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iii Los cursos de la secundaria se fueron volando. Muchos aconte­ cimientos, que coincidieron con las transformaciones del país y de la Ciudad de México propiciadas por el desarrollismo de las políticas de los gobiernos de Miguel Alemán Valdés y de su su­ cesor, Adolfo Ruiz Cortines, vendrían a influir en el comporta­ miento de los miembros de las generaciones de la alta sociedad a las que pertenecían tanto don Gastón Suplice como su primo­ génito. Los anuncios con la leyenda «Estamos haciendo patria», co­ locados frente a las obras públicas del gobierno, no sólo signifi­ caban voluntad de progreso sino que eran representativos de la derrama de dinero que, a manos llenas, caía dentro de los bolsi­ llos de quienes se beneficiaban con ellas. Muchos constructores y empresarios, propietarios del gran capital, como Ramón Beteta Quintana, Eduardo Ampudia del Valle, Bernardo Quintana, Car­ los Trouyet, Carlos Novoa y Emilio Azcárraga sénior, entre otros, se abocaron a desarrollar empresas en los sectores más dinámicos de la economía, tales como Condumex, ICA, Grupo Chihuahua —en el ramo de la celulosa—, Telesistema Mexicano —que in­ trodujo la televisión con el canal 4 (XHTV)—, Industrias Resis­ tol, Industrias Nacobre, fábricas textiles, laboratorios químicos, carreteras con más de once mil kilómetros en el sexenio, presas y la joya de la corona: el puerto turístico de Acapulco. Don Gastón Suplice, a la sazón accionista de la mayor cons­ tructora del país, se vio involucrado, por invitación expresa de

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don Fernando Casas Alemán, jefe del Departamento del Distri­ to Federal, en la construcción de los camellones que dividirían en dos carriles a las avenidas División del Norte y Universidad, que ya habían sido trazadas y recubiertas con la primera capa de as­ falto; así como en la ampliación de la Avenida de los Insurgentes y en el entubamiento del río de la Piedad para transformarlo en la primera vía rápida de la ciudad que todavía la cruza de oriente a poniente y que, a la postre, llevaría el nombre de Viaducto Mi­ guel Alemán. Más feliz no podía estar el hombre. «Ahora sí me voy a volver millonario», pensaba mientras se frotaba las manos y colocaba una servilleta por debajo de su papada dispuesto a meter el tene­ dor en unos huevos rancheros que le habían servido como desa­ yuno. «Voy a comprar un Cadillac convertible nuevo, del mismo color verde que el que usa los jueves Maximino Ávila Camacho para que combine con su traje; a invertir más en el negocio de las revolvedoras de cemento; y, ahora sí, a meterme de lleno en los in­ muebles que se construyen en Acapulco. Estoy seguro de que, si le invierto mucha lana, Carlitos Trouyet me invitará a ser su so­ cio en el fraccionamiento Las Brisas, cuyas residencias van a tener la mejor vista sobre la bahía de Acapulco. ¡Sí, claro que sí, por­ que además me voy a divertir como enano del circo Atayde en el hotel Villa Vera!» Las preocupaciones de Gastón júnior eran de otra índole. Él, como la mayoría de sus compañeros, no daba pie con bola en la comprensión de las matemáticas, materia seriada que era nece­ sario dominar para poder pasar al siguiente grado. Las clases que impartía el Chorrito grande, el más alto de los hermanos Franco, le resultaban indescifrables. No había forma de que entendiera el trasfondo de los logaritmos y menos los teoremas que, como es­ pirales al viento, lo dejaban con los ojos cuadrados. Sin embargo, a mediados del curso se presentó, de forma inesperada, una so­ lución que vendría a alivianarle la vida. El Chorrito tuvo que ocu­ par un puesto administrativo en el plantel y fue sustituido por un

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matemático de origen uruguayo, el profesor Héctor Chaparro, quien se ofreció a darles clases particulares dos veces a la semana en su propia casa, en la colonia Condesa. El grupo de alumnos que requerían de sus servicios se formó en un instante. Gastón hizo una alharaca enorme porque Matilde se negó a que lo llevara Filemón en el coche. Gritó y pataleó du­ rante quince minutos hasta que su madre, que nunca había dado muestras de contar con una mente pragmática, lo sorprendió con una frase que le congeló la sangre: —¡Tienes que aprender a mo­ verte en camiones de línea! —¿En camiones de línea, mamá? —reclamó—. No sé ni por dónde pasan ni tampoco las calles por las que circulan. Me vas a condenar a viajar con pelados, mamá… dicen que apestan a ra­ yos. Además, ¿quién me va a enseñar? ¿Tú? ¿Tú que nunca te has subido en uno? Matilde entendió que su hijo tenía razón y que la había cogi­ do en falta. Empero, no se amilanó y se mantuvo en lo dicho. —Voy a pedirle a Filemón que te ayude a dar los primeros pasos. Nada más eso. Lo que siga va por tu cuenta. ¡Ya tienes edad, Gas­ tón, y no quiero que te vuelvas un inútil! Filemón no se hizo del rogar. Él conocía la ciudad de cabo a rabo y estaba acostumbrado, durante los días que le tocaba sa­ lida, a trasladarse en los transportes públicos. Llevó a Gastón a la esquina que forma Paseo de la Reforma con Prado Sur, en la parte baja de las Lomas y cerca de donde está la Fuente de Petró­ leos, y le indicó que esperara un camión de color verde grisáceo adornado con una franja amarilla, mismo que debería llevar en la parte frontal, por encima del parabrisas, un letrero con la pa­ labra «Zócalo». —Lo abordas, pagas al chofer diez centavos y le pides que te baje en el cruce con la calzada de la Antigua Veróni­ ca. ¡Ahí te bajas, Gastón! ¿Me entiendes? Luego te subes a otro camión de color gris acero que lleva en los costados unas franjas de color azul y negro, de la línea Circunvalación y Anexas, cuyo letrero dice «Azcapotzalco», mismo que pasa frente a tu colegio;

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te pones bien abusado y ahí te bajas. Para el regreso haces lo mis­ mo, sólo que en sentido contrario. Gastón memorizó las instrucciones y se sintió presa de un miedo cerval porque comprendió que no había entendido nada. La mochila de cuero que por primera vez llevaba colgada en los hombros comenzó a pesarle como si estuviera llena de tabiques. Los calcetines se le deslizaron por debajo de las canillas. Dos la­ grimones escurrieron por sus cachetes, pero no le impidieron ver la palabra «Zócalo» que señalaba la ruta de un transporte que más que camión parecía una carcacha. Se prendió de un tubo y trepó al pescante. El camión arrancó echando una humareda por el escape. Gas­ tón, ante la impaciencia del chofer, rebuscó en el montón de mo­ rralla que llevaba en uno de sus bolsillos, misma que le había dado Matilde, hasta que encontró la moneda de plata que cubría el im­ porte del viaje. Penetró al interior y ocupó un asiento junto a un se­ ñor que, para su sorpresa, no se parecía en nada a los pelados que él había imaginado. Miró a su alderredor y constató que el camión iba ocupado por oficinistas aseados y bien vestidos, por amas de casa de la clase media cuya apariencia, aunque modesta, no deme­ ritaba frente a la de las secretarias de su padre, y por sirvientas que, con la cara reluciente y las trenzas negras bien peinadas y ajustadas por listones de colores chillones que semejaban la pulpa de las nie­ ves de fruta que vendían en La Michoacana, viajaban absortas pen­ dientes del paisaje que se veía a través de las ventanillas, y una que otra, canturreando por lo bajo nanas al bebito que, como si fuese tamal de Oaxaca, cargaba envuelto entre los pliegues de su rebozo. No supo cómo le hizo, pero logró llegar al colegio un poco an­ tes del toque de campana que señalaba la hora de ingreso. Una proeza para un personaje que, dado su estatus social, desconocía el entorno callejero, popular, proletario, de la ciudad en la que había nacido y vivido ya para entonces casi catorce años. Un ries­ go sin mayor importancia, pero que una vez superado le abriría las puertas a infinidad de aventuras.

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Las reacciones de sus compañeros de clase, al escuchar su ex­ periencia y la postura intransigente de su madre, fueron de muy diversos matices. Los Exquisitos opinaron, cada cual con sus va­ riantes, que Matilde estaba loca. Que eso no se le hacía a un júnior de una familia encumbrada, a menos que se le quisiera im­ poner un castigo ejemplar por haber perpetrado una chingade­ ra mayúscula. —¡Ni que te hubieras cogido a una de tus primas, Gastón, y te hubieran cachado! —expresó Coco Ruyán indigna­ do—. ¡O que le hubieras robado a tu papá el último número del Vea, donde sale encuerada Ana Luisa Peluffo y dicen que, ade­ más de las tetas, se le ve el mono! —agregó Guillermo Tamez con picardía y una carcajada. Empero, no todos fueron tan explíci­ tos o llegaron a verbalizar su enfado. Algunos levantaron sus na­ rices y pusieron cara de huelepedos en señal de desprecio, y otros simplemente lo miraron como un sujeto sospechoso que estaba a punto de caer de su gracia. Sin embargo, Gastón encontró entre los Duros y otros com­ pañeros que no habían sido educados para sentirse como la di­ vina garza envuelta en huevo, simpatía y el deseo de ayudarlo. Julio Ituarte e Hilario Rivas Heyles —el primero hijo del direc­ tor general de Laboratorios Colliere, un hombre no sólo respe­ tado en su gremio sino admirado por su educación exquisita, y el segundo sobrino nieto del arquitecto Antonio Rivas Merca­ do, constructor de la Columna del Ángel de la Independencia y sobrino carnal de María Antonieta Rivas Mercado, mecenas del grupo de los Contemporáneos, creadora del Teatro Ulises y, en su momento, amante y sostén económico de José Vasconcelos— se transportaban hacía un par de años en camiones de línea: Ju­ lio desde su casa en la calle de Recreo, en la colonia Del Valle, e Hilario desde San Ángel, donde vivía en un dúplex situado a un costado del Convento del Carmen, justo por donde pasaba la lí­ nea del tranvía colocada sobre un talud que corría a lo largo de la avenida Revolución y llegaba hasta Tlalpan, pueblo también conocido como San Agustín de las Cuevas. Ambos conocían las

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particularidades de cada una de las líneas de los camiones urba­ nos que circulaban en la ciudad y sus respectivas rutas. —Vamos a vernos en un punto intermedio, Gastón —se com­ prometió Julio— y desde ahí le seguimos juntos para llegar a la casa del maestro Chaparro. Poco a poco te voy a enseñar cómo manejarte en esos armatostes y algunas cosas que en ellos suceden. —Yo, por mi parte —intervino Hilario— te haré conocer el sur de la ciudad, más ahora que ya se alargó la Avenida de los Insurgentes hasta donde se levanta el nuevo campus de Ciudad Universitaria; algunos rincones de Coyoacán y, si nos da tiempo, hasta te llevaré a los Dinamos de Contreras, adonde a veces, en fin de semana, yo y un grupo de amigos nos vamos de excursión y hacemos campamento. Las peripecias de Gastón comenzaron inmediatamente. Fue con Julio a las clases privadas de matemáticas que, por cierto, le resultaron fascinantes —no cabía duda de que el maestro Chapa­ rro tenía el don de la enseñanza— y, una vez terminada la primera, su amigo le mostró una mansión donde se afirmaba que había vi­ vido el expresidente Plutarco Elías Calles, el Parque México, y, a manera de remate, fueron con otros de sus compañeros hasta el quiosco de una heladería de nombre Yom-Yom, situada al co­ mienzo de la avenida Veracruz, para comer un barquillo con el helado de crema de vainilla que expulsaba una pequeña máquina americana en forma de churros entrelazados; una novedad que comenzaba a causar furor entre los adolescentes. Gastón júnior retornó a su casa encantado no sólo por lo que había visto, sino porque en el trayecto de regreso subió al camión un terceto de cantantes, que se presentaron como el trío Samperio y entonaron un par de canciones de Guty Cárdenas, cuyas letras le parecieron hermosas. Así, de pronto y en una forma totalmen­ te inesperada, el chico comenzó a entender que los camiones, además de ser el transporte urbano más socorrido por la pobla­ ción, eran escenario de muchas actividades artísticas —cantantes, merolicos, poetas populares, imitadores, magos, ilusionistas—;

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tendajones ambulantes en los que se comerciaba con infinidad de chucherías —billetes de la Lotería Nacional, plumas fuente («Para escribir las mejores cartas de amor y ¡para que hagas tus tareas, muchacho de porra!»), fotografías pornográficas impre­ sas en papel color sepia, costureros portátiles, listones, ligas, dul­ ces, chicles y caramelos, navajas de rasurar, etcétera—; y el mejor medio de difusión de las noticias del día, de los rumores que sur­ gían de las oficinas públicas respecto de quienes gobernaban la ciudad y los políticos destacados del régimen, así como de los chismes y reparos que cada cual hacía en relación con lo que acontecía en las vecindades donde vivían —el asunto de las rentas congeladas acaparaba la atención de quienes gozaban de ese pri­ vilegio y habitaban las viejas casonas del centro—, y la relación de los crímenes más notorios que aparecían en las secciones de nota roja de los diarios de mayor circulación —las columnas Reportero de Policía del Güero Téllez y Siguiendo Pistas de Alberto Ramírez de Aguilar, entre otras— y en algunos de esos pasqui­ nes amarillentos que escurrían sangre y costaban cinco centavos. Matilde no tardó en percatarse de la sonrisa que adornaba la cara de Gastoncito y, sin hacer preguntas, se felicitó por haber tomado una medida acertada. Ella quería que su hijo entendie­ ra que la vida no sólo consistía en gozar de sus privilegios de cla­ se en ámbitos y actividades diseñados exclusivamente para los de arriba. Que si quería superarse intelectual y emocionalmente te­ nía que penetrar en los arcanos de una realidad plural, diversifi­ cada, en muchos aspectos incomprensible y hasta surrealista, que hacía del país un caleidoscopio en el que se proyectaban múlti­ ples diferencias, algunas superficiales, otras profundas, a fin de poder amarlo. Quería, asimismo, que su aprendizaje fuera a tra­ vés de la experiencia directa, en carne propia, a pesar de que con ello tuviera que arriesgarse y, no se atrevía ni a pensarlo, quedar expuesto a peligros en los que tendría que defenderse con uñas y dientes, igual que un gato bocarriba. Lo que Matilde no que­ ría, y eso lo tenía muy claro, era que su hijo adoptara la conducta

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prejuiciosa de su marido, don Gastón Suplice, y menos que res­ pirase sus mismos aires de grandeza para convertirse en un ma­ món de porquería que, al igual que muchos de sus congéneres, confundía el deber ser con el ser y se regía por una conveniencia retrógrada y reaccionaria y una doble moral a todas luces desho­ nesta. La sonrisa de Gastón hijo y el brillo que iluminaba sus ojos eran para su madre los indicios de que se iniciaba por un buen camino. —Te invito a comer en mi casa mañana, Gastón —anunció Julio durante el recreo—. Quiero presentarte algunos amigos y por la tarde llevarte a caminar por la avenida Coyoacán hasta el río Churubusco. —¿Y cómo nos vamos a ir hasta la colonia Del Valle? —pre­ guntó un tanto inquieto. —Hay dos maneras, pero una de ellas depende de si tenemos suerte. Lo más sencillo es viajar en camión, pero lo más divertido es pedirle aventón a un señor que maneja un tractor y pasa frente a la entrada del colegio. La última vez me llevó hasta la glorieta de Chilpancingo y, ya ahí, tomé un Bellas Artes que corre por In­ surgentes para bajarme en Parroquia. Mi casa está a una cuadra. Tuvieron suerte. Al grito de don Susano: —¡Agárrense bien, muchachos! —ocuparon los estribos del tractor John Deere, nue­ vo, limpio y de color verde, cruzaron el lado oriente de la nueva colonia Anzures, el inicio de la avenida Ejército Nacional y baja­ ron por Río Tíber hasta la glorieta de la Diana. Todo era novedad para el joven Suplice. Las construcciones en obra; los camellones y glorietas saturados con gladiolas y azu­ cenas en plena floración —gracias al empeño del regente Ernes­ to P. Uruchurtu, cuya obsesión era tener una ciudad ordenada, limpia y bien reforestada—; los edificios y parques de la colo­ nia Condesa, misma que todavía era atravesada por las vías de un trenecito de mulas que recalaba en la Hacienda de Los Mo­ rales, propiedad de la familia Cuevas; el edificio Basurto en esti­ lo art déco sobre la calle oval de Ámsterdam; los nuevos postes

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que sostenían las luminarias colocadas en calles y avenidas; y, es­ pecialmente, el enorme escaparate esquinero, sobre la Avenida de los Insurgentes, de los almacenes comerciales de la compañía Sears Roebuck, en el que «Durante la época de Navidad se colo­ ca un enorme Santa Claus», comentó Julio, «que mueve los bra­ zos y se ríe a carcajadas, y es el terror, pero al mismo tiempo la delicia, de todos los niños que con las narices pegadas a los cris­ tales le piden a gritos los regalos que quieren recibir en su arboli­ to navideño el día veinticuatro de diciembre». «No debo perdérmelo», piensa Gastón, mientras don Susa­ no hace una parada junto a un montón de cascajo y dos cerros de grava que, por encima de un atado de varillas corrugadas, se derraman sobre la banqueta que colinda con la obra negra de un negocio, se apea y los invita a echarse un taco con los albañiles que están sentados alderredor de un anafre. El olor de las tortillas quemadas les abre el apetito y los mu­ chachos se acercan despacio hasta quedar parados a espaldas de un hombre prieto y robusto, al que don Susano saluda con defe­ rencia y llama maestro Porfirio. —Aquí le traigo unos invitados, maestro —anuncia el tracto­ rista—. ¿A poco nos va a convidar un taquito? —A poco —responde el aludido, echándoles una mirada—. No va a ser un banquete, pero sí un bocado para que aguanten hasta llegar a su cantón. Ya nos acabamos el arroz y los frijoles —acota señalando un portaviandas de peltre color azul con las tapas levantadas—, pero todavía tenemos sal y chile serrano. A ver, extiendan las manoplas… Los tres reciben un taco bien caliente que sólo contiene los in­ gredientes mencionados por el maestro Porfirio. Julio y don Susa­ no lo muerden con gusto. Al primero le encanta y el segundo se aguanta la frugalidad del pedazo. Gastón lo sostiene en las manos y mira el chile con descon­ fianza. No está acostumbrado a comer picante y duda si debe morderlo.

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—¡Ándale chamaco, métele el diente para que te vuelvas hom­ brecito! —lo urge el maestro de obras—. No hay mexicano que no coma chile… ¿O me vas a decir que eres del otro lado? El chico lo muerde y no tarda ni un segundo en dar un respin­ go. —¡Está picosísismo, uj, ah! —exclama con lágrimas en los ojos y un escurridero de mocos. Sin embargo, después de limpiar­ se la cara con un pañuelo que le pasó Julio, reconoce—: ¡Tiene un sabor delicioso! —y termina de comerlo con un placer que igno­ raba que podía llegar a sentir. Una lámina de metal de setenta centímetros por cada lado, pintada con colores negro y blanco sobre un fondo rojo mate y que contiene la leyenda Sindicato de Trabajadores de la Cons­ trucción, llama su atención y pregunta por qué está colocada en un lugar tan visible. —¡Pues para que los inspectores del sindicato no la hagan de tos y nos suspendan la obra, güero! —responde el maestro Porfi­ rio—. ¿Qué no sabes…? —No creo que esté enterado ninguno de los dos —interviene Susano atusándose el bigote—. A estos muchachitos apenas les están quitando los pañales, y cómo se te ocurre, Porfirio, que se­ pan de estas chingaderas… —¡Órale, don Susano, qué pasó! —replica Porfirio—. ¡Es una obligación estar afiliados y contar con la aprobación del sindica­ to! ¡No sólo del nuestro sino también el de la Confederación de Trabajadores de México, la CTM, pues! —¿La de don Fidel Velázquez? —inquiere Julio, quien se ha­ bía mantenido al margen. —¡Ah, güerejo…! ¿A poco? —se asombra Porfirio. —¡Pues sí! Algo he escuchado decir a mi padre, cuando nos platica de lo que ha sucedido en México… —¡No! —¡Ahí le voy maestro Porfirio! —anuncia Julio Ituarte con una sonrisa—. Vicente Lombardo Toledano, filósofo, orador, editor, maestro y el hombre de izquierda con más prestigio en

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México, creó la Confederación Nacional Obrera Mexicana, la CROM. Luego, con la participación de Fidel Velázquez, su alum­ no dilecto, y el grupo de los llamados Cinco Lobitos, crearon la CTM, organización que agrupó a todos los sindicatos existentes, les dio poder y coherencia, y los puso al servicio del PRI, el par­ tido en el poder, y, por ende, del gobierno que encabeza don Mi­ guel Alemán Valdés… —¡Mira Susano, este chamaco sí sabe! —exclama Porfirio, a quien se han sumado otros albañiles picados por la curiosidad. —Hasta ahí, don Vicente tenía las riendas de la política en sus manos —continúa Julio con aplomo—; pero no contaba con que don Fidel le iba a comer el mandado. Éste esperó a que Lombardo hiciera otra jugada, la fundación en 1948 del Partido Popular, «un partido de masas para defender y elevar la vida del pueblo y promover e impulsar la verdadera industrialización del país… En fin, un partido democrático, nacional, revolucionario y antiimpe­ rialista». ¡Y así fue como Lombardo regó el tepache de a feo! Al presidente Alemán, quien ya se había distanciado de los miem­ bros del Partido Comunista que lo apoyaron en su campaña, e in­ cluso había metido al bote a muchos de sus dirigentes, entre ellos al líder ferrocarrilero Valentín Campa, no le gustó para nada eso de antiimperialista; una crítica terrible a sus planes de gobierno y un peligro para sus relaciones con los gringos, de quienes espera­ ba inversiones cuantiosas. Se puso de acuerdo con Fidel Veláz­ quez y éste, que es más astuto y hábil que sus compañeros, un verdadero zorro, se alzó con la CTM y comenzó a controlar a to­ dos los líderes con el método de «pan o palo», incluso con el so­ metimiento de Jesús Díaz de León, el primer líder charro, vendido completamente al gobierno. Una jugada maestra que, como dice mi padre, concentró dentro de las fuerzas vivas de la Revolución en las que se apoya el partido, a las masas proletarias y campesi­ nas que andaban desbalagadas. —¡Vamos, chiquillo…! La verdad no esperaba que supieras tanto —reconoce el maestro Porfirio—. Por eso, desde ahora y

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