LOS DOCE MEXICANOS MÁS POBRES

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Gracias, California Esperanza Bolaños Méndez Madre de emigrantes, 52 años San Miguel Eloxochitlán, Puebla

Por Té mori s Grec ko

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s l a r e g i ó n de las grandes avalanchas. De Eloxochitlán y la Sierra Negra de Puebla se pueden se­ ñalar muchas cosas, como su belleza natural y su miseria centenaria, pero si llegan a las noticias suele ser por la peligro­ sidad de sus caminos que, si no desaparecen debajo de los pies del que los transita, será porque la montaña se les viene encima. Una carretera transitable es el sueño compartido por los ha­ bitantes de estas alturas. Lo dicen todos y cada uno de los serra­ nos que encuentra el forastero. Que le metan las máquinas para que sea algo más que hoyos, tapones y costras de pavimento. 111

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Que aseguren los taludes para que se pueda ir por ella sin temor a caer al precipicio o ser aplastado por el alud. Que suba por ella el turismo, porque la Sierra Negra es hermosa, y baje por ahí el café, porque hay riqueza para dejar de ser épicamente pobres. Y acaso también sirva para poner a raya a los políticos y sus pugnas. Pero eso no lo dicen todos. Nadie en voz alta. Lo com­ parten muy pocos, en corto. Porque aquí la política se cobra caro y a los que mandan no les gustan ni los susurros. No faltan aquellos que opinan que eso de los partidos no sirve de mucho. La vida dura de la Sierra Negra presenta ur­ gencias inmediatas que poco tienen que ver con los ritmos elec­ torales. San Miguel Eloxochitlán es el municipio con el mayor índice de marginación del estado de Puebla: el 94% de sus habi­ tantes sobrevive bajo la línea de pobreza, y dos terceras partes, en pobreza extrema, según datos oficiales de 2010. Como siempre, las mujeres y los niños son los más vulne­ rables, los más expuestos a la brutalidad de la carencia. Y entre ellos, lo más difícil se presenta para las madres sin pareja, las que tienen que sacar adelante a los hijos por sí solas.

C o n s e i s h i j o s se quedó Esperanza Bolaños Méndez cuando su marido murió en un accidente, en el campo. La ma­ yor, Evangelina, tenía ya 15 años y en algo pudo ayudar. Pero la lista de edades cae velozmente hasta la más pequeña, entonces de sólo un año. Ahora a sus 52 años, Esperanza, con una blusa negra, y Evangelina, cubierta con un ligero suéter azul, ambas con las cabelleras negras recogidas, hacen bola la masa de maíz, la co­ locan sobre una tablilla de madera y, sin más instrumento que

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ambas manos, la aplastan y le dan la forma esbelta y redon­ da de una tortilla. Trabajan juntas como siempre, en la vieja choza de madera de cuatro por tres metros, con techo bajo, una sola puerta y dos ventanas sin vidrios, y disimulada entre neblinas, en la parte alta del pueblo de San Miguel. A sus pies hay un pequeño cerro de mazorcas de maíz que parecen espe­ rar turno para ser convertidas en nixtamal. Las mujeres alternan el náhuatl con la lengua de Castilla, sin darse cuenta. En la ciudad, no es raro encontrar gente que no habla más que español, pero discrimina a los serranos porque tienen un acento que en algún detalle suena distinto. Aunque sólo el 44% de la población se considera indígena, tres cuartas partes de ella dominan un idioma indígena además del lenguaje europeo. Es normal en los pueblos de la Sierra Negra comuni­ carse fluidamente en por lo menos dos idiomas, como hacen también, por ejemplo, los catalanes, los kenianos y los oriundos de Hong Kong. Es el bilingüismo natural, que aquí caracteriza tanto a indígenas como a mestizos. A Esperanza no le queda claro por qué llama la atención ese tema. Si todo fuera sencillo, como poder comunicarse en familias lingüísticas tan alejadas entre sí como la indoeuropea y la uto-azteca. Lo duro viene, por ejemplo, cuando faltan “los frijolitos hervidos” y hay que hacer que los niños se duerman aunque tengan hambre —los tres varones sobre un petate y las tres mujercitas en otro— porque “la comida no alcanzaba”. ¿Cuántas necesidades debe cubrir una madre? Así, a bote pronto, Esperanza menciona las de la escuela, pues siempre es “difícil comprarles sus cuadernos”. ¿Y vestirlos? Ah, tam­ bién. Con ropa regalada. Y si por las rendijas de las paredes de esta casa se cuela el agua, en este pueblo en el que casi siem­

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pre llueve, en la anterior, en la que vivieron tantos años, era peor porque “ni de madera era, nada más estaba hecha con unos palitos”. Esto no es raro en las comunidades de la región. Según datos del Coneval, seis de cada diez habitantes del municipio habita viviendas hechas con malos materiales y espacio insuficiente. Las yemas de los dedos no rehúyen el calor. Han rozado siempre el fuego. La mayor de las mujeres levanta los círculos de masa y los coloca sobre el comal. Salvo este, cuyas moléculas de hierro se agitan por el fuego, y el pétreo metate que la más joven usa para moler el nixtamal. Todo proviene de lo que fue un árbol: el rodillo para aplanar la masa, la tablilla y la misma mesa que soporta el conjunto. Pero da la impresión de que las llamas respetan un antiguo pacto y sólo consumen las tres o cuatro piezas secas dispuestas para darles fuerza y acabarse. Evangelina y su madre trabajan con energía. Como fue siempre en sus vidas. Lavar ajeno. Dar de comer a los que lle­ gan de fuera. Rascar los pesitos para criar a los niños, en esta zona predominantemente agrícola en la que las carencias de alimentación alcanzan al 36% de las personas. El mundo se les venía encima, como las avalanchas sobre los viajeros, pero ellas laboraron y laboraron tanto que ni las grandes rocas de la vida las pudieron vencer.

E s e v i d e n t e a los ojos del foráneo por qué insisten los lugareños en la reparación de la ruta. Caída la oscuridad, densa la niebla, cuatro pares de ojos —los del conductor y los de los pasajeros— colaboran para escudriñar los alrededores, mantenerse en el camino sin chocar con la pared o precipitarse

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al abismo, detectar grandes rocas al frente, descubrir a tiempo las partes de la carretera que ya han caído y que a veces sólo han dejado una estrecha y frágil lengua de tierra por la que se puede pasar. Y cuatro pares de orejas para tratar de escuchar amena­ zas inminentes: piedras que caen, vehículos que se aproximan o… la sacudida de la montaña. El autobús de la línea Sierra Negra salió de Tlacotepec a eso de las cinco y media de la mañana. Viajaban en él varias decenas de trabajadores y estudiantes, y campesinas que iban a cobrar el pago de Oportunidades, como llamaba el gobierno federal de turno al programa de asistencia social que antes se llamó Solidaridad y hoy es denominado Prospera. Era el 4 de julio de 2007. El camión recorría la carretera cerca de la comu­ nidad de Zacacoapan, justo en un tramo que —por fin— había sido renovado. Sin embargo, Donato Trujillo Martínez, dueño de una fonda cuyos tacos de carnitas son famosos en la región, explica que ya se sabía que era peligroso porque “la montaña ya había dado avisos: cuando se desprenden y se desprenden rocas, te está avisando que pronto se vendrá”. Recuerda que, a eso de las seis y media, “se escuchó el es­ truendo”. Corrió y fue el primero en llegar al sitio. Hoy se ve como si la montaña hubiera decidido poner una gruesa zarpa sobre la anémica arteria femoral de los hombres. Con determinación tan irresistible que, meses después, fue ne­ cesario cambiar el trazo de la carretera, para ponerla a salvo del gigante. Donato Trujillo trepó donde antes sólo había aire, “tratan­ do de buscar una evidencia de que hubiera algún carro, alguna persona ahí tapada”, pero no pudo ver nada. Entonces “empecé a percibir sangre, olor a sangre, y el ruido de aire escapándo­

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se… pues me imaginé que tendría que ser el autobús que estaba ahí porque no había pasado ningún otro carro”. Comenzó a escarbar, con la esperanza de descubrir de qué se trataba o de, con muchísima suerte, llegar cerca de alguien, abrir la posibilidad de rescatar a alguien con vida. Así lo atrapó la comprensión de que la Sierra Negra todavía no estaba tranquila: “Sentí que temblaba. Pensé que me estaba mareando por estar agachado, pero no, era el cerro que se deslavaba otra vez, en un tramo de 100 metros a un lado y 100 metros hacia el otro lado, más o menos. Y traté de salir corriendo; venían piedras sobre mí, y corrí, corrí, corrí, y alcancé a salir a una lomita. Volteé a ver la inmensidad de tierra que había bajado”. A los serranos esto es algo que los estremece. Pero sin sor­ presa. En las húmedas alturas del sureste de Puebla, los malos humores de la montaña son riesgos cotidianos. Donato Trujillo regresó al punto donde, según sus cálculos, había estado de pie antes y “ya había un montón de tierra como de ocho o diez me­ tros más de altura”. La ayuda tardó seis horas en llegar. Primero, en forma de funcionarios que se presentaron para asombrarse con las di­ mensiones del problema. Por brutos caminos tuvo que subir después la maquinaria, desde Tehuacán. Grandes trascabos para hacerle cosquillas a la sierra, y la fuerza humana de medio millar de rescatistas y soldados. El primer cuerpo que hallaron fue el de una joven de 16 años, que venía en la parte delantera y fue expulsada por la pre­ sión a través de la abertura que dejó lo que fue el parabrisas. El estado de los cadáveres correspondía a un informe foren­ se estremecedor. “El autobús quedó compactado a un metro, todo”, recuerda Donato Trujillo. “Haga de cuenta que fue un

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sándwich, compactado. Ahí quedaron todos. 32 compañeros encontramos ahí”. Para quienes transitan hoy por el nuevo trazo del camino y desconocen lo que ocurrió, no hay señales obvias de la tragedia. La maleza esconde las ruinas de la vieja ruta, que se desprende y avanza por 200 metros hasta terminar en una alambrada tímida de un metro y 20 de alto, a la que dan estructura postes metáli­ cos sostenidos por montoncillos de piedras. Delante está la pata rocosa de la montaña, descansando con su cubierta vegetal ver­ de y marrón. A un costado, una pequeña ermita, una veintena de cruces, imágenes de vírgenes y cristos, y nombres de perso­ nas que murieron a los 35 años, a los 52, a los 16, a los dos. La vejez de las flores reclama una prolongada ausencia de visitas.

D e l l a d o v e r a c r u z a n o , la Sierra Negra es conocida como Sierra de Zongolica. Conforman la misma re­ gión de la Sierra Madre Oriental, y cada una alberga al mu­ nicipio más pobre de su estado: el equivalente a San Miguel Eloxochitlán es Mixtla de Altamirano. Sólo se encuentra a 11 kilómetros al norte, pero recorrer el camino, que tomando en cuenta las estribaciones montañosas es relativamente directo, toma dos horas en automóvil. No es necesario, sin embargo, salir del estado de Puebla, ni siquiera del municipio de Eloxochitlán, para percibir el sufri­ miento cotidiano de los habitantes: la comunidad de Tepepan se encuentra apenas a seis kilómetros al noreste de Eloxochitlán. Pero el camino más corto prácticamente ha desaparecido y para llegar ahí hace falta seguir una ruta en U invertida: se va hacia el norte, se entra en Veracruz (donde el deterioro de la brecha se

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agrava a tal nivel que hace parecer que las autoridades poblanas sí se preocupan por comunicar la sierra) hasta la población de Temaxcalapa, se tuerce ahí al este y después al sur, para regresar a Puebla. Los seis kilómetros a vuelo de pájaro se convierten en 21 de agujeros y rocas, en hora y media cuando no llueve. Camino, clínica y bachillerato. Esas son las “necesidades” de Tepepan, enumeradas por el inspector municipal, Juan Con­ treras Carrera. Otros campesinos lo confirman al señalar un punto al suroeste, a aproximadamente dos kilómetros de dis­ tancia, por donde pasa la terracería: “Un camino que vaya de aquí a allá, no es muy lejos. Hace muchos años que nos lo pro­ meten los candidatos políticos”. Si pudieran conectar con una ruta, explican, para los agri­ cultores de café no sería tan difícil llevar su producto a los cen­ tros de acopio. Ahora dependen de los intermediarios que les imponen un precio: “El café lo pagan a dos pesos el kilo, a 2.50”, dice Rubén Soto Coello, uno de los vecinos. Y eso, cuando hay café: en la región cayó este año la plaga de la roya, que para sep­ tiembre de 2015 había afectado 3 000 hectáreas “y secó todas las hojas de la planta”. En una de las calles, alguien colocó una alfombra de semillas para secar. Pequeña, de metro y medio por lado. No se ve más en una región que vive de eso. “De plano orita [sic] ya no hay café”, continúa Rubén Soto. “Las matitas, como ven, están limpias. Y este tiempo es cuando se cosecha. No hay trabajo. No. Realmente no hay nada”. Si lo hubiera, las cosas no mejorarían mucho, pero, cuan­ do casi no se tiene nada, “algo”, por poco que sea, sí importa. A los jornaleros les pagan de 50 a 60 pesos diarios. Con eso, y con los pequeños cultivos de autoconsumo, las familias tienen que sobrevivir.

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Eso no justifica la falta de pulcritud. Salvo el inspector mu­ nicipal, que presta servicio a la comunidad colaborando como albañil en una pequeña obra (y que sólo se distrajo para esta con­ versación), los adultos no lucen sucios. Y los alumnos de la pri­ maria están impecables. La escolaridad promedio de Puebla es de ocho años, pero en este municipio baja casi a la mitad, 4.2, y el rezago educativo alcanza al 47% de los habitantes. Los niños de sexto año son tan delgados que podrían parecer de tercero si es­ tuvieran en una escuela urbana. A esa edad, sin embargo, no falta energía y sus maestras los organizan para ensayar bailes típicos. En el Bachillerato 189, los estudiantes de primer semestre visten uniformes igualmente impolutos. Sorprende porque tra­ bajan en un salón al aire libre, con una vista envidiable ahora que no llueve: la sierra desciende hacia la costa del Golfo de México, salpicando las sucesivas franjas de verde, en tonalida­ des que cambian con la altura, con corrales, casitas y algunas corrientes de agua. Juan Contreras había mencionado el bachillerato como una necesidad. Aquí tienen uno, pero en condiciones muy precarias. Es la tenacidad de los habitantes de Tepepan la que ha forzado a las autoridades educativas a destinar a dos profesoras en las instalaciones levantadas con la labor y los escasos recursos de la comunidad en un terreno donado por un vecino. Con madera aportada por las familias, construyeron dos salones con cuatro paredes y uno más que tiene un techo sostenido por palos y sólo un panel para colocar el pizarrón. Con eso y pupitres, los chicos de primer semestre se las arreglan para seguir las clases de inglés que les da una de las jóvenes maestras, que toma tur­ nos con su compañera para atender también a los muchachos de tercero y quinto.

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Sonriente y bien arreglada, Dolores Martínez Tobón debe tener unos 25 años y no le falta actitud. Nunca había subido a la Sierra Negra: cursó psicología y educación en una universidad privada de Tehuacán, presentó examen para entrar a la carre­ ra magisterial y fue aceptada. La enviaron como responsable administrativa de este Bachillerato 189, el que resiste a pesar del viento. Los reporteros llegan sin avisar: el plantel no tiene teléfono ni alguna otra señal de tecnología. Pero ella sale a reci­ birlos y se ofrece a responder cualquier pregunta, “siempre que sea para una buena finalidad”. Para la gente de Tepepan, explica, que sus hijos accedan a este nivel sin alejarse del pueblo es vital: más allá de sus límites operan delincuentes que no siempre se conforman con arrebatarles lo poco que llevan, que a veces se ensañan, sobre todo con las chicas. Actualmente, “tenemos niñas que vienen de otras comunidades muy lejanas que tardan hora, hora y media, dependiendo si llue­ ve”. Son pocas. Pero antes todos tenían que ir dos o tres horas por las veredas. Era normal que dejaran de cumplir. Hoy, en cambio, “todos asisten, todos tienen el compromiso de venir a estudiar”, y por eso están gestionando apoyo de las autoridades “para que nos construyan nuestras instalaciones y el camino debidamente”. La ruta le hace falta a Dolores, que regresa los fines de sema­ na a ver a su familia en Tehuacán y tiene que recorrer la peligro­ sa carretera por cinco horas si no llueve. La necesitan, especial­ mente, las personas que tienen enfermedades crónicas o agudas, las mujeres embarazadas, quienes sufren accidentes. Si ha sido posible adelantar con el bachillerato, en Tepepan “no tenemos ni un doctor particular en nuestra comunidad, siempre tenemos que salir” y trasladarse a la población de El Tepeyac, explica el inspector municipal.

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