sus libros sobre Michel de Montaigne y Alfonso Reyes muestran no solamente su conocimiento cabal de este género sino su manera tan singular de acercarse a él. Su prosa es una comunión entre vida y erudición, pasa de la anécdota a las lecturas minuciosas, indaga a plenitud. Para muchos lectores a lo largo de la historia, Montaigne ha sido una figura de interés: su escritura porosa y su singular biografía hacen de él un sujeto mitológico que habitó el mismo planeta que nosotros pisamos. Prometeicamente nos legó un regalo invaluable: la autonomía de dudar y pensar por escrito ejerciendo una curiosidad sin límites. Adolfo Castañón trasciende los lugares comunes y sustenta su libro en un hallazgo personal cuando comenta que “amamos a Montaigne no como un personaje ni como a una persona, sino como a un lugar, a un país de inteligencia y libertad al que siempre deseamos volver”. De ahí que los textos de Por el país de Montaigne se lean no sólo como un estudio entre tantos otros que se han hecho, sino como un feliz paseo por ese país que tantos tesoros alberga. El libro deja una sensación espacial y vívida, nos recuerda lo mucho que leer se parece a caminar. Castañón recorre un sinfín de lugares donde Montaigne aguarda: recupera algunas de sus ideas centrales, lo pone en conversación con quienes han escrito sobre él hasta la fecha, narra su propia visita a la torre que aún ostenta las 57 sentencias inscritas en las vigas y reflexiona sobre los devenires del ensayo en nuestra tradición literaria. Además, confecciona unos útiles y bellos catálogos de fragmentos pertenecientes a otras obras que se saborean como cucharaditas de un festín: recopila las veces que Montaigne aparece en la obra de Alfonso Reyes y Octavio Paz, traza la orografía de la “cadena montañesca” de lectores que aluden a él en sus escritos (entre quienes se cuentan López Velarde, Arreola, Nietzsche, Cioran), nos revela algunos pasajes favoritos de los Ensayos y coloca las sentencias de la torre traducidas al español para que imaginemos lo que se-

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ría dormir bajo el personalísimo cielo de Michel Eyquem. Nuestros ojos se pasean por una biblioteca infinita que centellea y seduce, que invita a desnudarla por completo. Una de las razones por las cuales Por el país de Montaigne se camina, se trota e, incluso, se visita a caballo, es por la inclusión de viñetas y fotografías que acompañan el paso de las páginas. El libro de Adolfo Castañón es un deleite visual: 28 ilustraciones dialogan con los textos, nos adentran en los espacios de la vida de Montaigne e iluminan el rastro que su obra ha dejado en el mundo. Al leer deambulamos por una galería majestuosa: el castillo que da la bienvenida, los retratos y estatuas que muestran a un Montaigne con mostachos y gorguera, la portada de la primera edición de los Ensayos, un mapa de Burdeos en 1563, otras ediciones del libro fundacional, una página corregida por la mano del autor, la torre con sus vigas y ventanas, la biblioteca. Este libro es un museo. Adolfo Castañón nos invita no sólo a ir en búsqueda de las huellas dejadas por el padre ensayista, sino que convierte su selecta galería en un espacio de conversación pictórica. Retoma algunos de los maravillosos emblemas de Alciato para sumergirnos en la atmósfera renacentista y también reproduce una pintura de Dalí que, secretamente, charla con el autor francés. Además del paseo por el país del ensayo y la visita a su pinacoteca, el libro se nos revela como un autorretrato y un juego de espejos: imposible decir a qué autor vemos en cada frase, si a Montaigne o a Castañón. Quizá más oportuno sea afirmar que conocemos un poco de ambos y de la relación que entablan al pensar escribiendo. En las primeras páginas del volumen observamos el exlibris de don Adolfo: un curioso lector tomado de un grabado de Brueghel el Viejo a quien acompaña la breve sentencia escrita en español (“no sé si sé”) y en francés (ne sçais si sçais) que alude al famosísimo “¿qué sé yo?”. Los libros alrededor de Montaigne (ediciones, traducciones, estudios, etcétera) los conocemos por un apartado llamado “Michel de Montaigne y afines en los libreros de

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Al pie de la estatua de Montaigne, en la plaza Paul Panleve, Rue des Ecoles, París, 2008.

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A. Castañón”, una bella manera de revitalizar las bibliografías que suelen culminar los índices. Además de ese autorretrato construido a partir de los objetos bibliófilos, nos confiesa algunos pasajes de su vida como el surgimiento de su interés por los autores clásicos: su imaginación de niño los designaba como “los muertos a quienes se recordaba por haber escrito algo excepcional” y que “en la mayoría de los casos […] tenían el pelo largo y ensortijado; también el entrecejo fruncido y –dato esencial– la nariz aguileña”. El autorretrato pincelado en cada frase no es solamente biográfico, sino también intelectual. Castañón aventura reflexiones imprescindibles para pensar en las vicisitudes del ensayo y replantearnos cómo es que diversos ámbitos escolares han enfangado la concepción más generalizada que se tiene de él y de las formas que ha adoptado en nuestra tradición literaria: “Si el ensayo es el ‘centauro de los géneros’, como acuñó Alfonso Reyes, resulta que el ensayo hispanoamericano que tiende a difundir el sanedrín de la inercia es un centauro con mucho caballo político e ideológico y con poca humanidad ingeniosa y parco humor intelectual”. Por ello también afirma que “el verdadero patrón de lo que se ha llamado ensayo en Hispanoamérica parece ser Montesquieu y no Montaigne”. Esta aguda observación no se queda en el vacío. Basta leer la “Apología mínima de Raymond Sebond” para hallar una muestra de las posibilidades creativas y literarias del ensayo a través de la hábil pluma de Castañón. Es un texto de apenas dos páginas que evidencia la gracia inventiva del ensayo corto mediante una prosa pulida con exquisitez, imaginación capaz de recuperar el lenguaje popular sin perder ni una pizca de elegancia y mucho ingenio para ver las cosas desde donde nadie las ha observado antes. Digno sucesor de la prosa mínima ateneísta que en Torri o Reyes encontró su cúspide a principios del siglo pasado, la “Apología…” de Adolfo Castañón es viva muestra de la agudeza ensayística y de los centauros que disfrutan libremente de su humanidad creadora.

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Leer Por el país de Montaigne implica estar dispuesto a descubrir las razones por las que el ensayo es el arte de la selección: frases, motes y fragmentos se ponen en diálogo para reconstruir la propia mirada y, a partir de ella, edificar un mundo propio. Quien piense que la dimensión espacial más rotunda de la literatura son las librerías o las bibliotecas, descubrirá al leer este libro que la lectura en sí misma es la creación de un universo personal quizá más real que aquél donde nos despertamos día tras día. Por esa razón escribo para sumarme al gozo que produce la lectura y hago de estas líneas un humilde elogio al engarce de lectores que nace gracias a los

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Con Octavio Paz, Ramón Xirau, Enrico Mario Santí y Manuel Ulacia; presentación de las Obras completas de Paz, fce, 1994.

buenos libros: Montaigne, lector de los antiguos; Castañón, lector de Montaigne; yo, lectora de Castañón. La mejor manera de celebrar a un autor es extender su vida mediante el milagro del lenguaje impreso: la escritura es acaso la manifestación más perfecta y perdurable de nuestro paso por el mundo. Para recordar la importancia de pensar libremente y no dejarnos arrastrar por los absurdos de la época emulando la firmeza de Montaigne, hay que leer este libro de Adolfo Castañón, más actual que nunca. Sirvan estos párrafos como una invitación a que el contagio lector continúe y el país del ensayo sea caminado, explorado y reinventado bajo su amistosa guía.

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