LA NOCHE MÁS TRISTE

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Uno de los normalistas de nuevo ingreso, escondido detrás del Costa Line 2012, comenzó a tener problemas de respiración. Era asmático y le faltaba aire. Los estudiantes se arriesgaron y volvieron a gritar para pedir ayuda. “¡Está grave! ¡Dejen de disparar!” Otra vez una respuesta similar: “Ustedes se lo buscaron, hijos de la chingada”. Los disparos cesaron minutos después y los uniformados comenzaron a recoger los casquillos que habían percutido. “Como quiera vamos a regresar”, dijo uno.3 Los policías que venían atrás subieron a los estudiantes del Estrella de Oro 1568 a las patrullas. Algunos del Costa Line 2510 echaron a correr. Otros esperaron a que apareciera una ambulancia para llevarse al que no podía respirar. Llegaron medios de comunicación. Un corresponsal de Televisa, un reportero de un diario local, otros de medios estatales, aunque casi nada fue publicado. Los estudiantes que se quedaron comenzaron a explicar lo que sucedía a las grabadoras. El reloj marcaba las 23:10. La calma duraría unos cuantos minutos más. Era el ojo del huracán.

En Cocula, poco antes de que la balacera de Iguala entrara en pausa, el comandante Ignacio Aceves recibió una llamada de su superior, César Nava, subdirector y verdadero encargado de la policía, según las investigaciones.4 Aceves estaba en un evento, pero tuvo que salir de inmediato. Nava le dijo que pasara por él, que tenían que ir a la ciudad. Francisco Salgado 64

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Valladares, su equivalente en Iguala, necesitaba refuerzos. Para ese entonces, Gildardo el Cabo Gil López, jefe de plaza de los Guerreros Unidos en la zona, y que vivía en un pueblo entre Iguala y Cocula, ya estaba avisado de lo que sucedía. Nava operaba con total tranquilidad en el municipio, bajo el permiso del presidente de Cocula, César Peñaloza, del PRI. Peñaloza no tenía ningún interés en enfrentar al Cabo Gil y su gente, e incluso podría haber colaborado con ellos.

En 2014 la guerra por Iguala estaba en pleno apogeo. Los Rojos, liderados por Santiago el Carrete Mazarí, intentaban hacerse con la plaza. El precio de la amapola iba en aumento, lo que quería decir que el negocio era todavía más lucrativo. En algún punto del año, Gildardo el Cabo Gil López, cuya ocupación oficial es “ganadero” —pertenece, según una credencial, a la Unión Ganadera Regional de Guerrero—, sufrió una pérdida importante: los Rojos mataron a su padre. Según autoridades federales, éste es uno de los motivos por el cual el Cabo Gil López ordenó desaparecer a los normalistas. Al creer que eran miembros de los Rojos, se vengaría de ellos.

En el camino de Cocula a Iguala, Aceves y Nava alertaron a otros policías. Pararon en la comandancia y se pusieron equipo táctico: pasamontañas, coderas, rodilleras, ropa de camuflaje militar distinta a la oficial, posiblemente patrocinada por gru65

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pos delictivos y traída de Estados Unidos, según la investigación en curso. En el arsenal de armas decomisadas han aparecido cientos de cartuchos; algunos capaces de tirar un avión, decían las autoridades. Parte del escuadrón abordó las patrullas 303 y 305, con el rótulo del municipio de Cocula, y otros se fueron en las pick-up que no traían marca alguna, pero estaban pintadas de blanco y rojo. Nava, que ya había estado preso en 2012 tras un choque en el municipio cuando trabajaba en una empresa de transporte de valores, había ingresado a la policía de Iguala meses más tarde. Renunció al medio año por no presentar el control de confianza, y fue contratado por la de Cocula. Tenía a su mando a 28 policías, de los cuales la mitad se dirigía a Iguala. Por cierto, según registros administrativos, se encontraba de incapacidad desde el 10 de septiembre. Con torretas y sirenas encendidas, llegaron a toda velocidad al crucero de periférico norte. En el camino pasaron otro autobús que iba en sentido contrario. Era de la empresa Castro Tours. Lo ignoraron. A las 23:15, los policías de Cocula hicieron una segunda emboscada detrás de las patrullas que bloqueaban el periférico. Nadie les podía ver la cara ni identificarlos, pero quedaba claro que no eran los municipales de Iguala. Ellos no dijeron nada. Sólo empezaron a disparar hacia los estudiantes, apoyados por los de Iguala que seguían en el lugar. Dos murieron en el momento durante la ráfaga: Daniel Solís y Julio César Ramírez. 66

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Solís era de Zihuatanejo y tenía 18 años. Antes de ingresar a la normal había vivido con su familia en una casa de láminas de cartón. Ramírez tenía 23 años. Cuando le entregaron el cuerpo a su madre, ella preguntó en voz alta: “¿Cómo voy a hacer para enterrar a mi hijo si no tengo para comer?”

Los estudiantes se dispersaron en la dirección que pudieron. La escena parecía de cacería: policías persiguiéndolos por la ciudad, levantando a quien encontraran solo. Veinticinco de ellos corrieron, espantados, perseguidos y cargando a un herido, hacia el hospital más cercano, el Hospital Cristina, en la misma avenida Juan N. Álvarez. Adentro fueron recibidos por dos enfermeras, quienes dijeron que no querían meterse en problemas y que no había médico de guardia para atender a Edgar Vargas, cuya mandíbula estaba destrozada. Los estudiantes rogaron, y uno de los socios del hospital, un doctor, marcó al 066. Pero en vez de pedir una patrulla contactó a la policía estatal, que por órdenes superiores estaba acuartelada en esos momentos y decidió no responder. Entonces llamó a los militares del 27 Batallón de Infantería. Vargas no podía hablar. Sacó el celular de uno de sus bolsillos, y escribió un mensaje para que los demás lo leyeran: “SÁQUENME DE AQUÍ PORQUE ME ESTOY MURIENDO”. Desde hacía unos minutos ya era 27 de septiembre. Con suma celeridad llegaron elementos del batallón, liderados por el capitán Crespo. Los estudiantes —según un 67

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ahora testigo protegido— volvieron a pedir atención médica, pero Crespo y su gente no hicieron caso. Los pusieron contra la pared y los revisaron. Les levantaron las camisetas, les catearon los pantalones. Anotaron sus datos y tomaron fotografías. Según los estudiantes, los amenazaron con entregarlos a la policía municipal por estar allanando propiedad privada. Uno se refirió directamente a ellos como “ayotzinapos”, de acuerdo con los testimonios, y les dijo: “Así como tienen huevos para hacer su desmadre, ahora tengan para enfrentarlo”. Al final los dejaron ir y prometieron llamar a una ambulancia, cosa que nunca hicieron. Alrededor de la una de la madrugada los estudiantes se dieron cuenta de que la ayuda no vendría, y salieron a la calle a buscarla; la encontraron una hora más tarde. Otro grupo de estudiantes fue protegido por un señor que, al abrirles la puerta, les dijo que sabía que la policía “los estaba buscando”. Les dio refugio hasta la mañana. Según el parte militar, el Ejército estuvo al tanto de que esa noche sucedió algo, incluso llegó a entablar diálogo con Felipe Flores, el secretario de Seguridad Pública. Flores dijo, como repetiría más tarde, que no tenía ninguna información. Después de salir del Hospital Cristina los soldados no volverían a intervenir. Los normalistas que escaparon por sí solos no corrieron con suerte. Algunos fueron recogidos por las patrullas. Y otro, Julio César Mondragón, sufrió uno de los peores castigos que puede recibir una persona: alguien lo desolló. Los peritajes dicen que le arrancaron la piel de la cara y de la nariz, y le 68

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sacaron los ojos. Algunos normalistas, entre ellos Omar García, un sobreviviente, dijeron que fue por haberle escupido a uno de los policías, tal vez a uno de los de Cocula. A la fecha queda la incógnita de por qué alguien cometería un acto tan atroz. El 26 de febrero de 2015 se anunció que un policía de nombre Luis Francisco Martínez había sido detenido por ser quien, supuestamente, había desollado a Mondragón.5

Después de haber sido ignorado por la policía de Cocula, el autobús de Castro Tours fue cercado por municipales de Iguala. Sin mediar palabra, los uniformados dispararon al camión. No a las llantas, no a los lados. A los vidrios. El chofer, Víctor Manuel Lugo, murió al instante, y uno de los pasajeros a las pocas horas en un hospital. Era un joven de 15 años, David García, delantero de los Avispones de Chilpancingo, equipo de tercera división de futbol profesional. En la refriega volaron tiros en todas direcciones. Los impactos sugieren que los policías tiraron a matar, sin importar la zona o el daño colateral. Un taxi que también circulaba por el periférico terminó agujereado. La pasajera, Blanca Montiel, fue la sexta víctima de la noche. Los policías se dieron cuenta instantes después de que le habían disparado al autobús equivocado. Llamaron a una ambulancia, de acuerdo con registros de emergencias locales.

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En algún momento de la noche, tras recibir la información de Francisco Salgado Valladares, subdirector de la policía de Iguala, el Cabo Gil López pidió que le llevaran a los detenidos. También se comunicó con Sidronio Casarrubias, otro de los supuestos líderes regional de los Guerreros Unidos. Casarrubias había regresado unos meses antes de Estados Unidos, donde había purgado una pena de ocho años en una cárcel federal. Su hermano, Mario el Sapo Guapo Casarrubias, tomó su lugar hasta que fue detenido en abril de 2014, días antes del regreso de Sidronio. Según declaraciones de este último ante autoridades, el Cabo Gil López dijo: “¡Nos atacan los Rojos!” Sidronio Casarrubias, en palabras similares a las de Abarca horas antes, escribió por mensaje de Blackberry que los detuviera a como diera lugar. Gil contestó que se encargaría de que no quedara nada de ellos. A las 23:21 de la noche, según la fecha en las cámaras de video de la ciudad, una patrulla recorrió periférico a toda velocidad. La caja de atrás iba llena. Aunque la resolución de las imágenes es mala, en ellas se puede ver cómo los policías traían encañonadas a cinco personas en cuclillas. Los detenidos portaban playeras de colores. Una azul, otra roja, una amarilla, otra morada y una vino. Eran normalistas. Todavía no se sabe por qué, pero los estudiantes fueron divididos en dos grupos. El primero estaba compuesto por 10 —tal vez de los que no consiguieron escapar del retén del sur de la ciudad— y el segundo por alrededor de 30 de los estudiantes que iban en el Estrella de Oro 1568. Entre ellos estaba 70

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Bernardo, el Cochiloco Flores. El primero iba en dos camionetas de la policía de Cocula —que tenían el rótulo oficial 303 y 306—, con cinco estudiantes en cada una. Una de esas patrullas es la que se ve en el video de seguridad. Una tercera patrulla, la 305, se quedó haciendo guardia en un punto del camino para evitar que alguien se acercara. Según registros en poder de la PGR, Nava y Salgado se comunicaron para dejar claro lo que tenían que hacer: los 10 normalistas del primer grupo serían llevados a la comisaría de Iguala, en lo que llegaban nuevas órdenes. Sólo estuvieron cuestión de minutos en el lugar; en una nueva comunicación de radio, alguien más —no queda claro quién— les dijo a dónde llevarlos. En cambio, los 30 estudiantes que viajaban en las patrullas de Iguala no pasaron por ahí. Fueron llevados al siguiente punto sin detenerse en el camino.

Guerreros, policías de Iguala y de Cocula, todos estaban en la frecuencia de comunicación. Francisco Salgado Valladares, el responsable de la policía de Iguala, estaba en contacto con un sujeto que hasta ahora sólo ha sido identificado como el Chuky, y que era un mando medio de los Guerreros Unidos en Iguala, bajo las órdenes del Cabo Gil. El Chuky orquestaba la “limpieza” de esa noche. Coordinaba a otros miembros de los Guerreros para que se llevaran las camionetas particulares que habían participado en la balacera de periférico norte minutos antes.6 71

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Según actas ministeriales, en una llamada con Salgado Valladares, el Chuky le preguntó al policía: “¿Dónde voy a recibir los paquetes? Mira, Valladares, déjate de mamadas”. Del otro lado no se sabe qué dijo Salgado, pero la respuesta del Chuky fue “me jalo para Pueblo Viejo”. Pueblo Viejo está en línea recta hacia el oeste de Iguala. Minutos después, pasada la media noche, el Chuky volvió a hablar con Salgado Valladares. “Ya estoy aquí donde quedamos.” Pero no había llegado nadie más. “¿Y por qué vergas se los entregaste a Gil?”, le dijo exasperado a Salgado. La jugada había cambiado, y no se los habían llevado a Pueblo Viejo sino a un lugar llamado Loma del Coyote, en el camino a Cocula y Paraje San Juan, al suroeste. ¿Por qué? No se sabe. Las patrullas llegaron en pocos minutos a Loma del Coyote, que era zona conurbada. Ahí vivía el Cabo Gil. En la entrada de la casa, dos sujetos, Patricio el Pato Reyes y Felipe el Terco Rodríguez, esperaban a los policías de ambos municipios. El Pato tiene una edad similar a la de los normalistas, con pelo lacio corto y un tatuaje despintado en el brazo izquierdo. El Terco también tiene pelo corto, y además un poco de sobrepeso. Los de Iguala llegaron primero, ya que no se detuvieron, y después aparecieron los de Cocula. Todos los normalistas fueron amarrados en el patio. Algunos con cuerda, otros con esposas. No se podían mover. Eran, según el Pato y el Terco, entre 30 y 45 estudiantes; unos del tercer autobús que fue emboscado en el crucero al norte de Iguala, y otros de distintos 72

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camiones, que no lograron escapar. A la fecha, la Procuraduría General de la República desconoce el número exacto de normalistas secuestrados, ya que ninguno de los captores los contó con exactitud. Reyes y Rodríguez estaban en alerta desde las ocho de la noche, cuando la comandancia de Iguala avisó por primera vez que los normalistas habían entrado a la ciudad. Ellos también contactaron a su gente: Jonathan El Jona Osorio, Agustín Cheje García, Salvador el Chava Reza y otros sujetos conocidos sólo por apodo: el Oaxaco, el Primo, el Bimbo, el Memín y el Piercing. Esto según testimonio de los detenidos. Todos ellos se distribuyeron en distintas funciones. El Pato Reyes y el Terco Rodríguez salieron desde la casa del segundo en una camioneta Ford blanca de 3.5 toneladas (de las modelo F-150 de redilas), propiedad del Cabo Gil, rumbo a Loma del Coyote. Los demás iban en una Nissan tipo estaquitas, de las que tienen una caja construida atrás, y que antes había sido reportada como robada. Ambos vehículos normalmente estaban estacionados en casa del Cabo Gil. La última vez que el satélite que alimenta la aplicación de Google Earth tomó fotografías, ahí estaban las dos camionetas. Los policías entregaron a los estudiantes y se fueron. Los de Cocula regresaron a su comandancia, donde, bajo órdenes de Nava, cambiaron, como ya habían hecho en ocasiones anteriores, los rótulos de las patrullas. La gente del Pato Reyes y del Terco Rodríguez comenzó a subir a los normalistas a las 73

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camionetas. Uno ya estaba muerto, alguien le había disparado. El resto seguía vivo. Los acomodaron como troncos, en posición horizontal, esto según testimonio del Jona Osorio. Unos encima de otros. La camioneta se llenó y todavía no acababan de subir a los estudiantes. Cinco se fueron en la parte de atrás de la Nissan. Al ser más pequeña la camioneta, no iban recostados. Ambos vehículos tomaron rumbo al sur, en dirección a Cocula. El Terco Rodríguez iba sentado encima de la cabina de la camioneta, vigilando a los estudiantes. Según su relato, los estuvo interrogando, y al único que respondió lo marcó con una equis en pintura de aerosol. Él sería el primero en hablar. Al llegar a una bifurcación, eligieron el camino de la izquierda, una brecha de terracería que termina en un punto a seis kilómetros: un basurero municipal. El camino hacia el basurero, que los locales llaman “hoyo del Papayo”, es una ruta desolada. La brecha es de tierra, y a los lados sólo hay vegetación: la zona es de selva baja. Huizaches y otro tipo de árboles, todos frondosos. Visto desde el aire parece un edredón verde cuya única parte descosida es la vereda hacia el tiradero. Entre las 00:30 y la una de la mañana, las dos camionetas llegaron al punto final. Una llovizna, según el reporte meteorológico de la estación Cocula, a ocho kilómetros del Papayo, empezaba a soltarse. La lluvia duraría cuatro horas y acumularía siete milímetros de precipitación en total (esto equivale a lluvia ligera). 74

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