José Hierro, Los sentidos de la mirada

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José Hierro: un peregrino del arte * Miguel Ángel Muñoz

“El lenguaje de la pintura es un sistema de signos que encuentran su significado en otros sistemas” - Octavio Paz

“Llegué por el dolor a la alegría. Supe por el dolor que el alma existe...», escribe José Hierro en el Libro de las alucinaciones.1 Este sentir recorre la poesía completa de Hierro. Hay poetas que para desmenuzar y profundizar en su pasión por el mundo necesitan la exaltación de la memoria, el espectáculo del paisaje y la tradición de la cultura. Hierro (Madrid, España, 1922-2002) fue uno de estos escritores; transmitió con simplicidad lingüística, como pocos poetas de su generación, ese lenguaje mediterráneo que se resiste a muchos. La obra de Hierro ocupa ya un lugar clave en la poesía de lengua española del último medio siglo. En 1947 aparece su primer libro; ese mismo año, además, conseguirá el premio Adonáis con Alegría, otorgado por un jurado en el que estaban Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso y Gerardo Diego. Durante los años siguientes vivirá y trabajará en Santander colaborando en la revista Proel y en su sala de exposiciones. Trabaja también como listero en una empresa de construcción de Torrelavega y como tornero en un taller de fundición en Maliaño. Tierra sin nosotros y Alegría (ambos de 1947) son dos libros complementarios, publicados simultáneamente para ofrecer las dos caras —melancólica y vitalista— de ese existencialismo contenido que contrasta muy positivamente con la tragedia a su alrededor ostentada por los poetas – “todo aparece como envuelto en niebla. Se habla vagamente de emociones, y el lector se ve arrojado a un ámbito incomprensible en el que le es imposible distinguir los hechos que provocan esas emociones”, dice Hierro, desarraigados y los afligidos por el silencio de Dios que aportaban una voz nutrida en el deleite verbal y métrico del modernismo y en la búsqueda de la esencialidad expresiva, aprendida en Juan Ramón, Unamuno y Antonio Machado. El poeta es un traductor, traduce sus palabras en colores, en líneas, en símbolos. En el prólogo a sus Obras completas de 1962, Hierro se definió como «poeta testimonial», en la acepción machadiana que supone la inserción en el tiempo histórico, pero distinguió esta actitud de la de los poetas políticos, y con ello estamos ante la segunda razón de su singularidad: haber escapado a la gran trampa que la dictadura española tendió a las letras, degradándolas en las dos formas de servicio que son el asentimiento y la oposición. Por otra parte, el arte, en la España del franquismo, era “retrógrado”, igual que la dictadura. Lo cierto, es, que a pesar de ello, algunos artistas se afanaban en obtener un reconocimiento internacional, sobre todo en las bienales – Venecia, Italia; Sao Paulo, Brasil; La Habana, Cuba; la Documenta, en Kassel, Alemania, que eran en esos años, las ferias más importantes de arte de la segunda mitad del siglo XX - y en las galerías de Estados Unidos – Pierre Matisse, Grace Borgenicht, Martha Jackson- y Francia- Arnaud, Stdler-, principalmente. El contenido de ruptura de los movimientos de vanguardia, surgidos en Barcelona con Dau al 1

Libro de las alucinaciones, José Hierro, edición de Dionisio Cañas, Editorial Cátedra, 1986, Madrid


Set y en Madrid con El Paso, o en menor medida con la propuesta del grupo Hondo, fueron claros ejemplos de esa búsqueda por salir del arte anquilosado, tradicional, en momentos, mediocre, que se promovía en esos años. Es ahí, donde el poeta, otorga a sus escritos una conciencia estética y crítica a los movimientos estéticos de su tiempo. Un tiempo y un arte desgarrado por dos extremos: una dictadura radical y una pintura que quiere respirar. Lo primero niega la libertad, es decir, a la substancia del arte, a la obra artística. Lo segundo, es simplemente un grito de libertad, y algunos de los textos de Hierro son un registro, un testimonio del espíritu que lo anima. Fue un crítico que jamás se mostró indiferente a cuanto destacó en el mundo de la creación de sus contemporáneos. Al mismo tiempo, la poesía social estuvo siempre a su alrededor, pues sus manifestaciones iniciales se dieron en la revista Espadaña. Quinta del 42 (1952) es un libro tan intimista como los anteriores; incluye el poema («Aparición») que reflexiona juanramonianamente sobre la belleza y lleva citas de Rubén Darío y del Machado simbolista, el preocupado por el «alma de las cosas» en la estela de Baudelaire, el Machado que recuerda los jardines de Santiago Rusiñol, no el del soneto a Líster. La belleza debe aspirar a ser sencilla, puesto que se trata de lo único real y valioso que se puede transmitir. Dice Hierro en el poema: A pesar de todo yo te vi, Belleza. Cuando ya dudaba que jamás te viera. Cerrados mis ojos te busqué, Belleza, naciendo en las olas, clavando tu flecha divina en la gota que enjoya la hierba. 2 En ese libro de 1952 se encuentra el poema «Para un esteta», tan citado como mal comprendido, pues se limita a condenar la retórica emocional desprovista de verdad íntima, la de los «versificadores de escalafón que visten una idea sin calor», a los que aludió Hierro en su poética a la antología consultada de aquel mismo año y a quienes dio una acertada réplica en la meditación que sobre el amor, como comunicación y conocimiento, hace Con las piedras, con el viento (1950). “…O sea, la voluntad – dice José Olivio Jiménez- de detener la inexorable fluencia temporal, y erguirse al tiempo, al instante detenido y eterno. Y reconocer, a la vez, su imposibilidad. Sueño del poeta, vigilia del hombre”.3 Su aproximación a la poesía social consistió tanto en una identificación cordial semejante a la del Aleixandre de Retratos con nombre, como en la asunción de un compromiso nunca reducido a la supuesta eficacia de la denuncia o la consigna, sino brotado de la misma vibración emocional que reclamaban Prados, Miguel Hernández y Gil Albert en la ponencia colectiva que presentaron, en Valencia en 1937, al II Congreso Internacional 2 3

Quinta del 42, José Hierro, Editora Nacional, 1953, Madrid José Hierro. Antología poética, Edición José Olivio Jiménez, Editorial Alianza, 1990, Madrid


en Defensa de la Cultura, rechazando el dogma del realismo socialista exigido por el comunismo ortodoxo desde el Congreso de Jarkov (1930). Con dificultad pudo rebasar Hierro siete poemas para incluirlos en la Antología de la poesía social de Leopoldo de Luis (1965), en la que confesaba que la suya era «demasiado intimista para ser llamada social», y lamentaba que la buena intención política condujera a hablar «para débiles mentales». En paralelo, Hierro, desarrolló su discurso estético, para escapar a la influencia de las palabras, así como para lograr desarraigarse, y cada obra es una exploración, ya sea de los poderes de la noche, o, para dejar ir la mano “ en el desorden, la discordancia y el atolladero, el mal…”. Explorar la vinculación entre lo verbal y lo visual se convierte en preocupación constante. Una estética de la sorpresa, de la imaginación, de la memoria: Mallarmé, Apollinaire, Verlaine, Breton, Paz, Bonnefoy, Ashbery. Desde temprana edad comenzó a pintar y escribía poesía. Con la pintura y el dibujo siguió. Pero de pronto se ganaba la vida hablando sobre arte y poco tiempo después haciendo crítica de arte en los periódicos El Alcázar de Toledo y Nuevo Diario de Madrid, de 1960 hasta 1978. Pronto se vuelve una referencia importante en el mundo del arte español. El arte se convirtió en su principal interés, su medio de comunicación. La crítica de arte, el lenguaje y la pintura dieron sentido a su realidad. Un ejercicio en el que nunca renunció a la reflexión, sino que se convirtió en un alfabeto muy propio. Siempre sometió a la erudición a su intuición narrativa. Un conversador ocurrente que vivió con pasión contagios los mundos del arte, que con tanta sutileza colabora a fabular en sus columnas periodísticas. La crítica es lo público; su pintura lo privado. El arte de su tiempo vive y muere por la modernidad. Obsesiones y visiones, para contemplar la aparición de las formas. Su mundo de arte es más bien un caleidoscopio y caben en él diversas propuestas estéticas. Con ello, José Hierro se ha ganado la reticencia del cercado académico español que vio en él un ejemplo de “-francotirador-” cosmopolita. Tuvo la fortuna de maravillarse con el arte y la poesía, pero al mismo tiempo, la disposición de maravillar y revelar su sorpresa con el lenguaje. Se abrió a la seducción de lo insólito, a descubrir en ello, cada signo, cada fantasía. Un poeta, en suma, un impresionista moderno. Cuando analiza la obra de Picasso, de Paul Klee, de El Greco, de María Girona, de Hernández Pijuán, de Solana, de Henri Michaux, de Dubuffet, de Wols, de Manzoni, de Lucio Fontana, de Kokoschka, de Cossío, de Vasarely, de Fautrier, de Chirico, de Arp, de Hartung, de Canogar, de Palazuelo, de Chillida, de Alberti (como en algunos ensayos de esta selección de textos, que son al tiempo, reflexiones de madurez), no le preocupa indagar en las retóricas de la historiografía del arte, sino entender la pintura y su historia, a partir de de una información bibliográfica e histórica precisa, pero siempre con una mirada abierta a entender y a aprender a través de la propia pintura. “La noción del arte – dice Berger- romántica del artista creador eclipsó – como lo sigue eclipsando hoy la noción del arte estrella- el papel de la receptividad, de la apertura, en el artista”. 4 “ El arte malo – dice Nabokov - como las emotivas novelas bélicas de los cincuenta, carece de un lugar aceptable en el orden de las cosas”. Del arte, dice Hierro: “no todo exponente de una época, aunque se materialice por medio de colores sobre un lienzo, pretende ser arte, es decir, objeto creado, válido por sí mismo, sea cual sea el grado de “belleza” que pretenda. Voluntad de arte hay en el más sosegado Zurbarán y en el más irritante y monstruoso Picasso. Pero ¿qué voluntad de arte puede existir en uno de estos amontonamientos y colgajos de lonas, como las que Christo ha realizado en algunos parajes de U.S.A.? ¿No es el arte un propósito de salvar del tiempo y del espacio algo que pertenece a la vida de ser humano, objetivándolo en 4

El tamaño de una bolsa, John Berger. Editorial Taurus, 2004, Madrid


una creación permanente?”.5. El arte, concluye Hierro, es reflejo de una realidad, no sólo histórica, sino también de una ficción fabricada por la inteligencia del artista. Es conocimiento, y al mismo tiempo, recreación del concepto artístico. Es cierto,, en muchos de estos artistas con algunas sensibilidades próximas a Hierro. Sobre todo Picasso: Guernica; Matisse: las naturalezas, los desnudos, y Miró: Las constelaciones, pues me atrevo a decir, que eran algunos de sus artistas preferidos del siglo XX. Más tarde sus intereses artísticos crecieron: Léger, Masson, Dalí, Yves Klein, Tinguely, Tâpies, Râfols- Casamada, Quirós y siempre Cossío. Es por ello, que la disposición de los textos recopilados pasa por alto una cronología estricta (las fechas se pueden consultar en la procedencia de los textos al final del volumen). “El relato – dice John Berger- no depende en última instancia de lo que se dice, de lo que nosotros, proyectando en el mundo algo de nuestra propia paranoia cultural, llamamos su trama. El relato no depende de ningún repertorio de establecido de ideas y costumbres: depende de su avance sobre los espacios”. 6. La metáfora del lenguaje, se convierte en juego visual. Ver, sentir, escribir, se traducen en descifrar signos. Busca su significado. La prosa de Hierro es rigurosa, situada en las fronteras de la sensibilidad y la razón. En su poética de 1962, Hierro dividió sus poemas en «Reportajes» y «Alucinaciones»: «En el primer caso trato, de una manera directa, narrativa, un tema; en el segundo, todo aparece como envuelto en niebla», al mismo tiempo que continúa escribiendo sobre arte para el periódico El alcázar. Continúa con la conciencia del cambio estético. Inserta la crítica en su pasión creadora, “inventa el arte de la crítica”, como decía Baudelaire. La doble orientación hacia el realismo y el irracionalismo se impone así necesariamente en el estudio de su obra, teniendo en cuenta que «el misterio ha de ser abordado con claridad de expresión», como él mismo afirmó en la «Consultada». El rechazo de la oscuridad y la apuesta por el misterio sencillamente expresado, noción no ajena a la formación juanramoniana de Hierro, es cuestión que el lector encontrará en el estudio de Barrajón. Sin duda hay que quitar hierro a ese irracionalismo desvinculándolo de una posible herencia superrealista, ya que el simbolismo lo justifica suficientemente. La práctica de la metapoesía y el culturalismo son también afrontados en este libro, rastreándolos desde Cuanto sé de mí y Quinta del 42, con atención especial, en lo que toca al segundo, a Estatuas yacentes (1955). Su lenguaje a partir de ese momento es un continuo proceso de enriquecimiento lingüístico y densidad expresiva. Quizá el más claro ejemplo es su poemario Cuaderno de Nueva York (1998), en el cual establece un diálogo múltiple con la ciudad: personajes, calles, héroes, pesadillas que se entrelazan en un mismo espacio y tiempo. Dice Hierro en un fragmento del poema Rapsodia en blue La ciudad borbotea: las burbujas revientan en la superficie… esa vieja de piel de cuero requemado que increpa a las estrellas… el músico harapiento que arranca con dos palos sonidos de marimba o de vibráfono… 7 Criterios de la crítica. José Hierro .Publicado en el periódico Nuevo diario, 11-5-1969, Madrid El sentido de la vista, John Berger, edición de Lloyd Spencer. Editorial Alianza, 1985, Madrid 7 Cuaderno de Nueva York, José Hierro, Editorial Hiperión, 1998, Madrid. 5 6


Cuando se editó este libro, Hierro tenía 76 años, se dice que una edad de claudicante retirada para comenzar nuevas aventuras. El tópico de que la poesía se acopla mejor con las exacerbaciones juveniles es detenido en la obra de poetas como T.S. Eliot, Juan Ramón Jiménez, Wallace Stevens, W.B. Yeats y desde luego en Hierro. Sueño y reflexión. Cuaderno de Nueva York es, después del Libro de las alucinaciones, su mejor obra poética, pues ambas suponen una invención considerable a cuyos derroteros estéticos se ha plegado después en toda su poesía. “A su manera – dice Miguel GarcíaPosada – poética, estética, espiritualizada, toda la obra de José Hierro se nos aparece como un hermoso y obstinado empeño en restablecer la quebrada armonía del mundo y ofrecer una vida, la suya”. 8 José Hierro fue puente entre la primera generación de posguerra y la de los cincuenta, obtuvo todos los premios posibles en el mundo de las letras: el Cervantes de Literatura, el Nacional de Poesía en España, el de las Letras Españolas, el Reina Sofía de Poesía y el Príncipe de Asturias, entre muchos otros.

México, París, Madrid, 2012 *Prólogo al libro José Hierro: los sentidos de la mirada (convergencias sobre arte). Editorial Síntesis, Madrid, 2014

José Hierro. Poesías completas (1947-2002), edición de Julia Uceda y Miguel García- Posada. Editorial Visor, 2009, Madrid. 8


El coleccionista y el inversor * José Hierro El arte –pintura y escultura- ha ido conformándose paulatinamente en una forma segura de inversión. No hace mucho tiempo recordaba en estas mismas páginas –y lo que es válido para Madrid lo es igualmente para cualquier otra ciudad española- la existencia en Madrid de unas doscientas galerías de arte. Esta abundancia beneficia, económicamente, al artista, pues supone la existencia de comprador para sus obras. Lo beneficia, también, en el aspecto artístico, sobre todo en su periodo de formación y búsqueda de la propia personalidad, pues le permite conocer «en directo» lo que hacen sus colegas de cualquier lugar del planeta. Hace años, la información le llegaba «en diferido», a través de revistas. Conocía, pero no vivía, la angustiosa aventura del arte contemporáneo. Saber lo que se hace es la mejor manera de no hacer –descubrimiento del Mediterráneo- lo que haya sido anteriormente por otros. Sin embargo, el interés por la pieza artística no significa interés por el arte. Me explicare: son escasos los que adquieren una obra por el placer que les proporciona. La mayoría compra simplemente por tener su dinero empleado en un producto que se revaloriza día a día. El precio del arte se ha multiplicado asombrosamente. Y como buena parte de los compradores compran exclusivamente firmas, sin discriminar, atribuyendo a todas las obras de un autor la misma excelencia artística, sucede que se ha multiplicado el negocio de las falsificaciones. Falsos solanas, o sorollas, o beruetes, inundan el mercado. No se trata de un hecho nuevo éste de las falsificaciones (baste recordar aquella boutade famosa: «de los tres mil cuadros pintados por Corot, cuatro mil están en los Estados Unidos»), sino del incremento de un hecho que se ha producido en todas las épocas. Reconocer una falsificación no es, desde luego, cosa sencilla. Se requiere, en primer término, un amplio conocimiento del autor falsificado. Este conocimiento va desde lo más obvio –la temática- hasta lo más sutil –la forma de la pincelada, que es la que revela el «gesto » espontaneo, lo que nadie puede imitar, lo que se produce en el artista al margen de su propia voluntad-, pasando por su criterio compositivo, entonación del cuadro, etc. Es paradójico, pero ocurre muchas veces, que una falsificación puede detectarse precisamente por reproducir demasiado fielmente las características del imitado. Recuerdo haber visto un solana falso –y lo de su falsedad lo sé porque me acompañaba la persona que lo había visto pintar-, más solana que cualquier solana. (Es algo así como el actor que interpreta el papel de Napoleón llevando constantemente la mano al pecho.) Hay casos de falsificadores que raya en lo genial. Así, por ejemplo, Van Meegeren, que ha pasado a la historia por las extrañas circunstancias que rodean sus falsificaciones. Lo raro comienza desde el planteamiento: se trata del primer falsificador que se ve obligado a demostrar que los cuadros en entredicho son obra suya, no de Vermeer del Delft, el soberano pintor holandés del siglo XVII. El caso, sintéticamente expuesto, es el siguiente. Al finalizar la segunda guerra mundial, aparecen en algunas de las colecciones que habían pertenecido a las jerarquías nazis unos asombrosos cuadros, desconocidos, de Vermeer. Dichas obras están autentificadas por


expertos, cuyo juicio nadie puede discutir. Siguiendo el rastro, se llega hasta un mediocre pintor que, durante los años de la guerra, se ha enriquecido inexplicablemente, puesto que su pintura apenas había hallado compradores. Se averigua, sin lugar a dudas, que había sido él quien había ha vendido a los invasores aquellas piezas maestras de la pintura holandesa del Barroco. Es acusado de enajenar parte del tesoro artístico nacional al enemigo, lo que equivale a una condena de muerte. Van Meegeren declara entonces que ha sido él quien ha falsificado las pinturas, engañando así a los nazis. Pero tal afirmación no es creída. Vuelven a entrar en juego los expertos, quienes –sostenella y no enmendalla- aseguran que las obras son indudablemente de Vermeer. Los cuadros son sometidos a toda clase de pruebas –análisis de los barnices, rayos X, etc.-, y de ellas sale confirmada su autenticidad. El falsario no haya otro modo de convencerlos que uno: pintará –en la cárcel en que se halla recluido- un nuevo Vermeer. Allí le llevan los materiales que necesita, pigmentos, aceites y barnices para preparar sus colores. Mediocre artista, en el sentido de que no posee una personalidad propia, pues buen artesano de la pintura y, sobre todo, buen conocedor de la técnica de Vermeer y de las reacciones químicas que modifican el color al paso del tiempo – que él sabe provocar por medios propios sobre una pintura reciente-, acaba por salir victorioso de la prueba. Claro que este grado de perfección en el oficio del falsificador no es tan frecuente – excepto si se trata de una obra excepcional cuyo destinatario es un museo- que el falsificador tome tantas precauciones para embaucar un comprador inexperto. Una cierta habilidad, bastante desvergüenza, más la colaboración involuntaria del estafado, contribuyen al éxito. La cosa se simplifica cuando se trata de pintura contemporánea, en la que, en la mayoría de los casos, no es la perfección artesana, el buen oficio tradicional, lo que cuenta, sino ese raso grafológico, personalísimo – y que no son muchos los que saben apreciar-, que es lo que da vida a la obra de arte. (Orson Welles, en una reciente película, ha expuesto el caso del falsificador, trascendiéndolo, borrando los límites entre lo falso y lo verdadero). No es al coleccionista al que me dirijo con mi advertencia final, porque el coleccionista posee, en principio, una sensibilidad que le permite recelar de la autenticidad de una obra, pese a la firma, cuando no le satisface estéticamente. Es el otro, el inversor, el comprador de firmas, el que debe poner un exquisito cuidado a la hora de adquirir un cuadro o una escultura, no le suceda que lo que tomó por valor seguro, rentable a largo plazo, no sea otra cosa que un paquete de acciones de una sociedad inexistente.

*Texto tomado del libro José Hierro: los sentidos de la mirada (convergencias sobre arte). Editorial Síntesis, Madrid, 2014. Edición y prólogo de Miguel Ángel Muñoz


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