El tercer personaje

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LA DEUDA CON EL CINE

En varias ocasiones y diferentes lugares alguien me ha comentado la conexión que detectan entre mis novelas y el cine de Lubitsch. La verdad es que lo he admirado desde mi adolescencia cuando aún no tenía cabal noción de que esas películas que veía en la secundaria fueran creación de una persona, un director cinematográfico. Años después, cuando ya asistía regularmente a cineclubes y leía libros sobre el cine y su historia, fue donde conocí toda su trayectoria y me enteré que existía algo llamado el Lu­ bitsch touch, un compendio de inteligencia, malicia y elegancia que jamás otro cineasta había logrado conseguir. Me imagino que, salvo muy pocos de quienes me comentan mi relación con la obra de Lubitsch, los demás habrán leído en alguna entrevista mi apego al director o encontrado su nombre en varias escenas de mis novelas. En la primera, El tañido de una flauta, hay un capítulo voluntariamente grotesco, donde una alta funcionaria mexicana asiste en París a un acto cultural para festejar un aniversario de Lubitsch, y es entrevistada por la televisión francesa. En esa sesión se presentaba To Be or Not to Be. A ella le es totalmente desconocido el nombre de aquel director. 146

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Sus respuestas fueron una ininterrumpida sucesión de disparates; traté allí de recrear, sin lograrlo, por supuesto, esos juegos de errores que a menudo aparecen en la obra del cineasta alemán. Otra de mis novelas se llama El desfile del amor, título de uno de los filmes más importantes de ese mismo director, y tal vez existan en mis otras novelas ecos lubitschianos de los que no soy consciente. Esto daría ya un indicio de la viva relación existente entre mi literatura y el cine. No podría ser de otra manera; desde la infancia el cine fue para mí una de las pocas ventanas para atisbar el mundo. Vivía yo en un ingenio azucarero en la costa del Golfo, y en el pueblo más cercano, Potrero, todos los sábados se proyectaban películas en un inmenso galerón. Mi hermano y yo caminábamos varios kilómetros venciendo el miedo a la oscuridad y el profundo fango en que se convertían los caminos en época de lluvias hasta llegar a esa fuente sagrada de asombros, terrores y felicidad: la pantalla. Tuvimos que soportar muchas veces dramas ininteligibles y comedias sentimentales estultas y soporíferas. Pero a menudo la suerte nos sonreía. Hace setenta años el repertorio americano incluía muchos filmes que podían ser disfrutados tanto por los adultos como por el público infantil: la inolvidable Isla del tesoro, donde John Silver, el pirata, era nada menos que el portentoso Wallace Beery, y Jackie Cooper interpretaba a Jim, el niño que lo idolatra, aquel que todos anhelábamos ser; las innumerables películas colonialistas de la época, Gunga Din, La carga de los seiscientos dragones, Los tres lan­ ceros de Bengala, Las cuatro plumas, Beau Geste, entre otras, donde los héroes eran casi invariablemente Gary Cooper, Cary Grant, Ray Milland y Franchot Tone, y aun dramas más complejos pero igualmente cargados de aventuras y exotismo como Mares de China, también con Wallace 147

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Beery, Jean Harlow y Clark Gable. Es indudable que esas imágenes logran poner aún ahora en movimiento mi imaginación. Cuando las veo en la televisión o en video, resucita caudalosamente el deslumbramiento de aquellas formidables noches de Potrero. Al final de mi niñez e inicio de la adolescencia un alto porcentaje de las películas estaba destinado a fortalecer el esfuerzo bélico. En 1942, México declaró la guerra a las potencias del Eje: Alemania, Italia y Japón. Nuestro esfuerzo, desde el punto de vista militar, fue simbólico: un escuadrón aéreo, el 201, combatió en el frente del Pacífico para liberar los territorios ocupados por el Japón. El gobierno mexicano limitó su ayuda al envío de productos y materias primas a los Estados Unidos más que de soldados: petróleo, gasolina, caucho, fibras textiles, sobre todo. Había entre nosotros racionamiento de refacciones automovilísticas, llantas; para mí, la verdadera tragedia era la desaparición en el mercado de la grenetina, producto alemán sin el cual entonces no era posible hacer gelatinas. En fin, nada grave. Para los niños era una aventura portentosa obedecer cada uno de los requisitos que determinaba la Defensa, sobre todo en los apagones generales (los oscurecimientos) que en determinadas noches debían practicarse, puesto que el Golfo de México estaba infestado de submarinos alemanes, los que ya habían hundido dos barcos (petroleros), uno de ellos, el Potrero del Llano, muy cerca de Veracruz, es decir, de donde nosotros vivíamos. El cine, tanto el americano como el alemán, estaban divididos en dos sectores complementarios, uno político, heroico, que debía mostrar al mundo la valentía de sus combatientes, la fortaleza de la sociedad, y dar a conocer las maniobras del enemigo interior infiltrado donde me148

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nos se esperaba, hasta ser descubierto y debidamente castigado. La otra vertiente temática consistía en alegres comedias musicales y dulzonas historias sentimentales que siempre llegaban a un tierno final, para divertir y tranquilizar a las masas. ¡Pan y circo! Casi todo el cine político de aquel periodo está hoy envejecido por ingenuo, sectario y verboso. Aunque quedan algo así como una docena de auténticas joyas, entre otras Cuatro tumbas al Cairo, de Wilder, Bataan, de Tay Garnett, Los desnudos y los muertos y Birmania, de Raoul Walsh, alguna de John Ford. Mejor que el cine que reflejaba el tema bélico resultó aquel que trataba de derrotar al enemigo interno, a la quinta columna: los espías y los traidores. Un tema en el que Hitchcock logró hacer verdaderas maravillas. Lang, en Hollywood, hizo El ministerio del miedo, de la novela de Graham Greene, con efectos expresionistas magníficos. Para mí, el mejor filme de ese tiempo fue To Be or Not to Be, de mi idola­ trado Ernst Lubitsch. Fue un producto genial y absolutamente excéntrico, en el sentido de que al lado del registro patético que exigía la producción de apoyo al esfuerzo bélico, el genial director centroeuropeo incluyó una trama cómica, lo que para la época resultaba escandaloso. Lubitsch tuvo que soportar una tormenta de insultos, de calumnias, de cargos casi cercanos a los de traición por haberse atrevido a introducir el humor. Fue, pues, una época de intolerancia. Como en todos los países, también en México antes de iniciar la película se proyectaba algún noticiero cinematográfico, el resumen semanal de los hechos nacionales e internacionales. Recuerdo uno que me perturbó dolorosamente. Fue el de la caída de Madrid en 1939. Debió de haber sido más largo que los otros y más efectivo el papel 149

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de sus imágenes. La ciudad se rendía y los rebeldes se apoderaban de ella. El escándalo en el cine fue indecible. La población del ingenio de Potrero era fundamentalmente obrera, y el sindicato, lógicamente izquierdista. Los profesionistas, ingenieros, químicos, médicos eran antifascistas en diversos grados. Sólo algunos comerciantes o propietarios rurales podían regocijarse del triunfo de Franco. Para el público de esa noche la caída de Madrid era la mayor catástrofe que hubiera podido imaginar. El «No pasarán» se había hecho añicos. Todos ellos sabían lo que sucedía. Pero al verlo en el cine adquiría una fuerza que no tenía la radio o el periódico. Al terminar el noticiero y volver las luces no vimos sino rostros terribles, desolados o iracundos. Mujeres y ancianos lloraban. La función cinematográfica se suspendió. El público en pie se echó a cantar, me imagino que La Internacional o tal vez el himno nacional, y luego prosiguió un acto político. Mi hermano y yo y algunos compañeros, todos bien vestidos, bien calzados, y casi todos con apellidos extranjeros, salimos con la mayor premura del local. Sabíamos que en tiempos de guerra todo podía suceder: la destrucción, el hambre, la muerte eran algo de lo que hablaban sin parar nuestros maestros o nuestros familiares y eso lo veíamos abundantemente ilustrado en la pantalla. Aquel ardiente mitin espontáneo en el cine entraba en esa lógica, era natural y comprensible; lo que no lo era, en cambio, fue una guerra invisible que comenzó a desatarse: la de las almas, que intuíamos y cuyos efectos temíamos. Las familias se dividían, los hermanos se convertían en enemigos. Había gente que ya no pisaba nuestra casa y a quienes tampoco nosotros visitábamos. Con algunos compañeros con quienes antes jugábamos dejamos de hablarnos porque nuestras casas habían roto to150

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dos los lazos de amistad. Y el cine que veíamos arrullaba esas pasiones, las potenciaba; cada película nos obligaba a actuar del modo adecuado, es decir: ciega y obtusamente, y dejábamos de tratar a las hijas del dentista japonés porque eran enemigas, y algunos hablaban horrores de los judíos que vivían en Córdoba, y los católicos de los protestantes. Años después, estudiante universitario ya en la ciudad de México, el repertorio se amplió generosamente. En Potrero, las películas se veían por lo menos con cuatro o cinco años de retraso. En la capital uno podía estar al día y asistir al estreno de todas las novedades. La guerra mundial quedaba ya muy lejos y el repertorio no estaba limitado al cine estadounidense o mexicano. Aparecieron los filmes franceses, los italianos, los británicos y los japoneses. A los cines de estreno se sumaban los cineclubes de la capital. La lejanía del presente, la atmósfera diferente que se creaba en una sala de público culto donde la proyección de las películas mudas se acompañaba con música de piano, la noción de que se asistía a un estilizado acto cultural y no a un cine de público masivo, el debate final donde uno aprendía rápidamente un lenguaje desconocido que permitía hablar, poco después, de la estética expresionista, del montaje eisensteiniano, de la validez del cine negro americano, y citar a Béla Balász y al por entonces indispensable Georges Sadoul. Me familiaricé de inmediato con algunos de los grandes clásicos alemanes: El gabinete del doctor Caligari, ¡nada menos!, de Robert Wiene; Me­ trópolis y M, de Fritz Lang; Nosferatu, de Murnau; La caja de Pandora (Lulú), de Pabst; El ángel azul, de Von Sternberg. Debo confesar que vuelvo siempre con pasión e inquietud al cine expresionista. Hace algunas semanas pude al fin adquirir El estudiante de Praga, esa alegoría del pacto 151

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con el diablo, más cercana a la vertiente de Chamisso que a la fáustica. En ocasiones escucho a amigos de mi edad, escritores, afirmar que el cine es sólo un entretenimiento, tonto además, propio sólo para sirvientas, y que tomarlo en serio, discutirlo, glosarlo no es sino otra de las formas que reviste la vulgaridad en nuestro tiempo. Me quedo asombrado. Me resulta indudable que nuestro imaginario está marcado en gran parte por las imágenes que poblaron las pantallas. Estoy convencido de que aunque un escritor no vea cine, aunque lo desprecie, su obra está en deuda con el lenguaje cinematográfico sin haberse él enterado. Víktor Sklovski estudió el gran cambio que se produjo en la novela a partir de la aparición del Acorazado Potemkin. La técnica del montaje en Eisenstein, esa sucesión de imágenes heterogéneas, de signo no sólo diferente sino a veces contrario, que logran por acumulación crear una unidad visual distinta y poderosa, se introdujo casi de inmediato en la novela. El primer ejemplo en Rusia, dice Sklovski, fue El año desnudo, de Pilniak; luego cundió en todo el mundo. ¡En Joyce, nada menos! No sólo el montaje, sino el ritmo creado por el cine, la ruptura cronológica, el libre juego de asociaciones, la visión oblicua y otros procedimientos han renovado la narrativa a lo largo de este siglo, de manera que aun un autor que tenga un trato mínimo con la pantalla puede estar influido por vías indirectas, entre otras la amplia literatura contaminada por el cine. Llegó luego un momento en que se revirtieron los papeles y la relación se hizo circular: cuando el cine empezó a recibir un nuevo aliento de la literatura y a enriquecerse con sus características y procedimientos. Los ejemplos son infinitos; el cine negro estadounidense posiblemente no sería lo que es de no haber adoptado efectos de la novela po152

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licial de su país: Dashiell Hammett, Ross McDonald y Raymond Chandler, sobre todo. De la misma manera el cine francés de las últimas décadas se ha nutrido en buena parte del nouveau roman. Se trata del cuento de nunca acabar. Y uno agradece que así sea. Si tuviera que enlistar una docena de filmes, no los mejores en la historia del cine, sino modestamente los que supongo que de alguna manera han permeado mi obra literaria, el resultado sería éste: Las bellas de noche, de René Clair; Trouble in Paradise y To Be or Not to Be, de Ernst Lubitsch; El sheik blanco e Y la nave va, de Federico Fellini; El gabinete del doctor Ca­ ligari, de Robert Wiene; Drôle de drame, de Marcel Carné; El acorazado Potemkin, de Einsenstein; Rashomon, de Akira Kurosawa; Los 39 escalones, de Alfred Hitchcock; La kermesse heroïque, de Jacques Feyder; Los ocho sentenciados (Kind Hearts and Coronets), de Robert Hamer, y Peeping Tom, de Michael Powell, una docena de títulos, en su mayoría comedias. En toda lista de películas, de libros, de obras de arte, interviene siempre algo conjetural. Estoy seguro de que si dentro de un mes tuviera que hacer una selección, la mayoría de estos títulos permanecería, pero uno o dos de­ saparecerían para dar paso a otros ahora olvidados. Ya en este mismo momento se me vienen a la memoria seis que no podría sacrificar: La pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer; El tercer hombre, de Carol Reed; La dili­ gencia, de John Ford; La marcha nupcial, de Von Stroheim; El halcón maltés, de John Huston; Doble indemniza­ ción, de Billy Wilder, y muchísimos más.

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