Por último el corazón, Margaret Atwood

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Margaret Atwood

por último, el corazón Traducción del inglés de Laura Fernández Nogales


Título original: The Heart Goes Last Ilustración de la cubierta: © Getty Images Diseño de la ilustración de la cubierta: David Mann Copyright © O. W. Toad Ltd., 2015 Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2016 Citas de la página 9: «La Metamorfosis», de Ovidio, traducción de Consuelo Álvarez y Rosa Mª Iglesias, y «Sueño de una noche de verano», de William Shakespeare, traducción de Manuel Ángel Conejero Dionís-Bayer. Por cortesía de Ediciones Cátedra. La traducción de esta obra ha recibido la ayuda del Canada Council for the Arts.

Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A. Almogàvers, 56, 7º 2ª - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99 www.salamandra.info Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. ISBN: 978-84-9838-761-2 Depósito legal: B-21.195-2016 1ª edición, noviembre de 2016 Printed in Spain Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1 Capellades, Barcelona


A Marian Engel (1933-1985), Angela Carter (1940-1992) y Judy Merril (1923-1997) Y a Graeme, como siempre


... níveo, con arte felizmente milagroso, esculpió un marfil... De una virgen verdadera es su faz, que vivir creerías, y si no lo impidiera el respeto, que quería moverse: el arte hasta tal punto escondido queda en el arte suyo... Los labios le besa y que le devuelve cree y le habla y la sostiene... O vidio «Pigmalión y Galatea», en el Libro X de Metamorfosis A la hora de la verdad, estas cosas no producen la sensación adecuada. Están hechas de un material gomoso que en nada se parece a las sensaciones que produciría cualquier parte del cuerpo humano. Intentan compensarlo diciéndote que las sumerjas primero en agua caliente y luego uses un montón de vaselina... Adam Frucci «I Had Sex With Furniture», en Gizmodo, 17/10/2009 Los amantes y los locos tienen tan arrebatada la mente, tan plagada de fantasías, que perciben más de lo que la pura razón alcanza a comprender. William Shakespeare Sueño de una noche de verano



i ¿DÓNDE?



Apretujados

En el coche duermen apretujados. De entrada, como se trata de un Honda de tercera mano, no es ningún palacio. Si fuese una furgoneta dispondrían de más espacio, pero ni siquiera cuando creían tener dinero habrían podido permitirse un lujo como ése. Stan dice que son afortunados por tener el vehículo que sea, pero esa fortuna no hace que el coche sea más grande. Charmaine cree que Stan debería dormir en el asiento de atrás, porque necesita más espacio —sería lo justo, él es más alto—, pero tiene que quedarse delante por si han de salir pitando en caso de emergencia. Stan no confía en la capacidad de Charmaine para reaccionar en esas circunstan­ cias: dice que estaría tan ocupada gritando que no podría conducir. Por eso Charmaine se acomoda en el asiento tra­ sero, más amplio, aunque, incluso así, tampoco puede esti­ rar el cuerpo del todo y se ve obligada a enroscarse como un caracol. Casi siempre tienen las ventanillas subidas a causa de los mosquitos, las bandas y los gamberros solitarios. Los solitarios no suelen llevar pistolas ni cuchillos —si llevan esa clase de armas has de marcharte el triple de rápido—, pero lo más probable es que estén como una cabra, y un loco con un objeto metálico o una piedra, o incluso un zapato de tacón de aguja, puede hacer mucho daño. Les da por

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creer que eres un demonio, un muerto viviente o una puta vampira y, por muy razonables que sean tus esfuerzos para calmarlos, no hay manera de hacerles cambiar de opinión. La abuela Win solía decir que lo mejor que se puede hacer con los locos —en realidad, lo único que se puede hacer— es alejarse de ellos. Con las ventanillas subidas, salvo por una mínima ren­ dija, el aire se carga y se satura con sus efluvios. No hay muchos sitios adonde puedan ir a ducharse o a lavar la ropa, y eso pone de mal humor a Stan. A Charmaine también, pero ella se esfuerza como buenamente puede por acallar ese sentimiento y ver el lado positivo de las cosas. Total, ¿de qué sirve quejarse? «¿De qué sirve nada?», se pregunta a menudo. Pero de qué sirve siquiera pensar si las cosas sirven de algo. Por eso ella prefiere exclamar: —Cariño, ¡vamos a animarnos! Stan podría contestarle: «¿Por qué? Dame un puto mo­ tivo para animarme.» O quizá le diría: «Cariño, ¡cállate!», imitando su tono despreocupado y positivo, lo cual sería cruel por su parte. Stan puede ser más bien cruel cuando se enfada, pero en el fondo es un buen hombre. La mayoría de las per­ sonas son buenas en el fondo, si se les concede la ocasión de demostrar su bondad: Charmaine está decidida a seguir cre­ yendo en esa máxima. Una cosa que ayuda a revelar lo mejor de las personas es una ducha, porque, como solía decir la abuela Win: «El aseo y la devoción siempre van de la mano.» Era una de las muchas cosas que solía decir, como: «Tu madre no se suicidó, sólo eran habladurías. Tu padre lo hizo lo mejor que pudo, pero tenía que tragar mucho y no lo soportó más. Deberías esforzarte por olvidar todo lo demás, porque ningún hombre es responsable de sus actos cuando ha bebido demasiado. —Y luego añadía—: ¡Vamos a hacer palomitas!» Y hacían palomitas, y la abuela Win decía: «No mires por la ventana, cariño, es mejor que no veas lo que están haciendo.

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No es agradable. Gritan porque les apetece. Se están expre­ sando. Siéntate aquí conmigo. Al final todo ha salido bien, fíjate, ahora estás aquí conmigo, ¡las dos a salvo y felices!» Pero eso no duró. La felicidad. Estar a salvo. El ahora.

¿Dónde? Stan se revuelve en el asiento delantero, intentando ponerse cómodo. Pero no hay puta manera de conseguirlo. ¿Y qué puede hacer? ¿Adónde pueden ir? No hay ningún lugar seguro, no hay instrucciones. Es como si lo arrastrara una ventolera salvaje pero indecisa y lo tuviera dando vueltas y vueltas sin rumbo fijo. Sin escapatoria. Se siente muy solo y, a veces, al estar con Charmaine, la sensación incluso aumenta. La ha decepcionado. Stan tiene un hermano, sí, pero ése sería el último re­ curso. Conor y él han seguido caminos distintos, por decirlo de una manera fina. La manera burda sería explicar que tu­vieron una pelea de borrachos a medianoche, en la que in­ tercambiaron con desparpajo apelativos como «capullo», «ca­ bronazo» y «tonto del culo»; de hecho, Conor había preferi­ do explicar de esa manera la última vez que se vieron. En honor a la verdad, Stan había elegido la misma, aunque él nunca había sido tan malhablado como Con. Según la opinión de Stan —la que tenía en ese mo­ mento—, Conor estaba a un paso de convertirse en un de­ lincuente. Por su parte, Con opinaba que Stan era un lacayo del sistema, un lameculos, un falso y un cobarde. Tenía los huevos de un renacuajo. ¿Dónde estará el escurridizo Conor ahora? ¿Qué estará haciendo? Por lo menos él no habrá perdido el trabajo en la crisis financiera y empresarial que ha convertido esa parte

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del país en un montón de chatarra oxidada: si no tienes tra­ bajo, no puedes perderlo. Al contrario que Stan, él no se ha visto expulsado, desterrado, condenado a una vida errante y frenética de rancio olor a sobaco y arenilla en los ojos. Con siempre ha vivido de lo que podía gorronear o mangar a los demás, ya desde crío. Stan no ha olvidado la navaja suiza para la que tanto había ahorrado, su Transformer, aquella pistola Nerf con dardos de espuma: todo desaparecía por arte de magia y Con, el hermano pequeño, siempre sacudía su cabecita, no, no, qué va, ¿quién, yo? Stan se despierta por la noche pensando por un momen­ to que está en su cama de casa, o por lo menos en algo pare­ cido a una cama. Alarga el brazo buscando a Charmaine y, al no encontrarla, descubre que sigue dentro del coche apestoso y que necesita mear, pero le da miedo abrir la puer­ ta a causa de las voces chillonas que se acercan, las pisadas que crujen en la grava o resuenan, sordas, en el asfalto, y qui­ zá un puñetazo en el techo y una cara llena de cicatrices, con una sonrisa mellada junto a la ventanilla: «¡Mira lo que tenemos aquí! ¡Una zorrita! ¡Vamos a divertirnos! ¡Pásame la pa­lanca!» Y a continuación, el susurro aterrorizado de Charmaine: «¡Stan! ¡Stan! ¡Tenemos que irnos! ¡Tenemos que irnos ahora mismo!» Como si él no se hubiera dado cuenta. Stan siempre deja la llave puesta en el contacto. Acelerón, chirrido de ruedas, gritos y mofas, el corazón en la boca ¿y luego qué? Más de lo mismo en otro aparcamiento o en algún callejón, en cualquier otro sitio. Estaría bien tener una ametralladora: algo más pequeño no serviría. Sin embargo, de momento su única arma es la huida. Se siente perseguido por la mala suerte, como si la mala suerte fuera un perro rabioso que lo acecha, le sigue el ras­ tro, lo aguarda con paciencia a la vuelta de cada esquina. Lo observa agazapado bajo los arbustos y le clava su diabólica mirada amarilla. A lo mejor lo que necesita es un curandero, 16


una sesión completa de vudú. Y un par de billetes de cien dólares para poder permitirse una noche en un motel y sen­ tir a Charmaine a su lado en vez de tenerla tan lejos, en el asiento de atrás. Sería lo mínimo: desear más que eso ya sería pedir demasiado. La compasión de Charmaine todavía empeora más las cosas. Se esfuerza en exceso. —No eres un fracasado —le dice—. Sólo porque ha­ yamos perdido la casa, estemos durmiendo en el coche y te hayan... —No quiere decir la palabra «despedido»—. Y tú no has tirado la toalla, por lo menos estás buscando trabajo. Eso de perder la casa y, y... eso le ha pasado a mucha gente. A la mayoría. «Pero no a todo el mundo —quisiera contestarle Stan—. No le ha pasado a todo el mundo, joder.» A la gente rica no le ha pasado.

Al principio les iba bien. Por aquel entonces los dos tenían empleo. Charmaine trabajaba en Ruby Slippers, una cadena de residencias y clínicas para ancianos. Se encargaba de or­ ganizar actividades para entretenerlos y toda clase de even­ tos —sus supervisores decían que tenía buena mano con los ancianos— y se estaba abriendo camino. A Stan también le iba bien: era uno de los ayudantes del departamento de Con­ trol de Calidad en Dimple Robotics, y se encargaba de probar el Módulo Empático de los prototipos automáticos destinados a los departamentos de Atención al Cliente. A los clientes no les bastaba con que alguien les metiera la compra en una bolsa, solía explicarle a Charmaine: querían tener la sensación de comprar de verdad, y eso incluía una sonrisa. Lo de las sonrisas era complicado; se podían convertir en muecas o expresiones lascivas, pero si dabas con la sonrisa adecuada, los clientes pagaban un poco más. Era asombroso recordar, ahora, en qué cosas gastaba dinero extra la gente en otros tiempos.

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Habían celebrado una boda íntima: sólo amigos, ya que a ninguno de los dos le quedaba mucha familia: en ambos casos, los padres estaban muertos. Charmaine dijo que ella, de no haber sido así, tampoco habría invitado a los suyos, pero no explicó el motivo porque no le gustaba hablar de ellos. En cambio, sí habría querido que estuviera presente su abuela Win. A saber dónde estaba Conor. Stan no lo buscó, porque, si llega a aparecer, probablemente habría intentado meterle mano a Charmaine o llamar la atención con cualquier otra artimaña. Luego se fueron de luna de miel a la playa, en Georgia. Ése fue el punto álgido. En las fotos salen los dos morenos y sonrientes, rodeados de un halo de luz solar que parece niebla, levantando los vasos de —¿qué era eso?, algún cóctel tropical con demasiado concentrado de lima—, levantando los vasos para brindar por su nueva vida. Charmaine llevaba un top retro con estampado de flores atado al cuello, un pareo a la cintura y una flor de hibisco detrás de la oreja, su brillante melena rubia revuelta por la brisa, y él, una camisa verde con pingüinos que había elegido Charmaine y un sombrero panamá; bueno, no era un verdadero panamá, pero era del mismo estilo. Qué jóvenes parecen, qué intactos. Qué ansiosos por estrenar el futuro. Stan le mandó una de esas fotografías a Conor para de­ mostrarle que por fin tenía una chica que no le podría levantar; y también para que le sirviera de ejemplo del éxito al que podía aspirar si sentaba la cabeza, enderezaba su vida y dejaba de trapichear y de vivir al margen de la ley. No era que Con no fuera listo: era demasiado listo. Siempre se salía con la suya. Con respondió con un mensaje: «Buen culo y bonitas tetas, hermano. ¿Sabe cocinar? Aunque pareces tonto con esos pingüinos.» Típico: tenía que burlarse, tenía que con­ testar con desdén. Eso fue antes de que cortara el contacto, borrara su correo electrónico y se negara a darle su dirección.

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De vuelta en el norte dieron la entrada para una casa, un pisito de dos habitaciones donde empezar a vivir, un poqui­ to falto de amor, pero con espacio para formar una familia, según dijo el vendedor con un guiño. Parecía asequible, pero al mirar atrás, la decisión de comprar había sido un error: tuvieron que hacer reformas y reparaciones y eso incrementó el préstamo de la hipoteca. Se convencieron de que podrían salir adelante, no eran muy derrochadores y trabajaban mu­ cho. Eso fue lo peor: el trabajo duro. Stan se dejó el culo trabajando. Para lo que le ha servido, podría habérselo aho­ rrado. Lo cabrea recordar lo mucho que trabajó. Y entonces todo se fue a tomar viento. Dio la sensación de que ocurría de la noche a la mañana. No sólo en su vida personal: todo el castillo de naipes, el sistema entero se hizo pedazos, miles de millones de dólares desaparecieron de los libros de contabilidad como el vaho de una ventana. Por la tele, salieron una multitud de expertos de poca monta, inten­ tando explicar cómo había ocurrido —demografía, pérdida de confianza, gigantescos sistemas de venta piramidal—, pero sólo eran un montón de conjeturas baratas. Alguien había mentido, alguien había engañado, alguien había especulado en bolsa con operaciones bajistas, alguien había inflado las divisas. Faltaba trabajo, sobraba gente. O al menos faltaba trabajo para medianías como Stan y Charmaine. La zona nor­ deste del país, que era donde vivían ellos, fue la más afectada. La sección de Ruby Slippers en la que trabajaba Char­ maine empezó a tener problemas: era una institución ex­ clusiva y muchas familias ya no podían permitirse el lujo de dejar allí a sus ancianos. Las habitaciones se vaciaron y empezó el recorte de gastos. Charmaine solicitó un traslado —a la cadena todavía le iba bien en la Costa Oeste—, pero no se lo concedieron y acabaron por despedirla. A continua­ ción, Dimple Robotics cerró y se trasladó al oeste, y Stan se vio en caída libre, y sin paracaídas. Se sentaron en su casa recién estrenada, en su sofá nue­ vo con los almohadones floreados que Charmaine tanto se

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había molestado en combinar, y se abrazaron, se dijeron que se querían, Charmaine rompió a llorar y Stan le dio unas palmaditas en la espalda y se sintió impotente. Charmaine consiguió un empleo temporal de camarera; cuando ese local cerró, encontró otro. Y luego otro, en un bar. No eran establecimientos lujosos; esa clase de sitios es­ taban desapareciendo, porque la gente que se podía permitir pagar comidas caras se había desplazado con sus banquetes al oeste o a países exóticos donde nunca había existido el concepto de salario mínimo. Stan, en cambio, no había tenido tanta suerte con los trabajos esporádicos: demasiado cualificado, según le dijeron en la empresa de colocación. Él les explicó que no se le caían los anillos, que podía fregar suelos, cortar el césped. Ellos sonrieron —¿qué suelos?, ¿qué césped?— y le dijeron que conservarían sus datos en el archivo. Pero entonces también cerró la empresa de colocación, porque... ¿qué sentido tenía mantenerla abierta si no había trabajo?

Aguantaron en su casita, sobreviviendo a base de comida rápida y del dinero que habían sacado de vender los muebles, ahorraban tanta energía como podían y se sentaban a oscu­ ras, con la esperanza de que las cosas mejorarían. Al final pusieron la casa en venta, pero para entonces ya no había compradores; las casas contiguas a la suya estaban vacías y los saqueadores ya habían pasado por allí para llevarse cual­ quier cosa que se pudiera vender. Un día ya no les quedaba dinero para pagar la hipoteca y les congelaron las tarjetas de crédito. Abandonaron la casa antes de que los echaran y se largaron con el coche antes de que se lo reclamaran los acreedores. Por suerte, Charmaine guardó un poco de efectivo. Con eso y el sueldo minúsculo que ganaba en el bar, más las pro­ pinas, han podido pagar la gasolina y conservar un apartado de correos que les permitía fingir que tenían una dirección 20


por si a Stan le salía algo y, muy de vez en cuando, hacer una visita a la lavandería, cuando ya no soportaban seguir llevan­ do la ropa sucia. Stan ha vendido sangre dos veces, aunque no le pagan mucho. —No te lo vas a creer —le dijo una mujer mientras le daba un vaso de papel con sucedáneo de zumo después de la segunda donación—, pero hay gente que ha venido a preguntarnos si queríamos comprar la sangre de sus bebés, ¿te imaginas? —No jodas —dijo Stan—. ¿Por qué? Los bebés no tie­ nen mucha sangre. Ella le contestó que era más valiosa. Le dijo que había visto en las noticias que una renovación sanguínea total, sangre joven en vez de vieja, prevenía la demencia y retrasaba el reloj biológico veinte o treinta años. —Sólo se ha probado en ratones —le explicó—. ¡Y los ratones no son personas! Pero la gente se agarra a un clavo ardiendo. Ya hemos rechazado como una docena de ofertas de personas que querían vender la sangre de sus bebés. Les de­ cimos que no podemos aceptarla. Alguien la estará aceptando, pensó Stan. Apuesta lo que quieras. Si hay dinero de por medio...

Ojalá pudieran encontrar algún sitio con mejores perspec­ tivas. Dicen que Oregón está en pleno crecimiento —un auge alentado por el descubrimiento de minerales raros, que China compra en grandes cantidades—, pero ¿cómo van a llegar hasta allí? Ya no dispondrían del goteo de dinero de Charmaine, se quedarían sin gasolina. Podrían abandonar el coche, intentar hacer autoestop, pero a Charmaine la aterro­ riza la idea. El coche es la única barrera que los protege de la violación en grupo, y no sólo a ella, dice, teniendo en cuenta los elementos que deambulan sin pantalones por la noche. Y algo de razón tiene.

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¿Qué debe hacer él para sacarlos de ese agujero? Haría lo que fuese. Antes el mundo empresarial ofrecía muchos trabajos de lameculos, pero ahora esos culos ya no están a su alcance. La banca ha abandonado la zona y la industria también; los genios de lo digital han migrado a pas­tos más jugosos, en lugares y países más prósperos. El sector servi­ cios solía presentarse como una promesa de salvación, pero esos empleos también escasean, al menos por aquí. Uno de los tíos de Stan, que ya falleció, había sido chef cuando ser cocinero era un buen curro, porque los ricachones aún vivían en territorio continental y los restaurantes de lujo eran gla­ murosos. Pero hoy en día ya no es así, porque esa clase de clientes se han ido a vivir a islas artificiales libres de impues­ tos. Y cuando la gente es tan rica, lleva consigo a sus propios cocineros. Otra medianoche, otro aparcamiento. Es el tercero de la no­ che; han tenido que marcharse de los dos anteriores. Ahora están tan nerviosos que no consiguen conciliar el sueño. —¿Y si probamos suerte con las tragaperras? —propone Charmaine. Ya lo hicieron en una ocasión y sacaron diez dólares. No fue mucho, pero por lo menos no lo perdieron todo. —Ni hablar —contesta Stan—. No podemos arriesgar­ nos, necesitamos el dinero para gasolina. —Cómete un chicle, cariño —dice Charmaine—. Re­ lájate un poco. Duérmete. Tu cerebro está demasiado activo. —¿Qué cerebro, joder? —replica Stan. Hay un silencio dolorido: no debería tomarla con ella. Imbécil, se dice. Nada de esto es culpa suya. Mañana se tragará el orgullo. Irá a buscar a Conor, le echará una mano con cualquier timo en el que ande metido, se integrará en el submundo de los delincuentes. Tiene una idea de por dónde empezar a buscar. O quizá sólo le pida un prés­tamo, suponiendo que Con vaya bien de pasta. Parece

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que se ha dado la vuelta la tortilla —antes, cuando eran más jóvenes y todavía no había encontrado la manera de saltarse las normas del sistema, era Conor quien le pedía dinero a él—, pero Stan hará bien en no recordarle a su hermano cómo eran las cosas. O quizá sí debería recordárselo. Con está en deuda con él. Podría decirle que ha llegado la hora de devolver los favo­ res o algo así. Tampoco es que tenga con qué negociar. Pero de todos modos, Con es su hermano. Y él es el hermano de Con. Y eso tiene que significar algo.

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