Memorias de una beatnik

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MEMORIAS DE UNA BEATNIK Diane Di Prima

Traducción y prólogo:

Rubén Medina

m at ade r o México 2020


DI PRIM A Y SUS MEMORI AS $ Rubén Medina

A finales de los años 50, Diane Di Prima formó parte de una de las mayores revueltas en contra de las tradiciones patriarcales en Estados Unidos. Su huella ha quedado fuertemente grabada en la cultura norteamericana. Poeta, artista visual y activista, precursora de la segunda ola del feminismo que buscaba la igualdad de la mujer en la sexualidad, el trabajo, la familia, el arte y los espacios públicos. Fue una estudiosa del budismo, experta en tradiciones esotéricas y pionera de la psicodelia. Diane Di Prima creció en Brooklyn, Nueva York, en una familia de emigrantes italianos entre los que se contaba un abuelo anarquista, amigo de Carlo Tresca y Emma Goldman. Empezó a escribir a los siete años y durante su adolescencia la escritura se volvió una actividad constante que no dejaría hasta su muerte en octubre de 2020. Abandonó la universidad en 1953, a los diecinueve años, después de estudiar física, para ir a vivir al Bajo Lado Este de Nueva York, y explorar así las posibilidades de una vida auto-suficiente, así como los deseos de una joven mujer blanca inmersa en un mundo racial y económicamente segregado, además de escribir. Ese mismo año comenzó una amistad con Ezra Pound, a quien visitó en el hospital psiquiátrico de Saint Elizabeth. Colaboraró con el coreó­g rafo, James Warig, con el que estuvo a cargo de varias representaciones en el Living Theatre. En 1957 Di Prima conoció a Ginsberg, Keroauc, Orlovsky y Corso en Nueva York, y a partir de ahí empezó una estrecha colaboración con ellos. Esto sucedió dos años después del famoso recital del 7 de octubre en la Galería Sexta de San Francisco, que da inicio al llamado Renacimiento poético de San Francisco y al fenómeno literario beat. La colaboración de Di Prima marca 7


una ruptura en el modus operandi beat, un grupo conformado exclusivamente por hombres, que se caracterizaba hasta entonces por tener duras actitudes machistas y misóginas. Di Prima se une al movimiento como poeta y activista, es decir, de igual a igual, no como las mujeres ligadas anteriormente al grupo, que generalmente ocupaban el rol de compañeras, amantes, cómplices de sus aventuras y archivistas de sus obras, aunque muchas escribieron posteriormente el testimonio de su experiencia. Ese fue el caso de Edie Parker, Carolyn Cassidy, Joan Haverty Kerouac, Joan Vollmer, Johana McClure, Eileen Kaufman y Hettie Jones. A diferencia de ellas, Di Prima, junto con Anne Waldman y Joanne Kyger, fue una parte medular de la literatura y experimentación poética beat.1 Junto con otros poetas, fundó el New York Poets Theatre, en el que se producían obras de un acto y performance. Con Leroi Jones (Amiri Baraka) fundó la revista Floating Bear en 1961. Durante los años sesenta Di Prima dividió su vida entre la comunidad psicodélica de Timothy Leary en Millbrook, en el norte del estado de Nueva York, y viajando en una camioneta Volkswagen con sus hijos por todo el país, dando recitales de poesía en galerías, bares, entradas de tiendas, salones de baile y universidades. En 1968 se instaló finalmente en San Francisco y formó parte de los Diggers, un grupo de multi-performance que incluía actos en reuniones políticas o la distribución de comida entre personas pobres. En la década siguiente, Di Prima pasó del activismo político a la vida contemplativa y espiritual, dedicándose seriamente al estudio del budismo, la enseñanza de tradiciones esotéricas y dirigir talleres de poesía. Di Prima empezó a publicar desde muy joven. Algunos de sus libros más destacados son: This Kind of Bird Flies Backward 1. Véase, al respecto, “Algunos semáforos antes de entrar a la carretera”, prólogo que escribimos John Burns y yo para la antología bilingüe, Una tribu de salvajes improvisando a las puertas del infierno. México: Aldus/UANL, 2012, pp. 9-20.

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(1959), Dinners and Nightmares (1961), The New Handbook of Heaven (1963), Poets Vaudeville (1964), Haiku (1966), Earthsong (1968), Hotel Albert (1968), The Book of Hours (1970), Revolutionary Letters (1971), Selected Poems (1975). Uno de sus más ambiciosos libros de poesía es Loba (1978). Se trata de un volumen dividido en ocho secciones en los que Di Prima combina poemas líricos y épicos, cuyo propósito es pasar revista a varias figuras femeninas a través de las mitologías patriarcales de Occidente (Eva, Lilith, Perséfone, La Virgen María) y proponer nuevos mitos y papeles para las mujeres, ligados a la experiencia de la poesía. En 1983 participó en la fundación del Instituto de Artes Mágicas y Curativas de San Francisco, en donde impartió clases sobre tradiciones espirituales durante una década. En 1999 recibió el título honorario de Doctora en Literatura por la Universidad Lawrence, y en 2009 se convirtió en Poeta Laureada de San Francisco. Aparte de sus Memorias de una beatnik (1969) también es autora de Recollections of My Life as a Woman (2001), y de una veintena más de libros de poesía. $ Di Prima escribe sus Memorias en 1968, a los 34 años, una vez que se ha mudado a San Francisco y se ha convertido en madre. El relato narra el proceso de maduración de su vida como escritora. Un proceso que sin embargo no está concentrado en la experiencia de escribir, de llegar a configurar aquello que exigía Virginia Woolf como preámbulo para escribir (el cuarto propio), sino de vivir en una época que representa un momento de gran ruptura e independencia porque algunas mujeres estadounidenses blancas empezaron a vivir fuera de casa, pero esta vez no instigadas por el matrimonio, la crianza o el sueño de ir a la universidad, sino a fin de explorar distintos modos de ser, experimentar la vida, y muy particularmente su sexualidad. De hecho, ese proceso de maduración queda subrayado al final del relato, cuando Di Prima proclama “Hemos alcanzado 9


la mayoría de edad”, que emerge del cruce de varios eventos y experiencias: el encuentro y lectura de Aullido de Ginsberg, su sentido de haber encontrado una comunidad de artistas con un mismo sentido de búsqueda y el rechazo de las normas dominantes de la cultura, así como la conciencia de los cambios a su alrededor, que van tomando lugar desde el fin de la Guerra de Corea, cuando algunos amigos simplemente abandonaron la vida exploratoria y volvieron a la protección de sus hogares, o en algunos casos, siguieron en la aventura inconforme bajo un sentido de integridad a fin de no convertirse en “vendidos”. Así, el relato marca también el fin de la bohemia y la apertura de un nuevo horizonte de actividad literaria y política para Di Prima. Las Memorias no tienen una precisión temporal. Primero nos ofrecen una secuencia referida al transcurso de meses (febrero, abril) sin indicar el año, luego a estaciones (primavera, verano), y al final se comprimen experiencias que según parece sucedieron durante un par de años. Varias referencias en el texto nos revelan algunas pistas y lo sitúan: Di Prima alude a su abandono de la universidad, que acontece en 1953, para irse a vivir a Nueva York con sus amigas; más tarde encuentra el poemario The Vestal Lady and Other Poems de Gregory Corso en la librería que cuida brevemente en Manhattan; en los capítulos finales también anota que han pasado los horrores de la ejecución de los Rosenberg por ser acusados de espías soviéticos, la revolución húngara, y ha encontrado una copia de Aullido y otros poemas de Ginsberg, todos éstos eventos ocurridos en 1956. El relato termina con su encuentro en Nueva York con Ginsberg y Keroauc, en 1957, por lo tanto podemos inferir que comprende las experiencias de Di Prima ocurridas entre 1953 y 1957. En este sentido, Memorias de una beatnik puede verse como la contraparte de En el camino de Kerouac, novela que define a una generación emergente en la que los personajes van en busca de nuevas experiencias y a través de sus viajes de costa a costa van explorando comportamientos anti-normativos, que revelan una profunda insatisfacción contra la conformismo es10


tadounidense de la postguerra. Si bien la narración de Kerouac se sitúa a finales de los años cuarenta —él es mayor que Di Prima por seis años— y la Di Prima en los cincuenta. Hay que tener en cuenta, no obstante, que el relato de Di Prima es anterior a la segunda ola del feminismo estadounidense, a la contracultura de los años sesenta, la psicodelia, el rock, e incluso al fenómeno beat. Su contundencia radica en que nos permite ver su lucha por dejar de ser el objeto de representación del deseo masculino, romper con el confinamiento a los espacios domésticos, acabar con la división sexual y los privilegios masculinos y, en este proceso de formación como escritora, convertirse en precursora de todas estas demandas. La emergencia de ese nuevo sujeto femenino y feminista ocurre pues en los cincuenta; década en que predomina un sentimiento conservador y el auge del consumismo. La Guerra Fría divide al mundo en democracia contra comunismo, y se encarga de promover una campaña de miedo entre la población local y global frente al peligro rojo. Son años en que se impone la educación obligatoria, las familias blancas se empiezan a mudar a las orillas de las ciudades para evitar a los negros y otros grupos étnicos marginados. Estados Unidos afirma su poderío imperial a nivel global, impone un control militar y económico en varios países (por ejemplo, Guatemala en 1954). Empieza a producir una gran cantidad de productos culturales y masivos al resto del continente, como series de TV, películas, estilos de moda, música. Pero son años también de la bohemia artística y el relato de Di Prima da amplio testimonio de ese ambiente. La bohemia, como sabemos, emerge típicamente en ambientes urbanos y bajo condiciones socioeconómicas que no permiten a los individuos llevar a cabo su vocación artística, de modo que éstos deciden vivir o adoptar una pobreza voluntaria. Di Prima participa en la bohemia neoyorquina, igual que los jóvenes que aparecen en su relato, que rechazan seguir los patrones dominantes de comportamiento según las estructuras de clases, género, raza, y movilidad social. Su generación adop11


ta modos de vida de la bohemia y de la cultural del jazz, con el fin de explorar libremente la sexualidad, el uso de las drogas, nuevas formas de amistad y de relaciones íntimas, mientras lleva a cabo su actividad artística y opta por diversas maneras de sobrevivir económicamente. Y aunque en la bohemia a la que ingresa Di Prima había pocas mujeres, ese sentido de ser una minoría viviendo una vida no-normativa atraía a la generación que emerge en los cincuenta. En este ambiente también aparece una fuerte ideología de lo juvenil o de los jóvenes que empiezan a verse (más allá de ser reconocidos e interpelados por la sociedad hegemónica como consumidores) como una fuerza social y cultural progresista, celebratoria, que desafía la normalidad burguesa, cristiana, blanca y heterosexual, de la sociedad estadounidense. Junto a su descripción de la bohemia, Di Prima ofrece observaciones importantes sobre la generación anterior, la de sus padres. Así, por ejemplo, nota que la madre de Tomi, “era una mujer pequeña y atractiva de unos cuarenta y tantos años, que hizo lo que se esperaba de ella, sin que eso le produjera ningún placer.” Pero además es una mujer sin oportunidad de explorar verdaderamente su sexualidad. La escritura de Di Prima se opone a la visión televisiva de la normalidad familiar estadounidense, al notar que se trata de una situación ideal y económica falsa. Incluso la autora revela el carácter incestuoso de la familia, y un modo de vida donde la personalidad propia se inhibe al imitar las imágenes culturales de los medios. Las Memorias también describen los diferentes estados (identidades) de feminidad que atraviesa la autora, como sucede con el breve periodo que vive en el campo con tres hombres: el padre y sus dos hijos. Di Prima se ve convertida en una mujer compañera, comprensiva y servidora. Según reflexiona, dice: “Me perdí a mí misma en el nuevo rol de mujer, una posición definida y revelada por mi sexo que consistía en hornear, reparar cosas, llevar a cabo la crianza y coger, es decir, la parte destinada a las ‘chicas’ en la obra”. Sobre esa condición de mujer, 12


también relata una violación, que enfrenta con la ambivalencia de la época, todos los trabajos que tuvo que hacer para sobrevivir, que se circunscriben muchas veces a su identidad de género, y ofrece una franca y lúcida reflexión sobre la píldora anticonceptiva y los métodos contra el embarazo. Una de las constantes en el relato es la importancia del sexo de la mujer y su deliberada libertad por explorarlo, incluyendo las relaciones homoeróticas y de grupo. Sin embargo hay que notar primero que el relato de Di Prima no es meramente testimonial, sino que vemos un registro ficticio en el que la autora incluye juegos textuales y el uso de la ironía. Quizá algunos lectores detectarán giros de pornografía por la descripción detallada de las escenas sexuales, pero hay un contexto específico respecto a este registro, en el que es importante tener en cuenta que pese a su carácter subversivo y confrontacional, los escritores y la literatura beat se sustentan o tienen cabida en las grandes editoriales norteamericanas y son parte de un fenómeno editorial comercial.2 En 1987 Di Prima escribe un apéndice para la segunda edición de las Memorias, incluida en esta edición. La autora cuenta ahí el contexto en el que trabajó, y también que lo hizo para no vivir más de su esposo, pagar la renta y comer, luego de su llegada a San Francisco: “Había conocido a Maurice Girodias en Nueva York, y había escrito escenas sexuales para un par de novelas aburridas e inocentes que él había comprado como esquemas de tramas a las que tenía que agregarse el interés lascivo”. Las cuartillas que había mandado Di Prima a Nueva York, no obstante, regresaban con el siguiente aviso: “Grandes cantidades de palabras iban a Nueva York cada vez que vencía el alquiler, regresaban con “MÁS SEXO” garabateado en la primera página con la letra inimitable de Maurice”. Di Prima confiesa sin pena: “Fue la primera y única vez que escribí una obra para ganar dinero”. 2. En nuestra antología beat no pudimos incluir fragmentos de Loba, debido a que los editores pedían a cambio una cantidad incongruente.

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En el relato, no obstante, Di Prima parece dar una clave del posible carácter ficcional y testimonial del texto, al jugar con el lector o lectora y hacerlo consciente de su lectura. Me refiero al Capítulo 12, donde la autora ofrece dos relatos de lo que sucede por la noche en su segundo apartamento, en el que vive con un grupo de amigos. El primer relato trata de lo que quiere leer el lector: “MAS SEXO”, según exige su editor neoyorquino, y enseguida narra lo que realmente pasó. Esa autoconciencia sitúa las Memorias de Di Prima (aunque, según hemos apuntado, los méritos abundan) en otro nivel, que nos lleva a un terreno ambiguo donde las fronteras entre lo real y lo ficticio son inciertas. 12 de noviembre, 2020 Monona, Wisconsin

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CAPÍTULO 9 $ PRIM AVER A EN EL CAMPO

Pasó mucho tiempo antes de que yo volviera a la ciudad. El domingo por la noche, cuando todos se preparaban para irse por rumbos diferentes, Billy me pidió que me quedara por un tiempo a vivir con él y le dije que lo haría. Nunca había vivido en el campo, en realidad nunca viví en un lugar donde se cultivaran los propios vegetales y quería saber qué significaba eso. Además, Billy y yo disfrutábamos haciéndolo juntos, y yo estaba escribiendo, así que no había razón para ir a ningún otro lugar. Al día siguiente corté los largos tacones de mis zapatos, pedí prestados un par de pantalones anchos de Billy que até con una cuerda alrededor de mi cintura para sostenerlos, y empecé a vivir en el campo. Big Bill nos facilitó una casa pequeña y vacía en el lugar, solo para nosotros dos, y eso me dejó alucinada porque hasta ese momento prácticamente toda mi relación con la vieja generación había sido de evasión y mentiras. Pero Big Bill era un comunista de los años treinta y un firme creyente en el “amor libre”, aprobó totalmente nuestra relación y pensó que éramos buenos el uno para el otro, además le gustaba tenerme cerca. Él y Billy tenían un trabajo de verano en la carretera del estado, salían muy temprano por la mañana y volvían como a las cinco. Yo me levantaba con Billy e iba a la cocina de la casa grande, donde empezaba el café, cocinaba un montón de papas caseras y prepara115


ba huevos y avena para los hombres. Después de que ellos se iban a trabajar, me vestía lentamente, limpiaba la casa y nuestra casucha, quitaba un poco de la maleza del jardín, leía, salía a caminar y escuchaba la radio de onda corta de Big Bill. El tiempo pasaba muy rápido, entonces era hora de hervir las papas —cada uno de ellos comía tres papas para la cena y tenía que hervir otras dos piezas para cocinar las papas caseras de la mañana. Mientras las papas hervían, iba al jardín y veía los vegetales, tratando de determinar los que estaban lo suficientemente maduros para la cena, y levantaba una remolacha o zanahoria tentativa para ver si estaba lista. Nunca me había topado con el cultivo de vegetales en ninguna cantidad —nuestro jardín en Brooklyn, cuando era niña, no había tenido más que tomates ciruela para la salsa de tomate y la mitad del tiempo no estaba segura qué era lo que se estaba cultivando. Cometí algunos errores horribles, pero sobre todo me apegué a cosas que reconocí, que se veían aproximadamente tan grandes y del mismo color, que cuando las compré en las tiendas de la ciudad —y de vez en cuando le preguntaba a Big Bill de algo que no reconocía; no me gustaba hacerlo mucho porque cada una de mis preguntas parecía provocar una explosión (para mí) de alegría totalmente injustificada. Además de Big Bill y Billy, Little John (que había tenido la peste bubónica), también se quedaba en el lugar, y me di cuenta que realmente me gustaba ser la mujer de los tres hombres, limpiando, remendando y cocinando para ellos. En retrospectiva, creo que fue porque todos trabajaban tan duro que volvían a 116


casa relajados y agradables, satisfechos con la comida, satisfechos con la casa, contentos de tener una mujer cerca de ellos. A Billy y a mí nos gustaba hacerlo por la mañana. Solíamos despertarnos antes de que amaneciera, arrojados a la superficie desde el lugar más profundo de nuestro sueño por nuestra hambre mutua, una hambre que se había alimentado toda la noche por el roce y el suave toque de su carne sobre mi carne mientras soñábamos. Nuestra cama estaba debajo de la ventana y, cuando me despertaba primero, miraba al cielo para ver si la estrella de la mañana ya estaba afuera. Si era así, alargaba la mano acariciando al chico a mi lado, la suave carne del estómago, el fondo de su ombligo mientras yacía a mi lado, mi mano se deslizaba sobre su ancho pecho, los dedos tocaban sus labios medio abiertos a su respiración. Él se volvía hacia mí y yo lo besaba, sentía un ligero temblor en mi cuerpo que era deseo, somnolencia, y el frío húmedo de la mañana. Luego se despertaba, sus grandes manos cálidas me abrazaban, se deslizaban debajo de la parte baja de mi espalda, y me arrimaba a él. Nos explorábamos con lentos gestos de natación, gestos del sueño, nuestros sueños aún sobre nuestros ojos, su sabor llenando la boca mientras nos besábamos largo y sin fin. Las piernas de Billy eran bastante hermosas, me encantaba pasar mis manos sobre sus muslos, deslizar mi mano entre ellos, sentir su musculoso y suave culo. Luego, lentamente, el temblor se detenía a medida que me calentaba y dejaba de tensar mi cuerpo contra el deseo, y me acostaba húmeda y abierta, llena de hambre, y él 117


entraba en mí. Nos movíamos juntos en la penumbra, largo y lento, saboreando nuestro placer, haciéndolo lentamente, lentamente, acostados a veces en ángulo recto entre uno y otro, algunas veces codo a codo, otras —brevemente— Billy encima de mí o yo sobre él. Al final su excitación crecía y comenzaba a bombearme más y más rápido, se sentaba, me jalaba de modo que quedaba completamente sobre él, ensartada en su verga gruesa y larga, con mis piernas envolviéndolo y mis brazos alrededor de su cuello, mirándolo a los ojos mientras me movía arriba y abajo en su regazo, ayudada por el movimiento de mis muslos y me venía, cayendo hacia adelante contra su pecho, mientras el gemía y se sacudía, llenándome con los jugos de su ser. Luego él se acostaba sobre su espalda, sus brazos a mi alrededor, su verga aún dentro de mí, y nos acostábamos juntos sin movernos mientras los olores de la vieja casa, la humedad, la madera podrida y el olor a tierra mohosa y la luz, entraban lentamente en la habitación. La mitad de las veces, como nos quedábamos allí con su verga floja y húmeda todavía dentro de mí, sentía que se agitaba y comenzaba a cobrar vida de nuevo, y empezaba a acariciar y suavizar sus largos y hermosos testículos. Su verga se me resbalaba, solo estaba media dura, y me la ponía en la boca, el sabor almizclado de mi propia venida y el sabor salado y ligeramente amargo de él se mezclaban, la punta de mi lengua buscaba el pequeño orificio de su verga y mis dedos en su culo y la parte interior de sus testículos le hacían volver el deseo. Luego él me volteaba y metía su verga húmeda y resbalosa en mi ano y sus dedos en mi coño, así que 118


estaba completamente llena de él, presionada contra el fresco y maloliente colchón, mis manos echadas sobre mi cabeza o estiradas para acariciarlo. Él me pellizcaba y acariciaba el cuello y la espalda, profiriendo grandes gemidos de forma juvenil y animal, mientras yo sentía como si literalmente fuera a explotar de plenitud, la inmersión total de mi ser en este increíble deseo masculino. Cada fibra de mi carne temblaba y lloraba en la mañana tranquila, mientras me venía de nuevo en un espasmo sin fin de liberación que me dejaba hueca, cóncava y vacía, con una luz blanca como un rayo explotando en mi cerebro. $ QUE SE JODA L A PÍLDOR A: UNA DIGRESIÓN

En su primer viaje a la ciudad, Billy había comprado condones no sin cierta vergüenza, los usó durante nuestra primera noche en nuestra cabaña pero frente a mi insistencia, nunca los volvió a usar. Entendí y aprecié su precaución, pero eran todo un lastre. Hasta ese momento yo nunca había usado ningún anticonceptivo. De hecho, durante los primeros años de vagabundear por la ciudad, nunca usé nada para evitar el embarazo y ni una vez quedé embarazada. Algún tipo de carisma juvenil mantuvo la cosa en marcha.1 1. N.B. 1988. Por favor, lectores, esto no es, repito, no es un estímulo para evitar condones ahora. Coquetear con el embarazo es una cosa: tener un hijo o hija puede ser una gran celebración 119


La única vez que pensé que estaba embarazada, con dos semanas de atraso en mi periodo, di una larga caminata bajo el sol abrazador (era julio), con un yonqui pelirrojo y maniático llamado Ambrosio, por la Calle West, más allá de la terminal de los camiones y los adoquines. Llegamos a un embarcadero y nos subimos a un transbordador hacia Jersey City, donde una banda de chicos nos siguió y gritó; compramos sandwiches de mortadela en una salchichonería local, seguimos nuestro camino hacia el cementerio de la ciudad, donde nos sentamos en las tumbas a comer y recitarnos a Keats. Un enorme perro blanco salió de la nada y apoyó su cabeza en mi regazo como un unicornio en un viejo tapiz mientras yo estaba sentaba en una tumba, y de inmediato comenzó una hemorragia. Este es un método de abortar que yo recomiendo altamente, aunque nunca he sabido de alguien más que lo haya tratado, ya sea con éxito o sin él. Lo único malo fue que cuando llegó el momento de regresar a Manhattan no pudimos encontrar un transbordador, y el conductor del autobús que nos llevó al canal del Hudson nos dijo que el transbordador no había funcionado en varios años…

Más tarde, después de que me mudé a la parte alta de la ciudad, conseguí un diafragma en la clínica Sanger, con mucha inquietud y mintiendo ser casada; me levantaba de la cama en ese departamento helado como agua fría, de la vida; coquetear con el SIDA es otra cosa: es simplemente cortejar una muerte rápida y horrible. 120


y entraba en esa habitación llamada “almacén de leña”, donde me paraba, temblando de frío, mientras deslizaba en su lugar el pequeño disco de goma. Para cuando volvía a la cama, temblando y con los pies fríos, era una cuestión de comenzar de nuevo, llegar de alguna manera a la pasión que habíamos logrado tan fácil y naturalmente en el principio. Bueno, podrías alardear y decir, eso quedó en el pasado, las chicas suertudas tienen ahora la píldora y pueden hacer lo que les plazca, son tan libres como los hombres, etcétera, etcétera. ¡La píldora, la píldora, la píldora! Estoy tan cansada de escuchar de la píldora. Déjame decirte sobre la píldora. Te hace engordar, eso hace. Te da hambre. Te da dolor en los senos, nauseas leves, te condena, te evita el embarazo para vivir en un estado perpetuo de embarazo temprano: mareos, nauseas, incluso es posible que estalles en lágrimas. Y —la mayor ironía—te produce a ti, que finalmente has logrado la total libertad para coger, mucho menos probabilidades de querer coger, reduce el deseo sexual. ¡Cuánto logro por la píldora! Luego está el pequeño y ingenioso artefacto conocido como DIU, aparato intrauterino. Un pequeño y cómico resorte de plástico que te pegan en el útero. ¿Y por qué no? El principio sobre el que funciona (eso piensan), es que vuelve a tu matriz frenética tratando de deshacerse de él, y todo dentro de ti sucede mucho más rápido: el huevo mensual pasa a través de su sistema en dos o tres horas, en lugar de durante varios días. Sólo algunas pequeñas cosas están mal con el DIU: calambres, sangrado intermitente, un estado general de ten121


sión. También tiene la costumbre de moverse y puede aparecer en cualquier lugar, o no aparecer en absoluto. Hay dos cuerdas unidas al pequeño e ingenioso artefacto que sobresalen del cuello de tu matriz, que se supone debes verificar hurgando en tu vagina para saber si las cuerdas todavía están allí. Nadie me había dicho qué hacer si no estuvieran allí. Dado que el DIU solo permite a la naturaleza un margen estrecho de funcionamiento, hay algunas horas cuando sí podrías embarazarte y, si te vas a embarazar, supongo que probablemente lo harías en ese breve lapso. Una vez una enfermera me contó que un bebé nació con la espiral de un alambre incrustado en la placenta. ¿Entonces qué? ¿Qué nos queda? Nos quedan los anticuados diafragmas y todas sabemos el lastre que son, y cremas y espumas casi tan antiguas, que supuestamente se pueden usar sin diafragma y son buenas exactamente por veinte o treinta minutos después de la inserción, lo que significa que tienes que trabajar bastante rápido, con un ojo en el reloj. Además gotean y se deslizan y son indescriptiblemente pegajosas y hay que añadir al gozo natural y alegre de la lujuria cierta textura química y sabor, el cual supongo que con determinación, podría convertirse en un gusto adquirido, pero es por lo menos un poco desagradable para los no iniciados. Y si quieres repetirlo, si él logra que se le pare nuevamente, tienes que insertar un poco más de espuma a todo el lío pegajoso dentro de ti. Medieval, yo diría. O la opción es tener bebés. Tener bebés tiene ciertas ventajas, para no contradecir. Una es que no tienes que hacer nada al respecto —cuando quieres coger, 122


simplemente coges. Nada pegajoso, ninguna tensión de decisiones. Si te embarazas, el malestar del embarazo temprano tiende a durar dos o tres meses —mientras que con la píldora dura siempre. El embarazo siempre me hace querer coger más y también lo disfruto más. En los últimos meses, se añaden las delicias de la ingenuidad y se descubren varios nuevos placeres. En cuanto al parto, tener un bebé es cuestión de acostarse y tenerlo. Después del primero nada podría ser más fácil si olvidas las reglas: olvídate de los doctores, hospitales, enemas, rasurarte el vello púbico, olvídate del estoicismo y el parto “sin dolor” —simplemente grita y empuja la maldita cosa. Requiere menos tiempo, problemas y pensamiento que cualquiera de los llamados “métodos modernos de control de natalidad”. ¿Y para mantener a la criatura? Consigue asistencia social, deja de trabajar, quédate en casa, mantente pacheca y coge. $ Ser la mujer de tres hombres fue una experiencia interesante. Big Bill me deseaba pero lo evadí por un tiempo. No sabía cómo lo tomaría Billy si yo lo hacía con su papá, y me gustaba profundamente como para joder las cosas. Finalmente nos reunimos un fin de semana cuando Billy y Little John salieron a hacer una caminata de dos días. Después de la cena, Big Bill se sentó en el sofá a mi lado y prosiguió a desabrocharme la falda. Su deliberación y seguridad se produjeron como moderación y el olor a hombre de su cuerpo —sudor, tierra y tabaco— fue tremendamente excitante para mí. Con la excepción 123


de ser violada por Serge Klebert, nunca lo había hecho con un hombre mayor, y me sorprendió gratamente. El cuerpo de Big Bill era delgado y fuerte, sus músculos bien definidos, como de acero debajo de la piel suave y móvil. Su pene, cuando lo extraje de sus pantalones de trabajo, era más delgado pero levemente más largo que el de Billy. Tenía un aire amable y mundano al respecto, como si hubiera acumulado sabiduría de todos los coños en que había entrado. Había una destreza y fuerza en sus largos dedos mientras me tomaba, y una habilidad y entendimiento en sus labios sobre mis senos, que era tranquilizante y encantador. Iba a embarcarme en un viaje con un marinero experimentado, uno que conocía el viaje y cada cambio del viento. Entendió mi juventud y mi torpeza, y los vio como algo precioso, difícil de conseguir. Pasamos una noche hermosa en el sofá, cogiendo y dormitando hasta el amanecer, y luego, cuando apareció la luz del día, nos fuimos tambaleando a nuestras camas separadas para dormir unas horas. La relación con Little John fue otra cosa. Éramos demasiado parecidos en nuestra pequeñez, en nuestra elevada energía y nuestra resistencia para interesarnos el uno al otro. Aunque tratamos de besarnos experimentalmente una o dos veces en la tarde cuando Big Bill y Billy estaban fuera en el trabajo, y John aún no había conseguido un empleo con el equipo de la carretera, nunca iba a ninguna parte, y nunca pensamos mucho en eso, de una forma u otra. Por la noche nos encontrábamos los cuatro escuchando el mundo en la radio de onda corta de Big Bill 124


—el mundo externo que parecía tan lejano de nuestra casa de campo pero que de repente surgía: cerca, traicionero y amenazante tan pronto como girábamos el botón. O jugábamos ajedrez o leíamos obras de teatro juntos. A Big Bill realmente le gustaban las obras teatrales de aficionados y le encantaba la idea de pasar las noches en el campo haciendo lecturas escenificadas. Tenía buena voz y era realmente bueno en eso: Shakespeare o Brecht, encontraba a Cocteau demasiado ligero, nos vociferaba las líneas mientras los insectos aterrizaban estrellándose por miles sobre los mosquiteros de las ventanas, atraídos por nuestras luces de última hora. Sí, era bueno ser la chica de tres hombres, y cada uno de ellos con su propio viaje, cada uno deseando cosas diferentes para que el mundo se completara, una interacción, como una foto con triple exposición, hecha un infinito espacio. Desde entonces he descubierto que, por lo general, es bueno ser la mujer de muchos hombres a la vez, o ser una de las muchas mujeres en el círculo de un hombre, o ser una de las muchas mujeres en un hogar con muchos hombres, y la relación entre todos nosotros siempre era cambiante y ambigua. Lo que no es bueno, lo que es claustrofóbico y somnífero, es la relación regular de uno a uno. Está bien por un fin de semana, o un mes en las montañas, pero no está bien como una cosa de largo tiempo, no está bien una vez que ambos se han dicho a sí mismos que ésta será su forma de vida. Luego empiezan los reclamos interminables, los malabarismos para evitar el aburrimiento, y el cierre lento e inexorable del horizonte infinito de Dios, 125


como las paredes al rojo vivo en “El pozo y el péndulo” de Poe que se mueven inexorablemente y ahogan la vida de tu mundo. En la Edad Media existía el cinturón de castidad —pero eso al menos podía arreglarse con una sierra para metales si no había otra cosa. En los días de nuestros padres existía el matrimonio, algunas veces todavía existe y es bastante feo, pero es la forma legal y puede ser tratado con más de lo mismo, más papeles. Es desagradable, pero es la única forma del monstruo. El gran horror, la pesadilla con la cual muchos de nosotros pasamos nuestras vidas de adultos, es la creencia insidiosa y profundamente arraigada del “uno a uno” en el mundo. El mundo de “este es mi viejo”. Vive con un hombre y comenzaras a reclamarlo. Vive con cinco y tendrás el mismo reclamo pero desperdigado, ambiguo, indefinido. Lo que no es llenado por uno es llenado por otro fácilmente, nadie obsesionado con la culpabilidad e incompetencia, nadie que empuja a la pared por demandas que él/ella no puede cumplir. Recuerdo haber leído en los libros de esa gran mujer exploradora, Alexandra David-Neel, que en el Tibet ambas, la poligamia y la poliandria, fueron alguna vez practicadas libremente. Me gustaría saber más de esa estructura social, cómo trabajaba, cómo la hacían funcionar, quién vivía con quién. En las fotos las mujeres son hermosas, fuertes, criaturas libres, suficientes para ellas mismas; leí que ellas poseían tierras y negocios como los hombres; y los hombres —bueno, los hombres y las mujeres juntos crearon una de las magias más salvajes que este planeta haya presenciado. 126


Florecimos en nuestra granja del río Hudson. Funcionó para cada uno. Big Bill se ocupó de mi mente —su generosidad y estabilidad, su confianza me hicieron sentir bien, como nunca me había sentido en mi vida, y su galantería me hacía sentir hermosa. Billy era compañero de equipo y camarada, éramos buena pareja: podía seguir siendo yo misma con él en las caminatas, quitando la yerba mala o cogiendo; mi fuerza vital igualaba la suya. Y Little John era hermano y amigo, escuchaba mi paranoia resonando en su cabeza, encontraba sus secretos enunciados en mis poemas. Muchos juegos de ajedrez estancados pasaron entre nosotros. Era una vida diferente de la que había conocido antes: la quietud de esos largos atardeceres, donde pasábamos la mariguana y murmurábamos oraciones breves y cálidas el uno al otro, en la desnuda y desaliñada sala de estar con su sofá gastado y sus sillas gruesas. Algunas veces Billy nos cantaba, Big Bill recordaba y contaba anécdotas de Woody Guthrie, o de sus correrías durante el barullo de la guerra por la ciudad de Nueva York; Little John escribía en cuadernos, mientras se mordía las esquinas de las uñas. Me acostumbré al ritmo lento y espaciado de los días y por un tiempo me parecía que nunca había conocido ningún otro que ese ritmo atemporal, los días pintados de verde por el jardín, las noches doradas por la lámpara de petróleo. Me perdí a mí misma en el nuevo rol de mujer, una posición definida y revelada por mi sexo que consistía en hornear, reparar cosas, llevar a cabo la crianza, coger, es decir, la parte destinada a las “chicas” en la obra —y estaba contenta. 127


Pero lenta, de manera imperceptible, los días comenzaron a ser más cortos, la hierba se volvió marrón, y con los primeros grillos una inquietud se empezó a agitar en mí por el combate rápido y el duro vivir de la ciudad, por el juego y la lucha y el inagotable intercambio humano que era Nueva York para mí en ese momento. Me sorprendía a mí misma escuchando el tráfico, o el sonido de fondo de “Bird” tocado en un fonógrafo barato en el apartamento de a lado, y supe que era el momento para mí de seguir mi camino. Así que por el momento me despedí de Billy —el volvería a Nueva York en el otoño—, le devolví sus pantalones anchos y me puse la falda y la blusa de oficina. Big Bill me llevó a la estación de autobús y dentro de una hora estaba de vuelta en Nueva York.

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