Escrito en el agua de Paula Hawkins

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Jules

Así que, de algún modo, esto ha terminado siendo culpa mía. Eres increíble, Nel. Ya no estás aquí, probablemente has sido asesinada, y todo el mundo me señala a mí. ¡Si yo ni siquiera estaba aquí! De repente, me he sentido de mal humor, reducida a mi yo adolescen­ te. Me han entrado ganas de gritarles. ¿Cómo puede ser esto culpa mía? Cuando el inspector se ha marchado, he vuelto a entrar en la casa y, una vez dentro, he visto mi imagen en el espejo del vestí­ bulo y me ha sorprendido verte a ti devolviéndome la mirada (más vieja y no tan guapa, pero seguías siendo tú). He sentido una punzada en el pecho y, al llegar a la cocina, he comenzado a llorar. Si te fallé, necesito saber cómo. Puede que no te quisiera, pero no puedo haberte tenido abandonada de este modo, haberte proscrito así. Quiero saber si alguien te hizo daño y por qué; quiero que lo pague. Quiero poner fin a todo esto para que quizá tú puedas de­ jar de susurrarme al oído «No salté, no salté, no salté». Te creo, ¿de acuerdo? Y —susúrralo— quiero saber que estoy a salvo. Quiero saber que nadie va a venir por mí. Quiero saber que la niña que estoy a punto de proteger bajo mi ala es sólo eso, una niña inocente, no otra cosa. No algo peligroso. No he dejado de pensar en el modo en el que Lena miraba al inspector Townsend y en el tono de su voz cuando lo ha llamado por su nombre de pila (¿su nombre de pila?). Me he preguntado si lo que les ha dicho sobre el brazalete era cierto. A mí me ha 98

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sonado falso, pues todavía recuerdo cómo te apresuraste a re­ clamarlo, a hacerlo tuyo. Es posible que sólo insistieras en que­ dártelo porque sabías cuánto lo quería yo. Cuando lo encontras­ te entre las cosas de mamá y te lo pusiste en la muñeca, me quejé con papá (sí, contando cuentos otra vez) y pregunté por qué te­ nías que quedártelo tú. «¿Por qué no? —replicaste—. Soy la ­mayor.» Y, cuando se hubo marchado, sonreíste mientras lo ad­ mirabas en tu muñeca. «Me sienta bien —dijiste—. ¿No te pare­ ce que me sienta bien? —Y, pellizcándome la grasa del brazo, añadiste—: Dudo que a ti te cupiera en ese brazo tan gordo.» Me he secado las lágrimas de los ojos. Solías meterte conmigo de esa forma; la crueldad siempre se te dio bien. Algunas burlas —sobre mi tamaño, o lo lenta o aburrida que era— podía igno­ rarlas. Otras —«Vamos, Julia... Sé honesta. ¿No hubo alguna parte de ti a la que le gustó?»— eran espinas que se me clavaban profundamente en la piel y que ya no podía retirar a no ser que quisiera volver a abrir las heridas. La última, que me susurraste al oído el día que enterramos a nuestra madre, hizo que me entra­ ran ganas de estrangularte con mis propias manos. Y, si me ha­ cías eso a mí, si eras capaz de hacerme sentir así, ¿a quién más pudiste despertarle instintos homicidas? He bajado a las entrañas de la casa, a tu estudio, y me he pues­ to a revisar tus papeles. He comenzado con las cosas mundanas. En los archiveros de madera colocados contra la pared he en­ contrado carpetas con tu expediente médico y el de Lena, así como el certificado de nacimiento de ella, en el que, por cierto, no aparece el nombre del padre. Sabía que ése sería el caso, por supuesto; ése era uno de tus misterios, uno de los secretos que guardabas con más celo. Ahora bien, ¿que ni siquiera Lena lo sepa? (He de preguntarme, con crueldad, si acaso tampoco tú lo sabías.) Había también informes escolares de la escuela Montessori de Park Slope, en Brooklyn, y de la escuela y del instituto local de Bec­ 99

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kford. También las escrituras de la casa, un seguro de vida (del cual Lena es la beneficiaria) y extractos de cuentas bancarias y de fon­ dos de inversión. Las típicas cosas de una vida relativamente orde­ nada, sin secretos escondidos ni verdades ocultas. En los cajones más bajos he encontrado los archivos relativos al «proyecto»: cajas repletas de copias preliminares de fotogra­ fías y páginas de notas. Algunas estaban mecanografiadas; otras, escritas en tinta azul o verde con tu letra de trazo delgado e inse­ guro, y llenas de palabras tachadas y que habías vuelto a escribir en mayúsculas y subrayadas, como los desvaríos de un teórico de la conspiración. Una loca. A diferencia de los otros archivos, los administrativos, ninguno de éstos estaba en orden, era todo un completo caos, estaba todo mezclado. Como si alguien lo hu­ biera revuelto en busca de algo. De repente he sentido un cosqui­ lleo en la piel y se me ha secado la boca. La policía había registra­ do tus cosas, claro. Tenían tu computadora, pero aun así también debieron de querer ver esto. Puede que buscaran una nota. He echado un vistazo a la primera caja de fotografías. La mayoría eran de la poza, de las rocas, de la pequeña playa are­ nosa... En algunas habías escrito cosas en los márgenes, códigos que no podía descifrar. También había fotos de Beckford: de sus calles y sus casas (las bonitas de piedra, pero también las feas). Una de éstas la habías fotografiado una y otra vez. Se tra­ taba de una sencilla casa eduardiana adosada con las cortinas sucias medio corridas. Había imágenes del centro del pueblo, del puente, del pub, de la iglesia, del cementerio... Y de la tumba de Libby Seeton. Pobre Libby. De pequeña, estabas obsesionada con ella. Yo odiaba esa historia triste y cruel, pero tú siempre querías escu­ charla una y otra vez. Querías escuchar cómo Libby, todavía niña, era sumergida en el agua acusada de brujería. «¿Por qué?», pregunté yo en una ocasión, y mamá me explicó que «ella y su tía tenían conocimientos sobre hierbas y plantas. Sabían cómo 100

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hacer medicina». A mí eso me pareció una razón estúpida, pero las historias de los adultos estaban llenas de crueldades estúpi­ das: niños pequeños rechazados en la puerta de una escuela por­ que su piel era de un color equivocado o gente golpeada o asesi­ nada por venerar al dios equivocado. Más adelante me contaste que lo de Libby no se había debido a la medicina, sino a que se­ dujo (me explicaste la palabra) a un hombre mayor y lo persua­ dió para que abandonara a su esposa y a su hijo. Eso no hizo que disminuyera la fascinación que sentías por ella; para ti era una prueba de su poder. Una vez, cuando tenías seis o siete años, insististe en ponerte una de las antiguas faldas de mamá para ir a la poza; la arrastraste por todo el camino de tierra, aunque la llevabas por debajo de la barbilla. Trepaste por las rocas y saltaste al agua mientras yo ju­ gaba en la playa. Te pusiste a hacer de Libby: «¡Mira, mamá! ¡Mira! ¿Crees que me hundiré o me mantendré a flote?». Todavía puedo ver cómo lo haces, puedo recordar la emoción en tu rostro y puedo sentir la suave mano de mamá en la mía, así como la cálida arena en las plantas de los pies mientras te observá­ bamos. Aunque esto no tiene ningún sentido: si tú tenías seis o siete años, yo debía de tener dos o tres. Es imposible que pueda re­ cordarlo, ¿no? Me acordé del encendedor con las iniciales grabadas que en­ contré en el cajón de tu mesita de noche. «LS.» ¿Es por Libby? ¿De verdad, Nel? ¿Tan obsesionada estabas con una chica muerta hace trescientos años que hiciste que grabaran sus iniciales en una de tus pertenencias? Quizá no. Quizá no estabas obsesionada. Quizá simplemente te gustaba la idea de ser capaz de sostenerla en tu palma. He vuelto a mirar las carpetas en busca de más cosas sobre Libby. He revisado páginas impresas con texto y fotos, impresio­ nes de viejos artículos de periódico, recortes de revistas... Aquí y allá, he ido encontrándome con tus poco delicados garabatos en 101

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el borde de las páginas, que por lo general son ilegibles, rara vez descifrables. Algunos nombres los había oído y otros no: Libby y Mary, Anne y Katie y Ginny y Lauren, y, ahí, en lo alto de la pági­ na dedicada a Lauren, habías escrito con tinta negra: «Beckford no es un lugar propicio para suicidarse. Beckford es un lugar propicio para librarse de mujeres conflictivas».

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