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Considero, personalmente, que el concierto que hicimos el 20 de diciembre de 1976 bajo el nombre de Malice, en nuestra escuela, el St. Wilfrid, fue el primer concierto que hizo The Cure. Es verdad que ya habíamos hecho algo similar unos días antes en una sala de la Worth Abbey para la fiesta de Navidad de Upjohn, o que en 1973 habíamos hecho una «actuación» un poco rara en The Obelisk, pero ese fue nuestro primer concierto completo. Habíamos contratado a un chico un poco raro llamado Martin Creasy para que hiciera de cantante. Trabajaba de periodista en el diario local, así que quizás publicara una crítica en él. Nunca he sabido si lo hizo. Me acuerdo de que imitaba perfectamente a David Cassidy. Había convencido a mi madre para que me comprara una malla negra de cuerpo entero para el concierto de esa noche. Así es como vestían los bateristas que había visto en las fotos. Iba a complementar mi atuendo con un maquillaje a lo Alice Cooper. Me encantaba Alice. En los vestidores de la escuela me puse la malla. Tenía el rímel negro para pintarme la cara, pero no conseguía lograr el efecto deseado; estas cosas rockeras eran más complicadas de lo que parecían. La novia de Robert, Mary, estaba ahí. Tenía confianza con ella porque habíamos ido juntos a la misma clase en la escuela y le pedí si me podía pintar como quería; eso fue lo que hizo. Estoy seguro de que quedó muy bien y que me hizo exactamente lo 75
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que quería, pero estoy muy contento de que no haya ninguna foto de mi aspecto de esa noche. La actuación empezó cuando nuestros amigos Steve Forrester y Peter Doherty (no, ese Pete Doherty, no) abrieron las cortinas y apuntaron las luces hacia el escenario. Empezamos tocando «Jailbreak», de Thin Lizzy y luego Martin Creasy apareció sobre el escenario con un vestido de tres piezas. No era muy rock and roll. No duró mucho como cantante de nuestra banda. Un buen tipo, pero no era para nosotros. Para ser nuestra primera actuación, fue un concierto razonablemente espantoso. Tocamos un par de «canciones triples». En esa época, y por algún motivo, nos gustaba hacer trípticos. Canté mi canción típica de las fiestas: «Wild Thing». Y la verdad, fue un desastre. Pensé «Ya está, esto es todo». Pero no, no lo era. Una noche de invierno en que teníamos que ensayar, Robert, Michael y yo estábamos sentados en la mesa de la cocina. Porl estaba arriba, en la habitación de Janet. Estaba hojeando el Melody Maker mientras me tomaba una taza del mejor té de Rita Smith («Laurence, sin azúcar, que no es sano»). Estábamos en un punto muerto con nuestras canciones. No estábamos seguros de adónde llevarlas, pero teníamos muchas ganas de explorar todo lo que se estaba generando desde el punk. Nos sentíamos inquietos. Vi un aviso: The Stranglers iba a tocar en un club cerca de donde estábamos, en el Red Deer de Croydon, al sur de Londres. —¿Por qué no vamos? —pregunté. Robert levantó la vista del libro que estaba leyendo. —¿A dónde vamos, Lol? —The Stranglers toca esta noche. En el Red Deer. Deberíamos ir. Será mejor que quedarnos aquí sentados. Si alguien conduce, yo os hago entrar. 76
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Como trabajaba podía comprar las entradas. —Está bien, ¿y si yo conduzco de ida y Michael de regreso? —dijo Robert, sopesando la idea de tomar unos tragos y ver a The Stranglers. Michael accedió a conducir de regreso. A diferencia de Robert y de mí, no le gustaba beber entre semana. Creo que la actuación del Red Deer fue el primer concierto punk al que fuimos juntos. Mary también vino. Porl, disidente, se quedó en casa con Janet. El punk no era para Porl. Cuando llegamos nos encontramos con todos los punks de Londres que hasta el momento habíamos visto sólo por la televisión y en los periódicos, pero nunca en persona. ¡Pelos de punta y alfileres por doquier! Robert y yo nos abrimos paso entre todo tipo de punks para llegar al lado del escenario. Bailamos y vimos todo el concierto. Michael, con mucho más cuidado, se mantuvo alejado de la barra toda la noche. Nos tenía que traer de Vuelta, así que no podía emborracharse ni enloquecer como hacíamos Robert y yo. Vi una mirada maravillada en la cara de Robert. —¡Esto está de puta madre! —grité por encima de la música estridente. Habíamos encontrado el punto de partida. El camino para salir del entorno muerto de Crawley y hacer música que apasionara y que estuviera viva, aquí y ahora. Un mes más tarde, The Stranglers tocó en nuestra universidad y pude subir al escenario y bailar con el bajista, J. J. Burnel. Volví a casa sin un zapato a causa de una intoxicación etílica. Había encontrado una nueva manera de abastecerme de alcohol en el laboratorio del trabajo. Llevaba conmigo una pequeña botella a los conciertos y me la servía dentro de la cerveza, convirtiéndola en una especie de whisky. La gente se horrorizaba de lo borracho que iba con una sola copa. ¡Si lo hubieran sabido! Pero si no bebía seguía siendo igual de salvaje y motivado. Estaba enamorado de la energía y la euforia pura que emanaba del nuevo punk. Ha77
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bía prendido una mecha en mí y me identificaba con lo que cantaban: la demencia y las ganas de propiciar el cambio. ¡Que algo cambiara! Eso lo entendía. La música me cuestionaba más directamente que nada de lo que hubiera leído. De alguna manera, sabía que me iba a propulsar, que iba a ser la llave a una vida más plena y emocionante. También sabía que por ese camino no tenía nada que perder. Veía claramente que quedarme en Crawley significaba que allá me moriría y sospechaba que sería más temprano que tarde. Mi vida tenía que ser algo más que eso, ¿no? Empecé a comprar los sencillos que Ric Gallup traía de Londres a su tienda de Horley y compraba todos los discos nuevos de punk que llegaban cada semana. Cambié mi manera de vestir para encajar mejor con el movimiento. Pantalones de segunda mano, botas puntiagudas. Quería que el mundo supiera que había encontrado un camino y que no dudaba de él. Después de un par de intentos infructuosos para encontrar un cantante que funcionara (un tal Gary algo), contratamos a nuestro colega Peter O’Toole (no, ese Peter O’Toole, no) como vocalista. Era un fan de David Bowie y un gran futbolista. Y las dos cosas iban muy bien para ser nuestro cantante. Robert había visto en el Melody Maker un anuncio de Hansa, una discográfica alemana, que buscaba grupos ingleses. Les mandamos una cinta y una foto nuestra y nos invitaron para una prueba en los estudios Morgan de Londres. Cuando llegamos al estudio nos dijeron: «Tocad vuestras canciones, chicos. Os vamos a filmar, ¿de acuerdo?». Eso nos sonó un poco raro porque ¿no se suponía que nos iban a grabar? Sin embargo, hicimos lo que nos dijeron, tocamos dos o tres temas mientras ellos nos filmaban. No sabíamos qué esperar y era emocionante pensar que podríamos llegar a grabar un álbum. Desde la parte más oscura del estudio, una voz americana nos dijo: «Está bien, chicos, es suficiente, sólo necesito una sesión más de fotos aquí, con esta iluminación». 78
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Era Steve Rowland, el jefe de Hansa a&r. Volvimos a casa totalmente emocionados, pero, como principiantes que éramos, no sospechamos que ese no era el procedimiento normal para «llegar a un acuerdo para un disco». Unos días más tarde recibimos una llamada. «¡Felicidades! Hemos decidido incluiros en nuestro catálogo.» Bueno, eso sí que fue una sorpresa. No esperábamos llegar tan rápido. Al igual que Japan, de David Sylvian, íbamos a firmar un contrato a raíz de la prueba que habíamos hecho. Estábamos alucinando. Pero si la prueba había sido rara, las cosas se volvieron todavía más extrañas. Nos mandaron versionar un montón de viejas canciones como «The Great Airplane Strike» o «I Fought the Law», y luego alquilaron un estudio para nosotros para que «un pez grande» nos produjera. Pero no tenía sentido que sólo grabáramos canciones de otra gente. Les habíamos mandado nuestra producción y la habían ignorado. Y eso también era raro. ¿No les gustaba nuestra música? Era una mala señal, como no tardaríamos por descubrir. Hicimos un concierto —¡por fin!— en el Rocket, en mayo de 1977. Como ya teníamos dieciocho años, nadie podría acusar a Fred, el propietario del Rocket, de explotación infantil. ¡El listo de Fred…! El caso es que no fue él quien nos lo propuso. Amuleto, la banda de nuestro amigo Marc Ceccagno —que había sido el guitarrista de Malice—, no podía ir a la actuación que tenían acordada en el Rocket, así que, percibiendo que había una oportunidad, llamé a Fred. —Eh…, ¿hablo con el Rocket? Contestó Fred en persona, con una voz que, creo, reservaba para los acreedores. —¿Sí? ¿Hola? ¿Fred? Los Amuleto no pueden tocar esta semana porque tienen una gripe terrible y nos han pedido que los sustituyamos. 79
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Fred parecía un poco desconfiado. —¿Cómo os llamáis? —Easy Cure. Nos habíamos sacado el nombre de un sombrero, literalmente. Después de la horrenda actuación en el St. Wilfrid, nos había parecido una decisión acertada cambiarnos de nombre, pero éramos incapaces de ponernos de acuerdo. Robert encontró la solución. Sabíamos que Bowie y William Burroughs cortaban frases de lo que escribían y lo mezclaban, creando un texto nuevo o una canción. Así que hicimos lo mismo con nuestras letras y las pusimos dentro de un sombrero y decidimos que el primer fragmento que sacáramos sería el nombre de la banda. A la vez que democrático nos pareció muy punk. Estábamos en el salón de los Smith, al lado del piano que a veces utilizábamos para los trípticos musicales que hacíamos. —Bien, entonces, el primer fragmento que saquemos bautizará a la banda, ¿de acuerdo? —dijo Robert. —Me parece bien —contesté. Robert sacó un trozo pequeño de papel. —¿Qué dice? —preguntamos Michael y yo. —Easy Cure —respondió Robert; parecía un poco decepcionado porque no era el fragmento de una de sus letras. «Easy Cure» era de una de las canciones que parcialmente había escrito yo. —Bueno, lo que es justo es justo —dije en voz alta. Aunque, de todos modos, Robert acabó saliéndose con la suya más adelante cuando lo cambió por The Cure porque sonaba más punk y menos hippie. Y yo con eso no podía discrepar porque quería ser lo más punk posible. —Y ¿qué estilo de música toca Easy Cure? —preguntó Fred. Me sorprendí, no estaba preparado para esa pregunta. Hacía80
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mos canciones con nuestras experiencias y nuestros pensamientos. No creo que pensáramos en etiquetas, es verdad que estábamos influidos por muchas bandas punk a las que íbamos a ver. Además de The Stranglers habíamos visto a Buzzcocks en el Lyceum. —Mmm, tenemos nuestro material y hacemos algunas versiones de temas conocidos —dije eso para salir del apuro. —Está bien, la gente quiere escuchar cosas que conozca, así que tocad cosas que conozcan —añadió Fred, dejando bien claro sus condiciones—. Tenéis que estar a las seis para empezar a tocar entre seis y media y siete. Tenéis que hacer dos actuaciones y terminar antes de la última ronda, que es a las diez y media. No me acuerdo cuánto nos pagó, pero sí sé que me puse muy contento de hacer nuestro primer concierto cobrando. De modo que así fue como empezó. Tocando para los que frecuentaban el Rocket, y, poco a poco, a medida que avanzaba el año y se corría la voz, para un público más variado. Estaba claro que teníamos que hacer versiones de clásicos, tal como Fred nos había dicho. «Locomotive Breath» de Jethro Tull, transformado en un tema punk sin el intro del piano ni la flauta, era una de las canciones más apreciadas. Con el tiempo, fuimos modificando la actuación para tocar cada vez más canciones nuestras y —ya instalados en el espacio diminuto que servía de escenario— fuimos aprendiendo lo que se debe para ser una banda de verdad. Perfeccionamos todas las señales sutiles con las que nos comunicábamos; la selección de canciones para tocar, haciendo que el espectáculo fuera fluido, sin interrupciones y manteniendo la intensidad y el ritmo. Y, mientras mejoramos el dominio escénico en ese auditorio pequeñísimo, pudimos ver algunas de las mejores bandas del movimiento punk. Tocamos unas trece veces en el Rocket. Al final, parecía que éramos la banda de la casa. A cada concierto venía más gente y 81
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nosotros ganábamos confianza y mejorábamos la actuación. En otoño de 1977, Peter dejó el grupo. Era el 11 de septiembre y después de un concierto en el Rocket, nos dijo que lo dejaba. —Siento que mi camino no va por aquí. Me voy a un kibbutz a Israel. —¿En serio? —le pregunté sin terminar de creerlo—. ¿Eso es lo que quieres hacer? —Sí, Lol, ese es el plan. Me quedé sorprendido. Porque de algún modo estábamos empezando. Pero visto en retrospectiva, se ve muy claramente que no estaba poniendo todo su corazón en el proyecto. Le deseamos suerte y empezamos a buscar otro cantante para remplazarlo. Era frustrante, por decirlo de un modo educado. Justo cuando comenzábamos a expresar nuestras ideas, cuando encontrábamos nuestra manera de ser, nuestra voz, teníamos que buscar un cantante nuevo que transmitiera todo eso al público. Fue en ese momento cuando Robert hizo algo que cambió el destino de la banda. Hasta ese instante no creo que Robert se hubiera planteado ser a la vez el guitarrista y el cantante, pero me parece que en el momento en que Peter se fue, él se dio cuenta de que si quería expresar lo que llevaba dentro, si quería destacar y hacer las cosas de una manera diferente, él debía ser el cantante. Tengo una teoría. A todos nos pasa que llega un día en que nos asomamos al abismo. A veces es por una ruptura amorosa. Otras, porque pierdes a alguien a quien quieres. A veces es más pronto, otras más tarde, pero a todos nos pasa que un día miramos hacia abajo y está vacío, no hay nada. La gente quiere que las estrellas de rock se acerquen a los límites del abismo para ver qué hay allá y luego, cuando regresan, plasmarlo a través de su arte. Ian Curtis lo hizo, Kurt Cobain también. De igual modo, Robert Smith, pero con la diferencia de que él no se trepó para ver qué había en el abismo, sino que ya lo conocía. Tenía cosas 82
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que decir sobre las partes más oscuras de la experiencia humana y la gente siente o atracción o repulsión por ello. Él ha sido así desde pequeño. Ya desde el principio tenía cosas que necesitaba decir. Tuvo que luchar. Es por eso, creo, que agarró la guitarra, para tener algo que poner entre él y el abismo. En un primer momento, intentó esconderse; sólo era otro guitarrista. Pero cuando Peter dejó la banda y el grupo se distorsionó un poco y empezamos a tocar una música que no encajaba con nuestra visión del mundo, Robert asumió la responsabilidad de dar la cara como cantante. Aunque fuéramos sólo adolescentes, él sabía perfectamente qué era lo que estaba haciendo, la responsabilidad que existía. Fue una de las cosas más valientes que he visto hacer a alguien en mi vida. En el Rocket fue donde Robert aprendió, de manera autodidacta, a ser el referente de la banda, a estar en el centro de la tormenta y a disfrutar de esa posición. En una habitación pequeña y deprimente de alguna parte de Sussex, empezó un nuevo futuro. En su momento, parecía una buena idea. Después de pasarnos gran parte de 1977 consolidando Easy Cure, queríamos expandirnos más allá de Crawley y sus alrededores. Aparte de las actuaciones del Rocket, habíamos hecho algunas más, pero nada que fuera muy emocionante. Quiero decir, ¿dónde mierda estaba Effingham Park? Richard, el cuñado de Michael, tuvo una idea para difundirnos como banda. Hacía poco que se había casado con la hermana de Michael y quería impresionar en el clan de los Dempsey. Se presentó después de un ensayo y nos acorraló. —Todas las bandas tienen un mánager, ¿verdad? —Mmm, sí, suponemos que sí —contestamos. —¡Bien! Entonces mirad esto. —Y de su bolsillo sacó un puñado de tarjetas de presentación. 83
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Las inspeccionamos, y en letras grandes ponía: «Mánager de Easy Cure». Y, para nuestro disgusto, en letras todavía más grandes: «Disponibles para bodas, fiestas y todo tipo de entretenimientos». Nos miró, expectante. —¿Y? ¿Qué pensáis? —Son tarjetas de negocios —respondió Robert, diplomáticamente. Yo sabía qué era lo que quería decir: nosotros no estábamos interesados en los negocios. —¡Ah! Y ya os he conseguido una actuación —añadió entusiasmado—. El Hospital General Orpington. —Nos quedamos todos asombrados. No hubiera podido concebir un lugar menos rockero que un hospital general—. Es la fiesta de fin de año que organizan para el personal. —Todo se veía mal. ¡Tocar para un grupo de trabajadores borrachos! —Está bien —protestó Richard—, les he dicho que tocaréis canciones vuestras y haréis algunas versiones de otros temas. Esto último nos cayó mal. Es verdad que podíamos hacer algunas versiones de temas —era lo que hacíamos en el Rocket—, pero no me parecía que tuviéramos un repertorio lo suficientemente extenso, o adecuado, para tocar durante un baile en un hospital. Richard lanzó la información que nos hizo decidir. —¡Van a pagar 100 libras! ¡Y cervezas gratis! Para nosotros, el dinero era algo abstracto pero una barra libre de cerveza era muy tentadora. —De acuerdo. ¿Cuánto tiempo tenemos que tocar? —Dos partes de una hora cada una. Mmm. Con nuestro repertorio apenas podíamos rellenar cuarenta y cinco minutos, así que ¿cómo duplicarlo? ¿Podríamos modificar un poco las canciones para tocarlas dos veces sin que la gente se diera cuenta? El día de la actuación llegó puntual, y con la camioneta Woolworths de Michael nos fuimos para el Hospital General Orping84
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ton, en el sureste del gran Londres. El gobierno de Canadá había construido el hospital a principios de siglo, durante la Primera Guerra Mundial; había visto mucha acción atendiendo a los canadienses y a las tropas aliadas, a partir de ahí se había convertido en una parte importante de la ciudad. En ese entonces, muchos edificios victorianos habían sido sustituidos por otros, sin carácter e inexpresivos, típicos de la arquitectura de la década de los setenta en el sur de Inglaterra: una mezcla sin imaginación de vidrio y ladrillo. Todos sin vida. No me extraña que quisiéramos escapar. A pesar de que hubiéramos crecido en esa zona, una pequeña parte de Surrey/Sussex tenía caras que nos eran desconocidas. Era una zona que estaba olvidada, no es que hubiera mucho de lo que llamaríamos progreso real, sino más bien era una zona mantenida a base de arreglos que evitaban que todo cayera en la ruina total y que la población siguiera viviendo su vida en vez de empezar una revolución. Nosotros teníamos otras ideas. Richard nos recogió en la entrada del hospital para asegurarse de que podíamos pasar y que los de seguridad no llamaran a la policía. Se había vestido para la ocasión poniéndose lo que él consideraba típico de un mánager: una chamarra de aviador, una bonita camisa —¿hecha por su madre?— y un medallón colgado, que desentonaba por completo. Una combinación extrañísima. —Bien, chicos. Sí o sí tendréis que tocar algunas canciones que conozcan para que se lo pasen bien. Y ahí supimos que el concierto no sería lo que esperábamos. Sacamos el instrumental de la camioneta y lo llevamos hasta el comedor, donde tocaríamos durante dos horas. Las mesas estaban puestas para la cena, pero nos aseguraron que, más tarde, las sacarían para que la gente bailara. ¿Bailar? Bueno, no estábamos del todo seguros que tuviéramos material para bailar. Tocaríamos algo un poco acelerado, quizá, pero ¿bailar? No, la verdad era que no. 85
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Acababa de instalar la batería Maxwin (con mi brillante Naugahyde) y estaba ajustando el volumen cuando Richard vino corriendo hacia mí, cruzando el comedor y con su collar volando. —¡Hey, Lol! Tienes que bajar el volumen, estás molestando a algunos de los clientes… digo… pacientes. Dios. ¿Cómo pretendían que tocáramos? Richard me leyó la mente. —En un par de horas todos habrán tomado su medicina, se irán a descansar y ya no habrá problema, pero ahora hay que tener cuidado para no alterarlos. De golpe me vino a la memoria la película One Flew Over the Cuckoo’s Nest, y tuve visiones del jefe corriendo por el comedor y estrellando un barril de agua contra mi Maxwin. Terminamos de acomodar todos los instrumentos en silencio y nos retiramos hacia el pequeño cuarto que nos habían habilitado como vestidor. —Esta es la lista de canciones para tocar —nos dijo Robert. Desde que tengo memoria, Robert siempre ha escrito a mano la lista de temas para tocar en un concierto. Tiene tendencia a encontrar una manera de hacer las cosas y de mantenerla. Tiene el carácter punk autosuficiente. Incluso ahora. La lista estaría escrita en su letra seudoinfantil. La gente suele preguntarme si siempre ha escrito así y puedo decir, de corazón, que cuando escribió lo que considero que fue su primera canción —en la secundaria de Notre Dame, una oda al futbolista Rodney Marsh— su letra era la misma. No hay nada artificial en Robert. Lo que ves es lo que hay. A ciertas personas esto les puede incomodar, pero para mí es reconfortante. La miré: pocas versiones y muchas canciones de creación propia. «Killing an Arab» y «10:15 Saturday Night». Nada adecuado para una cena y un baile. Me pregunté cómo se lo tomaría la gente. Había enfermeras, gente de mantenimiento, personal clerical y un montón de 86
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hombres calvos. No se parecían en absoluto a los jóvenes punk que disfrutaban de nuestra música y sospechaba que no la iban a apreciar. Cuánta razón tenía. Nos pidieron, para empezar, que tocáramos «música ligera instrumental» para acompañar la cena. Así que enfundé mis palillos y Robert, Porl y Michael rasguearon lo más suavemente posible sus guitarras para crear algo parecido a «música ligera instrumental». Cuando miraba al público veía expresiones que, imaginaba, no hubieran desentonado en Woodstock en 1952, en el primer concierto en el que John Cage presentó «4’33», su creación de piano más vanguardista. Eso nos debería haber servido como pista. Un desconcierto que, eventualmente, se convertiría en rabia y furia. Cuando se terminó la cena, volvimos a tocar «canciones para bailar». Quince minutos más tarde me di cuenta de que la cosa no iba bien y que ganarse ese dinero no sería tan fácil como pensábamos. El cuñado de Michael estaba en uno de los lados del escenario haciendo gestos raros. En un primer momento lo interpreté como si hiciera algo parecido a un baile, lo típico que podría hacer un mánager joven al lado de su banda en Madison Square Garden o en el cbgb. Pero no. Era la manera que tenía de llamarnos la atención sin que los demás lo vieran, lo que le hacía parecer un retrasado mental. Porl se deslizó hacia donde estaba Richard para escuchar lo que quería decirnos. No se veía nada bien. Prácticamente nadie estaba bailando en el espacio que habían dejado las mesas que habían retirado. Algunas parejas, vestidas de fiesta, estaban sentadas en los costados de la pista intentando ignorar el estrépito que venía del escenario. Afortunadamente, llegó la pausa. —Damas y caballeros, Easy Cure van a descansar un rato —proclamó Richard. 87
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Me volteé y vi cómo Richard agarraba con fuerza el micrófono con una mano mientras con la otra nos indicaba que saliéramos del escenario. —Volverán con ustedes en pocos minutos con más canciones para que bailen toda la noche —dijo, con un halo de desesperanza en su voz. Nos fuimos al cuartito de al lado, nos sentamos en un sillón y Richard cerró la puerta. Él se sentó en una inestable silla plegable de metal. —Bien, pensaba que el público sería más receptivo pero el consenso general es que quieren algo de otro estilo, algo tipo Tony Orlando and Dawn, ya sabéis, «Tie a Yellow Ribbon». Nos miramos desconcertados. Conocíamos vagamente la canción, pero no parecía que nadie de nosotros supiera tocarla. Se avecinaban problemas. Entonces, Porl habló. —Mmm, bueno, yo la conozco, la tocaba en el cabaret. ¡No sabía que Porl hubiera trabajado en un cabaret! —Perfecto, tenéis quince minutos antes de volver a salir y hacer que esa gente sea feliz —concluyó Richard. Todos los ojos apuntaron a Porl. Robert habló primero. —Enséñanos a tocar «Tie a Yellow Ribbon». Lo que siguió fue la lección más rápida de la historia de la música, con el único problema de que Porl no se acordaba de una parte de la canción, probablemente una de las más importantes: ¡el segundo verso del estribillo! Sin alterarnos, salimos de nuevo bajo las miradas levemente hostiles de la gente. —Y ahora vamos a tocar una canción que todos conocéis y os encanta. Empezamos a tocar siguiendo los gestos de Porl para ver cuándo teníamos que cambiar de acorde. Y entonces pasó. Justo el momento en que comenzábamos a gustar a la audiencia. Pude verlos cantando la letra en voz baja mientras bailaban, 88
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pero el estribillo se repetía una y otra vez sin el segundo verso. Era como un coitus interruptus gigantesco. Podía ver las caras nerviosas del público incapaces de entender qué era lo que no encajaba. Era como escuchar un disco defectuoso rayado en un acorde repitiéndolo constantemente. Eventualmente tuvimos que aceptar nuestra derrota y parar. Nos miramos pensativos y luego seguimos con nuestra lista. Todo el mundo dejó de bailar, se oían las protestas por encima de las guitarras. —¿A eso le llamáis música? —¡Esto es puro ruido! Iba a ser una noche larga. De muy mala manera, llegamos al final de la segunda parte. Me parece que alguien nos arrojó una botella. Recogimos nuestros instrumentos. Robert estaba en la parte trasera de la camioneta y Mary en el Mini, los demás salimos al estacionamiento después del concierto, seguidos de la gente que nos había contratado, la cual estaba enfadada. Nos persiguieron hasta el coche y se enzarzaron en una pelea con Robert. Nada nuevo, por ese entonces. No creo que nos detuviéramos para tomar el dinero. Nos fuimos deprisa. No era una señal muy esperanzadora para la ilusión que tenía Richard de convertirnos en la banda de fiestas más popular de la costa sur.
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