La transparencia en México. Elementos para su comprensión como política pública Víctor S. Peña1 El enfoque de políticas públicas: a manera de presentación La comprensión de la transparencia en México trasciende una aproximación jurídica. De acuerdo con la experiencia que se ha podido acumular, su exposición requiere de un cuidadoso bordado tanto sobre lo político y lo cultural como de lo existente en términos de administración pública y, por supuesto, lo legal. La experiencia mexicana (algunos la llaman “modelo”, otros más cautos “solución” por aquello de que no se ha pretendido ser parámetro a seguir, sino la alternativa posible en un país con condiciones específicas e irrepetibles) está llena de detalles que es necesario tener en cuenta en la comprensión total de lo que ha sucedido. Por ello se precisa, además de todo lo anterior, de la cuidadosa selección de elementos que tengan sentido sin abrumar al receptor del mensaje. Selección que debe, por cierto, prescindir de las filias y fobias del expositor. El presente texto pretende ofrecer al lector un tejido suficiente para comprender lo que ha pasado en la materia en 1
Doctor en Políticas Públicas por el Tecnológico de Monterrey. Profesor-investigador de El Colegio de Sonora, Sonora, México. Director del Centro de Estudios en Gobierno y Asuntos Públicos de El Colegio de Sonora. 13
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México en cerca de veinte años. Tomar lo político, lo cultural, lo administrativo y lo legal para redactar algunos párrafos que permitan ubicar elementos, corrientes, etapas. Para ello, se parte de una premisa fundamental: una de las cualidades más preciadas del Estado federal es “la capacidad de experimentación, de servir como auténtico laboratorio político” (Barceló, 2008, p. 2). Lo vivido en materia de transparencia es eso, un laboratorio. Como tal, el recorrido que se hará buscará explorar las vetas de conocimiento disponibles: entrelazar las distintas perspectivas en una sola descripción, tratando de destacar lo que, según el elemento, requiera. Para ello, se emplearán las herramientas de la disciplina comúnmente denominada “políticas públicas”. Así, son pertinentes al menos dos preguntas: ¿cómo entender, desde esta perspectiva de la política pública, el proceso que ha significado la transparencia en el país? Y, en todo caso, ¿qué ventajas tendría esta aproximación con respecto de otras? El texto se elabora a partir de tres partes: la primera de ellas pretende compartir los elementos relevantes de la transparencia como política pública, distinguiéndola de términos que suelen emplearse como sinónimos y destacando las diferentes finalidades que la literatura identifica; la segunda hace un recuento de los trabajos sobre implementación de política pública, pues aun cuando la mención no es directa, ayuda a comprender la base teórica que describa qué ha sucedido en el país; finalmente, la tercera de las partes aborda la organización de la transparencia desde la más significativa de las instancias en el país, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI). Estas partes fueron las desarrolladas dentro del seminario en Cuba. Al finalizar se comparten algunas reflexiones. Apartándose del “caso de éxito” como paradigma de aprendizaje, Goodin (2003) establece que “lo que exige explicación no es lo correcto, sino los casos que se apartan de ese ideal lo que resulta notable es lo que explican: no los
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resultados correctos, sino los malos; no la consecución perfecta de nuestro objetivo, sino nuestros fracasos” (p. 53). Un caso de éxito, sin duda, es útil: comunica el buen término del trabajo de un equipo y, buscando replicar ese triunfo, inspira en los otros el reenfoque de los esfuerzos propios. Desde la perspectiva de Goodin, sin embargo, fortalecer el diseño, conducción y evaluación de toda política pública significa acercarse a la experiencia desde una perspectiva crítica, indagar en aquello que salió mal, aquello que, durante la implementación, desvió del objetivo esperado. Los elementos son expuestos en el texto, pero la crítica se deja al lector para no generar conclusiones artificiales. En esta tesitura, sin embargo, conviene advertir que lo sucedido en México en materia de transparencia no fue producto de una sola instancia o actor. O dicho de manera directa, no fue el gobierno quien decidió ser transparente. Tampoco fue, como se advierte en diferentes textos, una conquista ciudadana. Fue, al parecer de quien esto escribe, consecuencia de la llamada “agenda gubernamental”. Por agenda gubernamental suele entenderse “el conjunto de problemas, demandas, cuestiones y asuntos que los gobernantes han seleccionado y ordenado como objetos de su acción y, más propiamente, como objetos sobre los que han decidido que deben actuar o han considerado que tienen que actuar” (Aguilar, 2006, p. 29). Sin que puedan ignorarse avances perceptibles en el tema, lo que ahora se entiende como transparencia en México fue el encuentro entre la demanda ciudadana y la voluntad del gobierno. Pero vayamos por partes. Primera parte Comprender la transparencia como política pública Cuando en México comenzaba a hablarse de transparencia, allá por el inicio del siglo, no parecía haber mejor manera de
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hacerlo que echando mano de algunas metáforas: “poner al gobierno en una caja de cristal” o “poder entrar hasta la cocina del gobierno”. Cómo podría ser de otra manera si el propio término, transparencia, es en realidad la cualidad de algún material o cuerpo por el que se puede ver claramente. Transparencia aplicado a lo gubernamental es, pues, también una metáfora (Christensen y Cornelissen, 2005). Con la metáfora se facilita la comprensión de lo complejo: Para quien observa a su gobierno dentro de una caja de cristal, no hay secretos; entrar hasta la cocina es poder compartir un espacio que, por diversas razones, habría sido reservado sólo para unos pocos. Un gobierno transparente es aquel que no tiene lugares opacos, por el cual la luz pasa sin dificultad. El asunto se complica, sin embargo, cuando en la realidad no hay una caja de cristal donde algún gobierno pueda caber, no existe tal cocina, los gobiernos no son un material por el que la luz pueda pasar. David Arellano Gault (2008), comenta: Sin duda que los discursos y las metáforas son fundamentales en una reforma y en una política, su uso es válido y necesario. Sin embargo, sería preciso al menos avanzar en dos sentidos adicionales: uno, sacando a flote los supuestos argumentativos y la solidez teórica y práctica de los supuestos que sostienen a la metáfora [...] Segundo, relacionar las especificidades de los aparatos administrativos contemporáneos para comprender cuáles pueden ser las mejores estrategias para avanzar en la agenda de la transparencia, como proyecto político y social y no sólo como una imagen de guerra entre “buenos y malos”, entre seres “naturalmente” opacos y transparentes (pp. 264-265). En la arena política, la transparencia se encuentra presente a nivel discursivo y su uso es relativamente sencillo; dar el paso hacia las políticas públicas, por el contrario, ha sido
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lo complicado. La existencia de información cierta y pertinente junto con la existencia de mecanismos descritos en el plano normativo y actualizados en la burocracia comienzan a delimitar qué puede entenderse por transparencia, pero no conforma aún un concepto. Para el desarrollo de políticas públicas, se propone el desarrollo de un concepto radial de la transparencia. Hacia un concepto radial de la transparencia ¿De dónde proviene la posibilidad y pertinencia de un concepto radial para la transparencia? Andreas Schedler, al hacer el abordaje conceptual de la rendición de cuentas, dice que debiera concebirse ésta no como un concepto “clásico”, sino como un concepto “radial”. Los conceptos radiales comparten una cierta “semblanza de familia”. Bajo la denominación “semblanza de familia” se incluyen, de acuerdo con lo propuesto por modernos filósofos del lenguaje (Schedler, 2010), los conceptos elaborados a partir de diversas afirmaciones que se complementan, no se excluyen. El propio Andreas Schedler, en su trabajo Concept Formation in Political Science, aún sin publicar, señala que la propuesta relevante de los denominados conceptos a partir de «semblanza de familia» o conceptos radiales “no forman intersecciones, sino uniones” (Schedler, 2010). En el caso de la transparencia, considero que debiera aplicarse el mismo razonamiento. Para su construcción se propone avanzar sobre tres ejes: 1) Ubicar las características mínimas del sistema político donde puede encontrarse la transparencia; 2) Hacer una distinción con respecto a expresiones con las cuales se le suele confundir, en esta operación para efectivamente eliminar imprecisiones, y 3) Abundar en los objetivos de la transparencia, a partir de las cuales se identificaría con mayor claridad la unión de atributos que se le dan al concepto. Aquí un avance.
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La transparencia en un contexto democrático Transparencia no es sinónimo de acceso a la información pública: mientras que ésta se presenta en aquel Estado donde se le legisle, aquélla, la transparencia, no. Aun cuando, de acuerdo con convenciones internacionales, se “ha venido afirmando la idea de que el derecho de acceso a la información es uno de los derechos fundamentales que juega un papel relevante para la consolidación de regímenes democráticos en todos los ámbitos: político, económico y social” (Salazar y Vázquez, 2008). Como explica Lafont (2007, p. 127), “el modelo republicano clásico parte de una concepción no agregativa de la política [… donde] el proceso de decisión democrático se entiende como un proceso de diálogo en el que los ciudadanos buscan esclarecer los ideales comunes”. En este proceso de diálogo, por el que necesariamente debe fluir la información y, a su vez, valorarse, contrastarse y publicitarse es cualitativamente diferente y dista de la democracia liberal donde también se encuentra “el fundamento de que la sociedad pueda vigilar y fiscalizar al gobierno” (Ruiz, 2006, p. 24). Al no ser agregativo, en el modelo republicano clásico se carece de medios para garantizar que la mayoría no imponga su particular concepción del bien al resto de los ciudadanos, esto es, dejar fuera del esquema a las minorías: de ahí la importancia de la variante que incluya la deliberación pública, a través de la cual se “permite constatar la justificabilidad mutua de las decisiones políticas [… garantizando] los mejores resultados sustantivos de entre todos aquellos que pueden obtener el asentamiento razonado de sus miembros” (Ruiz, 2006, pp. 18-19). Lo que sucede es que el modelo republicano “se ha caracterizado históricamente por la defensa del ideal de libertad frente a cualquier tipo de dominación o forma tiránica o elitista de poder” (Martí, 2007, p. 148), donde el elemento clave de la
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libertad “no es la ausencia de interferencias, sino la ausencia de dominación o dependencia” (Martí, 2007, p. 148). Desde la perspectiva del quehacer público, específicamente desde la disciplina de la administración pública, la señalada ausencia de dominación o dependencia se encuentra en la claridad, a los ojos del gobernado, de la función desempeñada. Y la claridad no puede alcanzarse sino a través de la información que debe ser cierta y pertinente. Pensadores como Philip Pettit (2003) ligan la libertad directamente con la libertad de expresión y de información, al poder ejercerse sólo en ausencia de obstáculos que fuercen al individuo a la realización de acciones que, de otra manera, no querría. Esto se confirma en sentido contrario, aceptando que “la única regla en un estado totalitario es que cuando más visibles son los organismos del gobierno, menor es su poder, y que cuando menos se conoce una institución, más poderosa resultará ser en definitiva” (Arent, 2006, p. 548). En la tradición republicana se busca control del poder principalmente mediante tres vías: el estricto cumplimiento de la ley como criterio orientador de la actividad gubernamental, como se ha dicho; la separación de las actividades del gobierno en ejecutiva, legislativa y judicial; finalmente, la existencia de un sistema de pesos y contrapesos. La primera vía se discute hoy día bajo el concepto de Estado de derecho. La segunda vía persigue evitar el problema de la acumulación del poder en una sola persona u órgano. Así, en la medida en que exista un buen diseño constitucional que claramente establezca los alcances y límites de las funciones de los órganos del Estado y éste sea respetado por sus titulares, nos acercaremos al ideal de autogobierno. La tercera vía está íntimamente ligada con la segunda, mientras que aquélla prescribe la pertinencia de separar las funciones del Estado a partir de la existencia de órganos del poder público y el establecimiento de sus facultades o competencias. La transparencia pertenece, entonces, a lo democrático. Hacer clara la distinción con expresiones con las que se le
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suele confundir y conocer los objetivos por alcanzarse coadyuva en esta pretendida delimitación radial del concepto. La transparencia y sus confusiones El tratamiento dado a la transparencia en la literatura especializada durante sus etapas tempranas, al menos aquí en México, puede inducir al error: no pocas veces se le utilizó como sinónimo de “derecho de la información”, “derecho de acceso a la información”, “derecho de petición” o “rendición de cuentas”. La relación de la transparencia con los derechos de acceso a la documentación, a la información pública o a la información gubernamental es de contenedor a contenido. Estos últimos tres, si bien presentan diferencias sutiles entre sí, pertenecen a la categoría mayor “derecho de la información”. El derecho de la información podría definirse como la rama del derecho que tiene por objeto de estudio “el conjunto de las normas jurídicas relativas al ejercicio, al alcance y a las limitaciones de las libertades de expresión e información por cualquier medio” (Villanueva, 2004, p. LXXXVI). Por lo tanto, transparencia tampoco es sinónimo de derecho de la información. Por su parte, derecho a la información, especie dentro de la categoría derecho de la información, incluye tres aspectos fundamentales: 1. El derecho a atraerse información. Comprende las facultades de a) acceso a los archivos, registros y documentos públicos y b) la decisión de qué medio se lee, se escucha o se contempla; 2. El derecho a informar. Están incluidas: a) las libertades de expresión e imprenta y b) el de constitución de sociedades y empresas; 3. El derecho a ser informado, que comprende las facultades de: a) recibir información objetiva y oportuna, b) la cual debe ser completa, es decir, el derecho a enterarse de todas las noticias, y c) con carácter de universal, es decir, que la información es para todas las personas sin exclusión alguna (Cienfuegos, 2004, p. 15). Jurídicamente, el derecho de peti-
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ción es un derecho relacionado con la obligación que tiene el Estado de permitir al ciudadano “elevar ante los diversos órganos de gobierno una solicitud” Cienfuegos, 2004, p. 1). El derecho de petición, explica Cienfuegos Salgado, presenta dos vertientes: 1) el recibimiento de una respuesta razonada y en un término breve por parte de las autoridades a las sugeridas o solicitudes presentadas, lo cual constituye una prerrogativa del ciudadano a saber sobre el destino de sus demandas y del propio ofrecimiento de los gobernantes realizados en sus programas políticos y administrativos; 2) la sustitución de la negativa ficta por la afirmativa ficta, que viene a ser el derecho a la atención y respuesta en el servicio público y gestoría administrativa (Cienfuegos, 2004). Afirma Schedler (2010), como principal expositor del tema, que la discusión sobre la rendición de cuentas se origina del tratamiento de un concepto sajón que ha alcanzado proporciones internacionales a partir de su enriquecimiento por la ciencia política comparada: el de accountability. Por su parte, Jon Elster ubicaría la rendición de cuentas dentro de lo que denomina “justicia transicional”, compuesta por “procesos de juicios, purgas y reparaciones que tienen lugar luego de la transición de un régimen político a otro” (Elster, 2006, p. 53). Ya con estas dos referencias, puede percatarse de manera particular la diferencia entre la transparencia y la rendición de cuentas. Si bien entre ambas debiera haber un indisoluble nexo, diferenciarlas es importante para no caer en confusión. Diversidad de objetivos de la transparencia Siguiendo a Arellano Gault (2008), esto es, comprender las mejores estrategias para avanzar en la agenda de la transparencia, y como aportación para su concepto radial deben clarificarse los objetivos a alcanzar. Hacerlo inserta el debate en el contexto más amplio e importante de qué queremos conocer respecto de lo público, y no solamente cómo garan-
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tizar un acceso más eficaz a lo que materialmente ya podemos conocer. ¿Cuáles son, entonces, los objetivos que se persiguen con la implementación de la transparencia en general? La referencia más clara se encuentra en el trabajo de Transparencia Internacional, entidad global de la sociedad civil que desarrolla su trabajo con un solo objetivo: la lucha contra la corrupción. La corrupción, dice esta instancia, en palabras de Sautu (2004): Es fundamentalmente un proceso de reasignación de recursos entre el que paga y quien recibe. Es una transacción cuyas consecuencias dependerán, por un lado del tipo de privilegios o ventajas a las que se accede mediante el pago de sobornos y por el otro, de la inversión o gasto que hace el corrompido de las sumas recibidas (p. 26). Desde la apreciación de Bertoni, “la transparencia se contrapone a la corrupción que […] erosiona gravemente los sistemas democráticos” (Bertoni, 2004, p. 38). Con excepción de México, el énfasis en Latinoamérica ha sido la lucha contra la corrupción, pero “a pesar de incontables diagnósticos de políticas, de campañas públicas para crear conciencia y de reformas institucionales y también legales para mejorar la administración pública, las investigaciones muestran que la corrupción continúa floreciendo” (Consejo Internacional para el Estudio de los Derechos Humanos, Tecnológico de Monterrey, 2009, p. 50). En este sentido, Larrañaga (2008) argumenta: Desde una perspectiva estratégica de la transparencia como instrumento en la lucha contra la corrupción, lo verdaderamente determinante no es la existencia
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per se de información, sino que sea previsible que tal información sea relevante para las decisiones de los agentes públicos y privados que potencialmente puedan llegar a afectar a los intereses/incentivos de los sujetos susceptibles de actos de corrupción (p. 170). Ahora bien, combatir la corrupción no es el único objetivo de la transparencia. Para Ackerman (2008), tiene un impacto claramente positivo en al menos tres diferentes esferas de acción social: la política, la económica y la administración pública. Según Larrañaga, la transparencia es un requisito ineludible para una mejora en la calidad de los servicios públicos, particularmente los vinculados con la resolución de problemas sociales, coadyuvando en la focalización efectiva de las políticas y en su legitimación democrática. Desde la óptica de Larrañaga (2008), la transparencia está vinculada indisolublemente a los mecanismos de control inter- e intrainstitucionales: “la obligación de dar cuentas o razones de la acción pública, por un lado, y la susceptibilidad de ser sancionable en el caso de desviaciones respecto de los estándares normativos de la función pública, por otro” (p. 163). Para Jonathan Fox (2008, p. 186): El derecho a saber es importante, en principio, por al menos cuatro razones muy claras [...] a. El ejercicio honesto del poder requiere de supervisión ciudadana […] b. La participación democrática requiere de una ciudadanía informada […] c. Es fundamental para orientar las estrategias de cambio reformistas tanto desde adentro como desde afuera del Estado […] d. Ayuda a resolver problemas de ciudadanas y ciudadanos individuales.
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Segunda parte. La implementación de políticas públicas Decía Elmore que “en la mayoría de los casos es imposible afirmar si las políticas fracasan porque se basan en ideas erróneas, o si fracasan porque son buenas ideas mal llevadas a la práctica” (2000 [1978], p.186). En políticas públicas, la diferencia entre lo planeado y lo ejecutado se conoce como brechas de implementación. Éste es, de manera muy aproximada, el problema al que nos enfrentamos. Comprender la transparencia como política pública conlleva varias complicaciones: la ausencia de un marco teórico unificado y la histórica discrepancia entre las unidades de análisis empleadas en los estudios sobre administración pública y los de implementación de política pública. A esto habrá que sumarle que el cuerpo de estudios parcamente ofrece casos a partir de la realidad latinoamericana: aprendemos de política pública siguiendo las traducciones y conociendo los casos estadounidenses o europeos cuyo contexto dista del propio, en esta parte del continente. La implementación como problema de política pública Implementar es, desde el plano empírico, poner en funcionamiento, aplicar métodos o medidas para llevar a cabo algo. En el campo de la política pública se trata de un fenómeno complejo y, hasta hace relativamente poco tiempo, sin análisis. Esto último ha provocado un conocimiento disperso y poco consistente. En el texto seminal del tema que nos ocupa, para explicar la complejidad de la implementación Pressman y Wildavsky ( 1998 [1973]) reiteradamente incluyeron ilustraciones de Rube Goldberg, satirizando lo que sucede entre la decisión de que algo debía hacerse y la entrega del bien o la prestación del servicio público. Cuarenta años después, las complicadas y elaboradas estructuras del referido ilustrador
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que desarrollan una simple operación pudieron mantener su vigencia. Sin embargo, que en la práctica la implementación sea algo complejo dista de la comicidad que puede encontrarse en el trabajo del ilustrador: la disparidad entre lo planeado y finalmente implementado implica una gestión pública injusta que no podría, de forma alguna, generar valor en los bienes o servicios que provee. Por esto, comprender la implementación de las políticas públicas importa más allá del campo académico o el plano teórico. Al respecto, Marilee S. Grindle llama “brecha” en la implementación a “la disparidad que frecuentemente hay entre lo que se enuncia como política y lo que en realidad se ejecuta” (Grindle, 2009, p. 33) y califica como “sensato” todo esfuerzo que pretenda hacer más susceptible la implementación de una política pública. Estudios sobre implementación de políticas públicas De acuerdo con Paul Berman, “el análisis de la implementación es el estudio de por qué las decisiones provenientes de la autoridad (sean éstas políticas, planes, leyes u otras) no conducen necesariamente al logro de los resultados previstos. Para plantearlo en términos más positivos, el análisis de la implementación es el estudio de las condiciones bajo las cuales las decisiones de la autoridad conducen efectivamente a los resultados deseados” (2000 [1978], p.286). Antes, debido a que el enfoque predominante de las políticas públicas se concentraba en el problema: “el análisis del proceso de las políticas tendía a preocuparse por temas como cuán racional, abierta o justa era o podía ser la toma de decisiones” (Parsons, 2007, p. 477). Qué hacer después de tomada la decisión fue algo hasta entonces ignorado. Posterior a ese momento, la década de los setenta, el conocimiento al respecto ha presentado diferentes estadios y ha avanzado a velocidades diferentes: hay un creci-
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miento —cuantitativo y cualitativo— de los estudios sobre implementación desde los años setenta y hasta entrados los años ochenta; después, en la década de los noventa y principios de este siglo, la productividad académica y los avances teoréticos en este sentido fueron escasos quizás, como dice Susan M. Barret (2004, citada en Bastien 2009, p. 666), por la creencia de que la reformas provenientes de la nueva gestión pública (NGP) habrían de solucionar las fallas en la implementación. De las complejidades inherentes al estudio de la implementación La literatura sobre implementación identifica como complejo su estudio por las siguientes tres razones: 1) su conceptualización; 2) las unidades de análisis empleadas; 3) los “pocos casos/muchas variables” que pueden estudiarse. Sobre su conceptualización, se dice que no existe acuerdo sobre qué debe entenderse por implementación: hay tantas definiciones como autores han estudiado el tema. Dada su característica polisémica, cabría, al menos, “un doble sentido de implementación: es el proceso de convertir un mero enunciado mental (legislación, plan o programa de gobierno) en un curso de acción efectivo y es el proceso de convertir algo que es sólo un deseo, un efecto probable, en una realidad efectiva” (Aguilar, 2000, p. 47). El señalamiento de la ausencia de una integración conceptual de los estudios sobre la implementación pública no es nuevo. Ya en su texto de 1981, “La implementación de la política pública: un marco de análisis”, Paul A. Sabatier y Daniel A. Mazmanian señalaban algunos esfuerzos realizados buscándola: los estudios de Rein y Rabinovitz, los de Bardach, los de Berman y, finalmente, los de von Meter y von Horn (Sabatier y Mazmanian, 2000 [1981], pp. 325-327) como ejemplos más destacados. Para Sabatier y Mazmanian (2000 [1981]), en su propuesta de marco conceptual del proceso de implementación,
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la función central de análisis de la implementación consiste en identificar los factores que condicionan el logro de los objetivos normativos a lo largo de todo el proceso. Estos factores pueden dividirse en tres categorías amplias: 1) La tratabilidad del o de los problemas a los que se dirige el estatuto; 2) La capacidad del estatuto para estructurar apropiadamente el proceso de implementación; y 3) El efecto neto de las diversas variables “políticas” en el apoyo a los objetos estatutarios (p. 329). Diversos análisis existentes sobre implementación lo ubican como la consecuencia de tres etapas (hacer la política, implementar la política, resultados), aun cuando la evidencia muestra que la relación de etapas dentro del proceso es más complejo que esto (Berg y Colton, 1985). Hay quien señala que, incluso, el propio análisis “por etapas” muy socorrido aún en el estudio de políticas públicas no ofrece claridad al respecto: si “la mayor parte de los actos administrativos o quizás todos ellos hacen política y cambian la política al intentar implementarla [… entonces debiéramos] analizar la implementación como parte del policy-making”, dice Lindblom (1980), citado en Aguilar (2000, p. 34). La carencia de un cuerpo teórico coherente relacionado con la implementación de políticas públicas también ha sido señalado por Berman en sus trabajos de 1978 y 1980. Respecto a sus unidades de análisis, Hasenfeld y Brock (1991), en su esfuerzo por unificar la producción literaria sobre implementación, advierten la utilización de, al menos, cuatro diferentes unidades de análisis, lo que dificulta su sistematización. Por una parte, se encuentran los estudios cuya unidad de análisis engloba incentivos, la autoridad legal y el diseño técnico de los instrumentos empleados en la política; un segundo grupo de estudios emplea como unidad de análisis el trabajo en red interorganizacional, ya sea vertical u horizontal; un tercer grupo se centra en los
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procesos intraorgánicos. Finalmente, una cuarta clase de estudios emplea como unidad de análisis a los actores individuales. Finalmente, sobre el estudio de la implementación a través de “muchas variables/pocos casos”, Lijphart (1971, citado en Goggin, 1986), ha dicho que el problema “muchas variables / pocos casos” dificulta el diseño de investigaciones cuantitativas y, con ello, el desarrollo del conocimiento sobre implementación de políticas públicas. Bajo esta denominación se pretende retratar la situación a la que se enfrenta el investigador que encuentra, al mismo tiempo, pocos casos de estudios comparables entre sí (cada experiencia es única) y muchas variables, a las que pudiera deberse la falla o éxito de la propia experiencia, de cada caso. Para el caso particular, aplicable sólo en estudios cuantitativos, se han propuesto (Lijphart, 1971, citado en Goggin, 1986) tres estrategias: decrecer el número de variables incluyendo únicamente las críticas, incrementar el número de casos e introducir elementos de control. Clasificación por generaciones de los estudios sobre implementación Los estudios elaborados en poco más de cuatro décadas, en los cuales se han presentado momentos de estancamiento y momentos en los que el interés por el tema revive (Cairney, 2009), han sido clasificados por diversos autores para facilitar su comprensión: Para Milbrey McLaughlin (1987), por ejemplo, son dos las generaciones que deben considerarse: la primera, donde se descubre que la implementación es un problema, y la segunda, donde el trabajo de campo comienza a derivar interesantes contribuciones. Para ese entonces, el texto se publica en 1987, McLaughlin prevé que existirá una tercera generación de estudios centrados en los problemas de mi-
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croimplementación y de macroimplementación. En 1991, Hasenfeld y Brock propusieron tres categorías: el trabajo que podía agruparse en las teorías top-down, las teorías de bottom-up y las interactivas. A partir de entonces, las categorías top-down y bottom-up son aceptadas y reproducidas de manera generalizada. De acuerdo con el estudio introductorio sobre la implementación elaborado por Luis F. Aguilar Villanueva (1993, 1996, 2000), pueden identificarse tres generaciones de estudios: la primera, producto de la frustración provocada en académicos y practicantes por la nula incidencia de las políticas públicas en los objetivos propuestos; la segunda, que enfatizó la idea de una implementación “desde abajo” como una reacción al diseño e implementación de las políticas públicas bottom-up donde, según se consideró, se encontraba el problema; la tercera, la implementación “desde arriba” top-down. Primera generación de estudios Para las políticas públicas, al menos en Estados Unidos, la década de los años sesenta fueron de optimismo: se generaron legislaciones para erradicar racismo, pobreza y desigualdad. Sin embargo, dicho optimismo duró poco: para la siguiente década, quedaba demostrado que aquellas “suposiciones de que las leyes se implementaban por ellas mismas, ya no parecían válidas [… por lo que] la implementación de las políticas públicas comenzaron a atraer la atención” (Sarbaugh-Thompson y Zald, 1995, p. 25). De esta generación, “uno de los trabajos más citados [...] es el de Martha Derthick (1972), New Towns In-Town [… por haber] lanzado por primera vez la pregunta teórica Why a federal program failed?, por qué fallan los programas federales” (Aguilar, 2000, p. 37). Pressman y Wildavsky, por cierto, la reconocen en el prefacio de su estudio, al que nos abocaremos en el próximo apartado. Derthick estudia un pro-
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grama iniciado en 1967, durante la presidencia de Johnson, por el que se construirían comunidades modelo en terrenos sobrantes de la propiedad federal en Washington, San Antonio, Atlanta, Michigan y San Francisco. El estudio refleja una situación donde “hay un aparente acuerdo al principio, y luego, muy pronto, surgen desavenencias que bloquean el programa” (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], p. 175). Conforme avanzaba la década de los setenta, se comprendió que “el problema central se localizaba en la implementación de las políticas públicas más que en su diseño” (Aguilar, 2000, p. 25), que los implementadores tenía una mayor participación y que, incluso, la sola obediencia no garantizaba el éxito de lo planeado. Comienza, entonces, la identificación de factores tales como la complejidad de la política, el tamaño de la organización implementadora, el compromiso existente en ellas, es decir, las principales aportaciones de esta generación. Cómo resolver los problemas de implementación es un tema poco explorado en esta generación: comienza a intuirse, sin que exista un buen desarrollo, que los problemas podrían resolverse “clarificando la relación entre metas y medios” (Comfort, 1981, p. 77), definiendo no sólo el qué, sino el cómo. Otra característica de esta etapa, como apunta Goggin (1986), es que la mayor parte de los estudios se ocupan de una sola autoridad responsable de la implementación de una política pública, ya sea en una o en varias localidades. No fue, pues, una generación optimista “ni tenía razón para serlo, aunque su presunción inicial de las políticas públicas como ‘zona de desastre’ los condujo a generalizaciones teóricamente discutibles” (Aguilar, 2000, p. 32). Esto se debe a que el concepto de “fracaso” o “fallo” de una política pública, en la óptica contemporánea al menos, es criticado toda vez que es difícil tomar decisiones acerca de su efectividad sin una implementación total de la política pública (Corbett y Lennon, 2003, citado en Cooley, 2010, p. 68).
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Segunda generación de estudios: top-down Esta generación se caracteriza por centrarse en cómo el proceso de implementación puede estructurarse para conseguir los objetivos (Hasenfeld y Brock, 1991, p. 452). Para este momento, es evidente que “los fracasos [el no alcanzar los objetivos] pueden deberse a una defectuosa implementación” (Aguilar, 2000, p. 32). El estudio emblemático de esta generación, con el que se considera que se inicia formalmente el examen de la implementación, fue el elaborado por Pressman y Wildavsky en 1973. El trabajo de estos dos autores es producto de “entrevistas con los actores pertinentes y (el) análisis de documentos de políticas públicas y otros temas relacionados durante tres años con el objetivo de determinar dónde se cometieron errores” (Parsons, 2007, p. 484). La experiencia descrita es la de la agencia Administración del Desarrollo Económico (ADE), creada por el Congreso de Estados Unidos a mediados de la década de los sesenta, responsable de implementar un programa generador de empleo a través de la provisión de obra pública. Para experimentar la implementación se eligió la ciudad de Oakland. La primera gran conclusión a la que se llega en el estudio en cita resume la reconstrucción que se hace, en los primeros cuatro capítulos, de la experiencia de la ADE: “Cuanto más larga sea la cadena de causas, más numerosas serán las relaciones recíprocas que se establezcan entre los eslabones y más compleja se volverá la implementación” (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], p. 56). Se presentan, además, dos términos acuñados en el campo de la implementación de la política pública: Denominamos punto de decisión a cada ocasión en que tenga que registrarse un convenio para que el programa continúe. Y le damos el nombre de certificación a cada caso en el cual se requiera que un
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participante exprese su consentimiento por separado. La suma del número de certificaciones necesarias que se contienen en los puntos de decisión durante la vigencia del programa, da al lector una idea de la tarea que se emprende para lograr la implementación (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], p. 57). Por vez primera hay un reconocimiento expreso de que la mera descripción del fracaso poco provee para la solución del problema. Habría que penetrar más profundo en las raíces del fracaso, pues “hay sorpresa y, por tanto, impulso a la búsqueda de explicación, cuando se malogra una política que desde su comienzo gozó de consenso serio, disponibilidad de recursos, criterios legislativos precisos y compatibles y la oposición fue inexistente” (Pressman y Wildawsky, 1973, pp. 87-93, citado en Aguilar, 2000, p. 43). A partir de este trabajo, la implementación deja de ser concebida como una consecuencia lógica y necesaria del diseño de la política pública: “Lo que esperamos demostrar es que lo aparentemente sencillo y directo es realmente complicado y retorcido” (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], p. 178); y, como problema, deja de ser considerada como la excepción, para volverse la regla: “Alguien que vaya siempre en busca de circunstancias insólitas y acontecimientos dramáticos no puede apreciar lo difícil que es hacer que acontezca lo ordinario” (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], p. 53). Si bien se reconoce que “pocos programas podrían emprenderse si se tuvieran que especificar de antemano todos los participantes [… por lo que] algo tiene que dejarse al avance de los acontecimientos” (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], p. 176), se advierten ya características que provocaron una implementación deficiente: Primero, la multiplicidad de participantes y perspectivas: Esto se debe a una de las siguientes razones: 1) La incompatibilidad directa con otros compromisos, es decir, los participan-
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tes podrían estar de acuerdo en los méritos de la política a implementar pero descubrir que es incompatible con otras metas de la organización; 2) No hay incompatibilidad directa, pero sí una preferencia por otros programas; 3) Existen compromisos simultáneos con otros proyectos; 4) Existe subordinación a otras entidades que no ven la urgencia de la implementación de la política pública; 5) Existen diferencias de opinión sobre la jefatura y funciones propias de la organización; 6) Existen diferencias legales y de procedimiento entre las agencias participantes; 7) Carecer de recursos para apoyarlas o, en términos de los autores, existe acuerdo junto con la falta de poder (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], pp. 184-189). Segundo, la multiplicidad de decisiones que mengua la probabilidad de éxito de la política pública. Tercero, la existencia de más de una meta y más de un curso de decisiones. Cuarto, el surgimiento de decisiones inesperadas. Finalmente, quinto, la demora que toma la implementación del programa que los autores relacionan con los recursos a emplearse. El texto identifica “dos remedios administrativos muy socorridos” (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], p. 220) que en verdad son paliativos a los problemas de implementación: 1) Salir de la burocracia y, 2) la coordinación entre participantes. Salir de la burocracia significaría: 1) Establecer una nueva organización, lo que significa contratar nueva gente, elaborar reglas nuevas y elaborar modelos de operación que se considere eliminan los problemas ya identificados. Significa, también, a) un trato diferenciado por tiempo limitado, b) gastos adicionales, c) la inexperiencia de la organización creada para afrontar el problema. 2) Buscar la libertad/ independencia de la organización, lo que significa dos costos, a) por lo general, una estructura plural
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de dirección ejecutiva, lo que implica una franca invitación a que una diversidad de partes interesadas exijan tener representación y b) se pierde el contacto con las fuerzas políticas necesarias para mantener el empuje de la organización (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], pp. 221-222). Coordinación, dicen los autores, resulta una palabra de engañosa sencillez. Y agregan: Cuando un burócrata le ordena a otro que coordine un plan de acción, quiere decir que éste debe ser aclarado con otros participantes oficiales que tienen cierto interés en el asunto, lo cual entraña una manera de compartir la culpa en el caso de que las cosas salgan mal […] es también una forma de aumentar la capacidad de pronosticar el aseguramiento de cada acuerdo necesario para acometer una acción futura […] Coordinación significa conseguir lo que no tenemos. Significa crear unidad en una ciudad que está desunida (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], pp. 227-228). Finalmente, se identifican dos clases de medidas que pueden tomarse: 1) considerar medios más directos para alcanzar los fines, 2) centrar la atención, tanto en la creación de la maquinaria de la organización para ejecutar el programa como en su lanzamiento (Pressman y Wildavsky, 1998 [1973], p. 240). Por su parte, para Rein y Rabinovitz, “los encargados de la implementación deben tomar en cuenta el resultado del proceso (legislativo) y asumir que uno de los imperativos formales de los funcionarios públicos será obedecer la ley tal y como haya sido formulada” (Rein y Rabinovitz, 2000 [1978], p.150). A lo anterior los autores lo denominan el “imperativo legal”. Éste va aparejado con el “imperativo racional-
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burocrático”, integrado por la concepción, de parte de los burócratas, de: 1) la viabilidad de la política pública y 2) de la coherencia que detecte con los principios que rigen su actividad. Hay, en el trabajo de Rein y Rabinovitz, un tercer imperativo denominado “imperativo consensual” que incluye la cooperación entre actores involucrados en la elaboración de la política pública (Rein y Rabinovitz, 2000 [1978], pp. 153-159). Desde la perspectiva de estos autores, una decisión correcta al inicio de la elaboración de la política pública es lo que garantizaría el éxito. Elaboran, incluso, una lista de factores necesarios para este fin: 1) La fuerza y el prestigio del comité legislativo en el que el proyecto de ley se origina; 2) La experiencia de los miembros del Comité generador de la ley de la que se desprende la política pública; 3) El grado en que los desacuerdos existentes durante el proceso legislativo fueron impugnados; 4) El nivel de apoyo a la ley de parte de los legisladores y las comunidades donde se implementaría el resultado de la ley (Rein y Rabinovitz, 2000 [1978], p. 151). Derivado de los estudios contenidos en esta generación, de acuerdo con Cairney (2009, p. 357), el éxito de una política pública requiere seis condiciones: 1) Que exista un entendimiento de los objetivos de la política y que éstos sean consistentes; 2) Que la política funcione como se espera en el momento de implementarla; 3) Que las tareas por hacer sean específicas y claramente comunicadas; 4) Que los recursos (incluida la voluntad política) estén comprometidos; 5) Que se mantenga el apoyo de los grupos de interés y 6) Que los factores externos al proceso (situaciones socioeconómicas, por ejemplo) no socaven significativamente la implementación.
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Tercera generación de estudios: bottom-up Esta generación se caracteriza por estudiar la implementación desde la perspectiva de las organizaciones y los actores responsables de llevar a la práctica la política pública (Hasenfeld y Brock, 1991, p. 452). Hasta el trabajo de Myrtle (1983), dentro de esta generación, la mejora en la implementación también podría lograrse con medidas relacionadas: administración por objetivos, presupuestación base cero, plan de pagos basados en desempeño. Es precisamente Myrtle quien cambia esta perspectiva al proponer un marco que considere la implementación como un problema social y de cambio organizacional y, con esto, la macroimplementación y la microimplementación. La primera de ellas, la macroimplementación, se centra en la necesaria colaboración entre organizaciones; la segunda, en términos de McLaughlin, se presenta donde, “en el proceso de implementación, el cambio es, ultimadamente, el problema de la unidad más pequeña. A cada paso del proceso, una política es transformada de acuerdo cómo los individuos la interpretan y responden a ella” (McLaughlin, 1987, p. 174), es decir, las personas encargadas de la implementación. A partir de la segunda generación existe una visión más ecléctica del problema de la implementación al reconocérsele su naturaleza variable y la presión existente entre las dimensiones política y administrativa o de gestión (Goggin, 1986, p. 328). Toda vez que “los modelos de abajo hacia arriba enfatizan bastante el hecho de que los implementadores con trato directo con el público aplican las políticas con discrecionalidad” (Parsons, 2007, p. 489), el análisis de la discrecionalidad comienza a ocupar un lugar importante en los estudios sobre el tema. Al respecto, Elmore, criticando la propuesta dominante de la generación top-down, señala: Cuando la implementación consiste esencialmente en el control de la discrecionalidad, tiene como consecuencia, por un lado, que se reduzca la confianza en
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el despliegue de los conocimientos y habilidades en el nivel operativo y, por otro, que se dependa más de soluciones abstractas y homogéneas (2000 [1979-80], p. 267). Entonces, para los estudios que pueden incluirse en esta generación, tal y como se refiere en los trabajos de Lipsky, “el control sobre la gente no es la vía para la implementación efectiva” (Parsons, 2007, p. 488). En otras palabras, habría que dejarlos tomar decisiones con base en lo que perciben en el momento de implementar la política pública. Sobre la importancia de la organización, Hepburn y Goodstein (1986) identifican como impedimentos de una implementación exitosa: la resistencia al cambio del personal clave cuando éste siente que la tarea va en contra de sus creencias y la generación de riesgo a su situación de poder y autoridad dentro de la organización. Tercera parte. La organización de la transparencia Donde con toda claridad se observa que la transparencia trasciende lo legal es en su organización, es decir, la creación de instancias exclusivas y especializadas (en la “solución mexicana” al menos) para la promoción de políticas públicas. En México existen tantas organizaciones como entidades obligadas por la transparencia. Son de distinta naturaleza y sus funciones cambian dependiendo del orden gubernamental al que pertenezcan. De entre todas ellas, el más notorio (y que, en mucho, resume la experiencia nacional) es el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, conocido como INAI.
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El INAI es un órgano constitucional autónomo, especializado, independiente, imparcial y colegiado, con personalidad jurídica y patrimonio propio, con plena autonomía técnica, de gestión, capacidad para decidir sobre el ejercicio de su presupuesto y determinar su organización interna, responsable de garantizar el ejercicio de los derechos de acceso a la información pública en posesión de cualquier autoridad, entidad, órgano u organismo que forme parte de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, así como de cualquier persona física, moral o sindicato que reciba y ejerza recursos públicos o realice actos de autoridad en el ámbito federal y la protección de datos personales en posesión de los sectores público y privado. El órgano máximo de gobierno del INAI se denomina Pleno y está integrado por siete comisionados con voz y voto nombrados, previa realización de una amplia consulta a la sociedad, por la Cámara de Senadores para un periodo de siete años sin posibilidad de reelección. Este nombramiento puede ser objetado por el presidente de la República. Entre los integrantes del Pleno eligen al representante legal de éste a quien se le identifica como comisionado presidente y dura en esa responsabilidad tres años. A propuesta del comisionado presidente, el Pleno nombra un secretario técnico. El Pleno se apoya además en tres coordinaciones, a saber: la Coordinación Ejecutiva, la Coordinación de Acceso a la Información y la Coordinación de Protección de Datos Personales. Existen cuatro direcciones generales no adscritas a alguna coordinación: de Administración, de Asuntos Jurídicos, de Comunicación Social y Difusión y de Planeación y Desarrollo Institucional. Cada comisionado cuenta con una estructura orgánica de apoyo integrada por una Secretaría de Acuerdos y Ponencia de Acceso a la Información, Secretaría de Acuerdos y Ponencia de Datos Personales y Jefatura de Ponencia. A través de su presidente, es la instancia que preside el Consejo Nacional del Sistema Nacional de Transparen-
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cia, Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales. El origen del INAI se ubica en el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI), creado a partir de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Gubernamental (Diario Oficial de la Federación, 11 de junio de 2002) y un decreto particular (Diario Oficial de la Federación, 24 de diciembre de 2002) como un órgano de la Administración Pública Federal, con autonomía operativa, presupuestaria y de decisión, encargado de promover y difundir el ejercicio del derecho de acceso a la información; resolver sobre la negativa a las solicitudes de acceso a la información y proteger los datos personales en poder de las dependencias y entidades (artículo 33 de la aludida ley). El IFAI, junto con el Instituto Federal Electoral (después Instituto Nacional Electoral), ha sido calificado como el primer “resultado tangible de la transición: la primera institución política que surgió del nuevo régimen” (Merino, 2013, p. 76), es decir, un emblema que acompañó el cambio en el origen partidista del titular del Ejecutivo y lo que esto significó en la reconfiguración de fuerzas políticas y el rediseño, aunque sea parcial, de la administración pública. Por esto, no es concesión gratuita señalar que el andar del IFAI bien podría sintetizar los cambios políticos más relevantes del país “en la mudanza del siglo XX hacia el XXI” (Merino, 2013, p. 74). Entre las notas características alrededor de la creación del IFAI se encuentra aquella que recuerda la distancia con la dinámica de la clase política. De acuerdo con Escobedo (2006), el punto de inflexión a partir del cual se desencadena la oleada que significó la colocación de la transparencia en la agenda pública puede ubicarse en mayo de 2001, momento en el cual tuvo verificativo un seminario acadé-
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mico para reflexionar sobre algunos de los principales temas relacionados con el derecho de acceso a la información que cobraba notoriedad por decisiones judiciales (Orozco, 2015) y logros del activismo cívico. Aquel primer movimiento académico de mayo de 2001 sería alimentado por distintos actores provenientes de medios de comunicación, la academia, la sociedad civil organizada que, más tarde, constituyeron lo que es conocido como “Grupo Oaxaca”. La aludida distancia implica que no hay gobierno o partido político que pueda adjudicarse la creación del IFAI, pues, por el contrario, fue consecuencia de un contexto propicio y el trabajo de múltiples actores, lográndose “una feliz comunión entre legalidad y legitimidad” (Nava, 2006, p. 56). Lo novedoso de la temática y el proceso para la construcción de acuerdos propició la cautela en términos del diseño legislativo: siendo jurídicamente posible crear una Ley General, y por lo mismo un organismo con ese alcance, se optó por un esquema de ley federal y un órgano garante para la administración pública federal (Carmona, 2015). De esta manera, se consideró, podía irse demostrando la factibilidad del cambio (Corzo, 2006) al tiempo en que se estimulaba la participación de las entidades federativas en el proceso de regulación de un derecho de nuevo tipo (Escobedo, 2006). El Pleno fundador del IFAI estuvo integrado por Horacio Aguilar Álvarez de Alba, Alonso Gómez Robledo Verduzco, Juan Pablo Guerrero Amparán, José Octavio López Presa y María Marván Laborde como presidenta. Como la designación del primer Pleno consideró la renovación paulatina a partir de una duración diferenciada del encargo, para 2005, en lugar de López Presa, se integra Alonso Lujambio Irazábal, quien fungiría como presidente del IFAI de 2006 a 2009. En la responsabilidad de comisionado, en el lugar ocupado por Lujambio Irazábal, fue designado Ángel Trinidad Zaldívar, mientras que la presidencia del organismo fue asumida por Jacqueline Peschard Mariscal para el
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periodo 2009-2013. Del IFAI fueron también comisionados Wanda Sigrid Arzt Colunga (2009-2014), María Elena Pérez-Jaén Zermeño (2009-2014) y Gerardo Laveaga Rendón (2012-2014), quien se desempeñó como último presidente del Pleno en esta etapa. Dentro del lapso descrito, el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública cambió su denominación a Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos, manteniendo el acrónimo IFAI. Lo anterior fue consecuencia de la reforma a la fracción XXIX-O del artículo 73 constitucional (Diario Oficial de la Federación, 30 de abril de 2009) y la expedición de la Ley Federal de Protección de Datos Personales en Posesión de Particulares (Diario Oficial de la Federación, 6 de julio de 2010), en virtud de lo cual se designa al IFAI como autoridad en materia de protección de datos en posesión de los particulares. Un cambio de mayor calado sucedió dentro del marco de la reforma constitucional en materia de trasparencia, archivos públicos y datos personales publicada en febrero de 2014 a partir de la cual los temas se normarían en leyes generales (como desde el inicio se consideró para la transparencia) y se reconfiguraría, entre otros aspectos, lo organizacional. En lo relativo al IFAI en funciones, de acuerdo con lo establecido, los comisionados en funciones podían buscar la ratificación de parte del Senado; lo intentaron sin lograrlo Arzt Colunga, Laveaga Rendón, Pérez-Jaén Zermeño y Trinidad Zaldívar, iniciándose así una nueva etapa. Sobre la evolución normativa y, en buena medida, su incidencia en el aspecto orgánico y el servicio público dan cuenta de manera pormenorizada análisis, reflexiones y testimonios publicados por los medios de comunicación de Arellano Gault (2008), Peña (2013), Merino (2013), Trinidad Zaldívar (2013), Peschard (2015) y Carmona Tinoco (2015), entre otros. Lo expuesto, sin pretender exhaustividad, permite proponer cuatro etapas de cambio organizacional —inicio (2002-2010); énfasis en la protección de
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datos personales (2010-2014); transición de “federal a nacional” (2014); nacional (a partir de 2015)— y enfatizar: 1) la evolución en el órgano máximo de gobierno, aumentando su número de integrantes de cinco a siete y pasando de un nombramiento de parte del titular del Ejecutivo, pudiendo ser objetado por el Senado, a uno hecho por el Senado —a partir de un procedimiento abierto e incluyente—, pudiendo ser objetado por el Ejecutivo; 2) el cambio en rango de acción, de uno limitado a las entidades de la administración pública federal —y de asesoría o referencia para los llamados “otros sujetos obligados” del orden federal— a uno amplio que incluye Ejecutivo, Legislativo y Judicial, así como de cualquier persona física, moral o sindicato que reciba y ejerza recursos públicos o realice actos de autoridad en el ámbito federal; 3) la naturaleza de su autonomía, evolucionando de una autonomía operativa, presupuestaria y de decisión a una autonomía constitucional. En mayo de 2014 ante el Pleno del Senado, rindieron protesta Francisco Javier Acuña Llamas, Rosendoevgueni Monterrey Chepov, Óscar Mauricio Guerra Ford, María Patricia Kurczyn Villalobos, Joel Salas Suárez, Ximena Puente de la Mora y Areli Cano Guadiana. La primera presidenta fue Puente de la Mora (2014-2017), a quien le siguió Acuña Llamas para el periodo 2017-2020. A partir de mayo de 2015, en virtud de la publicación de la Ley General de Transparencia, el IFAI comenzó a conocerse como INAI, acrónimo de Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales. La misma integración del Pleno en dos de las etapas de cambio organizacional enlistadas. A manera de provocación, considérese que es posible distinguir entre el ejercicio de un derecho (como el de acceso a la información) y la disposición orgánica o tipo de organización que puede garantizar su ejercicio. Alrededor de una organización pública pueden formularse dos preguntas generales: ¿cuándo es pertinente crearlas? y ¿cómo
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determinar su “mejor diseño”? De manera acotada, ¿por qué entre países difieren los mecanismos organizacionales para garantizar el acceso a la información o la protección de los datos personales? Establecer y hacer funcionar organizaciones tiene serias implicaciones y aun cuando pueda asegurarse de que son necesarias debe cuidarse la forma que tendrán (Grindle, 2004). A principios de la década pasada, cuando los organismos garantes comenzaban su funcionamiento, un cuestionamiento recurrente en la práctica fue por qué, si el asunto era la garantía de un derecho, no se creaban tribunales o instancias integradas por juristas (Peña, 2009). La respuesta que prevaleció hizo hincapié en la lógica alrededor de las decisiones de la transparencia (que no es sinónimo de derecho de acceso a la información) y la “ciudadanización” de su órgano máximo de gobierno, término empleado para describir una trayectoria profesional con elementos bastantes para suponer la garantía de la autonomía. En esa primera década de funcionamiento de organismos de transparencia se cuestionó, también, su propia existencia. El debate que en apariencia ya ha sido superado puede entenderse mejor a la luz de la experiencia del orden subnacional (Peña, 2009). En 2008 la Constitución de Querétaro se modificó para eliminar a la organización dedicada exclusivamente a las materias de acceso a la información y transparencia (llamada Comisión Estatal de Acceso a la Información Gubernamental, CEIG) trasladándole sus asuntos a la Comisión Estatal de Derechos Humanos (Periódico Oficial del Estado, 31 de marzo de 2008). El caso es emblemático por las siguientes tres razones: en materia de acceso a la información en los estados, fue la CEIG la primera organización en entrar en funciones; el promotor de la desaparición del organismo fue el mismo quien, siete años antes, había promovido su creación argumentando que se habían incrementado los costos pero no la efectividad para la promoción de la transparencia; la dinámica surgida entre organismos garantes para la defen-
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sa de la CEIG fue determinante en el funcionamiento de lo que eventualmente se denominaría COMAIP (Conferencia Mexicana para el Acceso a la Información Pública). El asunto se llevó hasta la Suprema Corte de Justicia, donde se ratifica el modelo nacional de tener organismos especializados y exclusivos en la materia. Cuando la presencia e importancia de la protección de los datos personales en la agenda pública fue contundente, alrededor de 2008, las organizaciones hasta entonces centradas mayormente en la transparencia comenzaron a transformarse. En los foros de análisis y encuentros académicos se cuestionó si debía o no crearse una instancia exclusiva para ello. La configuración del INAI es producto de su breve pero interesante historia (véase apartado de Antecedentes). El “mejor diseño” es aquel que se corresponde con las necesidades del contexto (Goodin, 2003; Offe, 2003). Alrededor del diseño se dice que lo más probable es que el éxito y su capacidad de supervivencia dependen más de “la confianza, cumplimiento y paciencia de las personas que soportan los costos de transición implicados” (Offe, 2003, p. 253) que de la calidad del diseño en sí. Al día de hoy, el INAI es un organismo constitucional autónomo. Sobre sus características, fortalezas y riesgos hay, también, una discusión en proceso. Miguel Parra Beltrán considera que “la autonomía es la figura jurídica más completa para lograr la efectividad de ciertas instituciones del Estado: en materia electoral, bancaria, educativa y de derechos humanos ha funcionado muy bien”. Agrega: “Esperemos que pronto contemos con más instituciones con esta característica, la que hará a México un país más democrático, menos centralista y por ende más libre” (Parra, 2004, p. 34). Carbonell (2004), López (2005) y Hernández (2003), identifican las siguientes características de los organismos constitucionales autónomos: 1) Configuración inmediata por la Constitución, es decir, que sea el
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propio texto constitucional el que determine su existencia; 2) Sean organismos necesarios e indefectibles en la medida en que si no existieran, o dejaran de hacerlo, se afectaría el funcionamiento del Estado de derecho; 3) Incidencia en la voluntad estatal “toda vez que estos entes participan en la dirección política del Estado y de ellos emanan actos ejecutivos, legislativos o jurisdiccionales que contribuyen a orientar de modo decisivo el proceso de toma de decisiones” (Hernández, 2003, p. 82); 4) Se ubican fuera de la estructura orgánica de los tres poderes tradicionales a través de la ausencia de controles burocráticos y autonomía financiera con garantías para evitar “la asfixia en el suministro de los recursos económicos” (Carbonell, 2004, p. 105); 5) La autonomía orgánica, funcional y, en ocasiones, presupuestaria. Los organismos constitucionales autónomos, de acuerdo con Ma. Antonieta Trujillo Rincón (1995), son aquellos que: desarrollan una actividad directa e inmediata del Estado, gozan de una completa independencia y paridad recíproca con respecto a los demás órganos del Estado y se encuentran en el vértice de la organización estatal sin que les sea aplicable ni el concepto de autarquía ni el de jerarquía. Cárdenas (2008) lo ha expuesto de la manera en que puede explorarse otro sentido: La influencia de los factores reales de poder ha obligado a construir nuevos órganos, los constitucionales autónomos, con el propósito de controlarlos. Sin embargo, éstos son colonizados y mediatizados en muchas ocasiones por los factores reales del poder, principalmente los partidos políticos (p. 64). La creación del INAI fue motivo de reflexión, en particular por las implicaciones que pudieran significar un ámbito nacional de actuación. De las opiniones de expertos recibidas por el Comité de Garantía de Acceso y Transpa-
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rencia de la Información durante el procedimiento de elaboración de las llamadas “leyes secundarias en materia de transparencia” hay dos que contribuyen a esta discusión. En su aportación relacionada con el borrador de lo que eventualmente fue la Ley General donde se “establece clara e indubitablemente que el IFAI será un organismo de carácter nacional”, María Marván Laborde (2014) reflexiona: Creo honestamente que se excede el mandato constitucional […] en todo caso [...] valdría la pena valorar la pertinencia de mantener los institutos locales. La confusión de atribuciones, competencias y responsabilidades trabajará en contra de la transparencia y complicará los procesos de acceso a la información […] considero que si el IFAI va a ser un organismo de carácter nacional será imposible que opere sin oficinas en todos y cada uno de los estados. En una postura que considero complementa el punto, dentro del mismo ejercicio el entonces presidente de la COMAIP acotó: “Se considera que la Ley general debe ceñirse a eso, a cuestiones meramente procedimentales y no a cuestiones estructurales y orgánicas, cuestión que cada entidad federativa debe determinar atendiendo a su complejidad y necesidad” (Rascado, 2014). Por su arquitectura normativa y su diseño orgánico-funcional, el INAI (y su antecedente, el IFAI) puede ser identificado como particular y propio de México, sin entes con los que se pueda comparar, de manera total, en la experiencia internacional. Sus contrapartes de hecho en otros países son rectores en alguno de sus temas (transparencia o datos personales), pero no en todos ellos. La innovación que en su momento significó la creación del IFAI fue considerada como base para otras experiencias en América Latina. De manera específica, la creación del Consejo para la Transparencia (Chile) consideró el ejemplo mexicano (Larraín, 2008; IFAI, 2010).
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¿Promesas incumplidas de la transparencia? A manera de conclusión Mientras que la participación ciudadana, académica y periodística fue clave para el tema en el orden federal, en las entidades federativas no sucedió lo mismo. De los estados de la república, Jalisco es de los pocos donde puede ubicarse un claro interés por destacar un origen ciudadano. En las demás entidades la movilización ciudadana previa a la colocación del tema en la agenda ha quedado en la anécdota, en referencia obscura. Cuando en Querétaro se vivió uno de los momentos más álgidos respecto a la viabilidad del organismo garante de la transparencia, refirió Miguel Treviño de Hoyos: “La familia de mi esposa es de Querétaro y no es tema la desaparición de la Comisión de Transparencia, eso nos debiera preocupar”. Según Offe (2003, p. 257), una institución “que funciona alivia a los actores de sus preocupaciones sobre objetivos o estrategias, ya que es posible confiar en que un curso de acción institucionalmente prescrito tendrá efectos beneficiosos o, al menos, aceptables”. Evidentemente, esto no sucedió y la pregunta obligada es por qué. Es, sin duda, para preocuparse. Las crisis que el tema de la transparencia ha sufrido en sus organismos garantes, que van desde la falta de legitimación y credibilidad de quienes los encabezan hasta problemas administrativos y de corrupción, se han presentado, han madurado y se han resuelto —en el mejor de los casos— alejados de la mirada de la ciudadanía. No hay, en los estados, un auténtico sentimiento de pertenencia respecto del tema: queda la impresión de que la solución resulta más cara que el problema. Después de que la transparencia se incluyera en el discurso político, en las políticas y programas de gobierno y en las leyes de México, hace ya dos décadas, no es claro qué tanto se han logrado los beneficios que de ella se esperaban. ¿Qué se esperaba de la transparencia? Se esperaba que for-
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taleciera a la ciudadanía, que incrementara la confianza del ciudadano en su gobierno, que facilitara la comunicación del ciudadano y su gobierno, se suponía que iba a combatir la corrupción. Hoy no tenemos certeza de cómo la transparencia ha abonado en alguno de estos temas. La realidad se ha impuesto: hay información en Internet, pero no siempre es clara ni se actualiza con la periodicidad necesaria; los tiempos de respuesta son relativamente cortos, pero la calidad de las respuestas deja mucho que desear, no se ve el trabajo de los institutos de transparencia en los estados. Paradójico: ahora el primer reto que tienen éstos es su propia transparencia. Cuando comenzó lo de la transparencia se consideró que la mejor manera de implantarla era a través de organismos autónomos y “ciudadanizados” y con leyes flexibles y sencillas. La idea no parecía mala: la autonomía permitiría independencia de criterio, la “ciudadanización” garantizaba que los funcionarios de la transparencia “no tuvieran cola que les pisen” y las leyes flexibles harían que todos los ciudadanos pudieran ejercer su derecho sin mayor problema. Otra vez la realidad se ha impuesto. Los institutos deben asumir un nuevo paradigma: pasar del alejamiento que se han autoimpuesto y buscar una sana cercanía. Debe haber una redefinición y debe ser desde dentro de los propios institutos. Cualquier intento externo podrá ser interpretado como intervención y retroceso. Los institutos de transparencia sí necesitan redefinir sus acciones y el papel que deben desempeñar. Deben asumirse no como islas, sino como parte de un esfuerzo que debe ser conjunto y cuya intención es que las cosas se hagan mucho mejor. Una parte importante de los institutos de transparencia en los estados ha pasado por largos periodos de crisis. Prácticamente ninguno de ellos, contrario a lo que pudiera pensarse, es producto de gobiernos estatales que quisieran entorpecer el trabajo que se realiza en estos institutos. En
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el fondo, el origen de los problemas está adentro: pleitos entre los consejeros, problemas administrativos, falta de planeación y claridad en lo que deben hacer, escándalos: es paradójico, pero ahora el primer reto que tienen los institutos de transparencia es la transparencia de los propios institutos. Cuando una institución no logra cumplir su objetivo, podemos atribuir su fracaso a una de estas dos causas: (1) un diseño erróneo de la institución con relación al cumplimiento de ese objetivo; y (2) un error de un individuo en particular dentro de la institución. Desde la perspectiva de la política pública, dice Goodin (2003, p. 19), “consideramos bien diseñada a aquella que se corresponde adecuadamente con las demás y con el sistema político, económico y social en el cual está inserta”. En el caso de la transparencia, las piezas no parecen estar en equilibrio. David Arellano Gault (2008) ha dicho que la problemática que se tiene en cuanto a las expectativas no satisfechas de la transparencia tiene relación con que la construcción social en torno a ella, la transparencia, se ha basado más en esperanzas sin sustento teórico ni analítico. La línea dominante para el entendimiento del tema ha tomado la forma de concatenación aparentemente sólida de acontecimientos sociales y jurídicos. Al entenderse la transparencia como una conquista social, cualquier pretensión de modificación al esquema existente podría interpretarse como una intromisión o retroceso en contra de los intereses sociales que impulsaron su nacimiento. Si sólo entendemos la transparencia como un fenómeno jurídico, querremos solucionar todos reformando leyes. No puede entenderse la transparencia fuera de un sistema democrático. Sin embargo, en el caso mexicano, identificar una clara relación entre estos elementos es algo más complejo de lo que se ha querido aceptar. ¿Habrá sido, el tema de la transparencia, un tema —issue, en términos de la agenda de gobierno— que no observó estas recomendaciones?
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