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La próxima Navidad
G
ustavo preparaba su equipaje. En su trabajo se negaron a darle vacaciones, pero luego de una acalorada discusión con su jefe se arriesgó a escaparse a su pueblo para pasar la Navidad con la familia. Llevaba trabajando cuatro años sin descanso y sintió merecer dos semanas de esparcimiento; al regresar pondría su oficina al corriente. El viaje le llevaría dos días: el primero, viajaría en autobús hasta Santa Marta; una vez ahí, trasbordaría en la estación ferroviaria “Ausencia”. Gustavo iba nervioso: por una parte, viajaba sin el permiso de su jefe; por otra, pronto vería a su familia. Estaba dispuesto a hacer de esa Navidad una fecha imborrable. Mientras el autobús devoraba la distancia, Gustavo recordó su infancia en esas mismas fechas, vio a su madre decorándole una rama seca con farolitos, pascle, esferas y cintas de colores para que él saliera con sus amigos a cantar casa por casa: “Naranjas y limas, limas y limones, más linda la virgen que todas las flores…”. La piel se le erizaba, a su mente acudía el viejo barrio y su alfombra de piedra de río; se veía con ese botecito en la mano recogiendo las monedas que les daban en cada domicilio
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y que al final se repartían entre todos los cantantes con inocencia infantil. En esas evocaciones también aparecía su abuela, disponiendo un guajolote del corral para la cena de Noche buena. Otras ocasiones festejaron la Navidad en la casa del tío Álvaro, un magnífico anfitrión. Toda la familia reunida la pasaba a gusto y a la media noche se daban el tradicional abrazo. Aquellos días, consumidos por el tiempo, ya no volverán. Miraba a través de la ventanilla del autobús y suspiraba por una infancia que parecía estar presente de nuevo. Cayó en la cuenta de que el sueño de establecerse en una ciudad extraña y gozar de un trabajo próspero le había impedido incluso recordar los pasajes de su vida. Pero estas vacaciones eran el mejor regalo que él mismo se hacía. Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz del conductor que anunciaba a través del magnavoz: “Santa Marta”. La primera etapa de su viaje había concluido. En la taquilla Gustavo compró un boleto con destino a San Roque. Se preguntó si el nombre de la estación “Ausencia” se debía al hecho de que en tal sitio los seres queridos se alejan unos de otros, separándose quién sabe por cuánto tiempo. Abordó el tren y buscó su asiento. En breve la máquina se puso en movimiento. Desde el andén algunas personas agitaban un pañuelo blanco sin poder contener las lágrimas al despedir al ser amado. 33
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Gustavo estaba melancólico, pero sabía que cada instante que transcurría lo acercaba más al pueblo que lo había visto nacer. Luego de un rato de viaje el cansancio comenzó a embargarlo y en un movimiento de cabeza desinteresado su mirada se encontró con el perfil de su compañera de viaje, hundido en la lectura de un libro. Era un perfil muy bello, afilado, pero Gustavo estaba tan absorto en sus recuerdos que apenas notó que alguien se había sentado junto a él. Titubeó un momento, pero finalmente se animó a romper el hielo. “¿Vas a San Roque?”. Ella dijo que sí, lo dijo sonriendo, con la naturalidad de quienes se conocen de toda la vida. “Pasaré la Navidad con mi familia”, agregó. “¿O sea que naciste en San Roque?”, preguntó Gustavo espontáneo. “Así es”. “No te recuerdo. Qué extraño. El pueblo no es muy grande, estoy seguro que recordaría un rostro como el tuyo”. A ella le agradó el comentario final de Gustavo. “Salí de ahí desde pequeña con el sueño de ser una gran modelo, ya ves”. Hizo una pausa y clavó la mirada en el libro, como si buscara entre sus páginas la respuesta a su desengaño de no haber logrado más que alguna pasarela secundaria y otro comercial televisivo para una marca local; luego siguió: “Pero esta Navidad me di el tiempo de venir a visitar a mis padres. También a dos entrañables amigas de la infancia. Aunque en el fondo creo que quiero saber quién me recuerda”. 34
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El viaje en tren duró alrededor de cinco horas, pero a Gustavo el tiempo se le fue como el agua. La plática con aquella hermosa mujer le había robado por completo la atención. En la estación de San Roque se despidieron con un abrazo. “Ha sido un placer”. “Por cierto, soy Gustavo”. “Ana Lucía”. “Feliz Navidad”. Volvieron a entrelazarse en otro abrazo e intercambiaron un beso en la mejilla. Gustavo caminó por los barrios que aún guardaban su halo provinciano. Se dedicó a visitar viejos amigos, evocar historias, juegos y años de estudio; ya todo pertenecía al ayer. La nostalgia le acercó el primer amor, esa ilusión juvenil que no siempre madura; ahora ella era madre de dos hermosas hijas. Se enteró de que Abel, su mejor amigo, se había ahogado en el río; con él solían nadar en las hondas pozas que reposan al pie de la cascada. Abel solía ser su defensor ante cualquier bravucón. A cuántos recuerdos la distancia amenazaba con perder para siempre. La añoranza es inevitable y la época decembrina constituía el escenario perfecto para avivar las emociones. Por fin llegó el 24 de diciembre. Sus padres convocaron a toda la familia en su casa para festejar la cena de Noche buena. La casa estaba vestida con los adornos tradicionales. Gustavo sustrajo de su equipaje modestos regalos para todos: juguetes para los sobrinos y ropa o algún otro presente para los adultos. Previas a la cena se pronunciaron unas pa35
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labras alusivas a la ocasión que fueron selladas con un brindis; más tarde se bendijo a los alimentos. A la medianoche, luego del pavo, comieron las tradicionales uvas y de postre el acostumbrado pastel. Cecilia le acercó a su primo Gustavo la vieja guitarra de sus andanzas juveniles para que interpretara algunas canciones. Entretanto, las luces de colores parpadeaban como los latidos de un corazón que aminoran su ritmo al paso de la velada. Fue una noche inolvidable, mágica, una Navidad para recordar por siempre. Gustavo sintió la extraña necesidad de haber compartido todo aquello con Ana Lucía. Tres días antes de finalizar el año los familiares de Gustavo lo despidieron en la vieja estación. Los abrazos, los “cuídate mucho”, “te amamos” y “gracias por la visita”, sin faltar los ojos húmedos de sus padres, eran los sentimientos que él se llevaba en su corazón. Cuando los vagones comenzaron a moverse, Gustavo se asomó por la ventanilla y vio unos pañuelos que agitándose en el aire lo despedían. Todo su ser se estremeció en esa inolvidable vivencia. De pronto, volteó la mirada y descubrió a su lado la sonrisa de Ana Lucía. No podía creerlo. Su rostro se iluminó. Un camarero les ofreció café. Ambos se contaron las vivencias familiares como viejos conocidos y sin darse cuenta se iban tomando de la mano. Así transcurrió su viaje hasta la estación “Ausencia” de Santa Marta. En ese punto cada uno tomaría distinto camino. 36
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Gustavo ya no dudaba de sus sentimientos hacia Ana Lucía, todo fue espontaneo, tan rápido, pero sucedió. Gustavo estaba convencido de que había encontrado al amor de su vida. Las palabras sobraban y no era necesario confesar el rutinario “te amo”. Llegó el momento de despedida. Ana Lucía seguía sonriéndole, él la tomó de ambas manos, no tenía dudas, todo había sido repentino, y lentamente fue acercando sus labios a los de ella, sus alientos se fusionaban, pero en ese momento ella susurró: “Aún no. Tal vez si coincidimos la próxima Navidad”.
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