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XIV El descalzo sin rostro
—Cero horas once minutos, cero once —señala el locutor la hora en que recobra la señal el aparato del suboficial Roa, recién sobresaltado por la irrupción de emergenciadalindeservicio24horastuxpanesquinabajacalifornia en medio del silencio sepulcral que flota dentro del Galaxy azul desde que abandonaron la casa de campo. —Ya es viernes de quincena —rumia el Muertis con la vista en el techo y el paquete de Raleigh recién salido de la chamarra. Después mira hacia atrás: —¿Gusta, mi Capitán? —Yo no soy capitán —agita la cabeza el suboficial Roa, como quien se defiende de una acusación. —Tampoco fumo, gracias. —¿Un tequilita, entonces, para el susto? —propone ahora el Espiro, jugando un poco al psicoterapeuta. Sin decir más, el convidado agarra la botella y se la empina hasta la última gota, con una fruición que no es del todo extraña para sus anfitriones. Después tose, hace gestos y evita la mirada perruna de Francisco, tendido al otro lado del asiento trasero (le han dado ropa limpia, sacada de un armario de la casa de campo). Traen un par de cobijas, no más grandes que el frío que les pega en los huesos. Si aún estuviera cerca el Comanchú, les diría que es un frío del otro mundo. Agh, agh, agh, agh, agh, festejarían los otros detrás de él. Agh-agh-agh, retumba la película en la cabeza del suboficial y es como si estuviera de vuelta en el infierno. Abre y cierra los párpados para ver si consigue detener las imágenes, trata infructuosamente de tragar la saliva que se agolpa debajo del paladar, hace 91
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esfuerzos frustrantes por concentrarse en la voz monocorde que le dice al oído nohaycuervoquenoseanegronitequilaquenoseacuervo. No necesita ni taparse los ojos para seguir mirando a los seis infelices tendidos a la orilla de la alberca. No vio cómo ni cuándo los subieron. Nunca les vio las caras. Y menos bocabajo, amordazados, paralelos igual que balas en canana. Tampoco los oyó decir palabra, pero sigue zumbando entre sus tímpanos el runrún de gemidos y resuellos nasales producido por seis, cinco, cuatro gargantas, y en seguida tres, dos, hasta llegar a aquélla que él mismo iba a tener que silenciar. —Tome su instrumental, doctor Supersónico —le guiñó un ojo Erasmo y puso entre sus manos una Beretta nueve milímetros. Luego enconchó las palmas en forma de altavoz y se arrimó a la nuca del aún sobreviviente. —A ver tú, lloroncito, apúrate a rezar porque aquí mi compadre ya tiene lista tu transfusión de plomo, agh, agh, agh. —Agh, agh, agh, agh, agh —lo siguieron el Espiro, el Muertis y otros dos cuya pinta precisa no alcanzó a registrar Roa Tavares. Recuerda en todo caso los apodos. El Sombras y el Gillette, imposible olvidarlos. A uno le tocó el tres, al otro el cinco. —Échele, pues, compadre, para irnos a dormir —se dejó acariciar por un bostezo largo el Comanchú, indiferente a los quejidos sofocados del último en la lista. —¿Seguro que no quieres un par de jaloncitos? El suboficial Roa nunca creyó en la magia del perico para quitar el miedo. No es que supiera mucho del asunto, pero ya la experiencia le decía que bastaba una línea de esa mierda para hacerlo un jodido paranoico. Aceptó solamente por prolongar la espera y aguardar un milagro. ¿Qué tal que al pobre diablo le viene algún ataque al corazón?, se sorprendió deseando justo antes de estirarse hacia Gamaliel, que sostenía el espejo en el aire como un acólito la charola de plata. Ya con el polvo adentro, deseó un poco ser él quien sufriera el infarto, y otro poco atreverse a meterle un plomazo en caliente al compadre. Pero esas cosas hay que desearlas fuerte, no basta un pericazo para ser Charles Bronson. El ambiente festivo había comenzado con el primer bang. Nada más el Espiro le dio el tiro en la nuca al de los mocasines de charol, los hombros le saltaron a unos cuantos centímetros del piso. O así 92
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le pareció al compadre Erasmo, cuyo turno era el número dos. ¡Ya se te puso al brinco, Santacruz!, alardeó y echó mano de la Beretta, seguido por el coro de secuaces, agh, agh, agh, agh. ¿Cuánto vas a que el mío salta más arriba?, lo desafió enseguida. El suyo era un grandote de traje con chaleco y pelo engominado, tendido a la derecha del primer cadáver. No bien Espiridión echó mano a la bolsa trasera derecha y extrajo dos billetes de quinientos, el Comanchú volvió a la posición de tiro y despidió al de traje con una advertencia: ¡Quietecito, cabrón! No me vayas a hacer quedar mal… No era del todo claro si el segundo de los ejecutados había saltado más que los demás, pero igual cada uno fue poniendo sus mil y aceptó la ventaja del Comanchú. Yo no tengo dinero, se excusó Estanislao con un sombrío tono de reproche que aquél prendió en el aire a botepronto: Yo le pongo la luca al compadrito. ¿Qué es peor?, se preguntó, pistola en mano ya, ¿seis gemidos a coro o nomás uno? No me maten, estaría suplicando bajo la mordaza, por lo que más quieran. Pero no se movía, ni temblaba de frío, así descalzo. Era sólo un murmullo sin aristas. Llanto, jaculatoria, maldición, quién iba a adivinarlo. Quiera Dios, hizo votos el suboficial, que este muerto no vaya a brincar más que el del compadre. —Ya vamos a llegar, mi Capitán. ¿Dónde quiere quedarse? —brota la voz de niño del agente Gilberto Albarrán Vértiz y hace pegar un salto al suboficial. —Cero horas cincuenta y siete minutos, cero cincuenta y siete —dictamina la QK por lo bajo. —Yo no soy capitán… —repela Roa y trata de espabilarse. Se sacude, alza el cuello, da un vistazo por la ventanilla, alcanza a leer delante de un paso de peatones: Altavista - Las Flores - Barranca del Muerto. Recapacita entonces: —Déjenme donde estaba, allá en Félix Cuevas. —Te sales en Plateros, mi Monster —instruye Espiridión a Gamaliel, casi afectuosamente. —Si de algo le han servido sus primeras lecciones al Danilo —bisbisea para sí el policía, planchando con la mano el uniforme que se volvió a poner al salir de la casa de campo, —seguro que estará todavía esperando. Nomás falta que haya dejado ir al cabroncito de los extintores. 93
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—Ya estuvo, Capitán —anuncia Espiridión, apenas Gamaliel mete el freno de mano frente al aparador de La Princesa. —Capitanes mis huevos —corrige finalmente el aludido y desciende del Galaxy todavía abrazado del radio que declara porsuregiosaborydeliciosasuavidadlacervezaescorona. Detrás de él, como un zombi encapotado, trastabilla Francisco Hernández Arrieta. Parecería incapaz de caminar, pero una vez que planta los pies en el asfalto pega inmediatamente la carrera. —¡Pancho! —reacciona tarde el suboficial, cuando ya el fugitivo atraviesa Insurgentes y corre entre La Veiga y París Londres, seguramente en busca de perderse hacia dentro del Parque Hundido. Se pregunta de pronto de quién se escapa el amigo de Carlos. ¿De los agentes, de él, de todos juntos? ¿No lo vio periquearse y meterle un plomazo al descalzo sin rostro? —¿Adónde vas, chingao? —¡Duro, mi beisbolista! ¡Róbese la tercera! —gorjea entre tosidos Espiridión, un segundo antes de que despegue el Galaxy y deje atrás los ecos de sus tripulantes. Agh, agh, agh. —Una de la mañana cuatro minutos, una cuatro —sube el volumen Estanislao, diríase al fin libre de sus captores, y no obstante a merced de sus fantasmas. En otra situación, se sentiría aliviado de acariciar el bonche de billetes en la bolsa derecha del pantalón. Le gustaría tirarlos, romperlos o quemarlos, en lugar de ponerlos en manos de Danilo, que de seguro no ha juntado nada. Falta un poco nomás, para cubrir el día. Falta, también, que el Comanchú no vuelva a aparecerse y eso sí nadie puede asegurárselo. Al contrario, si hubiera que apostar él pondría su dinero en la certeza de que antes o después regresará. No es verdad que su muerto haya brincado más, pero él así juzgó y todos lo aceptaron, agh, agh, agh. —¡Un aplauso para mi compadrito! —arengó el comandante Cortés Mijangos a sus cuatro paleros y le puso en la mano las apuestas: —Tenga compadre, ahí pa que se compense por tanta lata. —¿Por qué tan calladitos? —se hizo el gracioso el Sombras (¿o sería el Gillette?) delante de los muertos y Roa casi se lo agradeció, porque ya a esas honduras entendía que el peor de los quejidos no es tan espeluznante como la paz callada que lo suplanta. Quién pudiera sumarse a la risa de niño del Muertis. Igh, igh, igh. 94
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Cuando aparece el cabo Danilo, encuentra a su pareja, superior e instructor tendido en una banca de cemento, al lado de la fuente de Liverpool. No se mueve. No habla. No para de llorar.
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XV Para que no me olvides
Tres Sanborns, dos Gigantes, tres Aurrerás, un Sardinero, dos Palacios de Hierro y cuatro Liverpooles, cuando menos. Sin contar las tienditas y boutiques donde también lo han agarrado robando. Siempre, hasta hoy, lo habían dejado ir. Unas veces comprando la mercancía, otras pagando el doble sin siquiera llevarse lo robado. Y otras a rollo limpio, cómo no. El chiste es aprender a negociar, se ha pavoneado el Rudie ante amigos, aprendices y cómplices. Pedir perdón con la cabeza gacha, reconocer las faltas antes de que ellos te las echen en cara, acusarte de estúpido inmaduro para que te atribuyan alguna madurez. —Escúcheme, oficial —suplica el detenido, abrazado a la fuerza al tronco de un árbol, las muñecas unidas por las esposas del cabo Danilo: —Soy un escuincle estúpido, no merezco que nadie me perdone, y usted menos, ¿verdad?, pero usted de seguro es padre de familia, por eso yo le pido una oportunidad. —Claro que sí, mijito, ya te voy a dar tu oportunidad —aprieta las mandíbulas, se afloja el cinturón, respira hondo el suboficial Roa, un metro y medio atrás de Rubén. —Dos de la mañana veinticuatro minutos, dos veinticuatro —se escucha el radio desde la puerta abierta de la patrulla. Nada que robe el sueño a los vecinos de la esquina de Fresas y Magnolias, a un ladito del parque y el árbol del perdón. —Aquí va tu primera oportunidad —anuncia Roa Tavares y descarga un certero cintarazo en las espaldas del esposado.
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—Con la pura cajuela ya sacamos el día —evalúa Danilo, satisfecho, tras cumplimentar la orden terminante de mudar lo robado a la patrulla. —…cho-co-la-tes-tu-rín ri-cos-de-prin-ci-pio-a-fin —canturrea una voz de niña golosa desde la XEQK. —Once, doce, trece oportunidades —resopla Estanislao. No sabe si admirar el valor del mocoso, que ni un grito ha pegado, o temerse que sus golpes son blandos. —Ugh, ugh —puja apenas el Ruby, temeroso de que se arme un escándalo, lleguen más patrulleros y termine en el tanque. —Veintiséis, veintisiete —sigue adelante el suboficial, algo más relajado desde que le dio vuelta al cinturón y se aplicó a sonarle con la hebilla: ancha como charola de la DIPD y equipada con un pico de fierro que se encaja en los hoyos del cinturón, o en su caso la piel del escarmentado. —¿Me van a consignar? —aprovecha una pausa el ratero del Rambler, que no ha perdido el ímpetu negociador. —Treinta y seis, treinta y siete —ruge, atléticamente, Roa Tavares. Necesita apagar el carnaval de risas en su cabeza. —¿Lo subo a la patrulla? —titubea Danilo, no bien su superior da unos pasos atrás y detiene la cuenta en el cincuenta y seis. —Quítale las esposas —niega con la cabeza el suboficial. —Dos de la mañana treinta y cinco minutos —marca la XEQK cuando Danilo enciende el motor. —Si te vuelvo a agarrar te tuerzo, muchacho —se despide del Rudeboy el suboficial, le desliza en la mano las llaves del Rambler y le da dos palmadas en el hombro. —Se acabó, se acabó, se lo juro, oficial, por mi madre que no lo vuelvo a hacer —solloza el conductor del ramblercito, tendido bocabajo sobre el pasto. Luego escucha la puerta que se cierra, el acelerón súbito, el silencio bendito. Sacude la mollera, suelta el aire de golpe, aliviado y de vuelta adolorido por causa de la pura exhalación. Luego flexiona piernas, codos, cadera, hombros, muñecas, apenas lo bastante para poder reptar hasta donde está el coche. Necesita ya entrar, cerrar la puerta, esfumarse de aquí, cantar victoria al fin de la derrota: Ruby can’t fail! —Rubén Ávila Tostado. Insurgentes Sur tres cuatro nueve tres, 98
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edificio ¿treinta y tres?, ¿treinta y cinco?, ¿treinta y ocho?, departamento quinientos uno —lee en voz alta el subcomandante Roa, a la luz de la lámpara sorda de Danilo. Tiene en la mano dos licencias de manejo y una tarjeta de circulación, las coteja con aires de investigador. —Rambler American modelo setenta, placas tres cero cuatro ce ele erre, a nombre de Ligia del Socorro Tostado Magaña, que reside en el mismo domicilio. Pobre vieja, de seguro no sabe el hijito que le vino a tocar. O no quiere saberlo, igual que mi mujer. Por eso los cabrones salen como salen. Tú te crees que pariste a un angelito, le digo a la pendeja, y ahí está el resultado. ¡Perdóneme, oficial, pormirreputamadrequenolovuelvoahacer! Tendría que dar las gracias, el chamaco cagón. Unos buenos cuerazos a nadie le caen mal. La segunda licencia corresponde a Francisco Hernández Arrieta, nacido el diecisiete de agosto de 1960. Apenas tres semanas después de Carlos, hará cuentas ociosas el suboficial Estanislao Roa Tavares. ¿«Mi salvador», dirá, o ya habrá ido a contarle a Carlitos que su querido padre es un matón? ¿Y cuántos héroes no son también matones? ¿Volverá a ir a su casa y lo llamará «tío», como si cualquier cosa? ¿Se encontrará con Carlos en secreto o se esconderá de ellos para siempre? ¿Qué tiene que ver su hijo en esta pesadilla? ¿Les bastará el sustito, en todo caso? ¿Y bastará él, al fin, para mantener lejos al Comanchú? Esta última inquietud suplanta a las demás: el compadre no es de los que se van. Nada le extrañaría que hubiera usado a Pancho para amarrarlo a él. ¿No clarito le dijo que a él nadie se le escapa, ni le va a ver la cara sin ir a dar al hoyo? ¿No lo metió en el ajo, con todo y moronga? ¿No se ganó esa lana en plan de tablajero? ¿Y dónde estaría ya, después de recibirla, si no en la mera mira de Cortés Mijangos? —¿Qué hacemos con las placas americanas? —se entromete Danilo en las cavilaciones del suboficial. —Déjemelas, pareja, para algo servirán —se estira el jefe, suelta un largo bostezo, sacude la cabeza, espanta la visión del Comanchú con el dardo en la mano, destraba una sonrisa malaleche: —¿Sabe que fui campeón de tiro al blanco? —Zzzz… —alcanza a resoplar el cabo Danilo, con la vista extraviada en la avenida. —¿Hace mucho? 99
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—Hace unas cuantas horas, según la XEQK —se tuerce Estanislao para sacar un fajo de billetes y se lo extiende a su subordinado. —Me gané unos pesitos, ya con eso pagamos lo de la patrulla. Luego vemos qué hacemos con lo demás. —¿Ya vio al de la Caribe? —señala el cabo el coche a su derecha. —Viene haciendo eses. —Caribe azul, oríllese —ruge el suboficial ante el micrófono. Debe de ser tardísimo, pero el cabo tampoco trae reloj y a él no le da la gana prender el radio. Debería irse a dormir, pero ya sabe que no va a poder. El muerto que más pesa es el primero, le han dicho los que saben. Le toca, por lo pronto, espantar al fantasma. Bajar de la patrulla. Entrar en personaje. Esgrimir, como un sable, El Reglamento. Recordar, ahora y siempre, que en su negocio nunca hay inocentes.
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