Cleptocracia

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El origen: el ascenso de la tecnocracia

Corría el año de 1979. Revueltas sociales, revoluciones ideológicas, de liberación e incluso religiosas triunfaban y movían las piezas del tablero de la Guerra Fría. Una década después de las rebeliones juveniles, estudiantiles y antiautoritarias en París, Estados Unidos, México, Checoslovaquia y otras partes del mundo, el péndulo de la historia se movía hacia otro lado: un triunfante neoconservadurismo aliado con una poderosa maquinaria académica y financiera comenzaba a desmantelar el modelo de Estado benefactor o de “economía mixta”, como se le llamó desde distintos espacios de reflexión. En julio de ese año Paul Volcker fue nombrado presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos. Ordenó, de inmediato, medidas restrictivas para frenar la inflación a costa de lo que fuera. En unos cuantos meses remodeló la política monetaria de Estados Unidos. Su llegada anticipó la victoria del republicano Ronald Reagan, quien ascendió a la presidencia encabezando un proyecto hegemónico muy claro: derrotar en la carrera armamentista al “imperio del mal”, a la Unión Soviética —recién embarcada en una invasión a Afganistán—, e impulsar una política económica de grandes recortes fiscales y eliminación del modelo keynesiano. Reagan lideró una auténtica revolución conservadora y política que tuvo efectos inmediatos en México. En Gran Bretaña, Margaret Thatcher era ya la primera ministra. Con ella inició un giro neoliberal: fuertes recortes al gasto público, retiro del Estado de importantes áreas económicas y desmantelamiento de un modelo corporativo y sindical de fuerte tradición en Inglaterra. La Dama de Hierro 17

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se volvió modelo y heroína para los economistas que ansiaban promover el mantra: “A menor Estado, mayor mercado”. Con esa fórmula buscaban revertir la crisis de un modelo de posguerra que funcionó para levantar a las viejas potencias europeas, pero había generado una fuerte decadencia de la socialdemocracia en el poder y fenómenos de corrupción por todos lados. Ese mismo año el gigante dormido de Asia, la China de Deng Xiaoping, comenzó a despertar. Mao había fallecido en 1976. La prosperidad de Japón, Taiwán, Hong Kong y Corea del Sur presionaron a la potencia china para revertir décadas de atraso y aislamiento. Con enorme pragmatismo, el gobierno liberalizó la economía, pero mantuvo el control, y el posmaoísmo dio un viraje del colectivismo al capitalismo de Estado, conducido con un puño férreo por el gobernante Partido Comunista. En el Medio Oriente se presagiaban cambios profundos de la mano de una transformación del mercado petrolero, dominado por los gigantes productores de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (opep). En Irán, también en 1979, triunfó una revolución islámica encabezada por el ayatolá Jomeini, que modificó la geopolítica en esta zona. Los acuerdos de Camp David —firmados entre Estados Unidos, Egipto e Israel— generaron una reacción inmediata en el islamismo político en todas sus vertientes. La Unión Soviética se embarcó en una guerra de invasión en Afganistán que destruyó la economía de ambos países, dejó más de un millón de muertos y aceleró la debacle soviética. Una nueva era se gestó a punto de que arrancara la década de los ochenta. Comenzó en 1979 y alcanzó su auge en 1989, cuando Reagan, Thatcher, Helmut Kohl (canciller alemán) y Deng Xiaoping celebraron desde sus trincheras el derrumbe del modelo soviético, el fin de la Guerra Fría, el inicio de otro ciclo histórico marcado por las ideas de economistas como Milton Friedman y la filosofía ultraliberal de Friedrich Hayek. Llegábamos al “fin de la historia”, como proclamó en un ensayo provocador Francis Fukuyama, porque el liberalismo triunfador ya no tendría una antítesis. En nombre de la libertad, se redujo la seguridad social. En nombre del mercado, se reforzaron los mecanismos represivos del Estado a cambio de 18

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favorecer al sector financiero y desplazar al viejo capital industrial. Comenzaba la era del libre comercio, del derrumbe de las barreras arancelarias, del proteccionismo, de la ronda de negociaciones del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (gatt, por sus siglas en inglés), la cual daría paso a la posterior conformación de bloques geoeconómicos y geopolíticos. Se pasó, entonces, de la Guerra fría a una guerra abierta entre los mercados emergentes y las economías industrializadas. La historia no llegaba a su fin, simplemente se abrían nuevos escenarios sobre viejos problemas estructurales. Para que la “mano invisible” del mercado funcionara, era necesario colocar de manera visible al frente del Estado a una nueva élite de funcionarios expertos en el dominio del lenguaje neoliberal, adiestrados en las medidas monetaristas y proclives a sumarse a la ola de la guerra de los mercados; estos funcionarios buscarían que sus naciones se integraran a las potencias hegemónicas, promoverían al interior de sus países el desmantelamiento del “Estado obeso”, del “Estado paternalista”, e identificarían a un nuevo e inasible enemigo: el “populismo nacionalista”. El monetarismo dejó de ser una corriente de conocimiento econométrico que abogaba por medidas de disciplina fiscal y monetaria para evitar enormes déficits. Se transformó en dogma. No era una variante de pensamiento económico sólida (como el keynesianismo), pero adoptó como gurú a Milton Friedman —profesor de economía de la Universidad de Chicago— y a otros académicos y politólogos, como el filósofo y economista vienés Friedrich von Hayek, enemigo férreo de la economía centralmente planificada y de los modelos socialistas. Por la influencia de ambos personajes, surgieron los términos Chicago Boys —que se refiere a los seguidores de las tesis de Friedman, educados en la Universidad de Chicago— y neoliberal, para los partidarios de los estudios de Hayek. Los economistas y politólogos de esta generación se convirtieron en una cofradía multinacional, con un plan muy ambicioso y global para tomar el poder político. La otra gran matriz de los tecnócratas fue la Universidad de Harvard, donde Samuel P. Huntington y otros pensadores estadounidenses 19

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e­ ncontraron la cuadratura al modelo: promover “democracias funcionales” al modelo monetarista y desmantelar o “capturar” a los sistemas políticos autoritarios, paternalistas, también llamados “populistas”, para convertirlos en aparatos al servicio del libre mercado. La “promoción de la democracia” sirvió en algunos casos como ca­­ballo de Troya para impulsar ese modelo. En otras circunstancias, si el modelo autoritario funcionaba, con mucho mejor razón lo capitalizaban a favor del viraje promoviendo la “toma del poder”. Ésas eran las recetas de grandes politólogos como Huntington o de estrategas políticos como Henry Kissinger. En 1973 el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile y la oleada de dictaduras en Brasil, Uruguay y Argentina sirvieron para demostrar que el neoliberalismo entraba por la puerta del autoritarismo militar. Los generales controlaban a la población y los tecnócratas aplicaban el modelo ensayado en las aulas de las universidades de Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania. La dictadura de Augusto Pinochet en Chile permitió ensayar el aterrizaje de estas tesis. En México era muy costoso un golpe de Estado militar. No había condiciones políticas ni sociales para eso. El país padecía una “guerra sucia” contra grupos guerrilleros muy organizados en el sur y el norte del país. La derecha partidista estaba dividida. Las clases medias rechazaban los excesos autoritarios después de la matanza del 2 de octubre del 68 y el halconazo de 1971. Al final del sexenio de Luis Echeverría, se propagó el rumor de un golpe militar a la luz del enfrentamiento entre el presidente y la iniciativa pri­vada, pero la participación de los militares en la política había ido declinando desde Lázaro Cárdenas (22% de los cargos) hasta Echeverría (1.86%) y la subordinación de los altos mandos castrenses al presidente y al mando civil era total.1 1  Véase

Miguel Basáñez, La lucha por la hegemonía en México 1968-1980, Siglo XXI, México, p. 58.

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En México las estructuras a colonizar serían el Partido Revolucionario Institucional (pri) —el “partido hegemónico” que había gobernado durante más de cinco décadas y evitado una nueva revolución social—, las altas burocracias políticas y el gabinete presidencial. Una callada revolución conservadora se gestó al interior de esas élites mexicanas. La economía mexicana formó parte del Consenso de Washington, un conjunto de recetas que se convirtieron en paradigma internacional, con tres ejes centrales para un nuevo modelo de desarrollo: a) El repliegue del “Estado obeso” de las áreas de la economía y —sobre todo— la disminución de su papel como eje de la industrialización nacional, regulador económico y responsable del otorgamiento de subsidios al consumo y a la producción. b) La privatización de las compañías estatales, en una operación muy amplia para crear una nueva burguesía y élite empresarial de la mano de los tecnócratas. c) La liberalización y apertura del comercio y de la inversión, es decir, la promoción del libre mercado y el fin del proteccionismo (al menos en los países periféricos), a condición de que sea aprobada por los organismos financieros internacionales.

La revolución neoliberal en México El modelo de “Estado obeso” engendró a una clase política caracterizada por su corrupción. México no fue la excepción. Vinculada al nacionalismo, las empresas paraestatales y el proteccionismo, esta clase política amasó grandes fortunas desviando fondos públicos al amparo de la administración de un Estado benefactor y la impunidad. Pero a partir del cambio de modelo se promovió a una nueva generación de políticos formados en universidades extranjeras, expertos en el manejo de las finanzas públicas, apoyados por los empresarios y los grupos 21

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de poder en franco desafío con el modelo anterior. Estos tecnócratas dejarían de ocupar un lugar subordinado en la administración pública. Escalaron desde los cargos tradicionales en el Banco de México y en la Secretaría de Hacienda hasta la cúpula del poder en nuestro país: la presidencia de la República y el dominio del pri. Antes de este cisma interno, los “técnicos” —que no tecnócratas, aún— jugaban un papel subordinado a los “políticos”, quienes provenían principalmente de las corporaciones de obreros, los grupos populares, campesinos y las organizaciones universitarias (en 90% pertenecientes al pri), y en su mayoría eran abogados. La movilidad ascendente en el esquema burocrático se debía al padrinazgo, la lealtad y la habilidad personal. Miguel Basáñez —en el primer estudio amplio en México sobre la disputa entre los grupos políticos— ubicó a los “técnicos” en un nivel subordinado y concentrado en las instituciones financieras públicas: Banco de México —creado en 1925 a iniciativa del fundador del Partido Acción Nacional (pan), Manuel Gómez Morin—, la Secretaría de Hacienda, Nacional Financiera, el Banco Nacional de Obras y Servicios Públicos (Banobras) y la Secretaría de Economía (que luego se convertiría en la Secretaría de Industria y Comercio, de 1958 a 1976; su principal titular fue Raúl Salinas Lozano —de 1958 a 1964—, padre del futuro presidente y líder de la tecnocracia: Carlos Salinas de Gortari). Los técnicos surgieron de los estratos de la clase media o alta; su reclutamiento se realizaba a través de las instituciones de educación superior o de las áreas financieras de los sectores público y privado, y estaban regidos por dos grandes corrientes: monetaristas y estructuralistas. La distinción entre ambas corrientes inició en 1944 con el establecimiento del orden financiero internacional de la posguerra: por un lado, el Fondo Monetario Internacional (fmi) y el Banco Mundial (bm), dominados por la corriente monetarista que le da gran importancia al funcionamiento libre de los mercados y a los mecanismos de los precios, y por el otro, la Comisión Económica para América Latina (cepal), que puso siempre el acento en una “intervención consciente” del Estado para regular la economía. 22

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Históricamente, en México los monetaristas tuvieron a un líder ideológico y político que fue Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda en dos sexenios consecutivos (1958-1970), presidente del fmi y del Banco Mundial, impulsor de la carrera académica y política del propio Salinas de Gortari y padrino de muchos funcionarios y “técnicos”. Los estructuralistas, en cambio, estuvieron siempre más dispersos, sin un líder identificable y con la influencia nacional e internacional tan amplia como Ortiz Mena. El ascenso de las secretarías “técnicas” a los centros neurálgicos del poder político provocó un auténtico cisma al interior de la élite gobernante de México. Esto ocurrió, en sintonía con los sucesos internacionales, en 1979. El 21 de mayo de ese año renunció como secretario de Programación y Presupuesto Ricardo García Sainz, quien ocupó brevemente esta dependencia clave en el gabinete de José López Portillo. García Sainz sustituyó a Carlos Tello Macías, quien había dejado el puesto por haber estado en desacuerdo con la postura del entonces secretario de Hacienda, Rodolfo Moctezuma Cid, de aceptar la injerencia del fmi en la política interna; la disputa terminó con la renuncia de ambos funcionarios. Era un pleito de forma y fondo entre monetaristas y estructuralistas, que no pudo mediar López Portillo, quien en su política económica buscó conciliar ambas corrientes. El estructuralismo, o cepalismo, plantea que frente al conflicto entre economías centrales (Estados Unidos) y las periféricas (América Latina) es necesario impulsar la productividad y apropiarse de los frutos del progreso tecnológico. Incomprendidos por las izquierdas —que los acusaron de promotores embozados del capitalismo— y despreciados por las derechas —que buscaban la plena integración a las economías centrales—, los cepalistas eran una amenaza para el avance de la agenda neoliberal y, en especial, de los monetaristas. Por su parte, los monetaristas defendían la necesidad de un control de la inflación y de seguir los dictados del fmi. Fueron los promotores de una reconciliación con los poderosos empresarios del Grupo Monterrey, quienes terminaron confrontados con Echeverría a raíz del asesinato del patriarca Eugenio Garza Sada, cometido por guerrilleros de la Liga Comunista 23 23

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de Septiembre en un intento de secuestro, y con el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios (cmhn), ya dominado por el presidente de Grupo Televisa, Emilio Azcárraga Milmo, el Tigre. Esas dos corrientes irreconciliables mantuvieron la tensión en el gobierno de López Portillo, quien, si bien sabía mucho de teoría general del Estado, entendía poco de macroeconomía. López Portillo decidió abrir el “mercado político” con una de las primeras grandes reformas electorales (1977-1979) que modificaría a posteriori el modelo de partido único. Las renuncias de Tello Macías en 1977 y la de García Sainz en 1979 fueron una victoria clara para la corriente monetarista, representada en ese entonces por Miguel de la Madrid, un economista que trabajó durante 14 años en los círculos financieros y hacendarios privados. Junto con la llegada de Miguel de la Madrid a la Secretaría de Programación y Presupuesto (spp), en julio de 1979, ascendió un joven economista egresado de Harvard, Carlos Salinas de Gortari, nombrado secretario del gabinete económico en sustitución de Antonio Ugarte. No fue un simple cambio de estafeta. Con Salinas llegó un grupo muy compacto, mejor conocido como la “familia feliz”, que compartía una creencia firme en el monetarismo y una alineación muy clara al modelo promovido por Reagan y Thatcher. Salinas provenía de esta doble estirpe que mencionamos: hijo del exsecretario de Industria y Comercio Raúl Salinas Lozano, quien aspiró a ser candidato presidencial en 1964, pero al final fue seleccionado Gustavo Díaz Ordaz, y, por otro lado, alumno y protegido de Antonio Ortiz Mena, poderoso exsecretario de Hacienda durante la era del desarrollo estabilizador y el enlace con los organismos financieros internacionales más importantes. La mancuerna De la Madrid-Salinas redactó los dos grandes proyectos económicos nacionales que se convirtieron en la hoja de ruta del ascenso de la tecnocracia y de su proyecto neoliberal en los próximos años: el Plan Global de Desarrollo (1980-1982) y el Plan Nacional de Desarrollo (19821988). En ambos, los doctores en economía plasmaron las tesis aprendidas en las aulas estadounidenses: control estricto de los precios para frenar la 24

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inflación, reducción del gasto público y liberalización del mercado interno y externo. Por razones propagandistas, no le llamaron neoliberalismo, sino modernización. Desplazaron al nacionalismo revolucionario, que sirvió como elemento de identidad del priismo, para promover la “solidaridad” y un ensayo poco creíble de readoctrinamiento denominado liberalismo social, en el sexenio de Salinas. El ascenso de este grupo fue un auténtico golpe de Estado interno. Incruento, en apariencia, se valió de su principal elemento de fortaleza: la cohesión del “grupo compacto” frente a la dispersión y la disputa de los otros grupos y clanes políticos involucrados en escándalos de corrupción en un contexto internacional favorable para su ascenso, especialmente desde Estados Unidos. No sólo tomaron el control de la Secretaría de Programación y Presupuesto, del Banco de México y de la Secretaría de Hacienda, sino que lograron desplazar del gabinete a dos poderosos políticos que se perfilaban como presidenciables: Porfirio Muñoz Ledo, quien renunció en 1978 a la Secretaría de Educación Pública, acusado de ser un aliado del echeverrismo, y Jesús Reyes Heroles, el cual dejó la Secretaría de Gobernación en 1979 tras impulsar la más ambiciosa reforma político-electoral de la historia priista. La “administración de la abundancia” —alternativa al viejo modelo del desarrollo estabilizador— que prometió López Portillo degeneró en un escándalo de corrupción. Fue el primer gran registro de una crisis al interior de la élite política mexicana que se resolvió con una sucesión presidencial a favor de Miguel de la Madrid. A diferencia de la “familia feliz” nucleada en torno a De la Madrid-Salinas y su “grupo compacto” de la spp, el rival más poderoso al interior de la tecnocracia, David Ibarra Muñoz —secretario de Hacienda de 1977 a 1982—, carecía de un núcleo articulado que expandiera su influencia en otras áreas de la administración pública y mucho menos al interior del pri. Incluso, dos de los principales colaboradores de David Ibarra —­Jaime Serra Puche, subsecretario de Ingresos, y José Ángel Gurría, director g­ eneral de 25

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Crédito Público— mantenían estrechos nexos con el “grupo compacto” salinista. Ibarra tuvo razón en su agria disputa con la spp: las cifras del enorme déficit público fueron maquilladas (490 mil millones de dólares), cuando —en realidad— ascendían a más de 600 mil millones de dólares. En sus memorias, Mis tiempos, López Portillo admitió que el secretario de Hacienda había tenido razón, pero ya se había decantado a favor de Miguel de la Madrid para la sucesión. López Portillo vio claramente la disyuntiva, pero fue ingenuo ante lo que estaba en juego. El mandatario no pudo evitar la debacle, sino que formó parte de ella. Cuando declaró, en su último informe de gobierno, “ya nos saquearon, no nos volverán a saquear”, en realidad estaba asumiendo que una poderosa alianza entre tecnócratas y banqueros había arribado desde los centros financieros nacionales e internacionales a las posiciones más importantes del gobierno. El grupo tecnocrático en ascenso le preparó, además, un duro y certero expediente de corrupción que lo involucraba a él, su familia, sus principales colaboradores y prominentes funcionarios del sector petrolero, como Jorge Díaz Serrano, entonces director general de Pemex, o el jefe de la policía capitalina, Arturo el Negro Durazo, quien, a su vez, fue el primer caso escandaloso y público de un funcionario con nexos con el crimen organizado. A López Portillo le pasó lo mismo que a su antecesor, Luis Echeverría: no pudo garantizar la continuidad de su proyecto y de su élite, porque ya había sido derrotado el viejo modelo de Estado proteccionista e interventor ineficaz en el manejo de la economía, y había perdido la hegemonía ante el ascenso de la nueva tecnocracia, apadrinada fuertemente desde el exterior y aliada ya a los poderosos grupos empresariales y del corporativismo sindical priista, encabezados por Fidel Velázquez, el dirigente de la Confederación de Trabajadores de México (ctm), quizá el hombre más poderoso en aquel sistema político mexicano después del presidente de la República. En medio de la crisis económica desatada en 1981-1982, Velázquez y el sindicalismo priista eran la mejor garantía de estabilidad, control del 26

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­ escontento obrero y preservación del sistema. Además, el líder sindical d tenía otro rasgo de identificación con los tecnócratas y los grupos empresariales: la democratización del sistema no le interesaba; asimismo, los viejos disidentes legalizados con la reforma política del lopezportillismo (el partido comunista, los exguerrilleros y los sinarquistas) constituían una auténtica amenaza para el legendario hombre de las gafas oscuras.

La crisis, según López Portillo El relato de López Portillo en Mis tiempos sobre lo sucedido en 1982 y la decisión de nacionalizar la banca y establecer el control de cambios a finales de agosto, la cual fue anunciada en su último informe de gobierno el 1 de septiembre, describe a un presidente acorralado y “manipulado” por su propio gabinete económico. El 17 de febrero López Portillo tomó la decisión de que el Banco de México abandonara el mercado cambiario. Al día siguiente el presidente informó su golpe de mando y el gabinete económico tomó medidas en materia de gasto público, crédito, precios, salarios, comercio exterior e interior. El 28 de febrero López Portillo redactó: Hace ocho días entramos a esta vorágine. El dólar se ha ido para arriba, aunque hoy, a pesar de no ser un día propicio, le dimos un agarrón a los especuladores. El lunes les daremos otro más fuerte, para fijar en unos días más el precio entre 43 y 45, para estar subvaluados y tener un colchón para fin de año. Días de rumores. La clausura a los establecimientos que reetiquetaron dio frutos. Parece que doblan las manos y así iniciamos el control real de la inflación; pero de todas maneras van a ser fuertes.2

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José López Portillo, Mis tiempos. Biografía y testimonio político, Fernández Editores, México, 1988, p. 1180.

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El optimismo del presidente, su último aliento en medio del caos, se transformó en profundo pesimismo. La devaluación brusca del peso no resolvió nada; por el contrario, agravó la crisis. El 17 de abril López Portillo admitió en su diario: Me da la impresión de que caímos del sartén a las brasas. Estoy incómodo y me siento manipulado. Nada se ganó con la devaluación y, contra mi decisión, seguimos perdiendo reservas. Tendré que hacer algo heroico a partir de la próxima semana.3

Tres días después, el 20 de abril, López Portillo afirmó que la crisis continuaba: “Caí en la trampa que quise evitar”, sentenció. Y, por primera vez, anotó que buscaba otras medidas “heroicas”, como la doble paridad “y aun la nacionalización de la banca”.4 Todo esto se planeó sin informarle al equipo del candidato presidencial: Miguel de la Madrid. Para junio López Portillo mostraba en su carácter rasgos de paranoia. Acusó la existencia de una “campaña de desprestigio” que venía de Estados Unidos, de las agencias de inteligencia, “presentando a mi gobierno como de profunda corrupción y a mí como un sinvergüenza y nada menos que como el sexto hombre más rico del mundo”. Resolvió “quitarles la publicidad a las revistas que por sistema desprestigiaban al régimen, como Proceso, Impacto y Crítica Política”. Decidió vengarse con los mensajeros, no modificar el mensaje, no defenderse y menos admitir sus errores, sus excesos y que la disputa al interior del gabinete la había ganado el equipo de tecnócratas que encabezaba su sucesor. Un día antes de la nacionalización de la banca anotó en su diario: México ha sido saqueado. Al ir reuniendo los datos para el Informe, me fui dando cuenta a fondo de la gravedad del problema. 3  4

Ibidem, p. 1200. Ibidem, p. 1203.

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Por lo menos 14 mil millones de dólares en cuentas de mexicanos en Estados Unidos; 30 mil millones en predios, de los cuales ya han pagado 9 mil millones en enganches y servicios, 12 mil millones de mex-dólares. He acordado, y lo anunciaré mañana, nacionalizar la banca y un control total de cambios. Es increíble, toda la inversión extranjera, desde el origen de nuestra historia, llega a 11 mil millones de dólares, de los cuales 8 mil son estadounidenses. Cinco veces es más alta la inversión mexicana en el exterior. ¡Qué vergüenza! ¡Qué asco! Voy a actuar, tope en lo que tope.5

Y actuó. La nacionalización de la banca fue la última decisión del presidencialismo del viejo modelo derrotado, acorralado, intervenido. La crisis de la deuda externa (80 mil millones de dólares entonces) fue el pretexto ideal para que entrara el Fondo Monetario Internacional a “ordenar la casa” e imponer sus rígidas condiciones. A siete lustros de distancia, esa misma crisis no se ha resuelto. Vuelve a ser una “olla de presión” a punto de explotar. En 1982 esa deuda ascendía a 80 mil millones de dólares y generó el derrumbe de la economía. Ahora, 35 años después, en mayo de 2017, las cifras de la deuda externa ascienden a 185 mil millones de dólares, según el Banco de México. Más grande y gravosa es la deuda pública interna que asciende a 5 billones 473 mil 800 millones de pesos, una auténtica bomba de tiempo que representa más de 50% del producto interno bruto (pib). El 13 de septiembre de 1982, ya como presidente electo, Miguel de la Madrid desayunó con López Portillo. Al respecto, esto dice en sus memorias: Después del desconcierto inicial, tengo la impresión de que ya asimiló la medida y empieza a funcionarle dentro de su esquema de gobierno. Claro, fue totalmente inesperada y sin duda transformó muchas cosas que ya tenía resueltas […] Y es que fue un golpe seco del que todavía no se repone nadie. Ni yo mismo.6 5  6

Ibidem, p. 1232. Ibidem, p. 1253.

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El ataque contra López Portillo se debía a las acusaciones de enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias y nepotismo. Él mismo lo advirtió en su última nota, del 8 de noviembre de 1982, cuando recordó que Jorge Díaz Serrano le informó que tenía un documento, certificado, “del que resulta que un agente del Departamento de Justicia de Estados Unidos, intentó cohechar a un testigo en el lío del soborno a Pemex para que involucrara al propio Jorge, al licenciado Herrera y a mí. ¡Desgraciados!”7 Así sucedió. López Portillo pasó a la historia no como el nacionalizador de la banca, el artífice de la “administración de la abundancia petrolera” o el que apoyó la apertura del sistema a través de la reforma política, sino por ser un emblema de la corrupción y de la ineficacia. Su sucesor —Miguel de la Madrid— emprendió una campaña llamada “renovación moral de la sociedad”, cuyo principal ejecutor —Samuel del Villar— sólo pudo llegar a implementar algunos elementos superficiales. La corrupción de aquella época palidece frente a la que siguió con el ascenso de la tecnocracia y la que vivimos desde los tiempos de la doble alternancia pan-pri. Los grandes casos de la “renovación moral de la sociedad” son pequeñas muestras ante los desvíos multimillonarios de personajes como Javier Duarte, César Duarte, Roberto Borge o expedientes de triangulación financiera-empresarial que explicaremos en los siguientes capítulos. Tan sólo los análisis de la Auditoría Superior de la Federación en los años 2011-2015 del gobierno de Javier Duarte en Veracruz registraron un desvío de más 61 mil millones de pesos. De cada 100 pesos del gasto público, 85 tienen un destino incierto, tanto en el mandato de Duarte como en el de su antecesor Fidel Herrera, de acuerdo con la misma Auditoría Superior de la Federación. A 35 años de distancia de aquel primer gran cisma queda clara la tesis de esta obra: la cleptocracia que hundió al viejo modelo fue superada con creces por la tecnocracia que tomó por asalto el poder y emprendió un modelo económico neoliberal, excluyente y profundamente autoritario en lo político y social. 7

Ibidem, p. 1270.

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La cleptocracia de estos tiempos es una clara degeneración de aquella tecnocracia que ascendió y buscó aliados en la vieja clase política. Su método no ha cambiado desde entonces: aprovechan la incertidumbre y las fuertes divisiones que genera el proceso de sucesión presidencial en un sistema político como el mexicano.

El plan delamadridista El Plan Nacional de Desarrollo —elaborado por Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari— constituyó la postura más ortodoxa y monetarista que se había planteado hasta entonces para cambiar las bases del desarrollo económico del país. La nueva política de gasto público sería guiada por los siguientes ejes: a) la reducción de la participación relativa en el servicio de la deuda, b) la disminución del déficit público, c) la contención del crecimiento de gasto corriente, d) el reforzamiento de la “dimensión social” del gasto, sin especificar mucho a qué se referían, e) la reestructuración de los subsidios o, en buen castellano, su eliminación y f ) la reorientación de la inversión pública, que debería crecer a una tasa entre 8 y 10% anual.8 El desmantelamiento de las empresas paraestatales y la ola de privatizaciones iniciaron con Miguel de la Madrid y siguieron, implacables, hasta el sexenio de Enrique Peña Nieto. En 1982 había mil 155 empresas paraestatales, de todo tipo, la mayoría ineficaces. Para 2006 quedaban sólo cinco de esas empresas. Con el delamadridismo se privatizaron las empresas que no se consideraban estratégicas; entre ellas las de enseres electrodomésticos (Acros, Aceros Esmaltados, entre otras), empresas metalmecánicas (Grupo Rassini, Forjamex, Mecánica Falk), de refrescos y aguas minerales (Embotelladora Garci Crespo, Manantiales San Lorenzo), hoteles (El Presidente, Galería, 8

“Plan Nacional de Desarrollo, 1983-1988”, en Antología de la planeación en México, vol. 10, Fondo de Cultura Económica / Secretaría de Hacienda y Crédito Público, México, 2000.

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CLEPTOCR ACIA. EL NUEVO MODELO DE LA CORRUPCIÓN

Aristos, entre otros), ingenios y otras empresas que no tenían ningún papel esencial en la economía. Asimismo, también se sentaron las bases para la devolución de la banca nacionalizada en 1982, mientras se creó un mercado paralelo de casas de bolsa, donde emergieron los futuros nuevos barones de la banca privada: Carlos Slim, Roberto Hernández, Carlos Cabal Peniche, entre muchos otros. También se establecieron las bases para la apertura comercial. El gobierno de Miguel de la Madrid dio los primeros pasos para la integración plena con América del Norte. Si bien rechazó la iniciativa de Ronald Reagan de crear una zona económica estadounidense, aceptó el ingreso de México al gatt, al tiempo que cedió en el protagonismo diplomático que nuestro país tuvo en la guerra de Centroamérica. En diciembre de 1987, en vísperas del inicio de la campaña presidencial del año siguiente, en medio de una nueva ola de crisis económica y especulación financiera, el gobierno de Miguel de la Madrid ordenó la firma del Pacto de Solidaridad Económica entre los “tres sectores”: empresarios, sindicatos y gobierno. Aquí volvió a jugar un papel central el líder del corporativismo obrero priista, Fidel Velázquez, quien automáticamente se colocó como un interlocutor y aliado necesario de los tecnócratas para continuar el proyecto sin agudizar la fractura priista que ya se había dado ese mismo año con la salida de la Corriente Democrática. El Pacto de Solidaridad Económica —que “expropió” el término solidaridad, utilizado por ciudadanos y activistas tras los sismos de 1985— implantó los cimientos para el futuro control de los sectores productivos en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. El titular de la spp en turno —Pedro Aspe— comenzó a tener un papel protagónico en el seno de la tecnocracia, la cual había tomado el control de los ejes más importantes de la política económica. Los escándalos de corrupción del primer círculo presidencial no fueron tan espectaculares en el sexenio de Miguel de la Madrid como en el de su 32

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