LECTURAS DD LA CONSTITUCIÓN

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Ignacio Marván Laborde Cómo hicieron la Constitución de 1917 David Pantoja Morán Bases del constitucionalismo mexicano. La Constitución de 1824 y la teoría constitucional

La familia trabajando junta, detalle del mural de Diego Rivera en la Secretaría de Educación Pública (1923-1928). Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, 2017.

www.fondodeculturaeconomica.com

Emilio Rabasa Estebanell El derecho de la propiedad y la Constitución mexicana de 1917 José Antonio Aguilar, Rivera (editor)

José Ramón Cossío Díaz, actualmente ministro de la SCJN y profesor del ITAM, es doctor por la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid. Su formación profesional se ha dividido entre la docencia, la investigación y el servicio público. Considerado un especialista en derecho constitucional, ha recibido los premios Nacional de Investigación (1998) y Nacional de Comunicación José Pagés Llergo (2010). Es doctor Honoris Causa por la UANL, la UABJ y la Universidad de Colima. El FCE ha publicado de su autoría El poder judicial en el ordenamiento mexicano (1996), Derecho y análisis económico (1997) y La justicia prometida (2014), entre otros.

(coordinadores)

Lecturas de la Constitución El constitucionalismo mexicano frente a la Constitución de 1917

Jesús Silva-Herzog Márquez es maestro en ciencia política por la Universidad Columbia en Nueva York. Es profesor de la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Tecnológico de Monterrey y articulista del diario Reforma. Ha publicado, entre otros libros, El antiguo régimen y la transición en México, Andar y ver y La idiotez de lo perfecto, este último publicado por el FCE. Es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

POLÍTICA Y DERECHO

Leticia Bonifaz Alonzo División de poderes: del derecho a la realidad

Cossío Díaz |Silva-Herzog Márquez (coords.)

Catherine Andrews De Cádiz a Querétaro. Historiografía y bibliografía del constitucionalismo mexicano

José Ramón Cossío Díaz Jesús Silva-Herzog Márquez

Lecturas de la Constitución

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ras 100 años de su promulgación, la Constitución de Querétaro ha sido ampliamente analizada desde distintas disciplinas. No obstante, la reflexión jurídica ha sido insuficiente en contraste con su relevancia y, en consecuencia, los intentos de los juristas por dar una explicación y caracterización general de ella resultan escasos. Son los constitucionalistas quienes han aportado los lineamientos para enriquecer nuestro conocimiento de la Constitución vigente, de ahí la envergadura de este libro, que recoge el pensamiento de los grandes constitucionalistas mexicanos: Emilio Rabasa, Miguel Lanz Duret, Manuel Herrera y Lasso, Felipe Tena Ramírez, Mario de la Cueva, Ignacio Burgoa, Jorge Carpizo y Antonio Martínez Báez, entre otros. Se trata de una obra con un amplio espectro de miradas, que ahonda en la gestación del derecho constitucional mexicano ante su ley fundamental.

OBRAS DEL CATÁLOGO RELACIONADAS

Primera edición 2017/ Refine 13.5 x 21 cm /408 pp/ Papel cultural 75 grs/lomo 2.1 cm/ Tamaño del documento 45.1 cm x 21 cm / GUARDAS PANTONE 7681 U/TGR Cossío_Lecturas de la constitución_FORRO.indd 1

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MARIO DE LA CUEVA Y EL MURALISMO CONSTITUCIONAL Jesús Silva-Herzog Márquez * Nicolás San Juan núm. 341 no fue solamente el domicilio de Mario de la Cueva durante buena parte de su vida adulta, una casa tapizada de libros que abría cotidianamente sus puertas a alumnos y colegas. Fue el recinto iniciático de varias generaciones de abogados, escritores y políticos de la segunda mitad del siglo xx mexicano. Durante años el maestro abrió su casa a los alumnos más destacados de sus cursos de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. Algunos estudiantes afortunados de Derecho del trabajo, de Teoría del Estado y de Derecho constitucional recibían de pronto la invitación esperada para consultar algún libro de su formidable biblioteca, para conversar, para reunirse con otros preferidos. Ser bienvenido en esa casa era obtener la membresía de una comunidad de estudiantes y profesores interesados por la vida pública mexicana bajo la tutela de un maestro venerado. La comunidad estaba imantada por la personalidad de un profesor que contagiaba su pasión por la ley y la política, por la historia y por México. De la Cueva infundía en sus discípulos entusiasmo e indignación. Entusiasmo por la cultura, los libros y las ideas. Indignación por la política. La tertulia de aquella casa de la Colonia del Valle estaba marcada por el compromiso y la ambición. No era un nido de intrigas ni la cuna de una camarilla política. Ése no era sentido del encuentro. El maestro sugería lecturas y prestaba libros, no repartía puestos. No era un cacique, era un mentor. Pero ese espacio de conversaciones tenía, sin duda alguna, un propósito. No eran exquisitos intercambiando apreciaciones sobre la literatura medieval. La cultura no era su objetivo. Las lecturas *  Profesor de la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey. 173


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eran un trampolín, una herramienta. Detrás de los libros, las discusiones, los argumentos que fluían entre alimentos y copas, había un sentido de misión: aprender para mandar. Gabriel Zaid detectó con claridad esa acendrada convicción universitaria de que los libros son peldaños al poder. Si Mario de la Cueva no quiso subir él mismo esas escaleras y, de hecho, descendió los escalones que por casualidad subió, sí trazó para los suyos una ruta hacia el poder. De la Cueva era una encarnación de autoridad; un profesor admirado que había optado por el salón de clase por encima de las oficinas gubernamentales; un hombre que se distanciaba de todo egoísmo, embrujando a sus alumnos con su elocuencia y conocimiento. Al mismo tiempo, fue el estímulo más poderoso hacia el compromiso político. Por aquella casa del sur de la Ciudad de México, donde los libros trepaban las paredes como hiedra, desfilaron los estudiantes más destacados de la Facultad de Derecho de la unam, esa escuela donde todos querían ser presidentes de México.1 Alguno logró el objetivo. Varios fueron secretarios de Estado, ministros de la Suprema Corte de Justicia, senadores, diputados, procuradores, presidentes de partido, gobernadores y representantes diplomáticos. Bajo el régimen del partido hegemónico y antes de la transición a la tecnocracia, aquella casa de Nicolás San Juan fue el vivero más distinguido de la clase política mexicana. La auténtica escuela de las élites del poder fue ese apéndice selecto de la escuela de leyes de la Universidad Nacional. Ahí acudieron los alumnos más brillantes del maestro a consultar libros en su gran biblioteca; ahí preparaban sus tesis o continuaban la conversación de clase. Esas generaciones que De la Cueva apadrinó estuvieron convencidas de que se preparaban para dirigir. Según Gabriel Zaid en su ensayo sobre los libros y el poder, en 1946 un grupo de abogados de la unam consiguió el poder y   En su ensayo sobre Cosío Villegas Gabriel Zaid cita a un profesor de la Facultad de Derecho a quien le preguntan en 1984 si es verdad que todos los estudiantes de esa escuela sueñan con ser presidentes de México. “Pienso que sí —responde—. Todos en un determinado momento hemos soñado, en alguna u otra forma, y haciendo planes para mejorar la situación del país, llegar a ser Presidente. Siempre con el ánimo de ver por las necesidades de nuestros paisanos y en beneficio de todos”. Gabriel Zaid, Daniel Cosío Villegas: imprenta y vida pública, fce, México, 1985. 1


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asumió que su paso por la escuela era el fundamento de un derecho al mando. Era lo que Alfonso Reyes advertía desde la década previa: el “paulatino advenimiento al poder de las clases universitarias”.2 Lo notable, siguiendo a Zaid, es la asunción de que la preparación universitaria otorga el derecho a conducir la política: “saber para subir”. En 1973 Mario de la Cueva describía, con ese tono oratorio que siempre tuvo: La vida está llamando a los juristas y es preciso que salgan de la Facultad a su encuentro llevando en sus manos, no la fuerza de las armas destructoras, sino el bagaje del saber social, económico, político y humano y la ética que guió los pasos de nuestra profesión en el pasado, porque es con esos elementos como podrán servirla.3

Los egresados estaban llamados a ser constituyentes, legisladores, directores, artífices de un mundo nuevo y justo. En efecto: de los libros al poder. En 1982, al tiempo que uno de los alumnos más destacados hacía campaña para ganar la Presidencia de México, mientras otro lideraba una sorprendente oposición a su candidatura, las generaciones de discípulos coincidieron para homenajear al maestro, muerto en marzo del año anterior. La iniciativa del libro surgió de Miguel de la Madrid y convocó a los personajes más destacados de la vida política de México en las décadas previas: Jesús Reyes Heroles, Porfirio Muñoz Ledo, Enrique González Pedrero, Sergio García Ramírez, Víctor Flores Olea, Miguel González Avelar, Jorge Carpizo y Diego Valadés. También a destacados académicos e intelectuales como Miguel León Portilla, Carlos Fuentes y Eduardo García Máynez. Imposible imaginar una figura con influjo paralelo en la política mexicana desde los años sesenta hasta los noventa. Puede decirse que De la Cueva formó a la clase política ilustrada de la hegemonía priista y también, curiosamente, a los fundadores de sus dos derivaciones: la neoliberal y la neocardenista. Entre sus discí2   Citado por Gabriel Zaid en De los libros al poder, Grijalbo, México, 1988, p. 27. 3   Mario de la Cueva, “La Facultad de Derecho del mañana. Nueva misión de los juristas”, Antología periodística, Fernando Serrano Migallón (comp.), Porrúa / Facultad de Derecho-unam, México, 2007, p. 246.


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pulos se encuentran el arquitecto de la reforma política y el iniciador de la apertura económica; el fundador de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y un presidente del pri que fue también presidente del prd y breve aliado del primer presidente panista. Hombres que dirigieron la política cultural del Estado mexicano y también quienes dirigieron su política de seguridad. Novelistas, fotógrafos, jueces y legisladores. En la biografía de los alumnos que marcó con su cátedra está buena parte de la historia política de México en el último tramo de la hegemonía y en los primeros pasos de la democracia. La seducción del maestro fue inmensa. Para varias generaciones de estudiantes con vocación para lo público fue un guía intelectual sin competencias. Así lo manifestó Carlos Fuentes con la claridad de su pluma: Mario de la Cueva fue nuestro creador. En efecto, el maestro enlazó generaciones, les puso tarea, les imprimió carácter. El novelista detectaba una intensa expectativa en el maestro. Solitario, De la Cueva necesitaba la ronda de sus alumnos: Había un elemento profundamente conmovedor en el maestro De la Cueva: su soledad, traducida de inmediato a una suerte de desamparo que era una espera. Todos, intuitivamente, lo llamábamos “el Maestro”, “el Maestro De la Cueva”, porque adivinábamos que nos estaba esperando, que dependía de nosotros, de todos nosotros, como generación, como grupo. Su elegancia y discreción eran muy grandes; nunca nos hizo sentir que, también, nosotros dependíamos de él. Y sin embargo, ésta era y es la verdad. Creo que nadie me desmentirá cuando digo que Mario de la Cueva fue un maestro que nos hizo sentir que su misión como educador dependía de nosotros.4

En una facultad pintoresca donde abundaban los charlatanes y los bribones, sobresalía De la Cueva, un auténtico maestro, escribió Javier Wimer.5 Un profesor digno, serio, escrupuloso. También severo. Enrique González Pedrero lo vió como el polo opuesto a la improvisación que reinaba y reina en el país.   Carlos Fuentes, “Mario de la Cueva”, en Testimonios sobre Mario de la Cueva, Porrúa / unam, México, 1982. 5   Javier Wimer, “Evocación y crónica”, en Testimonios sobre Mario de la Cueva, op. cit., p. 143. 4


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Profesor sistemático, exigente, riguroso, puntual: “alemán”.6 Sus alumnos lo recuerdan como un maestro vehemente pero disciplinado, capaz de trasmitir ideas y también valores. La intensidad del encanto académico no trasciende, sin embargo, el aula. Difícilmente podemos considerar al profesor universitario como un intelectual, en la medida en que su público fue siempre, exclusivamente, su salón de clase. Cobijada su soledad en los discípulos, no buscó público. Su influjo se concentró en la capilla jurídica, particularmente en ese centro de reclutamiento de la clase política del pri hegemónico: la Facultad de Derecho de la unam. Es notable que la influencia de De la Cueva fuera de ese círculo de abogados haya sido prácticamente nula. Su lectura de la filosofía política occidental no cruzó la escuela de leyes para ser discutida, a unos metros de distancia, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Sus reconstrucciones de la historia constitucional mexicana no merecieron debate en la Facultad de Filosofía y Letras o en El Colegio de México. Más aún, sus intervenciones en la plaza pública a través del periodismo de opinión no le abrieron en realidad una nueva tribuna para infiltrarse en la discusión nacional. La vehemencia marxista de sus últimos años fue intelectualmente estéril: no entusiasmó a los creyentes ni logró conversos. Por eso su figura pública resulta, en algún sentido, arcaica: un viejo profesor idolatrado que cultiva la admiración y la lealtad personal de un cenáculo de discípulos directos. Un maestro reverenciado por generaciones que no trasciende la pequeña capilla escolar. Un profesor con discípulos y sin público. Sus escritos son esencialmente manuales que acompañan la cátedra. Herramientas de la docencia publicadas en editoriales universitarias o revistas académicas que no brincan nunca a la plaza. Es reveladora su incursión en el periodismo. En sus últimos años de vida Mario de la Cueva frecuentó la prensa. No fueron pocas sus entregas a diarios y revistas. Colaboró regularmente en el periódico Excélsior donde se podía encontrar, semana a semana, su firma. Publicó también en Revista de Revistas y en unomásuno. Gracias a una compilación de Fernando Serrano Migallón pueden leerse sus participaciones en   Enrique González Pedrero, “Evocación del maestro De la Cueva”, en ibid., pp. 99 y 100. 6


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esos espacios.7 Ahí puede advertirse que Mario de la Cueva dispuso de un espacio en el periódico más influyente del país, el diario que se abría inusitadamente a la crítica, gracias a la dirección de Julio Scherer, para transcribir sus apuntes de Derecho del trabajo. Los textos de De la Cueva son sorprendentemente antiperiodísticos. No es que eleve la conversación pública con la perspectiva de su cátedra: la rehúye. El profesor emplea la tribuna para hablar del derecho procesal del trabajo, la participación de utilidades o los riesgos en las fábricas. Apenas se encuentran puentes entre la circunstancia y la columna periodística. Dedicado a explicar y promover la nueva legislación laboral, el maestro usa el periódico para transcribir párrafos de su manual. La constante invocación de la justicia ondea siempre en sus textos pero no toca la injusticia inmediata, la afrenta del día anterior, el accidente cercano. Es imposible dejar de pensar en el contraste que se dibujaba entonces con otro profesor que publicaba en las mismas páginas de Excélsior. Era un hombre que, como De la Cueva, había dirigido una institución de educación superior y había promovido la cultura y la edición de libros, que había estudiado el siglo xix y que admiraba también la Constitución de 1857. Era Daniel Cosío Villegas. El historiador, a diferencia del jurista, ocupó la plataforma de la prensa para esclarecer el presente, para opinar y, sobre todo, para criticar. Con elegancia y filo ocupó o, más bien, abrió el espacio público de México. Entendía muy claramente que la prensa no podía ser una filial del salón de clase, que para hablar al público había que abandonar el tono profesoral y la jerga. De la Cueva, en cambio, dictaba cátedra en sus artículos. En sus colaboraciones periodísticas buscaba, tal vez desde ese desamparo que detectó Fuentes, a sus alumnos. Sus textos son solemnes, tiesos, secos. La pluma del editorialista oscila entre la ostentación profesoral y la exaltación del declamador. El propósito del columnista, lejos de ser crítico, es legitimador: celebrar una ley que él mismo ha redactado para el régimen. El profesor es un solitario con adeptos. Con la universidad, dijo alguna vez, tuvo un larguísimo noviazgo. El noviazgo de toda una vida. La universidad o, más específicamente, la 7

Mario de la Cueva, Antología periodística, op. cit.


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Facultad de Derecho, fue su claustro, es decir, su encierro. Por eso su tribuna no fue nunca la plaza pública. No tenía lenguaje para hablarle. A su salón de clase, sólo a él, se dirigió. Mario de la Cueva nació el 11 julio de 1901 en la Ciudad de México. No había cumplido los 9 años cuando asistió, bien vestido de blanco, a la inauguración de la Universidad Nacional. Habrá visto a Porfirio Díaz, pero puede pensarse que lo marcaron más las palabras de Justo Sierra que la imagen del estadista de piedra. El discurso que abrió las puertas de la universidad fue, auténticamente, una pieza del pensamiento mexicano que desbordaba los trámites de la oratoria burocrática. La cultura, planteaba el ministro de instrucción pública, era el vehículo de la nacionalidad. “México será, si además de carreteras, mercados y leyes, forma ciencia. México será, si construye un patrimonio de inteligencia. México será, si descubre una versión propia del arte”. El ministro ubicaba a la razón como el verdadero abono de la nacionalidad. No hablaba, naturalmente, de una ciencia concentrada en sí misma, ni de una ciencia desprendida de la idea moral. El científico de la nueva universidad, anticipaba Sierra, no perderá la vista en el microscopio aunque afuera se desintegre el mundo. Sabrá entender la conexión entre los microbios y la ciudad. La ciencia de la que hablaba Justo Sierra en esa mañana memorable era, ante todo, un camino, una búsqueda de la verdad. La luz de la ciencia está en su método, afirma. El respeto por la verdad científica se convertirá así en el basamento de la convivencia. En el ministro de Porfirio Díaz coexistían la admiración por la ciencia y sus descubrimientos y un respeto casi espiritual por los misterios. Las ciencias nos entregan mil sorpresas de la naturaleza, fenómenos impensados, hallazgos prodigiosos; pero también marcan los límites del razonamiento científico: armada de método, la ciencia pronuncia la penúltima palabra. “Perseguimos el misterio de todas las cosas, hasta en los círculos más retirados de la noche del ser; pedimos a la ciencia la última palabra de lo real, y nos contesta y nos contestará siempre con la penúltima palabra, dejando entre ella y la verdad absoluta que pensamos vislumbrar, toda la inmensidad de lo relativo”. La inmensidad de lo relativo. Y se pregunta: “¿Será que la ciencia del hombre es un mundo que viaja en busca de Dios?”


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Justo Sierra insistirá en que la universidad es una institución nueva, que no se trata de la reapertura de la antigua universidad colonial. La nueva universidad tiene raíces pero no tiene árbol genealógico. Es una universidad que nace sin historia. Lo subraya porque quiere enfatizar la novedad de su idea pedagógica. La vieja universidad era una institución parlante. Hablaba, recitaba, memorizaba hasta convertir en “flores de trapo” las doctrinas de los grandes pensadores católicos. Sus profesores, insiste Sierra, podían pasar toda la vida discutiendo con el único propósito de evitar el nacimiento de una idea. Un camino negado a la creación: “una telaraña verbal hecha de la misma sustancia del verbo”. La nueva universidad no padecería esa asfixia: la oxigenaría el experimento, el debate, la comprobación. Un párrafo de ese discurso se ha citado mil veces pero sigue mereciendo las comillas. Es la estampa que describe el sentido de esa comunidad de cultura: Me la imagino así: un grupo de estudiantes de todas las edades sumadas en una sola, la edad de la plena aptitud intelectual, formando una personalidad real a fuerza de solidaridad y de conciencia de su misión, y que, recurriendo a toda fuente de cultura, brote de donde brotare, con tal que la linfa sea pura y diáfana, se propusiera adquirir los medios de nacionalizar la ciencia, de mexicanizar el saber.

No era, desde luego, una invitación a la cerrazón nacionalista: era el convencimiento de que la universidad debía vincular su razón con la acción. La universidad no podía establecer aduanas para el pensamiento, pero habría de ser guía intelectual y moral del país. El discurso no le fue indiferente al niño vestido de blanco. Mario de la Cueva le preguntó a su padre quién era el hombre que hablaba tan bonito. El discurso de Sierra sería el mensaje más potente que De la Cueva escucharía en su vida porque precisamente le sirvió para darle sentido. A esa universidad que vio nacer dedicaría su vida. Si se separó de ella lo hizo temporalmente, para no volverse a ausentar. Y era precisamente la orientación de Sierra la que marcaría su compromiso con la universidad: un espacio para cimentar la civilidad, la inteligencia que construye la nacionalidad, que esculpe la justicia.


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Unos meses después, con un país abruptamente transformado, el niño volvería a encontrar a Porfirio Díaz. La Revolución maderista había estallado. La familia había dejado la Ciudad de México para establecerse en Veracruz. Ahí, en el puerto, vio a Porfirio Díaz embarcarse al destierro en el Ipiranga. Como su padre, Mario de la Cueva quiso ser médico pero careció de los sentidos para serlo. El “Chato” tenía mal oído, mala vista y mal tacto. Así, se hizo estudiante de Derecho. Manuel Gómez Morin, amigo familiar, fue una influencia determinante para animarse al cambio profesional. En la Escuela Nacional de Jurisprudencia encontró como maestros a Antonio y Alfonso Caso, a Vicente Lombardo Toledano, a Eduardo Suárez, a Miguel Lanz Duret y al propio Gómez Morin, el más querido de sus maestros mexicanos. Fue precisamente al fundador del pan, su maestro de Teoría del Estado, a quien le debió su pasión por las ideas políticas. Se tituló en 1925 y abrió un despacho de abogados, pero el trámite de los pleitos mercantiles no era lo suyo. A finales de 1931, al percatarse de que la práctica de la abogacía no le era plenamenta satisfactoria, emprendió la aventura europea de la mano de su amigo Eduardo García Máynez. Estaba convencido de que para profundizar sus conocimientos debía empaparse de las discusiones que alumbraban un mundo nuevo. Alemania brillaba en su mente como la llave del futuro. En Berlín asistió a las conferencias de Nicolai Hartmann, Eduard Spranger, Werner Sombart y Rudolf Smend. Quien lo marcó particularmente fue Carl Schmitt, a quien escuchó disertar sobre la idea de constitución. El dramatismo de sus exposiciones lo habrá cautivado. El joven estudiante mexicano habrá sentido la seducción de esa inteligencia cargada de pólvora: una elocuencia desbordante, una erudición que acaricia el mito, una ambición teórica que pretende refundar el mundo. Schmitt acababa de publicar entonces El concepto de lo político, un ensayo que dinamitó en muchos lectores las ilusiones liberales; un librito que deshizo por siempre en la cabeza de ese estudiante mexicano la idea de que la ley podía sujetar al poder, que la neutralidad podría asentarse en el campo bélico de la política. Lo cierto es que en Alemania De la Cueva encontró su patria intelectual. Según Carlos Fuentes, ahí situó su modelo de


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cultura. En la filosofía alemana encontraba De la Cueva su asidero intelectual. Conocía admirablemente la lengua y la literatura germánicas; “tenía algo del clásico profesor de gimnasio o del docente que asociamos, en las novelas de principios de siglo, con las facultades de Leipzig o Heidelberg”.8 Sus referencias esenciales y su estilo académico eran, en efecto, germánicos. La intelectualidad francesa le parecía elegante pero superficial. En la ciencia política de Duverger, por ejemplo, vio una técnica fría, incapaz de palpar las raíces del poder o las pulsiones de la sociedad.9 Por eso no sintió la menor curiosidad por la ciencia política que se abría paso en Francia, en Italia o en los Estados Unidos. La comparación de los regímenes políticos, la precisión conceptual, la búsqueda de patrones políticos comunes, la ambición de teorizar sobre la política concreta estuvo muy lejos de su horizonte. La teoría alemana del Estado, por el contrario, relumbraba por su linaje venerable. Sus categorías le parecían sólidas, sus argumentos penetrantes. En la teorización jurídica del poder De la Cueva encontraba un fascinante drama intelectual. El encuentro alemán fue, sin duda, crucial en la formación del abogado mexicano. Aunque tiempo después lo rechazaría enérgicamente, no ocultó en su momento simpatía por la legislación del nacionalsocialismo. Ahí descubrió la regulación laboral como emblema de un derecho que rompe con las rutinas de la opresión, escapando de las farsas del derecho privado. Se entusiasma así con una ley que abre, como quilla, el futuro. En un artículo que titula “La concepción nacionalsocialista y la legislación alemana del trabajo” celebra la legislación hitleriana como una tercera vía entre el capitalismo y el comunismo al afirmar la identidad profunda de un pueblo: La concepción nacionalsocialista rompe con la tradición burguesa y marxista; una nueva doctrina social y política se abre paso; objeto de agudas críticas por los teóricos del marxismo y de la democracia liberal, ha despertado una ola de entusiasmo en la juventud alemana, que ve en ella un renacer del germanismo;   Carlos Fuentes, op. cit., p. 125.   Véase la nota de Víctor Flores Olea sobre De la Cueva en Testimonios sobre Mario de la Cueva, op. cit., pp. 111 y ss. 8 9


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quien la juzgue con el espíritu materialista, que hoy predomina en los economistas, habrá de rechazarla como una aberración; para el internacionalismo, que piensa en la dictadura universal del proletariado, será tan sólo un paso atrás. Para entenderla, sería preciso penetrar en el espíritu del pueblo alemán y considerar la situación de la posguerra […].10

De la Cueva se rinde ante la coartada de la identidad. Por eso dice que “el nacionalsocialismo es un asunto exclusivamente alemán” y que no puede juzgarse con criterios extranjeros: “Cada pueblo es una cultura y ésta descansa en una concepción del mundo”. Citando acríticamente a Hitler, acepta su alegato de la raza como ingrediente constitutivo de la nacionalidad. Son perceptibles en estos textos juveniles las ideas de Carl Schmitt sobre la identidad combatiente, su intenso antiliberalismo, su desprecio por la democracia parlamentaria. Es cierto que el estudiante, más que exponer ideas propias, comunica las ideas que flotan en el aire. Lo hace, sin embargo, con evidente simpatía: el nacionalsocialismo podrá superar al capitalismo y al comunismo al alumbrar a un pueblo unido. La aclamación, como habría dicho Schmitt, es un mecanismo más democrático que el electoral. La democracia (liberal) es para el estudiante mexicano el gobierno de los irresponsables. El liderazgo del caudillo demuesra la victoria de la política sobre el negocio. “Führer, en lugar del espíritu del comerciante”.11 Deslumbrado por la épica de la confrontación, celebra en otro texto la proscripción de los sindicatos socialdemócratas y su sustitución por sindicatos afines al régimen para terminar con la lucha de clases. La política entendida como guerra requiere del conflicto, pero lo necesita condensado. La política es polaridad, dinámica binaria de amigo-enemigo. Es por ello que no puede haber más antagonismo que el de la guerra. De la Cueva festeja también entonces que, en nombre del valor germánico y ancestral del “honor,” se establezcan en cada empresa consejos para castigar la “deslealtad” de los trabajadores que promuevan la agitación o amenacen el espíritu de comunidad. 10   Ana Luisa Izquierdo y de la Cueva (comp.), El humanismo jurídico de Mario de la Cueva (antología), fce, México, 1994, p. 59. 11   Ibid., p. 63.


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De la mano de Schmitt concluye que el liberalismo es apolítico y es enemigo de la democracia verdadera.12 Debe decirse que estos asentimientos ideológicos no estuvieron libres de dudas y desconfianza. El viajero también se percata del ascenso de la política persecutoria. En una reseña13 a la Introducción al estudio del derecho de Eduardo García Máynez, su compañero de viaje, relató un incidente que no solamente retrata al filósofo del derecho, sino también al futuro laboralista. Los dos mexicanos asistían a la inauguración de los cursos de la Universidad de Berlín. Era el año de 1933. La primera lección la impartía un profesor Wolff. El salón estaba repleto. Unos minutos antes de que empezara la clase, tres hombres vestidos con el uniforme nazi se presentaron ante los alumnos. Uno de ellos dijo: “Los estudiantes alemanes no queremos escuchar sino a profesores alemanes; los invito a abandonar estas lecciones de un profesor judío”. El profesor resistió los gritos del odio que lo llamaban a irse. Dio su clase. Fue la última. De la Cueva rememora este perverso episodio de antisemitismo para mover a la indignación por la intolerancia. Lo que resulta curioso es que denuncie el antisemistismo al presentarse ante sus ojos cuando abraza, al mismo tiempo, las ideas que atizan la cacería de los distintos; que repudie la persecusión en la universidad y no se percate de que esos odios se incubaban en el antiliberalismo que suscribió con entusiasmo. En 1934, equipado con las ideas del derecho, de la política, de la empresa y la democracia que aprendió en la Alemania hitleriana, volvió a la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Publicó entonces su manual de Derecho mexicano del trabajo, una obra que marcaría, en sus dos versiones, esa disciplina académica. El libro es una obra pionera pues aplica el rigor de un meticuloso examen jurídico a la legislación laboral mexicana. Conoció también el mundo de la judicatura desde el privilegiado mirador de la Suprema Corte de Justicia. Laboró en la Sala del Trabajo de ese tribunal y, como secretario de Estudio y Cuenta del ministro Alfredo Iñárritu, redactó el proyecto de sentencia que sirvió de base a la expropiación petrolera. 12   “Reflexiones sobre el primer Congreso Mexicano de Derecho Industrial”, texto fechado en julio-septiembre de 1934, recuperado en ibid., p. 81. 13   Id.


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En la Universidad Nacional desempeñó las responsabilidades más importantes y recibió todos los honores. Llegó a ser rector de la misma, director de su escuela de Derecho, coordinador de Humanidades bajo la rectoría de Ignacio Chávez. El claustro universitario no lo separó de la política práctica. Su sentido de responsabilidad lo llevó a colaborar con los gobiernos de López Mateos y de Díaz Ordaz como amanuense de sus iniciativas laborales. Prestó durante años su casa para las reuniones de la comisión que redactaría el anteproyecto de la Ley Federal del Trabajo. Formó parte de una generación convencida de que el servicio a México suponía servicio a su gobierno. Cuenta Jesús Reyes Heroles que en una ocasión, en 1946, recibió una propuesta del secretario del Trabajo para ocupar un cargo, el cual declinó. De la Cueva increpó de inmediato a Reyes Heroles diciéndole en broma, pero seriamente: “Ya sé que usted fuera del Gobierno gana más, pero en estos momentos la patria demanda que todos los llamados la sirvamos. Si yo fuera presidente, lo fusilaba”. Eran los años del optimismo, remata en su anécdota Reyes Heroles.14 También rechazó dos ofrecimientos para ser ministro de la Suprema Corte. Identificado plenamente con la Revolución, mantuvo con los gobiernos que se escudaban en su leyenda una relación ambigua. Su caso no es inusual. Por una parte, colaboró con ellos como experto en materia de derecho del trabajo y defendió públicamente su obra legislativa. Por otro lado, fue un crítico severo de sus lacras sociales, políticas y morales. En 1975, estando al frente de la Coordinación de Humanidades de la unam, Mario de la Cueva publicó La idea del Estado, un trabajo que resume años de exposición de las ideas políticas frente a sus alumnos de la Facultad de Derecho. No se trata, sin embargo, de un manual estrictamente didáctico; es algo más: un manifiesto de convicciones. Más que exponer el temario de la clase, sintetiza su doctrina de vida. Desde la entrada hace suya una noción marxista de lo político. La idea de la organización política como tabla del interés común es tachada como ideología. Es necesario, dice, “derrocar al fantasma”: el Estado   “Más allá del derecho para llegar al derecho”, en Testimonios sobre Mario de la Cueva, op. cit., p. 70. 14


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no es más que “una organización que ha servido y sirve a los dueños de los esclavos, a los propietarios de la tierra, a la nobleza y a la burguesía para dominar a las grandes masas humanas y explotar su trabajo”.15 La historia de las ideas políticas es, para De la Cueva, una larga sucesión de legitimaciones de la opresión. Encuentra apenas tres paréntesis de humanismo en esa larguísima reiteración de encubrimientos: el discurso democrático de Pericles, los ensayos de Rousseau y el pensamiento de Marx. Fuera de esos tres islotes, toda la historia del pensamiento político es imaginación al servicio de los tiranos. Las fuentes de De la Cueva para reconstruir la tradición política occidental son extensas y ricas. De la academia alemana abreva con gran naturalidad. Se desplaza con fruición por las minucias de sus pétreas categorías. Pero las ausencias son tan notables como las citas. Llama la atención, por ejemplo, que el gran alegato liberal de Karl Popper es ignorado del todo. No aparece en el apunte sobre la república platónica ni en la teoría hegeliana o en la revolución filosófica de Marx. Publicada en 1945 y traducida al español desde 1957, La sociedad abierta y sus enemigos es una de las reconstrucciones más poderosas y combativas de la tradición política de Occidente. Su carácter polémico la convierte en una obra imprescindible. Escribir en 1970 sobre la historia de nuestro vocabulario político ignorando la monumental aportación crítica del filósofo de la ciencia era una confesión de aislamiento que, lamentablemente, contagió a sus discípulos. La ausencia de Popper es apenas indicativa del universo con el que De la Cueva jamás hizo contacto. No hablo de la ignorancia de algún escritor exótico o la desatención de algún marginal curioso. Me refiero a la inadvertencia de aquello que fue el corazón de la crítica política del siglo xx. El profesor de Derecho del trabajo escribía en la década de 1970 como si el mundo se hubiera detenido en su Berlín de los años treinta; como si lo único que constituyera la “idea del Estado” en Occidente fuera el estante de tratados alemanes y franceses de teoría política; como si la obra de Marx hubiera sido la última palabra para fijar tal idea. Lejos de abrirle el mundo a sus estudiantes con reflexiones contemporáneas sobre lo político, 15

Mario de la Cueva, La idea del Estado, 2ª ed., unam, México, 1980, p. 19.


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repetía la cantaleta antiburguesa de entreguerras y entonaba himnos sentimentales a la bondad natural del hombre. Aun en la misma tradición germánica hay huecos gigantescos. De la Cueva no advirtió la importancia conceptual, teórica y metodológica de Max Weber y las consecuencias de su sociología del poder. No tomó nota de la denuncia gramsciana de los vacíos en la obra de Marx, ni registró la crítica de los trotsquistas a la tiranía burocrática, ni el ensayo de Raymon Aron sobre el opio de los intelectuales. No se enteró de los ensayos de Hannah Arendt y de su apuesta por lo público. La reflexión política inmediata también le pasó de noche. Parecería que De la Cueva no leyó los artículos de Jorge Cuesta, ni las novelas de José Revueltas, ni los ensayos de Octavio Paz. Y la balada de su marxismo fue tan exaltada como superficial. El suyo fue un marxismo de frases, no de ideas. La lectura de La idea del Estado es por ello incómoda, irritante incluso. Se trata del testamento de un admirado profesor de Teoría del Estado que no se enteró de la controversia del Estado en su propio tiempo. Texto demasiado vehemente para ser didáctico y demasiado rancio para afilar crítica, su libro es testimonio de un encierro profesoral. En primer lugar, su claustro cierra la puerta al orbe cultural anglosajón. Advertía Jorge Carpizo, que bien lo conoció, de la antipatía que De la Cueva sentía por la tradición política inglesa y, particularmente, la estadunidense. Su nacionalismo fue específicamente antianglosajón. Germanófilo y, en menor medida, afrancesado, De la Cueva no sentía la menor curiosidad por la tradición política británica o estadunidense. Si hay que resaltar ausencias significativas en esta exposición sobre las concepciones de lo político, debe notarse la exclusión de quienes han escrito en inglés. Aparecen, desde luego, Hobbes y Locke como claves del contractualismo. Pero la noción de una política arraigada en el tiempo, como es la de Burke o el liberalismo de aliento igualitario de John Stuart Mill, es prácticamente ignorada por De la Cueva. Quiero ser claro: no es que busque enciclopedismo en su exposición; tampoco creo que la parcialidad de su enfoque sea un defecto. Lo que me interesa señalar es que esa renuencia a comprender la tradición constitucional angloamericana refleja, en el fondo, el nervio antiinstitucionalista que recorre todo su pensamiento político. A decir verdad, el punto de partida de


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De la Cueva, su presupuesto intelectual, no es la mejor invitación al recorrido de la filosofía política. Las ideas sobre el poder y su organización, las estrategias para prevenir el abuso y la política misma pierden relevancia cuando se colocan tras los desaires economicistas del marxismo. Las simplificaciones de De la Cueva abruman. Leamos, como muestra, estas líneas en las que sintetiza la perversidad irremediable de los pensadores políticos: La doctrina de El príncipe es una repetición de la teoría calicliana del derecho del más fuerte; los Seis libros de la República, al justificar el principio de la soberanía del príncipe, conducen a la negación de la libertad del ciudadano; el Leviatán tergiversó la esencia de la naturaleza humana y pugnó por un domador para los lobos; John Locke justificó la dictadura de dos clases minoritarias sobre los sin tierra y sin riqueza […].

En unas cuantas líneas encontramos errores de peso y simplificaciones inadmisibles. Maquiavelo no imaginó jamás un poder absoluto; Bodin llegó a advertir la importancia de lo impolítico; el “domador” de Hobbes no es otra cosa que un representante, y Locke asentó la legitimidad en la alimentación de la confianza. Encapsular el riquísimo pensamiento de estos cuatro clásicos en fórmulas tan groseras es negar la sutileza del pensamiento político: reducir el Estado al monigote que oculta la dominación de los ricos. Las referencias a Rousseau son fastidiosamente empalagosas. Al pronunciar su nombre la voz del profesor se engola. Lo llama con frecuencia Juan Jacobo, prescindiendo del apellido. Es el ginebrino ilustre, el precursor del marxismo, el solitario de Ginebra, el hombre que nos legó la más bella utopía democrática de todos los tiempos. De la Cueva considera que El contrato social representa el nacimiento de la sociedad civil. Pero, ¿de qué sociedad civil estaríamos hablando si el pluralismo queda proscrito desde las cláusulas esenciales del pacto ideado por Rousseau? En la voluntad general encuentra De la Cueva el reino de la inocencia, la dulce expresión de la igualdad y la libertad. No percibe ningún asomo amenazante en esa voluntad que, por ser general, es siempre lo que debe ser. No se percata De la Cueva que la música de Rousseau vocaliza la


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soberbia de un poder infalible. En el brío de Rousseau escuchará seguramente el eco Carl Schmitt, el profesor que encontró en Berlín. Para el historiador de las ideas El contrato social es una declaración de guerra a los opresores y, por ello, un grito de libertad. Ni siquiera su rechazo a los contrapesos institucionales es considerado con recelo por De la Cueva, quien en muchos otros ensayos elogió la belleza (los piropos estéticos a las ideas son frecuentes en su prosa) de la teoría de la división de poderes de Montesquieu. Vicio profesoral, tal vez: las notas de una clase no vuelven a la clase siguiente. En el capítulo xiii de La idea del Estado De la Cueva dedica tres páginas a las revoluciones de los Estados Unidos y Francia. Casi 10 años antes Hannah Arendt había dedicado un ensayo luminoso a examinar estos sacudimientos germinales. Lo que llama la atención del enfoque del profesor de Teoría del Estado es la importancia que concede al ingrediente declarativo de esos momentos. Su reflexión se entrega a la cita y la glosa de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y la Declaración francesa de los derechos del hombre y el ciudadano de 1789. La temprana crítica de Burke muestra su pertinencia. Es un peligroso vicio de la racionalidad política el creer que la realidad se transforma por la magia de la voluntad políticamente expresada. Los derechos no se activan por haber sido declarados en un parlamento. ¿Qué utilidad tiene —preguntaba Burke —discutir el derecho abstracto de un hombre al alimento o a la medicina? La cuestión estriba en el método de procurarlos y administrarlos. En esa deliberación mi consejo será siempre que se solicite la ayuda del agricultor y el médico de preferencia al profesor de metafísica.16

Para De la Cueva los cantos metafísicos de Rousseau bastaban. Pero el laboralista no leyó a ninguno de los críticos liberales de Rousseau. No hay registro de que hubiera leído los ensayos de Isaiah Berlin que tanta controversia causaron en los círculos intelectuales europeos. En su amplia biblioteca tampoco había espacio, al parecer, para un libro como el de Jacob Talmon   Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución francesa, Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 93. 16


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sobre los orígenes de la democracia totalitaria. Aquel ensayo, publicado en Londres en 1952, estaba disponible en español desde 1956 en una traducción de Manuel Cardenal Iracheta a cargo de la editorial Aguilar. Era una propuesta para repensar nuevamente las tensiones entre el liberalismo y la democracia a partir de una crítica demoledora al esquema rousseauniano. La pócima antiliberal que De la Cueva bebió en la Alemania de los años treinta lo seguía intoxicando 40 años después. Párrafo tras párrafo describe el liberalismo como un grosero instrumento de clase: “el pensamiento de la burguesía”. Es curioso que su desprecio por la tradición jurídica del liberalismo se formulara precisamente unos años después de la represión de 1968, unos meses después del golpe chileno. Decir en el México de 1970 que las protecciones institucionales de los derechos son un instrumento de clase, que los procedimientos jurídicos son máscaras de una opresión económica, era un desatino gigantesco. Si el libro está dedicado “A los estudiantes y al pueblo de México [sic] caídos en la lucha por la libertad y la justicia el 2 de octubre de 1968 en la tumba de las tres culturas y el 10 de junio en las calles de San Cosme”, ¿no era razonable tener una lectura distinta de esos “formalismos” burgueses que habrían impedido o castigado la represión? ¿Era irrelevante la subordinación del poder judicial a la Presidencia? ¿Era trivial la ausencia de espacios para la crítica pública? ¿Tenía marca de clase la ausencia de un régimen de derecho en el autoritarismo? Mario de la Cueva no se hacía esas preguntas. El profesor pudo haber querido trasmitir en La idea del Estado una crítica que desmitificara un poder opresivo, pero lo que entregó a sus alumnos fueron simplificaciones emocionales cargadas de adjetivos y signos de admiración. Su himno a Marx es notablemente dependiente de la exégesis soviética. De las ricas discusiones dentro de la propia órbita marxista opta por la lectura del régimen. Citando a la Academia de Ciencias de la URSS, llega a celebrar el realismo socialista de la Unión Soviética como una forma superior del arte. “La gran revolución estética de la humanidad”, la llama De la Cueva. Lo dice, vale insistir, ¡en 1970! El profesor de la Facultad de Derecho de la unam no se percató de los costos de esa revolución. Este hombre de magnífica biblioteca fue capaz de ignorar las consecuencias de esa dictadura estética que declaró la guerra a los creadores


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que se apartaran de la línea del partido y siguió cantando loas al realismo socialista mediante citas de los comisarios soviéticos. Parásitos de la sociedad clasista son, a su juicio, los artistas que no acatan el mandato de la historia. Vale citar al profesor mexicano: Nos parece también que después del derrumbe del sistema capitalista, en la etapa de la dictadura del proletariado y en tanto se destruyen los vestigios del capitalismo y se vive la primera fase de la organización socialista de la nación, se justifica el sometimiento del arte a los fines que se persiguen.17

Pero, ¿cuál es la idea del Estado que De la Cueva esculpe al final de su recorrido? ¿Qué es esa entidad política que examina mediante el estudio de los clásicos y de algunos profesores hoy justamente olvidados? El Estado es un instrumento de opresión del que podremos liberarnos tras el estallido. Es claro que esta concepción absorbe la postura antipolítica del marxismo y que por ello mismo carga su prejuicio antiinstitucional. ¿Cómo puede interpretarse sino en esos términos la desatención de De la Cueva a la compleja ingeniería política de Benjamin Constant o al detalle de la configuración de competencias de los federalistas? El Estado que De la Cueva modela traza la impotencia de la norma para domesticar al poder. Su visión de la política desbarata a la Constitución: un acto de voluntad, antes que una norma. Ni máquina de equilibrios, ni regla que trace los contornos de la legalidad. El profesor declaró la “repugnancia” que sentía —ése es el calificativo que emplea— por el formalismo de las ciencias del derecho y del Estado. La teoría pura del derecho, dijo, es una “fuga ante la vida”. Si hay un embrujo en la obra política de Mario de la Cueva es un concepto al que dedicó muchas clases en la Facultad de Derecho, largos párrafos en sus libros de teoría política, extensos comentarios en sus apuntes de historia constitucional. Una idea que lo cautivó obsesivamente: la soberanía. Le parecía una idea gloriosa, bellísima y potente. Esa noción que era para Benjamin Constant el enemigo insuperable del constitucionalismo, era para De la Cueva la energía vital de los pueblos, la marcha de la historia sobre la Tierra. Cada idea, cada pensador   Mario de la Cueva, La idea del Estado, op. cit., p. 346.

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y cada propuesta tendrían que medirse con el rasero de la soberanía popular como la definió Rousseau. ¿Anticipó Aristóteles las ideas del ginebrino? ¿Se apartó la asamblea de Cádiz de El contrato social? ¿Leyó Morelos correctamente sus páginas? Cuando la palabra soberanía aparece en sus textos, las sílabas se hinchan de emoción. Una “noción sublime”, llega a decir. Un concepto cuya definición no puede ser más que “obra de titanes”.18 Concepto político de maravilloso contenido jurídico. En su prólogo al estudio de Hermann Heller sobre la soberanía afirma que la historia de ese concepto es “una de las más extraordinarias aventuras de la vida y del pensamiento del hombre y de los pueblos por conquistar su libertad y hacerse dueños de sus destinos”. De esta forma, la filosofía política es concebida como el camino que desemboca en un solo concepto. La corona del pensamiento es el maridaje del poder absoluto con el pueblo. La historia de México será una aventura para proclamar ese concepto en ley y, así, vivirlo. Ya en sus 50 años, Mario de la Cueva le contó a Jesús Reyes Heroles, quien publicaba entonces su trabajo sobre el liberalismo mexicano, su intención de acercarse al pasado mexicano. “Voy a estudiar en serio la historia de México”, le dijo. En los años siguientes publicaría importantes estudios de historia constitucional que ofrecen otra clave para comprender su idea de la organización institucional del país. Los textos que escribe sobre la evolución constitucional de México son esencialmente conmemorativos. Discursos para festejar la Constitución como un modo de afirmación patriótica. A los 100 años de la Constitución de 1857 publicó un largo ensayo que pinta el documento como una victoria del pueblo de México. A los 50 años de la Revolución maderista publicó otro trabajo para elogiar a la Constitución de 1917 como la “culminación de un drama histórico”. El abogado entiende la historia como alabanza del pasado, como el veredicto que condena y salva, como la gran maestra de la virtud cívica. El trabajo que De la Cueva publicó en 1957 para celebrar la carta del medio siglo es un pequeño libro que expone de la   “La Constitución de 5 de febrero de 1857”, en El humanismo jurídico de Mario de la Cueva, op. cit., p. 271. 18


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manera más acabada su idea de la historia constitucional mexicana. Es, en realidad, una larga pieza oratoria que canta a la liberación de México a través del patriotismo de las declaraciones. Su prosa es repetitiva y acaramelada. Las frases hechas la atraviesan constantemente. La del autor es una sensibilidad que se conmueve constantemente con párrafos imperecederos, figuras excelsas, bellísimos pasajes o leyes de hondo sentido humano. Quien busque en estas páginas una reflexión sobre el diseño de las instituciones políticas a lo largo del tiempo, los ensayos de la imaginación política y sus efectos prácticos, o el retrato de un país que debate sobre la organización de su política terminará la lectura con las manos vacías. No es ése el propósito de su estudio. Su ánimo es pintar el mural de la historia constitucional mexicana para trazar las escenas. Hablo de muralismo constitucional, porque sus frescos son tan maniqueos, tan caricaturescos, como los que pintó Diego Rivera. Su estampa de los conservadores es tan grotesca como las figuras sifilíticas y contrahechas de los traidores pintados en el Palacio Nacional. Los enemigos del pueblo retratados como monstruos deformes y repugnantes. Y, frente a ellos, los héroes del constitucionalismo patrio. La historia se pinta en dos muros: uno es colorido, el otro lúgubre. Los liberales de 1857 hundían sus raíces en la sociedad. Los conservadores eran embajadores del pasado. Nada bueno podría emerger de sus propuestas. Siguiendo la leyenda negra, las leyes centralistas son tachadas como abominables ocurrencias que no tenían la menor posibilidad de arraigar en el suelo mexicano. La historia reverencial de nuestras constituciones que emprende Mario de la Cueva es una pieza ejemplar de la historia de bronce, descrita por Luis González como la historia que recoge los acontecimientos que suelen celebrarse en fiestas patrias, en el culto religioso, y en el seno de las instituciones; se ocupa de hombres de estatura extraordinaria (gobernantes, santos, sabios y caudillos); presenta los hechos desligados de causas, como simples monumentos dignos de imitación.19   Luis González y González, “De la múltiple utilización de la historia”, Todo es historia, Cal y Arena, México, 1989, p. 20. 19


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De la Cueva quiere aleccionar a sus alumnos sobre la ejemplaridad del constitucionalismo patrio. La pedagogía del muralista enlaza los tiempos de la historia para imponerles una sorprendente coherencia. José María Morelos, por ejemplo, es el humanista sensible que, gracias a su amor por el pueblo y su educación, logró escribir el primer boceto de la Constitución de 1917. La Ley de Apatzingán le parece, por ello, un “milagro”. Las constituciones dignas de respeto son bosquejos de esa culminación histórica que para De la Cueva es la de 1917. Nuestras tres constituciones —1824, 1857 y 1917— se mantienen dentro del cuadro de la dialéctica hegeliana: son tres peldaños en la marcha del pueblo y de sus ideas, constituyendo otros tantos ensayos de síntesis histórica, de soluciones parciales a los grandes problemas nacionales; cada una se esforzó en dar satisfacción a las necesidades de su tiempo, pero todas estuvieron limitadas por los factores reales de poder que han estorbado y continúan estorbando el progreso y la elevación de los niveles de vida de la población mexicana.

La Independencia, la Revolución liberal y la Revolución de 1910 han producido una Carta en la que se expresan sus ideales. Las tres constituciones, afirma De la Cueva, “integran unidad y continuidad históricas. Todas ellas son hijas de los mismos ideales”.20 Vale detenerse en este argumento. En México no han surgido en realidad distintas posibilidades constitucionales de ser, como argumentó brillantemente Edmundo O’Gorman en diversos trabajos. El país tuvo desde su nacimiento un solo destino constitucional auténtico que, por lo demás, ha sido ya revelado: la Constitución social de 1917. El tiempo esculpe a la Constitución mexicana en etapas que son, cada una, superación y perfeccionamiento de la previa. No es inocente esta lectura operática de la historia constitucional mexicana que prepara la tensión para culiminar con regocijo de una última escena grandiosa. Como ha dicho José Ramón Cossío, esta apreciación del pasado produce   “La Constitución política”, en El humanismo jurídico de Mario de la Cueva, op. cit., pp. 360 y 361. 20


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descripciones muy vagas de las normas jurídicas […] o la estimación del derecho como parte de un bloque o etapa dentro de la “dialéctica nacional”. La historia del derecho desde esta perspectiva [es] una construcción elaborada a partir de un punto final cierto y predeterminado: la preparación de la etapa superior que se vivía.21

Se trata también de una lectura de leyes estancadas en su texto. Las constituciones aparecen como documentos congelados en su propia proclamación y no como normas abiertas al debate de la interpretación o como máquinas de un experimento de gobierno. De la Constitución de 1824, por ejemplo, no advertimos el efecto político de sus disposiciones, las consecuencias de su filosofía federalista, ni el impacto de su lectura de Benjamin Constant. No se estudia a la Constitución de 1857 ni a través de su rica lectura judicial. Ésa es la marca que más sorprende de la reconstrucción constitucional de De la Cueva: su antiinstitucionalismo. Por decirlo de alguna manera, un recuento de la historia constitucional que le da la espalda a la constitucionalidad. Se trata de un doble desaire: el primero, a la mecánica de las instituciones; el segundo, a la posibilidad normativa. La historia de las constituciones mexicanas no es, para De la Cueva, la historia de las reglas y sus vicisitudes, sino la epopeya de las declaraciones políticas. Embrujado por la teología de la soberanía popular, entiende que la prueba definitiva de cualquier constitución es, precisamente, la definición del poder absoluto. Más aún, el centro de su atención se encuentra en la expresión de los motivos constitucionales más que en la configuración concreta de la norma, en la disposición efectiva de los órganos del poder. Antes que un historiador constitucional, De la Cueva es —cosa muy distinta— un historiador de los debates constituyentes. No vemos en su recuento la lógica de la colaboración y el conflicto entre las instituciones políticas; no advertimos la prescipción concreta de los derechos. Por eso lo importante de la Constitución de 1857 no es tanto su estructura normativa o ingenieril, sino el trazo de sus   José Ramón Cossío Díaz, Cambio social y cambio jurídico, Ángel Porrúa, México, 2008, pp. 106 y 107. 21

itam / Miguel


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propósitos. A diferencia de Cosío Villegas, que salió en defensa de la Constitución contra la crítica de Rabasa por los efectos políticos de su trazo, por la sensatez de sus mecanismos liberales, De la Cueva elogia una Constitución aspiracional. Así lo proclama De la Cueva: “cumplió una misión más alta que ser simple derecho positivo: fue el ideal de vida política del hombre mexicano”.22 Las palabras anteriores no son paráfrasis, son la conclusión del abogado en su homenaje. La Constitución no vale en tanto norma, sino porque inspira. Mario de la Cueva no llegó a publicar el libro de derecho constitucional que quiso escribir. Cuando empezó a escribirlo, la política lo distrajo de sus notas. En 1960, cuando trazaba el esquema de su libro, el presidente López Mateos lo convocó para redactar la nueva Ley del Trabajo. La redacción de la ley, primero, y la elaboración de su doctrina, después, lo concentraron en la materia laboral. Había que hacer la ley, explicarla, defenderla. Tras la publicación de los dos tomos de su Nuevo derecho mexicano del trabajo se dedicó a su Idea del Estado. En 1969 le escribía a Jorge Carpizo: “Estuve hace unos días en una imprenta, y calculando las cuartillas que aún me faltan por escribir, creo que publicaré un libro de unas seiscientas páginas: Teoría del derecho constitucional”.23 No llegó a completarlo, pero, de manera póstuma, se publicó con el título de Teoría de la Constitución. El trabajo es una característica obra de pedagogía jurídica: una exposición de categorías y distinciones académicas cargadas de citas. Se presentan las doctrinas opuestas, se contrastan sus argumentos y se expone, finalmente, la tesis del profesor. Un fichero que cataloga autores, libros e ideas. Un archivo cargado de lecturas. El didactismo, sin embargo, no oculta la batalla intelectual con la que el profesor está comprometido. A lo largo de todos los capítulos de este compendio De la Cueva lanza dardos contra el “padecimiento” de la ciencia del derecho: el formalismo. En la Constitución se instalan los “principios políticos y jurídicos fundamentales, aquellos que enunció   “La Constitución de 5 de febrero de 1857”, en El humanismo jurídico de Mario de la Cueva, op. cit., p. 315. 23   Jorge Carpizo, “Prólogo”, en Mario de la Cueva, Teoría de la Constitución, Porrúa, México, 1982, p. x. 22


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el pueblo en ejercicio de su soberanía”.24 El concepto mismo de Constitución es difuso en el trabajo de De la Cueva. Curiosamente, en una obra dedicada a teorizarla no se esfuerza por conceptualizarla con precisión. Las lecciones abordan la distinción entre derecho público y privado; cuestiones de interpretación constitucional, jerarquía de normas, pero, en específico, la noción clave: Constitución. Por ello a lo largo del trabajo el maestro se columpia entre citas y referencias a la idea constitucional que son muchas veces incoherentes o, incluso, incompatibles. Si en un párrafo respalda la idea de la Constitución como la garantía de los derechos y la conformación de los contrapoderes, en otro habla de la misma como un acto de voluntad del soberano. En ocasiones acepta la fórmula marxista que reduce lo legal a la categoría de epifenómeno, y en otras abraza la fraseología de los límites liberales. No es fácil comprender la idea que de la Constitución tiene el profesor De la Cueva, pues se trata de un platillo en el que se mezclan la sopa y el postre. Todos los autores que aparecen en su archivero se reconcilian felizmente en la mezcolanza. La magia del profesor todo lo puede: Kelsen y Schmitt, Lassalle y Marx, se abrazan. Ningún alumno, al parecer, levantó la mano en clase para pedir una explicación. En el apartado en el que conecta esa noción con la idea de revolución y de soberanía, expone con la grandilocuencia que conocemos. La cita que transcribo a continuación es elocuente: La concepción social y política de la Constitución está integrada por una pléyade de pensamientos de muchos autores, divergentes en varios aspectos, pero unidos en un propósito común, que consiste en fusionar lo que hay de valioso en las tendencias que acabamos de analizar; en su conjunto, constituyen la única postura que permite una explicación filosófica y científica total del fenómeno jurídico; para esta constelación de autores y doctrinas, la Constitución y el derecho son la expresión normativa de aquella parte de la vida humana que se dirige a la consumación de una convivencia social armónica y justa, o expresado con otras palabras: la Constitución y el derecho norman la conducta del hombre para la vigencia de la justicia en la vida social; en consecuencia, la   Mario de la Cueva, Teoría de la Constitución, op. cit., p. 112.

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Constitución, concebida como los principios fundamentales del derecho y la organización de su efectividad, se compone de dos elementos inseparables, ninguno de los cuales puede faltar: uno es la vida humana y social, las realidades que se dan en cada comunidad, esto es, la manera como actúan los hombres en sus relaciones con los demás y las reacciones de la sociedad hacia los hombres como dirían los positivistas: el mundo real, la vida social tal como se ofrece a nosotros; el otro elemento es la justicia como valor social y humano, como aspiración de todos los hombres hacia un mundo de libertad e igualdad, en el que todos sean personas, como el ideal de convivencia que se quiere alcanzar, o como dirían los teóricos del derecho natural: las normas o los principios éticos ideales que constituyen el destino del hombre en sociedad, independientemente de la concepción filosófica que de ellos se tenga, ya como los mandamientos de una divinidad, o como las normas postuladas por una razón universal, que lo es por ser común a todos los hombres, o bien como el estilo de vida forjado por los hombres en la sucesión de sus generaciones, una creación cultural del hombre que aspira, a la vez que a la eternidad, a su adaptación constante a las circunstancias de cada época y de cada pueblo: realidad e idea, tales son los elementos que sirven al derecho como ordenamiento de la conducta social de los hombres.25

Toda idea cabe en la caja constitucional si apunta a la justicia: la perspectiva sociológica y la institucional, la normativa y la decisionista, la liberal y la fascista. Ésa es la maraña conceptual que comunica. Si habla en nombre de la justicia, entra al estuche de lo constitucional. La Constitución, dice después del párrafo asfixiante que acabo de transcribir, “sería la norma que expresa la relación fundamental entre la conducta humana y la justicia”.26 A finales de los años setenta llegó a la conclusión de que la obra constitucional requería un nuevo capítulo. La Constitución de 1917 había dejado de ser un vehículo justiciero. Después de haber celebrado a la Ley de Querétaro como culminación de la epopeya de la nacionalidad, creyó que era momento para enterrarla.   Ibid., pp. 246 y 247.   Ibid., p. 247.

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Es llegado el tiempo de afirmar que la Constitución, la primera y más adelantada de la segunda década del siglo, se ha convertido en el correr de los años en el baluarte de la burguesía; y lo que es aún más grave: ha devenido, en labios de los poseedores del poder, en estatuto inmutable, cerrado a la historia y a las nuevas exigencias de los pueblos.27

No elaboró un plan de Carta sustituta. El contenido, tal vez, era lo de menos. Lo importante era el gesto.

BIBLIOGRAFÍA Burke, Edmund, Reflexiones sobre la Revolución francesa, Alianza Editorial, Madrid, 2003. Carpizo, Jorge, “Prólogo”, en Mario de la Cueva, Teoría de la Constitución, Porrúa, México, 1982. Cossío Díaz, José Ramón, Cambio social y cambio jurídico, itam / Miguel Ángel Porrúa, México, 2008. Cueva, Mario de la, La idea del Estado, 2ª ed., unam, México, 1980. , Antología periodística, Fernando Serrano Migallón (comp.), Porrúa / Facultad de Derecho-unam, México, 2007. , Teoría de la Constitución, Porrúa, México, 1982. Fuentes, Carlos, “Mario de la Cueva”, Testimonios sobre Mario de la Cueva, Porrúa / unam, México, 1982. González Pedrero, Enrique, “Evocación del maestro De la Cueva”, en Testimonios sobre Mario de la Cueva, Porrúa / unam, México, 1982. González y González, Luis, Todo es historia, Cal y Arena, México, 1989. Izquierdo y de la Cueva, Ana Luisa (comp.), El humanismo jurídico de Mario de la Cueva (antología), fce, México, 1994. Wimer, Javier, “Evocación y crónica”, en Testimonios sobre Mario de la Cueva, Porrúa / unam, México, 1982. Zaid, Gabriel, Daniel Cosío Villegas: imprenta y vida pública, fce, México, 1985. , De los libros al poder, Grijalbo, México, 1988. Zertuche Muñoz, Fernando, “Hacia la justicia social”, en Testimonios sobre Mario de la Cueva, Porrúa / unam, México, 1982.   Citado por Fernando Zertuche Muñoz, “Hacia la justicia social”, en Testimonios sobre Mario de la Cueva, op. cit., p. 149. 27


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