RICARDO RAPHAEL

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El mirrey no pertenece a una tribu urbana más: se pretende la tribu elegida, la que se coloca por encima de todas las demás. Su estética y sus placeres, su ostentación a la hora de gastar, su exhibicionismo y su narcisismo suelen tener consecuencias. Es un personaje que intenta volar sobre lo que percibe como un pantano, y en el intento por no manchar su plumaje despoja al otro de su dignidad. No es tarea sencilla definir al mirrey, prácticamente se puede encontrar una acepción distinta por cada persona interrogada. Con la agudeza y sentido del humor que lo caracterizan, el periodista Alberto Tavira escribió para la publicación digital Animal Político: «los mirreyes son una tribu urbana... [que surgió] echando a la licuadora dos heterosexuales, un tecnosexual, un medio de ubersexual y cinco homosexuales… A todos ellos los licuaron con tres [cedés] de Luis Miguel, un litro del autobronceador de 31

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Roberto Palazuelos, dos copas de champaña, dos cucharaditas de Splenda y un clavel rojo de Oscar Wilde… [H]ombres con camisa desabotonada, mínimo hasta donde inicia el vello púbico, que gustan de colgarse rosarios de madera y que cuando van a persignarse comienzan la bendición [diciendo:] “En nombre del Papalord…”». Tavira, Alazraki y Zurita coinciden en su valoración del personaje. Son esas las características que los dos últimos asignaron a Javi, el personaje principal de Nosotros los Nobles: un tipo, ya se dijo, que no parece socialmente amenazante y cuya prepotencia sólo podría implicar un daño para sí mismo. Un mal que, por cierto, puede ser curable, según el mismo filme, si el padre y la sociedad lo ayudan a aprender su lección; a tomar conciencia de su desfase con la realidad. Una definición próxima es la que mira a este sujeto social del siglo XXI como si fuera el junior o el fresa de las generaciones anteriores. Un nuevo Pirrurris, como el personaje que el cómico Luis de Alba protagonizó para la televisión nacional durante los años ochenta, o una versión actualizada de Mauricio Garcés, el actor cómico de los años sesenta que vivía de ser galán y zángano a la vez. De juniors y fresas ha estado poblada la élite patria; se han escrito historias extraordinarias sobre ellos. Vale aquí recordar la biografía El Tigre, que los periodistas Andrew Paxman y Claudia Fernández confeccionaron con esmero para retratar la vida de Emilio Azcárraga Milmo, el hombre más poderoso de los medios mexicanos durante casi tres décadas, o las viñetas que José Joaquín Blanco publicó y luego coleccionó en un libro que lleva por nombre Un chavo bien helado. Este escritor, con mirada potente de antropólogo, se inspiró para sus textos en la revista más selecta que se publicó en México, Town & Country, donde los padres y los hijos de la clase acomodada solían lucir sus mejores galas y su sonrisa más falsa. Sin embargo, tales personajes, si bien emparentados, no son lo mismo que el mirrey. Al menos no lo son en un sentido: al junior le habría provocado vergüenza ostentar públicamente el poderío económico de su familia, tan sólo porque habría sido 32

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juzgado con inclemencia por un régimen político que en la fachada se pretendía revolucionario y garante de la justicia social. No por sus propios controles sicológicos internos, sino por los que la sociedad imponía, el «hijo de papi», que existe en todas partes —el pijo de España, el spoiled kid de Estados Unidos, el huppé francés—, trataba de guardar dentro de las murallas del palacio la exhibición de su enorme capacidad de compra, de sus excentricidades y sus desmanes. En contraste, al mirrey contemporáneo lo tiene sin cuidado la ostentación pública. Todavía más, necesita mostrar cuanto sea posible para que el resto de la humanidad se entere de su naturaleza superior. Puede afirmarse aquí que el mirrey es el junior sin inhibiciones, sin vergüenza alguna que lo devuelva a la moderación. Es probable que el cambio ocurrido entre una y otra generación lo explique una sociedad que se volvió incapaz de establecer controles sobre su élite más pudiente y la corte que le acompaña. La prepotencia siempre ha existido pero hoy se hace notoria, lo mismo que la impunidad, la corrupción, la discriminación y la desigualdad; sin embargo, el síntoma de los tiempos es la entrega de garantías para incurrir en todo lo anterior sin pagar costo alguno. Habrá quien piense que la exhibición en redes sociales de los comportamientos mirreynales son una suerte de sanción. Pero, como la historia del Mirrreybook sugiere, esas mismas redes podrían estar potenciando el hambre de alarde y pompa entre los personajes aludidos. Cualquier definición que se pretenda construir sobre el mirrey tendrá una dosis grande de subjetividad: cada quien lo observa, o se valora a sí mismo como tal, a partir del mirador que la sociedad entrega para poder hacerlo. Una vez hecha esta advertencia, a continuación dispongo un listado de criterios que permitirían distinguir a un mirrey. Digamos que cada uno de ellos, por separado, no constituye prueba plena porque se requiere la concurrencia del conjunto para caracterizar sin equívoco al objeto de estudio. Una persona que alcance un puntaje de diez en la siguiente clasificación será un mirrey rotundo; en cambio, quien obtenga entre 1 y 5 de calificación, deberá aceptar que es apenas un mirrey en fase de crecimiento. 33

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1. Los mirreyes asumen que su papel en la sociedad deriva de una

suerte de orden natural, acaso religioso, de las cosas. Se valoran a sí mismos como una especie humana distinta al resto. No deben ser confundidos, no deben estar al lado de quienes no son gente como ellos; son el resultado de un privilegio que los trasciende y éste no debe ser cuestionado. Nacieron con capacidad innata para estar en la cúspide de la sociedad, para dirigirla y modelarla a partir de su visión del mundo. 2. Su lógica es de clase superior y por tanto se conciben como un es tamento que debe permanecer blindado. Entre ellos son amigos «de toda la vida», se casan con «gente bien», «gente como uno», «de toda la confianza», viven en una colonia «decente», van a escuelas donde acuden personas «bien nacidas», viajan a lugares «civilizados», no comparten amistad en Facebook «con cualquiera». Tienen en común una identidad sicológica muy consciente sobre lo que los distancia del resto. Basta recorrer las revistas y los suplementos de sociales para constatar los rasgos, sobre todo físicos, que confirman su pertenencia a un núcleo social y que además se encargan de excluir a los agentes extraños. 3. Los mirreyes utilizan la riqueza económica como el principal marcador de clase. No importa de dónde venga el dinero —trabajo, herencia, hurto, corrupción o lotería—, la clave está en el poder de compra del que se ufana el mirrey. De ahí que exista una gama amplia de mirreyes: nuevo rico, rico venido a menos, de dinero viejo, hijo de político, hijo de empresario, pariente de narco y la lista puede continuar. Salvo muy raras excepciones, la inmensa mayoría obtuvo el pasaporte de ingreso a la élite mexicana por condiciones heredadas. 4. Los mirreyes no saben pasar desapercibidos: suelen utilizar cualquier objeto a su alcance para ostentar estatus social. Entre esos están las mujeres con quienes prefieren retratarse, las botellas de alcohol caro, los relojes de platino colocados alrededor de la manga del saco, las cuentas de antro con cinco y hasta seis cifras, los tres teléfonos celulares sobre la mesa, los viajes que sólo importan para ser presumidos y el resto de la parafernalia que les permite ser vistos ahí donde vayan, no importa que sea la ciudad de México, Monterrey, Houston, Madrid o Saint-Tropez. 34

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5. Los mirreyes valoran positivamente la arrogancia, consideran

esa actitud una respuesta lógica de su superioridad moral. El dinero entrega inmunidad para decir cosas desagradables, para tratar de la peor manera, para abusar del otro, y todo esto sin pagar nunca las consecuencias. El mirrey más discriminador suele ganarse el respeto de sus acompañantes. La broma hiriente y el comentario ingenioso diseñado para despreciar nutren las horas de ocio y diversión entre estos personajes. 6. Los mirreyes suelen tener un círculo de choferes, guaruras, niñeras y enfermeras que los rodea como alguna vez abrazó el séquito al noble de la Edad Media; a mayor número de integrantes de la corte, mayor arrogancia despliega el mirrey. La inseguridad física que asuela a ciertas regiones de México ha sido el pretexto perfecto para que la comitiva crezca con los guardias armados hasta los dientes (sin permiso de portación) y las camionetas de ocho cilindros (a despecho del calentamiento global). 7. Otro círculo que suele arropar al mirrey es el de su cortejo de lambiscones, compañeros de juerga a quienes se les paga la cuenta o se les invita a una fiesta faraónica a cambio de celebrar las bromas del personaje o de apartarle un lugar mientras arriba al antro. El mirrey vive convencido de que en esta vida sólo es posible despertar envidia o admiración, y está dispuesto a pagar lo que sea necesario para obtener ambos; de ahí que cualquier crítica a su persona sea descalificada como resentimiento social, y todo halago un acto justificado por su graciosa presencia en este mundo. 8. El mirrey desprecia la cultura del esfuerzo. Si lo único relevante es la fortuna y no importa el método para su obtención, el mérito y el denuedo terminan siendo arrojados por la escalera. Nunca han visitado sus neuronas las razones que legitiman la actual jerarquía social. La inmensa mayoría ya eran ricos al nacer porque alguien distinto a ellos dio el salto necesario; el gran golpe de suerte no fue suyo y sin embargo lo reivindican como propio. 9. Los mirreyes no acuden a la escuela para adquirir conocimientos sino conocidos. Si la cultura del esfuerzo no es relevante, lo único valioso dentro del salón de clases es la posibilidad de fortalecer los lazos con los compañeros de estamento social y con uno que otro individuo eventualmente reclutable para el propio 35

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séquito. A diferencia de otras épocas en que el conocimiento de las ciencias o las artes era requisito para pertenecer a la burguesía, hoy para el mirrey es tiempo perdido invertirlo en cualquier otra expresión de la cultura que no sea la moda o el cine popular estadounidense. 10. Al mirrey le provoca sensación contradictoria el hecho de haber nacido en México. De un lado no duda en pintarse la cara con ungüento tricolor y colocarse sobre la cabeza un sombrero de charro si la Selección Mexicana juega un partido de soccer organizado por la FIFA; al mismo tiempo, por lo bajo rebaten la mala fortuna de pertenecer a un país al que en más de un sentido desprecian por la mayoría de la gente que lo habita. Los mirreyes prefieren lo europeo, la piel blanca, la civilización en inglés; hacen sus compras en Miami, en Nueva York, en Houston y en Madrid. Les gusta viajar porque con ello obtienen un espacio de socialización exclusivo para mirreyes: cada partida es una forma de encerrarse entre personas que ya se conocen. Salir de México, por otra parte, permite refrendar la distancia sideral que existe con los mexicanos que no pueden hacerlo de manera legal.

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