Javier Sicilia POR UN INMENSO AMOR A MI HIJO o Somos hombres y mujeres sagrados
Javier Sicilia es poeta y en abril de 2011, tras el asesinato de su hijo Juanelo y las seis personas que murieron con él, hizo un llamado a la sociedad mexicana a manifestarse en contra de la violencia de los grupos criminales y de los cuerpos de seguridad del Estado mexicano. El éxito masivo de aquella convocatoria desembocó en una marcha por la paz que salió de Morelos el 5 de mayo y llegó al Zócalo capitalino el día 8, tras una caminata de tres días. En el Zócalo esperaban a los integrantes del recién formado Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad miles de personas. El 6 de mayo de 2011 aquella primera marcha se replicó en muchas ciudades de México y del extranjero. El 10 de junio el Movimiento firmó un Pacto Nacional en Ciudad Juárez, como conclusión de una nueva movilización a la que se llamó La Primera Marcha del Consuelo. Y el 23 de junio se celebró el Diálogo por la Paz en el Castillo de Chapultepec de la ciudad de México. Desde entonces, el Movimiento ha organizado muchas otras marchas y ha cruzado la frontera para manifestarse en Estados Unidos. Y a pesar de las críticas y el cansancio, fue el colectivo que logró movilizar y visibilizar de una manera más compacta y contundente el dolor de las víctimas de México.
¿Por qué decidiste hacer ese acto tan increíblemente generoso y empático de convertir tu luto en un luto nacional? Primero, por un inmenso amor a mi hijo y a mi familia. Yo no podía quedarme con una afrenta de esta naturaleza, no podía dejar que mi hijo y los muchachos que murieron con él18 se volvieran parte de esa imbecilidad de ser baja colateral o de “algo habrán hecho”. Tenía que dignificar su memoria y la de los
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muchachos, enfrentar a partir de eso al Estado y a los criminales con su propia barbarie, con su propia estupidez. Yo no sabía, como muchos, de qué tamaño era el problema, pero al responder así a la afrenta empezaron a emerger las voces y los rostros de las víctimas tanto tiempo negadas y criminalizadas. Entonces decidimos abrir el espacio, dejar que ellas hablaran y decir que eso tenía que cambiar. No podíamos seguir soportando y asumiendo inhumanamente esta afrenta nacional. Fue un profundo amor por los muchachos y por el país. ¿Ahora eres consciente de la magnitud de la tragedia que ha sesgado a México? Sí, y la vivo con un profundo dolor y un profundo terror. Porque, a pesar de todo lo que hemos hecho con las víctimas y con las organizaciones, que ha sido mucho, a pesar de la visibilización, a pesar de haber trazado rutas de justicia y de paz, a pesar de la aprobación de la Ley General de Víctimas, parece que se ha logrado muy poco. La barbarie sigue, con el agravante de que, a diferencia de la administración anterior, que las criminalizó, la nueva administración olvidó a las víctimas y ha querido enterrarlas en ese olvido, que es una metáfora de la fosa común. Para esta nueva administración, haber reconocido a las víctimas y promulgado la Ley [General de Víctimas, aprobada por el gobierno de Enrique Peña Nieto para, según esto, agilizar los trámites a los afectados y sus familiares, crear nuevas instancias y mecanismos para que las víctimas puedan pedir justicia al menor costo posible, crear una Comisión Ejecutiva de Atención de Víctimas, un registro nacional y un fondo económico para procurar ayuda a las víctimas y sus familias en la tramitación de diversas diligencias así como en la reparación del daño] significa haber resuelto el problema. Cuando la realidad es que las víctimas se siguen acumulando con el mínimo de justicia. De todas formas consiguieron mucho. Pues sí y no. Logramos visibilizar a las víctimas, logramos poner en el centro de la conciencia nacional la tragedia humanitaria y la emergencia que tiene el país, logramos la Ley de Víctimas, pero logramos muy poca justicia, nada de paz y que la nueva administración intente de nuevo invisibilizar a las víctimas. Aunque no lo logrará. Pudieron contar fuera de México qué está ocurriendo y eso fue importante. ¿Cómo lo cuentas afuera? ¿Utilizas la palabra guerra? Sí, así es, hay una guerra aunque el gobierno la quiera negar. Hay, y eso lo hemos dicho en Estados Unidos y a la prensa extranjera que nos ha entrevistado,
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un ejército en las calles, tenemos casi 100 mil muertos, 30 mil desaparecidos. Eso, le guste o no al gobierno, es una guerra. El propio Felipe Calderón la nombró así cuando al inicio de su mandato la desata: “Una guerra contra los narcotraficantes”. Una de las guerras, por otro lado, más estúpidas que conozco, porque tiene su origen en la política prohibicionista de la droga de Estados Unidos. Comenzó en la década de los setenta con Nixon, que declara una guerra mundial contra las drogas —una sustancia que ha acompañado siempre a la humanidad, una sustancia tan tóxica, si se usa mal, como la droga legal que se vende controlada en las farmacias, el alcohol u otras sustancias legales, una sustancia que tiene que ver con la salud pública y las libertades, y no con la seguridad nacional—, y continúa como una política de Estado en las siguientes administraciones: viene aparejada de la liberación de las armas, que en Estados Unidos se venden como dulces, y culmina, después del Plan Colombia [que fue un plan binacional firmado en 1999 por Andrés Pastrana y Bill Clinton para terminar con el conflicto armado en Colombia, regenerar el tejido social y económico, y crear una política antidrogas], con el decreto de guerra de Calderón, el Plan Mérida [un tratado entre México, Estados Unidos y Centroamérica para combatir el narcotráfico y el crimen organizado que fue activado por George Bush en 2008] y la espantosa corrupción del Estado mexicano. Me decía Teresa Sordo que hay algo hermoso que podemos rescatar de lo ocurrido, y es cuántos de nosotros no nos hemos acostumbrado a la tragedia, que nunca deja de sorprendernos ni de dolernos. Nunca dejamos de reaccionar. Aunque hay también una parte de la población que no reacciona. Hay quien dice que algunos ya se acostumbraron, ¿tú qué crees? Yo creo que hay una gran reserva moral en el país y que la expresamos nosotros, desde muchas organizaciones distintas. El Movimiento fue una gran coalición de organizaciones que ya venían trabajando, más otras que se solidarizaron porque se daban cuenta de la tragedia humanitaria del país aunque no estuviera en sus agendas. En esa coalición se unió la reserva moral del país. ¡Y es grande! Aunque de repente se fracturó, como sucede extrañamente en este país. México tiene una capacidad organizativa magnífica, lo vimos con los zapatistas, en los sismos del 85 o con el #Yosoy132, pero, de repente, también tiene una gran capacidad de aflojar y de dispersarse. ¿Por qué? A veces creo que pierden de vista la fuerza que representan democráticamente. Yo siempre he visto en estas movilizaciones el signo inequívoco de lo que es
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una democracia: el poder de la gente y de su capacidad organizativa por encima de las instituciones. Sin embargo, creo que la mayor parte de la gente no alcanza a verlo. Cuando me dicen: “ Ustedes hicieron una cosa inmensa, visibilizaron a las víctimas, sentaron a los gobiernos y a los poderes de cara a la nación”, siempre respondo: “¡No los sentamos nosotros, fue la nación entera!”. Si yo hubiera llegado a la ciudad de México con mi bandera y las 200 gentes que salimos de Cuernavaca, no habríamos pasado de ser una anécdota más de las mil que hay en México. Pero cuando llegamos el 8 de mayo al Zócalo capitalino y nos estaba recibiendo una buena parte de la nación —porque allí estaban la izquierda, la derecha, los empresarios, los zapatistas, los migrantes, los religiosos, los intelectuales, los artistas y los medios de comunicación—, lo que estaba era la fuerza democrática del país ejerciendo su poder. Eso hizo temer al gobierno y por eso se dieron los diálogos, el gobierno los pidió. Nosotros, simplemente, con el respaldo de la indignación ciudadana y de las víctimas visibilizadas, marcamos las condiciones de ese diálogo. Y en ese momento se estaba ejerciendo la democracia, como cuando los zapatistas salieron y fueron respaldados por un montón de gente de muchas organizaciones. En ese entonces íbamos bien con los Acuerdos de San Andrés, íbamos bien con el reconocimiento de los pueblos indígenas… hasta que de repente la fuerza moral se dispersó. Cuando eso sucede se pierde la verdadera democracia, y el gobierno y el Estado, en su pudrimiento, vuelven a articularse para mal. Vuelven a olvidar, vuelven a borrar y vuelven a traicionar. Pero nosotros seguimos reaccionando, ¿no? Seguimos reaccionando, evidentemente, pero ahora de manera dispersa. Ojalá pudiéramos reaccionar de nuevo con grandes movilizaciones centradas sobre una agenda muy específica. Ésa, desde mi punto de vista, es la única salida: grandes movilizaciones con una agenda común y específica en favor de la paz y de la justicia. Tenemos que encontrar la manera de vincular. Para mí ése es el gran tema. Sobre todo en un momento tan trágico como el que estamos viviendo. Yo creo que se logrará centrándonos sobre los temas específicos, dejando a un lado las agendas particulares y las disputas por los liderazgos. Ese egoísmo, esa banalidad, nos ha hecho siempre demasiado daño. Edgardo Buscaglia, por ejemplo, un hombre al que admiro, respeto y leo como uno de los maestros en este tema, no dejó, mientras el Movimiento estaba en
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su momento más álgido, de golpearnos en los medios. Nadie, sobre todo en estos asuntos que cuestan innumerables vidas, posee el monopolio de la verdad ni de la moral. Todo cuenta y todo debe sumar. Se trata de la dignidad, de la vida humana y de la vida política. Cuando eso está en juego, las disputas públicas por los liderazgos sólo contribuyen a la violencia, la división y el desastre que se quiere detener. Es el diálogo profundo y la solidaridad con la causa lo que reorienta y va conformando esa unidad nacional que tanto necesitamos. ¿Debemos encontrar qué nos une? Exacto, qué nos une, independientemente de que lo haríamos de distinta manera. Si se encontró una forma, como fue el caso del Movimiento, pues sostengámoslo aunque uno piense que lo haría de distinta forma. Cuando nos decían: “Es que deberían hacerlo así o asado”, yo respondía: “Háganlo entonces o apóyennos, porque nosotros estamos haciendo lo que debemos hacer”. ¿Hubo un momento en que al Movimiento se le atacó? Sí, tanto del lado de la derecha como de sectores de la izquierda espantosamente ideologizados. Los ideologizados no piensan, no inventan, no acompañan, sino que reaccionan a partir de dogmas. Una de sus molestias, además de una negación absoluta a cualquier tipo de diálogo con el poder que no sea el de ellos —lo que habla de su incapacidad democrática—, era que muchas decisiones no se tomaban en asamblea. Nos acusaban —y ésa es la paranoia de la intoxicación igualitarista— de verticales. Yo les decía entonces: “Si no confían en quienes llevamos la representación, están jodidos. Si no les gusta la mía, díganme y me voy. Yo no estoy aquí por ninguna búsqueda de poder. Estoy aquí contra mí mismo y no me voy a perder en asambleísmos que no conducen más que al fracaso”. Es una vieja lección de la historia que los ideologizados no miran. Hubieran sido una maquinaria muy lenta. Sí, una maquinaria lenta que, por lo mismo, termina siempre en el fracaso absoluto. Esos mismos, como te digo, se negaban también al diálogo. El diálogo, uno de los grandes logros de Occidente, un valor que se exalta, que ellos mismos dicen también defender, era denostado en el momento mismo que iba a ejercerse. Se los dije cuando me lo reclamaron. Les dije: “A mí, que soy un anarquista, tampoco me gusta dialogar con el poder. Sé que tarde o temprano
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termina por traicionar. Sin embargo, nosotros traemos víctimas y su drama, su horror, es responsabilidad del Estado. Así que, les guste o no, vamos a ir al diálogo”. Y ésta es la urgencia antes que nada. ¡Antes que nada! Hablando con Buscaglia, me dijo: “Yo creo que el camino es el que hicieron ellos, porque se sentaron y hablaron, cosa que mucha gente no está dispuesta a hacer”. Y, por supuesto, si eso puede permitir encontrar aunque sea a un desaparecido: ¿dónde hay que sentarse? ¡Nos sentamos! Así es, y me habría encantado habérselo escuchado yo mismo a Buscaglia. Creo también que a partir de esos diálogos, en el sentido que él lo dice, algo se logró. Ahorita hablaba con Elena García, que está encargada de Províctima, una instancia nacida de la lucha del Movimiento [convertida por decreto en “Comisión Ejecutiva”] que pasará a formar parte del Sistema Nacional de Víctimas. Elena, que ha sido una gente muy activa en el Movimiento, me decía que desde que está ahí han encontrado casi 300 desaparecidos, 80 de ellos muertos. Y eso es importante. De otra manera no habría sucedido. La urgencia es salvar vidas, encontrar desaparecidos y dar un poco de esperanza a la gente. Pero hay cosas que sólo el Estado puede hacer, y hay que obligarlo a asumir su responsabilidad porque la justicia, la paz y la seguridad de sus ciudadanos son su única razón de ser. Y uno de sus deberes. Exacto, uno de sus deberes. Un Estado que no puede hacer justicia y dar paz a sus ciudadanos, puede ser cualquier cosa menos un Estado. Debe de ser muy impresionante y descorazonador que tu país te trate así. Muy triste… A mí me inquieta mucho una figura del derecho arcaico romano que se llama el “hombre sagrado”. Sobre él, Giorgio Agamben, un gran pensador y crítico del poder, ha escrito una obra monumental: Homo sacer [PreTextos, Valencia, España, 1998]. Pues bien, el “hombre sagrado” era un ser al que el Estado reconocía para inmediatamente excluirlo. Su sacralidad era negativa. Lo podían matar, torturar o mutilar, y el Estado no haría nada por él. Y en ese Estado de excepcionalidad es en el que ahora vivimos todos los mexicanos. Somos hombres y mujeres sagrados. El Estado nos reconoce pero a la
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vez nos excluye, y entonces cualquiera puede secuestrarnos, torturarnos, destazarnos, asesinarnos, tirarnos como una bolsa de basura o hacernos desaparecer de la faz de la tierra sin que el Estado haga nada —o haga muy poco— por nosotros. Ésa es la realidad del México de hoy, una realidad más terrible que la del derecho arcaico romano, porque ahora los hombres sagrados somos todos, y esa sacralidad negativa se ejerce sobre un decorado que antes no existía: el de los derechos humanos. Si en el derecho arcaico romano la excepción era el “hombre sagrado”, en el México de hoy la excepción son aquellos pocos frente a los cuales el Estado, por miedo, reacciona, como en mi caso. Se suele decir que hay víctimas de primera, que son a las que les hacen más caso. Y lamento preguntarte esto, pero a ti te han hecho más caso que a otras víctimas. ¿Has estado más acompañado? Sí, son las excepciones de las que te hablo. El Estado es terriblemente parcial y excluyente. Y hay quienes adquieren una visibilidad que los coloca delante de sus omisiones y contradicciones. Mi caso, el de mi Juanelo, generó una indignación que movió a muchos gremios: organizaciones sociales, escritores, periodistas, intelectuales, amigos que empezaron a organizarse y a salir protestar. Cuando eso sucede y todos los sectores empiezan a reaccionar, el Estado se alarma. Su primera respuesta —que pone mucho más en evidencia sus omisiones— es buscar despresurizar: “Solucionemos el caso y despresuricemos la movilización o la presión”, como sucedió con los casos de Martí19 o de Wallace.20 Tras la solución de sus casos, ellos ya no tomaron el camino de las otras víctimas y su protesta se despresurizó. ¿Y tú dudaste? No. Yo les dije a las autoridades: “El asunto de mi hijo Juanelo lo van a resolver, eso no está en discusión, pero así como van a resolverlo, van a resolver el de todos”. Y comenzamos a recorrer el país, a visibilizar a las víctimas negadas y criminalizadas y a proponer una ruta de justicia y de paz, que está en los seis puntos que leímos el 8 de mayo de 2011 en el Zócalo de la ciudad de México. Hay muchos mexicanos que viven como si todo esto no estuviera pasando. ¿Qué les dices? A mucha gente —a eso nos ha llevado el individualismo de las sociedades modernas— le aterra salir de su estado de confort. Piensan que las desgracias siempre les suceden a los otros. Olvidan que si no actúan un día también les llegará. Y olvidan también que el daño a un solo individuo es un daño a la
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humanidad entera. Nosotros insistimos en ello y constantemente, apoyándonos siempre en la poesía, citábamos esos versos que se le atribuyen a Bertolt Brecht aunque en realidad son del pastor Niemöller, uno de los grandes resistentes contra la Alemania nazi: “Un día vinieron por los judíos y no dije nada, un día vinieron por los negros y no dije nada, vinieron un día por los obreros y no dije nada, un día vinieron por mí y no había nadie que pudiera defenderme”. Pero una parte de la gente no quiere entender la verdad que hay en esas palabras. En México incluso a quienes no han volteado a ver a las víctimas, si les llega la violencia, las víctimas los reciben con generosidad y con afecto. Nunca han dejado de ayudar a nadie, son una lección constante de dignidad y de compasión. Si a alguna de esas personas que no ha volteado a ver hoy le ocurriera algo, ¿lo acogerían igual? Absolutamente, es lo que hemos hecho, es lo que incluso ha hecho gente, como tú, que no son víctimas, pero que han mostrado una inmensa solidaridad. En el fondo, las víctimas salimos a la calle por quienes no han sido todavía víctimas. A nosotros nadie nos devolverá a nuestros hijos. Quizás a algunos, así lo esperamos, pero no a la mayoría de nosotros, porque nuestros hijos están muertos, asesinados, desaparecidos en ácido. Pero no queremos que otros sufran lo que nosotros. Debe de ser muy triste vivir así, amputado. Sin empatía hacia lo que ocurre. Es muy triste, pero evidentemente este tipo de sistemas, que basan todo en el dinero, el consumo y la exclusión, generan eso. Amputan la imaginación y a fuerza de horror inhiben las reacciones saludables. Y logran que la gente deje de imaginar que lo que sucede a alguien es algo que le compete a todos. Cuando ya no puedes imaginar el dolor de otro —y con imaginarlo me refiero a hacerlo tuyo— estamos en el infierno. Eso es lo que producen esos sistemas. Casi burocráticos. Sí, como el de los nazis, como el de los comunistas, como el nuestro, para el que los otros no existen. Cuando se producen mentes burocráticas, es decir, sin imaginación, produces gente que con su silencio y su abstención se vuelve solidaria del crimen porque termina por aceptarlo. Cuando le pregunté a Alma Guillermoprieto por qué creía que tanta gente no había reaccionado —gente que nos ha sorprendido porque ha gozado de los privilegios de México y
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ahora parece no estar a la altura de las circunstancias—, me dijo que a final de cuentas lo que la gente quiere es tener una vida y ser feliz. Todo lo que pueda sacarlas de su zona de confort, lo van a rechazar. Muchos intelectuales, por desgracia, entraron en esa zona: decidieron pensar el mundo, pero no comprometerse con él. Olvidaron que la palabra sin actos no es nada. ¿Tú te esperabas eso de la clase intelectual? Yo veía hace mucho que una buena parte de ella era ajena a la vida del país. Encerrada en sus cubículos y en sus casas, creyendo que pensar el mundo es transformarlo. Nunca se han comprometido y así hemos perdido eso que fue tan importante en los franceses de la posguerra o durante la segunda guerra mundial: la resistencia. Recuerdo, en ese sentido, a un gran poeta como René Char, eje de la resistencia, o Albert Camus, Malraux, Sartre, o quien tú quieras: no hay uno que se escape. La mayor parte de esa gente sabía que el trabajo intelectual y artístico —como bien lo expresó Camus en muchos momentos, particularmente en su discurso del Premio Nobel— tiene sentido si su existencia entra en el accionar político real, acompañando a las víctimas, defendiendo la realidad de la gente, resistiendo. Si no, el artista se vuelve nada. Casi una figura grotesca en medio de esta guerra. Un decorado del Estado. Diego Osorno me decía en la entrevista que le hice para este libro que algún día los muertos de esta guerra serán verdad, pero que mientras tanto tenemos que vivir como si para mucha gente no lo fueran. Y eso es muy difícil. Por eso una gran parte del trabajo del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad fue decir: “Aquí estamos, véannos, tenemos rostro, tenemos historia, nos duele, cargamos con nuestros muertos y al hacerlo estamos cargando con la desgarradura del país. Tenemos que corregirlo, tenemos que salvarlo, tenemos que hacer justicia, tenemos que encontrar la ruta de la paz”. Ésta era, y siempre ha sido, nuestra lucha: poner esto en la conciencia de todos. Por desgracia, un pensamiento abstracto, lleno de cifras y de estadísticas, no prepara para esos compromisos. Al contrario, parece que enfría. Porque la estadística es una lejanía.
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Te da como la falsa ilusión de que puedes capturar algo que no entiendes. Como cuando ves una ciudad en una maqueta o como cuando nos hablan de 100 mil muertos. Es una cifra tan grande que es imposible pensarla. Nadie ha visto a 100 mil gentes juntas, o si las ha visto en un estadio sólo puede verlas sin rostro, como manchas multicolores. Eso no dice ni compromete. Para sentir y comprometerte necesitas ver el sufrimiento de alguien, oír su desgarradura, mirar su rostro, sentir su sufrimiento, casi olerlo. Por eso hay que construir lazos de comunidad y volver a encarnar la realidad, porque la estructura tecnológica nos está amputando la imaginación, nos está desencarnando, todo en ella se vuelve virtualidad, cifras, datos y estadística. Debemos volver a encarnar o darle rostro y palabra al dolor, creo que es la mejor forma de ir cambiando la consciencia y generar lazos comunes de solidaridad y de lucha. Cuando alguien se acerca a preguntarte qué puede hacer por la paz, ¿qué les dices? Los canalizo con las víctimas y con las plataformas del Movimiento. Les digo que no pierdan de vista que a ellos también puede sucederles y que la única manera de defenderse es estando con los otros. De lo contrario, si les llega a suceder, se sumirán en lo que los criminales y el Estado han querido sumir a las víctimas: la depresión, el horror y la aceptación rabiosa. ¿Es inimaginable que te toque? ¿Nosotros podemos concebir lo que ustedes han vivido? Sí, lo pueden sentir por la connaturalidad propia de lo humano. Pero ¿no nos podemos preparar contra eso? Nadie está preparado. Pero mucha gente, que ha sabido imaginar y sentir nuestro dolor, ha sabido responder. Tú eres una de ellas, y creo que juntos hicimos algo muy importante: consolar, unificar —hasta donde hemos podido—, darles vida, darles esperanza, crear una comunidad de víctimas. Por eso llamamos justamente a la primera caravana la Caravana del Consuelo: vamos a decirles a los otros que no están solos, que aquí estamos y que somos parte de una comunidad humana, que vamos a defender la dignidad del país. Se lo dijimos luego a Calderón: “Nosotros ya cumplimos con la primera justicia: ir a la soledad del otro, ahora a ustedes les toca la justicia del Estado”. Pero no lo han hecho.
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Y no parece que por ahora lo vayan a hacer. Parece que si no hacemos un reclamo civil masivo… Sí. Tenemos que volverlo a hacer, el problema es cómo. Ése es ahorita el gran tema. Cuando ustedes salieron a la calle en mayo de 2011, cuando la gente salió en muchos lugares del mundo a acompañarlos, fue realmente impresionante. Ojalá pudiéramos volver a hacerlo. Hay que hacer trabajo con las organizaciones, una convocatoria de muchas organizaciones sin liderazgos específicos. Los liderazgos individuales se desgastan pronto y hay que saberse retirar a tiempo para que otros emerjan de manera más colectiva. ¿Hacia dónde vamos? ¿Tú te has imaginado un final? ¿Qué crees que vaya a pasar? Si no nos unificamos y detenemos esto, lo que nos espera es un mayor caos, porque la clase política es verdaderamente banal y ajena, y en muchos sentidos está coludida con el crimen. Nos puede esperar también la tentación de usar equivocadamente el Estado de derecho y llegar a un gobierno sumamente represivo, que es otra forma de lo criminal. Creo que el Movimiento y lo que hicimos todas las organizaciones durante ese año es lo que tenemos que volver a repetir. Si no lo hacemos, la oscuridad será absoluta. La pax mafiosa. Exactamente. Así que éstos son los dos caminos que nos quedan: volvernos a unificar sobre un camino de dignidad y hacer una confrontación directa al Estado para que cambie y haga lo que tiene que hacer, o habitar el infierno. ¿Qué te ha enseñado esta guerra? Me ha enseñado el dolor de formas que no había imaginado. Pero también me ha enseñado la capacidad de amor y de solidaridad de mucha gente. Me ha enseñado que a pesar de la fractura y de la inmensa miseria que vive el país, hay una gran reserva moral que cuando se articula puede hacer cambios profundos. Yo no hubiera querido vivir esto, nadie lo quiere, pero espero que en ese dolor que se transformó en amor, en unidad y en solidaridad encontremos la ruta que vuelva a recuperar la nación como una comunidad humana.
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