La lectura y la sospecha

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Arte y complicidad

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no puede pensar que hay demasiado dinero y publicidad empeñados en justificar la banalidad antisistema, el rompimiento artificial y el culto a la personalidad que caracterizan al arte actual. En efecto, caben las mayores reservas contra el funcionamiento del sistema del arte contemporáneo y sus formas de simulación y creación de gustos y prestigios. Sin embargo, no se puede analizar esta realidad concentrándose únicamente en sus fraudes más notorios y escandalosos pues a menudo en un mismo creador (Damien Hirst, por ejemplo) pueden alcanzarse extremos antagónicos de originalidad artística y complacencia codiciosa. Lo cierto es que los soportes y las formas de expresión en el arte se han multiplicado, lo que genera un maremoto en las formas de recepción y circulación del arte. De hecho, son tantas y variadas las manifestaciones que es muy difícil encontrar puntos de comparación entre una pintura hiperrealista, una instalación o un performance, entre una retrofotografía de Richard Prince o una cirugía de Orlan. Quizás en ninguna otra actividad artística se encuentren los incentivos para esta continua y dinámica ruptura, para este eclecticismo artístico y para esta pulsión crítica. Por eso, a riesgo de consumir demasiada basura en el camino, resulta necesario dirimir 145

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entre estilos y propuestas y rescatar sus formas más innovadoras y pertinentes. Una buena guía para este propósito es el libro de Joanna Drucker, Sweet Dreams. Contemporary Art and Complicity (Chicago, Universidad de Chicago, 2005). Para la autora la actividad artística ha rebasado el análisis, pues resulta muy difícil asimilar la sorpresa e innovación continuas. Por eso, lo que muchos discursos críticos hacen es sobreinterpretar el arte como un discurso contracultural. Por supuesto, admite Drucker, el arte se sitúa en una zona de confluencia de las luchas culturales y muchas veces se define explícitamente como político para hacer conciencia sobre problemas apremiantes o para apoyar una causa concreta. Con todo, si el arte moderno creó su arquetipo como una crítica del gusto pequeñoburgués, de la producción masiva y el sistema de mercado, esta actitud ha cambiado. Drucker considera superada la idea de que el arte moderno y posmoderno es intrínsecamente contestatario de su entorno. De entrada, la delimitación del concepto del poder se vuelve problemática, pues la territorialidad y concreción y se difumina en múltiples circuitos. Por eso, para la autora, la relación del arte con el mercado y con los poderes ubicuos es mucho más compleja. Dicha relación está llena de contradicciones y sentimientos encontrados, que van del rechazo al apego, de la oposición a la complicidad. Al respecto, la cantidad de patrocinadores, el prestigio mediático, la proyección política y un variado cúmulo de intereses vuelven al arte una actividad muy atractiva y rentable, a veces paralela a la industria del espectáculo, en la que se confunden deliberadamente el valor de lo que se conocía como el “aura” y el valor meramente económico. De hecho, el modo de producción indivi146

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dualista y a pequeña escala que caracteriza al artista romántico o al modernista crítico se modifica por obras que requieren formas de procesamiento cercanas a la industria o a las superproducciones del espectáculo. El arte ya no se limita a escenificar la crisis material y espiritual de su propio campo de acción, sino a jugar y a reírse de ella. El reciclamiento y la intervención, que resignifican materiales y contextos, o la manipulación y apropiación que adquieren productos ya realizados (y con ello pone en jaque los derechos de autor) se convierten en los principales procedimientos artísticos, desplazando a veces los saberes y oficios técnicos tradicionales. Todo ello cuestiona la identidad y la función del arte y lo vuelve un espacio de intersección de diversos discursos no sólo artísticos, sino políticos, sociales y mercantiles. En el arte moderno el concepto (y el tono irónico) se impone sobre la forma de manera notoria y, por ejemplo, se incorporan objetos ordinarios y desechos para cuestionar las convenciones técnicas, las funciones decorativas y las ambiciones jerárquicas del arte. Los objetos deformados, resignificados y rarificados emiten un nuevo mensaje para el autor, el crítico y el espectador. Lo central ya no es la producción del arte, sino la estrategia retórica que se elabora a su alrededor y que no sólo puede ser agresiva políticamente, sino, como la industria del espectáculo, profundamente dependiente de las personalidades públicas y tan invasiva de la vida privada como las prácticas de los paparazzi. Igualmente, las posibilidades tecnológicas de interactividad en el arte cambian los patrones de recepción y comunicación entre artista y público. Paradójicamente, pese a todas estas acciones de humillación hacia las nociones tradicionales del arte, pocas veces se renuncia al valor simbólico de esta actividad y el 147

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artista adquiere un papel no sólo como creador de artefactos, sino como revelador de verdades, exitoso gestor entre diversos campos y como personaje mediático. El arte contemporáneo, dice Drucker, es lo que reclama ser y también lo que no pretende ser, por lo que a menudo hay una enorme (no necesariamente compleja o enriquecedora) ambigüedad moral y coqueteo con el estatus y con las industrias del espectáculo y la moda. Sin reverenciar el arte tradicional (si es que hay arte tradicional), vale la pena cuestionar estos desarrollos, distinguir sus vertientes y advertir sus formas peculiares de valor. Drucker encuentra en esta complicidad, en esta ambivalencia entre lo profano y lo sagrado del arte, entre la protesta política y la imitación del mercado, un espacio propicio para la búsqueda formal y la reivindicación de una cierta independencia del arte. Por eso, ignorar las ambigüedades del arte, preservar un mito meramente contestatario, también es ignorar sus posibilidades. En la nueva hibridez se encuentra de todo: el impulso estético, la pulsión crítica, la reivindicación de técnicas, el humor, la mezcla y la emergencia de lúdicos formalismos mutantes. Así, al no depender de signos exteriores, técnicas o soportes materiales, cada artista tiene la enorme libertad y responsabilidad de ensanchar la concepción misma del arte.

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