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La soledad entre millones: redes y mundo virtual Estoy solo en casa. Tomo mi smartphone después de una hora sin mirarlo. Se imaginan bien: es una pequeña concesión al discurso ficcional (al final, ¿una hora entera sin entrar al smartphone? Pura fantasía). Volvamos al punto. Los íconos del teléfono indican que tengo muchos mensajes. Son de todo tipo y de diversas apps del celular. La bandeja de entrada del correo electrónico está repleta, sobre todo, de publicidad. Las redes sociales congestionan la pantalla con sus íconos que señalan interacciones no leídas. El WhatsApp está inundado de mensajes de grupos de familiares, amigos y colegas de trabajo. Muchas tonterías, el santo del día, saludos genéricos de buenos días o buenas noches, entre mensajes afectivos y que requieren atención real. Mensajes de diversas aplicaciones me sugieren qué comer, qué comprar o a dónde viajar, me muestran resultados de futbol, noticias, etcétera. En poco tiempo, varios mundos –el afectivo, el anónimo y el comercial– han establecido puentes conmigo.
Muchas imágenes, decenas de memes, textos dispersos, chistes, productos exóticos: todo viene a mí. Hace 50 años, probablemente la persona solitaria tenía a su alcance un teléfono fijo (poca gente tenía), un libro, una radio o una televisión con los que se sentía un poco acompañado o que por lo menos le daban la ilusión de que tenía compañía. Si no quería o no podía recurrir a esas alternativas, no tenía más remedio que quedarse en silencio. Volviendo al puercoespín de Schopenhauer, en esa época hacía más frío. El animal humano estaba más aislado, pero la alternativa para no estarlo, es decir, la vida en familia, aunque le proporcionara calor por la proximidad de los cuerpos, tendría la desventaja de que si se acercaba demasiado las espinas podían lastimarlo. Como he señalado, tal vez el mundo virtual sea lo más cercano a un equilibro entre calor y dolor. En el primer párrafo se describía a alguien solitario, pero no aislado. Partimos de la siguiente pregunta: ¿acaso el acceso a las redes es la solución a los dilemas humanos? Tenemos que pensarlo de manera más específica. Alguien que establece una distinción clara entre amigo virtual y amigo real probablemente pertenece a un grupo etario más viejo. Decir y sentir que solamente es real un ser de carne y hueso que tengo delante, y que eso es muy superior a alguien que solo existe en Instagram, es un juicio de una persona que nació y creció sin la tecnología digital. La gente de mi generación suele destacar la soledad de los jóvenes o el vacío de los adolescentes que teclean todo el día en el celular. Somos los baby boomers, los que nacimos después de la Segunda Guerra Mundial 34
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y hasta mediados de la década de 1960. Yo formo parte de ese grupo por escaso margen. Quienes hoy tienen entre 50 y 70 y pocos años son parte de una generación que vivió una intensa transformación cultural en relación con la anterior. La mayoría de nosotros creció viendo en la televisión cómo debíamos comportarnos. Leíamos el periódico e íbamos al cine, comprábamos dis cos y escuchábamos la radio. Pero el eje, la principal herramienta de comunicación, era la televisión. Algún lector podrá decir que en su niñez o adolescencia no tenía televisión, pero lo dirá después de apagar por un momento la que ahora tiene para leer un rato este libro. Cuando los de mi generación señalan que existe un «vacío» en los jóvenes que pasan horas en internet, esto habla más de nosotros que de los adolescentes. Tal vez nuestros padres, cónyuges, hijos o amigos ya nos hayan acusado de vivir frente a la televisión. Nunca al lector o a la lectora de este libro, por supuesto. A mí tampoco. Pero dejándonos a un lado a nosotros, sin duda conocemos a varios solitarios televisivos. Claro, la manera en que yo lidio con el aburrimiento o resuelvo mi sociabilidad es la mejor y más sabia… porque es la mía. Entre los baby boomers y los jóvenes de hoy está la generación X, que vio nacer internet pero no lo usó de joven, y la generación Y, que son las personas que nacieron en las décadas de 1980 y 1990. Vinieron a un mundo en el que no existía la web, pero la incorporaron a su vida cotidiana desde que eran muy jóvenes o en el inicio de la vida adulta, ya fuera en casa o en el trabajo. Hoy en día, quienes nacieron con el milenio ya son mayores de edad y no La soledad entre millones
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comprenden el mundo sin redes sociales y smartphones. Creo que muchos van a tener ler (lesión por esfuerzo repetitivo) en los dedos de la mano y dolores en el cuello con más frecuencia, pero también una colección de amistades virtuales por centenas o miles. Zygmunt Bauman describió a un joven que había agregado a cientos de amigos a su red social en un solo día. Con más de 80 años, el anglopolaco reflexiona sobre el hecho de que él hizo pocos amigos a lo largo de su vida. Inteligente, el sociólogo señala que estamos hablando de dos conceptos distintos de amistad. Esta es una postura correcta porque no califica como inferior a la otra concepción. ¿La percepción del valor de la amistad como antídoto ideal contra la soledad dependerá solamente de la generación a la que uno pertenezca? Recordemos en primer lugar que casi todo es histórico. Lo que llamamos amistad, en efecto, también lo es. Para decirlo rápido, y a riesgo de simplificar demasiado, los griegos creían en la amistad como amor entre iguales, entre hombres buenos, virtuosos. Por su parte, Cicerón escribió que la esencia de la amistad radicaba en la concordancia perfecta de deseos, gustos y opiniones. «En efecto, la amistad no es otra cosa que un entendimiento perfecto en todas las cosas, divinas y humanas, acompañado de generosidad y afecto mutuos», creía. En esta lógica antigua solo oímos las voces de una élite letrada. Vaya uno a saber qué dirían un griego o un romano en una taberna, ebrios y jugando a los dados. Las opiniones que nos llegan desde ese pasado lejano nos muestran una relación entre iguales, un juego de espejos. Amo a 36
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mi amigo porque es un igual, es tan virtuoso como yo. La amistad era la base de la sociedad: solo la amistad traería benevolencia y generosidad. Sin estas, diría el mismo orador romano, «ninguna familia ni ninguna ciudad podrían subsistir, ni la agricultura misma sobreviviría». En pleno siglo xvi, el concepto se había modificado. Surgían amistades entre personas que se admiraban, aunque una no fuera el espejo de la otra. La estrecha relación entre los filósofos Montaigne y Étienne de La Boétie ha dado origen a una de las frases más bellas que se han escrito sobre ese tipo de afecto. En sus ensayos, el noble intenta explicar por qué amaba a La Boétie. Solo logra decir que la razón principal era «porque él era él, porque yo era yo». El autor de los Ensayos reconoce que la clave para que se forme esa estrecha fusión llamada amistad radica en la especificidad absoluta del otro. La afirmación de Montaigne muestra que la amistad se encuentra con el misterio de la afinidad afectiva porque, delante del amigo, me transformo en quien de hecho soy. No hay una racionalidad que abarque ese hecho. La amistad tenía que ser una lenta epifanía. Una conversación genuina con un amigo era una disección anatómica del alma. Entre las concepciones antigua y moderna de la amistad persiste una lógica: el tiempo. No se hacen amigos de un día para el otro, pensábamos. Los amigos requieren una historia, un repertorio de casos, de vivencias compartidas. Los amigos tienen que viajar juntos. Así, los afectos comienzan a formar parte de la vida de las respectivas familias. Los amigos acompañan nuestros éxitos y fracasos amorosos, lloran y ríen con nuestra La soledad entre millones
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biografía. La amistad requiere que se la cultive constantemente. De manera dialéctica, todo amigo es un frágil bonsái y un roble frondoso. Desde esta perspectiva, pienso que el contacto que ayer agregué a mi red social hoy es un fantasma, un fotón, nunca un amigo. Recordemos el sabio consejo de un tonto. Polonio, un personaje de Hamlet, aconseja a su hijo Laertes: «Los amigos que tienes por verdaderos, átalos al alma con cables de acero; pero no busques distracción o fiesta con cualquier camarada sin criterio». En el siglo xxi, las rupturas generacionales son muy fuertes. Ya no se trata únicamente de viejas y nuevas generaciones, sino también de cambios que ocurren en el espacio de unos pocos años entre un salto tecnológico y otro. Con estos, y a través de estos, podemos ver que hay una manera distinta de percibir los afectos. Sociabilidad, corporalidad y diálogo son vistos de diferente modo por dos personas distintas. Y ya no se trata solo del dominio de dispositivos tecnológicos, sino de maneras radicalmente distintas de ser en el mundo. Dos jóvenes de 16 años se encuentran. Conversan pero la mayor parte del tiempo se la pasan tecleando, mandando fotos o actualizando sus perfiles. Para ellos no existe una diferencia en el encuentro. El amigo que tienen enfrente no está siendo despreciado ni colocado en un lugar inferior en comparación con lo que están viendo en la pantalla. De algún modo que se me escapa, esos dos jóvenes tienen un encuentro satisfactorio para ambos. ¿Tú prefieres mirar a los ojos en vez de ver emojis? Si es así, es probable que seas más vieja o viejo. 38
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La diferencia central no radica en la oposición virtual-real, sino en aquello que se percibe como real. Hay que insistir: la idea de realidad cambia de generación en generación. Todas las generaciones siempre consideran que su actitud es la más sensata. Descartes advirtió que la sensatez debía ser la virtud mejor distribuida del mundo, ya que todos consideran que su dosis personal es justa y equilibrada. Señalaré otra diferencia importante: en promedio, el mundo virtual es más controlable que el mundo físico, presencial. Estás solo y llega un pesado. La definición más clásica de un pesado es la de alguien que nos quita la soledad sin ofrecernos compañía a cambio. Es difícil rehuirle, ya sea en casa, en el trabajo o en la calle. Los pesados son omnipresentes. Ahora bien, en los mensajes virtuales uno puede ignorar al pesado, hacer de cuenta que no lo leyó, alegar que el firewall paró algo, bloquearlo o borrarlo. Decía que lo real y su percepción pueden variar mucho. Lo que ha cambiado –y no es tan relativo o subjetivo– es el poder que nos proporciona el mundo virtual. La autonomía del internauta es mucho mayor que la de quien recibe una visita física en casa. En internet necesito negociar menos, mi voluntad puede mantenerse más altiva y soberana. Sin el esfuerzo de entrenar la paciencia, mi yo soberano puede pasearse victorioso por los circuitos de la red. Mi dedo es un demiurgo y con un simple clic redefine mi círculo de amigos. Me gusta, me deja de gustar, interrumpo, bloqueo, borro: todo esto forma parte de una nueva dinámica. La soledad entre millones
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El dedo del Narciso tiene un poder enorme. Y hay otro dato interesante: por más que en el mundo virtual yo pueda usar ropa, maquillaje, disfraces y cortinas de humo, en el encuentro real estaré allí, de cuerpo presente. En el mundo virtual puedo asumir un personaje por completo inventado, cambiar de género, crear un perfil falso y redefinirme según mis deseos y miedos. Ese es el segundo gran poder de la relación virtual. El tercer poder es el más sutil de todos: la dilución de la responsabilidad. Tengo el ya mencionado poder liberador del dedo, asumo un personaje de manera ilimitada y, por último, puedo insultar, gritar y patalear sin miedo: no hay riesgo físico. Está el cyberbullying, sí, pero ¿qué ataque puede sufrir un avatar fantasma? En internet la gente se siente mucho más libre que nunca antes para hacer impunemente cosas que en el mundo real serían sancionadas.
P Libertad para entrar y salir de la soledad cuando se recurre a las redes. Incesantes flujos de selfies que me exhiben exultante de vida y muestran qué interesante es el momento que estoy pasando. Control total de las relaciones por medio de los dedos. No necesito negociar. No prolongo la existencia de los pesados en mi vida. No necesito soportar a nadie. ¿No me gusta? Hago clic y listo. ¿Me agrede? Lo bloqueo y listo. ¿No tengo ganas de dar la respuesta que me piden? Los ignoro. El mundo virtual ha instalado un torniquete en la caverna 40
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de Platón. No solo elijo entre lo real allá afuera y las imágenes oscilantes de la caverna. Hasta puedo decidir que las imágenes se vuelvan parte de mi realidad. Yo decido dónde brillará el sol exterior. Incluso puedo mejorar el sol platónico con un buen Photoshop. Casi al final de su carrera, Shakespeare escribió La tempestad. En una isla bajo el poder del duque Próspero hay seres mágicos, por ejemplo Ariel, que crean ilusiones como la de que hay una mesa de banquete en donde no hay nada. Cuando la hija del duque, la dulce e ingenua Miranda, oye hablar de lugares que se encuentran más allá de su aislamiento insular comienza a soñar con ese «magnífico mundo nuevo» («O brave new world») que aún no conoce. En el siglo xx, Aldous Huxley toma la frase de Miranda para bautizar su distopía (Brave new world, cuyo título en inglés se ha traducido al español como Un mundo feliz). En el mundo del que habla en su libro existe una droga que se usa para evitar la tristeza. Todos tienen funciones predeterminadas y la droga impide cualquier tono de gris en la vida. Se trata de una sociedad intoxicada químicamente para parecer feliz: la profecía de Hux ley es aterradora. Internet ha reunido ambas cosas para nosotros: la magia ilusionista de Próspero y la droga de la felicidad de Huxley. Un magnífico mundo nuevo que puede eliminar toda soledad. ¿Será cierto? Libre para bloquear, libre para fantasear y libre para insultar: la comunicación virtual debería habernos librado a todos de la soledad y del riesgo de espinarnos. Todos La soledad entre millones
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deberíamos tener un alto grado de felicidad, especialmente los jóvenes que usan este recurso para escapar de la soledad. Hay magia, poder, ilusión de primera calidad y mucha droga feliz. Deberíamos estar plenamente felices. ¿Qué notamos entre tantas sonrisas y vidas plenas en las redes? Estamos viviendo una peligrosa epidemia de suicidio entre los jóvenes. En nuestra era, el mal de la depresión se está agravando. Ya mencioné el asombroso crecimiento de la medicación contra la tristeza. ¿Cómo puede, entonces, explicarse esta paradoja? Para responder, analicemos un debate que existe desde la década de 1990: internet, creada para integrar a la gente, eliminar distancias y barreras y diversificar las perspectivas individuales, ¿está creando una especie de «autismo digital», un «aislamiento en las redes», una «soledad en medio de millones» y seres depresivos delante de una barra de desplazamiento infinita? El solipsismo es la teoría de que solo existen mi yo y mis sensaciones. Soy el mundo y su totalidad, en el fondo los otros seres son meras sensaciones mías. Mirarse y deleitarse con uno mismo: parte de la actividad en internet es un «solipsismo voyerista», es decir, replegado en sí y observándose a sí mismo (voyeur). Veamos otras facetas de la polémica. No hay duda de que internet tiene el potencial de crear autonomía y sacarnos de aislamientos involuntarios. En 2018 leí que Barranco Alto, un pequeño distrito del municipio de Alfenas, en el estado de Minas Gerais, Brasil, lo estaba experimentando de manera directa. Allí viven cerca de 500 personas. Apartadas del pueblo de Furnas, aisladas 42
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