La Odisea

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EL VIAJE II ENCUENTRO CON NAUSÍCAA Allí estaba dormido el sufridor Odiseo, vencido por el sueño y el cansancio. Por su parte, Atenea se dirigió a la ciudad de los feacios, los que en otro tiempo habitaron la espaciosa Hiperea, cerca de los malvados cíclopes, los cuales solían atacarlos pues eran mucho más fuertes. Por ello, Nausítoo, semejante a un dios, condujo a los feacios a Esqueria, lejos de los hombres que se ganan su sustento. Levantó una muralla alrededor de la ciudad, construyó casas, edificó templos a los dioses y repartió las tierras. Pero vencido por la muerte marchó al Hades y tomó el poder Alcínoo, conocedor de los designios de los dioses. A su palacio se encaminó la diosa de los ojos claros, Atenea, que ya había planeado el regreso de Odiseo. Se dirigió al tálamo bien labrado en el que dormía una joven de aspecto semejante a una diosa, Nausícaa, la hija del magnánimo Alcínoo, acompañada de dos sirvientas. Las puertas, magníficas, estaban cerradas. Como un soplo de viento se dirigió Atenea a la cama de la joven, tomando la apariencia de la hija de Dimante, que era de su misma edad y grata a su corazón. Se detuvo junto a la cabecera y le dijo: - 97 -


—Nausícaa, ¿por qué te parió tu madre tan perezosa? Tus espléndidos vestidos están abandonados. Y eso que ya no debe estar lejos el día de tu boda, en la que deberás lucir los vestidos más bellos y procurárselos a quienes te acompañen. ¡Venga! Vayamos a lavarlos en cuanto llegue la aurora. Yo también iré contigo para que prepares todo enseguida, que ya no serás virgen por mucho tiempo, pues te pretenden los mejores feacios por todo el país. ¡Vamos! Pide a tu padre que antes de que amanezca preparen las mulas y el carro que lleve las túnicas y los vestidos. Para ti también será mejor ir así que a pie, pues los lavaderos están muy lejos de la ciudad. Tras hablar así, se dirigió Atenea al Olimpo, donde dicen que está la morada de los dioses. Nunca la agitan los vientos, ni la moja la lluvia, ni la cubre la nieve, sino que sobre ella se extiende un cielo sereno, sin nubes, y la envuelve un claro resplandor. Allí, donde se regocijan los felices dioses cada día, acudió la de ojos claros tras aconsejar a la muchacha. Poco después, llegó la aurora de hermoso trono y despertó a Nausícaa. Se maravilló esta de su sueño y rápidamente fue en busca de sus padres. Su madre estaba junto al hogar, con las esclavas, hilando lana teñida con púrpura. A su padre lo encontró en la puerta cuando, junto con los ilustres reyes, se dirigía al consejo, donde lo reclamaban los nobles feacios. Ella se acercó a su padre y le dijo: —Papá querido, ¿por qué no mandas preparar un carro alto de fuertes ruedas para que vaya al río a lavar mis vestidos, que están sucios? También a ti, que eres uno de los hombres principales, te conviene llevar ropa limpia cuando participas en el consejo. Y mis hermanos mozos siempre quieren ir al baile con túnicas limpias. Y de todo eso me ocupo yo. Así dijo, porque le daba vergüenza mencionar su matrimonio delante de su padre. Pero este lo comprendió y le respondió: —No te niego las mulas, hija, ni ninguna otra cosa, ve. - 98 -


Dicho esto, dio órdenes a las esclavas para que prepararan un buen carro y uncieran las mulas. La joven trajo de su habitación los espléndidos vestidos y los puso en el bien pulido carro. Su madre colocó en una cesta comida abundante de todo tipo y vertió vino en un pellejo de cabra. Y cuando la joven ya había subido al carro, le dio también jugoso aceite en un lécito51 de oro para que pudiera ungirse junto con las sirvientas. Ella tomó en sus manos las relucientes riendas y el látigo, y lo hizo restallar para iniciar la marcha. Se oyó el alboroto de las mulas al ponerse en movimiento, animosas, transportando la ropa y a Nausícaa; las criadas la seguían caminando. 51. Tipo de vasija de cerámica, por lo general de cuello largo y delgado, donde se guardaba el aceite que se utilizaba para el cuidado del cuerpo. - 99 -


Una vez que llegaron a la hermosa corriente del río donde estaban los lavaderos y donde fluye abundante agua clara, desengancharon las mulas y las condujeron hasta la orilla para que pacieran la dulce hierba. Sacaron los vestidos del carro y los sumergieron en el agua. Los pisaban, rápidas, en las pilas, rivalizando unas con otras52. Después que limpiaron toda la suciedad, extendieron la ropa a orillas del mar, sobre los guijarros secos. Entonces se lavaron ellas, se ungieron con aceite y se pusieron a comer en un ribazo, mientras los vestidos se secaban bajo los rayos del sol. Cuando se hubieron saciado de comida, se quitaron los velos y se pusieron a jugar con una pelota mientras cantaban. Nausícaa, de blancos brazos, dirigía el canto. Como cuando Ártemis va por los montes, deleitándose con los jabalíes y los veloces ciervos, y con ella juegan las ninfas entre las que sobresale su cabeza, y se la reconoce fácilmente aunque todas son bellas, así se distinguía la doncella entre sus esclavas. Cuando estaban a punto de regresar a la casa y ya habían uncido las mulas y doblado los hermosos vestidos, Atenea, la diosa de ojos claros, decidió que en ese momento Odiseo podría despertarse y encontrar a la hermosa joven, y que esta lo condujera a la ciudad de los feacios. En efecto, fue entonces cuando la princesa arrojó la pelota a una esclava y esta no la alcanzó, sino que fue a caer en un profundo remolino, y todas se pusieron a gritar. Odiseo se despertó y se estremeció. —¡Ay de mí! ¿A la tierra de qué hombres he llegado esta vez? ¿Serán orgullosos, salvajes y carentes de leyes, o bien hospitalarios y compasivos? Oigo un griterío como de muchachas. ¿Serán ninfas de las que poseen las altas cumbres, los nacimientos de los ríos y las praderas herbosas, o estaré cerca de voces humanas? Me asomaré para averiguarlo. Tras decir esto, salió de debajo de unas matas el divino Odiseo y, arrancando una rama frondosa con su robusta mano, cubrió su desnudez y se puso en camino. Como un león montaraz que, azotado por la lluvia y el viento, avanza confiado en su fuerza, con los ojos ardientes, y ataca a las 52. Forma tradicional de lavar documentada en frescos romanos y que aún se puede observar en India. - 100 -


vacas y a las ovejas, pues su estómago le ordena apoderarse de los rebaños, así se acercaba Odiseo a donde estaban las jóvenes de hermosas trenzas, aunque estaba desnudo, pues lo impulsaba una gran necesidad. Apareció ante las jóvenes, aterrador, maltrecho por el mar, y ellas se alejaron huyendo hasta llegar a la orilla. Solo Nausícaa se quedó quieta, pues Atenea había infundido valor en su mente y erradicado el temor de sus miembros. Se mantuvo de pie frente a él. Odiseo dudó entre suplicar a la hermosa muchacha arrojándose a sus rodillas o rogarle desde lejos con palabras propicias que le indicara cómo llegar a la ciudad y le diera algo de ropa. Le pareció mejor suplicar desde lejos, no fuera a enojarse la joven si se abrazaba a sus rodillas. Así pues, le dijo lisonjeras y astutas palabras: —Te suplico, soberana, ¿eres diosa o mortal? Si eres una diosa, yo te comparo a Ártemis, la hija del gran Zeus, por tu grandeza y tu hermosura. Y si eres mortal que habita sobre la tierra, tres veces dichosos por tu causa son tu padre y tu madre, y tres veces dichosos tus hermanos, pues su ánimo se alegra cuando ven entrar en el baile a tal retoño. Pero, por encima de todos, el más feliz será aquel que algún día te lleve a su casa, pues nunca he visto a nadie como tú, ni hombre ni mujer. Siento veneración cuando te miro. Una vez, en Delfos53, vi un retoño de palmera parecido a ti, que crecía cerca del altar de Apolo. Pues yo también fui allí, seguido por un numeroso ejército, en una expedición en la que iba a ocurrirme una gran desgracia. Me admiré por largo tiempo al contemplarlo, porque nunca un árbol semejante había crecido de la tierra. Así, ahora, me maravillo y estoy asombrado ante ti, soberana, y temo terriblemente tocar tus rodillas; pero me abruma un terrible dolor. Ayer escapé del vinoso ponto después de veinte días en los que las olas y los impetuosos huracanes me llevaron continuamente de un lado a otro desde la isla Ogigia. Ahora, algún daimon me ha arrojado aquí, sin duda para que sufra un nuevo tormento, pues no creo que cesen, sino que todavía los dioses maquinan otros para mí. Compadécete señora, pues llego a ti tras padecer muchos males y no sé nada de los hombres que poseen esta tierra. Muéstrame la ciudad y dame alguna ropa para que me cubra. ¡Que los dioses te concedan cuanto desees 53. El santuario de Apolo en Delfos era un lugar de peregrinaje y sede del famoso oráculo. Odiseo aprovecha para dejar claro que, a pesar de su apariencia, era jefe de un ejército y hombre piadoso. - 101 -


en tu corazón y te procuren un marido, una casa y una vida en armonía! Pues no hay nada mejor ni más conveniente que cuando un hombre y una mujer comparten una casa y están de acuerdo sus pensamientos. A su vez, Nausícaa le habló directamente: —Extranjero, no pareces hombre malvado ni insensato. Zeus reparte la felicidad a los hombres, a los buenos y a los malos, a cada uno según le parece, y quizás para ti decidió esto, y tú debes soportarlo. Pero ahora que has llegado a nuestra tierra, no carecerás de vestido ni de ninguna otra cosa de las que se debe proveer a un suplicante que nos sale al encuentro tras haber padecido mucho. Yo te mostraré la ciudad y te diré el nombre de sus habitantes. Los feacios poseen esta ciudad y esta tierra, y yo soy hija del magnánimo Alcínoo, que entre ellos detenta el mando y el poder. Ordenó entonces a las criadas: —Acercaos esclavas, ¿adónde habéis huido al ver a este hombre? Ningún mortal llegará jamás a la tierra de los feacios en son de guerra, pues somos muy queridos por los dioses. Vivimos lejos, en el ponto de olas agitadas, y ninguno de los mortales tiene trato con nosotros, pero este desgraciado ha llegado aquí tras vagar perdido y ahora debemos atenderlo, pues de Zeus proceden todos los extranjeros y mendigos. Dadle por tanto, esclavas, comida y bebida, y lavadlo en el río, al abrigo del viento. Así habló, y ellas se acercaron, pusieron a Odiseo al abrigo del viento como había ordenado Nausícaa, le proporcionaron túnica y manto, le dieron jugoso aceite en un lécito dorado y le apremiaban para que se bañara en la corriente del río. Entonces el divino Odiseo se dirigió a ellas: —Muchachas, quedaos allí lejos mientras yo mismo me lavo el salitre de los hombros y me los unto con aceite, que falta me hace. A la vista de todas no me lavaré, pues me da vergüenza estar desnudo entre jóvenes de lindas trenzas. Ellas se alejaron y se lo contaron a la joven. Y él, el divino Odiseo, lavó en el río el salitre que le cubría la piel de la espalda y los anchos hombros, y - 102 -



limpió de su cabeza la espuma del mar. Y después que se lavó todo y se untó con aceite, se puso los vestidos que le había procurado la muchacha. Entonces Atenea hizo que pareciera más alto y más fuerte, y caían de su cabeza cabellos rizados, semejantes a la flor del jacinto. Como cuando un artesano, al que han enseñado su arte Hefesto y Atenea, vierte oro sobre plata y queda satisfecho de su obra, así Atenea derramó su gracia sobre él, sobre su cabeza y sus hombros. Se dirigió entonces a la orilla del mar y se sentó a lo lejos, resplandeciente de hermosura y de gracia. Y la muchacha lo contemplaba. Entonces ella dijo a las esclavas: —No en contra de la voluntad de los dioses del Olimpo ha llegado este hombre hasta los feacios. Al principio me pareció desagradable, pero ahora se parece a los dioses que poseen el ancho cielo. ¡Ojalá pudiera llamar esposo a un hombre como este, si le gustara quedarse aquí y vivir entre nosotros! ¡Vamos! Dadle comida y bebida. Así dijo, y estas acudieron y sirvieron a Odiseo comida y bebida. El sufridor divino Odiseo bebió y comió con ansiedad, pues hacía mucho que estaba falto de alimento. Entonces Nausícaa cambió de idea. Dobló los vestidos y los puso en el carro. A continuación, unció las mulas de fuertes cascos, se subió y le dijo: —¡Levántate ahora, extranjero, vamos a la ciudad!, para que yo te lleve a la casa de mi padre, donde te aseguro que encontrarás a los mejores entre todos los feacios. Pero vamos a hacer lo siguiente, pues no me pareces falto de entendimiento: mientras vayamos por el campo y las tierras de labor, sigue al carro con las esclavas, que yo guiaré el camino. Luego llegaremos a la ciudad. Esta está rodeada por una alta muralla, y a un lado y otro se extiende un hermoso puerto con una entrada estrecha. Alrededor del bello templo de Posidón está el ágora, construida con piedras de cantera bien clavadas en la tierra. Allí cuidan los aparejos de las negras naves, los cables y las velas, y afilan los remos. No preocupan a los feacios el arco ni la aljaba, sino los mástiles y los remos de las naves con las que, orgullosos, surcan el canoso mar. De ellos evito las habladurías, pues son muy insolentes en el pueblo y - 104 -


quizás alguien de baja ralea que nos salga al encuentro diga: «¿Quién es este extranjero, tan alto y atractivo que viene con Nausícaa?, ¿dónde lo encontró?, ¿será acaso su futuro esposo? Quizás es algún hombre de una tierra lejana que se extravió con su nave y ella lo recogió. O algún dios que bajó del cielo porque ella se lo suplicó y lo tendrá ya aquí para siempre. Mejor que se haya buscado un marido de fuera, pues parece despreciar a los feacios, ya que son muchos y buenos los que la pretenden». Eso dirán y yo me sentiría ofendida. También yo me indignaría contra otra que hiciera tales cosas, que en contra de la voluntad de su padre y de su madre, se relacionara con hombres antes de hacer público su matrimonio. Extranjero, escucha bien mis palabras, para que pronto consigas de mi padre escolta para regresar a tu casa. Cerca ya de la ciudad, junto a un camino de álamos, encontrarás un espléndido bosque sagrado de Atenea, donde hay una fuente rodeada de prados. Allí está el campo de mi padre. Siéntate allí y espera hasta que nosotras lleguemos a la ciudad. Ve tú luego y pregunta por la casa de mi padre, el magnánimo Alcínoo. Es fácil de reconocer, pues no hay otra semejante a esa entre los feacios. Y una vez dentro de la casa, atraviesa sin detenerte el mégaron para llegar hasta mi madre. Ella estará sentada junto al hogar, a la luz del fuego, hilando copos de lana teñidos con púrpura marina, apoyada sobre un pilar, y las esclavas detrás de ella. Cerca verás el sillón de mi padre, en el que él estará bebiendo vino como un inmortal. Déjalo a un lado y abrázate a las rodillas de mi madre para que veas cercano el día de tu regreso, aunque procedas de lejanas tierras. Si ella alberga en su corazón buenos sentimientos hacia ti, existe esperanza de que veas a tus seres queridos y de que llegues a tu casa y a tu patria. Tras hablar así, fustigó a las mulas con el resplandeciente látigo. Estas, trotando, abandonaron enseguida la corriente del río. Conducía con cuidado, de modo que pudieran seguirla las esclavas y Odiseo, que iban a pie. Se sumergía Helios cuando llegaron al magnífico bosque sagrado de Atenea donde se quedó el divino Odiseo. Enseguida imploró a la diosa: —Óyeme, hija de Zeus, escúchame ahora, puesto que antes no escuchaste al náufrago cuando el ilustre que sacude la tierra me hizo zozobrar. Concédeme que llegue a los feacios como amigo y digno de compasión. - 105 -


Así dijo, suplicando, y lo escuchó Palas54 Atenea; pero no se mostró ante él, temerosa de su tío paterno55, el cual seguiría furioso contra Odiseo hasta que llegara a su patria.

LA CIUDAD DE LOS FEACIOS Mientras imploraba así el sufridor divino Odiseo, la fuerza de las dos mulas transportaba a la muchacha a la ciudad. Al llegar al magnífico palacio de su padre, se detuvo ante las puertas y sus hermanos, semejantes a dioses, se acercaron, desuncieron las mulas y llevaron la ropa al interior. Ella se dirigió a su dormitorio, donde solía encenderle el fuego la anciana esclava Eurimedusa, a la que tiempo atrás trajeron las curvas naves desde Apira como parte de un botín. La eligieron especialmente para Alcínoo, soberano de todos los feacios, al que el pueblo escuchaba como a un dios, y fue nodriza de Nausícaa, de blancos brazos, en el palacio. Ella le encendió el fuego y le preparó la comida allí dentro. En ese momento, Odiseo se puso en marcha hacia la ciudad. Atenea, preocupada por él, lo envolvió en una niebla espesa, no fuera a ser que lo encontrara alguno de los feacios y lo insultara o le preguntara quién era. Y cuando ya iba a entrar en la ciudad, la diosa de ojos claros, tomando el aspecto de una niña que acarreaba un cántaro, le salió al encuentro y se puso a su lado. El divino Odiseo le preguntó: —Hija, ¿podrías guiarme hasta el palacio de Alcínoo, el que gobierna a estos hombres? Soy un forastero que tras mucho sufrir he llegado aquí desde una tierra remota y no conozco a ninguno de los hombres que poseen esta ciudad y esta tierra. Le contestó la diosa de ojos claros, Atenea: 54. Epíteto ritual de la diosa Atenea. 55. Posidón era hermano de Zeus, hijos ambos de Cronos. Atenea era hija de Zeus, por tanto, sobrina de Posidón. - 106 -


—Claro que te voy a mostrar la casa que dices, padre forastero, pues vive cerca mi intachable padre. Camina en silencio, que yo te indicaré la ruta, y no mires ni preguntes a ninguno de los hombres, porque ellos no suelen tener trato con forasteros ni acogen de buen grado al que llega de otra tierra. Confiados atraviesan el gran abismo del mar en sus veloces naves, pues así se lo concedió el que sacude la tierra. Sus naves son tan ligeras como pájaros o como pensamientos. Tras hablar así, lo condujo rápidamente Palas Atenea, y él seguía las huellas de la diosa. Los feacios, famosos por sus naves, no lo veían cuando pasaba entre ellos camino de la ciudadela, pues no lo permitía Atenea, de hermoso cabello, la temible diosa que, preocupada por él, había derramado una niebla divina a su alrededor. Odiseo se maravillaba al observar los puertos y las naves bien proporcionadas, las ágoras de los héroes y las espaciosas murallas elevadas con empalizadas bien trabadas, que eran una maravilla de ver. Cuando llegaron al grandioso palacio del rey, la diosa de ojos claros, Atenea, le dirigió la palabra: —Este es, padre forastero, el palacio que querías que te mostrara. Hallarás en él a los reyes, del linaje de Zeus, celebrando un banquete. Pero tú entra y no temas en tu ánimo, pues un hombre audaz se comporta mejor en todo lo que emprende, incluso si viene de otra tierra. En primer lugar, encontrarás a la reina en el mégaron. Su nombre es Arete. De su estirpe procede también el rey Alcínoo. Al principio, Nausítoo fue engendrado por Posidón, el que agita la tierra, y Peribea, la de mejor figura entre las mujeres, hija menor del magnánimo Eurimedonte, el cual reinaba sobre los altivos gigantes, siendo finalmente causa de la destrucción de su arrogante pueblo y de la suya propia. A ella se unió Posidón y engendró a su hijo el magnánimo Nausítoo, que fue soberano de los feacios. De Nausítoo nacieron Rexénor y Alcínoo. Cuando Rexénor no tenía aún ningún hijo varón, Apolo, el de arco de plata, le disparó en el palacio, a poco de casarse, dejando solo una hija: Arete. Alcínoo la hizo su esposa y la honró como ninguna otra fue honrada sobre la tierra de cuantas mujeres en estos días gobiernan un hogar sometidas a sus esposos. Así ha sido ella venerada de corazón, y lo sigue siendo, por sus hijos, por el propio Alcínoo y por su pueblo, que la considera una diosa y se lo muestra con palabras cuando - 107 -



sube a la ciudadela. Tampoco carece Arete de buen entendimiento, se preocupa por los suyos y resuelve las disputas entre los varones. Si ella te considera un amigo en su corazón, entonces hay esperanza de que veas a los tuyos y regreses a tu casa y a tu tierra patria. Tras hablar así, se marchó Atenea, la diosa de ojos claros, sobre el estéril ponto y se dirigió a Atenas, de anchas calles, a la sólida morada de Erecteo56. Por su parte, Odiseo llegó a la noble casa de Alcínoo. Antes de traspasar el pórtico de bronce, se detuvo allí, de pie, mientras en su corazón se agitaban muchos pensamientos. Como el resplandor del sol o de la luna era el brillo que emitía el elevado palacio de Alcínoo. Sus murallas, de bronce, se extendían a un lado y otro desde el umbral hasta lo más profundo, adornadas con un friso azul oscuro. El interior de la sólida morada estaba protegido por puertas doradas, cuyas jambas de plata se elevaban sobre el umbral de bronce; el dintel era también de plata, y el tirador de oro. A ambos lados se erguían unos perros de oro y plata que había fabricado Hefesto con ingenioso arte para guardar la morada del magnánimo Alcínoo. Dentro, a lo largo de la muralla desde el umbral hasta el interior, había asientos distribuidos aquí y allá, cubiertos por telas finas y bien trabajadas, obra de mujeres. En ellos se sentaban los príncipes de los feacios mientras bebían y comían, y allí pasaban la mayor parte del tiempo. Sobre sólidos pedestales se alzaban unas estatuas de oro que representaban a jóvenes llevando en las manos antorchas que, al encenderlas, iluminaban por las noches el palacio para los invitados. Había cincuenta mujeres esclavas en la casa: las unas molían el dorado grano con un molino, mientras que las otras se afanaban en el telar o, sentadas, hilaban los copos de lana semejantes a las hojas de un álamo esbelto. Tan experimentados como son los feacios entre todos los hombres para deslizar sus veloces naves por el ponto, así son de habilidosas las mujeres en el telar, pues Atenea les concedió el saber hacer trabajos hermosísimos y tener buen entendimiento. 56. Rey de Atenas que construyó el templo de Atenea en la Acrópolis. - 109 -


Fuera ya del patio, cerca de las puertas, había un gran huerto de cuatro yugadas rodeado por una cerca en el que crecían grandes árboles frutales: perales, granados, manzanos de fruto reluciente, olorosas higueras y florecientes olivos. Sus frutos nunca se perdían y no faltaban ni en invierno ni en verano, sino que eran perennes. El Céfiro, que soplaba permanentemente, hacía crecer a unos y madurar a otros. Había allí plantada una fructífera viña; parte de las uvas maduraban al sol, otras se vendimiaban y otras se pisaban, mientras que más arriba otras estaban en flor y otras iban tomando color. En el extremo del viñedo, ordenadas en liños, crecían verduras de todo tipo, siempre lozanas. También había dos fuentes, la una regaba todo el huerto y la otra, en el patio, delante del elevado palacio, abastecía a los habitantes de la ciudad. Así de espléndidos eran los dones de los dioses en la morada de Alcínoo.

ARETE Y ALCÍNOO ACOGEN A ODISEO Allí quieto, de pie, se admiraba el paciente y divino Odiseo. Cuando lo hubo contemplado todo, traspasó el umbral y entró en la casa. Encontró en ella a los príncipes y consejeros de los feacios haciendo libaciones en honor al vigilante asesino de Argos, al cual solían hacer libación en último lugar, cuando se acordaban del lecho. Enseguida cruzó el palacio, aún oculto por la niebla con que lo había cubierto Atenea mientras llegaba ante Arete y el rey Alcínoo. En cuanto Odiseo rodeó con sus brazos las rodillas de Arete, la niebla se disipó. Todos se quedaron sin habla al ver al hombre en la casa y lo contemplaban sorprendidos. Odiseo suplicó: —¡Arete, hija de Rexénor semejante a un dios!, tras haber padecido mucho suplico a tu esposo y a tus rodillas, y también a tus invitados. ¡Ojalá los dioses les concedan vivir felices! Y que cada uno pueda legar a sus hijos los bienes que les corresponden en sus palacios y las prerrogativas que el pueblo les ha otorgado. En cuanto a mí, proporcióname una escolta para volver cuanto antes a mi tierra, pues ya hace mucho tiempo que padezco desgracias lejos de los míos. - 110 -


Tras hablar así, se sentó entre las cenizas del hogar, cerca del fuego. Todos se quedaron en silencio. Después de un tiempo habló el anciano héroe Equeneo, el más viejo de los feacios, que se distinguía por sus palabras pues era conocedor de muchas cosas antiguas. Este, con buen sentido, se dirigió a ellos y les dijo: —Alcínoo, no está bien ni es adecuado que un forastero se siente en el suelo del hogar, entre las cenizas, mientras los demás esperan a ver qué dices. Conque ¡vamos!, haz que se levante el extranjero y siéntalo en un sillón tachonado de plata, y ordena a los heraldos que mezclen el vino para que hagamos libación al dios que se recrea con el rayo57, el cual protege a los suplicantes. Y que la despensera traiga al extranjero algo de comer, de lo que haya en la casa. En cuanto oyó esto la sagrada fuerza de Alcínoo 58, tomando de la mano al prudente y astuto Odiseo, lo condujo al estrado y lo sentó sobre un espléndido sillón tras levantar a su hijo, el valeroso Laodamante, que solía sentarse a su lado y al que quería más que a ninguno. Una sirvienta trajo un hermoso aguamanil dorado y vertió agua sobre una palangana de plata para que se lavara. Y extendió a su lado una mesa labrada. La venerable despensera colocó sobre ella pan y toda clase de viandas, favoreciéndole entre los presentes. Bebió y comió el astuto divino Odiseo. Entonces, la fuerza de Alcínoo dijo al heraldo: —Pontónoo, mezcla la cratera y reparte vino a todos en el mégaron para que hagamos libación a Zeus, el que se recrea con el rayo, el que protege a los venerables suplicantes. Al oírlo, Pontónoo mezcló el delicioso vino y lo repartió en copas a todos los invitados, tras lo cual hicieron libación y bebieron cuanto quisieron. A ellos se dirigió Alcínoo y les dijo: 57. Zeus tiene como atributo el rayo y es el protector de los suplicantes. 58. Fórmula utilizada para designar a un personaje. Se utiliza repetidamente para Alcínoo, pero también posteriormente para Telémaco. - 111 -



—Oídme, príncipes y consejeros de los feacios, mientras os digo lo que me ordena mi ánimo en mi pecho. Ahora que hemos comido, id a casa a acostaros y por la mañana, cuando hayamos convocado a un mayor número de ancianos, daremos hospitalidad al extranjero. Ofreceremos a los dioses hermosos sacrificios y después organizaremos la escolta para que el extranjero pueda alcanzar su tierra patria a salvo y cuanto antes, por muy lejos que esté, y para que no padezca más desgracias ni calamidades antes de desembarcar en su tierra. Una vez allí, sufrirá cuanto el destino y las temibles hilanderas59 hayan tejido con su hilo para él al nacer, cuando lo parió su madre. Pero si es alguno de los inmortales que ha bajado del cielo, entonces es que los dioses han decidido otra cosa. Porque, hasta ahora, los dioses siempre han aparecido como tales ante nosotros cuando ofrecemos magníficas hecatombes y, en nuestros banquetes, han participado sentados entre nosotros aquí dentro. Y si alguno de nosotros, incluso cuando viaja solo, se encuentra con ellos, no se ocultan, pues somos sus parientes, como los cíclopes y las tribus salvajes de los gigantes60. Contestándole, dijo el astuto Odiseo: —Alcínoo, no te preocupes por eso; no soy semejante a un inmortal de los que poseen el ancho cielo, ni en estatura ni en rostro, sino a los hombres mortales, a aquellos entre los que conozcáis que hayan sufrido mayores desgracias, pues a ellos podría igualarme yo en padecimientos. Y aún podría contar más pesares, todos cuantos soporté por voluntad de los dioses. Pero, permitid que coma, por muy angustiado que esté, que no hay nada peor que el hambre. Ella nos obliga a recordarla continuamente, pues, estando tan afligido y teniendo tan lleno de dolor el corazón como yo lo tengo, me apremia a comer y beber, y hace que me olvide de todo e intente saciarme. Vosotros, apresuraos en cuanto se muestre la aurora y enviadme entonces a mi tierra patria, a mí que he sufrido tantas calamidades. Y que la vida me abandone una vez que haya visto mi hacienda, mis esclavos y mi gran casa de elevado techo. 59. Las Moiras —o Parcas para los romanos— eran las diosas que personificaban el destino de cada ser humano. Se representaban como tres hilanderas, una de las cuales hilaba el hilo de la vida, otra lo medía y otra lo cortaba. 60. Ante los humanos los dioses tomaban distintas apariencias, como se observa en numerosas ocasiones en este libro en el caso de Atenea; en cambio, ante los feacios aparecían como tales, pues eran de linaje divino. - 113 -


Así dijo, y todos lo aprobaron y acordaron dar escolta al forastero, pues había hablado como correspondía. Entonces hicieron libación y tras beber cuanto les pidió el ánimo, deseosos de dormir, se retiraron a sus casas. El divino Odiseo permaneció en el mégaron, y cerca de él estaban sentados Arete y Alcínoo, semejante a un dios. Mientras tanto, los criados recogían los utensilios de la comida. Arete fue la primera en hablar, pues había reconocido la túnica y el manto que ella misma había tejido junto con sus esclavas. Dirigiéndose a él, le dijo aladas palabras: —Forastero, ¿quién eres y de dónde vienes?, ¿quién te dio esos vestidos?, ¿no dices que has llegado aquí tras vagar por el ponto? Contestándole, le dijo el muy astuto Odiseo: —Es difícil, reina, contártelo con exactitud, pues los dioses celestiales me ocasionaron muchas dificultades. Pero te diré esto que me preguntas. La isla Ogigia se encuentra lejos en el mar. En ella vive la hija de Atlante, la engañosa Calipso, de hermosos bucles, la temible diosa; ella no se relaciona con nadie, ni con dioses ni con hombres mortales. Sin embargo, algún daimon me condujo allí, como único desgraciado compañero de su hogar, cuando Zeus alcanzó mi rápida nave con su brillante rayo y la destrozó en medio del vinoso ponto. En él sucumbieron todos mis fieles compañeros, pero yo, agarrado con los brazos a la quilla de la cóncava nave, fui zarandeado durante nueve días, hasta que al décimo los dioses me condujeron cerca de la isla de Ogigia, en medio de la negra noche, allí donde vive Calipso, la de hermosos bucles, la temible diosa. Ella me acogió cariñosamente, me amó, me alimentó, y me solía decir que me haría inmortal y que no envejecería nunca. Pero jamás persuadió mi ánimo dentro de mi pecho. Allí permanecí ininterrumpidamente durante siete años, mojando siempre con mis lágrimas los divinos vestidos que me proporcionaba Calipso. Pero cuando el octavo año inició su curso, me apremió a que partiera, bien debido a algún mensaje de Zeus o porque ella misma había cambiado de idea. Me procuró una balsa bien firme y me dio muchas cosas, comida y dulce vino, me vistió con vestidos divinos y me envió un viento - 114 -


suave, favorable. Diecisiete días navegué por el ponto, y al decimoctavo aparecieron las oscuras montañas de vuestra tierra, y se alegró mi corazón. ¡Desdichado de mí!, pues aún iba a encontrarme con una gran aflicción que me causaba Posidón, el que sacude la tierra, el cual, levantando los vientos y agitando el terrible mar, me cerró el camino. El intenso oleaje no permitía que avanzara mi balsa, a la que, finalmente, el temporal despedazó. Entonces yo comencé a nadar hasta que el viento y el agua me fueron acercando a vuestra costa. Pero si intentaba salir a tierra allí, las olas me habrían estrellado contra unas grandes rocas en un lugar peligroso, así que me retiré y continué nadando hasta que llegué a un río que me pareció el mejor lugar, libre de rocas y protegido del viento. Me arrojé sobre la tierra, y trataba de recuperar el aliento cuando cayó la noche divina. Entonces, me alejé del río enviado por Zeus y me acosté entre unas matas, sobre un montón de hojas, donde un dios vertió sobre mí un profundo sueño. Allí, entre las hojas, con el corazón encogido, dormí toda la noche y también la mañana, hasta el mediodía. Y cuando Helios comenzaba a bajar, me abandonó el dulce sueño y vi a las criadas de tu hija que estaban jugando en la orilla, y allí estaba también ella, semejante a una diosa. Me acerqué como suplicante. Y no estuvo ella falta de buen juicio, como se podría esperar cuando es tan joven quien te sale al encuentro, pues los más jóvenes suelen obrar con poca cordura. Ella, en cambio, me dio comida abundante y chispeante vino, e hizo que me lavara en el río y me proporcionó estos vestidos. Esto que te he contado es la verdad. Alcínoo se dirigió a él y le dijo: —Extranjero, mi hija no ha sabido hacer lo correcto, puesto que no te condujo hasta nosotros junto con sus esclavas, ya que te presentaste a ella como suplicante. Contestándole, dijo el hábil Odiseo: —Héroe, no reprendas a la muchacha por mi causa, pues ha sido irreprochable. Ella me pidió que la siguiera con las esclavas, pero yo no quise por pudor y temeroso de que quizás tu ánimo se enojara al verlo, ya que son suspicaces las razas de los hombres sobre la tierra. - 115 -


De nuevo Alcínoo le respondió diciendo: —Extranjero, no es propio del corazón que tengo en mi pecho enojarse sin motivo; es mejor hacer todo con mesura. ¡Ojalá por el padre Zeus y Atenea y Apolo, que siendo como eres y pensando las mismas cosas que yo, te quedaras aquí y tomaras a mi hija por esposa, de modo que pudiera llamarte yerno! Yo te daría una casa y riquezas, si te quedaras de buen grado. Pero nadie entre los feacios te retendrá contra tu voluntad, porque eso no complacería al padre Zeus. Yo te voy a proporcionar escolta en algún momento, estate seguro de ello, mañana mismo. Mientras tú descansas en la nave, vencido por el sueño, ellos navegarán sobre un mar en calma hasta llegar a tu patria y a tu morada, si es eso lo que deseas, aunque estén mucho más allá de Eubea, la que aquellos de los nuestros que la conocen dicen que es la tierra más lejana. Así verás por ti mismo cuán excelentes son mis naves y los hombres que baten el mar con el remo.


Así habló, y se alegró el sufridor divino Odiseo que, suplicando, dijo: —¡Padre Zeus!, ¡ojalá se cumpla todo cuanto dice Alcínoo! ¡Que su fama sea perdurable sobre la tierra fecunda y que yo pueda llegar a mi patria! Mientras conversaban uno y otro sobre estas cosas, Arete, de blancos brazos, había ordenado a las esclavas preparar un lecho en el pórtico, poner sobre él hermosas sábanas purpúreas, cubrirlas con colchas y colocar encima mantos de lana para abrigarse. Ellas salieron del mégaron con antorchas en las manos y en cuanto hubieron extendido el mullido lecho se acercaron a Odiseo y lo animaron con palabras: —Levántate y ven a acostarte, que ya hemos preparado tu cama. Así hablaron, y él fue gustoso a acostarse y se durmió sobre la cama torneada bajo el resonante pórtico. Y Alcínoo, a su vez, se acostó en la parte más interior de su morada de altos techos y junto a él su señora esposa, que había preparado su lecho y su reposo.

BANQUETES, CANTOS Y JUEGOS EN LA CIUDAD DE LOS FEACIOS Cuando se mostró la aurora de rosados dedos, la niña de la mañana, se levantó de su cama la sagrada fuerza de Alcínoo, y también lo hizo Odiseo, del linaje de Zeus, saqueador de ciudades. Alcínoo lo condujo al ágora, cerca de las naves, donde se sentaron juntos sobre unos asientos de piedra pulida. Palas Atenea, que velaba por el regreso del magnánimo Odiseo, convocaba a los feacios por toda la ciudad con la apariencia de un heraldo del prudente Alcínoo. Acercándose a cada uno de ellos, les decía: —¡Vamos, príncipes y consejeros de los feacios!, id al ágora para que conozcáis al extranjero que hace poco ha llegado a la casa del prudente Alcínoo. Venía errante por el ponto y tiene el mismo aspecto que un dios. - 117 -


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