Cultura En relación al tema de qué clase de trabajador soy yo, escojo una respuesta más sencilla o quizá más complicada: trabajar por la cultura es trabajar por la vida. Pero siempre y cuando la cultura no sea la visión superficial de quienes se creen poseedores de la verdad y hacen de ello un privilegio, sino que signifique la práctica permanente de la civilidad, donde lo personal y lo colectivo encuentren su equilibrio, donde la convivencia de las ideas permita que las más extrañas e insólitas de las individualidades no sólo sean respetadas sino alentadas, una práctica cultural que haga posible que nazcan utopías y se desarrollen los sueños propios y los compartidos, que no esté falsamente dividida ni fragmentada: en la que la llamada alta cultura y la conocida como cultura popular sean dos extremos que se sumen para darle a la vida imaginación y hondura. Yo me hago la ilusión de haber contribuido como pintor, escultor y diseñador gráfico a la difusión de esa cultura, donde lo esencial le gane terreno a la banalidad que por medio de la comercialización impone lo secundario, lo irrelevante, el éxito fácil y rápido; una vida cultural en la que incluso el espectáculo y la necesaria diversión puedan, al mismo tiempo, emocionar y perturbar. Me sentiría feliz si hubiera aportado a este proyecto un grano de arena, o quizás algo mejor, una piedrita en algún zapato. [... Puntos suspensivos. Según la entrada en el diccionario, puntos suspensivos es un signo ortográfico que denota que conviene dejar la oración incompleta o el sentido en suspenso para indicar temor o duda, o lo inesperado y extraño de lo que ha de expresarse después. Pero, ¿qué sucede si ese signo ortográfico se interpreta a la inversa para que entonces denote que lo inesperado o el temor de lo que habría de expresarse eran emociones que antecedían, y no que siguieran, a esos puntos suspensivos? En una imagen muy precisa, después de una derrota bélica cruel e injusta, una familia obligada por sus penurias económicas tiene que vender un piano en el que dos jóvenes hermanas estudiaban. Un niño de apenas siete años, con gran zozobra y el corazón adolorido, ve salir el piano sujeto de correas por el balcón del quinto piso de su casa. Quizás en ese momento ignoraba lo que estaba sucediendo, quizás lo intuyera. Pero, setenta años después, ese niño piensa que a lo largo de toda su vida su afán más profundo, la raíz de sus desvelos, siempre acompañada de papeles y lápices de colores en las manos, ha sido recuperar ese piano.] •
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Pertenezco a la última generación de zurdos a los que les amarraron la mano izquierda Soy un artista mexicano por formación y por voluntad He pasado mi vida tratando de imaginar que siempre estoy comenzando
La primera visión que guardo es de mis cuatro años y se remonta al 19 de julio de 1936. Recuerdo con precisión la reacción que hubo en Barcelona frente al alzamiento militar de Franco. Yo lo veía todo a través de la ventana de mi casa. Por entre los edificios y sobre el Paseo de San Juan se abre paso una imagen muy poderosa, muy nítida plásticamente: los camiones que pasaban con gente gritando o cantando mientras enarbolaba armas y banderas. Empiezo a ver el mundo a partir de esa doble imagen que tiene, según la miro en aquel momento, unidos en una sola visión el sentido de la fiesta y la tragedia. No olvido el sol, los brillantes colores del verano, la euforia popular y, al mismo tiempo, en el mismo instante, surge la presencia ominosa de las armas. Desde entonces, la conciencia del júbilo inseparable del dolor ha normado todo mi trabajo (y toda mi vida). Vocación Mis manos me representan; ellas simbolizan toda mi relación con el mundo. Al entrar a la escuela, también a los cuatro años, lo primero que sufrí fue, cuando mi profesor advirtió que yo era zurdo, que me amarrara la mano izquierda. Mi reacción inmediata consistió en negarme rotundamente a usar la mano derecha. Como consecuencia (aunada a mi timidez) no asistí sino asustado a esos y a todos los siguientes años escolares. Al terminar la guerra, con mi padre cobijado en el exilio en México, las condiciones económicas de mi familia eran tan precarias que, como yo quería aprender a dibujar, lo más que pude hacer fue tomar clases de dibujo al carbón, copiando esculturas en yeso. A mis trece años, en 1945, entré a trabajar como aprendiz en un taller de cerámica, mientras asistía a clases nocturnas (pésimas) de escultura en barro, algunas de historia del arte o de perspectiva. A partir de esta temprana vocación, que se manifestó, lo he dicho ya, por una obsesiva necesidad de tener 18
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en las manos papeles, lápices de colores, tijeras, pegamento (urgencia que dura hasta la fecha, a tal grado que a veces creo no haber superado la infancia), fui tratando de imaginar una obra como pintor, como escultor. Vías de escape Lo eran de La diligencia, de John Ford, a Enamorada, de Emilio Fernández (y Gabriel Figueroa); de Corazón, diario de un niño, de Edmundo de Amicis y la saga del proscrito Guillermo Brown, de Richmal Crompton, a Cumbres borrascosas, de Emily Brontë; de los hermanos Marx a Alfred Hitchcock (Cuéntame tu vida); de Trafalgar, de Pérez Galdós, a los cuentos de Somerset Maugham o al Conde de Montecristo; de Laura (Gene Tierney), a Ingrid Bergman (Intermezzo). Pero asimismo quería vivir sin salir de la cálida isla que era mi casa, a través de dos libros que fueron un refugio para mí: La isla misteriosa (Verne) y el relato del náufrago Robinson, enfrentado con gran imaginación y eficacia a la adversidad. Nacer dos veces Creo que el origen de todo mi trabajo está en mis dos infancias. La primera, en mi natal Barcelona, hecha de experiencias que fueron bastante difíciles para mí, y la segunda, en 1949 cuando llegué a México y la vida se me iluminó. La luz me deslumbró, y ese deslumbramiento sigue acompañándome hasta la fecha. En México encontré la libertad (o al menos mi libertad). Hoy puede resultar muy difícil aceptar y entender la posibilidad de aquella luz tan brillante; pero cuando llegué, para mí esa imagen tan poderosa era algo que no había vivido ni conocía hasta entonces. Y, poco a poco, comencé mi formación cultural como un joven mexicano ávido de aprender. (Consta en una fotografía mi audacia de verme a mis dieciocho años pintando con caballete la pirámide del Sol en Teotihuacán, in situ.) El asombro De José Clemente Orozco, un hombre en llamas, a la delicada iglesia mariana de Tonantzintla; del portentoso arte prehispánico (visto a través de Paul Westheim) a los dulces de Celaya; del ciudadano presidente Lázaro Cárdenas a doña Consuelo Velázquez; del maestro Diego Rivera en la Secretaría de Educación Pública a la vibrante música de Silvestre Revueltas; del carnaval de los moros y cristianos en Huejotzingo al color de Rufino Tamayo; del imaginario de Posada o de los Judas de la familia Linares a •
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la prosa de Martín Luis Guzmán. Y en el Palacio de Bellas Artes (donde en el cuarto piso, en la oficina de ediciones del Instituto Nacional de Bellas Artes, yo trabajaba como asistente de Miguel Prieto), los conciertos de Carlos Chávez, las magnas exposiciones de Fernando Gamboa, el teatro de Salvador Novo (Emilio Carballido, Jean-Paul Sartre), la danza a cargo de Miguel Covarrubias (Zapata, de Guillermo Arriaga). Y no puedo olvidar haber visto a una joven María Callas ensayar y cantar Aída, como tampoco la ópera dominical en la estación XELA. En esos días, en la radio se escuchaba al trío Los Panchos cantando “Sin un amor, la vida no se llama vida”, una idea que ha sido esencial para mí. (Tiempo después supe que un torturado Malcolm Lowry había escrito en la pared de su casa en Cuernavaca: “No se puede vivir sin amar”.) [Recién llegado a México y gracias a Federico Álvarez conocí a Miguel Prieto, un manchego hermoso por fuera y por dentro, pintor y tipógrafo. Él fue mi primer maestro y no sólo en el diseño gráfico, sino y sobre todo en el ordenamiento de la incierta vida que yo había tenido hasta entonces. Recuerdo que en una ocasión, mientras viajábamos en coche a Tonantzintla (donde yo lo asistía a pintar un mural en el Observatorio Astrofísico), Miguel Prieto me contó cómo, siendo pequeño, tenía que ir a la escuela en un pueblo que estaba a varios kilómetros de distancia del suyo, Almodóvar del Campo. Años más tarde supo que su padre, durante los largos recorridos, lo seguía a prudente distancia para protegerlo de algún peligro, sin que el niño lo notara. Mucho, mucho tiempo después, cuando hablaba con Miguel Prieto, veía en sus dulces ojos claros la emoción con la que recordaba el delicado cuidado de su padre. A pesar del tiempo transcurrido yo no he olvidado ese conmovedor relato. Y en él creo que se hallan las enseñanzas que recibí de mi maestro: sutileza, discreción, sobriedad y calidez. A él le debo, además, mi entrañable amistad con Fernando Benítez, de quien me convertí durante casi cincuenta años en su hijo, su hermano y su padre (todavía recuerdo su cariñoso lamento cuando yo iba a estar un tiempo de viaje: ¡Hermanito, cuando tú te vas me quedo huérfano!), y de quien heredé la pasión por México. Por si esto fuera poco, también debo a la generosidad de Fernando Benítez la presentación de mi primera exposición de pintura, en la que me definió como un joven “tierno y lírico, a veces desgarrado y violento”, y me atribuyó “la aurora, la inconformidad, la esperanza”.] 20
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